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AÑO 6
d. de C.

Cuando llegué a mi mayoría de edad, Tiberio había recibido hacía poco la orden de Augusto de adoptar a Germánico como hijo, aunque ya tenía a Cástor como heredero, con lo que le hizo pasar por encima de la familia Claudia, incorporándolo a la familia Julia. Me encontré entonces al frente de la rama más antigua de los Claudios, y en indiscutible posesión del dinero y las propiedades heredadas de mi padre. Me convertí en el guardián de mi madre —porque no había vuelto a casarse—, cosa que ella consideró una humillación. Y aunque yo era el sacerdote de la familia y todos los documentos tenían que serme entregados para la firma, se me trató con más severidad que antes. Mi ceremonia de mayoría de edad contrastó curiosamente con la de Germánico. Me puse mi túnica varonil a medianoche y, sin acompañantes ni procesión, fui llevado al Capitolio en una litera, donde realicé el sacrificio para ser llevado enseguida de vuelta a la cama. Germánico y Póstumo me habrían acompañado, pero a fin de llamar lo menos posible la atención, Livia había dispuesto un banquete esa noche en palacio, al que no podían dejar de concurrir.

Cuando me casé con Urgulanila ocurrió lo mismo: muy pocas personas tuvieron conocimiento de mi matrimonio hasta el día después de haber sido solemnizado. No hubo nada irregular en cuanto a la ceremonia. Los zapatos color azafrán de Urgulanila y su velo color fuego, la consulta de los auspicios, la ingestión de la torta sagrada, los dos taburetes cubiertos de piel de oveja, la libación que yo escancié, el ungimiento por ella de las jambas de las puertas, las tres monedas, mi ofrenda a ella del fuego y el agua, todo estuvo en orden, salvo que se omitió la procesión de antorchas y que toda la ceremonia se llevó a cabo con cierta superficialidad, deprisa y de mala gana. A fin de no tropezar en el umbral de la casa de su esposo la primera vez que entra en ella, la esposa romana es levantada en brazos. Los dos Claudios que llevaron a cabo el acto eran hombres de edad avanzada y no se encontraban en condiciones de izar el peso de Urgulanila. Uno de ellos resbaló en el mármol y Urgulanila cayó con un fuerte golpe, haciendo caer a sus dos portadores en revuelto montón. No hay peor augurio que ése para una boda. Y sin embargo, seria falso decir que resultó ser un matrimonio desdichado. No existía suficiente tensión entre nosotros para justificar el término de desdichado. Al principio nos acostamos Juntos, porque parecía que se esperaba eso de nosotros, y en ocasiones tuvimos relaciones sexuales —mi primera experiencia con el sexo—, porque también eso parecía formar parte del matrimonio, y no por deseo o por afecto. Siempre me mostré con ella tan cortés y considerado como me era posible, y ella me recompensó con la indiferencia, que era lo mejor que podía esperar de una mujer de su carácter. Quedó embarazada tres meses después de la boda y me dio un hijo llamado Drusilo, por quien me resultó imposible experimentar sentimiento paternal alguno. Se parecía a mi hermana Livila por lo rencoroso y a Plaucio, el hermano de Urgulanila, en el resto de su carácter. Pronto hablaré sobre Plaucio, que fue mi modelo y ejemplo moral designado por Augusto.

Augusto y Livia tenían la metódica costumbre de no llegar nunca a una decisión respecto de ningún asunto de importancia relacionado con la familia o el Estado sin registrar por escrito la decisión o las deliberaciones que los habían llevado a tomarla, por lo general en forma de cartas intercambiadas entre ambos. De entre la masa de correspondencia que dejaron a su muerte he trascrito varias de dichas cartas, que demuestran la actitud de Augusto en esa época para conmigo. Mi primer extracto está fechado tres años antes de mi boda.

Mi querida Livia:

Quiero darte a conocer una cosa extraña que me sucedió hoy. Apenas sé qué conclusión extraer de ella. Me paseaba con Atenodoro, y en un momento dado le dije: «Temo que el trabajo de preceptor de Tiberio Claudio debe de ser sumamente pesado. Me parece que cada día que pasa tiene un aspecto más desdichado, y que es más nervioso e incapaz». «No juzgues al chico con demasiada severidad —me respondió Atenodoro—. Siente muy agudamente la desilusión de la familia para con él, y los desaires con que tropieza en todas partes. Pero está muy lejos de ser un incapaz, y, créelo o no, encuentro gran placer en su compañía. Nunca lo oíste declamar, ¿no es cierto?». «¡Declamar!», exclamé riendo. «Sí, declamar» —repitió Atenodoro—. Y ahora permíteme que te haga una sugerencia. Déjale un tema de declamación, vuelve dentro de media hora y escucha cómo lo declama, pero ocúltate detrás de un cortinaje, o no oirás nada digno de ser escuchado. Elegí como tema «Las conquistas romanas en Germania» y media hora después, mientras escuchaba detrás de la cortina, tuve la sorpresa más grande de mi vida. Conocía los hechos al dedillo, sus principales subtemas estaban bien elegidos y sus detalles destacados en adecuada proporción y relación con ellos, más aún, dominaba su voz y no tartamudeaba. ¡Que Dios me fulmine si no fue realmente agradable e instructivo escucharlo! No sé cómo es posible que un individuo cuya conversación diaria es tan desesperantemente tonta pueda hacer un discurso, y con tan poco tiempo para prepararlo, y, además, en estilo tan perfectamente racional y aun erudito. Me escurrí, pidiéndole a Atenodoro que no mencionase que yo había estado allí, ni lo sorprendido que me sentía, pero me veo obligado a contarte el asunto, e incluso sugerir que en adelante podríamos permitirle, de vez en cuando, que cenase con nosotros, cuando hay pocos invitados, en el entendimiento de que debe mantener la boca cerrada y los oídos abiertos. Si a fin de cuentas, como me siento inclinado a pensar, hay alguna esperanza de que eventualmente se convierta en un miembro responsable de la familia, tendría que acostumbrarse, en forma gradual, a alternar con sus iguales en la vida social. Es claro que existe una gran división de opiniones en cuanto a sus capacidades mentales. Su tío Tiberio, su madre Antonia y su hermana Livila lo consideran un idiota unánimemente. Por otra parte, Atenodoro, Sulpicio, Póstumo y Germánico juran que es tan sensato, cuando quiere, como cualquier hombre, pero que el nerviosismo le quita el equilibrio con facilidad. En cuanto a mí, repito que todavía no puedo adoptar una decisión en este sentido.

A lo que Livia contestó:

Mi querido Augusto:

La sorpresa que recibiste detrás de ese cortinaje no fue mayor que la que experimentamos en una ocasión, cuando el embajador de la India sacó la tela de seda que cubría la jaula dorada que nos enviaba su amo el rey y vimos por primera vez un loro, con sus plumas color esmeralda y su collar color rubí, y le oímos decir: «¡Ave, César, Padre de la Patria!». No fue tanto por lo notable de la frase, porque cualquier chiquillo puede decir lo mismo, pero nos asombró que un pájaro hablase. Y nadie sino un tonto alabaría a un loro por su ingenio demostrado al pronunciar las palabras adecuadas, porque el ave no conocía el significado de ninguna de ellas. El mérito le corresponde al hombre que adiestró al pájaro, con increíble paciencia, para repetir la frase, porque, como sabes, en otras ocasiones se lo adiestra para que diga otras cosas, y en las conversaciones generales dice las tonterías más enormes y tenemos que mantener la jaula cubierta para obligarlo a callar. Lo mismo sucede con Claudio, si bien es muy poco elogioso para el loro, un ave innegablemente hermosa, comparar a mi nieto con él. Lo que has escuchado es sin duda alguna un discurso que se había aprendido de memoria. A fin de cuentas «Las conquistas romanas en Germania»; es un tema evidente, y es muy posible que Atenodoro le haya hecho aprender media docena o más de modelos de declamación del mismo tipo. Fíjate que no quiero decir que no me sienta encantada de que sea tan dócil para la instrucción, me agrada sobremanera. Quiere decir, por ejemplo, que podremos enseñarle todos los detalles de la ceremonia de su matrimonio. Pero tu sugerencia acerca de que cene con nosotros es ridícula. Me niego a comer en la misma habitación que ese individuo: me daría una indigestión.

En cuanto al testimonio en favor de su robustez mental, analízalo. De niño, Germánico juró ante su padre moribundo que protegería y amaría a su hermano menor: ya conoces la nobleza de alma de Germánico, y sabes que antes de traicionar ese sagrado juramento preferiría presentar cualquier argumento en favor de la inteligencia de su hermano, en la esperanza de que algún día esa inteligencia mejore. Resulta igualmente claro por qué Atenodoro y Sulpicio fingen considerarlo mejorable: se les paga muy bien para que lo mejoren, y sus puestos les proporcionan una excusa para rondar por palacio y para darse aires de consejeros privados. En cuanto a Póstumo, hace unos meses que vengo quejándome, ¿no es cierto?, de que no puedo entenderlo. Considero que la muerte ha sido perversa al llevarse a sus dos valiosos hermanos y dejarnos sólo a él. Se complace en provocar discusiones con sus mayores cuando tal discusión no es necesaria, cuando los hechos son claros, nada más que para exasperarnos y demostrarnos su propia importancia como tu único nieto sobreviviente. Su defensa de la inteligencia de Claudio es una prueba que viene al caso. El otro día se mostró realmente insolente conmigo cuando le dije que Sulpicio perdía su tiempo enseñando al joven. En rigor llegó a decir que, en su opinión, Claudio tenía más penetración que la mayoría de sus parientes inmediatos, ¡entre los cuales, sin duda, me incluía a mí! Pero Póstumo es otro problema. Por el momento la cuestión se refiere a Claudio, y repito que no puedo aceptar que cene en mi compañía, por razones físicas, que espero sabrás apreciar.

LIVIA

Augusto volvió a escribirle a Livia un año después, cuando ésta se había ido al campo por unos días:

…En cuanto al joven Claudio, aprovecharé tu ausencia para invitarle a cenar todas las noches. Admito que su presencia aún me turba, pero no creo que sea bueno para él cenar siempre a solas con Sulpicio y Atenodoro. Las conversaciones que mantiene con ellos son demasiado librescas y, a pesar de que son excelentes personas, no son los compañeros ideales para un joven de su edad y posición. Deseo sinceramente que elija a algún joven de rango cuya conducta, vestimenta y porte puedan servirle de modelo. Pero su timidez y discreción lo impiden. Adora a nuestro querido Germánico como a un héroe, pero siente con tanta claridad sus propios defectos, que no se atrevería a imitarlo, lo mismo que yo no podría andar de un lado a otro cubierto con una piel de león, con una porra en la mano, y afirmar que soy Hércules. La pobre criatura es desdichada, porque en asuntos de importancia (cuando no está distraído) muestra con claridad la nobleza de su corazón.

Una tercera carta, escrita poco después de mi boda, cuando acababa de ser nombrado sacerdote de Marte, presenta también cierto interés:

Mi querida Livia:

Como me aconsejaste, discutí con nuestro Tiberio lo que debemos hacer con el joven Claudio cuando se celebren esos Juegos en honor de Marte. Ahora que ha llegado a la mayoría de edad y que ha sido designado para ocupar el puesto vacante en el Colegio de Sacerdotes de Marte, no podremos continuar demorando una decisión en cuanto a su futuro. Estamos de acuerdo en eso, ¿no es cierto? Si es lo bastante sano de cuerpo y mente como para ser eventualmente reconocido como un miembro honorable de la familia —y yo creo que lo es, porque de lo contrario no habría adoptado a Tiberio y Germánico, dejándole a él como jefe de la rama principal de la familia Claudia—, entonces es evidente que hay que ocuparse de él y proporcionarle las mismas oportunidades de progreso que a Germánico. Admito que es posible que todavía esté equivocado, sus recientes progresos no han sido notables. Pero si decidimos que, a fin de cuentas, todas las deformaciones de su cuerpo están unidas a una deformidad permanente de su espíritu, no debemos ofrecer a la gente maliciosa una posibilidad de burlarse de él y de nosotros. Repito que tenemos que decidir con rapidez, de una vez por todas, en cuanto a su futuro, aunque sólo sea porque sería una continua fuente de turbaciones e inquietudes si tuviésemos que decidir, en cada ocasión que se presentase, si lo consideramos o no capaz de encarar los deberes de Estado para los cuales le habilita su nacimiento.

Bien, el problema inmediato es qué hacemos con él en estos Juegos. Yo no me opondría a que se le encargase del comedor de los sacerdotes, pero en el estricto entendimiento de que debe dejar todo en manos de su cuñado, el joven Plaucio Silvano y que no haga más que lo que se le diga. De ese modo puede aprender muchas cosas y no hay motivos para que se deshonre, si aprende su lección bien. Es claro que está fuera de cuestión que se siente en el palco del Presidente, porque todos los concurrentes al teatro mirarán constantemente en esa dirección y comentarán todas las modalidades extrañas de su conducta.

Otro problema es el de lo que tenemos que hacer con él en el Festival Latino. Germánico ira al monte Albino, con los cónsules, para tomar parte en los sacrificios, y entiendo que Claudio desea acompañarlo. Pero en este caso, una vez más, no estoy seguro de que se pueda confiar en que no haga el tonto. Germánico estará ocupado con sus obligaciones, y no podrá vigilarle todo el tiempo. Y si va, la gente querrá saber qué hace allí; preguntarán por qué no lo hemos designado Guardián de la Ciudad de Roma hasta la terminación del festival, en ausencia de los magistrados, honor que, según recordarás, hemos concedido por turno a Cayo, Lucio, Germánico, el joven Tiberio y Póstumo, en cuanto llegaron a su mayoría de edad, como iniciación en la vida oficial. La mejor forma de solucionar la dificultad es la de decir que está enfermo, porque, por supuesto, no se le puede dar el puesto de Guardián de la Ciudad.

No me opongo a que le muestres esta carta a Antonia; asegúrale que pronto decidiremos respecto a su hijo en uno u otro sentido. Es para ella una posición absurda, la de encontrarse legalmente bajo su tutoría.

AUGUSTO

Aparte de que fue mi primera obligación pública, no hay nada notable que registrar en cuanto a mi administración del comedor de los sacerdotes. Plaucio, un hombrecito vano, elegante y engreído, se ocupó de todo, y no se molestó siquiera en explicarme el sistema de compra de las provisiones ni las reglas de precedencia sacerdotal; incluso se negó a contestar a mis preguntas en esos sentidos. Lo único que hizo fue instruirme respecto de ciertos gestos y frases formales que tenía que utilizar para recibir a los sacerdotes en varias etapas de la comida, y me prohibió que pronunciase otra palabra fuera de ésas. Eso me resultó muy incómodo, porque con frecuencia habría podido participar con provecho en la conversación, y mi silencio y mi docilidad ante Plaucio provocaron una mala impresión. Los Juegos no los presencié.

Se habrán advertido las despectivas observaciones de Livia acerca de Póstumo. Desde entonces, tales observaciones se fueron haciendo cada vez más frecuentes en sus cartas, y si bien Augusto al principio trató de defender a su nieto, gradualmente fue admitiendo su desilusión. Creo que Livia debe de haberle dicho a Augusto mucho más de lo que aparece en la correspondencia, para que Póstumo haya perdido sus favores con tanta facilidad; pero es cierto que aparecen ciertas cosas definidas. En primer lugar, Livia dice que Tiberio se ha quejado de una insolente referencia de Póstumo a la Universidad de Rodas. Luego afirma que Catón se ha quejado de la mala influencia de Póstumo sobre los jóvenes estudiantes, al desafiar su disciplina. Luego presenta los informes confidenciales de Catón, diciendo que los había retenido durante tanto tiempo en la esperanza de que se produjera algún cambio. Después aparecieron preocupadas referencias a su hosquedad y a su carácter tétrico; era la época de la desilusión de Póstumo con Livila y de su pena por la muerte de su hermano Cayo. Luego hay una recomendación, cuando llega a su mayoría de edad, de que el total de la herencia de su padre Agripa no le sea entregado durante unos años, porque «¡podría ofrecerle oportunidades para mayores libertinajes que aquellos a los que ahora se dedica!». Cuando se enrola entre los jóvenes en edad militar, se le da un puesto entre los hombres de la Guardia, como simple teniente de estado mayor, y no se le concede ninguno de los honores extraordinarios que se otorgaron a Cayo y Lucio. El propio Augusto opina que ésa es la mayor medida que se puede tomar, porque Póstumo es ambicioso. No debía surgir el mismo tipo de situación incómoda que cuando los jóvenes nobles respaldaron a Marcelo contra Agripa, o a Cayo contra Tiberio. Pronto leemos que Póstumo ha tomado esto con desagrado y le dice a Augusto que no quiere los honores por sí mismos, sino porque el hecho de que no le hayan sido concedidos es mal interpretado por sus amigos, que creen que es mal visto en palacio.

Luego siguen notas más serias. Póstumo ha perdido los estribos con Plaucio —pero más tarde ninguno de los dos quiere decirle a Livia cuál ha sido el motivo de la pendencia—, y lo ha arrojado a un estanque en presencia de varios hombres de rango y sus lacayos. Luego es reprendido por Augusto y no muestra contrición alguna; insiste en que Plaucio se merecía el baño por hablarme en forma insultante. Al mismo tiempo se queja a Augusto de que su herencia le es retenida injustamente. Pronto es censurado por Livia por su cambio de modales y sus groserías para con ella. «¿Qué es lo que te ha envenenado?», le pregunta ella. «Quizá tú me has puesto algo en la sopa», responde él, sonriente. Cuando ella le exige una explicación de esa extraordinaria broma, él contesta, sonriendo con más vulgaridad aún: «Poner cosas en la sopa es una antigua treta de las madrastras». Poco después de eso Augusto recibe una queja del general de Póstumo en el sentido de que no alterna con los otros oficiales jóvenes, sino que pasa todo su tiempo libre en el mar, pescando: Ello le ha granjeado el sobrenombre de «Neptuno».

Mis deberes de sacerdote de Marte no eran tan arduos, y Plaucio, que era sacerdote del mismo colegio, había sido encargado de vigilarme cada vez que había una ceremonia. Comenzaba a odiar a Plaucio. La insultante frase por la cual Póstumo lo había arrojado a la fuente era una de tantas. Me llamó lémur y dijo que sólo la lealtad hacia Augusto y Livia le había impedido escupirme a la cara cada vez que le hacía preguntas tontas y superfluas.