AÑO 16
d. de C.
Una tarde de verano, en Capua, me encontraba sentado en un banco de piedra, detrás de las caballerizas de mi casa, meditando acerca de un problema de historia etrusca y jugando ociosamente a los dados, la mano derecha contra la izquierda, arrojándolos sobre la tosca mesa de tablas que tenía delante. Se acercó un hombre harapiento y me preguntó si era Tiberio Claudio Druso Nerón Germánico. Lo habían enviado desde Roma, dijo.
—Tengo un mensaje para ti, señor. No sé si valdrá la pena entregarlo, pero soy un viejo soldado que anda vagando —uno de los veteranos de tu padre, señor—, y ya sabes cómo son las cosas: me alegro de tener una excusa para tomar un camino en lugar de otro.
—¿Quién te dio el mensaje?
—Un individuo que conocí en los bosques, cerca del cabo Cosa. Un sujeto curioso. Estaba vestido como un esclavo, pero hablaba como un César. Un hombrón corpulento, que parecía medio muerto de hambre.
—¿Qué nombre te dio?
—Ninguno. Dijo que tú sabrías quién era cuando escuchases el mensaje, y que te sorprenderías de tener noticias suyas. Me hizo repetir el mensaje dos veces, para estar seguro de que lo había entendido bien. Tengo que decir que continúa pescando, pero que un hombre no puede vivir eternamente con una dieta de pescado, y que tenías que decírselo a su cuñado, y que si alguna vez le enviaron leche no le llegó, y que quería leer un librito de siete páginas por lo menos. Y que no debes hacer nada hasta que vuelvas a tener noticias suyas. ¿Tiene eso algún sentido para ti, señor, o el individuo estaba chiflado?
Cuando dijo eso no pude dar crédito a mis oídos. ¡Póstumo! Pero Póstumo estaba muerto.
—¿Tiene una quijada grande, ojos azules e inclina la cabeza a un lado cuando te hace una pregunta?
—Así es, señor.
Le serví bebida con una mano tan temblorosa que derramé casi tanto como lo que eché en el vaso. Luego, indicándole que debía esperarme allí, entré en la casa. Encontré dos buenas túnicas sencillas, alguna ropa interior, sandalias, y un par de navajas y jabón. Luego tomé el primer libro de hojas cosidas que encontré —resultó ser un copia de algunos discursos recientes de Tiberio en el Senado— y en la séptima página escribí con leche: «¡Qué alegría! Le escribiré a G. enseguida. Ten cuidado. Pide lo que necesites. ¿Dónde puedo verte? Mi cariño para ti. Te envío veinte piezas de oro, todo lo que tengo por el momento, pero los regalos rápidos son regalos dobles, al menos eso dicen».
Esperé a que la página se secara y luego entregué al hombre el libro y las ropas en un paquete, y un saquito. Le dije:
—Toma estas treinta piezas de oro. Diez son para ti. Veinte son para el hombre del bosque. Tráeme un mensaje suyo y tendrás diez más. Pero mantén la boca cerrada y vuelve pronto.
—Está bien, señor —respondió—. No fracasaré. ¿Pero qué me impedirá irme con este paquete y con todo el dinero?
—Si fueras un hombre deshonesto —le repliqué—, no habrías hecho la pregunta. De modo que bebamos otra vez y vete.
Para abreviar, se fue con el paquete y el dinero, y unos días después me trajo una respuesta verbal de Póstumo, agradeciendo el dinero y la ropa, y diciéndome que no debía buscarle, pero que la madre del Cocodrilo sabía dónde estaba y que su nombre era ahora Panthero, y que le enviase lo antes posible la respuesta de su cuñado. Le pagué al soldado las diez piezas que le había prometido, y diez más por su lealtad. Entendí a quién se refería Póstumo cuando hablaba de la madre del Cocodrilo. El Cocodrilo era un viejo liberto de Agripa, a quien llamábamos de ese modo por su torpeza de movimientos y su avidez, y porque tenía enormes mandíbulas. Su madre vivía en Perusia, donde poseía una taberna. Yo conocía bien el lugar. Envié en el acto una carta a Germánico contándole la noticia; la envié por Palas a Roma, diciéndole que la enviase con el correo siguiente a Germania. En la carta sólo decía que Póstumo vivía y estaba oculto —no informaba dónde— y le rogaba a Germánico que acusara recibo de la carta en seguida. Luego esperé y esperé una respuesta, pero no llegó ninguna. Envié un mensaje a la madre del Cocodrilo, por mensajero, diciéndole que todavía no había llegado noticia alguna del cuñado de Panthero.
No volví a tener noticia de Póstumo. No quería comprometerme más, y ahora que tenía dinero y podía ir de un lado a otro sin temor de que lo arrestaran por sospechar que era un esclavo fugitivo, no dependía ya de mi ayuda. En la taberna alguien lo reconoció y tuvo que irse. Muy pronto el rumor de que estaba con vida corrió por toda Italia. Todos hablaban de eso en Roma. Una docena de personas, incluyendo a tres senadores, vinieron a la ciudad para preguntarme en privado si era cierto. Les dije que no lo había visto pero que conocía a alguien que sí lo vio, y que no cabía duda de que se trataba de Póstumo. A mi vez les pregunté qué pensaban hacer si él volvía a Roma y conquistaba el apoyo del populacho. Pero lo directo de mi pregunta les turbó y ofendió, y no obtuve respuesta alguna.
Se dijo que Póstumo había visitado varios pueblos de provincia, en las vecindades de Roma, pero en apariencia adoptaba la precaución de no entrar en ellos antes de la noche y siempre se iba disfrazado, antes del alba. Nunca se le había visto en público; se alojaba en alguna posada y se iba dejando tras sí un mensaje de agradecimiento por la bondad que se le había demostrado; firmado con su verdadero nombre. Al cabo, un día llegó a Ostia en un barquito costero. El puerto supo de su llegada con unas horas de anticipación, y recibió una tremenda ovación en el muelle, cuando desembarcó. Prefirió desembarcar en Ostia porque era el amarradero de verano de la flota, de la cual su padre Agripa había sido almirante. Su navío enarbolaba un gallardete verde, que Augusto había dado a Agripa el derecho de usar cuando se encontrase en el mar (y sus hijos también lo usaban), en memoria de su victoria naval de Accio. La memoria de Agripa era honrada en Ostia casi por encima de la de Augusto.
La vida de Póstumo corría grave peligro, ya que aún se encontraba bajo sentencia de destierro y por lo tanto quedaba proscrito por su reaparición pública en Italia. Hizo un breve discurso de agradecimiento a la muchedumbre por la bienvenida. Dijo que si la Fortuna le era propicia y reconquistaba la estima del Senado y el pueblo romanos, que había perdido a causa de ciertas mordaces acusaciones presentadas contra él por sus enemigos —acusaciones que su abuelo, el dios Augusto, había advertido demasiado tarde que no eran ciertas—, recompensaría la lealtad de los hombres y mujeres de Ostia en forma nada mezquina. Una compañía de guardias estaba también allí con orden de arrestarlo, porque Livia y Tiberio también se habían enterado de la noticia. Pero los hombres no habrían podido hacer nada contra esa multitud de marineros. El capitán, prudentemente, no hizo tentativa alguna de cumplir con su misión; ordenó a los hombres que se pusieran ropas de marineros y que no perdiesen de vista a Póstumo. Pero para cuando se cambiaron, éste había desaparecido y no pudieron encontrar su rastro.
Al día siguiente Roma estaba llena de marineros que recorrían las calles principales. Cada vez que encontraban a un senador, un caballero o un funcionario público, le pedían la contraseña. La contraseña era «Neptuno», y si todavía no la conocía se la daban y lo obligaban a repetirla tres veces, a menos que quisiera recibir una paliza. Nadie quería una tunda, y los sentimientos populares estaban ahora tan resueltamente a favor de Póstumo, y en contra de Tiberio y Livia, que si Germánico hubiese pronunciado una sola palabra favorable, la ciudad entera, incluidos los guardias y los batallones de la ciudad, se habría puesto de su parte en el acto. Pero sin el apoyo de Germánico cualquier levantamiento en favor de Póstumo habría significado la guerra civil. Y nadie tenía mucha confianza en las posibilidades de Póstumo, en una lucha contra Germánico.
En esa crisis el mismo Crispo que había encolerizado a Tiberio, dos años antes, al hacer matar a Clemente en la isla (luego fue perdonado), se presentó y se ofreció a corregir su error liquidando esta vez con seguridad a Póstumo. Tiberio le dio carta blanca. Descubrió, quién sabe cómo, dónde se encontraba el cuartel general de Póstumo y fue a verlo con una gran suma de dinero que, según dijo, era para pagar a sus marineros, que ya habían perdido dos días de trabajo con su labor de piquetes. Se comprometió a hacer que los germanos de la guardia de corps se pasaran al bando de Póstumo en cuanto éste diese la señal. Ya les había dado, dijo, enormes cantidades de dinero a modo de soborno. Póstumo le creyó. Convinieron una reunión dos horas después de la medianoche en cierta esquina en la que los marineros de Póstumo también estarían presentes. Marcharían sobre el palacio de Tiberio. Crispo ordenaría que los guardias de corps dejasen entrar a Póstumo. Tiberio, Cástor y Livia serían arrestados, y Crispo dijo que Seyano, si bien no participaba en forma activa en la conspiración, se había comprometido a conseguir el apoyo de los guardias en cuanto se hubiese asestado con éxito el primer golpe, con la condición de que se le permitiera seguir siendo comandante.
Los marineros acudieron con puntualidad a la cita, pero Póstumo no llegó. A esa hora no había ciudadanos en las calles, de modo que cuando una fuerza combinada de germanos de la guardia de corps y de hombres elegidos por Seyano cayeron de pronto sobre los marineros —que en su mayoría estaban borrachos y no mantenían una formación regular—, la contraseña «Neptuno» perdió su fuerza. Muchos de ellos fueron muertos en el mismo lugar, muchos otros cuando rompieron a correr, y los demás no disminuyeron su velocidad, según se dice, hasta llegar a Ostia. Crispo y dos soldados habían emboscado a Póstumo en una estrecha calleja ubicada entre su cuartel y el lugar de la cita, lo aturdieron a golpes con una bolsa de arena, lo amordazaron y amarraron, lo pusieron en una litera cubierta y se lo llevaron a palacio. Al día siguiente Tiberio hizo una declaración ante el Senado. Cierto esclavo de Póstumo Agripa, dijo, llamado Clemente, había provocado una innecesaria alarma en la ciudad haciéndose pasar por su ex amo muerto. El audaz sujeto había huido de la casa del caballero de provincias que lo compró cuando fue vendida la finca de Póstumo, y se había ocultado en la costa de Toscana hasta que la barba le creció lo bastante para ocultarle la barbilla huidiza, el principal punto de desemejanza entre él y Póstumo. Algunos alborotadores marineros de Ostia habían fingido creer en él, pero sólo como una excusa para marchar sobre Roma y crear perturbaciones. Se habían reunido en los suburbios esa misma mañana, poco antes del alba, bajo su dirección, con el objeto de marchar al centro de la ciudad y saquear tiendas y casas. Cuando se vieron frente a una fuerza de serenos, se dispersaron y abandonaron a su jefe, que acababa de ser ejecutado, de manera que el Senado no tenía que preocuparse ya por el asunto.
Más tarde me enteré de que Tiberio fingió no reconocer a Póstumo cuando lo llevaron a su presencia en palacio, y que le preguntó, con tono burlón:
—¿Cómo llegaste a convertirte en uno de los Césares?
A lo cual Póstumo contestó:
—De la misma manera y el mismo día que tú. ¿Te has olvidado?
Tiberio ordenó a su esclavo que golpease a Póstumo en la boca por su insolencia, y luego lo pusieron en el potro y le dijeron que revelase quiénes eran los demás conspiradores. Pero Póstumo sólo habló de las escandalosas anécdotas de la vida privada de Tiberio, tan desagradables y detalladas, que Tiberio perdió los estribos y lo golpeó repetidas veces en la cara con sus grandes puños huesudos. Los soldados terminaron la sangrienta faena decapitándolo y haciéndolo pedazos en el sótano del palacio.
¿Qué pena más grande puede haber que la de llorar a un amigo querido, darlo por muerto —y ello después de un largo e inmerecido exilio—, y luego, al cabo de la breve alegría y asombro de enterarse de que se ha burlado de sus verdugos, tener que llorarlo por segunda vez en esta ocasión sin esperanzas de error y sin poder verlo siquiera en el intervalo, traicioneramente capturado y vergonzosamente torturado y muerto? Mi único consuelo era el que cuando Germánico se enterase de lo sucedido —y yo le escribiría enseguida para contarle todo lo que sabía—, dejaría sus campañas en Germania y volvería a Roma a la cabeza de todos los regimientos que pudiese retirar del Rin, para vengar en Livia y Tiberio la muerte de Póstumo. Le escribí, pero no me contestó. Volví a escribirle, pero no obtuve respuesta. Pero por fin me llegó una larga carta afectuosa en la que había una asombrosa referencia al éxito obtenido por Clemente en su personificación de Póstumo. ¿Cómo se las había arreglado? Gracias a esta frase resultaba evidente que no había recibido ninguna de mis cartas de importancia. La única que le llegó fue la enviada por el mismo correo que la segunda. En ella le daba simplemente detalles sobre un asunto de negocios en que me había pedido que interviniese. Ahora me agradecía la información, que, según me decía, era exactamente la que necesitaba. Me di cuenta, con un repentino sentimiento de temor, de que Livia o Tiberio tenían que haber interceptado las demás.
Mi digestión ha sido siempre mala, y el temor de encontrar veneno en cada plato no la mejoraba mucho. Me volvieron los tartamudeos y tuve ataques de afasia, repentinos vacíos mentales que me ponían en ridículo. Si me aparecía en mitad de una frase la terminaba como me era posible. El resultado más desdichado de esta debilidad fue que hice un embrollo de mis deberes de sacerdote de Augusto, que hasta entonces había cumplido sin dar a nadie motivos de queja. En Roma hay una antigua costumbre según la cual, si uno comete un error en el ritual de un sacrificio o de cualquier otro servicio religioso, hay que comenzarlo de nuevo. Ahora sucedía con frecuencia que cuando estaba oficiando me perdía en medio de una oración y continuaba repitiendo las mismas frases dos o tres veces, antes de darme cuenta de lo que hacía; o tomaba el cuchillo de pedernal para cortarle el cuello a la víctima antes de salpicarle la cabeza con la harina y la sal rituales. Y entonces, por supuesto, había que volver a empezar. Resultaba tedioso hacer tres o cuatro tentativas en un servicio antes de concluirlo a la perfección, y la congregación se agitaba y se mostraba inquieta en estos. Al fin le escribí a Tiberio, que era el Sumo Pontífice, y le pedí que me relevase de todos mis deberes religiosos por un año, por motivos de mala salud. Me concedió la petición sin comentarlos.