VIII

Urgulania era la única confidente de Livia y estaba unida a ella por los más fuertes vínculos de interés y gratitud. Había perdido a su esposo, partidario de Pompeyo el Joven, en las guerras civiles, y fue albergada con su hijo pequeño por Livia —que entonces estaba aún casada con mi abuelo—, quien la protegió de la brutalidad de los soldados de Augusto. Al casarse con éste, Livia insistió en que devolviese a Urgulania las fincas confiscadas del esposo, y la invitó a vivir con ellos como miembro de la familia. Gracias a la influencia de Livia —porque en nombre de Augusto podía obligar a Lépido, el Sumo Pontífice, a hacer los nombramientos que se le ocurriesen—, fue ubicada en una posición de autoridad espiritual sobre todas las nobles casadas de Roma. Tengo que explicarme. Todos los años, a principios de diciembre, esas mujeres tenían que asistir a un importante sacrificio a la Buena Diosa, presidido por las vírgenes vestales, de la adecuada conducción del cual dependían la riqueza y seguridad de Roma en los doce meses siguientes. A ningún hombre se le permitía profanar esos misterios, so pena de muerte. Livia, que se había granjeado la amistad de las vestales reconstruyendo su convento, amueblándolo con lujoso estilo y concediéndoles, por medio de Augusto, muchos privilegios del Senado, sugirió a la vestal principal que la castidad de algunas de las mujeres que concurrían a esos sacrificios no estaba más allá de toda sospecha. Dijo que los problemas por los que había pasado Roma durante las guerras civiles habrían podido deberse muy bien a la ira de la Buena Diosa ante la impureza de las que concurrían a sus misterios. Sugirió, además, que si a todas las mujeres que confesaban un apartamiento de la moral estricta se les hacía el solemne juramento de que su confesión no llegaría a oídos de hombre alguno, y de que por lo tanto no les acarrearía la deshonra pública, habría mayores posibilidades de que la Buena Diosa sólo fuese servida por mujeres castas, con lo que su furia se apaciguaría.

La vestal principal, una mujer religiosa, aprobó la idea, pero quiso saber en qué autoridad se basaba Livia para proponer esa innovación. Livia le dijo que había visto a la diosa en un sueño, la noche anterior, y que ésta le había dicho que, ya que las vestales mismas no tenían experiencia en materia de sexo, era preciso nombrar Madre Confesora a una viuda de buena familia, precisamente con tal fin. La vestal principal preguntó si los pecados confesados serían castigados. Livia le respondió que no habría podido expresar una opinión en este sentido si por fortuna la diosa no se hubiese pronunciado al respecto en el mismo sueño: que la Madre Confesora debía tener poderes para prescribir penitencias expiatorias, y que dichas penitencias debían ser un asunto de sagrada confianza entre la trasgresora y la Madre Confesora. La vestal principal, dijo, sería informada simplemente de que tal y cual mujer era indigna de participar en los misterios de ese año; o que tal y cual había cumplido ya con su penitencia. Esto convenía a la vestal principal, pero no se atrevió a sugerir un nombre por miedo de que Livia lo rechazara. Livia dijo entonces que era evidente que el Sumo Pontífice era quien debía efectuar el nombramiento, y que si la vestal principal se lo permitía, ella le explicaría las cosas y le rogaría que nombrase a una persona adecuada, después de llevar a cabo las ceremonias necesarias para asegurar una elección favorable a la diosa. De tal modo fue nombrada Urgulania, y por supuesto que Livia no informó a Lépido o a Augusto de los poderes que implicaba el nombramiento. Lo mencionó con negligencia, como un puesto de ayudante asesora de la vestal principal en asuntos de moral, «ya que la vestal principal, pobrecita, es tan ajena a este mundo».

El sacrificio se celebraba por costumbre en la casa de un cónsul, pero ahora se hacía siempre en el palacio de Augusto, porque éste estaba por encima de todos los demás cónsules. Esto le resultaba conveniente a Urgulania, quien hacía que las mujeres la visitasen en su habitación del palacio (decorada para inspirar temor y veracidad), las obligaba a decir la verdad, imponiéndoles los juramentos más atroces y, cuando habían confesado, las despedía mientras consideraba la penitencia oportuna. Livia, que se encontraba en la habitación, oculta detrás de una cortina, le sugería entonces una. Las dos se divertían mucho con este juego, del cual Livia obtenía abundante información y ayuda útiles para sus planes.

Como Madre Confesora al servicio de la Buena Diosa, Urgulania se consideraba por encima de la ley, más tarde diré cómo en una ocasión, cuando fue citada por un senador, a quien debía una gran suma de dinero, para comparecer ante el magistrado del Tribunal de Deudores, se negó a obedecer la citación; y cómo, para evitar el escándalo, Livia tuvo que pagar la deuda. En otra oportunidad fue citada como testigo en una investigación senatorial. Como no tenía intención de que se la interrogase, se excusó de concurrir, y un magistrado tuvo que ir a tomar su declaración por escrito. Era una anciana espantosa, de barbilla hendida y cabellos ennegrecidos con hollín de lámpara (el gris se veía con claridad en las raíces), y vivió hasta muy avanzada edad. Su hijo Silvano había sido recientemente cónsul, y fue uno de los que Emilio abordó en el momento de su trama. Silvano fue directamente a ver a Urgulania y le contó las intenciones de Emilio. Ella le transmitió la noticia a Livia, y ésta les prometió recompensarlos por la valiosa información casando conmigo a Urgulanila, la hija de Silvano, y vinculándolos de esa manera a la familia imperial. Urgulania gozaba de la confianza de Livia y estaba segurísima de que mi tío Tiberio —y no Póstumo, aunque era el heredero más próximo de Augusto— sería el próximo emperador. De modo que ese casamiento era aún más honorable de lo que parecía.

Yo no había visto nunca a Urgulanila. Nadie la conocía. Sabíamos que vivía con una tía en Herculano, una ciudad situada en las laderas del Vesubio, donde Urgulania poseía propiedades, pero nunca iba a Roma, ni siquiera de visita. Llegamos a la conclusión de que debía de ser una joven de salud delicada. Pero cuando Livia me escribió una de sus breves y crueles notas, en el sentido de que en un consejo de familia acababa de decidirse que debía casarme con la hija de Silvano Plaucio, y que ésa era una unión más adecuada para mí —teniendo en cuenta mis enfermedades— que las dos anteriormente proyectadas, sospeché que ocurría algo más grave con esa Urgulanila que una simple mala salud. ¿Un paladar hendido, quizá, o una marca de nacimiento en mitad de la cara? De cualquier modo, tenía que ser algo que la hacía absolutamente impresentable. Quizás era una tullida, como yo. Eso no me molestaría. Quizás era una buena chica incomprendida. Era posible que tuviéramos mucho en común. No sería como casarse con Camila, pero por lo menos podía ser mejor que casarse con Emilia.

Se eligió el día de nuestros esponsales. Le pregunté a Germánico acerca de Urgulanila, pero él se encontraba tan a oscuras como yo, y pareció un tanto avergonzado por haber consentido en la realización del casamiento sin efectuar previas y cuidadosas averiguaciones. Se sentía muy dichoso con Agripina, y quería que yo también fuese feliz. Bueno, llegó el día, un día fasto, y otra vez estaba yo con mi guirnalda en la cabeza y mi túnica limpia aguardando, ante el altar a que llegase la novia.

«A la tercera va la vencida —dijo Germánico. Estoy seguro de que es una belleza, de veras, una muchacha bondadosa y sensata como tú necesitas».

¿Pero lo era? Bien, en mi vida me han hecho muchas bromas crueles, pero creo que ésa fue la más cruel y la peor de todas. Urgulanila era, bueno, en una palabra, hacía honor a su nombre, que es la forma latina de Herculanila. Y por cierto que era una joven Hércules femenina. Aunque sólo tenía quince años de edad, medía más de un metro ochenta de altura, y continuaba creciendo; era de proporciones amplias y fuertes, y poseía los pies y manos más grandes que haya visto en toda mi vida en ser humano alguno, excepción hecha del gigantesco rehén parto que muchos años más tarde figuró en cierta procesión triunfal. Sus facciones eran regulares pero pesadas, y tenía un ceño casi perpetuo. Era cargada de espaldas. Hablaba con tanta lentitud como mi tío Tiberio (a quien, de paso, se parecía mucho; incluso se murmuraba que en realidad era su hija). No poseía educación, ingenio, dotes personales o cualidad alguna digna de elogio. Y es extraño, pero el primer pensamiento que se me ocurrió cuando la vi fue: «Esta mujer es capaz de un asesinato por violencia» y «Desde el principio tendré que tener mucho cuidado de ocultar mi repugnancia hacia ella y de no proporcionarle motivos para albergar resentimientos contra mí. Porque si llega a odiarme, mi vida correrá peligro». Soy un actor bastante bueno, y aunque la solemnidad de la ceremonia fue violentada por sonrisitas, chistes susurrados y risas ahogadas de los presentes, Urgulanila no tuvo motivos para censurarme por esa indecorosidad. Cuanto todo terminó, los dos fuimos llamados a presencia de Livia y Urgulania. Cuando se cerró la puerta y nos encontramos frente a ellas —yo nervioso e inquieto, Urgulanila maciza e inexpresiva, cerrando y abriendo sus enormes puños—, desapareció la solemnidad de esas malignas abuelas, y estallaron en irreprimibles carcajadas. Nunca las había oído reír de esa manera, y el efecto resultó aterrador. No eran carcajadas decentes y saludables, sino unos infernales sollozos y chillidos, como los de dos prostitutas viejas y borrachas que presenciaran una tortura o una crucifixión.

—¡Oh, qué bellezas! —sollozó Livia al cabo, enjugándose los ojos—. ¡Qué no daría por verlos en la cama, en la noche de bodas! ¡Sería la escena más graciosa desde la Inundación de Deucalión!

—¿Y qué sucedió particularmente gracioso en aquella famosa ocasión, querida mía? —preguntó Urgulania.

—¿Cómo, no lo sabes? Dios destruyó a todo el mundo con una inundación, salvo a Deucalión y su familia, y a unos pocos animales que se refugiaron en las cimas de las montañas. ¿No has leído la Inundación de Aristófanes? Es mi obra favorita. La escena transcurre en el monte Parnaso. Se han reunido varios animales, por desgracia sólo uno de cada especie, y cada uno de ellos se considera el único sobreviviente de su especie. Por lo tanto, a fin de repoblar la tierra, tienen que unirse entre sí a pesar de los escrúpulos morales y de las evidentes dificultades. Y Deucalión casa al camello con la elefanta.

—¡El camello y la elefanta! ¡Esa sí que es buena! —cloqueó Urgulania—. Mira el largo cuello y el cuerpo huesudo y la larga cara tonta de Tiberio Claudio. ¡Y los pies enormes y las grandes orejas y los ojillos de cerdo de mi Urgulanila! ¡Ja, ja, ja, ja, ja! ¿Y qué tuvieron como descendientes? ¿Jirafas? ¡­Ja, ja, ja, ja!

—La obra no llega hasta ese punto. Iris sale a escena para el discurso del mensajero e informa que hay otro refugio de animales en el monte Atlas. Iris interrumpe las bodas a tiempo.

—¿Y el camello se muestra desilusionado?

—Oh, mucho.

—¿Y la elefanta?

—La elefanta no hace más que aparecer ceñuda.

—¿Y se besan al separarse?

—Aristófanes no lo dice. Pero sin duda lo hicieron. Vamos, animales. ¡Besaos!

Yo sonreí tontamente, Urgulanila frunció el ceño.

—Besaos, os digo —insistió Livia con una voz que significaba que teníamos que obedecer.

De modo que nos besamos, y las dos ancianas reiniciaron sus carcajadas histéricas. Cuando estuvimos otra vez fuera de la habitación, le susurré a Urgulanila:

—Lo siento. No ha sido culpa mía.

Pero no me contestó, y frunció el entrecejo más profundamente que antes.

Pasaría un año antes de que nos casáramos, porque la familia había decidido que yo no llegaría a la mayoría de edad hasta que cumpliese los quince años y medio, y en ese lapso podían pasar muchas cosas. ¡Si sólo llegara Iris!

Pero no llegó. Póstumo también tenía sus problemas. Ya había llegado a su mayoría de edad, y ahora faltaban unos pocos meses para que Domicia estuviese en edad de casarse. Mi pobre Póstumo todavía estaba enamorado de Livila, aunque ésta era casada. Pero antes de continuar con la historia de Póstumo tengo que hablar de mi encuentro con el «Ultimo romano».