AÑO 20
d. de C.
Livia y Tiberio se encerraron en sus palacios, y fingieron estar tan profundamente apenados que no podían aparecer en público. Agripina habría debido llegar por tierra, porque ya había empezado el invierno y terminado la temporada de navegación. Pero zarpó a pesar de las tormentas, y unos días más tarde llegó a Corfu, desde donde sólo hay un día de viaje, con buena brisa, hasta Brindisi. Allí descansó un poco, enviando entretanto mensajeros para decir que llegaba a ponerse bajo la protección del pueblo de Italia. Cástor, que se encontraba ahora de vuelta en Roma sus otros cuatro hijos y yo abandonamos Roma para salirle al encuentro. Tiberio envió de inmediato dos batallones de la guardia al puerto, con órdenes de que los magistrados de los distritos a través de los cuales debían pasar las cenizas presentasen a su hijo muerto el último homenaje. Cuando Agripina desembarcó saludada con un respetuoso silencio por una enorme multitud, la urna fue colocada en un catafalco y llevada a Roma a hombros de los oficiales de la guardia. Las banderas del batallón no ostentaban condecoraciones, como señal de calamidad pública, y las fasces y hachas eran llevadas boca abajo. Cuando la procesión, de muchos millares de personas, pasó por Calabria, Apulia y Campania, todos salían a su encuentro, los campesinos vestidos de negro, los caballeros con túnicas de color púrpura, con lágrimas y lamentaciones, y quemaban ofrendas de perfumes por el espíritu del héroe muerto.
Nos encontramos con la procesión en Terracina, a unos noventa kilómetros al sudeste de Roma, donde Agripina, que había llegado caminando desde Brindisi, sin hablar con nadie en el trayecto, con los ojos secos y el rostro pétreo, dejó que su pena volviera a estallar al ver a sus cuatro hijos, que ahora ya no tenían padre. Le gritó a Cástor: «¡Por el amor que tuviste a mi querido esposo, júrame que defenderás las vidas de sus hijos con la tuya, y que vengarás su muerte! ¡Es la última misión que te encomienda!».
Cástor, sollozando quizá por primera vez desde su infancia, juró que aceptaba la misión.
Si se me pregunta por qué Livila no fue con nosotros, la respuesta es que acababa de dar a luz mellizos, de los cuales, de paso, el padre parece haber sido Seyano. Si se me pregunta por qué no fue mi madre, la respuesta es que Tiberio y Livia no le permitieron siquiera ir al funeral. Si una congoja abrumadora les impedía asistir a ellos, como abuela y padre adoptivo que eran del muerto, resultaba imposible que ella, su madre, asistiera. E hicieron bien en no aparecer. Si lo hubiesen hecho, incluso fingiendo dolor, habrían sido atacados sin duda por el populacho. Y creo que los guardias no hubieran movido un dedo para protegerlos. Tiberio había olvidado efectuar hasta los preparativos acostumbrados para los funerales de personas menos distinguidas: las máscaras de familia de los Claudios y los Julios no aparecieron, ni tampoco la habitual efigie del muerto mismo. No se pronunció un discurso funerario en el Estrado de las Oraciones; no se entonaron himnos funerarios. La excusa de Tiberio fue la de que el funeral ya se había celebrado en Siria y que los dioses se ofenderían si se repetían los ritos. Pero nunca hubo en Roma una pena tan unánime y sincera como esa noche. El Campo de Marte estaba iluminado de antorchas, y la multitud que rodeaba la tumba de Augusto, en la cual la urna fue colocada reverentemente por Cástor, era tan densa, que muchas personas murieron aplastadas. En todas partes la gente decía que Roma estaba perdida, que no quedaban esperanzas; porque Germánico había sido el último baluarte contra la opresión, y Germánico había sido suciamente asesinado. Y en todas partes Agripina era elogiada y recibía condolencias, y por todas partes se ofrecían oraciones por la seguridad de sus hijos.
Unos días después Tiberio publicó una proclama en la que decía que si bien muchos romanos ilustres habían muerto por el bienestar común, ninguno fue tan vehemente y universalmente lamentado como su querido hijo. Pero ahora era preciso que la gente se serenara y volviese a sus ocupaciones cotidianas. Los príncipes eran mortales, pero la nación era eterna. A pesar de ello, el Festival de los Inocentes, a finales de diciembre, transcurrió sin ninguna de las bromas y alegrías habituales, y el luto sólo terminó para el Festival de la Gran Madre, en abril, y se reanudaron las actividades públicas normales. Las sospechas de Tiberio se concentraban ahora en Agripina. Esta lo visitó en palacio a la mañana siguiente del funeral y le dijo intrépidamente que lo haría responsable de la muerte de su esposo hasta que hubiese demostrado su inocencia y vengado a Germánico con la ejecución de Pisón y Plancina. Tiberio cortó la entrevista citándole los versos griegos: «Y si tú no eres reina, querida, / ¿crees que has sido agraviada?».
Pisón no volvió a Roma durante un tiempo. Envió a su hijo a interceder por él ante Tiberio, en tanto que él mismo visitaba a Cástor, que ahora estaba de vuelta con las legiones en el Danubio. Esperaba que Cástor se mostrara agradecido por la eliminación de un pretendiente rival a la monarquía y dispuesto a creer en la historia de la traición de Germánico. Cástor se negó a recibirlo y dijo públicamente al mensajero de Pisón que si los rumores que circulaban eran ciertos, tendría que ejecutar sobre Pisón la venganza que había jurado cumplir por la muerte de su querido hermano, y que era prudente que Pisón se mantuviera alejado hasta haber restablecido su inocencia con claridad. Tiberio recibió al hijo de Pisón sin excesiva bondad ni disfavor, como para demostrar que no se inclinaría en un sentido ni en otro hasta que se hubiese hecho una investigación pública de la muerte de Germánico.
Por fin Pisón se presentó en Roma con Plancina. Bajaron por el Tíber y desembarcaron con algunos cortesanos frente a la tumba de Augusto, donde casi provocaron un motín al pavonearse de un lado a otro, con amplias sonrisas, por entre el gentío hostil que muy pronto se reunió, y al trepar a un carruaje adornado, tirado por un par de jacas francesas, que los esperaba en la vía Flaminia. Pisón tenía una casa que daba sobre la plaza del Mercado, y también estaba adornada. Invitó a todos sus amigos y parientes a un banquete en celebración de su regreso, y provocó un gran alboroto, nada más que para demostrar al pueblo de Roma que no le temía y que contaba con el apoyo de Tiberio y Livia. Tiberio había planeado que Pisón fuese procesado, en un tribunal común, por cierto senador en quien podía confiar que lo haría con torpeza, contradiciéndose y omitiendo presentar pruebas adecuadas en apoyo de sus acusaciones, de modo que el juicio terminara con una absolución. Pero los amigos de Germánico, en particular tres senadores que habían integrado su estado mayor en Siria y regresado con Agripina, se opusieron a su elección. A la postre Tiberio se vio obligado a juzgar el caso él mismo, y además en el Senado, donde los amigos de Germánico contarían con todo el apoyo que necesitaran. El Senado había votado algunos honores excepcionales en memoria de Germánico —cenotafios, arcos recordatorios, ritos semidivinos— que Tiberio no se atrevió a vetar.
Cástor volvió una vez más del Danubio y, si bien le fue decretada una ovación (o triunfo menor) por la forma en que dirigió el asunto de Maroboduo, entró en la ciudad a pie, como un ciudadano cualquiera, y no a caballo, con la corona en la cabeza. Luego de visitar a su padre fue a ver a Agripina y le juró que podía contar con él para que se hiciera justicia.
Pisón pidió a cuatro senadores que lo defendieran. Tres de ellos se excusaron por enfermedad o incapacidad; el cuarto, Galo, dijo que nunca había defendido a nadie de una acusación de asesinato, de la cual parecía culpable, a menos que existiese por lo menos una posibilidad de complacer a la familia imperial. Calpurnio Pisón, aunque no había concurrido al banquete ofrecido por su tío, se ofreció a defenderlo por el honor de la familia, y otros tres se unieron después a él porque estaban seguros de que Tiberio absolvería a Pisón, fuesen cuales fueran las pruebas que se presentasen, y que después serían recompensados por su participación en el proceso. Pisón se sintió satisfecho de ser juzgado por el propio Tiberio, porque Seyano le prometió que las cosas irían bien, que Tiberio fingiría suma severidad pero que a la postre postergaría el tribunal a la espera de nuevas pruebas. Martina, la principal testigo, ya había sido eliminada —estrangulada por los agentes de Seyano— y los acusadores tenían ahora muy poco en que basarse.
Sólo se concedieron dos días a la parte actora, y el hombre que originariamente había recibido la orden de manipular el juicio en beneficio de Pisón se presentó e hizo lo posible para derrochar el tiempo presentando contra él añejas acusaciones de desgobierno y corrupción en España, durante el reinado de Augusto. Tiberio lo dejó continuar unas horas con ese discurso ajeno a la cuestión, hasta que el Senado, removiendo los pies, tosiendo y golpeando unas con otras las tabletas de escribir, le previno que había que escuchar a los testigos principales o habría alboroto. Los cuatro amigos de Germánico tenían muy bien preparado su caso y se pusieron de pie cada uno en sucesión y declararon en relación con la corrupción, por Pisón, de la disciplina militar en Siria, con su desobediencia a las órdenes, su insultante conducta para con Germánico y para con ellos mismos, sus intrigas con Vonones, su opresión de los habitantes de las provincias. Lo acusaron de asesinar a Germánico mediante veneno y brujería, de ofrecer sacrificios en acción de gracias por su muerte y, finalmente, de haber llevado a cabo un ataque armado contra la provincia, con fuerzas privadas ilegalmente reunidas.
Pisón no negó las acusaciones de corrupción de la disciplina militar, de insultar y desobedecer a Germánico o de oprimir al pueblo de la provincia; dijo, simplemente, que eran exageradas. Pero rechazó con indignación la acusación relativa al veneno y la hechicería. Los acusadores no habían mencionado los sobrenaturales sucesos de Antioquia por miedo a provocar risas escépticas, ni podían acusar a Pisón de abordar a los sirvientes y esclavos de la casa de Germánico, porque ya se había demostrado que ellos no tuvieron nada que ver con el asesinato. Por lo tanto Pisón fue acusado de envenenar la comida de Germánico mientras estaba sentado junto a él, en un banquete, en la propia casa del envenenado. Pisón ridiculizó la acusación. ¿Cómo era posible que hubiese hecho algo así, cuando toda la mesa, sin mencionar a los servidores, observaba todos sus movimientos? ¿Quizá por artes de magia?
Tenía en la mano un puñado de cartas que, por el tamaño y color y la forma en que estaban atadas, todos sabían que eran de Tiberio. Los amigos de Germánico hicieron moción de que se leyeran las instrucciones que Pisón había recibido desde Roma. Este se negó a leer las cartas, basándose en que estaban selladas con el sello de la Esfinge (originariamente el de Augusto), cosa que las convertía en «secretas y confidenciales». Leerlas constituiría una traición, Tiberio rechazó la moción, diciendo que la lectura de las cartas sería una pérdida de tiempo, ya que no contenían nada de importancia. El Senado no podía insistir. Pisón entregó las cartas a Tiberio, como señal de que confiaba en que le salvaría la vida.
Entonces se escucharon coléricos gritos de la muchedumbre reunida fuera, que se mantenía informada de lo que sucedía en el juicio, y un hombre de poderosa voz ronca gritó por una ventana: «¡Podrá escapar de vuestras manos, señores, pero no escapará de las nuestras!».
Llegó un mensajero a decirle a Tiberio que algunas estatuas de Pisón habían sido derribadas por el gentío y eran arrastradas por la Escalinata de los Lamentos, para destrozarlas. La Escalinata de los Lamentos era un tramo de escalones, situado al pie del monte Capitolino, donde se acostumbraba exponer los cadáveres de los criminales antes de arrastrarlos, con un gancho clavado en la garganta, hasta el Tíber, al que se arrojaban. Tiberio ordenó que las estatuas fueran rescatadas y vueltas a colocar en sus pedestales. Pero se quejó de que no podían continuar juzgando un caso en tales condiciones, y levantó la sesión hasta la tarde. Pisón salió escoltado.
Plancina, que hasta entonces se había jactado de que compartiría la suerte de su esposo, fuese ésta cual fuere, y que moriría con él si ello resultara necesario, comenzó a alarmarse. Decidió presentar una defensa por separado, y contaba con Livia, con la cual mantenía relaciones íntimas, para que la salvara. Pisón no sabía nada de esta traición. Cuando se reanudó el juicio, Tiberio no mostró señal alguna de simpatía, si bien dijo a los acusadores que habrían debido presentar pruebas más concluyentes del envenenamiento, y previno a Pisón de que su tentativa de ataque armado para reconquistar la provincia no podría ser perdonada jamás. Esa noche, en su casa, Pisón se encerró en su habitación, y a la mañana siguiente lo encontraron muerto a puñaladas, con la espada al lado. En rigor no había sido un suicidio.
Porque Pisón había conservado la carta más incriminadora, una que le escribió Livia en nombre de Tiberio y de ella misma, y que no llevaba el sello de la Esfinge (que Tiberio se reservaba para su propio uso). Le dijo a Plancina que con esa carta tratase de obtener la salvación de ambos. Plancina fue a ver a Livia. Esta le dijo que esperase mientras consultaba con Tiberio. Livia y Tiberio tuvieron entonces su primera riña franca. Este estaba furioso con aquélla por haber escrito la carta, y Livia dijo que la culpa la tenía él, por no permitirle usar el sello de la Esfinge, y se quejó de que últimamente se comportaba con suma insolencia con ella. ¿Quién era el emperador, preguntó Tiberio, él o ella? Livia respondió que si él era el emperador, se lo debía a ella, y que era una tontería que se mostrase grosero, porque así como había encontrado los medios para elevarlo, también podía encontrarlos para hundirlo. Sacó de su bolso una carta y comenzó a leerla. Era una antigua carta que le escribió Augusto durante la ausencia de Tiberio en Roma, y en ella acusaba a éste de traición, crueldad y bestialidad, y decía que si no hubiese sido su hijo no habría vivido un día más.
—Ésta es una copia —dijo—. Pero tengo el original bien guardado. Es sólo una de tantas cartas del mismo tenor. No querrás que se las entregue al Senado, ¿eh?
Tiberio se dominó y se disculpó por su temperamento. Dijo que era evidente que podían arruinarse el uno al otro, y que por lo tanto resultaba absurdo que riñeran. ¿Pero cómo podía perdonar la vida de Pisón después de haber dicho que, si se confirmaba la acusación de haber reunido fuerzas privadas y de tratar de reconquistar con ellas la provincia de Siria, ello representaría la pena de muerte, más allá de toda esperanza de perdón?
—Pero Plancina no reunió ningún ejército, ¿verdad?
—No veo qué tiene que ver eso. No puedo hacer que Pisón me devuelva la carta con sólo prometerle la vida a Plancina.
—Si prometes salvar a Plancina, yo conseguiré la carta de Pisón; déjalo de mi cuenta. Si Pisón muere, la opinión pública quedará satisfecha. Y si tienes miedo de perdonar a Plancina bajo tu propia responsabilidad, puedes decir que fui yo quien te pidió su vida. Eso es justo, porque admito que la carta que yo le escribí es la que ha provocado todos estos problemas.
De manera que Livia fue a ver a Plancina y le dijo que Tiberio se había negado a escuchar razones, y que prefería sacrificar a su madre al odio público antes de arriesgar su propio pellejo defendiendo a sus amigos. Lo único que pudo obtener de él, dijo, fue una desganada promesa de perdón para ella si entregaba la carta. Entonces Plancina fue a ver a Pisón con una carta escrita en nombre de Tiberio, falsificada por Livia, y le dijo que lo había arreglado todo a la perfección, y que tenía la promesa de una absolución. Cuando Pisón le entregó la carta, lo apuñaló en la garganta con una daga. Cuando él cayó, Plancina humedeció en sangre la punta de su espada, le colocó la mano en torno a la empuñadura y salió. Llevó a Livia la carta y la promesa falsificada, tal como había prometido.
Al día siguiente, en el Senado, Tiberio leyó una declaración que, según dijo, había hecho Pisón antes de suicidarse, declaración en la que afirmaba su total inocencia de los delitos de que se le acusaba, en la que hacía protestas de su lealtad hacia Livia y él e imploraba la protección de ambos para sus hijos, que no habían participado en los acontecimientos convertidos en pretexto para el juicio. Entonces comenzó el proceso de Plancina. Se demostró que se la había visto en compañía de Martina, y se afirmó bajo juramento la reputación de ésta como envenenadora; se reveló además que cuando preparaban el cadáver de Martina para enterrarlo le encontraron un frasquito de veneno enredado en el cabello. El anciano Pomponio, el ordenanza de Germánico, declaró en relación con las pavorosas reliquias pútridas introducidas en la casa y con la visita de Plancina a la misma, con Martina, en ausencia de Germánico. Y cuando Tiberio le interrogó, ofreció detalladas pruebas de las inscripciones en las paredes y los otros sucesos. Nadie se adelantó a defender a Plancina. Esta hizo protestas de inocencia, con lágrimas en los ojos y juramentos, y dijo que no sabía nada de la reputación de Martina como envenenadora, y que las únicas relaciones que tuvo con ella fueron para comprarle perfumes. Afirmó que la mujer que la había acompañado a la casa no era Martina, sino la esposa de uno de los coroneles. Y que sin duda era una cosa inocente ir a visitar a alguien y encontrar en casa solamente a un chiquillo. En cuanto a sus insultos contra Agripina, los lamentaba de veras y pedía humildemente el perdón de Agripina. Pero había obedecido las órdenes de su esposo, como era obligatorio para una esposa, y además aquél le había dicho que Agripina conspiraba con Germánico contra el Senado, de manera que hizo mucho más gustosamente lo que se esperaba de ella.
Tiberio presentó un resumen. Dijo que parecían existir ciertas dudas en cuanto a la culpabilidad de Plancina. Su vinculación con Martina parecía estar demostrada, lo mismo que la reputación de ésta como envenenadora. Pero era dudoso que se tratara de una vinculación culpable. La acusación ni siquiera había presentado ante el tribunal el frasquito encontrado en los cabellos de Martina, ni tenía prueba alguna en el sentido de que el contenido del mismo fuese veneno. Muy bien habría podido ser una poción somnífera o un afrodisíaco. Su madre Livia tenía una elevada opinión del carácter de Plancina, y deseaba que el Senado le concediese el beneficio de la duda, si las pruebas de su culpabilidad no resultaban concluyentes, porque el espíritu de su amado nieto se le había aparecido en un sueño para rogarle que no permitiese que los inocentes sufriesen por los crímenes de un esposo o un padre.
Por consiguiente, Plancina fue absuelta, y de los dos hijos de Pisón a uno se le permitió heredar las propiedades de su padre, el otro, que había participado en los combates de Cilicia, fue simplemente desterrado por unos años. Un senador propuso que se agradeciera en público a los familiares del héroe muerto —a Tiberio, a Livia, a mi madre Antonia, a Agripina y a Cástor— el haber vengado su muerte. La moción estaba a punto de ser votada cuando un amigo mío, un ex cónsul que había sido gobernador de África antes de Furio, se puso de pie para presentar una enmienda. La moción, dijo, no era correcta. Se había omitido un importante nombre: el de Claudio, el hermano del héroe muerto, que había hecho más que nadie para preparar la argumentación de los acusadores y para proteger a los testigos contra toda molestia. Tiberio se encogió de hombros y dijo que le sorprendía enterarse de que se me hubiese pedido ayuda alguna, y que quizá, si no me la hubiesen solicitado, la acusación contra Pisón habría sido presentada con mayor claridad. Era muy cierto que yo había presidido la junta de los amigos de mi hermano y decidido qué pruebas debía presentar cada uno de los testigos. Y en rigor les aconsejé que no acusaran a Pisón de haber administrado el veneno en el banquete con sus propias manos, pero no me hicieron caso. Y mantuvo a Pomponio y a sus nietos y a tres de los libertos de mi hermano ocultos, a salvo en una granja cercana a mi casa de campo de Capua, hasta el día del juicio. También traté de ocultar a Martina en la casa de un mercader que conocía en Brindisi, pero Seyano la encontró. Bien, Tiberio permitió que mi nombre fuese incluido en el voto de agradecimiento, pero eso significaba muy poco para mí, en comparación con el agradecimiento que me ofreció Agripina. Me dijo que ahora entendía qué había querido decir Germánico cuando le afirmó, poco antes de su muerte, que el más fiel amigo que había tenido era su pobre hermano Claudio.
Los sentimientos contra Livia eran tan enérgicos, que Tiberio presentó otra vez una excusa ante el Senado, en su nombre, pidiéndole que no le votase el título que él mismo tantas veces le había prometido. Todos estaban ansiosos de saber qué significaba que una abuela concediese una graciosa entrevista a la asesina de su nieto y la salvara de la venganza del Senado. La respuesta sólo podía ser que la abuela había instigado el asesinato y se sentía tan avergonzada, que la esposa y los hijos de la víctima no podrían sobrevivir a ésta mucho tiempo.