AÑO 5
d. de C.
El año anterior al de mi mayoría de edad y mi casamiento fue un mal año para Roma. Hubo una serie de terremotos en el sur de Italia, que destruyeron varias ciudades. En primavera cayeron pocas lluvias y las cosechas tenían un aspecto desastroso en todo el país. Luego, poco antes de la siega cayeron lluvias torrenciales que destruyeron y arruinaron el poco trigo que había granado. Las lluvias fueron tan violentas, que el Tíber se llevó el puente e hizo que la parte baja de la ciudad resultase navegable, durante siete días, para los botes. Parecía inminente una hambruna, y Augusto envió comisionados a Egipto y otras partes para comprar enormes cantidades de grano. Los graneros públicos habían quedado vacíos debido a la mala cosecha del año anterior, aunque no fue tan mala como la de ese año. Los comisionados lograron comprar cierta cantidad de cereales, pero a un precio muy elevado y no lo suficiente. Ese invierno hubo grandes penurias, tanto más cuanto que Roma estaba repleta: su población se había duplicado en los últimos veinte años, y Ostia, el puerto de la ciudad, era inseguro en invierno, de modo que los convoyes que transportaban los granos de Oriente pasaban varias semanas sin poder descargar. Augusto hizo lo que pudo para mitigar el hambre. Desterró temporalmente a todos los que no eran dueños de casa a distritos de campo situados a no menos de ciento cincuenta kilómetros de la ciudad; nombró una junta de racionamiento compuesta de ex cónsules, y prohibió los banquetes públicos, incluso en su cumpleaños. Gran parte de los cereales los importó a su propia costa y los distribuyó gratuitamente a los necesitados. Como de costumbre, el hambre trajo motines, y los motines trajeron incendios. Calles enteras de tiendas fueron incendiadas de noche por saqueadores casi muertos de hambre de los barrios obreros. Augusto organizó una brigada de guardianes nocturnos, en siete divisiones, para impedir esas cosas; estas brigadas resultaron tan útiles que posteriormente no se las disolvió. Pero los amotinados habían causado enormes daños. Por esa época se implantó un nuevo impuesto para conseguir dinero para las guerras germanas, y entre el hambre, los incendios y los impuestos, los hombres del común comenzaron a mostrarse inquietos y a hablar abiertamente de revolución. De noche aparecían amenazadores manifiestos en las puertas de los edificios públicos. El Senado ofreció una recompensa por toda información que condujese al arresto de los dirigentes de los amotinados, y muchos hombres se presentaron a reclamarla, delatando a sus vecinos. Pero esto no hizo otra cosa que aumentar la confusión. En apariencia no existía una verdadera conspiración; sólo se trataba de esperanzadas conversaciones acerca de conspiraciones. Por fin comenzó a llegar el trigo de Egipto, donde la cosecha es mucho más temprana que la nuestra, y la tensión disminuyó.
Entre las personas a quienes se obligó a salir de Roma durante el hambre estaban los gladiadores. No eran numerosos, pero Augusto pensó que si se producían perturbaciones civiles, lo más probable era que participasen peligrosamente en las mismas, porque eran un grupo de desesperados, algunos de ellos hombres de rango que habían sido vendidos como esclavos, por deudas, a compradores que habían aceptado dejarles ganar el precio de su libertad si combatían a espada. Si un joven caballero incurría en deudas, sin culpa alguna de su parte o por inconsciencia juvenil, sus parientes lejanos lo salvaban de la esclavitud o intervenía el propio Augusto. De modo que esos caballeros espadachines eran hombres a quienes nadie consideraba dignos de ser salvados de su destino y que, habiéndose convertido en los dirigentes naturales de la Agrupación de Gladiadores, eran de los que podían encabezar una rebelión armada.
Cuando las cosas mejoraron se les ordenó que regresaran y se decidió, para diversión general, organizar una gran lucha pública a espada y una cacería de fieras salvajes en nombre de Germánico y mío y en memoria de nuestro padre. Livia quería recordarle a Roma sus grandes hazañas, con vistas a llamar la atención hacia Germánico, quien se le parecía mucho y que pronto, según se esperaba, sería enviado a Germania a ayudar a su tío Tiberio, otro famoso soldado, a hacer nuevas conquistas. Mi madre y Livia contribuyeron a los gastos del espectáculo, pero la carga principal del mismo recayó sobre Germánico y yo. Sin embargo, se consideraba que Germánico, en su situación, necesitaba más dinero que yo, de modo que mi madre me explicó que era justo que yo pusiese el doble de lo que ponía él. Me alegré de hacer todo lo posible por Germánico. Pero cuando todo terminó y descubrí lo que había gastado, me sentí abrumado. El espectáculo había sido planeado sin tener en cuenta su costo, y además de los gastos habituales de la lucha a espada y de la cacería de animales salvajes, arrojamos lluvias de dinero al populacho.
En la procesión al anfiteatro, Germánico y yo viajamos, por especial decreto del Senado, en el antiguo carro de guerra de nuestro padre. Acabábamos de ofrecer un sacrificio en su memoria, en la gran tumba que Augusto había construido para sí mismo, para cuando muriese, y donde había enterrado las cenizas de nuestro padre junto con las de Marcelo. Bajamos por la vía Apia y pasamos por debajo del arco conmemorativo de nuestro padre, coronado por su colosal figura ecuestre, adornada con laureles en honor de la ocasión. Soplaba un viento del noroeste y los médicos no quisieron permitirme que fuese sin una capa, de manera que, con una sola excepción, yo era la única persona presente en el combate —en el cual me senté junto a Germánico, como copresidente— que llevaba una. La otra excepción era Augusto, que estaba sentado al otro lado de Germánico. Sentía intensamente los extremos de calor y de frío, y en invierno usaba no menos de cuatro camisetas, junto con una túnica muy gruesa y una larga capa. Algunos de los presentes vieron un augurio en la similitud entre mi vestimenta y la de Augusto, y además hicieron observar que yo había nacido el primer día del mes que llevaba su nombre, y además en Lyon, el mismo día en que él dedicó allí un altar en su nombre. O por lo menos eso fue lo que muchos años después dijeron que habían dicho. Livia también estaba en el palco, honor especial que se le concedía como madre de mi padre. Normalmente tenía que sentarse con las vírgenes vestales. La regla establecía que los hombres y las mujeres debían sentarse aparte.
Fue la primera lucha a espada que se me permitió presenciar, y el encontrarme en el palco del presidente me resultaba tanto más embarazoso. Germánico hizo todo el trabajo, si bien fingía consultarme cuando había que tomar alguna decisión, y lo llevó a cabo con gran seguridad y dignidad. Yo tuve la suerte de que el combate fuese el mejor de los que se habían exhibido en el anfiteatro. Pero como era el primero que presenciaba, no pude apreciar su excelencia, ya que no tenía el antecedente de espectáculos anteriores para utilizarlo con fines de comparación. Pero la verdad es que desde entonces no he visto ninguno mejor, y creo que he presenciado un millar de los más importantes. Livia quería que Germánico conquistase popularidad como hijo de su padre, y no había escatimado gastos al contratar a los mejores profesionales de Roma. Por lo general los espadachines profesionales tenían sumo cuidado en no herirse, y gastaban la mayor parte de su energía en fintas, paradas y golpes que parecían homéricos, pero que en realidad resultaban inofensivos, como los garrotazos que los esclavos se propinan con porras de cartón en las comedias vulgares. Sólo de vez en cuando, cuando se encolerizaban o cuando tenían una antigua deuda que saldar entre sí, se hacía el espectáculo digno de ser presenciado. Esa vez Livia reunió a los jefes de la Asociación de Gladiadores y les dijo que quería que la exhibición valiese la pena. Si los asaltos no eran reales, ella disolvería la asociación, el verano pasado había habido demasiados combates arreglados. De modo que los combatientes fueron prevenidos por los dirigentes de la asociación que debían luchar en serio, porque de lo contrario serían expulsados.
En los seis primeros combates un hombre resultó muerto, uno tan gravemente herido que murió ese mismo día, y a un tercero le cortaron el escudo cerca del hombro, lo que provocó grandes risotadas. En cada uno de los tres combates siguientes uno de los hombres desarmó al otro, pero no antes de haber luchado tan bien que, cuando se recurrió a Germánico y a mí, pudimos confirmar la aprobación del público levantando el pulgar, en señal de que podía perdonarse la vida al derrotado. Uno de los vencedores había sido un adinerado caballero uno o dos años antes. En todos los combates la regla era que los antagonistas no debían luchar con las mismas armas. Se enfrentaban espada contra lanza, o espada contra hacha de combate, o lanza contra maza. El séptimo combate fue entre un hombre armado con una espada reglamentaria del ejército y otro armado con un tridente y una red. El de la espada, o «perseguidor», era un soldado de la guardia que había sido recientemente condenado a muerte por emborracharse y golpear a su capitán. Su sentencia fue conmutada por una lucha contra el hombre de la red y el tridente, un profesional de Tesalia, muy bien pagado, que había matado a más de veinte oponentes en los cinco años anteriores, o por lo menos eso me dijo Germánico.
Mis simpatías estaban de parte del soldado, que entró en la arena muy pálido y tembloroso; había estado varios días en la cárcel y la intensa luz le molestaba. Pero toda su compañía, que parecía simpatizar mucho con él porque el capitán era un bravucón y un animal, le gritó al unísono que reuniera sus fuerzas y defendiera el honor de la compañía. Se irguió y gritó: «¡Haré todo lo posible, muchachos!». Resultó que su sobrenombre de campamento era «Escarcho», y eso fue suficiente para que la mayor parte del público se pusiera de su parte, aunque los guardias eran muy poco populares en la ciudad. Si un escarcho conseguía matar a un pescador, eso constituiría una buena broma. Tener el anfiteatro de parte de uno equivale a tener la mitad de la batalla ganada, para un hombre que lucha por su vida. El tesalio, un individuo delgado, de largos brazos y piernas, entró jactanciosamente detrás de él, ataviado sólo con una túnica de cuero y un duro y redondo gorro de cuero. Estaba de buen humor, intercambiaba chistes con los bancos de las primeras filas, porque su oponente era un aficionado y Livia le pagaba mil piezas de oro por la tarde y quinientas más si mataba a su hombre después de un buen combate. Llegaron juntos frente al palco y saludaron primero a Augusto y Livia, y luego a Germánico y a mí, como presidentes, con la fórmula habitual: «Saludos, señores. ¡Os saludamos a la sombra de la muerte!». Nosotros devolvimos los saludos con un gesto formal, pero Germánico le dijo a Augusto:
—Vaya, señor, ese soldado es uno de los veteranos de mi padre. Conquistó una medalla en Germania por ser el primer hombre que traspuso una empalizada enemiga.
Augusto se mostró interesado.
—Bueno —dijo—, ésta será una buena lucha, entonces. Pero en ese caso el hombre de la red debe de tener diez años menos de edad, y los años son importantes en este juego.
Luego Germánico hizo una seña para que sonasen las trompetas, y comenzó la lucha.
Escarcho se mantuvo firme, mientras el tesalio bailaba a su alrededor. No era tan tonto como para derrochar energías corriendo tras su oponente o para quedarse paralizado en una inmovilidad absoluta. El tesalio trató de hacerle perder los estribos burlándose de él, pero Escarcho no se dejó atrapar en el juego. Sólo en una ocasión, cuando el tesalio se acercó demasiado, mostró disposición de tomar la ofensiva, y la velocidad de su embestida arrancó rugidos de placer de los bancos. Pero el tesalio se alejaba a tiempo. La lucha se hizo de pronto más vivaz; el tesalio lanzaba su largo tridente a fondo, hacia arriba o hacia abajo, y Escarcho paraba con facilidad los golpes, pero con un ojo puesto en la red, que tenía pequeños pesos de plomo y que el tesalio manejaba con la izquierda.
—¡Magnífico trabajo! —oí que Livia le decía a Augusto—. ¿Has visto? El mejor reciario de Roma. Ha estado jugando con el soldado. Habría podido envolverlo y clavarlo, si hubiese querido. Pero está prolongando la lucha.
—Sí —respondió Augusto—. Me temo que el soldado está derrotado. No habría debido beber.
Apenas acababa Augusto de hablar cuando Escarcho desvió el tridente y saltó hacia adelante, desgarrando la túnica de cuero del tesalio entre el brazo y el cuerpo. El hombre de Tesalia se apartó con la velocidad de un relámpago, y al correr lanzó la red a la cara de Escarcho. Por mala suerte uno de los pesos golpeó a éste en un ojo, cegándolo momentáneamente. Detuvo su carrera y el tesalio, advirtiendo la posibilidad, se volvió y de un golpe le hizo caer la espada de la mano. Escarcho se precipitó a recuperarla, pero el tesalio llegó primero, corrió con ella a la barrera y se la arrojó a un rico espectador sentado en la primera fila de los asientos destinados a los caballeros. Luego regresó a la agradable tarea de aguijonear y despachar a un adversario desarmado. La red silbó en torno a la cabeza de Escarcho, y el tridente golpeaba aquí y allá, pero Escarcho se mantenía impávido, y en una ocasión trató de apoderarse del tridente y casi lo consiguió. El tesalio lo había empujado hacia el palco, para que el final del encuentro resultase más espectacular.
—¡Basta ya! —dijo Livia con voz normal—. Ya ha jugado bastante. Que termine de una vez.
El tesalio no necesitaba que lo estimulasen. Simultáneamente lanzó la red a la cabeza de Escarcho y el tridente contra el vientre de éste. ¡Y qué rugido se escuchó entonces! Escarcho se había apoderado de la red con la derecha y, echando el cuerpo hacia atrás, propinó un fortísimo puntapié a la empuñadura del tridente, a unos centímetros de la mano de su enemigo. El arma voló por sobre la cabeza del tesalio, giró en el aire y se clavó, vibrante, en la barrera de madera. El tesalio se quedó asombrado un instante, y luego abandonó la red en manos de Escarcho y corrió a recuperar el tridente. Escarcho se arrojó hacia adelante, de costado, y lo golpeó en las costillas, mientras corría, con el realce aguzado del centro de su escudo. El reciario cayó, jadeando, en cuatro patas. Escarcho se incorporó con rapidez y dejó caer el escudo, con un golpe seco, en la nuca de su contrincante.
—¡El golpe del conejo! —exclamó Augusto—. Jamás lo había visto emplear en la liza. ¿Y tú, mi querida Livia? ¿Eh? Y apuesto a que lo mató.
El tesalio estaba muerto. Supongo que Livia se sentía muy disgustada, pero sólo dijo:
—Y se lo tiene merecido. Eso sucede cuando se menosprecia al oponente. Me ha desilusionado, ese reciario. Pero me he ahorrado quinientas piezas de oro, de manera que supongo que no puedo quejarme.
Para coronar las diversiones de la tarde hubo un combate entre dos rehenes germanos que pertenecían a clanes rivales y que se habían desafiado voluntariamente a un duelo a muerte. No fue un combate elegante, sino un salvaje ataque con larga espada y alabarda. Ambos llevaban un pequeño escudo, profusamente adornado, atado al antebrazo izquierdo. Era una forma poco común de combatir, porque el soldado germano común realiza toda su tarea con la azagaya de largo ástil y estrecha cabeza. La alabarda de punta ancha y la larga espada son símbolos de alto rango. Uno de los combatientes, un hombrón rubio, de uno ochenta de estatura, aniquiló rápidamente al otro, tajeándolo terriblemente antes de asestarle el aplastante golpe final a un costado del cuello. La muchedumbre lo vitoreó estruendosamente, y los gritos se le subieron al vencedor a la cabeza, porque hizo un discurso en una mezcla de alemán y latín de campamento, en el que decía que en su país era un guerrero de renombre y había matado a seis romanos en combate, incluso a un oficial, antes de ser entregado como rehén por su tío, el jefe de la tribu, celoso de él. Desafiaba a cualquier romano de rango a medirse con él, espada contra espada, para convertirse en su séptima víctima de la suerte.
El primero que saltó a la arena fue un joven oficial de estado mayor de una familia antigua pero empobrecida, llamado Casio Querea. Llegó corriendo al palco solicitando permiso para aceptar el desafío. Su padre, dijo, había sido muerto en Germania a las órdenes del glorioso general en cuyo nombre se realizaba la fiesta. ¿Se le permitiría sacrificar piadosamente a ese jactancioso individuo al espíritu de su padre? Casio era un muy buen espadachín. Yo lo contemplaba a menudo en el Campo de Marte. Germánico consultó con Augusto y luego conmigo; cuando Augusto otorgó su consentimiento y yo mascullé el mío, se le dijo a Casio que se armara. Fue a los vestuarios y tomó prestados de Escarcho la espada, el escudo y los protectores corporales, para ayudar a su buena suerte y a modo de cumplido a Escarcho.
Pronto comenzó una lucha mucho más grande que ninguna de las ofrecidas por los profesionales; el germano blandía su enorme espada y Casio paraba los golpes en su escudo y trataba de introducirse bajo la guardia de su rival, pero éste era tan ágil como fuerte, y en dos ocasiones logró poner a Casio de rodillas. Los espectadores guardaban un silencio perfecto, como si se encontrasen presenciando una ceremonia religiosa, y no se oía más que el choque del acero contra el acero y el tintinear de los escudos.
«El germano es demasiado fuerte para él —dijo Augusto—, me temo. No habríamos debido permitir este encuentro. Si Casio muere, ello creará una mala impresión en la frontera, cuando las noticias lleguen allí».
Entonces Casio resbaló en un charco de agua y cayó de espaldas. El germano se inclinó sobre él, con una sonrisa triunfal, y entonces, y entonces sentí un rugido en los oídos, se hizo la oscuridad ante mis ojos y me desvanecí. La emoción de ver matar a hombres por primera vez en mi vida, y luego el combate entre Escarcho y el tesaliano, en el que me puse tan intensamente de parte del primero, y ahora este encuentro, en que me parecía que era yo mismo quien luchaba desesperadamente por mi vida con el germano, todo eso fue demasiado para mí. De modo que no presencié la maravillosa recuperación de Casio, en el momento en que el germano levantaba su desagradable espada para partirte el cráneo, el rápido golpe hacia arriba, con el realce del escudo, en la ingle del germano, el movimiento con el que Casio rodó hacia un costado y la veloz estocada decisiva bajo la axila. Sí, Casio mató a su hombre. No olviden a este Casio, porque en dos o tres ocasiones desempeña un papel de importancia en esta historia. En cuanto a mí, nadie advirtió que me había desmayado durante un rato, y cuando se dieron cuenta ya estaba volviendo en mí. Me acomodaron en mi lugar hasta que el espectáculo terminó. Sacarme de allí habría representado una deshonra para todos.
Al día siguiente continuaron los Juegos, pero yo no asistí. Se anunció que estaba enfermo. Me perdí uno de los espectáculos más impresionantes jamás presenciados en el anfiteatro: el encuentro entre un elefante de la India —son mucho más grandes que los de raza africana— y un rinoceronte. Los expertos apostaron a favor del rinoceronte, porque si bien es un animal mucho menor, su piel es mucho más gruesa que la del elefante y se suponía que lo liquidaría rápidamente con su largo cuerno agudo. Decían que en África los elefantes habían aprendido a eludir los lugares que frecuentaban los rinocerontes, que mantienen un dominio indiscutido sobre todo el territorio. Pero ese elefante de la India —según me describió Póstumo después de la lucha— no mostró ansiedad o temor alguno cuando el rinoceronte se precipitó a la liza; en cada una de las embestidas le hizo frente con los colmillos y trotó tras él, con torpe velocidad, cuando su antagonista se retiraba desconcertado. Pero como descubrió que le era imposible penetrar en la gruesa coraza del cuello del animal, la fantástica criatura recurrió a la astucia. Recogió con la trompa una tosca escoba hecha de una mata de espino que uno de los limpiadores había dejado en la arena y la metió en la cara de su enemigo cuando le atacó de nuevo. Consiguió cegarlo primero de un ojo y luego del otro. El rinoceronte, loco de ira y dolor, se precipitó de un lado a otro en persecución del elefante, y al cabo se lanzó con todas sus fuerzas contra la barrera de madera, atravesándola, destrozándose el cuerno y aturdiéndose contra la barrera de mármol que había tras ella. Luego apareció el elefante con la boca abierta, como si riera y, ampliando primero la brecha de la barrera de madera, comenzó a pisotear la cabeza de su enemigo caído, que trituró por completo. Luego meneó la cabeza, como al compás de alguna música, y se alejó tranquilamente. Su cuidador indio llegó corriendo con un enorme tazón lleno de golosinas, que el elefante se echó en la boca mientras la multitud estallaba en aplausos. Después el animal ayudó a su conductor a subírsele al cuello, ofreciéndole la trompa como escala, y trotó hacia donde se encontraba Augusto. Allí trompeteó su saludo real —que se les enseña a emitir sólo ante los monarcas— y se arrodilló para rendir su homenaje. Pero, como digo, yo me perdí el espectáculo.
Esa noche Livia le escribió a Augusto:
Mi querido Augusto:
La conducta tan poco viril de Claudio, ayer, al desmayarse ante la visión de dos hombres combatiendo, para no hablar de los grotescos movimientos espasmódicos de sus manos y su cabeza, que en un solemne festival en conmemoración de las victorias de su padre resultan tanto más vergonzosos e infortunados, han tenido por lo menos la utilidad de que ahora podemos decidir definitivamente, de una vez por todas, que, salvo en su calidad de sacerdote —porque los puestos vacantes en los colegios tienen que ser llenados de alguna manera y Plaucio ha logrado instruirlo bastante bien en cuanto a sus obligaciones—, Claudio es perfectamente incapaz en lo referente a presentarse en público. Debemos conformarnos con considerarlo una pérdida, salvo quizá para los fines de la procreación, porque tengo entendido que ha cumplido su deber para con Urgulanila, pero no estaré segura de ello hasta que no vea al niño, que podría muy bien ser un monstruo como él.
Antonia ha tomado hoy de su estudio lo que parece ser un archivo de materiales históricos que ha estado reuniendo para una biografía de su padre. También encontró una introducción penosamente compuesta para la obra en proyecto, que te envío adjunta. Observarás que Claudio ha elegido para alabanza de su querido padre una debilidad intelectual: su empecinada ceguera en cuanto a la marcha del tiempo, su absurda ilusión de que las formas políticas que convenían a Roma cuando Roma era un pequeño pueblo en guerra con los pequeños pueblos vecinos podían ser restablecidas después de que Roma se convirtió en el reino más grande que se ha conocido desde la época de Alejandro. Mira lo que sucedió cuando Alejandro murió y no se pudo encontrar a nadie lo bastante fuerte para reemplazarle como monarca supremo: todo el imperio cayó hecho pedazos. Pero no quiero perder mi tiempo y el tuyo en trivialidades históricas.
Atenodoro y Sulpicio, con quienes acabo de conversar, me dicen que no conocían esa introducción hasta que yo hice que la leyeran, y están de acuerdo en que es sumamente inconveniente. Juran que jamás le han puesto ideas subversivas en la cabeza, y sugieren que debe de haberlas recogido de algunos libros antiguos. Personalmente pienso que las heredó, su abuelo tenía también la misma curiosa debilidad, —si lo recuerdas— y que es muy de Claudio esto de elegir esa única debilidad como herencia y rechazar todo otro legado de salud física o moral. ¡Gracias a Dios que existen Tiberio y Germánico! No hay en ellos, por lo que yo sé, ni una pizca de tontería republicana.
Por supuesto, le ordenaré a Claudio que abandone sus trabajos biográficos, y le diré que si deshonra la memoria de su padre desmayándose en los solemnes Juegos ofrecidos en su honor, está incapacitado para escribir su biografía. Que encuentre algún otro empleo para su pluma.
LIVIA
Desde que Polión me habló del envenenamiento de mi padre y mi abuelo, me había sentido grandemente desorientado. No podía decidir si el anciano había estado diciéndome unas tonterías seniles, o bromeando, o si en verdad sabía algo. ¿Quién sino el propio Augusto tenía bastante interés en la monarquía como para envenenar a un noble nada más que porque éste creía en el gobierno republicano? Y sin embargo no podía creer que Augusto fuese el asesino; el veneno era una forma baja de matar, un método de esclavos, y Augusto jamás habría descendido a eso. Además, no era un hipócrita, y cuando hablaba de mi padre lo hacía siempre con admiración y afecto. Consulté dos o tres historias recientes, pero no me dijeron nada que no hubiese sabido de labios de Germánico, en cuanto a las circunstancias de la muerte de mi padre.
Un par de días después de los Juegos conversaba con nuestro portero, que había sido ordenanza de mi padre en todas sus campañas. Este honrado sujeto había estado bebiendo demasiado, porque el nombre de mi padre estaba en esos días en boca de todo el mundo y sus veteranos habían recibido buena parte de su gloria reflejada.
—Dime lo que sepas sobre la muerte de mi padre —le dije con audacia—. ¿Se habló algo en el campamento acerca de que hubiese muerto de otro modo que por accidente?
—No se lo diría a nadie, señor —contestó—, sino a ti, pero puedo tenerte confianza. Eres el hijo de tu padre, y nunca conocí a un hombre que no confiara en él. Sí, señor, hubo rumores, y tenían más seriedad que la mayoría de los rumores de campamento. Tu valiente y noble padre, señor, fue envenenado, y ésa es mi segura creencia. Cierta persona, cuyo nombre no mencionaré porque lo sabrás sin que te lo diga, estaba celosa de las victorias de tu padre, y le envió una orden llamándolo a Roma. Eso no es un cuento o un rumor: es historia. La orden llegó cuando tu padre se había fracturado una pierna; no era una herida muy grave, y se estaba curando, cuando llega ese médico de Roma, al mismo tiempo que el mensaje, con su bolsita de venenos en una mano. ¿Quién envió al médico? La misma Persona que mandó el mensaje. Dos y dos son cuatro, ¿verdad, señor? Los ordenanzas quisimos matar al médico, pero volvió a Roma a salvo. Bajo escolta especial.
Cuando leí la nota de mi abuela Livia en la que me ordenaba desistir de la redacción de la biografía de mi padre, mi perplejidad aumentó. ¿Acaso Polión se había referido a mi abuela como asesina de su ex esposo y de su hijo? Era inconcebible. ¿Y qué motivos habría podido tener para ello? Sin embargo, cuando pensaba en el asunto, me resultaba más fácil creer que había sido Livia y no Augusto.
Aquel verano Tiberio necesitó hombres para su guerra en Germania oriental, y se hicieron levas en Dalmacia, una provincia que últimamente se mostraba tranquila y dócil. Pero cuando se reunió el contingente resultó que el recaudador de impuestos realizaba su visita anual por esos lugares y no exigía a la provincia más de la suma fijada por Augusto, pero sí más de lo que Dalmacia podía pagar. Hubo enérgicas protestas de pobreza. El recaudador de impuestos ejerció su derecho de apoderarse de chicos bien parecidos de las aldeas que no podían pagar y de llevárselos para venderlos como esclavos. Los padres de algunos de los niños así capturados eran miembros del contingente y, por supuesto, armaron un gran alboroto. Toda la fuerza se rebeló y mató a sus capitanes romanos. Una tribu de Bosnia se levantó en solidaridad y muy pronto todas nuestras provincias de frontera, entre Macedonia y los Alpes, estuvieron en llamas. Por fortuna Tiberio pudo firmar la paz con los germanos, por petición de ellos, no de él, y marchar contra los rebeldes. Los hombres de Dalmacia no quisieron hacerle frente, sino que se dividieron en pequeñas columnas y libraron una hábil guerra de guerrillas. Tenían un armamento ligero y conocían bien el país, y cuando llegó el invierno se atrevieron incluso a penetrar en Macedonia.
Augusto, en Roma, no podía apreciar las dificultades ante las que se veía Tiberio, y sospechó que demoraba adrede las operaciones, por algún motivo privado que no percibía bien. Decidió enviar a Germánico, con un ejército, para empujar a Tiberio a la acción.
Germánico, que ahora tenía veintitrés años, acababa de ingresar, cinco años antes de la edad acostumbrada, en su primera magistratura en la ciudad. El nombramiento militar causó sorpresa: todos esperaban que Póstumo fuese el elegido. Póstumo no tenía designación magisterial alguna, sino que estaba ocupado en el Campo de Marte, adiestrando a los reclutas para ese nuevo ejército. Ahora tenía el rango de comandante de regimiento. Era tres años menor que Germánico, pero su hermano Cayo había sido enviado a gobernar el Asia a la edad de diecinueve años y se había convertido en cónsul al año siguiente. Póstumo no era en modo alguno menos capaz que Cayo, había acuerdo en este sentido, y a fin de cuentas era el único nieto que le quedaba a Augusto.
Mis propios sentimientos, al enterarme de la noticia, que todavía no se había hecho pública, se dividieron entre la alegría por Germánico y la pena por Póstumo. Fui a ver a este último y llegué a sus habitaciones de palacio al mismo tiempo que Germánico. Póstumo nos saludó a ambos con afecto y felicitó a Germánico por su nombramiento.
—Para eso he venido, querido Póstumo —dijo Germánico—. Sabes muy bien que me siento orgulloso y alegre de que me hayan elegido, pero la reputación militar no es nada para mí si te hiero con ello. Eres un soldado tan capaz como yo, y, como heredero de Augusto es evidente que el elegido habrías debido ser tú. Con tu consentimiento, me propongo ir a verlo ahora y ofrecerme a renunciar en tu favor. Señalaré la interpretación errónea que la ciudad hará del hecho de que me haya preferido a mí y no a ti. No es tarde para modificar las cosas.
—Mi querido Germánico —contestó Póstumo—, eres muy generoso y noble, y por ese motivo hablaré con franqueza. Tienes razón al decir que la ciudad considerará esto como un desaire hacia mí. El asunto se agrava por el hecho de que tus deberes de magistrado quedan interrumpidos con el nombramiento, en tanto que yo estoy en perfecta libertad de ser enviado. Pero créeme que la desilusión que experimento es ampliamente recompensada con esta nueva prueba que me has dado de tu amistad, y te deseo todos los éxitos posibles.
—Si me perdonáis ambos —dije yo entonces— por expresar una opinión, creo que Augusto ha considerado la situación con más cuidado de lo que creéis. Por algo que oí a mi madre decir esta mañana, entiendo que sospecha que mi tío Tiberio está prolongando la guerra a propósito. Si enviase a Póstumo con nuevas fuerzas, después de aquella antigua historia de rencillas entre mi tío y los hermanos de Póstumo, mi tío podría mostrarse suspicaz y ofendido. Póstumo parecería un espía y un rival. Pero Germánico es su hijo adoptivo, y sólo será visto como un refuerzo. No creo que pueda decirse nada más, aparte de que Póstumo tendrá sin duda su oportunidad en otra parte, quizá muy pronto.
Los dos se sintieron encantados con este enfoque del asunto que reconocía los méritos de ambos, y nos separamos muy amigos.
Aquella misma noche, o más bien en las primeras horas de la mañana siguiente, me encontraba trabajando en mi habitación, en el piso superior de nuestra casa, cuando oí unos gritos distantes y muy pronto unos leves roces en el balcón. Fui hasta la puerta y vi que aparecía una cabeza por el balcón y luego un brazo. Era un hombre de vestimenta militar, que pasó la pierna por el antepecho y se izó sobre el balcón. Me quedé paralizado un instante, y el primer alocado pensamiento que me cruzó por la cabeza fue: «Es un asesino enviado por Livia». Estaba a punto de gritar pidiendo auxilio cuando el hombre dijo en voz baja:
—¡Silencio! No pasa nada. Soy Póstumo.
—¡Oh, Póstumo! Qué susto me has dado. ¿Por qué entras de ese modo, a esta hora de la noche, como un ladrón? ¿Y qué te pasa? Te sangra la cara, y tienes la capa desgarrada.
—He venido a despedirme, Claudio.
—No entiendo. ¿Acaso Augusto ha cambiado de opinión? Yo creía que el nombramiento ya había sido hecho público.
—Dame algo de beber, tengo sed. No, no voy a la guerra. Lejos de ello. Me han enviado a pescar.
—No hables enigmáticamente. Aquí tienes el vino. Bébelo rápido y dime qué sucede. ¿Adónde te vas a pescar?
—Oh, a alguna islita. Creo que todavía no la han elegido.
—¿Quieres decir? —El corazón se me detuvo y la cabeza me daba vueltas.
—Sí, me destierran; como a mi pobre madre.
—¿Pero por qué? ¿Qué delito has cometido?
—Ninguno que se pueda mencionar oficialmente ante el Senado. Supongo que la frase será «maldad incurable y persistente». ¿Te acuerdas de ese Debate con la almohada?
—¡Oh, Póstumo! ¿Acaso mi abuela…?
—Escucha con atención, Claudio, porque tengo poco tiempo. Estoy arrestado, pero he conseguido derribar a dos de mi escolta y fugarme. Han llamado a la guardia de palacio y todos los caminos de fuga están bloqueados. Saben que estoy en alguno de estos edificios y registrarán todas las habitaciones. Sentí que tenía que verte, porque quiero que sepas la verdad y no creas en las acusaciones que han fabricado contra mí. Y quiero que se lo cuentes todo a Germánico. Envíale mis cariñosos saludos y cuéntaselo todo, tal como te lo contaré yo ahora. No me importa lo que puedan pensar otros de mí, pero deseo que tú y Germánico conozcáis la verdad y penséis bien de mí.
—No olvidaré una sola palabra, Póstumo. Rápido, dímelo desde el comienzo.
—Bueno, ya sabes que últimamente no gozaba del favor de Augusto. Al principio no pude entender por qué, pero pronto se me hizo evidente que, Livia estaba envenenando sus pensamientos en mi contra. Es extraordinariamente débil en lo que a ella respecta. ¡Imagínate: hace casi cincuenta años que vive con ella, y todavía cree hasta la última palabra que le dice! Pero Livia no es la única en esta conspiración. También está Livila.
—¿Livila? Oh, lo siento.
—Sí. Ya sabes cuánto la amé y cuánto he sufrido por ella. En una ocasión, hace un año, me insinuaste que ella no valía la pena de que me preocupara, y ya recordarás cuánto me enojé contigo. Durante varios días no te hablé. Ahora lamento haberme enojado, Claudio. Pero ya sabes lo que sucede cuando uno está desesperadamente enamorado. No te expliqué entonces que antes de que se casara con Cástor me dijo que Livia le había impuesto ese matrimonio, y que en realidad sólo me amaba a mí. Y yo la creí. ¿Por qué no había de creerle? Tenía la esperanza de que algún día le sucediera algo a Cástor y que entonces ella quedase en libertad de volver a casarse. Eso me ha pesado en los pensamientos desde entonces, noche y día. Esta tarde, después de verte, estaba sentado con ella y Cástor bajo el emparrado, junto al estanque de las carpas. Él comenzó a burlarse de mí. Ahora me doy cuenta de que todo aquello fue cuidadosamente ensayado. Lo primero que dijo fue: «¿De modo que prefirieron a Germánico antes que a ti?». Le dije que consideraba justo el nombramiento y que acababa de felicitar a Germánico. Y entonces dijo, con tono burlón: «De modo que la designación cuenta con tu principesca aprobación, ¿eh? De paso, ¿sigues abrigando la esperanza de suceder a tu abuelo como emperador?». Me contuve por Livila, pero dije que no creía decente discutir la sucesión mientras Augusto viviera y estuviese en plena posesión de sus facultades mentales. A continuación le pregunté con ironía si se ofrecía como candidato rival. Me respondió, con una sonrisa desagradable: «Bien, si lo hiciera creo que tendría más posibilidades de éxito que tú. Por lo general obtengo lo que quiero. Utilizo el cerebro. Conquisté a Livila usando el cerebro. Me da risa cuando pienso en lo fácil que me resultó convencer a Augusto de que tú no eras un esposo adecuado para ella. Quizá consiga de ese modo otras cosas que deseo. ¿Quién sabe?». Eso me encolerizó de veras. Le pregunté si quería decir que había estado contando mentiras sobre mí. «¿Por qué no? —replicó—. Quería a Livila y la conseguí». Me volví hacia Livila y le pregunté si estaba enterada de eso. Fingió indignarse y dijo que no sabía nada, pero que creía a Cástor capaz de cualquier acción torcida. Derramó una o dos lágrimas y dijo que Cástor estaba corrompido hasta los huesos y que nadie sabía cuánto había sufrido con él, y que deseaba estar muerta.
—Sí, es una vieja treta suya. Puede llorar cuando se le antoja. Todos se engañan con ella. Si te hubiera contado todo lo que sé de mi hermana, quizá me habrías odiado durante un tiempo, pero te hubieras ahorrado todo esto. ¿Qué sucedió después?
—Esa noche me envió un mensaje verbal por su dama de compañía, en el sentido de que Cástor estaría ausente toda la noche, quizás en una de sus habituales francachelas, y que cuando viese una luz en su ventana, poco después de medianoche, debía ir a buscarla. Quedaría abierta la ventana inmediatamente debajo de la luz, y yo debía trepar en silencio. Quería decirme algo muy importante. Lo que sólo podía significar una cosa, y me hizo palpitar el corazón. Esperé horas enteras en el jardín, hasta que vi aparecer la luz en la ventana durante un momento. Luego encontré la ventana abierta de abajo y me introduje por ella. Allí estaba la doncella de Livila, que me guió al piso de arriba. Me mostró cómo entrar en la habitación de Livila pasando de un balcón a otro, hasta que llegué a la ventana de ella. Eso era para eludir a los guardias apostados en el corredor, cerca de la puerta de ella. Bien, encontré a Livila esperándome. Tenía puesta una bata, el cabello suelto, y estaba infernalmente hermosa. Me contó la crueldad con que se había portado Cástor con ella. Dijo que no le debía nada como esposa porque, por propia confesión suya, se había casado con ella mediante un engaño, y se portaba brutalmente con ella. Me echó los brazos al cuello y yo la levanté y la llevé a la cama. Estaba loco de deseo por ella. De pronto comenzó a gritar y a golpearme con los puños. Pensé que se había vuelto loca, y le puse la mano sobre la boca para acallarla. Forcejeó para liberarse, y derrumbo una mesita con una lámpara y una jarra de cristal. Y entonces gritó: «¡Violación, violación!» y desde fuera derribaron la puerta, entró la guardia de palacio con antorchas. ¡Adivina quién la encabezaba!
—¿Cástor?
—Livia nos llevó, tal como estábamos, a presencia de Augusto, Cástor se encontraba con él, aunque Livila me había dicho que cenaba al otro lado de la ciudad. Augusto despidió a la guardia, y Livia, que apenas había pronunciado una palabra hasta entonces inicio su ataque contra mí. Le dijo que, por sugerencia suya, había ido a mis habitaciones para hacerme conocer en privado las acusaciones de Emilia y preguntarme qué explicaciones tenía que ofrecer.
—¡Emilia! ¿Qué Emilia?
—Mi sobrina.
—No sabía que ella tuviese nada contra ti.
—No tiene nada contra mí. También ella estaba en la conspiración. De modo que Livia dijo que, como no me encontró en mis habitaciones, hizo averiguaciones y se le dijo que la patrulla me había visto sentado en el jardín, bajo un peral, en la parte sur. Envió un soldado a buscarme, pero éste regresó diciendo que yo no estaba allí, pero que tenía algo sospechoso que informar: un hombre había trepado de uno de los balcones de arriba a otro ubicado directamente encima del reloj de sol. Ella sabía a quién pertenecían esas habitaciones, y se alarmó. Por suerte llegó justo a tiempo. Había oído los gritos de socorro de Livila; yo me introduje en su habitación por el balcón, y estaba a punto de violarla. Los guardias derribaron la puerta y me arrancaron «de al lado de la joven aterrorizada y semidesnuda». Me había llevado allí en el acto, y traía a Livila como testigo. Mientras Livia contaba ese cuento, la ramera de Livila sollozaba y se tapaba la cara con las manos. Tenía la bata rasgada en la parte de delante; sin duda se la había rasgado ella misma, deliberadamente. Augusto me llamó animal y sátiro, y me preguntó si me había vuelto loco. Por supuesto, yo no podía negar que había estado en el dormitorio de ella, haciéndole el amor. Le dije que había ido por invitación, y traté de explicar las cosas desde el comienzo, pero Livila rompió a gritar: «Es una mentira. ¡Miente! Yo estaba dormida, y él entró por la ventana y trató de violarme». Y Livia agregó: «¿Y supongo que tu sobrina Emilia también te invitó a que la forzaras? Pareces ser muy popular entre las jóvenes». Muy astuto de parte de Livia. Tuve que justificarme en relación con Emilia y dejar a un lado el cuento de Livila. Le dije a Augusto que la noche anterior había cenado con mi hermana Julia, y que Emilia estaba presente, pero que era la primera vez que la veía después de seis meses. Pregunté en qué ocasión se suponía que la había atacado, y Augusto respondió que yo sabía muy bien cuándo había sido: después de la cena, en ausencia de sus padres, que se habían ido por una alarma de robo, y que sólo el regreso de éstos me impidió consumar el acto. El asunto era tan ridículo que, a pesar de lo furioso que estaba, me reí. Pero esto aumentó la furia de Augusto. Estuvo a punto de levantarse de su trono de marfil y golpearme.
—No lo entiendo —dije yo—. ¿Hubo de veras una alarma de robo?
—Sí, y Emilia y yo quedamos a solas unos minutos, ¡pero nuestra conversación fue de lo más inocente y su institutriz estaba allí! Hablamos de árboles frutales y de plagas de jardín, hasta que Julila y Emilio regresaron y dijeron que había sido una falsa alarma. Puedes estar seguro de que Julila y Emilio no han sido pagados por Livia —la odian—, de modo que es indudable que todo esto es cosa de Emilia. Me puse a pensar rápidamente, para recordar qué agravio tenía contra mí, pero no logré recordar nada. De pronto se me ocurrió la explicación. Julila me había dicho, en secreto, que Emilia estaba por conseguir al fin lo que quería: iba a casarse con Appio Silano. Conoces a ese joven petimetre, ¿verdad?
—Sí, pero no entiendo.
—Es muy sencillo. Le dije a Livia: «La recompensa a Emilia por esto será el casamiento con Silano, ¿no es cierto? ¿Y qué recibirá Livila? ¿Le prometiste envenenar a su actual esposo y darle uno más guapo?». En cuanto mencioné el veneno supe que estaba condenado. De modo que, decidí decir todo lo posible mientras tuviese la oportunidad. Le pregunté a Livia cómo había llevado a cabo el envenenamiento de mi padre y mis hermanos, y si era partidaria de los venenos lentos o los rápidos. Claudio, ¿crees que ella los mató? Yo estoy seguro.
—¿Te atreviste a preguntarle eso? Es muy probable. Pienso que envenenó a mi padre y a mi abuelo también —respondí—, y no creo que ellos fuesen sus únicas víctimas. Pero no tengo pruebas.
—Tampoco yo, pero experimenté un gran placer al acusarla. Lo dije a voz en grito, de modo que la mitad del palacio debe de haberme escuchado. Livia salió corriendo de la habitación y llamó a la guardia. Vi que Livila sonreía. Traté de agarrarla por el cuello, pero Cástor se interpuso entre nosotros, y ella consiguió escapar. Luego forcejeé con Cástor, y le quebré el brazo y se rompió dos dientes delanteros en el piso de mármol. Pero no luché con los soldados. No habría sido digno. Además, estaban desarmados. Dos de ellos me cogieron, uno de cada brazo, mientras Augusto vociferaba insultos y amenazas. Dijo que debía ser desterrado de por vida a la isla más desolada de sus dominios, y que sólo su hija adúltera había podido darle un nieto tan corrompido. Le dije que era emperador de los romanos sólo de nombre, pero que en los hechos era menos libre que la esclava de un alcahuete borracho, y que algún día abriría los ojos y vería los repugnantes crímenes y engaños de su abominable esposa. Pero entretanto, dije, mi cariño y lealtad hacia él permanecerían inmutables.
La alarma sonaba ahora en la planta baja de nuestra casa.
—No quiero comprometerte, mi querido Claudio —dijo Póstumo—. No deben encontrarme bajo tu techo. Si tuviese una espada, la usaría. Es mejor morir combatiendo, que pudrirse en una isla.
—Ten paciencia, Póstumo. Entrégate ahora y tu oportunidad vendrá después. Te prometo que vendrá. Cuando Germánico se entere de la verdad no descansará hasta que estés de nuevo en libertad, ni tampoco yo. Si te haces matar, le concederás a Livia un triunfo barato.
—Tú y Germánico no podéis explicar todas las pruebas que hay en mi contra. Si lo intentáis os veréis también envueltos en problemas.
—Te digo que ya llegará la oportunidad. Livia se ha salido con la suya durante mucho tiempo, y se volverá descuidada. Pronto tendrá que cometer algún error. No sería humana si no fuese así.
—No creo que sea humana —replicó Póstumo.
—Y cuando Augusto se dé cuenta de pronto de que ha sido engañado, ¿no te parece que será tan implacable con ella como lo fue con tu madre?
—Antes ella lo envenenará.
—Germánico y yo cuidaremos de que no lo haga. Se lo advertiremos. No desesperes, Póstumo. Todo terminará bien a la larga. Te escribiré con tanta frecuencia como pueda, y te enviaré libros para leer. No le tengo miedo a Livia. Si no recibes mis cartas, sabrás que son retenidas. Busca cuidadosamente la séptima página de cada libro encuadernado que te llegue de mi parte. Si tengo algún mensaje privado para ti, te lo escribiré allí con leche. Es una treta que usan los egipcios. La escritura es invisible hasta que la calientes delante del fuego. Oh, escucha esos portazos. Debes irte ahora. Están al final del otro corredor.
Póstumo tenía lágrimas en los ojos. Me abrazó tiernamente, sin pronunciar palabra, y se dirigió con rapidez hacia el balcón. Trepó al antepecho, agitó la mano en señal de saludo y se deslizó por la vieja enredadera por la cual había subido. Lo oí correr por el jardín, y un momento más tarde se escucharon gritos de los guardias.
AÑO 7
d. de C.
No recuerdo nada de lo que sucedió el mes siguiente, o un poco más tarde. Había vuelto a enfermar, de forma que ya me daban por muerto. Para cuando comencé a recuperarme, Germánico estaba ya en la guerra, y Póstumo había sido desheredado y desterrado de por vida. La isla elegida para él era Planasia. Se encontraba a unos veinte kilómetros de Elba, en dirección a Córcega y, que se recordase, jamás había sido habitada. Pero existían en ella algunas chozas prehistóricas, de piedra, que fueron convertidas en vivienda para Póstumo y en cuarteles para la guardia. Planasia tenía una forma aproximadamente triangular, y su lado más largo medía unos ocho kilómetros. Carecía de árboles, era rocosa, y sólo la visitaban en verano los boteros de Elba, cuando llegaban a cebar sus trampas para cangrejos. Por orden de Augusto, esta práctica fue interrumpida, por temor de que Póstumo pudiese sobornar a alguien y escapar.
Tiberio era ahora el único heredero de Augusto, y Germánico y Cástor debían continuar la sucesión… la de Livia.