XXVI

Seyano compuso un memorial dirigido a Tiberio, en el cual le pedía que se acordase de él si buscaba un esposo para Livila. Decía que tenía conciencia de que no era más que un caballero, pero que en una ocasión Augusto había casado a su única hija con un caballero, y por lo menos Tiberio no tenía un subordinado más leal que él. No aspiraba al rango senatorial, sino que se conformaba con seguir en su actual puesto de vigilante centinela de la seguridad de su noble emperador. Agregaba que semejante matrimonio sería un serio golpe para el partido de Agripina, que lo reconocía como su más activo oponente. No se atreverían a utilizar la violencia contra el único hijo sobreviviente de Cástor y Livila: el joven Tiberio Gemelo. La reciente muerte del otro mellizo debía ser atribuida a Agripina.

Tiberio contestó graciosamente que todavía no daría su respuesta favorable a la petición, a pesar de que era consciente de su gran obligación para con Seyano. Creía improbable que Livila —cuyos dos esposos anteriores habían sido hombres de elevadísima cuna— se conformase con que él siguiera siendo un caballero. Pero si lo ascendía de rango a la vez que lo casaba con un miembro de la familia imperial, ello provocaría grandes celos, con lo que el partido de Agripina quedaría fortalecido. Dijo que precisamente para evitar tales celos había pensado Augusto en casar a su hija con un caballero, un hombre retirado que no participaba en modo alguno en política.

Pero terminaba con una nota esperanzadora: «No quiero decirte aún cuáles son los planes que tengo para acercarte más a mí. Pero te diré lo siguiente: que ninguna recompensa que pudiera ofrecerte por tu fidelidad sería demasiado alta, y que cuando se presente la oportunidad tendré sumo placer en hacer lo que pienso».

Seyano conocía demasiado bien a Tiberio para no darse cuenta de que su petición era prematura —sólo le escribió porque Livila le insistió— y lo había ofendido en grado sumo. Decidió que había que convencer a Tiberio de que abandonase Roma en el acto y lo nombrase Guardián de la Ciudad, magistrado ante cuyas decisiones la única apelación posible fuese la del propio emperador. Como comandante de la guardia, también estaba al frente del Cuerpo de Ordenanzas, los correos imperiales, de modo que manejaría toda la correspondencia de Tiberio. Este también dependería de él en lo referente a decidir qué personas debían ser admitidas en su presencia, y cuantas menos personas tuviese que ver, más complacido se sentiría. Poco a poco el Guardián de la Ciudad tendría todos los poderes verdaderos, y podría actuar como quisiera, sin peligro de que el emperador se entrometiese.

Al fin Tiberio salió de Roma. Su pretexto fue la dedicación de un templo a Júpiter, en Capua, y de uno a Augusto en Nold. Pero no pensaba volver. Se sabía que había tomado esta decisión debido a la advertencia de Trásilo, y lo que Trásilo profetizaba era aceptado como inevitable. Se suponía que Tiberio, que ahora tenía sesenta y siete años de edad —y un aspecto horrible, delgado, encorvado, calvo, con las articulaciones envaradas, con la cara ulcerada, cubierta de emplastos—, moriría dentro de muy poco tiempo. Nadie habría podido adivinar que estaba destinado a vivir once años más. Puede que ello se debiera a que jamás volvió a pisar más allá de los suburbios de la ciudad. Bueno de todos modos, así resultó.

Tiberio se llevó consigo a Capri algunos eruditos profesores griegos y una fuerza escogida de soldados, incluida su guardia de corps germana, a Trásilo, a cierto número de extrañas criaturas pintarrajeadas, de sexo dudoso, y, la elección más curiosa de todas, a Coccio Nerva. Capri es una isla situada en la bahía de Nápoles, a unos cinco kilómetros de la costa. Su clima es suave en invierno y fresco en verano. Hay un solo lugar posible de desembarco, y el resto de la isla está protegido por empinados riscos y bosques impenetrables. La forma en que Tiberio pasaba allí su tiempo —cuando no discutía de poesía o de filosofía con los griegos—, eso constituye un relato demasiado repugnante, incluso para la historia. Sólo diré que llevó consigo una serie completa de los famosos libros de Elefantina, la más copiosa enciclopedia de pornografía que jamás se haya reunido. En Capri podía hacer lo que le resultaba imposible llevar a cabo en Roma: practicar obscenidades al aire libre, entre los árboles y flores, o a la orilla del agua, y hacer todo el ruido que quisiera. Como algunas de sus diversiones eran crueles en extremo, ya que los sufrimientos de sus compañeros de juegos constituían una gran parte de su placer, consideraba que la ventaja de la lejanía de Capri con respecto a Roma superaba con mucho todas sus desventajas. No vivía todo el tiempo allí: solía visitar Capua, Baias y Ancio. Pero Capri era su cuartel general.

AÑO 28
d. de C.

Al cabo de un tiempo concedió a Seyano autoridad para eliminar a los dirigentes del partido de Agripina por los medios que le parecieran más convenientes. Estaba en comunicación diaria con Seyano, y aprobaba todos sus actos por medio de cartas al Senado. Uno de los festivales del Año Nuevo lo celebró en Capua pronunciando la acostumbrada oración de bendición, en su calidad de Sumo Pontífice, y luego se volvió de pronto hacia un caballero llamado Sabino, que estaba cerca, y lo acusó de tratar de enajenarle la lealtad de sus libertos. Uno de los hombres de Seyano se levantó en el acto la túnica, le envolvió la cabeza con ella, le echó un lazo al cuello y se lo llevó a rastras. Sabino gritó, con voz ahogada: «¡Socorro, amigos, socorro!», pero nadie se movió. Y Sabino, cuyos únicos delitos eran el de haber sido amigo de Germánico y el de que un hombre de Seyano lo había convencido de que expresase en privado su simpatía por Agripina, fue ejecutado sumariamente. Al día siguiente se leyó una carta de Tiberio en el Senado, informando de la muerte de Sabino y mencionando el descubrimiento de una peligrosa conspiración por Seyano. «Señores, tened piedad de un anciano desdichado, que vive una vida de constante aprensión, con miembros de su familia conspirando perversamente contra su vida». Estaba claro que se refería a Agripina y Nerón. Galo se puso en pie y presentó una moción para que se expresara al emperador el deseo de que explicase sus temores al Senado, a fin de que éste los disipase, como sin duda podría disiparlos. Pero Tiberio no se sintió aún lo bastante fuerte para vengarse de Galo.

En el verano de ese año hubo un encuentro accidental entre Livia, en una litera, y Tiberio, en una jaca, en la calle principal de Nápoles. Tiberio acababa de llegar de Capri y Livia volvía de su visita a Herculano. Tiberio quiso pasar sin saludar, pero la fuerza de la costumbre lo obligó a tirar de las riendas y saludarla con preguntas formales respecto de su salud.

—Me siento mucho mejor gracias a tus bondadosas preguntas, hijo —respondió ella—. Y como madre te aconsejo lo siguiente: ten sumo cuidado con los barbos que comas en tu isla. Algunos de los que se pescan son muy venenosos.

—Gracias, madre —contestó él. Viniendo la advertencia de ti, me atendré en lo futuro al atún y el mújol.

Livia bufó y, volviéndose a Calígula, que estaba con ella, dijo en voz alta:

—Bien, como te decía, mi esposo —tu abuelo, querido mío— y yo vinimos corriendo por esta calle, una oscura noche, hace sesenta y cinco años, creo, camino de los muelles donde nuestro barco nos esperaba en secreto. Esperábamos ser arrestados y asesinados en cualquier momento por los hombres de Augusto ¡Qué extraño parece todo ahora! Mi hijo mayor —hasta entonces sólo habíamos tenido un hijo— cabalgaba a hombros de su padre. Y de pronto el crío comenzó a gritar a voz en cuello: «¡Oh, padre, quiero volver a Peru-u-usa!». Eso nos delató. Salieron dos soldados de una taberna y nos llamaron. Nos escurrimos en un portal oscuro para dejarlos pasar. Pero Tiberio continuaba aullando: «¡Quiero volver a Peru-u-sa!». Yo dije «¡Mátalo! ¡Mata a ese mocoso! Es nuestra única esperanza». Pero mi esposo era un tonto de corazón tierno y se negó. Escapamos con vida por pura casualidad.

Tiberio, que se había detenido a escuchar el fin del relato, clavó las espuelas y se alejó al galope, furioso. Nunca volvieron a verse.

La advertencia de Livia acerca del pescado sólo estaba destinada a hacerlo sentirse incómodo, a obligarlo a pensar que sus cocineros o sus pescadores estaban pagados por ella. Conocía la preferencia de Tiberio por el barbo, y sabía que ahora se vería en un constante conflicto entre su apetito y su temor de que lo asesinaran. El incidente tuvo una penosa secuela. Un día Tiberio se encontraba sentado bajo un árbol, en una ladera occidental de la isla, gozando de la brisa y planeando un diálogo en verso, en griego, entre la liebre y el faisán, en el cual cada uno de los dos animales, por turno, pretendía preeminencia gastronómica. No era una idea original; recientemente había recompensado a uno de los poetas de la corte con dos mil piezas de oro por un poema similar, en el cual los rivales eran una seta, una alondra, una ostra y un tordo. En la introducción a su obra consideraba insignificantes todas esas pretensiones, diciendo que sólo la liebre y el faisán tenían derecho a competir por la corona de perejil; sólo su carne tenía dignidad sin pesadez, delicadeza sin mezquindad.

En ese momento buscaba un adjetivo descortés con el cual calificar a la ostra, cuando oyó un repentino susurro entre los matorrales de más abajo y apareció un hombre de aspecto salvaje y cabellera enmarañada. Tenía las ropas húmedas y hechas jirones, el rostro ensangrentado y en la mano llevaba un cuchillo abierto. Pasó por entre los espinos gritando:

—Aquí lo tienes, César. ¿No es una belleza?

Del saco que llevaba al hombro extrajo un barbo monstruoso y lo dejó caer, todavía vivo, sobre el césped, a los pies de Tiberio. Era un simple pescador que acababa de pescar ese espléndido pez y, al ver a Tiberio en la cima del risco, decidió regalárselo. Amarró su bote a una roca, nadó hasta el risco, trepó por un empinado sendero con matorrales de espino hasta la cintura y se abrió paso a través de ellos con su cuchillo.

Pero Tiberio casi se había muerto del susto. Hizo sonar un silbato y gritó en germano:

—¡Socorro! ¡Socorro! ¡En seguida! ¡Wolfgang! ¡Siegfried! ¡Adelstan! ¡Un asesino! Schnell!

—Ya vamos, altísimo, nobilísimo, magnánimo jefe —contestaron de inmediato los germanos. Se encontraban en sus puestos de centinela a su izquierda y derecha y a su espalda, pero, por supuesto, no había ninguno delante de él. Se acercaron a saltos, blandiendo sus azagayas. El hombre no entendía el germano, y cerrando el cuchillo dijo alegremente:

—Lo he pescado en esa gruta de allá. ¿Cuánto te parece que pesará? Una verdadera ballena, ¿eh? Casi me tiró del bote.

Tiberio, un tanto tranquilizado ya, pero con la imaginación concentrada ahora en el pescado envenenado, gritó a los germanos:

—No, no lo matéis. Cortad ese pescado en dos y frotádselo por la cara.

El robusto Wolfgang abrazó al pescador por detrás, de modo que no pudiese mover los brazos, en tanto que los otros dos le frotaban el pescado por la cara. El desdichado gritó:

—¡Eh, basta! ¡Esto no es una broma! ¡Suerte que no ofrecí al emperador la otra cosa que llevo en el saco!

—A ver qué es.

Adelstan abrió el saco y encontró una enorme langosta.

—¡Frótale la cara con eso también! ¡Con energía!

El infortunado perdió los dos ojos. Luego, Tiberio dijo:

—Suficiente, hombres. ¡Podéis soltarlo!

El pescador se tambaleó de un lado a otro, aullando de dolor, de modo que no hubo más remedio que tirarlo al mar desde el despeñadero más cercano.

Me alegro de poder decir que nunca se me invitó a visitar a Tiberio en su isla y que siempre he evitado ir allí, aunque todas las pruebas de sus sucias prácticas han sido eliminadas hace tiempo y aunque se dice que sus doce casas de campo son hermosísimas.

Pedí a Livia permiso para casarme con Elia, y ella lo concedió con maliciosos buenos deseos. Incluso asistió a la boda. Fue una boda espléndida —Seyano se ocupó de ello— y uno de los efectos que produjo fue el de alejarme de Agripina, Nerón y sus amigos. Se pensó que ya no podría guardar ningún secreto ante Elia, y que ésta le contaría a Seyano todo lo que averiguase. Esto me entristeció mucho, pero vi que era inútil tratar de convencer a Agripina (que estaba ahora de luto por su hermana Julila, que acababa de morir después de veinticinco años de exilio en la miserable islita de Tremero). De modo que gradualmente dejé de visitar su casa, para evitar situaciones embarazosas. Yo y Elia éramos marido y mujer sólo de nombre. Lo primero que me dijo cuando entramos en nuestra cámara nupcial fue:

—Entiende, Claudio, que no quiero que me toques, y que si alguna vez tenemos que dormir juntos en una cama, como esta noche, habrá una colcha entre nosotros, y al menor movimiento que hagas tendrás que irte de la habitación. Y otra cosa: ocúpate de tus asuntos que yo me ocuparé de los míos.

—Gracias —le contesté—. Me has quitado un gran peso de encima.

Era una mujer espantosa. Tenía la elocuencia ruidosa y persistente de un subastador del mercado de esclavos. Pronto dejé de intentar replicarle. Por supuesto, seguía viviendo en Capua, y Elia nunca fue a visitarme, pero Seyano insistió en que cada vez que yo visitase Roma me dejase ver lo más posible en su compañía.

Nerón no tenía posibilidad alguna contra Seyano y Livila. Aunque Agripina le prevenía constantemente de que debía pesar cada una de sus palabras, era de naturaleza demasiado franca para ocultar sus pensamientos. Entre los jóvenes nobles a quienes confiaba su amistad había varios agentes secretos de Seyano, que mantenían un registro de las opiniones que expresaba en todos los acontecimientos públicos. Pero aun su esposa, a quien llamábamos Helena, o Heluo, era hija de Livila e informaba a ésta de todas las confidencias que le hacía Nerón. Pero el peor de todos era su propio hermano Druso, a quien hacía más confidencias aún que a su esposa, y que se sentía celoso porque Nerón era el hijo mayor y el favorito de Agripina. Druso fue a ver a Seyano y le dijo que Nerón le había pedido que viajara en secreto con él a Germania, en una noche oscura, para pedir la protección de los regimientos, como hijos de Germánico, e iniciar una marcha sobre Roma. Que, por supuesto, se había negado con indignación. Seyano le pidió que esperase un poco más y que luego relatara el asunto a Tiberio; el momento oportuno no había llegado aún.

Entretanto Seyano hizo correr el rumor de que Tiberio estaba a punto de acusar a Nerón de traición. Los amigos de éste empezaron a abandonarlo. En cuanto dos o tres se excusaron de concurrir a sus cenas y le devolvieron los saludos con frialdad, cuando lo encontraban en público, los demás siguieron su ejemplo. Al cabo de unos meses sólo le quedaron sus amigos más fieles. Entre ellos se contaba Galo, que ahora que Tiberio no visitaba ya el Senado, se dedicaba a burlarse de Seyano. Su método en este caso consistía en proponer constantemente votos de agradecimiento por sus servicios y la concesión de honores excepcionales: estatuas, arcos, títulos y oraciones en la celebración pública de su cumpleaños. El Senado no se atrevía a oponerse a esas mociones, y como Seyano no era senador no podía decir nada al respecto. Y Tiberio no quería oponerse al Senado, ni vetar las votaciones, por temor a enemistarse con Seyano o dar la impresión de que ya no tenía confianza en él. Ahora, cada vez que el Senado quería hacer algo, enviaba primero sus representantes a Seyano a fin de pedirle permiso para presentar el problema ante Tiberio. Y si Seyano se negaba, el asunto era abandonado. Un día Galo propuso que, así como los descendientes de Torcuato tenían un cinturón de oro y los de Cincinato un rizo de cabello, concedidos por el Senado como emblemas familiares, en conmemoración por los servicios de sus antepasados al Estado, así Seyano y sus descendientes debían tener como emblema una llave de oro, en prueba de sus fieles servicios como portero del emperador. El Senado aprobó por unanimidad esta moción, y Seyano, alarmado, escribió a Tiberio y se quejó de que Galo había propuesto maliciosamente los honores anteriores con la esperanza de que el Senado sintiese celos de él, y aun quizá para hacer que el emperador sospechara de sus insolentes ambiciones. La última moción había sido mucho más maliciosa: era una sugerencia de que el acceso a la presencia imperial se encontraba en manos de alguien que utilizaba ese poder para su enriquecimiento personal. Rogaba al emperador que encontrase algún pretexto técnico para vetar el decreto, y alguna forma de silenciar a Galo. Tiberio contestó que no podía vetar el decreto sin dañar la reputación de Seyano, pero que muy pronto tomaría medidas para acallar a Galo. Seyano no tenía por qué sentirse ansioso al respecto, y su carta demostraba una verdadera lealtad y una magnífica delicadeza de juicio. Pero la insinuación de Galo había dado en el blanco. Tiberio se dio cuenta de pronto de que mientras que Seyano conocía todas sus idas y venidas en Capri, él mismo sabía tan poco como el otro le permitía saber en cuanto a las idas y venidas que se sucedían a las puertas de Seyano.

AÑO 29
d. de C.

Y ahora he llegado a una encrucijada en mi historia: la muerte de mi abuela Livia a la edad de ochenta y seis años. Habría podido vivir varios años más, porque su vista y su oído eran perfectos, y tenía pleno uso de sus miembros, para no hablar de su penetración y su memoria. Pero últimamente sufría repetidos resfriados debido a cierta infección de la nariz, y al cabo uno de ellos se le estableció en los pulmones. Me llamó junto a su lecho, en palacio. Yo estaba en ese momento en Roma y acudí de inmediato Pude ver que se estaba muriendo. Volvió a recordarme mi juramento.

—No descansaré hasta haberlo cumplido, abuela —le dije. Cuando una mujer muy anciana está moribunda, y cuando esa mujer es la abuela de uno, se promete cualquier cosa por complacerla—. Pero yo creía que era Calígula quien se ocuparía de eso.

Durante un rato no me contestó. Luego dijo, débilmente colérica:

—¡Ha estado aquí hace diez minutos! Se rió de mí. Dijo que podía irme al infierno y asarme allí por siempre jamás, por lo que a él le importaba. Dijo que ahora que yo me moría, no necesitaba ya seguir soportándome, y que no se consideraba obligado por el juramento, porque le había sido impuesto. Dijo que él sería el Dios Todopoderoso de la profecía, y no yo. Dijo…

—No es nada, abuela. Tú serás la que se ría la última. Cuando seas la Reina del Cielo y él sea lentamente quebrado en un potro eterno, en el infierno, por los hombres de Minos…

—¡Y pensar que alguna vez te consideré tonto! —dijo—. Ya me voy, Claudio. Ciérrame los ojos y ponme en la boca la moneda que encontrarás bajo la almohada. El barquero la reconocerá. Me mostrará los debidos respetos…

Luego murió y yo le cerré los ojos y le puse la moneda en la boca. Era una moneda de oro como nunca había visto hasta entonces, con la cabeza de Augusto y la de ella frente a frente, en el anverso, y una carroza triunfal en el reverso.

Nada se había dicho entre nosotros acerca de Tiberio. Pronto me enteré de que éste había sido prevenido del estado de su madre, con tiempo para cumplir con los últimos deberes filiales. Escribió al Senado excusándose por no haberla visitado; había estado muy atareado y de todos modos iría a Roma para los funerales. Entretanto, el Senado votó varios honores extraordinarios a su memoria, incluyendo el título de Madre de la Patria, e incluso propuso convertirla en semidiosa. Pero Tiberio anuló casi todos los decretos, explicando en una carta que Livia era una mujer singularmente modesta, hostil a todo reconocimiento público de sus servicios y a que se le rindiese culto religioso después de su muerte. La carta terminaba con reflexiones en cuanto a lo inadecuado de la intromisión de las mujeres en política, «para la cual no están dotadas, y que despierta en ellas los peores sentimientos de arrogancia y petulancia a los que el sexo femenino es naturalmente propenso».

Por supuesto, no fue a la ciudad para el funeral, aunque, sólo con el objeto de limitar su magnificencia, se ocupó de todos los detalles del mismo. Y les dedicó tanto tiempo, que el cadáver, viejo y marchito como estaba, había llegado a un avanzado estado de putrefacción antes de ser llevado a la pira. Para sorpresa de todos, Calígula pronunció la oración fúnebre, cosa que habría debido hacer el propio Tiberio, y si no él, entonces Nerón, como heredero suyo. El Senado había decretado que se levantara un arco en memoria de Livia; era la primera vez en la historia de Roma que se honraba a una mujer de esa manera. Tiberio permitió que el decreto cobrase validez, pero prometió construir el arco a su propia costa, y luego se olvidó de hacerlo. En cuanto al testamento de Livia, él heredó la mayor parte de la fortuna, por ser su heredero natural, pero ella había dejado tanto como la ley le permitía a miembros de su propia casa y a otras personas dignas de confianza. Tiberio no pagó a nadie uno solo de los legados. Yo habría debido beneficiarme con veinte mil piezas de oro.