XVII

Tiberio continuó gobernando con moderación, y consultaba con el Senado antes de adoptar cualquier medida de la menor importancia política. Pero el Senado había venido votando desde hacía tanto tiempo según se le pedía, que carecía ya del poder de tomar decisiones independientes, y Tiberio nunca establecía con claridad cómo quería que votasen, incluso cuando tenía sumo interés en que votaran en uno u otro sentido. Deseaba evitar toda apariencia de tiranía y al mismo tiempo mantener su posición de dominio al frente de los asuntos de Estado. El Senado pronto descubrió que si hablaba con estudiada elegancia en favor de una moción, significaba que quería que se votase en contra de ella, y que si hablaba con estudiada elegancia en contra de la moción, era porque deseaba que la aprobasen; y que en las pocas ocasiones en que hablaba con laconismo y sin retórica, quería que se le tomase al pie de la letra. Galo y un viejo parlanchín llamado Haterio solían complacerse en hacer discursos de cálido asentimiento a lo que decía Tiberio, ampliaban los argumentos de éste hasta un punto rayano en el absurdo y luego votaban como él quería que votasen, con lo que demostraban que entendían sus tretas a la perfección. Ese Haterio, en un debate sobre el acceso al trono de Tiberio, había exclamando: «Oh Tiberio, ¿cuánto tiempo permitirás que la desdichada Roma permanezca sin cabeza?».

Esto ofendió a Tiberio, porque sabía que Haterio adivinaba sus intenciones. Al día siguiente éste continuó la broma cayendo a los pies de Tiberio y suplicándole que lo perdonase por no haber sido lo bastante ardoroso en su ruego de la víspera. Tiberio retrocedió, disgustado, pero Haterio se agarró a sus rodillas y Tiberio cayó, golpeándose la nuca en el piso de mármol. La guardia de corps germana de Tiberio no entendió lo que sucedía y se precipitó sobre el atacante de su amo, para matarlo; Tiberio los detuvo a tiempo.

Haterio era un maestro de la parodia. Tenía una voz poderosa, un rostro cómico y una gran inventiva. Cada vez que en sus discursos Tiberio introducía una frase penosamente traída por los pelos o arcaica, Haterio la recogía y la convertía en la clave de su réplica. (Augusto siempre había dicho que las ruedas de la elocuencia de Haterio necesitaban una cadena de arrastre incluso cuando avanzaba cuesta arriba). Tiberio, de imaginación lenta, no era rival para él. El talento de Galo consistía en fingir un celo que no sentía. Tiberio tuvo sumo cuidado en no presentarse como candidato a honores divinos y se negó a permitir que se hablara de él como si poseyese atributos sobrehumanos. Ni siquiera aceptaba que las provincias le construyesen templos. Por consiguiente Galo gustaba de referirse a Tiberio, como por accidente, llamándolo «Su Sagrada Majestad». Cuando Haterio, que estaba siempre dispuesto a continuar la broma, se levantaba para censurarlo por esa forma incorrecta de hablar, se disculpaba profusamente y afirmaba que nada estaba más lejos de sus pensamientos que hacer nada en desobediencia a Su Sagrada, ah, vaya, era tan fácil caer en esa forma errónea de hablar mil disculpas otra vez, quería decir, contrario a los deseos de su honorable amigo y cosenador, Tiberio Nerón César Augusto.

«Augusto no, tonto —intervenía Haterio en un susurro atronador—. Ha rechazado ese título decenas de veces. Sólo lo usa cuando escribe cartas a otros monarcas».

Tenían una artimaña que disgustaba a Tiberio más que ninguna otra. Si hacía una escena de modestia cuando el Senado le agradecía algún servicio a la nación —por ejemplo, completar los templos que Augusto había dejado inconclusos—, elogiaban su honradez por no aceptar el mérito por la labor de su madre, y felicitaban a Livia por tener un hijo tan obediente. Cuando vieron que no había nada que enfureciese tanto a Tiberio como los elogios dedicados a Livia, los acentuaron. Haterio llegó a sugerir que así como los griegos eran llamados por los nombres de sus padres, así Tiberio debería ser llamado por el de su madre, y que era injusto que se lo llamara de otro modo que Tiberio Livíades, o quizá Livígena sería la forma latina más correcta. Galo encontró otro punto débil en Tiberio: el odio que experimentaba ante cualquier mención de su estancia en Rodas. Lo más audaz que hizo fue elogiar un día a Tiberio por su clemencia —era el mismo día en que llegó a Roma la noticia de la muerte de Julia— y contar la historia del profesor de retórica de Rodas que rechazó la modesta solicitud de Tiberio de concurrir a sus clases, con el pretexto de que no había vacantes por el momento, pero que podía volver siete días después. Y Galo agregó: «¿Y qué creéis que Su Sagrada, perdón, quiero decir, qué creéis que mi honorable amigo y cosenador Tiberio Nerón César hizo en su reciente acceso a la monarquía, cuando el mismo impertinente individuo llegó a presentar sus respetos a la nueva divinidad? ¿Cortó la insolente cabeza y la entregó a la guardia germana para que jugara con ella a la pelota? En modo alguno. Con un ingenio sólo igualado por su clemencia le dijo que por el momento no tenía vacantes en su cuerpo de aduladores, y que debía volver dentro de siete años».

Creo que eso era una invención, pero el Senado no tenía motivos para no creerlo, y lo aplaudió con tanto calor, que Tiberio tuvo que dejarla pasar.

A la postre logró silenciar un día a Haterio diciendo con suma lentitud: «Me perdonarás, Haterio, que te hable con más franqueza de la habitual en un senador, pero debo decir que pienso que eres un pesado espantoso, y que no tienes ni un poquito de ingenio. —Luego se volvió hacia los senadores en general—: Me perdonaréis, señores, pero siempre he dicho, y volveré a decirlo, que puesto que habéis tenido la bondad de confiarme poderes absolutos, no debo avergonzarme de utilizarlos por el bien común. Si los empleo ahora para silenciar a unos bufones que os insultan a vosotros y a mí también con sus tontas actitudes, confío en que me granjearé con ello la aprobación del Senado».

Sin Haterio, Galo tuvo que hacer su juego a solas.

Si bien Tiberio odiaba a su madre más que nunca, siguió dejando que lo gobernara. Todas las designaciones que hacía, de cónsules o gobernantes de provincias, eran en realidad suyas; y eran las designaciones más sensatas, ya que los hombres resultaban elegidos por sus méritos, y no por influencias familiares o porque la habían adulado o porque les debía algún favor personal. Porque tengo que dejar aclarado, si no lo he hecho ya, que por delictuosos que fuesen los métodos que empleó Livia para conquistar la dirección de los asuntos para sí, primero a través de Augusto y luego por la mediación de Tiberio, era una gobernante excepcionalmente capaz y justa, y el sistema que había construido sólo comenzó a funcionar mal cuando dejó de dirigirlo.

He hablado ya de Seyano, el hijo del comandante de la guardia. Reemplazó a su padre en el mando, y era uno de los únicos tres hombres ante quienes en cierta manera Tiberio abría su corazón. Trásilo era el segundo. El tercero era un senador llamado Nerva. Trásilo jamás discutía de asuntos de Estado con Tiberio, y nunca le pidió un puesto oficial. Y cuando éste le entregaba grandes sumas de dinero, las aceptaba con sencillez, como si el dinero fuese algo de poca importancia para él. Tenía un gran observatorio en una habitación del palacio rematada por una cúpula, con ventanas de vidrio tan claro y transparente, que casi no se las veía. Tiberio solía pasar gran parte de su tiempo allí con Trásilo, quien le enseñaba los rudimentos de la astrología y muchas otras artes mágicas, incluso la interpretación de los sueños al estilo caldeo. A Seyano y a Nerva, Tiberio parece haberlos elegido por sus caracteres totalmente opuestos. Nerva jamás se enemistó con nadie y nunca hizo un amigo. Su único defecto, si se le puede llamar así, era que guardaba silencio en presencia de las perversidades, cuando nada se remediaba con hablar. Era de carácter apacible, generoso, valiente, absolutamente sincero, y nunca se supo que se rebajase a poner en práctica el menor fraude, aunque supiese que haciéndolo podía obtener algo bueno. Si hubiese estado en la posición de Germánico, por ejemplo, no habría falsificado la carta, aunque dependieran de ello su propia seguridad y la del imperio. Tiberio nombró a Nerva inspector general de los acueductos de la ciudad, y lo mantuvo constantemente a su lado, supongo que a fin de contar con un rasero de virtud, lo mismo que Seyano servía de rasero de malignidad. De joven, Seyano había sido amigo de Cayo, en cuyo personal sirvió en Oriente, y fue lo bastante inteligente, como para prever que Tiberio volvería a reconquistar el favor imperial. Contribuyó a ello asegurando a Cayo que Tiberio hablaba con sinceridad cuando afirmaba no tener ambición alguna de gobernar, e instándolo a escribir la carta de recomendación a Augusto. En esa época le hizo saber a Tiberio lo que había hecho y éste le escribió una carta, que todavía se encontraba en su poder, en la que le prometía que nunca olvidaría sus servicios. Seyano era un embustero, pero un general tan capaz en materia de mentiras, que sabía agruparlas en alerta y disciplinada formación —ésta es una frase de Galo, no mía— y llevarlas al triunfo en cualquier escaramuza con las sospechas o en cualquier encuentro con la verdad. Tiberio le envidiaba su talento, lo mismo que envidiaba a Nerva su honestidad, porque si bien había progresado en dirección al mal, aún se sentía obstaculizado por inexplicables impulsos que lo empujaban hacia el bien.

Seyano fue el primero que empezó a envenenarle los pensamientos en contra de Germánico, diciéndole que un hombre que podía falsificar una carta de su padre en una circunstancia cualquiera, no era digno de confianza. Y que Germánico en realidad trataba de conseguir la monarquía, pero que actuaba con cautela: primero conquistaba el afecto de los hombres por medio de sobornos y luego se aseguraba su capacidad de combate y su propia jefatura llevándolos a esa innecesaria campaña a través del Rin. En cuanto a Agripina, dijo Seyano, era una mujer peligrosamente ambiciosa. Mira cómo se comporta: ¡se nombra capitana del puente y recibe a los regimientos cuando regresan, como si fuese dios sabe quién! Que el puente estaba en peligro de ser destruido era probablemente un invento suyo. Seyano también dijo que sabía por un liberto que en una ocasión había sido esclavo de la casa de Germánico, que Agripina creía que Livia y Tiberio eran responsables de la muerte de sus tres hermanos y del destierro de su hermana, y que había jurado vengarse. Seyano también comenzó a descubrir todo tipo de conspiraciones contra Tiberio, y lo mantenía en constante temor de un asesinato, a la vez que le aseguraba que no debía tener la menor ansiedad mientras él vigilase. Instó a Tiberio a contrariar a Livia en pequeñeces, para demostrarle que sobrestimaba la fuerza de su posición. Fue él quien unos años después organizó a los guardias convirtiéndolos en un cuerpo disciplinado. Hasta entonces los tres batallones acantonados en Roma se habían alojado por secciones en varias partes de la ciudad, en tabernas y lugares por el estilo, y resultaba difícil reunirlos de prisa. Eran descuidados en el vestir y en sus movimientos. Sugirió a Tiberio que si construía un solo campamento permanente, fuera de la ciudad, ello les proporcionaría un fuerte sentido de unidad, les impediría ser influidos por los rumores y las oleadas de sentimiento político que recorrían continuamente la ciudad, y los uniría de modo más estrecho a su persona como emperador. Tiberio perfeccionó el consejo llamando a los seis batallones restantes de sus acantonamientos en otras partes de Italia y haciendo el nuevo campamento lo bastante grande para albergarlos a todos: nueve mil hombres de infantería y dos mil de caballería. Aparte de los cuatro batallones de la ciudad, uno de los cuales envió ahora a Lyon, y de varias colonias de veteranos dados de baja, eran los únicos soldados de Italia. La guardia germana no contaba, porque sus miembros eran técnicamente esclavos. Pero eran hombres escogidos y más fanáticamente leales a su emperador que ningún romano de nacimiento. No había uno solo que quisiera volver a su frío, rudo y bárbaro país, si bien estaban siempre entonando melancólicas canciones que lo nombraban. Allí lo pasaban bien.

En cuanto a los expedientes criminales a los cuales Tiberio, por temor a las conspiraciones contra su vida, estaba ansioso por tener acceso, Livia continuaba fingiendo que la clave del cifrado se había perdido. Tiberio, por sugerencia de Seyano, le dijo que, como ya no le servían a nadie, los quemaría. Ella le contestó que podía hacerlo si le parecía, pero que sin duda sería mejor guardarlos, por si la clave aparecía. Hasta era posible que de pronto se acordara de la clave.

«Muy bien, madre —respondió él—. Yo me encargaré de ellos hasta que te acuerdes. Y mientras tanto me pasaré las noches tratando de descifrarlos».

Se los llevó a su habitación y los guardó, en un armario, bajo llave. Hizo lo posible para encontrar la clave de la cifra, pero no lo lograba. El cifrado ordinario consistía simplemente en escribir la E latina por el alfa griega, la F latina por la beta griega, la G por gamma, la H por delta, etcétera. La clave del otro cifrado era casi imposible de descubrir. La daban las cien primeras líneas del primer libro de la Ilíada, que tenía que ser leída junto con la redacción de la cifra: cada letra de lo que se escribía estaba representada por la cantidad de letras del alfabeto que mediaban entre ella y la letra correspondiente de Homero. Así, la primera letra de la primera palabra de la primera línea del primer libro de la Ilíada es una mi. Supongamos que la primera letra de la primera palabra de una anotación en el expediente es ypsilon. En el alfabeto griego hay siete letras entre mi e ypsilon: 7 será el equivalente de ypsilon. En este plan el alfabeto era considerado como un círculo, y a omega, la última letra, seguía alfa, la primera, de modo que la distancia entre ypsilon y alfa era 4, en tanto que la distancia entre alfa e ypsilon era 18. Era invención de Augusto, y debe de haber llevado mucho tiempo escribirlo y descifrarlo, pero supongo que con la práctica llegaron a conocer la distancia entre dos letras cualesquiera del alfabeto sin tener que contar, lo que ahorraba muchísimo tiempo. ¿Y cómo me enteré yo de eso? Porque muchos años después, cuando los expedientes cayeron en mi poder, descubrí el cifrado. Encontré por casualidad un rollo del primer libro de Homero, escrito en piel de carnero, archivado entre los otros rollos. Resultaba claro que sólo se habían estudiado las primeras cien líneas, porque la piel de carnero estaba sucia y manchada al comienzo y bastante limpia al final. Cuando miré con más atención y vi los minúsculos números —6, 23, 12— débilmente garrapateados debajo de las letras de la primera línea, no me fue difícil vincularlas con la cifra. Me sorprendió que Tiberio hubiese pasado por alto esa clave.

Hablando del alfabeto, en esa época me interesaba en un sencillo plan para hacer del latín un idioma perfectamente fonético. Me parecía que faltaban tres letras. Eran la U consonante, para distinguirla de la U vocálica; una letra correspondiente a la ypsilon griega (que es una vocal entre la I y la U latinas) para utilizarla en las palabras griegas que se han latinizado, y una letra para denotar la doble consonante que ahora escribimos BS en latín pero que pronunciamos como la psi griega. Era importante, escribí, que los provincianos aprendiesen a pronunciar el latín con corrección. Si las letras no se correspondían con el sonido ¿cómo podían evitar errores de pronunciación? De manera que sugerí para la U consonante la F invertida (que se usa con tal fin en el etrusco). Así, por ejemplo LAℲINIA en lugar de LAUINIA, y una H quebrada para representar la ypsilon griega: BⱵBLIOTHECA en lugar de BIBLIOTHECA; y una C invertida en lugar de BS: AↃQUE, y no ABSQUE. La última letra no era tan importante, pero las otras dos me parecían esenciales. Sugerí la H quebrada y la F invertida porque presentarían menos problemas para los hombres que utilizan buriles para metal o arcilla; no se verían obligados a hacer nuevos punzones. Publiqué el libro y una o dos personas dijeron que mis sugerencias eran sensatas; pero por supuesto no tuvo resultado alguno. Mi madre me dijo que había tres cosas imposibles en el mundo: que las tiendas llegasen a extenderse a través de la bahía, de Baias a Puteoli; que yo conquistase la isla de Bretaña, y que alguna de esas nuevas letras absurdas apareciese alguna vez en las inscripciones públicas de Roma. Siempre he recordado esta frase suya, porque tuvo sus efectos.

Por aquella época mi madre estaba muy disgustada conmigo porque la reconstrucción de nuestra casa llevaba mucho tiempo, y porque los nuevos muebles que compré no eran iguales a los antiguos, y porque sus rentas habían disminuido grandemente por su participación en esos gastos; yo no habría podido encontrar el dinero por mi propia cuenta. Vivimos dos años en habitaciones de palacio (no muy buenas) y descargaba constantemente su irritación sobre mí, de tal modo que al fin no pude soportarla y me mudé fuera de Roma, a mi casa de campo cercana a Capua, y sólo visitaba la ciudad cuando mis funciones sacerdotales lo requerían, cosa que no sucedía muy a menudo. Se querrá saber algo sobre Urgulanila. Nunca iba a Capua. En Roma teníamos muy pocas relaciones. Casi no me saludaba cuando nos encontrábamos, y no me prestaba atención alguna salvo, por las apariencias, cuando había invitados. Y siempre dormíamos separados. Parecía tener cierto cariño a nuestro hijo, Drusilo, pero hacía muy poco por él en sentido práctico. Su educación estaba en manos de mi madre, que dirigía la casa y nunca pedía ayuda a Urgulanila. Mi madre trataba a Drusilo como si fuese su propio hijo, y en cierto modo consiguió olvidar quiénes eran sus padres. Yo nunca aprendí a querer a Drusilo; era un chico hosco, estólido, insolente, y mi madre me regañaba a menudo en su presencia, de forma que aprendió a no tenerme respeto.

No sé cómo pasaba sus días Urgulanila. Pero jamás parecía aburrida; comía enormes cantidades de comida y, por lo que sé, no tenía amantes secretos. Esa extraña criatura tenía sin embargo una pasión: Numantina, la esposa de mi cuñado Silvano, una criaturita rubia, parecida a un elfo, que en una ocasión dijo o hizo algo (no sé qué) que penetró a través de la gruesa piel y el musculoso cuerpo y tocó lo que en Urgulanila cumplía funciones de corazón. Esta tenía en su alcoba un retrato en tamaño natural de Numantina. Creo que solía sentarse a contemplarlo horas enteras, cuando no tenía oportunidad de contemplarla en persona. Cuando me trasladé a Capua, Urgulanila se quedó en Roma con mi madre y Drusilo.

El único inconveniente de Capua como hogar para mí era la ausencia de una buena biblioteca. Pero comencé un libro para el cual no me hacía falta biblioteca alguna: una historia de Etruria. Para entonces había hecho algunos progresos en el etrusco, y Aruns, con quien pasaba unas horas todos los días, me resultaba útil en lo referente a proporcionarme acceso a los archivos de su templo semiderruido. Me dijo que había nacido el día en que apareció el cometa que anunció el comienzo del décimo y último ciclo de la raza etrusca. Un ciclo es un período computado por la vida más prolongada; es decir, el ciclo no se cierra hasta la muerte de todos los que estuvieron vivos en el festival que celebraba el final del ciclo anterior. Los etruscos lo calculaban en ciento diez años. Ese era el último ciclo, y terminaría con la total desaparición del etrusco como idioma hablado. La profecía estaba casi cumplida, porque él no tenía sucesores en su puesto de sacerdote, y la gente de la región hablaba ahora latín incluso en sus casas, de forma que se sintió contento de ayudarme a escribir mi historia, dijo, como mausoleo de las tradiciones de una raza que otrora fue grande. La empecé en el segundo año del reinado de Tiberio, y la terminé veintiún años después. La considero mi mejor obra; por cierto que es la que me llevó más trabajo. Por lo que sé, no existe ningún otro libro sobre el tema de los etruscos, y en verdad fue una raza muy interesante. De modo que pienso que todos los historiadores del futuro me estarán agradecidos.

Tenía a Calón y a Palas conmigo, y hacía una vida tranquila y ordenada. Me interesaba la granja anexa a mi casa de campo, y recibía ocasionales visitas de mis amigos de Roma, que iban a pasar sus vacaciones conmigo. Había una mujer que vivía permanentemente en la casa; se llamaba Acte. Era una prostituta profesional y una mujer muy honrada. Nunca tuve un problema con ella en los quince años que vivió conmigo. Nuestras relaciones eran puramente comerciales. Había elegido deliberadamente la prostitución como profesión; yo le pagaba bien. No tenía un pelo de tonta. En cierto modo nos apreciábamos mutuamente. Al cabo me dijo que quería retirarse con lo que había ganado. Se casaría con un hombre honesto, de preferencia un antiguo soldado, se establecería en una de las colonias y tendría hijos antes de que fuese demasiado tarde. Siempre había querido tener hijos. La besé, me despedí de ella y le di como dote una buena cantidad de dinero, para facilitarle las cosas. Pero no se fue hasta después de encontrar una sucesora de la que pudiese estar segura de que me trataría como debía. Encontró a Calpurnia, que se parecía tanto a ella, que a menudo pensé que era su hija. En una ocasión Acte mencionó que tenía una hija que había dado a criar porque no se podía ser prostituta y madre al mismo tiempo. Bueno, Acte se casó con un ex soldado de la guardia que la trataba muy bien y que le dio cinco hijos. La menciono sólo porque mis lectores se preguntarán qué tipo de vida sexual hacía yo, separado de Urgulanila. No creo que sea natural que un hombre normal viva mucho tiempo sin una mujer, y como Urgulanila era imposible como esposa, pienso que no se me puede censurar por vivir con Acte. Esta y yo teníamos un convenio, en el sentido de que, mientras estuviésemos juntos, ninguno de los dos tendría relación alguna con otras personas. No era por sentimiento, sino como precaución médica: ahora había en Roma muchas enfermedades venéreas, otro fatal legado, de paso, de las guerras púnicas.

Aquí quiero dejar bien sentado que nunca, en momento alguno de mi vida, he practicado la homosexualidad. No uso los argumentos de Augusto contra ella, en cuanto a que impide que los hombres tengan hijos para servir al Estado, pero siempre me ha parecido lamentable y desagradable ver a un hombre crecido, quizás un magistrado, un hombre de familia, baboseando lujuriosamente por un chiquillo rechoncho de cara pintada y pendientes; o a un anciano senador haciendo de reina Venus ante algún alto y joven Adonis de la caballería de la guardia, que tolera al viejo tonto sólo porque tiene dinero.

Cuando tenía que ir a Roma me quedaba tan poco tiempo como me era posible. Sentía algo incómodo en el ambiente mismo del Palatino, que puede muy bien haber sido la creciente tensión entre Tiberio y Livia. Aquél había comenzado a construir para sí un gigantesco palacio en el noroeste del monte, y se había mudado a las habitaciones inferiores, antes de que estuvieran terminadas las de arriba, dejándola a ella como única poseedora del palacio de Augusto. Livia, como para demostrar que el nuevo edificio de Tiberio, si bien era tres veces más grande, jamás tendría el prestigio del antiguo, puso una magnífica estatua de oro, de Augusto, en su salón y decidió, como Suma Sacerdotisa de su culto, invitar a todos los senadores y a sus esposas al banquete de dedicatoria. Pero Tiberio señaló que primero tenía que pedirle al Senado que sometiese a voto el asunto: era una función del Estado, y no un agasajo privado. Dirigió de tal modo el debate, que el banquete se realizó en dos partes a la vez: los senadores en el salón, con él como anfitrión, y las esposas en una gran habitación que comunicaba con aquél, con Livia como anfitriona. Esta se tragó el insulto no tratándolo como tal, sino sólo como una disposición sensata, más de acuerdo con lo que habría deseado el propio Augusto. Pero dio orden a los cocineros de palacio de que a las mujeres había que servirles primero los mejores trozos de carne, los mejores dulces y vinos. También se apropió de los platos y vasos más costosos para su fiesta. Lo venció en esa ocasión, y las mujeres se rieron mucho a expensas de Tiberio y de sus esposos.

Otra cosa incómoda en mis visitas a Roma era que jamás podía dejar de encontrarme con Seyano. Me disgustaba tener nada que ver con él, aunque siempre se mostraba minuciosamente cortés conmigo y nunca me hacía una ofensa directa. Me asombraba que un hombre con su cara y sus modales y no muy bien nacido, que ni era un famoso soldado ni especialmente rico, hubiese hecho tan rápida carrera en la ciudad. Ahora, después de Tiberio, era el hombre más importante, y gozaba de suma popularidad entre los guardias. El suyo era un rostro completamente indigno de confianza —astuto, cruel y de facciones irregulares—, y lo único que lo mantenía reunido era cierta audacia y decisión animales. Lo que me resultaba más extraño, se decía que algunas mujeres de buena familia rivalizaban por su amor. Él y Cástor se entendían mal, cosa natural, porque corrían rumores de que Livila y Seyano tenían cierto tipo de entendimiento. Pero Tiberio parecía tener absoluta confianza en él.

He mencionado a Briseis, la anciana liberta de mi madre. Cuando le dije que me iba de Roma para establecerme en Capua, me dijo que me echaría mucho de menos, pero que mi actitud era prudente.

—La otra noche tuve un sueño extraño, amo Claudio, si me perdonas. Eras un chiquillo cojo. Unos ladrones entraron en tu casa, asesinaron a tu padre, a muchos parientes y amigos. Pero el chico se escurrió por la ventana de la despensa y se dirigió cojeando hacia el bosque vecino. Trepó a un árbol y esperó. Los ladrones salieron de la casa y se sentaron bajo el árbol en el cual él se ocultaba, para repartirse el botín. Pronto comenzaron a reñir sobre quién se quedaría con qué cosas, y uno de los ladrones fue asesinado, y luego dos más, y después los que quedaban se pusieron a beber vino y fingieron ser grandes amigos. Pero el vino había sido envenenado por uno de los ladrones asesinados, de manera que todos murieron en medio de grandes tormentos. El niño cojo bajó del árbol, recogió las cosas de valor y encontró entre ellas una gran cantidad de oro y joyas robadas a otras familias. Pero se lo llevó todo a casa consigo y se volvió riquísimo.

Sonreí.

—Un sueño extraño, de veras, Briseis. Pero siguió siendo tan cojo como siempre, y todas las riquezas del mundo no podían devolver la vida a su padre y a su familia, ¿verdad?

—No, querido, pero quizás él se casó y tuvo una familia propia. De manera que tienes que elegir un buen árbol, amo Claudio, y no bajar de él hasta que haya muerto el último de los ladrones. Eso es lo que dijo mi sueño.

—No bajaré ni siquiera entonces, si puedo evitarlo, Briseis. No quiero quedarme con bienes robados.

—Siempre puedes devolverlos, amo Claudio.

Aquello resultaba notable, a la luz de lo que sucedió después. No tengo mucha fe en los sueños. Atenodoro soñó en una ocasión que había un tesoro en la cueva de un tejón, en un bosque cercano a Roma. Encontró el lugar exacto, que nunca había visitado hasta entonces, y allí, en un talud, había un agujero que llevaba a la cueva. Buscó un par de campesinos que le ayudaron a cavar, hasta que llegaron a la madriguera; en la que encontraron una vieja bolsa podrida que contenía seis mohosas monedas de cobre y una moneda falsa, que no alcanzaron para pagar a los campesinos por su trabajo. Y uno de mis arrendatarios, un tendero, soñó una vez que unas cuantas águilas volaban sobre su cabeza y que una de ellas se le posaba en el hombro. Lo consideró una señal de que un día sería emperador, pero lo único que sucedió fue que un piquete de soldados de la guardia lo visitó a la mañana siguiente (tenían águilas en sus escudos) y el cabo lo arrestó por no sé qué delito que lo colocaba bajo jurisdicción militar.