Germánico había muerto, pero Tiberio no se sentía mucho más seguro que antes. Seyano fue a verlo con cuentos sobre lo que tal o cual hombre prominente había cuchicheado contra él durante el proceso a Pisón. En lugar de decir, como en una ocasión había dicho de sus soldados, «que me teman, siempre que me obedezcan» le respondió a Seyano: «Que me odien, siempre que me teman».
Hizo ejecutar a tres caballeros y dos senadores que habían hablado con claridad en sus recientes críticas contra él, con la absurda acusación de que habían expresado placer al enterarse de la muerte de Germánico. Los delatores se distribuyeron las propiedades de los ejecutados.
Para entonces el hijo mayor de Germánico, Nerón[1], llegó a su mayoría de edad, y si bien daba muy pocas muestras de ser un soldado tan capaz o un administrador tan bueno como su padre, había heredado buena parte de su belleza y dulzura de carácter, y la ciudad tenía cifradas muchas esperanzas en él. Hubo gran regocijo popular cuando se casó con la hija de Cástor y Livila, a la que al principio llamamos Helena por su sorprendente belleza (su verdadero nombre era Julia), pero después Heluo, que significa Glotona, porque la arruinó comiendo en exceso. Nerón era el favorito de Agripina. La familia, de cepa Claudia, estaba dividida en la parte buena y la mala. O, con las palabras de la balada, en «ciruelas dulces y ciruelas agrias». Las últimas superaban en número a las primeras. De los nueve hijos que Agripina le dio a Germánico, tres murieron pequeños —dos niñas y un muchacho, y por lo que yo los conocí, el jovencito y la niña mayor eran los mejores de los nueve. El chico, que murió al cumplir ocho años, había sido tan querido por Augusto, que el anciano tenía en su habitación un cuadro de él. Vestido como Cupido, y solía besarlo todas las mañanas, en cuanto se levantaba de la cama. Pero de los hijos sobrevivientes sólo Nerón tenía buen carácter. Druso era taciturno y nervioso, y con tendencia al mal. Drusila se le parecía. Calígula, Agripinila y la menor, a quien habíamos llamado Lesbia, eran absolutamente malos, como parecía haberlo sido la menor de los que murieron. Pero la ciudad juzgaba a toda la familia por Nerón, porque hasta entonces era el único con bastante edad para ejercer una fuerte impresión sobre el público. Calígula sólo tenía nueve años de edad.
Agripina me visitó, muy acongojada, un día que me encontraba en Roma, para pedirme consejo. Me dijo que allí donde iba se sentía seguida y espiada, y que eso la ponía enferma. ¿Conocía yo a alguien, aparte de Seyano, que tuviese alguna influencia sobre Tiberio? Estaba segura de que éste había decidido matarla o desterrarla, si encontraba el menor pretexto para ello. Le respondí que sólo conocía a dos personas que pudieran influir para bien sobre Tiberio. Una era Coccio Nerva, y la otra era Vipsania. Tiberio nunca había podido arrancarse del corazón su amor por Vipsania. Cuando a ésta le nació una nieta, que a la edad de quince años se parecía a Vipsania cuando fue esposa de Tiberio, éste no pudo soportar el pensamiento de que se casara con ella alguien que no fuese él, y sólo le impidió el hacerlo que fuera la sobrina de Cástor, con lo que el matrimonio habría sido técnicamente incestuoso. Entonces la nombró vestal principal, para reemplazar a la anciana Occia, que acababa de morir. Yo le dije a Agripina que si trababa amistad con Coccio y Vipsania (que como madre de Cástor haría todo lo posible para ayudarla), se encontraría a salvo, lo mismo que sus hijos. Siguió mi consejo. Vipsania y Galo —que le tenían mucha lástima— le abrieron las puertas de su casa y de sus tres fincas y se ocuparon minuciosamente de los chicos. Galo, por ejemplo, eligió nuevos preceptores para ellos, porque Agripina sospechaba que los antiguos eran agentes de Seyano. Nerva no resultó tan útil. Era un jurista y la máxima autoridad viviente en materia de leves contractuales, sobre las cuales había escrito varios libros. Pero en todo lo demás era tan distraído, que casi parecía tonto. Se mostró bondadoso con ella, como lo era con todo el mundo, pero no se dio cuenta de lo que Agripina necesitaba de él.
Por desgracia Vipsania murió poco después, y el efecto sobre Tiberio fue evidente enseguida. Ya no hizo intentos serios para ocultar su depravación sexual, los rumores acerca de la cual nadie quería tomar en serio. Porque algunas de sus perversidades eran tan ridículas y horribles, que nadie podía conciliarlas con la dignidad de un emperador de Roma, sucesor electo de Augusto. Ni mujer ni joven alguno estaba ahora a salvo en su presencia, aunque se tratara de las esposas e hijos de senadores. Y si apreciaban en algo sus vidas o la de sus esposos y padres, hacían voluntariamente lo que él esperaba de ellos. Pero una mujer, la esposa de un cónsul, se suicidó luego en presencia de sus amigos, a quienes dijo que se había visto obligada a salvar a su hija de la lujuria de Tiberio consintiendo en prostituirse a él, cosa que resultaba vergonzosa. Pero después el Viejo Macho Cabrío aprovechó su sumisión imponiéndole actos de bajeza tan abominable, que prefería morir antes que vivir con su recuerdo.
Por esa época circulaba una canción popular que comenzaba con estas palabras: «¿Por qué, oh, por qué, hizo el Viejo Macho Cabrío?». Me avergonzaría repetir el resto de la canción, pero era tan ingeniosa como obscena, y se suponía que había sido escrita por la propia Livia. Esta era autora de numerosas sátiras similares contra Tiberio, que hacía circular anónimamente por intermedio de Urgulania. Sabía que tarde o temprano llegarían a sus oídos y que era muy sensible a las sátiras; le parecía que mientras sintiese su posición insegura debido a esas letrillas, no se atrevería a romper con ella. Se esforzó por mostrarse agradable a Agripina, e incluso le dijo confidencialmente que Tiberio era el que había dado a Pisón órdenes de provocar a Germánico. Agripina no confió en ella, pero resultaba claro que Livia y Tiberio estaban enemistados, y me dijo que le parecía que si tenía que elegir entre la protección de uno o del otro, prefería la de Livia. Yo me mostré inclinado a convenir con ella. Había observado que ningún favorito de Livia había sido hasta entonces víctima de los delatores de Tiberio. Pero tenía presentimientos de lo que podía ocurrir cuando Livia muriese.
Lo que había empezado a impresionarme como especialmente ominoso, si bien no podía explicar del todo mis sentimientos, era el fuerte lazo de unión que existía entre Livia y Calígula. Este en general sólo tenía dos formas de comportarse: o insolente o servil. Era insolente con Agripina, con mi madre, conmigo, con sus hermanos y con Cástor. Con Seyano, Tiberio y Livila se portaba servilmente. Pero con Livia su actitud era muy otra, difícil de expresar. Parecía casi su amante. No se trataba de la habitual relación de ternura que une a los niños con las abuelas o las bisabuelas indulgentes, si bien es cierto que en una ocasión se tomó grandes trabajos con la copia de unos versos defectuosos cuando ella cumplió setenta y cinco años, y que ella siempre le hacía regalos. Quiero decir que daba la impresión de que existía algún secreto desagradable entre ellos, pero no sugiero que se tratara de una relación indecente. Agripina también lo sentía así, según me dijo, pero no pudo descubrir nada definido al respecto.
Un día empecé a entender por qué Seyano había sido tan cortés conmigo. Sugirió el compromiso de su hija con mi hijo Drusilo. Mis sentimientos personales en cuanto a la boda eran que la joven, que parecía buena, haría un mal negocio casándose con Drusilo, que cada vez que lo veía me parecía más poltrón. Pero no podía decirlo. Menos aún podía decir que odiaba incluso el pensamiento de quedar siquiera remotamente relacionado, por matrimonio, con un sujeto como Seyano. Este advirtió mi vacilación en contestarle y quiso saber si consideraba que la unión rebajaría la dignidad de mi familia. Tartamudeé y respondí que no, por cierto que no; su rama de la familia Elia era sumamente honorable. Porque aunque Seyano era el hijo de un simple caballero de provincias, había sido adoptado muy joven por un rico senador de la familia Elia, que además había sido cónsul y que le dejó todo su dinero. Había cierto escándalo en torno a la adopción, pero seguía en pie el hecho de que Seyano era un Elio. Me instó minuciosamente a que le explicara mis vacilaciones, y dijo que si tenía algún sentimiento en contra del matrimonio, lamentaba haberlo mencionado, pero que, por supuesto, lo había hecho por sugerencia de Tiberio. De forma que le dije que si Tiberio era el que proponía la unión, me alegraría conceder mi consentimiento; mi principal reticencia se debía a que una niña de cuatro años era demasiado pequeña para ser prometida a un chico de trece, que cumpliría veintiuno antes de poder consumar legalmente el matrimonio y que para entonces habría contraído otros compromisos. Seyano sonrió y dijo que confiaba en que yo mantendría al chico lejos de toda complicación.
AÑO 23
d. de C.
Hubo gran alarma en la ciudad cuando se supo que Seyano se relacionaría con la familia imperial, pero todos se apresuraron a felicitarlo, y también a mí. Unos días después Drusilo murió. Lo encontraron detrás de un arbusto, en el jardín de una casa de Pompeya a la que unos amigos de Urgulanila lo habían invitado a ir desde Herculano. Tenía una pequeña pera atravesada en la garganta. En la investigación se afirmó que se lo había visto arrojando la fruta al aire y tratando de atraparla con la boca. Parecía indudable que su muerte se había debido a un accidente. Pero nadie lo creyó. Estaba claro que como Livia no había sido consultada acerca del casamiento de uno de sus biznietos, se las arregló para que el cilico fuese estrangulado, y luego le metió la pera en la garganta. Como se acostumbraba en tales casos, el peral fue acusado de asesinato y sentenciado a ser desarraigado y quebrado.
Tiberio pidió al Senado que emitiese un decreto nombrando a Cástor Protector del Pueblo, lo que equivalía a convertirlo en heredero de la monarquía. Tal petición causó un alivio general. Se consideró como un signo de que Tiberio tenía conciencia de las ambiciones de Seyano y la intención de ponerles freno. Cuando se promulgó el decreto, alguien propuso que se imprimiese en las paredes del Senado, con letras de oro. Nadie se dio cuenta de que Cástor había sido honrado de tal manera por sugerencia de Seyano. Le insinuó a Tiberio que Cástor, Agripina, Livia y Galo conspiraban juntos, y propuso el decreto como la mejor forma de ver quiénes más pertenecían al grupo. Un amigo suyo fue quien presentó la proposición en cuanto a la inscripción en letras de oro, y los nombres de los senadores que apoyaron la extravagante moción fueron cuidadosamente anotados. Cástor era ahora más popular que nunca entre los mejores ciudadanos. Había abandonado sus costumbres de bebedor, y si bien todavía tenía una desmesurada afición por los derramamientos de sangre en las luchas a espada, continuaba vistiéndose con extravagancia y apostaba enormes sumas en las carreras de cuadrigas, era un magistrado concienzudo y un amigo leal. Yo tenía muy pocas relaciones con él, pero cuando se encontraba conmigo me trataba con mucha mayor consideración que antes de la muerte de Germánico.
El enconado odio que existía entre él y Seyano amenazaba siempre con convertirse en una pendencia, pero Seyano procuraba no provocar a Cástor hasta que la riña pudiese ser aprovechada. El momento había llegado. Seyano fue a palacio a felicitar a Cástor por su protectorado y lo encontró en su estudio con Livila. No había esclavos ni libertos presentes, de modo que Seyano podía decir lo que se le ocurriese. Para entonces Livila estaba tan enamorada de él, que podía contar con ella para traicionar a Cástor como otrora había traicionado a Póstumo —quién sabe cómo, él se había enterado de la historia—, e incluso hubo entre ellos conversaciones en las que lamentaban no ser emperador y emperatriz, para hacer lo que les viniese en gana.
—Bien, Cástor —dijo Seyano—, ¡te lo he conseguido! ¡Felicidades!
Cástor frunció el entrecejo. Sólo era «Cástor» para unos pocos íntimos. Había conquistado el nombre, según creo haber explicado, por su semejanza con un conocidísimo espadachín, pero le quedó porque un día perdió los estribos en una discusión con un caballero. Este último le dijo a quemarropa, en un banquete, que estaba borracho e incapacitado, y Cástor, gritando: «Borracho e incapacitado, ¿eh? Ya te mostraré si estoy borracho e incapacitado», bajó tambaleándose de su diván y propinó al caballero un golpe tan terrible en el vientre, que le hizo vomitar toda la comida. Ahora le dijo a Seyano:
—No permito que cualquiera me nombre por un apodo, salvo un amigo o un igual, y tú no eres ninguna de las dos cosas. Para ti soy Tiberio Druso César. Y no sé qué es lo que pretendes haberme «conseguido». Y no quiero que me felicites por ello, sea lo que fuere. De modo que vete.
—Si me lo preguntas a mí —intervino Livila—, considero una cobardía por tu parte hablarle a Seyano de este modo, y no digamos nada de tu ingratitud al echarlo como a un perro cuando viene a felicitarte por tu protectorado. Sabes que tu padre jamás te lo habría concedido, a no ser por la recomendación de Seyano.
—Estás diciendo tonterías, Livila —replicó Cástor—. Este sucio espía tiene tanto que ver con mi nombramiento como mi eunuco Ligdo. Simplemente finge ser importante. Y dime, Seyano, ¿qué opinas de esto de la cobardía?
—Tu esposa tiene mucha razón —respondió Seyano—. Eres un cobarde. No te habrías atrevido a hablarme así antes de que te hiciera nombrar Protector, haciendo sacrosanta tu persona. Sabes perfectamente bien que te habría dado una paliza.
—Y te la hubieras merecido —dijo Livila.
Cástor miró a uno y a otro y dijo con lentitud:
—De modo que hay algo entre vosotros dos, ¿eh?
Livila sonrió despectivamente.
—¿Y si lo hay? ¿Quién es más hombre de los dos?
—¡Muy bien jovencita —gritó Cástor—, ya lo veremos! Olvida por un momento que soy Protector del Pueblo, Seyano, y levanta los puños.
Seyano se cruzó de brazos.
—¡Levántalos, te digo, cobarde!
Seyano no respondió, de modo que Cástor le propinó una bofetada en plena cara.
—¡Y ahora vete!
Seyano salió con una irónica reverencia, y Livila lo siguió.
Este golpe selló el destino de Cástor. El relato que Tiberio oyó de labios de Seyano, quien fue a verlo con la marca de la bofetada de Cástor todavía roja en su mejilla, decía que Castor estaba borracho cuando Seyano lo felicitó por su protectorado, y que lo golpeó en la cara a la vez que decía:
—Sí, es bueno sentir que ahora puedo hacer esto sin temor a que me devuelvan el golpe. Y puedes decirle a mi padre que haré lo mismo con todos sus sucios espías.
Livila lo confirmó al día siguiente, cuando fue a quejarse de que Cástor la había golpeado. Afirmó que la golpeó porque ella le había dicho cuánto le disgustaba que le pegase a un hombre que no podía defenderse y que insultara a su padre. Tiberio les creyó. No le dijo nada a Cástor, pero instaló una estatua de Seyano en el teatro de Pompeyo, extraordinario honor para alguien que todavía estaba vivo. Esto quería decir que Cástor había perdido el favor de Tiberio, a pesar de su protectorado (porque Seyano y Livila habían hecho circular su versión de la riña), y que Seyano era ahora la persona cuyo favor se había de buscar. Por consiguiente se hicieron muchas copias de la estatua, que sus partidarios colocaron en un lugar de honor de sus vestíbulos, a la derecha de la estatua de Tiberio; pero muy pocas veces se veían estatuas de Cástor. El rostro de éste mostraba ahora con tanta claridad su resentimiento, cada vez que se encontraba con su padre, que la tarea de Seyano quedó facilitada. Le dijo a Tiberio que Cástor estaba sondeando a varios senadores para saber si estaban dispuestos a apoyarlo en caso de que usurpara la monarquía, y que algunos de ellos ya le habían prometido su ayuda. Por lo tanto los que le parecieron más peligrosos a Tiberio fueron arrestados bajo la familiar acusación de blasfemia contra Augusto. Un hombre fue condenado a muerte por entrar en un excusado con una moneda de oro de Augusto en la mano. Otro fue acusado de incluir una estatua de Augusto en una lista de muebles para la venta en una casa de campo. Habría sido condenado a muerte si el cónsul que juzgaba el caso no le hubiese pedido a Tiberio que votase el primero. Tiberio se avergonzó de votar por la pena de muerte, de modo que el hombre fue absuelto, pero sé le condenó poco después sobre la base de otra acusación.
Cástor se alarmó y pidió a Livia ayuda contra Seyano. Livia le dijo que no temiese, porque pronto haría que Tiberio recobrara la sensatez. Pero no tenía confianza en Cástor como aliado. Fue a ver a Tiberio y le informó de que Cástor había acusado a Seyano de seducir a Livila, de abusar de su puesto de confianza extorsionando a hombres de dinero en nombre de Tiberio y de aspirar a la monarquía que había dicho que si Tiberio no despedía pronto al bribón, tomaría el asunto en sus manos; y que le había pedido a ella su colaboración. Al presentar de tal manera el caso ante Tiberio, abrigaba la esperanza de que comenzara a desconfiar de Seyano tanto como ya desconfiaba de Cástor, con lo que tendría que volver a su antigua costumbre de depender de ella. Por lo menos durante un tiempo tuvo éxito. Pero de pronto un accidente convenció a Tiberio de que Seyano le era tan leal como pretendía serlo y como todas sus acciones hasta ese momento se lo habían demostrado. Un día merendaban con tres o cuatro amigos en una cueva natural, junto a la costa, cuando se escuchó un súbito rugido y parte del techo se derrumbó, matando a varios de los presentes y sepultando a otros; la entrada quedó bloqueada. Seyano se acurrucó sobre Tiberio, con la espalda arqueada —los dos habían quedado indemnes— para protegerlo de nuevos desprendimientos. Una hora más tarde, cuando los soldados los sacaron, lo encontraron aún en la misma posición. De paso, también Trásilo aumentó su reputación en esa ocasión. Le había dicho a Tiberio que ese día habría una hora de oscuridad al mediodía. Tiberio contaba con la seguridad, dada por Trásilo, de que sobreviviría a Seyano en muchos años, y de que Seyano no era peligroso para él. Creo que éste tramó todo eso con Trásilo, pero no tengo pruebas. Trásilo no era del todo incorruptible, pero cuando hacía profecías para complacer el gusto de sus clientes, parecían cumplirse igual que las auténticas. Tiberio sobrevivió a Seyano, en efecto, por muchos años.
Tiberio dio a conocer públicamente una nueva señal del descrédito en que había caído Cástor, al censurarlo en el Senado por una carta que había escrito. Cástor se había excusado de concurrir al sacrificio, cuando el Senado se abrió después del descanso de verano, explicando que otros asuntos públicos le impedían volver a la ciudad con tiempo. Tiberio dijo despectivamente que cualquiera creería que el joven estaba dirigiendo una campaña en Germania o en visita diplomática a Armenia, cuando los «asuntos públicos» que lo retenían eran los baños y los paseos en barco de que gozaba en Terracina. Dijo que él mismo, en la última etapa de su vida, podía ser excusado por una ausencia ocasional de la ciudad; podía afirmar que sus energías habían quedado agotadas por prolongados servicios públicos con su espada y su pluma. ¿Pero qué otra cosa, si no la insolencia, podía detener a su hijo? Esto era sumamente injusto. A Cástor se le había encomendado que hiciese un informe sobre las defensas costeras, durante el verano, y no había podido reunir todas las pruebas a su término. En lugar de perder tiempo con un viaje a Roma y volver luego otra vez a Terracina, se había quedado a terminar la tarea.
Cuando Cástor regresó, cayó inmediatamente enfermo. Los síntomas eran los de una rápida consunción. Perdió color y peso, y comenzó a escupir sangre. Le escribió a su padre y le pidió que fuese a visitarlo a su habitación —vivía en el otro extremo de palacio— porque creía que estaba a punto de morir, y que lo perdonase si en alguna forma lo había ofendido. Seyano aconsejó a Tiberio que no hiciese la visita: la enfermedad podía ser real, pero por otra parte podía ser muy bien una treta para asesinarlo. De modo que Tiberio no lo visitó, y unos días después Cástor murió.
AÑO 23
d. de C.
No hubo mucho dolor por su muerte. La violencia de su temperamento y su reputación de crueldad habían hecho que la ciudad sintiese aprensión en cuanto a lo que podía suceder si reemplazaba a su padre. Muy pocos creían en su reciente reforma, la mayoría pensaba que se trataba de una artimaña para reconquistar el afecto popular, y que habría sido tan malo como su padre en cuanto se encontrara en el puesto de éste. Y ahora los tres hijos de Germánico habían crecido —también Druso era ya mayor de edad—, y eran sin duda alguna los herederos de Tiberio. Pero el Senado, por respeto a éste, celebró el duelo por Cástor tan ruidosamente como pudo y votó en su memoria los mismos honores que había dotado a Germánico. Tiberio no fingió pena alguna en esta ocasión, sino que pronunció, con voz firme y resonante, el panegírico que había preparado para Cástor. Cuando vio que las lágrimas corrían por el rostro de varios senadores, dijo en una voz audible a Seyano, que estaba a su lado: «¡Puaf! ¡Este lugar apesta a cebollas!».
Después Galo se puso de pie para elogiar a Tiberio por haber dominado tan bien su pena. Recordó que incluso el dios Augusto, durante su presencia entre ellos en forma mortal, había cedido hasta tal punto a sus sentimientos ante la muerte de Marcelo, su hijo adoptivo (ni siquiera su verdadero hijo), que cuando agradecía al Senado por su simpatía tuvo que interrumpirse, ahogado por la emoción. En tanto que el discurso que acababan de escuchar era una obra maestra de contención. Puedo mencionar aquí que cuando, cuatro o cinco meses después, llegaron delegados de Troya para dar el pésame a Tiberio por la muerte de su único hijo, Tiberio les agradeció: «Y yo os lo doy, señores, por la muerte de Héctor».
Luego mandó buscar a Nerón y Druso, y cuando llegaron al Senado los tomó de la mano y los presentó:
—Señores, hace tres años encomendé estos niños sin padre a su tío, mi querido hijo a quien hoy lloramos tan amargamente, deseando que los adoptase, aunque ya tenía hijos propios, y que los criara como los dignos herederos de la tradición de la familia. «¡Muy bien!» de Galo y aplausos generales. Pero ahora que nos ha sido arrebatado por un destino cruel —gemidos y lamentaciones—, os pido lo mismo a vosotros. En presencia de los dioses, ante el rostro de nuestro amado país, os ruego que recibáis bajo vuestra protección, que aceptéis bajo vuestra guía a estos nobles biznietos de Augusto, descendientes de antepasados cuyos nombres resuenan en la historia romana. Cuidad de cumplir honorablemente vuestro deber y el mío con ellos. Nietos, estos senadores son desde ahora como padres para vosotros, y su alcurnia es tal, que el mal o el bien que caiga sobre vosotros será el mal o el bien para el Estado. —¡Fuertes aplausos, lágrimas, bendiciones y ritos de lealtad!
Pero en lugar de terminar allí, echó a perder todo el efecto terminando con una nota familiar, con sus antiguas frases manidas en cuanto a su pronto retiro y el restablecimiento de la república, momento en que «los cónsules o algún otro» recibirían «la carga del gobierno», quitándola de «sus cansados hombros». Si no pensaba que Nerón o Druso fuesen sus sucesores imperiales, ¿qué quería decir cuando identificaba tan estrechamente su suerte con la del Estado?
El funeral de Cástor fue menos impresionante que el de Germánico, ya que fue señalado por muy pocas expresiones auténticas de pena, pero por otra parte fue mucho más espléndido. En la procesión se llevaron todas las máscaras de la familia de los Césares y los Claudios, empezando por la de Eneas, el fundador de la familia Julia, y la de Rómulo, el fundador de Roma, y terminando con las de Cayo, Lucio y Germánico. La máscara de Julio César aparecía porque, como Rómulo, era sólo un semidiós, pero la de Augusto no aparecía, porque era una deidad importante.
Seyano y Livila tenían que pensar ahora cómo alcanzar su ambición de llegar a emperador y emperatriz. Nerón, Druso y Calígula se interponían en su camino, y tendrían que ser eliminados. Tres parecían ser demasiados para eliminarlos sin problemas, pero, como señaló Livila, la abuela de los niños había conseguido librarse, en apariencia, de Cayo, Lucio y Póstumo cuando quiso colocar a Tiberio en el poder. Y era indudable que Seyano se encontraba en una posición mucho mejor que Livia para llevar a cabo sus planes.
Para demostrar a Livila que tenía realmente la intención de casarse con ella, como le había prometido Seyano se divorció de su esposa Apicata, con quien tenía tres hijos. La acusó de adulterio y dijo que estaba a punto de ser madre de un hijo que no era suyo. No nombró públicamente al amante de Apicata, pero en privado le dijo a Tiberio que sospechaba de Nerón. Este, afirmó, estaba adquiriendo una gran reputación por sus enredos con las esposas de hombres prominentes y parecía pensar que, como presunto heredero de la monarquía podía comportarse como le diera la gana. Entretanto Livila hizo lo posible por separar a Agripina de la protección de Livia, y para ello previno a Agripina de que Livia sólo la utilizaba como instrumento en su conflicto con Tiberio —cosa que era verdad— y previno a Livia, por medio de una de sus damas de compañía, de que Agripina la usaba a ella como arma en su conflicto con Tiberio, cosa que también era cierta. Hizo que cada una de las dos creyese que la otra había jurado matarla en cuento terminase su utilidad.
Los doce pontífices empezaron a incluir a Nerón y Druso en las acostumbradas oraciones que ofrecían por la salud y la prosperidad del emperador, y los demás sacerdotes siguieron su ejemplo. En su condición de Sumo Pontífice, Tiberio les envió una carta de queja, diciéndoles que no establecían diferencia alguna entre los chicos y él, un hombre que había ocupado honorablemente la mayoría de los más altos puestos del Estado veinte años antes de que ellos nacieran, y después todos los demás; que no era decente. Los llamó a su presencia y les preguntó si Agripina los había adulado para que hiciesen ese agregado a las oraciones, o si los asustó, obligándolos a ello con amenazas. Por Supuesto los pontífices negaron que Agripina hubiese hecho ninguna de las dos cosas, pero él no se sintió convencido. Cuatro de los doce, incluso Galo, estaban en cierto modo vinculados a ella por matrimonio, y otros cinco se encontraban en relaciones amistosas con ella y con sus hijos. Los censuró con severidad. En su discurso siguiente previno al Senado que no debía conceder nuevas distinciones prematuras que pudiesen estimular la imaginación volátil de unos jovencitos y los llevasen a abrigar aspiraciones presuntuosas.
Agripina encontró un inesperado aliado en Calpurnio Pisón. Le dijo que había defendido a su tío Gneo Pisón nada más que por consideración a la honra de la familia, y que no tenía que considerarlo como su enemigo. Haría todo lo posible para protegerla a ella y a sus hijos. Pero Calpurnio no vivió mucho tiempo después de eso. En el Senado se le acusó de «palabras traicioneras pronunciadas en privado», de guardar veneno en su casa y de ir al Senado armado con una daga. Estos dos últimos artículos eran tan absurdos, que se dejaron de lado, pero se fijó un día para su proceso, basado en la acusación de «palabras traicioneras». Se suicidó antes de que terminara el juicio.
Tiberio creyó en la afirmación de Seyano de que existía un partido secreto, llamado el partido Verde Puerro, que ahora estaba formando Agripina, cuyo signo era un extravagante fervor por el bando Verde Puerro en las carreras de cuadrigas que se celebraban en el circo. En estas carreras había cuatro colores: escarlata, blanco, azul marino y verde puerro. La facción Verde Puerro era la favorita en esa época, y la Escarlata la más impopular. De modo que ahora, cuando Tiberio iba a presenciar las carreras, en los días de festividad pública, como tenía que hacerlo debido a su puesto oficial —aunque hasta entonces no se había sentido interesado por ellas y desalentaba las ociosas conversaciones relacionadas con las carreras, en palacio o en los banquetes a que se le invitaba—, y empezaba, por primera vez, a advertir qué tipo de apoyo recibían los distintos colores, se sintió grandemente turbado al escuchar tantos vítores al Verde Puerro. Seyano también le había dicho que el Escarlata era el símbolo secreto que utilizaban los Verde Puerro cuando querían referirse a sus partidarios, y Tiberio vio que cada vez que ganaba una cuadriga escarlata, cosa que sucedía muy pocas veces, recibía grandes abucheos y siseos. Seyano era listo; sabía que Germánico siempre había apostado por los Verde Puerro, y que Agripina, Nerón y Druso, por motivos sentimentales, continuaban teniendo a ese color como favorito.
Había un noble llamado Silio que durante muchos años fue comandante del cuerpo del Rin. Creo que lo he mencionado como general de los cuatro regimientos de la Provincia Superior de Germania que no participaron en el gran motín. Había sido el oficial más capaz de mi hermano, y se le concedieron ornamentos triunfales por sus éxitos contra Hermann. En fecha reciente, a la cabeza de las fuerzas conjuntas de las provincias Superior e Inferior, había aplastado una peligrosa rebelión de las tribus francesas de las cercanías de mi lugar natal, Lyon. No era un hombre modesto, pero tampoco era especialmente jactancioso, y si en verdad dijo en público, como se afirmaba, que a no ser por el tacto con que dirigió a los cuatro regimientos durante el motín éstos se habrían unido a los otros amotinados, y que en consecuencia, a no ser por él, Tiberio no habría tenido imperio alguno sobre el cual gobernar; pues bien, no estaba muy lejos de la verdad. Pero, como es natural, a Tiberio no le agradó, aunque sólo fuese porque los regimientos amotinados eran, como ya expliqué, aquellos con los cuales él había tenido más relaciones. Sosia, la esposa de Silio, era la mejor amiga de Agripina. Y sucedió que en los grandes Juegos Romanos, que se celebraban a principios de septiembre, Silio apostó enormes sumas por el Verde Puerro. Seyano le gritó:
—Te acepto cualquier cantidad. Yo apuesto a los Escarlata.
Silio le respondió, también a gritos:
—Estás apostando al color perdedor, amigo. El conductor de los Escarlatas no tiene la menor idea de cómo hay que sostener las riendas. Trata de hacerlo todo con el látigo. Te apuesto mil a que gana el Verde Puerro. Y el joven Nerón dice que él agrega quinientas; es un entusiasta partidario de los Verde Puerro.
Seyano miró significativamente a Tiberio, que había escuchado todo el diálogo y que se asombró ante la osadía de Silio. Consideró un buen signo el que el conductor de la cuadriga de los Verde Puerro cayera en un recodo, en la penúltima vuelta, y que el Escarlata ganara con facilidad.
Diez días más tarde Silio fue acusado ante el Senado. La acusación era de alta traición. Se le acusó de haber tolerado la rebelión francesa en sus primeras etapas y de haber aceptado una tercera parte del botín como pago por su no intervención; de hacer de su victoria una excusa para continuar saqueando a las provincias leales y de imponer luego excesivos impuestos de emergencia a la provincia para sufragar los gastos de la campaña. Sosia fue acusada de complicidad en los mismos delitos. Silio era impopular en palacio desde la rebelión francesa. Tiberio había sido objeto de muchas críticas por no ir él mismo a combatir contra los rebeldes, y por haber mostrado más interés en los cargos de traición que en la campaña misma. En el Senado se había excusado con el pretexto de su edad —y Cástor estaba ocupado en asuntos de importancia—, y explicó que se mantenía continuamente en contacto con los cuarteles de Silio, y que le proporcionaba valiosos consejos. Tiberio se mostró muy sensible en relación con la rebelión francesa. Cuando los franceses fueron derrotados, quedó en ridículo con la moción de un senador parlanchín, un imitador de los recursos de Galo, en el sentido de que había que concederle un triunfo porque era el verdadero responsable de la victoria. Se sintió tan disgustado con eso, que recurrió al argumento de que en realidad la victoria no era digna de mención, y nadie se atrevió a votarle a Silio los ornamentos triunfales que se merecía. Silio se sintió desilusionado, y lo que dijo en cuanto al motín del Rin lo dijo por resentimiento ante la ingratitud de Tiberio.
Silio desdeñó responder a las acusaciones de traición. No era culpable de entendimiento alguno con los rebeldes, y si los soldados a sus órdenes habían omitido distinguir, en algunos casos, entre la propiedad de los rebeldes y la de los leales, eso era de esperar. Muchos fingidos leales financiaban la rebelión en secreto. En cuanto a los impuestos, el hecho era que Tiberio le había prometido una partida especial del erario para cubrir los gastos de la campaña y para indemnizar a los ciudadanos romanos por su pérdida de casas, cosechas y ganado. Anticipándose al pago de esa partida, Silio había cobrado un impuesto a ciertas tribus del norte, prometiéndoles devolver el dinero cuando le fuese pagado por Tiberio, cosa que nunca sucedió. Después de la rebelión Silio tenía veinte mil piezas de oro menos que antes de ella, porque reunió una tropa de voluntarios de caballería que armó y pagó de su bolsillo. Su principal acusador, que era uno de los cónsules del año, insistió con gran malicia en las acusaciones de extorsión. Era amigo de Seyano y también hijo del gobernador militar de la Provincia Inferior que había querido tener el mando supremo de las fuerzas romanas contra los franceses y que se vio obligado a dejarlo en manos de Silio. Este no pudo siquiera presentar pruebas de la partida que le había prometido Tiberio, porque la carta que contenía tal promesa estaba sellada con la Esfinge. Y, sea como fuere, las acusaciones de extorsión eran ajenas a la cuestión, porque el juicio era por traición, no por extorsión.
Finalmente estalló: «Señores, podría decir mucho en mi defensa, pero no diré nada porque este proceso no se conduce de forma constitucional, y porque el veredicto ha sido decidido hace mucho. Entiendo que mi verdadero delito consiste en haber dicho que, si yo no los hubiera dirigido, los regimientos de la Alta Germania se habrían amotinado. Ahora pondré fuera de toda duda mi culpabilidad en este asunto. Diré que, a no ser por la forma en que Tiberio las dirigió antes, las tropas de la Baja Germania no se hubieran amotinado. Señores, soy la víctima de un avaro, celoso, sanguinario, tiránico…».
El resto de su discurso quedó ahogado en un rugido de horrorizada protesta de los senadores. Silio saludó a Tiberio y salió con la cabeza erguida. Cuando llegó a su casa abrazó a Sosia y a sus hijos, envió un afectuoso mensaje de despedida a Agripina, Nerón, Galo y sus demás amigos, y, dirigiéndose a su dormitorio, se clavó la espada en la garganta.
Se sostuvo que su culpabilidad quedaba demostrada con sus insultos contra Tiberio. Se confiscaron sus propiedades, con la promesa de que los provincianos recibirían el dinero del injusto impuesto y de que a sus acusadores se les daría la cuarta parte de lo que quedase de la venta de la herencia, tal como lo exigía la ley, y de que el dinero que se le había dejado en el testamento de Augusto, en recompensa por su lealtad, volvería al Tesoro, por haberle sido pagado equivocadamente. Los provincianos no se atrevieron a insistir en que les devolviesen lo que habían pagado por el impuesto, de modo que Tiberio se quedó con las tres cuartas partes de la herencia, porque ya no existía una verdadera distinción entre el Tesoro Militar, el Erario Público y la Lista Civil. Esta fue la primera vez que se benefició directamente con la confiscación de propiedades o que permitió que un insulto contra él fuese entendido como una prueba de traición.
Sosia tenía propiedades particulares y, para salvar su vida e impedir que sus hijos quedasen en la miseria, Galo presentó la moción de que se la desterrase y de que la mitad de sus efectos pasara a manos de sus acusadores, quedando la mitad restante para los hijos. Pero un primo político de Agripina, aliado de Galo, propuso que a los acusadores sólo se les pagara una cuarta parte, que era el mínimo legal, y afirmó que Galo era más leal al emperador que justiciero para con Sosia, porque al menos se sabía que ésta había reprochado a su esposo, cuando éste yacía moribundo, sus traicioneras y desagradecidas declaraciones. De modo que Sosia sólo fue desterrada: se fue a vivir a Marsella. Y como en cuanto supo que sería juzgado en una acusación de vida o muerte Silio entregó en secreto, a Galo y a algunos otros amigos, la mayor parte de su dinero en efectivo, a fin de que lo tuviesen en custodia para sus hijos, la familia salió bastante bien librada del asunto. Su hijo mayor sobrevivió y me causó muchos trastornos.
Desde entonces, Tiberio, que hasta ese momento había hecho que sus acusaciones de traición se basaran en supuestas blasfemias contra Augusto, puso en vigor, cada vez con más frecuencia, el edicto promulgado en el primer año de su monarquía, según el cual era traición atacar de alguna manera su honor y reputación. Acusó a un senador, a quien sospechaba partidario de Agripina, de haber recitado un epigrama injurioso dirigido contra él. El hecho era que una mañana la esposa del senador vio un papel pegado en la parte superior de la puerta de su casa. Pidió a su esposo que le leyera lo que decía, porque era más alto que ella. El hombre leyó lentamente: «Ahora no es bebedor de vino / como lo era antes. / Se alegra con una bebida más fuerte: / la sangre de los asesinados».
La mujer preguntó con inocencia qué quería decir la cuarteta, y él contestó: «No es conveniente explicarlo en público, querida».
Un delator profesional rondaba por la puerta, en la esperanza de que cuando el senador leyese el epigrama, que era obra de Livia, dijera algo digno de informar. Fue directamente a ver a Seyano. El propio Tiberio interrogó al senador, preguntándole qué había querido decir con «no es conveniente» y a quién se refería el epigrama, en su opinión. El senador vaciló y no quiso dar una respuesta directa. Tiberio dijo entonces que en su juventud había visto muchos libelos, todos acusándolo de ser un borrachín, y que en años recientes los médicos le habían ordenado que se abstuviese del vino, por su tendencia a la gota, y que últimamente se habían publicado varios libelos acusándolo de espíritu sanguinario. Preguntó al acusado si no tenía conocimiento de esos hechos, y si pensaba que el epigrama podía referirse a otro que no fuese su emperador. El desdichado convino en que conocía los libelos sobre la ebriedad de Tiberio, pero que sabía que no tenían relación alguna con la verdad y que no los había vinculado con el que apareció pegado en su puerta. Se le preguntó entonces por qué no había denunciado en el Senado los libelos anteriores, como era su deber. Respondió que cuando los conoció no era todavía un delito pronunciar o repetir un epigrama, por procaz que fuese, escrito contra alguien, por virtuoso que fuera este alguien. Y que tampoco era traición pronunciar o repetir procacidades dirigidas incluso contra Augusto, siempre que no se las pusiera por escrito. Tiberio le preguntó a qué época se refería, porque en la última etapa de su vida Augusto había emitido un edicto dirigido también contra las procacidades habladas. El senador replicó:
—Eso fue durante tu tercer año en Rodas.
Tiberio exclamó:
—Señores, ¿cómo se puede permitir que este individuo me insulte de esa manera?
De modo que el Senado lo condenó a ser arrojado desde la roca Tarpeya, castigo comúnmente reservado a los peores traidores, a los generales que se entregaban por dinero al enemigo y a otros por el estilo.
Otro hombre, un caballero, fue ejecutado por escribir una tragedia sobre el rey Agamenón en la que la reina, que lo asesina en el baño, exclama mientras blande el hacha: «Sabe, sangriento tirano, que no es delito vengar mis agravios de esa manera».
Tiberio dijo que la intención era que el personaje de Agamenón fuese identificado con él, y que los versos citados eran una incitación a que le asesinaran. De modo que la tragedia, de la cual todos se habían reído porque era muy coja y estaba muy mal redactada, conquistó cierto tipo de dignidad cuando todos los ejemplares de la misma fueron reunidos y quemados, ejecutándose luego a su autor.
AÑO 25
d. de C.
Este juicio fue seguido dos años después —pero lo pongo aquí porque la historia de Agamenón me lo recuerda— por el de Cremucio Cordo, un anciano que había chocado un tiempo antes con Seyano por una nadería. Un día lluvioso, al entrar en el Senado, Seyano colgó la capa en el perchero que siempre había sido de Cremucio, y éste, cuando entró, sin saber que era la capa de Seyano, la colocó en otro perchero para poder colgar la suya. La capa de Seyano cayó del nuevo perchero y alguien la pisoteo con las sandalias embarradas. Seyano se vengó de varias maneras distintas y maliciosas, y Cremucio llegó a odiar de tal modo la cara del individuo y el sonido de su nombre, que cuando se enteró de que la estatua de Seyano había sido instalada en el Teatro de Pompeyo, exclamó: «Con eso ha quedado arruinado el teatro».
Entonces se le nombró ante Tiberio como uno de los principales seguidores de Agripina. Pero como era un anciano venerable y bondadoso, que no tenía ningún enemigo en el mundo aparte de Seyano y que jamás pronunciaba una palabra más de las necesarias, resultaba difícil respaldar alguna acusación contra él con pruebas que incluso un Senado amedrentado pudiese aceptar decentemente. A la larga se le acusó de haber escrito frases en elogio de Bruto y Casio, los asesinos de Julio César. Las pruebas que se presentaron fueron una obra histórica que había escrito treinta años antes y que el propio Augusto, el hijo adoptivo de Julio, había incluido en su biblioteca privada y de vez en cuando consultaba.
Cremucio presentó una animada defensa contra la absurda acusación; dijo que Bruto y Casio habían muerto hacia tanto tiempo, y se les había elogiado con tanta frecuencia por su acción, por historiadores posteriores, que no podía creer que el proceso no fuera una broma, como la que se le había hecho recientemente a un joven viajero en la ciudad de Larisa. El joven en cuestión fue acusado en público de haber asesinado a tres hombres, aunque no eran más que tres odres de vino colgados a la puerta de una tienda, que él acuchilló en la oscuridad, confundiéndolos con ladrones. Pero el juicio de Larisa se llevó a cabo durante el festival anual de la Risa, cosa que daba algún sentido al asunto, y el joven era un bebedor, muy amigo de sacar la espada, y quizá se merecía una lección. Pero él, Cremucio Cordo, era demasiado viejo y sobrio para que se le obligase a hacer el tonto de esa manera, y ése no era el festival de la Risa sino, por el contrario, el cuadricentésimo septuagésimo sexto aniversario de la solemne promulgación de las Leyes de las Doce Tablas, el glorioso monumento al talento legislativo y a la rectitud moral de nuestros antepasados. Volvió a su casa y se dejó morir de hambre. Se reunieron todos los ejemplares de su libro y fueron quemados, salvo dos o tres que su hija ocultó en alguna parte y volvió a publicar muchos años más tarde, cuando Tiberio había muerto. No era un libro muy bien escrito; obtuvo más fama de la que en realidad merecía.
Durante todo ese tiempo había estado diciéndome: «Claudio, eres un pobre individuo y no resultas muy útil en este mundo, y, entre una y otra cosa, has tenido una vida bastante desdichada, pero por lo menos tu vida no corre peligro». Por lo tanto, cuando perdió la suya el viejo Cremucio, a quien conocía muy bien —a menudo nos encontrábamos y conversábamos en la biblioteca—, fue un gran golpe para mí. Me sentí como un hombre que viviese en la ladera de un volcán cuando de pronto éste lanza una lluvia de cenizas y piedras ardientes, a modo de advertencia. En mis tiempos había escrito cosas mucho más calificables de pérfidas que Cremucio. Mi historia de las reformas religiosas de Augusto contenía varias frases que fácilmente podían ser convertidas en tema de una acusación. Y aunque mi fortuna era pequeña, de modo que un acusador no ganaría nada con delatarme para quedarse con su cuarta parte, me daba cuenta de que todas las recientes víctimas de los juicios por traición habían sido amigos de Agripina, a quien yo continuaba visitando cada vez que iba a Roma. No sabía con seguridad hasta qué punto el hecho de ser cuñado de Seyano podría representar una protección suficiente para mí.
Sí, últimamente me había convertido en el cuñado de Seyano, y ahora diré cómo sucedió.