AÑO 18
d. de C.
Yo estuve casi un año en Cartago. (Fue el año en que murió Livio en Padua, donde siempre estuvo su corazón). La antigua Cartago había sido arrasada, y ésa era una ciudad nueva, construida por Augusto en el sudeste de la península y destinada a convertirse en la primera ciudad de África. Era la primera vez que salía de Italia desde mi infancia. El clima me resultó muy duro, los nativos africanos muy salvajes, enfermos y extenuados por el trabajo; los residentes romanos eran aburridos, pendencieros, mercenarios y atrasados; los enjambres de extraños insectos que se arrastraban y volaban eran horribles. Lo que más extrañé fue la ausencia de una campiña de bosques silvestres. En Trípoli no hay nada que se interponga entre los terrenos regularmente cultivados —huertos de higueras y olivares o trigales— y el desnudo, pétreo y espinoso desierto. Me hospedé en la casa del gobernador, que era ese Furio Camilo, el tío de mi querida Camila, de quien ya he hablado. Se portó muy bondadosamente conmigo. Casi lo primero que me dijo fue cuán útil le había resultado mi Sumario balcánico en la campaña, y que habrían debido recompensarme públicamente por haberlo compilado tan bien. Hizo todo lo posible para que mi ceremonia de dedicación resultase un éxito y para exigir a los provincianos el respeto debido a mi rango. Me mostraba con asiduidad los lugares más destacados de la región. La ciudad tenía un comercio floreciente con Roma; exportaba no sólo vastas cantidades de cereales y aceite, sino también esclavos, tinte de púrpura, esponjas, oro, marfil, ébano y fieras salvajes para los Juegos. Pero yo tenía muy pocas ocupaciones allí, y Furio sugirió que sería bueno que mientras me encontraba allí reuniera materiales para una historia completa de Cartago. En las bibliotecas de Roma no se podía encontrar un libro por el estilo. Los archivos de la ciudad antigua habían caído recientemente en sus manos, descubiertos por nativos que excavaban en las ruinas, en busca de tesoros ocultos, y si yo quería consultarlos, eran míos. Le dije que no tenía conocimiento alguno del idioma fenicio. Pero él se comprometió, si la cosa me interesaba, a hacer que uno de sus libertos tradujese los manuscritos más importantes al griego.
La idea de redactar esa historia me encantó. Me parecía que jamás se les había hecho justicia histórica a los cartagineses. Me pasé mi tiempo libre haciendo un estudio de las ruinas de la ciudad antigua, con la ayuda de una investigación contemporánea, y familiarizándome con la geografía del país en general. También aprendí los rudimentos del idioma lo suficiente para poder leer inscripciones sencillas y entender las nuevas palabras fenicias empleadas por autores que habían escrito acerca de las guerras púnicas desde el punto de vista romano. Cuando volví a Italia comencé a escribir el libro al mismo tiempo que mi historia etrusca. Me gusta realizar dos tareas a la vez: cuando me canso de una me dedico a la otra. Pero quizá soy un escritor demasiado cuidadoso. No me satisface simplemente copiar las afirmaciones de antiguas autoridades cuando hay posibilidades de verificarlas consultando otras fuentes de información acerca del mismo tema, en especial los relatos de escritores pertenecientes a partidos políticos rivales. De modo que estas dos historias, cada una de las cuales habría podido ser escrita en uno o dos años si hubiese sido menos concienzudo, me mantuvieron atareado durante unos veinticinco años. Por cada palabra que escribí debo de haber leído muchos centenares. Y a la postre me convertí en un buen erudito, tanto del etrusco como del fenicio, y logré un conocimiento práctico de varios otros idiomas y dialectos, como el numídico, el egipcio, el osco y el falisco. Primero terminé la Historia de Cartago.
Poco después de mi dedicación del templo, que se llevó a cabo sin tropiezos, Furio tuvo que salir de pronto a combatir contra Tacfarinas con las únicas fuerzas disponibles en la provincia: un solo regimiento regular, el Tercero, junto con unos pocos batallones de auxiliares y dos escuadrones de caballería. Tacfarinas era un jefe númida, desertor de las filas de los auxiliares romanos, y un bandido de notable éxito. Hacía poco había formado una especie de ejército basado en el modelo romano, en el interior de su país, aliándose luego con los moros para una invasión de la provincia desde el oeste. Los dos ejércitos juntos superaban en número a las fuerzas de Furio, por lo menos en una proporción de cinco a uno. Se encontraron en campo abierto, a unos ochenta kilómetros de la ciudad, y Furio tuvo que decidir si debía atacar a los dos regimientos semidisciplinados de Tacfarinas, que formaban en el centro de las indisciplinadas tropas moras. Envió a la caballería y a los auxiliares, en la mayoría arqueros, para mantener a los moros ocupados, y con su regimiento regular marchó directamente contra los númidas de Tacfarinas. Yo contemplaba la batalla desde una colina, a unos quinientos pasos de distancia —había llegado hasta allí en una mula—, y creo que nunca, ni antes ni después, me sentí tan orgulloso de ser un romano. El Tercero se mantuvo en perfecta formación; habría podido tratarse de un desfile ceremonial en el Campo de Marte. Avanzaron en tres líneas, a cincuenta pasos de distancia la una de la otra. Cada línea estaba compuesta de ciento cincuenta filas, de a ocho hombres en fondo. Los númidas se detuvieron en actitud defensiva. El Tercero no se detuvo, sino que continuó avanzando sin una sola pausa. Sólo cuando se encontraron a diez pasos de distancia lanzó la primera fila sus jabalinas en brillante lluvia. Luego desenvainaron las espadas y cargaron, escudo contra escudo. Arrollaron a la primera línea del enemigo, compuesta de lanceros, y cayeron sobre la segunda. A esta nueva línea la quebraron con una nueva carga de jabalinas; cada soldado llevaba un par. Luego la línea romana de apoyo pasó a través de ellos, para darles una posibilidad de reorganizarse. Pronto observé otra lluvia de jabalinas, arrojadas en forma simultánea, sobre la tercera línea de los númidas. Los moros de los flancos, hostigados por las flechas de los auxiliares, vieron que los romanos se introducían profundamente en el centro. Rompieron a aullar como si la batalla estuviese perdida, y se dispersaron en todas direcciones. Tacfarinas tuvo que librar una costosa acción de retaguardia para regresar a su campamento. El único recuerdo desagradable que tengo de esta victoria fue el banquete con que se la celebró, en el transcurso del cual el hijo de Furio, que se llamaba Escriboniano, hizo referencias satíricas al apoyo moral que yo había ofrecido a las tropas. Lo hizo principalmente para llamar la atención sobre su propia valentía, que según le parecía no había sido elogiada lo suficiente, más tarde Furio lo obligó a pedirme perdón. El Senado votó a Furio ornamentos triunfales; era el primer miembro de su familia que conquistaba alguna distinción militar, desde que su antepasado Camilo salvara a Roma cuatrocientos años antes.
Cuando se me llamó finalmente a Roma, Germánico ya se había ido al este, donde el Senado le votó el mando supremo de todas las provincias. Con él fueron Agripina y Calígula, que para entonces tenía ocho años de edad. Los hijos mayores se quedaron en Roma con mi madre. Aunque Germánico se sintió desilusionado por tener que dejar inconclusa la guerra germana, decidió aprovechar las circunstancias y mejorar su educación visitando lugares famosos en la historia o en la literatura. Visitó la bahía de Accio, y vio allí la capilla erigida por Augusto en memoria de Apolo, y el campamento de Antonio.
Como nieto que era de Antonio, el lugar ofrecía para él una melancólica fascinación. Explicaba el plan de la batalla al joven Calígula cuando éste lo interrumpió con una tonta carcajada: «Sí, padre, mi abuelo Agripa y mi bisabuelo Augusto le dieron una buena tunda a tu abuelo Antonio. No sé cómo no te avergüenza contarme la historia».
Esa era sólo una de las muchas ocasiones recientes en que Calígula le había hablado a Germánico con insolencia, y éste decidió entonces que era inútil tratarlo de forma amistosa y bondadosa, que el único trato que se podía tener con Calígula era el de una estricta disciplina y severos castigos.
Visitó la Tebas beocia, para ver el lugar de nacimiento de Píndaro, y la isla de Lesbos, para conocer la tumba de Safo. Allí nació otra de mis sobrinas, que recibió el infortunado nombre de Julia. Pero nosotros siempre la llamamos Lesbia. Luego visitó Bizancio, Troya y las famosas ciudades griegas del Asia Menor. Desde Mileto me escribió una larga carta, en términos de tan deleitado interés, que resultaba claro que ya no lamentaba mucho haber tenido que salir de Germania.
Entretanto los asuntos de Roma habían vuelto a la situación en que se encontraban antes del consulado de Germánico, y Seyano revivió los antiguos temores de Tiberio contra Germánico. Le informó de una observación que éste había hecho en una cena privada en la que se encontraba presente uno de sus agentes, en el sentido de que era probable que los regimientos orientales necesitaran el mismo tipo de tratamiento que había dado a los del Rin. La frase había sido pronunciada, en efecto, pero sólo significaba que esas tropas eran probablemente maltratadas por los oficiales inferiores del mismo modo que lo habían sido las otras, y que revisaría todos los nombramientos a la primera oportunidad. Seyano hizo entender a Tiberio que la frase quería decir que el motivo de que Germánico hubiese demorado durante tanto tiempo su usurpación del poder, era que no podía contar con el afecto de los regimientos orientales, afecto que ahora conquistaría dejando que los hombres eligieran a sus propios capitanes, haciéndoles regalos y relajando la severidad de su disciplina… tal como había hecho en el Rin.
Tiberio se alarmó y le pareció prudente consultar con Livia; contaba con que ella trabajase con él. Livia supo enseguida lo que había que hacer. Designó a un hombre llamado Gneo Pisón gobernador de la provincia de Siria —designación que le daba el senado, bajo las órdenes de Germánico, de la mayor parte de los regimientos orientales—, y le dijo en privado que podía contar con su apoyo si Germánico trataba de entrometerse en alguna de sus disposiciones políticas o militares. Fue una elección inteligente. Gneo Pisón, tío de aquel Lucio Pisón que había ofendido a Livia, era un anciano altanero que veinticinco años antes se había granjeado el acérrimo odio de los españoles, por su crueldad y avaricia, cuando Augusto lo envió a España como gobernador. Estaba profundamente endeudado, y la insinuación de que en Siria podía hacer lo que quisiera, siempre que provocara a Germánico, le pareció una invitación a hacer una fortuna para reemplazar la que había amasado en España y derrochado desde hacía mucho tiempo. Odiaba a Germánico por su seriedad y bondad, y solía llamarlo «vieja supersticiosa»; estaba, además, muy celoso de él.
Cuando visitó Atenas, Germánico mostró su respeto por las antiguas glorias de la ciudad presentándose ante las puertas de la ciudad con un solo acompañante como escolta. También pronunció un largo y sincero discurso en elogio de los poetas, soldados y filósofos atenienses en un festival que se organizó en su honor. Ahora bien, Pisón pasó por Atenas en su viaje a Siria, y como no formaba parte de su provincia y no se esforzó por ser cortés con ellos como lo había hecho Germánico, los atenienses tampoco se esforzaron por ser corteses con él. Un hombre llamado Teófilo, hermano de uno de los acreedores de Pisón, acababa de ser condenado por falsificación, por el voto de la Asamblea de la ciudad. Pisón solicitó, como favor personal, que lo perdonaran, pero su petición fue rechazada, cosa que lo enfureció muchísimo. Si Teófilo hubiese sido perdonado, el hermano habría cancelado la deuda. Pronunció un violento discurso en el cual dijo que los atenienses modernos no tenían derecho alguno a identificarse con los grandes atenienses de la época de Pericles, Demóstenes, Esquilo y Platón. Los antiguos atenienses habían sido exterminados por repetidas guerras y matanzas, y estos de ahora eran sólo mestizos degenerados y descendientes de esclavos. Dijo que cualquier romano que los adulase como si fuesen los legítimos herederos de los antiguos héroes, rebajaba la dignidad del hombre romano. Y que él no podía olvidar que en la última guerra civil se habían declarado en contra del gran Augusto y apoyado al cobarde y traidor Antonio.
Pisón partió luego de Atenas y zarpó rumbo a Rodas, en viaje a Siria. Germánico también se encontraba en Rodas, visitando la universidad, y le llegaron noticias del discurso —claramente dirigido contra él— antes de que se avistaran los barcos de Pisón. Surgió una repentina borrasca y se vio que las naves de Pisón se encontraban en dificultades. Dos de los barcos menores se hundieron ante la mirada de Germánico, y el tercero, que era el de Pisón, había quedado desmantelado y era empujado hacia las rocas del promontorio norte. ¿Quién que no fuera Germánico habría tratado de salvar a Pisón? Pero Germánico envió un par de galeras bien tripuladas, que, remando con desesperación, consiguieron llegar al barco antes de que chocara contra la costa y remolcarlo a puerto. ¿Y quién sino un hombre tan depravado como Pisón habría dejado de recompensar a su salvador con su gratitud y devoción durante el resto de su vida? Pero Pisón llegó a quejarse de que Germánico había demorado el rescate hasta el último momento, en la esperanza de que fuese demasiado tarde. Y sin detenerse un solo día en Rodas, volvió a partir cuando el mar estaba todavía embravecido, a fin de llegar a Siria antes que Germánico.
En cuanto llegó a Antioquía comenzó a reorganizar el regimiento en el sentido contrario al que Germánico tenía pensado. En lugar de eliminar a los capitanes ociosos y bravucones, rebajó de rango a todos los oficiales que tenían buenos antecedentes y puso en su lugar a granujas favoritos suyos, en el entendimiento de que tenían que pagarle sin chistar una comisión de la mitad de lo que consiguieran con sus nombramientos. De modo que empezó un mal año para los sirios. Los tenderos de las ciudades y los agricultores del campo tenían que pagar a los capitanes locales una suma secreta como «protección». Si se negaban a pagar, por la noche se producían incursiones de enmascarados que quemaban las casas y asesinaban a sus familiares. Al principio se presentaron muchas quejas ante Pisón por este terrorismo, protestaron las cofradías de las ciudades, las asociaciones de campesinos y demás. Pisón siempre prometía una inmediata investigación, pero nunca la practicaba. Y por lo general los que se quejaban eran muertos a palos cuando regresaban a sus hogares. Se envió una delegación a Roma para preguntar en privado a Seyano si Tiberio sabía lo que estaba ocurriendo, y en caso afirmativo, si lo permitía. Seyano dijo a los provincianos que Tiberio no sabía nada oficialmente y que aunque sin duda prometería una investigación, Pisón les había prometido lo mismo, ¿verdad? Quizá lo mejor que podían hacer era pagar el dinero de protección que se les pidiera, con tan poca alharaca como fuese posible. Entretanto las normas de disciplina de los regimientos sirios habían caído tanto, que en comparación el ejército de bandidos de Tacfarinas habría parecido un modelo de eficiencia y de devoción al deber.
También fueron enviadas delegaciones a entrevistarse con Germánico en Rodas, que se sintió disgustado y sorprendido ante las revelaciones. En sus recientes viajes por el Asia Menor se había impuesto la obligación de investigar personalmente todas las quejas de desgobierno y de eliminar a todos los magistrados que habían actuado en forma ilegal u opresiva. Escribió a Tiberio hablándole de los informes que le habían llegado sobre la conducta de Pisón y diciéndole que partía hacia Siria en el acto. Pedía permiso para destituir a Pisón de su puesto y para poner a un hombre mejor en su lugar, incluso aunque sólo estuviesen justificadas unas quejas. Tiberio respondió que también había tenido noticias de algunas lamentaciones, pero parecían ser infundadas y maliciosas. Tenía confianza en Pisón, a quien consideraba un gobernador capaz y justo. Germánico no sospechaba de la deshonestidad de Tiberio y se confirmó en la opinión que ya tenía de él como hombre ingenuo y fácil de engañar. Lamentó haber escrito pidiendo permiso para lo que habría debido hacer bajo su propia responsabilidad. Se enteró entonces de otra grave acusación contra Pisón, a saber: que conspiraba con Vonones, el rey depuesto de Armenia, refugiado en Siria, para restablecerlo en el trono. Vonones era inmensamente rico, ya que había huido a Siria con todo el tesoro público de Armenia, de modo que Pisón abrigaba la esperanza de hacer un buen negocio. Germánico viajó de inmediato a Armenia, convocó a una conferencia de nobles y, con sus propias manos pero en nombre de Tiberio, puso la diadema en la cabeza del hombre que había elegido como rey. Luego ordenó a Pisón que visitase Armenia a la cabeza de dos regimientos para presentar sus respetos al nuevo monarca. O si se lo impedían asuntos más importantes debía enviar a su hijo. Pisón no envió a su hijo ni fue él mismo. Germánico, después de visitar otras provincias adyacentes y reinos aliados, y de arreglar allí varios asuntos a su satisfacción, fue a Siria y se encontró con Pisón en los cuarteles de invierno del Décimo Regimiento.
Hubo varios oficiales presentes como testigos de esa entrevista, porque Germánico no quería que Tiberio fuese mal informado en cuanto a lo que se dijese. Comenzó, con la voz más suave que le fue posible, pidiendo a Pisón que explicara por qué había desobedecido sus órdenes. Dijo que si no había explicación alguna, salvo la misma animosidad personal y descortesía que le había mostrado en su discurso de Atenas, en sus desagradecidas afirmaciones de Rodas y en varias otras ocasiones desde entonces, tendría que enviar un enérgico informe al emperador. Continuó quejándose de que, para ser tropas que vivían en condiciones de paz, en un acantonamiento saludable y popular, encontraba al Décimo Regimiento en un estado escandalosamente indisciplinado y sucio.
—Sí —respondió Pisón sonriendo—, son sucios, ¿verdad? ¿Qué habría pensado el pueblo de Armenia si yo los hubiese enviado como representantes del poder y la majestad de Roma?
«El poder y la majestad de Roma» era una frase favorita de mi hermano.
Germánico, conteniéndose con dificultad, replicó que el deterioro de las tropas parecía datar sólo de la llegada de Pisón a la provincia, y que escribiría a Tiberio en ese sentido.
Pisón presentó un irónico ruego de perdón, unido a una insultante observación acerca de los elevados ideales de la juventud, que a menudo tienen que ceder, en este durísimo mundo, a normas menos exaltadas pero más prácticas.
Germánico lo interrumpió echando chispas por los ojos.
—A menudo, Pisón, pero no siempre. Mañana, por ejemplo, presidiré contigo el tribunal de apelaciones y veremos si los elevados ideales de la juventud son vencidos por algún obstáculo, y si la justicia a los provincianos puede serles negada por un sexagenario libertino, incompetente, avaro y sanguinario.
Con esto terminó la entrevista. Pisón escribió en el acto a Tiberio y Livia, contándoles lo sucedido. Repitió la última frase de Germánico, de tal manera, que Tiberio creyese que el «sexagenario libertino, incompetente, avaro y sanguinario» era él mismo. Tiberio respondió que tenía la máxima confianza en Pisón, y que si cierta persona influyente continuaba actuando y hablando en esa forma desleal, cualquier medida, por audaz que fuese, que tomase un subordinado para terminar con su deslealtad resultaría sin duda agradable para el Senado y el pueblo de Roma. Entretanto Germánico presidió el tribunal y escuchó apelaciones de los provincianos contra sentencias injustas de los tribunales. Al principio Pisón hizo todo lo posible para turbarlo por medio de obstruccionismos legales, pero cuando Germánico mantuvo su paciencia y continuó la audiencia de los casos sin tregua alguna para comidas y siestas, abandonó la treta y se excusó de acompañarlo, pretextando su mala salud.
Plancina, la esposa de Pisón, abrigaba celos contra Agripina porque, como esposa de Germánico, tenía precedencia sobre ella en todas las funciones oficiales. Imaginó varios mezquinos insultos para irritarla, principalmente descortesías de subordinados que podían ser explicadas como debidas a accidentes o ignorancia. Cuando Agripina se vengó desairándola en público, Plancina fue más allá. Una mañana, en ausencia de Pisón y Germánico, se presentó en el desfile con la caballería y obligó a ésta a efectuar una serie de movimientos burlescos delante del cuartel de Germánico. La hizo girar en torno a un trigal, atacó una fila de tiendas vacías, que quedaron hechas jirones; hizo tocar todas las llamadas posibles, desde «¡Apagar las luces!» hasta la alarma contra incendios, y dispuso que se efectuaran choques entre los escuadrones. Finalmente hizo galopar a toda la fuerza en un círculo cada vez más pequeño, y luego, cuando el centro tenía apenas unos pasos de diámetro, dio la orden de «media vuelta», como para invertir el movimiento. Muchos caballos cayeron, derribando a sus jinetes. En toda la historia de las maniobras de caballería no se conoció jamás semejante embrollo. Los hombres más alborotadores lo aumentaron clavando sus dagas en los caballos de los vecinos, para hacerlos corcovear. Varios soldados fueron gravemente pisoteados, o terminaron con las piernas quebradas porque sus caballos habían caído sobre ellos. Uno de los hombres fue recogido muerto. Agripina envió a un joven oficial de estado mayor a pedir a Plancina que terminara con ese espectáculo que ponía en ridículo al ejército y a ella misma. Plancina envió la respuesta en una parodia de las valientes palabras de Agripina en el puente del Rin: «Hasta que vuelva mi esposo, yo estoy al frente de la caballería. La preparo para la inminente invasión de los partos». En rigor, habían llegado al campamento algunos embajadores partos, que presenciaban la exhibición con asombro y desprecio.
Vonones, antes de ser rey de Armenia, había sido rey de Partia, de la cual también fue rápidamente expulsado. Su sucesor enviaba esos embajadores a Germánico para proponerle que la alianza entre Roma y Partia fuese renovada y para decirle que, en honor de Germánico, iría hasta el río Éufrates (frontera entre Siria y Partia) para saludarlo. Entretanto pedía que no se permitiese a Vonones permanecer en Siria, donde le resultaba fácil mantener correspondencia con ciertos traidores nobles partos. Germánico contestó que, como representante de su padre, el emperador, se sentiría encantado de encontrarse con el rey y renovar la alianza, y que desterraría a Vonones a alguna otra provincia. Este fue enviado a Cilicia, y con ello se desvaneció la esperanza de Pisón de hacer una fortuna. Plancina se encolerizó tanto como su esposo; Vonones le regalaba casi todos los días hermosas joyas.
AÑO 19
d. de C.
A principios del año siguiente le llegaron a Germánico noticias de una gran escasez de víveres en Egipto. La última cosecha no había sido buena, pero había todavía bastantes cereales acumulados dos años antes en los graneros. Los grandes comerciantes cerealeros mantenían el precio elevado colocando sólo pequeñas cantidades en el mercado. Germánico partió en el acto hacia Alejandría y obligó a los comerciantes a vender a un precio razonable todo el trigo que hacía falta. Se alegró de tener una excusa para visitar Egipto, que le interesaba aún más que Grecia. Alejandría era entonces, como lo es ahora, el verdadero centro cultural del mundo, y mi hermano mostró su respeto por las tradiciones de la ciudad entrando en ella con un sencillo traje griego, descalzo y sin guardia personal. Saliendo de Alejandría, navegó por el Nilo, visitó las pirámides y la Esfinge, y las gigantescas ruinas de la Tebas egipcia, la antigua capital, y la gran estatua de piedra de Memnon, cuyo pecho es hueco y que poco después de la salida del sol comienza a cantar, porque se calienta el aire dentro y se eleva en una corriente por la garganta, en forma de tubería. Llegó hasta las ruinas de Elefantina y llevó un cuidadoso diario de sus viajes. En Menfis visitó los lugares de placer del gran dios Apis, encarnado en un toro. Pero Apis no le ofreció ninguna señal alentadora, se alejó de él en el momento en que se enfrentaron y se introdujo en el «pesebre malevolente». Agripina lo acompañaba, pero Calígula había sido dejado en Antioquia, en manos de su preceptor, como castigo por su continua desobediencia.
Germánico no podía hacer ahora nada que no incitase las sospechas de Tiberio. Pero ir a Egipto fue el peor error que pudo haber cometido. Explicaré por qué. Augusto, habiéndose dado cuenta a comienzos de su reinado de que Roma dependía ahora principalmente de Egipto para su abastecimiento de cereales, y que si Egipto caía en manos de un aventurero podía ser defendido con éxito por un pequeñísimo ejército, había sentado el precepto de que ningún caballero o senador romano podría en adelante visitar la provincia sin su expreso permiso. En general se entendía que la misma regla regía bajo Tiberio. Pero Germánico, alarmado por informes sobre la escasez de cereales en Egipto, no perdió tiempo en esperar a obtener el permiso para ir allí. Tiberio estaba seguro ahora de que Germánico se hallaba a punto de asestar el golpe que había demorado durante tanto tiempo. Era indudable que había ido a Egipto para poner a la guarnición de su parte. El paseo por el Nilo no era más que una excusa para visitar las guarniciones de frontera. Había sido un gran error enviarlo a Oriente. Presentó una queja en el Senado contra una violación tan flagrante de los mandatos de Augusto.
Cuando Germánico regresó a Siria, sintiéndose muy herido por las reprimendas de Tiberio, descubrió que todas sus órdenes a los regimientos y a las ciudades habían sido pasadas por alto o reemplazadas por otras contrarias de Pisón. Volvió a dictarlas y entonces, por primera vez, hizo conocer públicamente su desagrado por medio de una proclama de que todas las órdenes emitidas por Pisón durante su permanencia en Egipto quedaban canceladas y que, hasta nuevo aviso, ninguna orden dictada por Pisón sería considerada válida en la provincia, a menos que estuviese refrendada por él. Apenas había firmado esta proclama cuando cayó enfermo. Tenía tan revuelto el estómago, que no podía retener los alimentos. Sospechó que su comida estaba siendo envenenada y tomó todas las precauciones posibles contra ello. Agripina le preparaba todas las comidas por sí misma, y ningún miembro del personal de la casa tenía oportunidad alguna de manipular los alimentos antes o después de que ella los hubiese cocinado. Pero pasó algún tiempo antes de que se recuperase lo suficiente para abandonar la cama y sentarse en una silla. El hambre tornaba anormalmente agudo su sentido del olfato, y dijo que en la casa había un hedor a muerte. Nadie más lo percibía, y Agripina creyó al principio que era una fantasía de enfermo. Pero él insistió. Decía que el hedor se hacía cada día más insoportable. Al cabo la propia Agripina llegó a percibirlo. Parecía estar en todas las habitaciones. Quemó incienso para purificar el aire, pero el olor persistía. La casa se alarmó y comenzó a susurrarse que todo eso era obra de brujería.
Germánico había sido siempre muy supersticioso, como todos los miembros de mi familia, aparte de mí. Yo soy sólo un poco supersticioso. Germánico no solamente creía en la suerte o en la desgracia de ciertos días o presagios, sino que además había tejido toda una red de supersticiones. El número diecisiete y el canto de los gallos a medianoche eran las dos cosas que más lo deprimían. Consideraba un signo sumamente infortunado el que, habiendo podido rescatar las Águilas del Decimoctavo y Decimonoveno regimientos, hubiese sido llamado a Roma antes de poder rescatar la del Decimoséptimo. Y le aterrorizaba la magia negra del tipo que emplean los brujos de Tesalia, y siempre dormía con un talismán bajo la almohada, a prueba de hechicerías. Era una figura de jaspe verde, de la diosa Hécate (la única que tiene poder sobre brujas y fantasmas), representada con una antorcha en una mano y las llaves del Mundo Inferior en la otra.
Sospechando que Plancina practicaba brujerías contra él —porque tenía reputación de ser una hechicera—, hizo una ofrenda propiciatoria, a Hécate, de nueve cachorros negros de perro, práctica conveniente cuando se es víctima de una influencia maléfica. Al día siguiente un esclavo le informó, aterrorizado, de que cuando lavaba el piso del vestíbulo había visto una baldosa floja y al levantarla encontró debajo lo que parecía ser el cadáver desnudo y corrompido de un niño, con el vientre pintado de rojo y cuernos atados a la frente. Se hizo un registro inmediato en todas las habitaciones y se efectuaron hallazgos similarmente horrendos bajo las baldosas o en nichos cavados detrás de las paredes. Entre ellos estaba el cadáver de un gato con alas rudimentarias saliéndole del lomo, y la cabeza de un negro con una mano de niño asomándole de la boca. Con cada una de esas reliquias había una tableta de plomo en la que figuraba el nombre de Germánico. La casa fue ritualmente purificada y Germánico comenzó a sentirse más alegre, si bien el estómago continuaba molestándole.
Poco después de esto empezaron a aparecer otras cosas en la casa. Plumas de gallo empapadas en sangre fueron encontradas entre los almohadones, y signos nefastos aparecían garrapateados en las paredes, con carbón, a veces muy abajo, como si los hubiese escrito un enano, y a veces muy arriba, como escritos por un gigante: un hombre ahorcado, la palabra Roma patas arriba, una comadreja. Y aunque sólo Agripina estaba enterada de su superstición privada en relación con el número diecisiete, este número aparecía constantemente. Luego apareció el nombre Germánico, escrito al revés y abreviado todos los días en una letra más. A Plancina le habría sido posible ocultar maleficios en su casa durante su ausencia en Egipto, pero para ese continuado acoso no había explicación alguna. No se sospechaba de los sirvientes, porque las palabras y los signos eran escritos en habitaciones a las cuales no tenían acceso, y en una habitación cerrada con llave, con una ventana demasiado estrecha como para que un hombre pasara por ella, hallaron cubiertas las paredes desde el piso hasta el techo. El único consuelo de Germánico era la valentía con que se comportaban Agripina y el pequeño Calígula. Agripina hizo lo posible para tomar todos esos sucesos a la ligera, y Calígula dijo que él se sentía seguro porque un biznieto del dios Augusto no podía ser perjudicado por brujas, y que si alguna vez se encontraba con una la atravesaría de parte a parte con su espada. Pero Germánico tuvo que volver a guardar cama. En la medianoche siguiente al día en que sólo quedaban tres letras de su nombre, Germánico fue despertado por el canto de un gallo. Débil como estaba, saltó de la cama, tomó la espada y corrió a la habitación vecina, donde dormían Calígula y la pequeña Lesbia. Allí vio un gallo enorme, con un anillo de oro en torno al cuello, cantando como para despertar a los muertos. Trató de decapitarlo, pero salió volando por la ventana. Germánico cayó desmayado. Agripina consiguió llevarlo de vuelta a la cama, pero cuando recobró la conciencia le dijo que estaba condenado.
«Mientras tengas a tu Hécate contigo, no», le replicó ella.
Germánico buscó el talismán bajo la almohada y le volvieron las fuerzas.
Cuando llegó la mañana escribió una carta a Pisón, en la antigua forma romana, declarando la guerra entre ambos. Le ordenaba que abandonara la provincia, y lo desafiaba a hacer lo peor que pudiera. Pero Pisón ya había partido y se encontraba en Quíos, esperando noticias de la muerte de Germánico, dispuesto a volver para gobernar la provincia en cuanto tales noticias le llegaran. Mi pobre hermano se sentía más débil a cada hora que pasaba. Al día siguiente, mientras Agripina se encontraba fuera de la habitación y él se encontraba insensible, sintió un movimiento debajo de la almohada. Se volvió de costado y buscó, aterrorizado, el amuleto. Había desaparecido, y en la habitación no se veía a nadie.
Al día siguiente reunió a sus amigos y les dijo que se moría y que Pisón y Plancina eran sus asesinos. Les encomendó que dijesen a Tiberio y a Cástor lo que se le había hecho, y les imploró que vengasen su cruel muerte.
«Y comunicad al pueblo de Roma —dijo— que le confío la custodia de mi querida esposa y mis seis hijos, y que no debe creer a Pisón y Plancina, si ellos pretenden haber tenido instrucciones de matarme. O, si lo cree, no por eso tiene que perdonarlos».
Murió el nueve de octubre, el día en que una sola letra G apareció en la pared de su habitación, frente a su cama, y al decimoséptimo día de su enfermedad. Su cuerpo enflaquecido fue expuesto en la plaza del Mercado de Antioquia, de modo que todos pudiesen ver la mancha roja de su vientre y el color azul de sus uñas. Sus esclavos fueron torturados. También sus libertos fueron interrogados por turno, cada uno durante veinticuatro horas, y siempre por interrogadores que se renovaban, y al cabo quedaban tan quebrantados de espíritu, que si hubieran sabido algo es indudable que lo habrían revelado, sólo para que los dejaran en paz. Pero lo único que pudo descubrirse, tanto de los libertos como de los esclavos, fue que una notable bruja, cierta Martina, había sido vista muchas veces en compañía de Plancina, cuando sólo estaba en la casa Calígula. Y que una tarde, antes del regreso de Germánico, la casa había quedado sin vigilancia, aparte de la de un solo portero viejo y sordo, ya que todo el resto de la servidumbre se había ido a un combate a espada presentado por Pisón en el anfiteatro local. Verdaderamente no se podían ofrecer explicaciones naturales del asunto del gallo, ni de la escritura en las paredes, ni de la desaparición del talismán.
Hubo una reunión de comandantes de regimientos y de todos los otros romanos de rango en la provincia, para designar un gobernador temporal. Se eligió al comandante del Sexto regimiento. De inmediato arrestó a Martina y la envió a Roma bajo escolta. Si Pisón se presentaba al juicio, ella sería uno de los testigos de mayor importancia.
Cuando se enteró de que Germánico había muerto, Pisón, muy lejos de ocultar su alegría, ofreció sacrificios de agradecimiento en los templos. Plancina, que recientemente había perdido una hermana, se quitó el luto y volvió a ponerse sus ropas más alegres. Pisón le escribió a Tiberio diciéndole que acababa de ser depuesto del cargo que le había sido conferido personalmente por él, debido a su audaz oposición a los traicioneros designios de Germánico contra el Estado. Ahora volvía a Siria para retomar su puesto. También se refería al «lujo e insolencia» de Germánico. Trató de volver a Siria, e incluso reunió algunas tropas que lo apoyaban, pero el nuevo gobernador sitió el castillo de Cilicia que él había convertido en su baluarte, le obligó a rendirse y le envió a Roma a responder por las acusaciones que sin duda se presentarían contra él allí.
Entretanto Agripina había zarpado hacia Italia con los dos niños y las cenizas de su esposo en una urna. En Roma las noticias de su muerte produjeron tal pena, que se hubiera creído que todas las casas de la ciudad habían perdido a su miembro más querido. Aunque no hubo un decreto del Senado ni una orden de los magistrados, se dedicaron tres días al duelo público: las tiendas cerraron, los tribunales quedaron desiertos, no se realizó negocio de ninguna clase; todos estaban de luto. Oí a un hombre decir en la calle que era como si el sol se hubiera puesto y como si jamás fuera a salir otra vez. Sobre mi propia pena es mejor no escribir.