XIX

AÑO 16
d. de C.

El tercer año de guerra de Germánico contra los germanos fue aún de más éxito que los dos primeros. Había elaborado un nuevo plan de campaña, por el cual tomaría a los germanos por sorpresa y ahorraría a sus hombres una cantidad de peligrosas y fatigosas marchas. Consistía en construir en Roma una flota de casi mil transportes, embarcar en ellos a la mayor parte de sus fuerzas, bajar por el río y, por un canal que en una ocasión había practicado mi padre, atravesar los lagos holandeses y llegar, por el mar, hasta la desembocadura del Ems. Allí anclaría sus transportes en la orilla cercana, aparte de unos pocos que le servirían para construir un puente de pontones. Luego atacaría a las tribus a través del Weser, un río vadeable en algunos puntos que corre paralelo al Ems hasta unos ochenta kilómetros más allá. El plan salió muy bien en todos sus detalles.

Cuando la vanguardia llegó a Weser, encontró a Hermann y a algunos caudillos aliados esperando en la otra orilla. Hermann gritó preguntando si Germánico era el que mandaba las fuerzas. Cuando le contestaron que sí, preguntó si podían llevarle un mensaje. El mensaje era: «Corteses saludos de Hermann a Germánico; ¿se le permitiría conversar con su hermano?». Era un hermano de Hermann llamado, en germano, algo así como Goldkopf, o por lo menos un nombre tan bárbaro que era imposible trascribirlo en el alfabeto latino, como se había convertido Hermann en «Arminio», o Siegmyrgth en «Segimero», de modo que se tradujo como Flavio, que quiere decir cabeza dorada. Flavio había estado durante años en el ejército romano, y como se encontraba en Lyon en el momento del desastre de Varo, hizo allí una declaración de su permanente lealtad a Roma y repudió todos los vínculos familiares que lo unían con su traidor hermano Hermann. En la campaña de Tiberio y Germánico, el año siguiente, combatió con valentía y perdió un ojo.

Germánico preguntó a Flavio si quería hablar con su hermano. Flavio respondió que no tenía mayores deseos, pero que quizá fuese un ofrecimiento de rendición. De modo que los dos hermanos comenzaron a gritarse el uno al otro desde ambas orillas del río. Hermann empezó hablando en germano, pero Flavio le dijo que si no hablaba en latín la conversación había terminado. Hermann no quería hablar en latín, que los otros jefes no entendían, por temor de que lo creyesen un traidor, y Flavio no quería que los romanos pensaran que él era un traidor, ya que no entendían el germano. Por otra parte, Hermann deseaba impresionar a los romanos y Flavio a los germanos. Hermann trató de atenerse al germano y Flavio al latín, pero a medida que se iban acalorando cayeron en tan espantosa mezcla de ambos idiomas que, como me escribió Germánico, parecía una comedia. Cito el relato del diálogo hecho por Germánico.

Hermann: Hola, hermano. ¿Qué te ha pasado en la cara? Esa cicatriz es una fea deformidad. ¿Has perdido un ojo?

Flavio: Sí, hermano. ¿No has encontrado uno por casualidad? Lo perdí el día que huiste al galope, con el escudo cubierto de barro, para que Germánico no te reconociera.

Hermann: Te equivocas, hermano. No era yo. Debes de haber estado bebiendo otra vez. Siempre fuiste así antes de una batalla: un tanto nervioso, a menos que te hubieras bebido por lo menos cuatro litros de cerveza; y luego, cuando sonaban los cuernos de guerra, había que atarte a la silla.

Flavio: Eso es una mentira, por supuesto, pero me recuerda qué espantosa bebida bárbara es tu cerveza germana. Ahora no la bebo nunca, salvo cuando llega una gran partida al campamento, desde una de tus aldeas capturadas. Los soldados sólo la beben cuando no tienen más remedio. Dicen que es mejor que el agua de pantano corrompida por los cadáveres germanos.

Hermann: Sí, a mí me gusta el vino romano. Me quedan unos cientos de jarras de cuando capturé a Varo. Este verano conseguiré otra buena provisión, si Germánico no tiene un poco de cuidado. De paso, ¿qué recompensa recibiste por la pérdida del ojo?

Flavio (con gran dignidad): El agradecimiento personal del comandante en jefe y tres condecoraciones, incluso la Corona y la Cadena.

Hermann ¡Jo, jo! ¡La Cadena! ¿La llevas en torno a los tobillos, esclavo romano?

Flavio: Prefiero ser esclavo de los romanos que traicionarlos. De paso, tu querida Trusnelda está bien, lo mismo que tu hijo. ¿Cuándo vendrás a Roma, para hacerles una visita?

Hermann: Cuando termine esta campaña, hermano. ¡Jo, jo!

Flavio: ¿Quieres decir cuando camines detrás del carro de guerra de Germánico, en el festival del triunfo, y la muchedumbre te arroje huevos podridos? ¡Cómo me reiré!

Hermann: Será mejor que te rías ahora, porque si dentro de tres días te queda todavía garganta para reír, no me llamo Hermann. Pero basta. Tengo un mensaje para ti de tu madre.

Flavio (repentinamente serio y con un profundo suspiro): ¡Ah, mi querida, queridísima madre! ¿Qué mensaje me envía mi madre? ¿Tengo todavía su sagrada bendición, hermano?

Hermann: Hermano, has herido a nuestra noble y prolífica madre hasta el alma. Dice que convertirá su bendición en una maldición si sigues siendo un traidor a tu familia, a tu tribu y a tu raza, y si no vuelves enseguida a nosotros y actúas a mi lado como general.

Flavio (en germano, estallando en lágrimas de cólera): Oh, no ha dicho eso, Hermann. No puede haberlo dicho. Es una mentira que inventaste para hacerme desdichado. ¡Confiesa que es una mentira, Hermann!

Hermann: Te da dos días para que te decidas.

Flavio (a su caballerizo): ¡Eh, tú, cara de cerdo, dame mi caballo y mis armas! Voy a cruzar el río para luchar contra mi hermano. ¡Hermann, porquería, voy a luchar contra ti!

Hermann: ¡Ven, entonces, esclavo bizco, comedor de habichuelas!

Flavio saltó sobre su caballo y estaba a punto de cruzar el río cuando un coronel romano lo agarró de la pierna y lo derribó de la silla. Conocía la lengua germánica y sabía de la absurda veneración de los germanos hacia sus esposas y madres. ¿Y si Flavio tenía realmente la intención de desertar? De modo que le dijo que no se preocupase por Hermann ni creyese en sus embustes. Pero Flavio no pudo resistir a la tentación de decir la última palabra. Se enjugó los ojos y gritó:

—La semana pasada vi a tu suegro. Tiene una hermosa casita cerca de Lyon. Me dijo que Trusnelda fue a vivir con él porque no podía soportar la deshonra de estar casada con un hombre que había violado su solemne juramento de aliado de Roma y traicionado a un amigo en cuya mesa había comido. Dijo que la única forma en que puedes reconquistar su estima consiste en no usar las armas contra tus amigos jurados, las armas que te entregó el día de tu boda. Todavía no te ha sido infiel, pero eso no durará mucho, si no recobras la sensatez.

Entonces le llegó a Hermann el turno de llorar y gritar y acusar a Flavio de que estaba mintiendo. Germánico ordenó a un capitán que vigilara a Flavio con cuidado durante la batalla siguiente y que lo pasara por las armas a la menor señal de traición.

Germánico escribía muy pocas veces, pero cuando lo hacía me enviaba largas cartas y ponía en ellas, según decía, todas las cosas interesantes y divertidas que no parecían adecuadas para incluirlas en sus despachos oficiales a Tiberio. Yo vivía esperando sus cartas. Nunca me sentía ansioso por la seguridad de Germánico, cuando combatía contra los germanos. Tenía con ellos el mismo tipo de confianza que un apicultor experimentado tiene con las abejas: puede acercarse con tranquilidad a una colmena y sacar la miel, y las abejas jamás lo pican como lo harían contigo o conmigo, si tratásemos de hacer lo mismo. Dos días después de vadear el Weser libró una batalla decisiva contra Hermann. Siempre me han interesado los discursos pronunciados antes de una batalla: no hay nada que arroje tanta luz sobre el carácter de un general. Germánico nunca arengaba a sus hombres como un orador ni bromeaba obscenamente con ellos como Julio César. Se mostraba siempre muy serio, muy preciso y muy práctico. Su discurso en esa ocasión versó acerca de lo que realmente pensaba de los germanos. Dijo que no eran soldados. Tenían cierta bravuconería y peleaban bien cuando estaban todos juntos, como lucha el ganado salvaje, y poseían cierta astucia animal, por lo cual resultaba imprudente descuidar las precauciones comunes en la lucha con ellos. Pero se cansaban muy pronto, después de la primera furiosa embestida, y no tenían disciplina en ningún verdadero sentido militar, y sí sólo un espíritu de rivalidad mutua. Sus jefes nunca podían contar con ellos; o hacían demasiado, o demasiado poco.

«Los germanos —dijo— son la nación más insolente y jactanciosa del mundo cuando las cosas les van bien, pero en cuanto caen derrotados se muestran cobardes y abyectos. No perdáis nunca de vista a un germano, pero jamás le temáis cuando lo tengáis frente a frente. Y eso es todo lo que hay que decir al respecto, aparte de lo siguiente: la mayor parte de la lucha de mañana se hará entre esos bosques, donde el enemigo estará tan apiñado, que no le quedará lugar para maniobrar. Lanzaos sobre él sin prestar atención a sus azagayas, y buscad el cuerpo a cuerpo enseguida. Golpeadlos en la cara; eso es lo que más odian».

Hermann había elegido con cuidado su campo de batalla: una llanura que se iba estrechando hacia el fondo, situada entre el Weser y una serie de colinas boscosas. Combatirían en el extremo más estrecho de la llanura, con un gran bosque de robles y abedules a la espalda, el río a su derecha y las colinas a su izquierda. Los germanos estaban divididos en tres destacamentos. El primero, formado por jóvenes portadores de azagayas de las tribus locales, avanzaría por la llanura contra los regimientos romanos de vanguardia, que probablemente serían los auxiliares franceses, y los haría retroceder. Entonces, cuando llegaran los refuerzos romanos, tenían que abandonar la lucha y fingir que huían presa del pánico. Los romanos avanzarían hacia el bosque y en ese punto el segundo destacamento, compuesto por los hombres de la tribu del propio Hermann, cargaría sobre ellos desde una emboscada de la colina y los atacaría por el flanco. Esto provocaría gran confusión y entonces regresaría el primer destacamento, apoyado de cerca por el tercero los experimentados hombres de edad de las tribus locales y empujarían a los romanos hacia el río. Para ese momento la caballería germana ya habría dado la vuelta a la colina y atacado a los romanos por la retaguardia.

Habría sido un buen plan si las tropas de Hermann hubiesen sido disciplinadas. Pero salió ridículamente mal. El orden de combate de Germánico era el siguiente: primero, dos regimientos de infantería pesada francesa en la orilla del río, y dos de los auxiliares germanos en el flanco de la montaña. Luego los arqueros de a pie, después cuatro regimientos regulares, en seguida Germánico con dos batallones de la guardia y la caballería regular, otros cuatro regimientos regulares más, los arqueros franceses montados y finalmente la infantería ligera francesa. Cuando los auxiliares germanos avanzaban a lo largo de las estribaciones de la montaña, Hermann, que contemplaba los movimientos desde la copa de un pino, llamó excitado a su sobrino, que se encontraba al pie del árbol, esperando órdenes:

—¡Ahí va el traidor de mi hermano! No tiene que salir con vida de este combate.

El estúpido sobrino se lanzó hacia adelante:

—¡Hermann, ordena que ataquemos en el acto!

Se precipitó hacia la llanura con la mitad de la tribu. Hermann consiguió contener al resto con dificultades. Germánico envió en el acto a la caballería regular a cargar sobre aquellos imbéciles por el flanco, antes de que pudiesen llegar a los hombres de Flavio, y a los arqueros franceses montados para cortarles la retirada.

Entretanto el destacamento germano de escaramuza había avanzado desde el bosque, pero la carga de la caballería romana hizo que los hombres mandados por el sobrino de Hermann corriesen hacia ellos, envolviéndolos en el pánico y haciéndolos huir también. El tercer destacamento germano, el cuerpo principal, salió entonces del bosque, esperando que los escaramuzadores se detuvieran y volviesen sobre sus pasos, como se había convenido. Pero el único pensamiento de los escaramuzadores era el de huir de la caballería; atravesaron a la carrera el cuerpo principal. En ese momento se produjo un augurio sumamente halagüeño para los romanos: ocho águilas, ahuyentadas en la colina por el ataque, volaban sobre la llanura, chillando estrepitosamente. De pronto volaron todas juntas hacia el bosque. Germánico gritó:

—¡Sigamos a las Águilas! ¡Sigamos a las Águilas romanas!

Todo el ejército recogió el grito:

—¡Sigamos a las Águilas!

Entretanto Hermann había atacado con el resto de sus hombres y tomado por sorpresa a los arqueros de a pie, matando a algunos. Pero el regimiento de retaguardia de la infantería pesada francesa giró para acudir en ayuda de los arqueros. La fuerza de Hermann, compuesta de unos quince mil hombres, habría podido salvar la batalla si hubiese aplastado a la infantería francesa e introducido así una poderosa cuña entre la vanguardia romana y el grueso de las fuerzas. Pero el sol les daba en la cara, reflejado por las armas, los petos y los escudos de la infantería regular que avanzaba, y los germanos perdieron el valor. La mayoría corrió hacia la colina. Hermann reunió a mil o dos mil, pero no eran suficientes, y para entonces dos escuadrones de caballería regular cargaban sobre los fugitivos y les cortaban la retirada hacia la colina. No se sabe cómo consiguió huir, pero en general se cree que espoleó su caballo hacia el bosque y alcanzó a los auxiliares germanos que avanzaban para atacarlo. Y gritó: ¡Paso, animales! ¡Soy Hermann!.

Nadie se atrevió a matarlo porque era el hermano de Flavio, y éste, por el honor de la familia, se sentiría obligado a vengar su muerte.

Ya no era una batalla, sino una matanza. El cuerpo principal de los germanos fue flanqueado y empujado hacia el río, que muchos lograron atravesar a nado, pero no todos. Germánico llevó su segunda línea de infantería regular hacia el bosque y derrotó a los escaramuzadores que esperaban allí en la esperanza de que la batalla se volviese de pronto en su favor. (Los arqueros se divirtieron derribando a los germanos que habían trepado a los árboles y que se ocultaban en el follaje de la copa). Toda resistencia había terminado. Desde las nueve de la mañana hasta las siete de la noche, cuando empezó a oscurecer, continuó la matanza. Quince kilómetros más allá del campo de batalla, los bosques y llanuras estaban sembrados de cadáveres germanos. Entre los cautivos se encontraba la madre de Hermann y Flavio. Pidió que le perdonasen la vida, diciendo que siempre había tratado de convencer a Hermann de que abandonara su inútil resistencia a los conquistadores romanos. De modo que ahora quedaba asegurada la lealtad de Flavio.

Un mes más tarde se libró otra batalla, en un espeso bosque de las orillas del Elba. Hermann había elegido una emboscada y tomado disposiciones que hubiesen podido resultar de suma eficacia si Germánico no se hubiera enterado de ellas unas horas antes, por boca de unos desertores. En lugar de empujar a los romanos al río, los germanos fueron rechazados hacia el bosque, en el cual estaban apretujados de tal modo, que no pudieron emplear sus habituales tácticas de guerrillas. Retrocedieron hacia unas ciénagas que rodeaban el bosque, donde millares de ellos se hundieron lentamente, gritando de furia y desesperación. Hermann, que había sido herido por una flecha en la batalla anterior, no estuvo muy en primer plano en esa ocasión. Pero continuó la lucha en el bosque con tanto empecinamiento como le fue posible y, al encontrarse por casualidad con su hermano Flavio, lo atravesó con una azagaya. Escapó a través de la ciénaga, saltando de arbusto en arbusto con extraordinaria agilidad y buena suerte.

Germánico apiló un gigantesco trofeo de armas germanas y colocó sobre él la siguiente inscripción: «Las fuerzas de Tiberio César que han dominado a las tribus de entre el Rin y el Elba consagran estos recordatorios de su victoria a Júpiter, a Marte y a Augusto». Sin mención alguna de él mismo. Todas sus bajas en estos dos combates no fueron superiores a los dos mil quinientos hombres muertos o gravemente heridos. Los germanos deben de haber perdido por lo menos veinticinco mil.

Germánico consideró que había hecho bastante por ese año y envió a algunos de sus hombres de vuelta al Rin, por tierra, e hizo embarcar a los demás en transportes. Pero entonces sobrevino una desgracia: una repentina tormenta del sudoeste sorprendió a la flota poco después de haber levado anclas y la disparó en todas direcciones. Muchos navíos zozobraron y sólo el barco de Germánico consiguió llegar a la boca del Weser, donde se acusó de ser un segundo Varo por haber perdido todo un ejército romano. Sus amigos le impidieron, con grandes dificultades, que saltara al mar para unirse a los muertos. Pero unos días después el viento cambió hacia el norte y uno a uno regresaron todos los barcos, casi todos sin remos y algunos con capas haciendo el papel de velas; los menos averiados se turnaron para remolcar a los que apenas podían mantenerse a flote.

Germánico puso de inmediato manos a la obra para reparar los barcos dañados y envió a todos los navíos que pudo a que registrasen las desoladas islas vecinas en busca de sobrevivientes. Encontraron a muchos, pero medio muertos de hambre, viviendo sólo de mariscos y de los cadáveres de los caballos arrojados por el mar a la playa. Habían sido respetuosamente tratados por los habitantes, que en los últimos tiempos fueron obligados a jurar fidelidad a Roma. Unos veinte barcos regresaron repletos desde Bretaña, que había estado pagando un tributo nominal desde su conquista, setenta años antes, por Julio César; eran enviados por los reyezuelos de Kent y Sussex. Al cabo se encontró a no más de la cuarta parte de los hombres perdidos, y casi doscientos de ellos fueron hallados, años después, en Bretaña central. Se les rescató de las minas de plomo, donde realizaban trabajos forzados.

Cuando los germanos de tierra adentro se enteraron de este desastre, pensaron que sus dioses los habían vengado. Derribaron la pila de trofeos e incluso comenzaron a hablar de una marcha sobre el Rin. Pero Germánico volvió a atacar de repente; envió una expedición de sesenta batallones de infantería y cien escuadrones de caballería contra las tribus del Weser superior, en tanto que él mismo marchaba con otros ochenta batallones de infantería y cien escuadrones de caballería contra las tribus situadas entre el Rin inferior y el Ems. Ambas expediciones tuvieron un éxito completo y, lo que era mejor que la muerte de tantos miles de germanos, se encontró el Águila del Decimoctavo regimiento en un templo subterráneo de un bosque. Ahora sólo quedaba sin redimir el Águila del Decimoséptimo, y Germánico prometió a sus hombres que al año siguiente, si todavía se encontraban bajo su mando, también la rescatarían. Entretanto los llevó de vuelta a los cuarteles de invierno.

Luego Tiberio le escribió instándole a que volviese para el triunfo que se le había decretado, porque no cabía duda de que ya había hecho bastante. Germánico le contestó que no se sentiría contento hasta que no hubiese quebrado por completo el poderío de los germanos, para lo cual no se necesitaban ahora muchas batallas, y recuperado la tercera Águila. Tiberio volvió a escribirle diciéndole que Roma no podía permitirse el lujo de tan elevadas bajas, ni siquiera al precio de tan espléndidas victorias. No criticaba la habilidad de Germánico como general, porque sus batallas habían sido muy económicas en hombres, pero entre las bajas de los combates y el desastre naval, había perdido el equivalente de dos regimientos. Le recordaba que él mismo había sido enviado nueve veces a Germania por Augusto, de modo que no hablaba sin experiencia. En su opinión no debía arriesgarse la vida de un solo romano, incluso ni para matar a diez germanos. Germania era como una hidra: cuantas más cabezas se cortaban, más crecían. La mejor manera de manejar a los germanos consistía en azuzar sus celos intertribales y fomentar las guerras entre los caudillos vecinos; había que instarlos a matarse entre sí sin ayuda del exterior. Germánico contestó pidiendo un año más para completar su labor de conquista. Pero Tiberio le dijo que lo necesitaba en Roma como cónsul, y le tocó el punto más sensible diciéndole que debía recordar a su hermano Cástor. Germania era ahora el único país en que se libraba una guerra de importancia, y si insistía en terminarla él mismo, Cástor no tendría oportunidad de lograr un triunfo o el título de mariscal de campo. Germánico no insistió; dijo que los deseos de Tiberio eran órdenes para él, y que regresaría en cuanto se le relevase.

AÑO 17
d. de C.

Volvió a principios de la primavera y celebró su triunfo. Toda la población de Roma acudió a recibirlo a treinta kilómetros de la ciudad. Cerca del templo de Saturno se dedicó un gran arco para conmemorar la recuperación de las Águilas. La procesión triunfal pasó por debajo. Había carros cargados con el botín de los templos germanos y con escudos y armas enemigos; otros transportaban cuadros vivos que representaban batallas o dioses germanos del río y la montaña dominados por soldados romanos. Trusnelda y su hijo iban en un carro, con cadenas al cuello, seguidos por un enorme cortejo de prisioneros germanos encadenados. Germánico venía, coronado, en su carroza, con Agripina sentada a su lado y sus cinco hijos —Nerón, Druso, Calígula, Agripinila y Drusila— sentados atrás. Conquistó más aplausos de los que logró ningún otro general victorioso desde el triunfo de Augusto en Accio.

Pero yo no estaba presente. ¡Me encontraba nada menos que en Cartago! Un mes antes del regreso de Germánico me llegó una nota de Livia ordenándome que me preparase para un viaje al África. Se necesitaba un representante de la familia imperial para dedicar un nuevo templo de Augusto en Cartago, y yo era el único que estaba libre para hacerlo. Se me proporcionarían suficientes instrucciones en cuanto a la forma en que debía comportarme y realizar la ceremonia, y se esperaba de mí que no volviese a hacer el tonto una vez más, aunque sólo fuese por la presencia de africanos. Enseguida adiviné por qué me mandaban. No había motivo alguno para que fuese nadie, porque el templo no quedaría terminado hasta dentro de tres meses. Me quitaban de en medio. Mientras Germánico estuviese en la ciudad no se me permitiría volver, y se abrirían todas las cartas que enviase a casa. De forma que nunca tuve una oportunidad de contarle a Germánico lo que venía guardándome desde hacía tanto tiempo. Por otra parte, Germánico sostuvo una conversación con Tiberio. Le dijo que sabía que el destierro de Póstumo se debía a una cruel conspiración de Livia; tenía pruebas positivas de ello. Era evidente que había que eliminarla de los asuntos públicos. Sus acciones no podían ser justificadas por ninguna mala conducta posterior de Póstumo. Era natural que tratase de escapar de un confinamiento inmerecido. Tiberio declaró que se sentía escandalizado por las revelaciones de Germánico, pero dijo que no podía crear un escándalo público deshonrando de repente a su madre. La acusaría en privado del delito y le iría quitando poco a poco sus poderes.

Lo que hizo en realidad fue ir a ver a Livia y decirle exactamente lo que Germánico le había dicho a él, agregando que Germánico era un tonto crédulo, pero que parecía hablar en serio, y que era tan popular en Roma y en el ejército, que quizá fuese aconsejable que Livia lo convenciera de que no era culpable de lo que él la acusaba, a menos que considerase eso indigno de ella. Añadió que enviaría a Germánico lejos tan pronto como le fuese posible, quizás al Oriente, y que volvería a presentar en el Senado la moción de que se la llamara Madre de la Patria, título que se tenía merecido. Había elegido el procedimiento correcto con ella. Livia se sintió encantada de que todavía le tuviese el miedo suficiente para decirle todo eso, y lo llamó «un buen hijo». Juró que no había fraguado falsas acusaciones contra Póstumo: probablemente esa historia había sido inventada por Agripina, a quien Germánico seguía como un ciego y que trataba de convencerlo de que usurpara la monarquía. El plan de Agripina, dijo, consistía sin duda en provocar una ruptura entre Tiberio y su amante madre. Tiberio, abrazándola, dijo que si bien de vez en cuando podían surgir entre ellos pequeños desacuerdos, nada podría romper los vínculos que los unían. Livia suspiró; se estaba convirtiendo en una anciana —tenía más de setenta años— y su trabajo empezaba a pesarle. ¿Quizás él pudiera aliviarla de la parte más tediosa y consultarla sólo en problemas importantes de nombramientos y decretos? Ni siquiera se ofendería si él interrumpía su costumbre de poner el nombre de ella sobre el propio en todos los documentos oficiales. No quería que se dijese que se encontraba bajo su tutela. Pero, dijo, cuanto antes convenciera al Senado de que le concediese el título, más complacida se sentiría. Y entonces hubo una escena de reconciliación, pero ninguno de los dos confiaba en el otro.

Tiberio nombró a Germánico colega suyo en el consulado y le dijo que había convencido a Livia de que se retirase de los asuntos públicos, aunque por motivos formales fingiría seguir consultándola. Esto pareció satisfacer a Germánico. Pero Tiberio no se sentía en modo alguno cómodo. Agripina casi no le hablaba, y sabiendo que Germánico y ella eran prácticamente una sola persona, no podía creer en la continua lealtad de ambos. Además, en Roma estaban ocurriendo cosas que un hombre del carácter de Germánico tenía que detestar. En primer lugar, los delatores. Como Livia no le permitía el acceso a los expedientes criminales ni le dejaba compartir el dominio de su eficientísimo sistema de espionaje —tenía un agente a sueldo en casi todas las casas o instituciones importantes—, había tenido que adoptar otro método. Dictó un decreto según el cual a todo aquel que fuese descubierto conspirando contra el Estado o blasfemando contra el dios Augusto se le confiscarían las propiedades y se distribuirían entre sus fieles acusadores. Las conspiraciones contra el Senado eran menos fáciles de demostrar que las blasfemias contra Augusto. El primer caso de blasfemia contra Augusto fue el de un charlatán, un joven tendero que por casualidad se encontraba un día al lado de Tiberio, en la plaza del Mercado, en el momento en que pasaba un funeral. Se precipitó hacia adelante y susurró algo en el oído del cadáver. Tiberio sintió curiosidad por saber qué le había dicho. El hombre explicó que le había pedido al muerto que le dijese a Augusto, cuando lo encontrase abajo, que sus legados al pueblo de Roma no habían sido pagados aún. Tiberio hizo arrestar y ejecutar al hombre por hablar de Augusto como si fuese un simple espíritu, y no un dios inmortal, y dijo que lo enviaba a él también abajo para que se convenciera de su error. De paso: uno o dos meses después pagó todos los legados. En un caso así, Tiberio tenía cierta justificación, pero más tarde los insultos más inofensivos contra Augusto fueron suficientes para que un hombre fuese juzgado y perdiera la vida.

AÑO 16
d. de C.

Surgió una clase de delatores profesionales, con los que se podía contar para presentar una acusación contra cualquier hombre que hubiese incurrido en el desagrado de Tiberio. De tal modo ya no eran necesarios los expedientes basados en antecedentes de verdadera delincuencia. Seyano era el intermediario de Tiberio con esos granujas. En el año anterior al regreso de Germánico, Tiberio puso a los delatores a trabajar en el caso de un joven llamado Libo, biznieto de Pompeyo y primo de Agripina a través de la abuela de ambos, Escribonia. Seyano había advertido a Tiberio de que Libo era peligroso y que andaba diciendo cosas irrespetuosas acerca de él. Pero en esa etapa Tiberio tenia sumo cuidado de no hacer que las faltas de respeto hacia él fuesen consideradas delitos punibles, de modo que tuvo que inventar otras acusaciones. Ahora bien, para ocultar su vinculación con Trásilo, Tiberio había expulsado de Roma a todos los astrólogos, magos, adivinos e intérpretes de sueños, y prohibido que nadie consultase con los que se habían quedado en secreto. Unos pocos se quedaron en Roma con la connivencia de Tiberio, a condición de que sólo ofrecieran sus servicios con un agente imperial oculto en la habitación. Libo fue convencido por un senador que se había convertido en delator profesional de que visitara a uno de esos adivinos, para que le predijese la suerte. Sus preguntas fueron anotadas por el agente escondido. En sí mismas no eran pérfidas, sino sólo tontas: quería saber cuántas riquezas llegaría a tener y si alguna vez sería el principal hombre de Roma, etcétera. Pero en su juicio se presentó un documento falsificado que supuestamente había sido descubierto por esclavos en su dormitorio. Se trataba de una lista, en apariencia escrita de su puño y letra, con los nombres de todos los miembros de la familia imperial y de los principales senadores, con curiosos caracteres egipcios y caldeos al lado de cada nombre, en el margen. El castigo por consultar a un mago era el destierro, pero el castigo por practicar la magia uno mismo era la muerte. Libo negó ser el autor del documento, y las declaraciones de los esclavos no fueron suficientes, ni siquiera bajo tortura, para condenarlo. Las declaraciones de los esclavos sólo eran aceptadas en los casos de acusación de incesto. No había declaraciones de libertos, porque no se pudo convencer al liberto de Libo de que declarase en contra suya, y no se podía torturar a un liberto para arrancarle una confesión. Pero, por consejo de Seyano, Tiberio dictó un nuevo reglamento que decía que cuando un hombre fuese acusado de un delito capital, sus esclavos podían ser comprados a un precio justo por el Administrador Público, con lo que quedarían en condiciones de prestar declaración bajo tortura. Libo, que no había podido conseguir un abogado lo bastante valiente como para defenderlo, vio que estaba atrapado y pidió que se postergase el juicio hasta el día siguiente. Cuando se le concedió la petición, volvió a su casa y se suicidó. Pero la acusación contra él fue juzgada en el Senado con la misma formalidad que si hubiese estado con vida, y se le declaró culpable de todas las acusaciones. Tiberio dijo que era una desgracia que el tonto jovenzuelo se hubiese suicidado, porque de lo contrario habría intercedido para que se le perdonara la vida. La herencia de Libo fue distribuida entre sus acusadores, entre los cuales había cuatro senadores. Una farsa tan deshonrosa jamás habría podido ser llevada a cabo cuando Augusto era emperador, pero bajo Tiberio se la puso en práctica, una y otra vez, con algunas variantes. Sólo un hombre hizo una protesta en público; se trataba de cierto Calpurnio Pisón, que se puso de pie en el Senado para decir que le repugnaba tanto el ambiente de intriga política de la ciudad, la corrupción de la justicia y el desdichado espectáculo de sus colegas, los senadores, comportándose como delatores a sueldo, que se iba de Roma para siempre y se retiraba a alguna aldea de algún lugar remoto de Italia. Dicho esto, se fue. El discurso impresionó mucho en el Senado. Tiberio envió a alguien a que trajese de vuelta a Calpurnio, y cuando ocupó una vez más su banca, le dijo que si existían errores judiciales cualquier senador estaba en libertad de llamarle la atención al respecto en la hora de interpelaciones. Además dijo que en la capital del mayor imperio que el mundo nunca había conocido era inevitable cierta medida de intriga política. ¿Sugería Calpurnio que los senadores no habrían presentado sus acusaciones si no hubiesen tenido esperanzas de ser recompensados? Dijo que admiraba la franqueza e independencia de Calpurnio, y que le envidiaba su talento. ¿Pero no sería mejor utilizar esas nobles cualidades para mejorar la moral social y política de Roma, en lugar de enterrarlas en algún ruin villorrio de los Apeninos, entre pastores y bandidos? Por consiguiente Calpurnio tuvo que quedarse. Pero poco después demostró su franqueza e independencia citando a la anciana Urgulania para que compareciera ante el tribunal por falta de pago de una gran suma de dinero que le debía por algunos grabados y estatuas. La hermana de Calpurnio había muerto, y él le vendió algunas de sus pertenencias. Cuando Urgulania leyó la citación, que le ordenaba que se presentase de inmediato en el tribunal de Deudores, dijo a sus servidores que la llevasen en la litera directamente al palacio de Livia. Calpurnio la siguió y en el vestíbulo le salió al encuentro Livia, quien le dijo que se retirase. Calpurnio se disculpó, cortés pero firmemente, diciendo que Urgulania debía obedecer sin tardanza a la citación, a menos que estuviese demasiado enferma como para no concurrir, cosa que sin duda no era así. Ni siquiera las vírgenes vestales estaban exceptuadas de concurrir al tribunal cuando se las citaba. Livia dijo que su conducta era insultante para con ella y para con su hijo, el emperador, quien sabría cómo vengarla. Se mandó llamar a Tiberio, quien trató de solucionar las cosas; dijo a Calpurnio que Urgulania sin duda pensaba ir en cuanto se hubiese recuperado un poco de la sacudida emocional provocada por la citación, y a Livia le aseguró que era indudable que se trataría de un error, que Calpurnio no había querido mostrarse irrespetuoso, y que él mismo concurriría al juicio y cuidaría de que Urgulania contase con un abogado capaz y que el juicio fuese equitativo. Salió de palacio, caminando al lado de Calpurnio en dirección al tribunal, y conversando con él de cualquier cosa. Los amigos de Calpurnio trataron de convencerlo de que anulase la acusación, pero él les contestó que era un hombre chapado a la antigua: le gustaba que le pagaran el dinero que se le adeudaba. El juicio no se celebró. Livia envió tras ellos a un mensajero montado, con la suma de la deuda, en oro, en los morrales. Alcanzó a Calpurnio y Tiberio antes de que llegasen a las puertas del tribunal.

Pero estoy escribiendo acerca de los delatores y del efecto desmoralizador que tenían sobre la vida de Roma, y acerca de la corrupción judicial. Estaba a punto de decir que mientras Germánico se encontraba en Roma no hubo en los tribunales un solo juicio de blasfemia contra Augusto o de conspiración contra el Estado y se previno a los delatores que debían quedarse tranquilos. Tiberio exhibió su mejor conducta, y sus discursos en el Senado fueron modelos de franqueza. Seyano se retiró a segundo plano, Trásilo fue sacado de Roma y llevado a la aldea de Tiberio en la isla de Capri, y Tiberio parecía no tener más amigo íntimo que el honrado Nerva, cuyo consejo solicitaba continuamente.

Nunca pude simpatizar con Cástor. Era un individuo de boca sucia, sanguinario y disoluto, de temperamento violento. Su carácter se veía con claridad en las luchas a espada, en las que sentía más placer en la sangre que manaba de una herida que con cualquier acto de habilidad o valentía de los combatientes. Pero debo decir que se portó muy bien con Germánico y que a su lado pareció sufrir cierto cambio de carácter. Las facciones existentes en la ciudad trataron de colocarlos en la desdichada posición de rivales en relación con la sucesión de la monarquía, pero ellos en ninguna ocasión dieron alas a ese punto de vista. Cástor trataba a Germánico con la misma consideración fraternal que le mostraba Germánico. No era exactamente un cobarde, pero era más un político que un soldado. Cuando lo enviaron al Danubio en respuesta a una petición de ayuda de las tribus de Germania oriental que luchaban en una sangrienta guerra defensiva contra la confederación occidental de Hermann, consiguió, por medio de una astuta intriga, atraer a la guerra a las tribus de Bohemia y también a las de Baviera. Ponía en práctica la política de Tiberio, de alentar a los germanos a exterminarse entre sí. Maroboduo («El que camina por el fondo del lago»), el sacerdote rey de los germanos del este, huyó a buscar protección al campamento de Cástor. Se concedió a Maroboduo un refugio seguro en Italia, y como los germanos del este habían hecho un juramento de perpetua fidelidad, siguió siendo, durante dieciocho años, un rehén que garantizaba su buena conducta. Esos germanos del este eran una raza más feroz y poderosa que los del oeste, y Germánico tuvo suerte al no verse obligado a guerrear también contra ellos. Pero Hermann se había convertido en un héroe nacional al derrotar a Varo, y Maroboduo se sentía celoso de su éxito. Para que Hermann no se convirtiese en el Gran Rey de todas las naciones germanas, como era su ambición, Maroboduo se negó a proporcionarle ayuda alguna contra Germánico, ni siquiera mediante la creación de un segundo frente en otra frontera.

A menudo he pensado en Hermann. Era un hombre notable, a su manera, y si bien resulta difícil olvidar su traición a Varo, éste había hecho lo suficiente como para provocar la rebelión, y Hermann y sus hombres luchaban realmente por su libertad. Sentían un auténtico desprecio por los romanos. No podían entender en qué sentido difería la esclavitud de la severísima disciplina impuesta en el ejército romano por Varo, Tiberio y casi todos los demás generales, salvo mi padre y mi hermano. Les escandalizaban los azotes disciplinarios, y consideraban ruin el sistema de pagar a los soldados a tanto por día, en lugar de atraerlos con promesas de gloria y botín. Los germanos siempre han sido muy castos en su moral, y los oficiales romanos practicaban abiertamente vicios que en Germania, si alguna vez surgían a la luz —cosa que ocurría muy raras veces—, eran castigados ahogando a los dos culpables en el barro. En cuanto a la cobardía de los germanos, todos los pueblos bárbaros son cobardes. Si los germanos alguna vez se civilizan, habrá llegado entonces el momento de juzgar si son cobardes o no. Pero parecen ser un pueblo excepcionalmente nervioso, y no sé si existe alguna posibilidad inmediata de que se civilicen. Germánico creía que tal posibilidad no existía. El que su política de exterminio estuviese justificada o no (y por cierto que no era la política romana habitual para con las tribus de frontera) depende de la respuesta a la primera pregunta. Es claro que las Águilas capturadas tenían que ser reconquistadas, y Hermann no había mostrado piedad alguna, después de la derrota de Varo, cuando asoló la provincia. Y Germánico, que era el hombre más bondadoso y humano que pueda imaginarse, sentía tanto desagrado por la matanza general, que debe haber tenido buenos motivos para ordenarla.

Hermann no murió en combate. Cuando Maroboduo se vio obligado a huir del país, Hermann creyó que tenía el camino libre para ser rey de todas las tribus de Germania. Pero se equivocaba. Ni siquiera pudo llegar a ser monarca de su propia tribu, que era una tribu libre, en la que el Jefe no tenía poderes de mando, sino sólo de dirigente y asesor, y se veía obligado a convencer a sus hombres de lo que quería que hiciesen. Un día, un año o dos más tarde, trató de dictar órdenes como un rey. Su familia, que hasta entonces le había mostrado gran cariño, se escandalizó a tal punto, que, sin discutir la cosa entre sí, se precipitó sobre él con sus armas y lo despedazó. Tenía treinta y siete años cuando murió, habiendo nacido un año antes que mi hermano Germánico, su mayor enemigo.