AÑO 25
d. de C.
Ahora Tiberio y Livia no se reunían nunca. Esta lo había ofendido al dedicar una estatua a Augusto en nombre de ambos, poniendo primero el suyo propio. Él se vengó haciendo lo único que ella ni siquiera podía fingir que perdonaba. Cuando fueron a verlo embajadores de España para pedirle que les permitiese erigir un templo consagrado a él y a su madre, se negó en nombre de los dos. Le dijo al Senado que en un momento de debilidad había permitido la dedicación en Asia de un templo al Senado y a su jefe (es decir, él mismo) como símbolo del gobierno paternal de Roma. El nombre de su madre también aparecía en la inscripción dedicatoria, como Suma Sacerdotisa del culto de Augusto. Pero aceptar su deificación y la de su madre habría sido llevar las cosas demasiado lejos.
«Por mi parte, señores, el hecho de que sea un hombre mortal, de que esté atado por ligaduras de naturaleza humana y de que cumpla a satisfacción nuestras principales funciones —si las cumplo—, me es suficiente; lo prometo solemnemente. Así quiero que me recuerde la posteridad. Si la posteridad cree que he sido digno de mis antepasados, cuidadoso de vuestros intereses, impávido ante los peligros y, en defensa de los intereses comunes, valiente ante los enemigos personales, ello será bastante para recordarme. La cariñosa gratitud del Senado y el pueblo de Roma, y de todos nuestros aliados, es el templo más hermoso que se me pueda erigir, un templo, no de mármol, sino más duradero que el mármol, un templo del corazón. Cuando los seres santificados a quienes han sido levantados caen en el descrédito, los templos de mármol son despreciados como simples sepulcros. Por lo tanto pido al Cielo que me conceda, hasta el fin de mis días, un espíritu sereno y el poder de un claro discernimiento en todos los deberes, humanos o sagrados. Y por lo tanto imploro también a todos nuestros conciudadanos y aliados que cuando la disolución haga presa de este mi cuerpo mortal, celebren mi vida y mis actos (si los consideran dignos de ello) con un agradecimiento y alabanza interiores, y no con pompas externas y construcción de templos y sacrificios anuales. El verdadero amor que Roma sintió por mi padre Augusto cuando éste vivía entre nosotros como un hombre queda oscurecido por el respeto que su divinidad inspira en las personas de mentalidad religiosa y por el empleo indiscriminado de su nombre como juramento en la plaza del Mercado. Y ya que estamos en el tema, señores, propongo que en adelante sea un delito criminal utilizar el sagrado nombre de Augusto fuera de las ocasiones más solemnes, y que pongamos esa ley en vigor con suma energía. Ninguna mención de los sentimientos de Livia al respecto. Y el día anterior se había negado a nombrar a uno de sus candidatos a un puesto de juez, si no le permitía acompañar el nombramiento con la siguiente calificación: »Esta persona ha sido elegida por mi madre, Livia Augusta, a cuyas peticiones interesadas me he visto obligado a ceder, a pesar de que mis conocimientos de su carácter y capacidad me indicaban lo contrario».
Poco después de esto Livia invitó a todas las damas de la nobleza de Roma a un día de diversiones. Había juglares y acróbatas, y recitados de poetas y maravillosos pasteles y dulces y licores. Para terminar Livia ofreció una lectura de las cartas de Augusto. Tenía ahora ochenta y tres años de edad y su voz era débil y silbaba un poco en las eses, pero durante una hora y media mantuvo hechizadas a sus oyentes. Las primeras cartas que leyó contenían proclamas sobre cuestiones de política, todas las cuales parecían especialmente escritas como advertencias contra el actual estado de cosas de Roma. Había algunas observaciones muy al caso relacionadas con juicios por traición, incluso el siguiente párrafo:
Si bien me he visto obligado a protegerme legalmente contra todo tipo de libelos, me esforzaré al máximo, querida Livia, por no montar un espectáculo tan desagradable como un juicio por traición contra cualquier tonto historiador, caricaturista o compositor de epigramas que quiera convertirme en blanco de su ingenio o su elocuencia. Mi padre Julio César perdonó al poeta Cátulo los más sucios pasquines que se puede imaginar. Escribió a Cátulo que si trataba de demostrar que no era un adulón servil como la mayoría de sus colegas, ya lo había demostrado a fondo, y que ahora podía dedicarse a otros temas más poéticos que las anormalidades sexuales de un estadista de mediana edad. ¿Querría cenar con él al día siguiente y llevar consigo a cualquier amigo que se le ocurriera? Cátulo aceptó y desde entonces fueron amigos. Usar la majestad de la ley para vengar algún pequeño acto de resentimiento personal es hacer una confesión pública de cobardía, debilidad y espíritu innoble.
Había un párrafo notable acerca de los delatores:
Salvo cuando estoy convencido de que un delator no espera beneficiarse directa o indirectamente con sus acusaciones, sino que las presenta por un sentido de verdadero patriotismo y decencia pública, no sólo las considero sin importancia como prueba, sino que pongo una marca de oprobio al lado del nombre del delator y nunca más vuelvo a emplearlo en puesto alguno de confianza"
Y para terminar leyó una serie de cartas sumamente esclarecedoras. Tenía decenas de miles de cartas de Augusto, escritas a lo largo de cincuenta y dos años, que había encuadernado en forma de libro, con un índice. De entre esos millares de cartas eligió las más condenatorias que pudo encontrar. La serie comenzaba con una queja contra la desagradable conducta de Tiberio de niño, su impopularidad entre sus condiscípulos luego, su avaricia y altanería de joven, etcétera; daban señales de creciente irritación y aparecía en ellas, con frecuencia, la frase: «y si no fuera porque es tu hijo, queridísima Livia, diría.». Luego venían quejas contra su brutal severidad para con las tropas a sus órdenes (casi un acicate para el motín) y contra su demora en atacar al enemigo, con desfavorables comparaciones entre sus métodos y los de mi padre. Después una colérica negativa a considerarlo su yerno y una detallada lista de sus defectos morales. Después había más cartas relativas a la dolorosa historia de Julia, escritas en su mayor parte en términos de odio y repugnancia casi demenciales hacia Tiberio. Leyó una importante carta escrita en ocasión del regreso de Tiberio de Rodas:
Queridísima Livia:
Aprovecho el cuadragésimo segundo aniversario de nuestro casamiento para agradecerte con todo el corazón los extraordinarios servicios que has prestado al Estado desde que unimos nuestras fuerzas. Si a mí se me llama Padre de la Patria, me parece absurdo que no te llamen a ti Madre de la Patria. Juro que has hecho el doble que yo en nuestra gran obra de reconstrucción pública. ¿Por qué me pides que espere unos años más antes de solicitarle al Senado que te vote ese honor? La única manera en que puedo demostrar mi absoluta confianza en tu desinteresada lealtad y profundísimo juicio es la de ceder por fin a tus repetidos ruegos de que llame a Tiberio, un hombre por cuyo carácter confieso que continúo sintiendo la mayor repugnancia, y ruego al Cielo que al ceder ahora no esté infligiendo un daño irreparable a la nación.
La última carta elegida por Livia era una escrita un año antes de la muerte de Augusto:
He tenido una repentina sensación de la más profunda pena y desesperación, mi queridísima esposa, cuando analizaba ayer la política del Estado con Tiberio; pensé que el pueblo de Roma estaba destinado a ser contemplado por esos furiosos ojos saltones y golpeado por ese puño huesudo y mascado por esas mandíbulas espantosamente lentas y pisoteado por sus enormes pies Pero no contaba contigo ni con nuestro querido Germánico. Si no creyese que, cuando yo muera, él será orientado por ti en todos los asuntos de Estado y por el ejemplo de Germánico en una semblanza por lo menos de vida decente, juro que ahora mismo lo desheredaría y pediría al Senado que le anulase todos los títulos de honor. Ese hombre es un animal, y necesita guardianes.
Cuando terminó de leer se puso de pie y dijo: «Quizá, señoras, será mejor que no digáis nada a vuestros respectivos esposos en cuanto a estas singulares cartas. En rigor no me di cuenta, cuando empecé a leer, de lo singulares que eran. No os pido esto por mí, sino por el imperio».
Tiberio se enteró de todo por Seyano, en el momento en que estaba a punto de ocupar su puesto en el Senado, y se sintió abrumado de vergüenza, ira y alarma. Daba la casualidad de que esa tarde tenía que escuchar una acusación de traición presentada contra Léntulo, uno de los pontífices, que había incurrido en sus sospechas en el asunto de la oración por Nerón y Druso, y también porque votó por la atenuación de la sentencia contra Sosia. Cuando Léntulo, un anciano sencillo, igualmente distinguido por su nacimiento, sus victorias en África durante el reinado de Augusto y su sincera bondad —su apodo era «El Cordero Manso»—, se enteró de que se le acusaba de conspirar contra el Estado, estalló en carcajadas. Tiberio, frenético, perdió todo dominio de sí mismo y dijo, casi llorando, en el Senado:
—Si también Léntulo me odia, soy indigno de seguir viviendo.
—Anímate, Majestad —contestó Galo—. Perdón, había olvidado que te disgusta el título. Tendría que decir: ¡Anímate, Tiberio César! Léntulo no se reía de ti, se reía contigo. Se regocijaba contigo de que por primera vez se presentase ante el Senado una acusación de traición absolutamente infundada.
La acusación contra Léntulo fue anulada. Pero Tiberio ya había sido la causa de la muerte del padre de Léntulo. Era inmensamente rico, y se había sentido tan asustado por las sospechas de Tiberio, que se suicidó, y como prueba de su lealtad le dejó toda su fortuna. Después de eso Tiberio no pudo creer que Léntulo, que había quedado arruinado, no abrigase resentimiento alguno hacia él.
Tiberio no volvió a aparecer por el Senado durante dos meses. No podía mirar a los senadores a la cara sin pensar que sus esposas habían escuchado la lectura de las cartas de Augusto. Seyano le sugirió que sería bueno para su salud que saliera de Roma por un tiempo y se alojara a unos kilómetros de distancia, en una de sus casas de campo, donde escaparía del cotidiano apiñamiento de los visitantes de palacio y del ruido y ajetreo de la ciudad. Siguió el consejo. Las medidas que tomó contra su madre consistieron en jubilarla, omitir su nombre en todos los documentos públicos, anular los acostumbrados honores que se le rendían por su cumpleaños y dejar claramente establecido que toda vinculación de su nombre con el de él o toda alabanza de ella en el Senado serían consideradas como poco menos que una traición. No se atrevió a tomarse una venganza más activa. Sabía que ella aún tenía en su poder la carta que le había escrito desde Rodas prometiéndole obedecerla toda la vida, y que era muy capaz de leerla, aunque pudiese incriminarla como asesina de Cayo y Lucio.
Pero la maravillosa anciana no estaba derrotada aún, como se verá. Un día recibí una nota suya: «Livia Augusta espera que su querido nieto Tiberio Claudio la visite y cene con ella en ocasión de su cumpleaños. Abriga la esperanza de que goce de buena salud». No pude entenderlo. ¡Yo su querido nieto! ¡Tiernas averiguaciones sobre mi salud! No supe si reír o temer. En mi vida se me había permitido visitarla por su cumpleaños. Nunca había cenado con ella. Durante diez años no le había hablado, salvo durante las ceremonias del festival de Augusto. ¿Qué motivos podía tener ahora? Bueno, lo sabría dentro de tres días, y entretanto tenía que comprarle un regalo realmente magnífico. Al cabo le compré algo que tenía la seguridad de que apreciaría: un vaso de bronce, para vino, de graciosas formas, con asas que figuraban cabezas de serpientes y un complicado diseño de taracea de oro y plata. En mi opinión era de una artesanía mucho más delicada que cualquiera de los vasos corintios por los cuales los coleccionistas pagan hoy día precios tan absurdos. ¡Era de la China! En el centro del diseño estaba incrustada una medalla de oro de Augusto, que quién sabe cómo había llegado hasta ese maravilloso y distante país. El vaso me costó quinientas piezas de oro, aunque no tenía más que ochenta centímetros de alto.
Pero antes de que hable de mi visita y de mi larga entrevista con ella, debo aclarar un punto acerca del cual les he inducido a error. De mis relatos de los juicios por traición y de similares atrocidades se deducirá probablemente que bajo Tiberio el imperio estaba muy mal gobernado en todas sus secciones. En modo alguno. Si bien no emprendió ninguna nueva obra pública digna de mención, y se conformó apenas con completar las iniciadas por Augusto, mantuvo al ejército y la flota en un alto nivel de eficiencia y a la altura de las necesidades, pagó a sus funcionarios con regularidad y les hizo enviar informes detallados cuatro veces por año, estimuló el comercio, aseguró a Italia un abastecimiento regular de cereales, mantuvo en funcionamiento los caminos y acueductos, limitó la extravagancia pública y privada de distintos modos, estabilizó los precios de los alimentos, reprimió la piratería y el bandidaje, y acumuló una considerable reserva de fondos públicos para el caso de alguna emergencia nacional. Mantuvo a sus gobernadores provinciales en el puesto durante muchos años seguidos —cuando eran competentes— a fin de no trastornar las cosas, si bien los vigiló atentamente. Un gobernador, para demostrar su eficiencia y lealtad, envió a Tiberio más tributos de los fijados. Tiberio lo censuró: «Quiero que mis ovejas sean esquiladas, no afeitadas». Como resultado hubo muy pocas guerras de frontera después de que el problema germano fuera solucionado con la llegada de Maroboduo a Roma y la muerte de Hermann. Tacfarinas era el principal enemigo. Durante mucho tiempo se le conoció con el apodo de «Donante de laureles» porque tres generales —mi amigo Furio, Apronio, el padre de Apronia, y Bleso, el tío materno de Seyano— lo derrotaron por turno y recibieron ornamentos triunfales. Bleso, que dispersó el ejército de Tacfarinas y capturó a su hermano, recibió el extraordinario honor de ser nombrado mariscal de campo, honor que por lo general se reservaba para los miembros de la familia imperial. Tiberio dijo al Senado que se alegraba de honrar de esa manera a Bleso debido a su parentesco con su fiel amigo Seyano. Y cuando tres años después un cuarto general, Dolabela, puso fin a la guerra africana, que había vuelto a estallar con fuerzas redobladas, al derrotar y matar a Tacfarinas, sólo se le concedieron ornamentos triunfales, «no sea que los laureles de Bleso, tío de mi fiel amigo Seyano, pierdan su brillo».
AÑO 26
d. de C.
Pero estaba hablando de las buenas acciones de Tiberio, no de sus debilidades, y en verdad, desde el punto de vista del imperio en su conjunto, fue, durante sus doce últimos años, un gobernante sabio y justo. Eso nadie puede negarlo. La putrefacción en el corazón de la manzana —si se me perdona la metáfora— no aparecía en la piel ni desmejoraba el sabor de la pulpa. De cinco millones de ciudadanos romanos, apenas unos doscientos o trescientos sufrieron a causa de los celosos temores de Tiberio. Y no sé cuántas veintenas de millones más de esclavos, provincianos y aliados, súbditos sólo de nombre, se beneficiaron con el sistema imperial, tal como había sido perfeccionado por Augusto y Livia, y continuado en su tradición por Tiberio. Pero yo vivía en el corazón de la manzana, por decirlo así, y se me perdonará si escribo más acerca de la putrefacción central que acerca de la parte exterior, todavía intacta y fragante.
Una vez que te abandonas a una metáfora, Claudio, cosa que sucede muy rara vez, la llevas demasiado lejos. Sin duda recordarás las instrucciones de Atenodoro contra esas cosas. Bueno, llama gusano a Seyano y termina con eso. ¡Y vuelve a tu estilo habitualmente sencillo!
Seyano decidió utilizar la sensación de vergüenza de Tiberio como medio para mantenerlo alejado de la ciudad mucho tiempo más de dos meses. Instó a uno de sus oficiales de la guardia a acusar a un célebre gracioso llamado Montano de injuriar la personalidad de Tiberio. Si bien hasta entonces se había impedido a los acusadores que informasen sobre todo lo que no fuese los insultos más generales contra Tiberio —altanería, crueldad, espíritu dominante—, ese soldado se presentó y acusó a Montano de libelos del tipo más especial y sustancial. Seyano cuidó de que los libelos fuesen tan veraces como repugnantes, aunque Montano, que no poseía el conocimiento de Seyano acerca de lo que sucedía en palacio, no había dicho nada de eso. El testigo, que era el mejor instructor de la guardia, repitió las supuestas obscenidades de Montano a voz en cuello, sin omitir las frases ni palabras más obscenas, y negándose a permitir que lo hiciesen callar las escandalizadas protestas de los senadores.
«He jurado decir toda la verdad —rugió—, y por el honor de Tiberio César no omitiré un solo artículo de la repugnante conversación del acusado, escuchada por mí en la fecha mencionada y en las circunstancias antedichas. El acusado declaró luego que nuestro gracioso emperador se está volviendo impotente debido a las presuntas orgías y a la ya mencionada utilización excesiva de medicinas afrodisíacas, y que a fin de aumentar su decreciente potencia sexual realiza cada tres días exhibiciones privadas, en una habitación subterránea de palacio, especialmente decorada para tal fin. El acusado declaró que los ejecutantes de tales exhibiciones —esointrianos, se los llama— entran brincando de a tres, completamente desnudos…»
Siguió en ese estilo durante media hora, y Tiberio no se atrevió a interrumpirlo —o quizá deseaba saber cuánto conocía— hasta que el testigo dijo una cosa de más (no interesa cuál). Tiberio, perdiendo los estribos, se puso de pie de un salto, con el rostro escarlata, y declaró que inmediatamente levantaría esos monstruosos cargos o establecería una investigación judicial. Seyano trató de calmarlo, pero Tiberio permaneció de pie, mirando furiosamente en torno, hasta que Galo se levantó y le recordó que el acusado era Montano, y no él; que su moral personal estaba más allá de toda sospecha, y que si la noticia de semejante investigación llegaba a las provincias de frontera y a los Estados aliados, se la entendería mal.
Poco después Tiberio fue advertido por Trásilo —no sé si esto se convino con Seyano— de que pronto saldría de la ciudad y de que volver a entrar significaría su muerte. Tiberio le dijo a Seyano que se trasladaría a Capri y dejaría que él se ocupase de los asuntos de Roma. Concurrió a otro juicio por traición, el de mi prima Claudia Pulcra, la viuda de Varo, que, ahora que Sosia había sido desterrada, era la amiga más íntima de Agripina. Fue acusada de adulterio, de prostituir a sus hijas y de hechicería contra Tiberio. Creo que era totalmente inocente de esas acusaciones. En cuanto Agripina se enteró, corrió a palacio y por casualidad encontró a Tiberio efectuando un sacrificio a Augusto. Casi antes de que terminara la ceremonia se acercó a él.
—Tiberio —le dijo—, ésta es una conducta ilógica. Sacrificas flamencos y pavos reales a Augusto, y persigues a sus nietos.
—No te entiendo —replicó él con lentitud—. ¿A qué nietos de Augusto perseguí que él mismo no hubiera perseguido?
—No hablo de Póstumo y Julila. Me refiero a mí. Desterraste a Sosia porque era mi amiga. Obligaste a Silio a matarse porque era mi amigo. Y a Calpurnio porque era mi amigo. Y ahora mi querida Pulcra también está condenada, aunque su único delito es su tonto cariño por mí. La gente comienza a esquivarme, dice que traigo mala suerte.
Tiberio la tomó de los hombros y dijo una vez más: «Y si tú no eres reina, querida, / ¿crees que has sido agraviada?».
Pulcra fue condenada y ejecutada. El fiscal de la Corona era un hombre llamado Afer, a quien se eligió por su elocuencia. Unos días después Agripina lo vio a la salida del teatro. Parecía avergonzado y trató de no mirarla. Ella se le acercó y le dijo:
—No hay motivos para que te ocultes de mí, Afer. —Luego citó a Homero, pero con alteraciones para que concordase con los hechos: la tranquilizadora respuesta de Aquiles a los turbados heraldos que le llevaron un humillante mensaje de Agamenón: «Os obligó. Aunque os pagó bien, / no fue cosa vuestra, sino de Agamenón».
De esto fue informado Tiberio (aunque no por Afer). La palabra «Agamenón» le causó nueva alarma.
Agripina enfermó y pensó que estaba siendo envenenada. Fue en su litera a palacio para hacer un último ruego de piedad a Tiberio. Estaba tan delgada y pálida, que Tiberio se sintió encantado: quizá muriera pronto.
—Mi pobre Agripina —dijo—, pareces gravemente enferma. ¿Qué te pasa?
—Puede ser que te haya ofendido —dijo ella con voz débil— al pensar que persigues a mis amigos nada más que porque lo son. Puede que sea poco afortunada en mi elección, o que mi juicio sea erróneo. Pero te juro que tú me has ofendido igualmente al pensar que tengo el menor sentimiento de deslealtad hacia ti, o alguna ambición de gobernar, directa o indirectamente. Lo único que pido es que me dejen tranquila, y tu perdón por cualquier daño que inintencionadamente te haya hecho, y…, y… —Terminó sollozando.
—¿Y qué más?
—¡Oh Tiberio, sé bueno con mis hijos! ¡Y sé bueno conmigo! Déjame volver a casarme. Me siento sola. Desde que murió Germánico no he podido olvidar mis penas. De noche no puedo dormir. Si me permites volver a casarme, perderé mi inquietud y me convertiré en una persona distinta, y quizás entonces dejarás de sospechar que conspiro contra ti. Estoy segura de que crees que tengo malos sentimientos hacia ti sólo porque tengo un aspecto tan desdichado.
—¿Quién es el hombre con el cual quieres casarte?
—Un hombre bueno, generoso, carente de ambiciones, de edad más que mediana, y uno de tus ministros más leales.
—¿Cómo se llama?
—Galo. Dice que está dispuesto a casarse conmigo en el acto.
Tiberio giró sobre sus talones y salió de la habitación sin pronunciar una palabra más.
Unos días después la invitó a un banquete. Solía invitar con frecuencia a cenar a personas de quienes desconfiaba en especial, y las contemplaba durante toda la comida como si quisiera leerles los pensamientos más secretos, cosa que debilitaba la confianza de casi todos. Si se mostraban alarmados, él tomaba la alarma como una prueba de culpabilidad. Si le sostenían la mirada, lo consideraba una prueba de culpabilidad aún más grande y, además, de insolencia. En esa ocasión, Agripina, todavía enferma, no pudo comer, sin sentir náuseas, nada salvo los alimentos más livianos; continuamente observada por Tiberio, pasó un rato espantoso. No era una persona parlanchina, y la conversación, que se refería a los méritos relativos de la música y la filosofía, no le interesaba en lo más mínimo; le resultó imposible intervenir en ella. Fingió comer, pero Tiberio, que la vigilaba con atención, la vio dejar intacto plato tras plato. Pensó que sospechaba que quería envenenarla, y para probarlo eligió con cuidado una manzana de una fuente que tenía ante sí y dijo:
—Mi querida Agripina, no has comido gran cosa. Hace tres años el rey de Partia me regaló unos arbolitos jóvenes, y ésta es la primera vez que dan frutos.
Ahora bien, casi todos tenemos un «enemigo natural», si puedo decirlo así. Para algunas personas la miel es un veneno violento. Otros enferman con sólo tocar un caballo o entrar en un establo, o incluso al acostarse en un diván relleno de crin. Otros son afectados por la presencia de un gato, y al entrar en una habitación dicen a veces: «Perdón, aquí ha estado un gato, tendré que retirarme». Yo mismo siento una terrible repugnancia por el olor del espino blanco en flor. El enemigo natural de Agripina era la manzana. Aceptó el regalo de Tiberio y se lo agradeció, pero con un estremecimiento mal disimulado, y le dijo que se la guardaría, si podía, para comerla en su casa.
—Un solo bocado ahora, para que veas qué buena es.
—Por favor, perdóname, pero, de veras, no podría. —Entregó la manzana a un sirviente y le ordenó que se la envolviera con cuidado en una servilleta.
¿Por qué no la acusó Tiberio en seguida de traición como Seyano le instó a que hiciera? Porque Agripina se encontraba aún bajo la protección de Livia.