XXIII

Un día Seyano me dijo que tenía que volver a casarme, ya que en apariencia no me entendía muy bien con mi esposa. Le dije que Urgulanila había sido elegida por mi abuela Livia, y que no podía divorciarme de ella sin su permiso.

Oh, no, por supuesto que no —me contestó—. Eso lo entiendo, pero debes de ser muy desdichado sin esposa.

—Gracias —le repliqué—, me las arreglo bien.

Fingió considerar mi respuesta como un chiste; se rió y me llamó «hombre prudente», pero después agregó que si por casualidad me resultaba posible divorciarme de mi esposa, tenía que consultarlo con él. Tenía para mí la mujer adecuada: bien nacida, joven, inteligente. Se lo agradecí, pero me sentí molesto. Antes de salir me dijo:

—Mi amigo Claudio, quiero darte un consejo. Apuesta mañana a los Escarlata en todas las carreras, aunque pierdas un poco de dinero al comienzo. A la larga no saldrás perdiendo. Y no apuestes a los Verde Puerro: en estos días es un color infortunado. Y no le digas a nadie que yo te lo he aconsejado.

Me sentí muy aliviado por el hecho de que Seyano me considerase digno de cultivar mi relación, pero no entendí lo que me había dicho. Sin embargo, en la carrera de cuadrigas del día siguiente —era el festival de Augusto— Tiberio me vio ocupar mi asiento en el circo y, como se encontraba de humor afable, me mandó a buscar y me preguntó:

—¿Qué haces últimamente, sobrino?

Balbuceé que escribía una historia de los antiguos etruscos.

—¿De veras? —respondió—. Eso habla bien de tu discernimiento. No queda con vida ningún etrusco antiguo que pueda protestar y ningún etrusco moderno a quien eso le importe, de modo que puedes escribir como te plazca. ¿Qué más haces?

—E-e-e-escribo una historia de los antiguos c-c-c-c-cartagineses.

—¡Espléndido! ¿Y qué más? No tardes tanto con el tartamudeo. Soy un hombre ocupado.

—En este m-m-m-momento estoy…

—¿Iniciando una historia del P-P-P-País de los T-T-T-Tontos?

—N-n-no, señor, a-a-a-a-apostando a los Escarlata.

Me lanzó una mirada astuta y me dijo:

—Veo, sobrino, que no eres del todo bobo. ¿Y por qué apuestas a los Escarlata?

Me vi en dificultades, porque no podía decir que Seyano me lo había aconsejado. Por lo tanto contesté:

—Soñé que los Verde Puerro habían sido d-d-descalificados por usar el látigo contra sus c-competidores, y que el Escarlata e-e-e-entraba primero, y el Azul m-m-marino y el B-B-Blanco ni figuraban.

Me entregó una bolsa con dinero y me musitó al oído:

—No le digas a nadie que te lo doy para que apuestes, pero pon este dinero a los Escarlata, a ver qué sucede.

Resultó ser el día de los Escarlata, y apostando con el joven Nerón en todas las carreras gané cerca de 2000 piezas de oro. Esa noche me pareció prudente visitar a Tiberio en palacio y decirle:

—Aquí está la bolsa de la suerte, señor, con una familia de pequeñas bolsas que engendró a lo largo del día.

—¿Todo mío? —exclamó—. Bueno, sí que tengo suerte. El Escarlata es el color, ¿eh?

Eso era muy de mi tío Tiberio. No había establecido con claridad quién se quedaría con las ganancias, y yo supuse que el dinero me correspondía. Pero si hubiese perdido todo el dinero me habría dicho algo que me hubiera hecho sentirme en deuda con él por esa suma. Al menos habría podido darme una comisión.

La siguiente vez que visité Roma encontré a mi madre en tal estado de perturbación, que al principio no me atreví a pronunciar una palabra en su presencia, por temor a que se encolerizara y me diera unos pescozones. Entendí que su problema estaba vinculado con Calígula, que entonces tenía doce años, y con Drusila, que ya tenía trece; ambos vivían con ella. Drusila estaba encerrada en su habitación, sin comer, y Calígula se encontraba en libertad, pero con aspecto de estar aterrado. Esa noche me visitó y me dijo:

—Tío Claudio, pídele a tu madre que no se lo diga al emperador. No hacíamos nada malo, te lo juro. Era un juego. No puedes creer eso de nosotros. Dime que no puedes.

Cuando me explicó qué era lo que quería que no le dijese al emperador, y cuando juró por el honor de su padre que él y Drusila eran completamente inocentes, me sentí obligado a hacer lo que pudiese por los chicos. Fui a ver a mi madre y le dije:

—Calígula jura que estás equivocada. Jura por el honor de su padre, y si tienes alguna duda en cuanto a su culpabilidad, deberías respetar ese juramento. Por mi parte, no puedo creer que un chico de doce años.

—Calígula es un monstruo, y Drusila también, y tú eres un idiota, y yo creo en mis ojos más que en sus juramentos o en tu tontería. Mañana a primera hora iré a hablar con Tiberio.

—Pero madre, si se lo dices al emperador no serán ellos los únicos que sufran. ¡Hablemos con franqueza por una vez, y al demonio con los delatores! Puede que yo sea un tonto, pero sabes tan bien como yo que Tiberio sospecha que Agripina envenenó a Cástor para que sus hijos mayores se convirtieran en herederos de la monarquía, y que vive aterrorizado por el repentino ascenso de su popularidad. Si tú, su abuela, acusas a esos niños de incesto, ¿crees que él no encontrará la forma de complicar en la acusación a los miembros mayores de la familia?

—Te digo que eres un tonto. No puedo soportar la forma en que mueves la cabeza y el modo en que te baja y te sube la nuez de Adán.

Pero me di cuenta de que la había impresionado, y decidí que si me mantenía fuera de su vista durante el resto de mi estancia en Roma, a fin de que mi presencia no le recordase mi consejo, era probable que Tiberio no se enterase del asunto por su boca. Reuní unas cuantas cosas y me fui a casa de mi cuñado Plaucio, a pedirle que me alojara. (Ahora Plaucio estaba bastante adelantado en su carrera, y dentro de cuatro años sería cónsul). Ya hacía rato que había terminado la cena cuando yo llegué, y él estaba leyendo unos documentos legales en su estudio. Su esposa se había acostado, me dijo. Le pregunté:

—¿Cómo está? Parecía un tanto preocupada la última vez que la vi.

Rió.

—Pero pedazo de idiota, ¿no estás enterado? Me divorcié de Numantina hace un mes, o más. ¡Cuando hablé de mi esposa me refería a la nueva, Apronia, hija del hombre que le dio a Tacfarinas una tunda recientemente!

Me disculpé y dije que, según parecía, tenía que ofrecer además mis felicitaciones.

—¿Pero por qué te divorciaste de Numantina? Creí que te llevabas muy bien con ella.

—En efecto. Pero, para decirte la verdad, últimamente me he visto en un aprieto con las deudas. Hace unos años tuve mala suerte como magistrado subalterno. Ya sabes cuánto se espera que gaste uno de su bolsillo en los Juegos. Bien, para empezar, gasté más de lo que podía permitirme, y además tuve muy mala suerte, si te acuerdas. En dos ocasiones se cometió un error de procedimiento a mitad de los Juegos, y tuve que comenzarlo todo al día siguiente. La primera vez fue por mi culpa: utilicé una forma de oración que había sido alterada por un reglamento dos años antes. Después un trompetero que tocaba una larga llamada no aspiró bastante profundamente: se interrumpió y eso bastó para liquidar el asunto por segunda vez. De modo que tuve que pagar a los conductores de cuadrigas y a los espadachines tres veces. Desde entonces no he podido liquidar las deudas. Al cabo me vi obligado a hacer algo, porque mis acreedores se estaban poniendo molestos. La dote de Numantina se había terminado mucho tiempo antes, pero conseguí arreglar las cosas con su tío. Él la ha aceptado sin la devolución de la dote, a condición de que le permita adoptar a nuestro hijo menor. Quiere un heredero y se ha encariñado con el chico. Y Apronia es muy rica, de manera que ahora estoy bien. Claro que a Numantina no le gustó abandonarme. Tuve que decirle que lo hacía porque había recibido una insinuación de Cierto Amigo de Cierto Personaje en el sentido de que si no me casaba con Apronia, sería acusado de blasfemia contra Augusto. El otro día uno de mis esclavos tropezó y dejó caer un tazón de alabastro, lleno de vino, en mitad del vestíbulo. Yo llevaba una fusta de montar, y cuando oí el ruido corrí hacia el individuo y casi se la incrusté en el cuerpo. Estaba ciego de furia. El esclavo me dijo: «¡Cuidado, amo, mira dónde estamos!». El animal tenía un pie en el sagrado cuadrado de mármol blanco que rodea la estatua de Augusto. Dejé caer la fusta de inmediato, pero media docena de libertos deben de haberme visto. Estoy seguro de que no me delatarán, pero Numantina estaba tan preocupada por el incidente, que lo usé para reconciliarla con la idea del divorcio. De paso, esto es absolutamente confidencial. Confío en que no se lo transmitirás a Urgulanila. No tengo inconveniente en decirte que se siente muy molesta por el asunto de Numantina.

—Ahora no la veo nunca.

—Bueno, si la ves, ¿no le dirás lo que te he contado? Jura que no se lo dirás.

—Lo juro por el dios Augusto.

—Eso me basta. ¿Te acuerdas del dormitorio que usaste la última vez que estuviste aquí?

—Sí, gracias. Si estás ocupado, me iré a acostar ahora mismo. He tenido hoy un largo viaje, además de problemas en mi casa. Mi madre prácticamente me ha expulsado.

De modo que nos deseamos las buenas noches y me fui arriba. Un liberto me dio una lámpara, lanzándome una mirada extraña, y yo entré en el dormitorio que se encontraba en el corredor, casi enfrente del de Plaucio, y después de encerrarme empecé a desnudarme. La cama estaba detrás de un cortinaje. Me quité la ropa y me lavé las manos y los pies en el pequeño lavabo del otro extremo de la habitación. De pronto oí unos pasos a mi espalda y la lámpara se apagó. Me dije: «Estás listo, Claudio. He aquí alguien con una daga». Pero en voz alta dije, con tanta serenidad como me fue posible:

—Por favor, enciende la lámpara, seas quien fueres, a ver si podemos conversar con tranquilidad. Y si decides matarme, podrás ver mejor con la lámpara encendida que sin ella.

—Quédate donde estás —contestó una voz profunda.

Hubo unos ruidos de pasos y un gruñido, y el sonido de alguien que se vestía, y después el del pedernal y el acero que chocaban, y al cabo la lámpara volvió a quedar encendida. Era Urgulanila. Yo no la había visto desde el funeral de Drusilo, y no se había puesto más hermosa con los cinco años transcurridos. Estaba más robusta que nunca, colosalmente robusta, y con el rostro abotargado. En ese Hércules femenino había bastantes energías como para dominar a mil Claudios. Yo tengo bastante fuerza en los brazos, pero ella no tenía más que echárseme encima para aplastarme.

Se me acercó y me dijo con lentitud:

—¿Qué haces en mi dormitorio?

Me expliqué lo mejor que pude, y dije que se trataba de una broma pesada de Plaucio, que me había enviado a una alcoba sin decirme que ella estaba allí. Sentía un gran respeto por ella, le dije, y me disculpaba sinceramente por mi intrusión. Me iría en el acto a dormir en un diván de los Baños.

—¡No, mi querido, aquí te quedas! No es muy frecuente que pueda gozar del placer de la compañía de mi esposo. Por favor, entiende que una vez que estás aquí no puedes escaparte. Voy a leer un libro hasta que me venga el sueño. Hace noches que no puedo dormir bien.

—¡Lo siento mucho si te he despertado!

—Métete en la cama.

—Lamento mucho lo del divorcio de Numantina. No sabía nada de eso hasta que un liberto me lo dijo, hace un momento.

—Métete en la cama y deja de hablar.

—Buenas noches, Urgulanila. Te juro que estoy muy…

—Cállate.

Se acercó y corrió el cortinaje.

Aunque estaba muerto de cansancio y apenas podía mantener los ojos abiertos, hice lo posible por mantenerme despierto. Estaba convencido de que Urgulanila esperaría a que me durmiese, y luego me estrangularía. Entretanto leía, en voz alta y lentamente, de un libro aburridísimo, una historia de amor griega, del tipo más estúpido, haciendo crujir las páginas y deletreando cada sílaba en un ronco susurro: «Oh, erudito, —dijo ella— has probado ahora la miel y la hiel. ¡Ten cui·da·do de que la dul·zura de tu pla·cer no se con·vierta ma·ña·na en la a·mar·gu·ra del arrepen·ti·miento! —¡Bah!, re·pliqué, que·ri·da mía, estoy dis·puesto, si me das otro be·so como el úl·ti·mo, a que me asen a fue·go len-to como un po·llo o un pa·to».

Rió y luego dijo en voz alta:

—Duérmete, esposo; quiero oírte roncar.

—Entonces no deberías leer cosas tan excitantes —protesté.

Al cabo de un rato oí que Plaucio se acostaba. «Oh cielos —pensé—. Dentro de unos minutos se quedará dormido, y con dos puertas entre nosotros no escuchará mis gritos cuando Urgulanila me estrangule».

Esta dejó de leer y no tuve ya sus cuchicheos ni los crujidos del papel para ayudarme a luchar contra mi somnolencia. Sentí que me quedaba dormido. Supe que estaba dormido y que tenía que despertarme. Luché frenéticamente por despertar. Al cabo lo logré. Hubo un golpe sordo y un susurro de papeles. El libro había caído al suelo. La lámpara estaba apagada; en la habitación había una fuerte corriente de aire. La puerta debía de estar abierta. Escuché con atención durante unos tres minutos. Era indudable que Urgulanila no se encontraba en la habitación.

Mientras trataba de decidir qué debía hacer, escuché el aullido más espantoso, y me pareció que resonaba muy cerca. Una mujer gritaba:

—¡Perdóname! ¡Perdóname! ¡La culpa la tiene Numantina! ¡Oh! ¡Oh!

Luego se oyó el golpe de la caída de un objeto metálico pesado, vidrios que se quebraban, otro grito, un golpe distante, pasos apresurados por el corredor. Alguien estaba de nuevo en mi habitación. La puerta se cerró con suavidad. Reconocí la respiración jadeante de Urgulanila. Oí que se quitaba las ropas y las dejaba en una silla, y pronto estuvo acostada junto a mí. Fingí estar dormido. Ella me buscó la garganta en la oscuridad. Dije, como despierto a medias:

—No me hagas eso, querida; me da cosquillas. Y mañana tengo que ir a Roma, a comprar unos cosméticos para ti. —Luego, con voz de estar más despierto:

—Ah, Urgulanila. ¿Eres tú? ¿Qué es todo ese ruido? ¿Qué hora es? ¿Hace mucho que duermo?

—No sé —respondió ella—. Debo de haber estado durmiendo tres horas. Falta muy poco para el alba. Parece que ha sucedido algo espantoso. Vamos a ver.

Nos levantamos y nos vestimos deprisa y abrimos la puerta. Plaucio, desnudo salvo por una colcha envuelta apresuradamente en torno al cuerpo, estaba en el centro de un excitado grupo provisto de antorchas. Parecía frenético y decía constantemente: —Yo no lo hice—. Estaba dormido. Sentí que me la arrancaban de entre los brazos y la llevaban por el aire, pidiendo auxilio. Luego un golpe de algo que cae y otro ruido, y pasó por la ventana. Estaba oscurísimo. Ella gritó: «¡Perdóname! ¡La culpa la tiene Numantina!».

—Díselo a los jueces —dijo el hermano de Apronia acercándose a grandes zancadas—, a ver si ellos te creen. La has matado. Tiene el cráneo hundido.

—Yo no fui —dijo Plaucio—. ¿Cómo habría podido hacerlo? Estaba dormido. Fue obra de brujería. Numantina es una bruja.

Al alba el padre de Apronia lo llevó ante el emperador. Tiberio lo interrogó con severidad. Dijo que mientras dormía ella se había arrancado de entre sus brazos y saltado a través de la habitación, chillando, para lanzarse por la ventana al patio de abajo. Tiberio hizo que Plaucio lo acompañara a la escena del asesinato. Lo primero que vio en el dormitorio fue su propio regalo de bodas a Plaucio, un hermoso candelabro egipcio, de bronce y oro, tomado de la tumba de una reina, que ahora se encontraba en el suelo, roto. Levantó la vista y vio que había sido arrancado del cielo raso. Dijo:

—Ella se aferró a eso y lo quebró. Alguien la llevaba a hombros hacia la ventana. ¡Y mira qué alto está el agujero de la ventana! La tiraron, no saltó.

—Fue brujería —dijo Plaucio—. Un poder invisible la transportó por el aire. Gritó y acusó a mi ex esposa Numantina.

Tiberio se burló. Los amigos de Plaucio se dieron cuenta de que sería condenado por asesinato y ejecutado, y que le confiscarían sus propiedades. Entonces su abuela Urgulania le envió una daga, diciéndole que pensara en sus herederos, a quienes se les permitiría quedarse con la propiedad si él se anticipaba al veredicto suicidándose de inmediato. Él era un cobarde y no se atrevió a clavarse la daga. Finalmente se metió en un baño caliente y le dijo a un cirujano que le abriese las venas; se desangró lentamente y sin dolor. Su muerte me apenó mucho. No acusé enseguida a Urgulanila del asesinato ya que me habrían preguntado por qué, cuando escuché los primeros gritos, no corrí a auxiliar a Apronia. Decidí esperar hasta después del juicio y presentarme sólo si parecían existir probabilidades de que Plaucio fuese condenado. No supe lo de la daga hasta que fue demasiado tarde. Me consolé con el pensamiento de que había tratado a Numantina con suma crueldad, y que, además de eso, fue un mal amigo para mí. Para vindicar el recuerdo de Plaucio, un hermano presentó contra Numantina la acusación de que había enloquecido a Plaucio con artes de brujería. Pero intervino Tiberio y afirmó estar convencido de que en el momento del crimen Plaucio se encontraba en plena posesión de sus facultades. Numantina fue absuelta.

Urgulanila y yo no volvimos a intercambiar palabra. Pero un mes más tarde Seyano me hizo una visita por sorpresa, una vez que pasaba por Capua. Se encontraba en compañía de Tiberio, rumbo a Capri, una isla cercana a Nápoles, donde Tiberio poseía doce casas de campo y a donde iba con frecuencia para divertirse. Seyano me dijo:

—Ahora podrás divorciarte de Urgulanila. Dentro de cinco meses tendrá un hijo, según me han informado mis agentes. Tienes que agradecerme eso. Conozco la obsesión de Urgulanila respecto de Numantina. Yo conocí por casualidad a un joven esclavo, un griego, que podría ser el hermano gemelo de Numantina. Se lo regalé a Urgulanila y ella se enamoró de él en el acto. Se llama Boter.

¿Y qué otra cosa podía hacer yo, aparte de agradecérselo?

—¿Y quién será mi nueva esposa?

—¿Recuerdas nuestra conversación? Bueno, la mujer que tengo para ti es mi hermana adoptiva. Elia. Tú la conoces, por supuesto.

La conocía, pero oculté mi desilusión y sólo pregunté si una persona tan joven, hermosa e inteligente se conformaría con casarse con un tonto viejo, cojo, enfermo y tartamudo como yo.

—Oh —respondió con brutalidad—, no le importará. Se casará con el sobrino de Tiberio y el tío de Nerón, y eso es lo que quiere. No te imagines que está enamorada de ti. Quizá se avenga a tener un hijo contigo, por el linaje, pero en cuanto a sentimientos…

—En rigor, aparte del honor de convertirme en tu cuñado, tanto daría que no me divorciara de Urgulanila, ya que eso no mejorará en nada mi vida, ¿verdad?

—Oh, ya te las arreglarás —rió él—. Aquí no haces una vida muy solitaria, según veo por el aspecto de la habitación. Seguro que por aquí anda una hermosa mujer. Guantes, un espejito de mano, un bastidor de bordar, esa caja de dulces, flores cuidadosamente dispuestas. Es probable que tenga sus propios amigos, aunque no quiero meterme en sus asuntos.

—Está bien —dije—, lo haré.

—No pareces estar muy agradecido.

—No se trata de ingratitud. Te has tomado grandes molestias por mí, y no sé cómo agradecértelo. Sólo me sentía un poco nervioso. Por lo que sé de Elia, tiene tendencia a criticarlo todo, ¿entiendes lo que quiero decirte?

Estalló en carcajadas.

—Tiene una lengua afilada como un cuchillo. Pero sin duda ya estarás acostumbrado a que te regañen. Tu madre te debe de haber acostumbrado, ¿no es así?

—Todavía tengo la piel un poco sensible —respondí—, en algunas partes.

—Bueno, no puedo quedarme más tiempo, mi querido Claudio. Tiberio se estará preguntando dónde me he metido. ¿Estamos de acuerdo?

—Sí, y te quedo muy agradecido.

—Oh, de paso, fue Urgulanila, ¿no es cierto?, quien mató a la pobre Apronia. Yo esperaba una tragedia, y no me sorprendió. Urgulanila había recibido una carta de Numantina, pidiéndole que la vengase. Tienes que saber que no fue Numantina quien escribió la carta.

—No sé nada. En ese momento dormía.

—¿Cómo Plaucio?

—Más profundamente aún que él.

—¡Eres un tipo sensato! Bien, adiós, Claudio.

—Adiós, Elio Seyano. —Se alejó.

Me divorcié de Urgulanila, después de escribirle a mi madre pidiéndole permiso. Livia escribió que el niño debía ser abandonado en cuanto naciera; ése era su deseo y el de Urgulanila.

Envié a un liberto digno de confianza a ver a Urgulanila en Herculano, para informarle de las órdenes que se me habían dado, advirtiéndole que si quería que el niño viviera tenía que cambiarlo, en cuanto naciera, por uno muerto. Yo necesitaba presentar algún niño, siempre que no hubiese muerto hacía mucho tiempo. De modo que el niño fue salvado de ese modo, y más tarde Urgulanila lo recuperó de manos de sus padres adoptivos, de los que había obtenido el niño muerto. No sé qué fue de Boter, pero su hijo, que era una niña, creció y se convirtió en la imagen viviente de Numantina, según me dicen. Urgulanila murió hace muchos años. Cuando murió tuvieron que derribar una pared para sacar de la casa su enorme cadáver; y era un cuerpo macizo; no había nada hinchado en él. En su testamento me rindió un curioso tributo: «No me importa lo que diga la gente, pero Claudio no es un tonto». Me dejó una colección de joyas griegas, unos bordados persas y su retrato de Numantina.