AÑO 1
a. de C.
He retrocedido unos años en el tiempo para hablar de mi tío Tiberio, pero al seguir esa historia hasta el momento de su adopción por Augusto, me he adelantado al relato de la mía propia. Trataré de dedicar los capítulos que siguen a la estricta narración de los sucesos que se desarrollaron entre mis nueve y mis dieciséis años de edad. La mayor parte es un registro de los compromisos y los casamientos de los jóvenes nobles. Primero Germánico llegó a su mayoría de edad; el 30 de septiembre fue su decimocuarto cumpleaños, pero las celebraciones de la mayoría de edad se realizaban siempre en marzo. Como lo exigía la costumbre, salió de nuestra casa del monte Palatino, de mañana temprano, cubierto de guirnaldas y con sus vestiduras infantiles de borde purpúreo, que usaría por última vez. Multitudes de chicos corrían ante él, cantando y arrojando flores; una escolta de sus amigos nobles lo acompañaba y una inmensa muchedumbre de ciudadanos lo seguía, escalonada según sus grados. La procesión descendió con lentitud la cuesta del monte y atravesó la plaza del Mercado, donde Germánico fue saludado estruendosamente. Devolvió el saludo con un breve discurso. Al cabo la procesión subió por la ladera del monte Capitolio. En el Capitolio lo esperaban Augusto y Livia para recibirlo, y sacrificó un buey blanco en el templo de Júpiter capitolino, el dios del Trueno, y se puso por primera vez su viril túnica blanca. Con gran desilusión por mi parte, no se me permitió acompañarlo.
La caminata habría sido demasiado pesada para mí, y habría creado una mala impresión que se me transportase en una litera. Lo único que presencié de las ceremonias fue su ofrenda —cuando regresó— de su vestimenta y adornos infantiles a los dioses lares, y la distribución de pasteles y monedas a la muchedumbre en la escalinata de su casa.
Un año más tarde se casó. Augusto hizo todo lo posible, en el plazo legislativo, para estimular el matrimonio entre los hombres de su familia. El imperio era muy grande y necesitaba más funcionarlos y oficiales superiores del ejército de lo que la nobleza y la clase acomodada estaban en condiciones de proporcionar, a pesar del constante reclutamiento de la plebe para incorporarla a sus filas. Cuando se producían quejas de hombres de su familia en cuanto a la vulgaridad de esos recién llegados, Augusto solía contestar con sequedad que elegía a los menos vulgares que podía encontrar. El remedio estaba en sus manos, decía: todos los hombres y mujeres de rango debían casarse jóvenes y formar una familia tan numerosa como les fuese posible. La continua disminución del número de nacimientos y casamientos de las clases gobernantes se convirtió en una obsesión para Augusto.
En una ocasión en que la Noble Orden de los Caballeros, en la cual se elegían los senadores, se quejó de la severidad de sus leyes contra los solteros, Augusto citó a toda la orden en la plaza del Mercado para ofrecerle una disertación. Cuando los tuvo reunidos allí los dividió en dos grupos: los casados y los solteros. Los solteros constituían un grupo mucho mayor que los casados, y dirigió discursos separados a los dos grupos. Se dejó arrastrar a un intenso apasionamiento con los solteros, los llamó animales y granujas, y, por una extraña figura, asesinos de su propia posteridad. Para entonces Augusto era un anciano, y tenía toda la irritabilidad y las manías de un anciano que ha estado toda su vida al frente de la nación. Les preguntó si tenían alguna alucinación de ser vírgenes vestales. Por lo menos las vírgenes vestales dormían solas, que era mucho más de lo que hacían ellos. Por favor, ¿no querrían explicar por qué en lugar de compartir sus lechos con mujeres honradas de su propia clase y engendrar con ellas hijos sanos, dilapidaban toda su energía viril en las sucias esclavas y en las desagradables prostitutas asiático-griegas? Y si debía creer en lo que se le decía, el compañero de sus juegos nocturnos era con más frecuencia una de esas criaturas de repugnante profesión cuyo nombre no quería pronunciar, no fuese que la admisión de su existencia en la ciudad se entendiera como una aceptación. Si él pudiera hacer lo que quisiera, todos los hombres que eludían sus deberes sociales y al mismo tiempo hacían una vida de desenfreno sexual serían sometidos a las mismas espantosas penalidades que una vestal que olvidaba sus juramentos: se los enterraría vivos.
En cuanto a nosotros, los hombres casados —porque yo figuraba entre ellos para entonces—, nos ofreció un espléndido elogio, abriendo los brazos como para abrazarnos.
«Sois muy pocos, en comparación con la enorme población de la ciudad. Sois mucho menos numerosos que estos otros conciudadanos que no aceptan cumplir con ninguno de sus deberes sociales naturales. Pero por este motivo os alabo mucho más, y os estoy doblemente agradecido por haberos mostrado obedientes a mis deseos y por haber hecho lo posible para dar brazos al Estado. Al principio no éramos más que un puñado, pero cuando comenzamos a casarnos y engendramos hijos llegamos a competir con los Estados vecinos, no sólo en la virilidad de nuestros ciudadanos, sino también en las dimensiones de nuestra población. Esto tenemos que recordarlo siempre. Debemos consolar a la parte moral de nuestra naturaleza con una interminable sucesión de generaciones, como los portadores de antorchas en una carrera, a fin de que, los unos por medio de los otros, podamos inmortalizar el aspecto de nuestra naturaleza aunque no lleguemos a la dicha divina. Principalmente por este motivo el primero y gran dios que nos creó dividió a la raza humana en dos. A una mitad la hizo masculina y a la otra femenina, e implantó en estas mitades el deseo de la una por la otra, e hizo sus relaciones fructíferas, de modo que, por medio de la continua procreación, pudiese, en cierto sentido, hacerse inmortal incluso la mortalidad. En verdad, la tradición dice que algunos de los mismos dioses son masculinos y otros femeninos, y que todos están relacionados entre sí por vínculos sexuales y de parentesco. De forma que ya veis que aun entre los que en realidad no tienen necesidad de ese medio, el matrimonio y la procreación de hijos han sido aprobados como una noble costumbre».
Yo sentí deseos de reír, no sólo porque se me alababa por lo que me había sido impuesto contra mi voluntad —pronto les hablaré de Urgulanila, con quien estaba casado entonces—, sino porque todo aquello era una farsa mayúscula. ¿De qué servía que Augusto nos hablara de esa manera, cuando sabía perfectamente que no eran los hombres los que eludían sus deberes como afirmaba, sino las mujeres? Si hubiese convocado a las mujeres, es muy posible que hubiese logrado algo hablándoles de la manera adecuada.
Recuerdo que en una ocasión escuché a dos de las libertas de mi madre hablar del matrimonio moderno desde el punto de vista de una mujer de familia. ¿Qué ganaban con él?, se preguntaron. La moral era tan disipada, que nadie se tomaba ya en serio el matrimonio. Es cierto que unos pocos hombres chapados a la antigua lo respetaban lo bastante como para tener prejuicios en contra de la acción de engendrar hijos en ellas por amigos o servidores de la casa, y que unas cuantas mujeres chapadas a la antigua respetaban los sentimientos de sus esposos lo suficiente como para cuidarse de quedar embarazadas sólo por ellos. Pero por regla general, en la actualidad toda mujer bien parecida podía acostarse con cualquier hombre que le diese la gana. Si se casaba y luego se cansaba de su esposo, como sucedía habitualmente, y quería divertirse con algún otro, podía tener que vérselas con el orgullo o los celos del marido. Y, en general, tampoco se veía en mejor situación financiera después de casarse. Su dote pasaba a manos de su esposo, o de su suegro como amo de la casa, si éste todavía vivía. Y un esposo o un suegro eran por lo común personas más difíciles de manejar que un padre o un hermano mayor, cuyos puntos flacos la mujer conocía desde hacía tiempo. El casamiento sólo representaba irritantes responsabilidades caseras. Y en cuanto a los hijos ¿quién los quería? Se entrometían en la salud y las diversiones de una mujer durante varios meses, antes del nacimiento, y aunque tuviera una nodriza para ellos después, necesitaba tiempo para recuperarse del desdichado asunto del parto, y con frecuencia sucedía que su silueta quedaba estropeada después de tener dos. Ahí estaba como ejemplo Julia; cómo había cambiado por el solo hecho de satisfacer obedientemente el deseo de tener descendientes manifestado por Augusto. Y del esposo de una dama, si ésta lo quería, no podía esperarse que se mantuviese alejado de otras mujeres durante el período de embarazo, y de cualquier modo prestaba muy poca atención al niño cuando éste nacía. Y después, como si todo esto fuese poco, en la actualidad las nodrizas eran escandalosamente descuidadas, y los niños morían. Suerte que los médicos griegos eran tan listos, si la cosa no había ido muy lejos: sabían librar a cualquier mujer de cualquier hijo no deseado, en dos o tres días, y nadie quedaba en peor situación ni se enteraba de nada. Es claro que algunas mujeres, incluso las muy modernas, tenían un anticuado anhelo de hijos, pero siempre les quedaba el recurso de comprar un hijo, por adopción, a algún hombre de cuna decente que estuviese muy apremiado por sus acreedores.
Augusto dio a la Noble Orden de los Caballeros permiso para casarse con mujeres del común, incluso con libertas, pero esto no mejoró mucho las cosas. Los caballeros, cuando se casaban, lo hacían para obtener una rica dote, y no por los hijos o el amor, y una liberta no era buen partido. Y además los caballeros, en especial los recientemente incorporados a la orden, se oponían con energía a casarse con alguien inferior a ellos. En las familias de la antigua nobleza la cosa era aún más difícil. No sólo había menos mujeres para elegir dentro del grado correcto de afinidad, sino que la ceremonia de matrimonio era más estricta. La esposa quedaba más absolutamente en poder del jefe de la casa dentro de la cual ingresaba por casamiento. Todas las mujeres sensatas se lo pensaban dos veces antes de firmar ese contrato, para el cual no había más escapatoria que el divorcio, y después del divorcio resultaba difícil recuperar las propiedades que se habían aportado como dote. Pero en otras familias que no fuesen las de la antigua nobleza, una mujer podía casarse legalmente con un hombre y al mismo tiempo permanecer independiente, con dominio sobre su propiedad, si estipulaba que debía dormir tres noches al año fuera de la casa de su esposo. Porque esta condición interrumpía su derecho sobre ella como objeto de su propiedad permanente. Por motivos evidentes, a las mujeres les agradaba este tipo de matrimonio, y los motivos eran precisamente aquellos por los cuales éste desagradaba a los esposos. La práctica se inició entre las familias más bajas de la ciudad, pero fue ascendiendo, y pronto se convirtió en la regla en todas ellas, excepción hecha de las familias de la antigua nobleza. En estas últimas había una razón religiosa en contra de la costumbre. En dichas familias se elegían los sacerdotes del Estado, y por ley religiosa un sacerdote debía ser un hombre casado —y casado en la forma estricta— e hijo de un matrimonio también estricto. A medida que pasaba el tiempo se hacía cada vez más difícil encontrar candidatos adecuados para el sacerdocio. Finalmente se produjeron vacantes en el colegio de sacerdotes que no pudieron ser cubiertas, y hubo que tomar alguna medida en ese sentido, de modo que los abogados encontraron una solución. Se permitió a las mujeres de rango que, al contraer matrimonio de forma estricta, estipulasen que la completa sumisión de ellas mismas y de sus propiedades (se refería a los asuntos sagrados), y que en todo otro sentido gozaban de los beneficios del matrimonio libre.
Pero eso vino más tarde. Entretanto lo mejor que podía hacer Augusto, aparte del castigo legal a los solteros y a los casados sin hijos, era presionar a los jefes de familia para que casasen a sus hijos menores (con órdenes de multiplicarse) cuando eran todavía demasiado jóvenes para darse cuenta de a qué se comprometían o para hacer otra cosa que obedecer sin rechistar. Por lo tanto, para dar un buen ejemplo, todos nosotros, los jóvenes miembros de la familia de Augusto y Livia, fuimos prometidos y casados a la edad más temprana posible. Podrá parecer extraño, pero Augusto era bisabuelo a la edad de cincuenta y cuatro años, y tatarabuelo antes de morir, a la edad de setenta y seis, en tanto que Julia, también a raíz de su segundo matrimonio, tenía una nieta casadera antes de haber pasado ella misma de la edad de fecundidad. De este modo, las generaciones se superponían las unas a las otras, y el árbol genealógico de la familia imperial se convirtió en rival, en materia de complejidad, del árbol genealógico del Olimpo. Y esto no sólo debido a las frecuentes adopciones y al casamiento de miembros en grado más estrecho de afinidad de lo que la costumbre religiosa en realidad permitía —porque para ese entonces la familia imperial comenzaba a colocarse por encima de la ley—, sino porque en cuanto un hombre moría su viuda tenía que volver a casarse, y siempre dentro del mismo estrecho círculo de parentesco. Ahora haré lo posible por aclarar la cuestión, sin prolongarla demasiado.
He mencionado a los hijos de Julia, los principales herederos de Augusto desde que la propia Julia fue desterrada y excluida de su testamento, a saber: sus tres hijos, Cayo, Lucio y Póstumo y sus dos hijas, Julila y Agripina. Los miembros jóvenes de la familia de Livia eran el hijo de Tiberio, Cástor, y sus tres primos carnales, es decir, mi hermano Germánico, mi hermana Livila y yo. Pero no debo olvidar a la nieta de Julia, porque en ausencia de todo posible esposo de la familia de Livia, Julila se había casado con un adinerado senador llamado Emilio (su primo carnal de un matrimonio anterior de Escribonia) y le había dado una hija llamada Emilia. El matrimonio de Julila fue desdichado, porque a Livia le molestaba que una nieta de Augusto se casase con alguien que no fuese un nieto de ella. Pero como pronto se verá, esto no le molestó durante mucho tiempo, y entretanto Germánico se casó con Agripina, una muchacha seria y hermosa a quien, en rigor a la verdad, quería desde hacía mucho tiempo. Cayo se casó con mi hermana Livila, pero murió poco después sin dejar hijos. Lucio, que se había prometido a Emilia pero que todavía no estaba casado con ella, había muerto.
A la muerte de Lucio surgió el problema de un matrimonio adecuado para Emilia. Augusto tenía la astuta idea de que Livia abrigaba la intención de que el esposo de Emilia fuese nada menos que yo mismo, pero sus sentimientos hacia la niña eran muy tiernos y no podía soportar la idea de casarla con una criatura enfermiza como yo. Decidió oponerse a la unión. Esta vez —se prometió— Livia no se saldría con la suya. Poco después de la muerte de Lucio sucedió que Augusto estaba cenando con Medulino, uno de sus más antiguos generales, que afirmaba descender del dictador Camilo. Medulino le dijo, sonriendo, cuando las copas de vino habían sido llenadas ya varias veces, que tenía una nieta con la cual estaba muy encariñado. De pronto había mostrado un sorprendente progreso en sus estudios literarios, y él tenía entendido que por ese avance estaba en deuda con un joven familiar de su honorabilísimo anfitrión.
Augusto se sintió intrigado.
—¿Quién puede ser? No he sabido nada de eso. ¿Qué sucede? ¿Se trata de un asunto amoroso secreto, con una salsa literaria?
—Sí, algo por el estilo —contestó Medulino sonriendo—. He hablado con el joven, y a pesar de todas sus desgracias físicas no puedo dejar de apreciarlo. Tiene una naturaleza sincera y noble, y como joven estudioso me impresiona considerablemente.
Augusto preguntó con incredulidad:
—¿Cómo, te refieres al joven Tiberio Claudio?
—Sí, a él —respondió Medulino.
El rostro de Augusto se iluminó con repentina decisión, y preguntó, con más prisa de la que era decente:
—Escucha, Medulino, viejo amigo, ¿te opondrías a que él fuese el esposo de tu nieta? Si estás de acuerdo en la unión, me alegraré de disponer los detalles necesarios. El joven Germánico es ahora nominalmente el jefe de la familia, pero en asuntos como éste acepta los consejos de sus mayores. Bueno, por cierto que no todas las jóvenes pueden superar su repugnancia física hacia un pobre tullido sordo y tartamudo, y Livia y yo hemos tenido naturales escrúpulos en cuanto a casarlo con cualquiera. Pero si tu nieta, por su propia voluntad…
—La niña me ha hablado bien de ese matrimonio —respondió Medulino—, y ha sopesado las cosas con cuidado. Me dice que el joven Tiberio Claudio es modesto, veraz y bondadoso; y que esa cojera que tiene no le permitirá ir a las guerras y ser muerto en ellas…
—O correr detrás de otras mujeres —rió Augusto.
—Y que su sordera es de un solo lado, y en cuanto a su salud general.
—Supongo que la pilluela habrá visto que no está tullido de esa parte del cuerpo hacia la cual las esposas honradas muestran la mayor solicitud. Sí, ¿por qué no habría de ser capaz de engendrar con ella hijos perfectamente saludables? Mi viejo garañón Bucéfalo, cojo y asmático, ha engendrado más ganadores de carreras de cuadrigas que cualquier otro caballo de Roma. Pero bromas aparte, Medulino, la tuya es una casa honorable, y la familia de mi esposa se sentirá orgullosa de verse vinculada con ella por casamiento. ¿Dices en serio que apruebas la unión?
Medulino contestó que la joven podía hacer una elección mucho peor, aparte del indudable honor, para la familia, de verse relacionada en matrimonio con el Padre de la Nación.
Y bien, Medulina, la nieta, fue mi primer amor. Y juro que nunca se vio una niña más hermosa en todo el mundo. La conocí una tarde de verano, en los jardines de Salustio, adonde me llevaba Sulpicio en ausencia de Atenodoro, que estaba enfermo. La hija de Sulpicio estaba casada con el tío de Medulina, Furio Camilo, distinguido soldado que seis años más tarde fue cónsul. Cuando la vi por primera vez fue para mí una conmoción, no sólo por su belleza, sino por su repentina aparición, porque se acercó a mí del lado que soy sordo, mientras yo leía un libro, y cuando levanté la vista la vi a mi lado, riéndose de mi susto. Era esbelta, de abundantes cabellos negros, piel blanca y ojos intensamente azules, y todos sus movimientos eran rápidos y parecidos a los de un pájaro.
—¿Cómo te llamas? —preguntó con voz amistosa.
—Tiberio Claudio Druso Nerón Germánico.
—¡Caramba!, ¿nada más? Yo me llamo Medulina Camila. ¿Qué edad tienes?
—Trece —dije, dominando muy bien mis tartamudeos.
—Yo sólo tengo doce, pero apuesto a que puedo ganarte una carrera hasta aquel cedro y vuelta.
—¿Entonces eres campeona de velocidad?
—Puedo vencer a cualquier chica de Roma, y a mis hermanos también.
—Bueno, pues me temo que a mí me ganas por abandono. Yo no puedo correr, soy cojo.
—Oh, pobrecito. ¿Y cómo llegaste hasta aquí? ¿Saltando?
—No, Camila, en una litera, como un anciano perezoso.
—¿Por qué me llamas por mi segundo nombre?
—Porque es el más adecuado.
—¿Cómo es eso?
—Porque entre los etruscos «Camila» es la joven sacerdotisa cazadora consagrada a Diana. Con un nombre como Camila es inevitable ser campeona en todas las carreras de velocidad.
—Es bonito. No lo sabía. Haré que todos mis amigos me llamen Camila.
—Y tú llámame Claudio ¿quieres? Ese es mi nombre adecuado. Quiere decir tullido. Mi madre por lo general me llama Tiberio, y eso no está bien, porque el Tíber corre muy rápido.
Ella rió.
—Muy bien, Claudio, dime qué haces todo el día, si no puedes correr con los otros chicos.
—Leo casi todo el día, y escribo. Este año ya he leído varias docenas de libros, y apenas estamos en junio. Este es griego.
—Yo todavía no sé leer en griego. Sólo conozco el alfabeto. Mi abuelo está enojado conmigo —no tengo padre, ¿sabes?—, dice que soy una haragana. El griego lo entiendo cuando lo oigo hablar: siempre hablamos en griego durante las comidas, y cuando vienen visitas. ¿De qué trata el libro?
—Es una parte de la historia de Tucídides. Este pasaje se refiere a un político, un curtidor de nombre Cleón, que comenzó a criticar a los generales que bloqueaban a los espartanos en una isla. Dijo que no hacían todo lo que podían y que si él fuera general, en sólo veinte días traería consigo a todas las fuerzas espartanas como cautivos. Los atenienses estaban tan aburridos de oírlo hablar, que lo nombraron jefe del ejército.
—Graciosa idea. ¿Y qué sucedió?
—Cumplió con su promesa. Eligió a un buen oficial de estado mayor y le dijo que luchase como le diese la gana, siempre que ganase la batalla, y el hombre conocía su oficio. De modo que en el plazo de veinte días Cleón llevó a Atenas ciento veinte espartanos del más alto rango.
—He oído decir a mi tío Furio —dijo Camila— que el jefe más listo es el que elige a los colaboradores más inteligentes para que piensen por él. —Y luego agregó—: Tú debes de ser muy inteligente, Claudio.
—Se supone que soy un tonto de remate, y cuanto más leo más tonto me creen.
—Yo creo que eres muy sensato. Dices cosas muy bonitas.
—Pero tartamudeo. Mi lengua también es una Claudia.
—Quizá por nerviosismo. No conoces a muchas chicas, ¿no es cierto?
—No —respondí—, y tú eres la primera que conozco que no se ha reído de mí. ¿No podríamos vernos de vez en cuando, Camila? Tú no puedes enseñarme a correr, pero yo puedo enseñarte a leer en griego. ¿Te gustaría?
—Oh, me encantaría. ¿Pero me enseñarás con libros interesantes?
—Con cualquier libro que quieras. ¿Te gusta la historia?
—Creo que más me gusta la poesía. En la historia hay tantos nombres y fechas que recordar. Mi hermana mayor se vuelve loca por la poesía de amor de Partenio. ¿Has leído algo de él?
—Un poco, pero no me gusta. Es tan artificial. Me gustan los libros reales.
—También a mí. ¿Pero no hay alguna poesía amorosa griega que no sea artificial?
—La de Teócrito. Me gusta mucho. Haz que tu tía te traiga aquí mañana a la misma hora, y yo traeré un libro de Teócrito y empezaremos en seguida.
—¿Me prometes que no es aburrido?
—Qué va, es muy bueno.
Después de eso solíamos encontrarnos en el jardín casi todos los días; nos sentábamos juntos a la sombra, leíamos a Teócrito y conversábamos. Hice prometer a Sulpicio que no le hablaría a nadie de eso, por temor a que Livia se enterara y me impidiera seguir yendo. Un día Camila me dijo que era el chico más bondadoso que jamás había conocido, y que me quería más que a todos los amigos de su hermano. Y entonces yo le dije cuánto la quería a ella, y se sintió encantada y nos besamos tímidamente. Me preguntó si había alguna posibilidad de que nos casáramos. Dijo que su abuelo haría cualquier cosa por ella, y que un día lo llevaría a los jardines para presentármelo. ¿Pero mi padre aprobaría el casamiento? Cuando le dije que no tenía padre y que todo esto estaba en manos de Augusto y Livia, se mostró muy deprimida. Hasta entonces no habíamos hablado mucho de nuestras familias. Ella no había oído hablar muy bien de Livia, pero yo le dije que era posible que ésta aceptase, porque me odiaba tanto que no le importaba mucho lo que yo hiciera, siempre que no la deshonrase.
Medulino era un anciano recto y digno, y tenía algunas aficiones de historiador, cosa que facilitó la conversación entre nosotros. Había sido oficial superior de mi padre en su primera campaña, y conocía multitud de anécdotas acerca de él, muchas de las cuales anoté, agradecido, para mi biografía. Un día comenzamos a hablar sobre Camilo, el antepasado de Camila, y cuando me preguntó qué acción de Camilo admiraba yo más, respondí: «Cuando el traicionero maestro de escuela de Falero atrajo a los niños que se encontraban bajo su custodia a las murallas de Roma, diciendo que los falerianos aceptarían cualquier condición para recuperarlos, Camilo rechazó el ofrecimiento. Lo hizo desnudar, le ató las manos a la espalda y entregó a los chicos varas y látigos para que castigaran al traidor. ¿No fue eso magnífico?».
Al leer esta historia me había imaginado que el maestro de escuela era Catón, que los chicos éramos Póstumo y yo, y por lo tanto mi entusiasmo por Camilo estaba teñido de ciertas impurezas. Pero Medulino se mostró encantado.
Cuando se pidió a Germánico su aprobación para nuestro matrimonio, la concedió con gusto, porque yo le había hablado de mi amor por Camila; mi tío Tiberio no presentó objeción alguna y mi abuela Livia ocultó su ira, como de costumbre, y felicitó a Augusto por haber sido tan rápido en tomarle la palabra a Medulino. Seguro que éste estaba borracho, dijo, cuando aprobó la unión, aunque en verdad la dote era pequeña y el honor de la alianza muy grande para un hombre de su familia. La casa de Camilo no había producido hombres de capacidad o reputación sobresaliente durante muchas generaciones.
AÑO 3
d. de C.
Germánico me dijo que todo había sido arreglado, y que la ceremonia de esponsales se llevaría a cabo el próximo día fasto. Los romanos somos muy supersticiosos en cuanto a los días. A nadie se le ocurriría, por ejemplo, librar una batalla o casarse o comprar una casa el 16 de julio, el día del desastre de Alia en tiempos de Camilo. Apenas pude creer en mi buena suerte. Yo temía que me obligaran a casarme con Emilia, una chiquilla afectada y de pésimo temperamento, que imitaba a mi hermana Livila en lo referente a burlarse de mí cada vez que venía a visitarnos, cosa que hacía con frecuencia. Livia insistió en que la ceremonia de los esponsales tenía que hacerse tan en privado como fuese posible, porque no se podía tener la seguridad de que yo no hiciese el tonto si había una multitud presente. Yo también lo prefería así; odiaba las ceremonias. Sólo concurrirían los testigos necesarios, y no habría fiesta, sino sólo el habitual sacrificio ritual de un carnero, cuyas entrañas se examinarían para ver si los auspicios eran favorables. Y por supuesto que lo serían. Augusto, oficiando de sacerdote, cuidaría que así fuese, en homenaje a Livia. Luego se firmaría un contrato para una segunda ceremonia, que se realizaría en cuanto yo llegase a mi mayoría de edad, con estipulaciones en cuanto a la dote. Camila y yo nos daríamos la mano y nos besaríamos, y yo le entregaría un anillo de oro, y ella volvería a la casa de su abuelo con discreción, como había venido, sin séquito ni acompañantes que entonasen canciones.
Incluso ahora me duele escribir acerca de ese día. Yo estaba muy nervioso, con mi guirnalda en la cabeza y mi túnica limpia, esperando, junto con Germánico, ante el altar de la familia, a que llegase Camila. Pero tardaba. Tardaba demasiado. Los testigos comenzaron a impacientarse y a criticar los malos modales del viejo Medulino, que los hacía esperar en una ocasión ceremonial como ésa. Al cabo el portero anunció al tío de Camila, Furio, y éste entró, palidísimo y llevando ropas de luto. Después de un breve discurso de salutación y de pedir disculpas a Augusto y a los demás invitados por su demora y por su aspecto de mal agüero, dijo:
—Ha ocurrido una gran calamidad. Mi sobrina ha muerto.
—¡Muerto! —exclamó Augusto—. ¿Qué broma es ésta? Hace apenas media hora recibimos un mensaje de que ya estaba en camino hacia aquí.
—Murió envenenada. Un gentío se apiñó ante la puerta, como suele suceder, cuando se enteraron de que la hija de la casa estaba a punto de partir hacia su ceremonia de esponsales. Cuando mi sobrina salió, las mujeres se apiñaron, admiradas, a su alrededor. Ella lanzó un gritito, como si alguien le hubiese pisado el pie, pero nadie le dio importancia, y mi sobrina subió a la litera. No habíamos recorrido siquiera el largo de la calle cuando mi esposa, Sulpicia, que estaba con ella, la vio palidecer y le preguntó si estaba asustada. «Oh, tía —respondió Camila—, ésa mujer me clavó una aguja en el brazo, y me siento débil». Esas fueron sus últimas palabras, mis amigos. Murió unos minutos después. Yo vine corriendo aquí en cuanto me cambié de ropa. Tendrán que perdonarme.
Yo estallé en lágrimas y sollozos histéricos. Mi madre, furiosa por mi deshonrosa conducta, dijo a uno de los libertos que me sacara de la habitación y me llevase a la mía, donde permanecí días enteros, en medio de una fiebre nerviosa, incapaz de comer o dormir. A no ser por los consuelos que me prodigó mi querido Póstumo, creo que habría perdido el juicio. No se encontró a la asesina y nadie supo explicar qué motivos podía haber tenido para su acción. Pocos días más tarde Livia le dijo a Augusto que, de acuerdo con informes que parecían dignos de confianza, una de las mujeres del grupo era una muchacha griega que se consideraba, sin duda infundadamente, perjudicada por el tío de la joven, y que quizás había decidido vengarse de esa monstruosa manera.
Cuando volví a estar bien, o, mejor dicho, no más enfermo que de costumbre, Livia se quejó a Augusto de que la muerte de la joven Medulina Camila había sido una desdicha. A pesar de los justificados sentimientos de Augusto contra semejante unión, temía que la joven Emilia tendría que ser prometida ahora, a fin de cuentas, a su imposible nieto. Todos, decía, se sorprendían de que no se la hubiese unido antes con él. De modo que, como de costumbre, Livia se salió con la suya. Me comprometí con Emilia unas semanas más tarde y pasé por la ceremonia sin deshonor, porque la pena por la muerte de Camila me había vuelto indiferente. Pero cuando llegó, los ojos de Emilia estaban rojos de lágrimas, y no de pena sino de cólera.
En cuanto a Póstumo, pobre amigo, estaba enamorado de mi hermana Livila, a quien veía con frecuencia porque ella había ido a vivir al palacio cuando se casó con el hermano de él, Cayo, y todavía seguía viviendo allí. Se suponía en general que Póstumo se casaría con ella para renovar el vínculo familiar interrumpido por la muerte de su hermano. Livila se sentía halagada por su apasionada devoción. Coqueteaba constantemente con él, pero no lo quería. Había elegido a Cástor, un individuo cruel, disoluto y hermoso que parecía hecho para ella. Yo conocía el entendimiento que existía entre Cástor y Livila, que descubrí por casualidad y que me hacía muy desdichado por Póstumo, tanto más cuanto que éste no tenía sospecha alguna en cuanto al carácter de mi hermana y yo no me atrevía a revelárselo. Cada vez que Livila, yo y él estábamos juntos, ella solía mostrarme un fingido afecto, que conmovía a Póstumo tanto como me encolerizaba a mí.
AÑO 4
d. de C.
Sabía que en cuanto él se hubiese ido, ella reanudaría sus rencorosas burlas. Livia se enteró de la intriga de Livila y Cástor y los vigiló con cuidado. Una noche fue recompensada por un mensaje de un criado de confianza, que le informaba que Cástor acababa de trepar a la ventana de Livila. Puso una guardia armada en el balcón y luego golpeó la puerta de Livila y la llamó por su nombre. Al cabo de un rato Livila abrió, fingiendo haber estado profundamente dormida, pero Livia entró y encontró a Cástor oculto detrás de las cortinas. Les habló con suma claridad y les hizo entender que no informaría del asunto a Augusto —quien sin duda los desterraría si se enteraba del suceso—, pero con ciertas condiciones. Y si estas condiciones se observaban estrictamente, ella incluso arreglaría las cosas de modo que pudieran casarse. No mucho después de mis esponsales con Emilia, Livia dispuso las cosas de tal modo con Augusto, que Póstumo se comprometió, con gran pena por su parte, con una muchacha llamada Domicia, prima carnal mía por parte de mi madre, y Cástor se casó con Livila. Ese fue el año en que Tiberio y Póstumo fueron adoptados como hijos de Augusto.
Livia consideraba a Julila y a su esposo Emilio como posibles obstáculos a sus designios. Tuvo la suerte de conseguir pruebas de que Emilio y Cornelio, un nieto de Pompeyo el Grande, conspiraban para expulsar a Augusto del poder y dividir sus funciones entre ellos y ciertos ex cónsules, entre los que incluían a Tiberio, si bien a éste no lo habían sondeado aún para conocer su opinión. La conjura no cobró mucho impulso porque el primer ex cónsul a quien Emilio y Cornelio abordaron se negó a tener nada que ver con ella. Augusto no los castigó con la pena de muerte o el destierro. El hecho de que pudieran encontrar tan poco respaldo para su conspiración era una buena prueba de su fuerza, y perdonándolos demostraba ser más fuerte aún. Simplemente los llamó a su presencia y los sermoneó por su locura e ingratitud. Cornelio cayó a sus pies y le agradeció con palabras abyectas su clemencia, y Augusto le rogó que no siguiera haciendo el tonto. No era un tirano, dijo, contra el cual hubiera que conspirar o al que hubiese que adorar para mostrar la clemencia de un tirano. No era más que un funcionario del Estado de la república romana que gozaba temporalmente de amplios poderes para el mantenimiento del orden. Era evidente que Emilio lo había engañado con falsas afirmaciones. La mejor cura para esa tontería era la de que Cornelio fuese nombrado cónsul al año siguiente para satisfacer así sus ambiciones de alcanzar iguales honores que él, porque en Roma no existía un rango superior al de cónsul. (En teoría esto era cierto). Emilio era orgulloso y continuó de pie, y Augusto le dijo que como pariente que era suyo por matrimonio habría debido mostrar más decencia, y como ex cónsul habría debido exhibir más sensatez. Y a renglón seguido lo despojó de todos sus honores.
Un aspecto divertido de este caso fue que Livia se quedó con todos los méritos de la clemencia de Augusto, ya que afirmó que le había rogado, con la ternura de una mujer, por la vida de los dos conspiradores, con quienes, dijo, Augusto había decidido dar un ejemplo. Consiguió su consentimiento para la publicación de un librito que había escrito, intitulado Un debate con la almohada acerca de la verdad y la bondad, lleno de toques de intimidad. En él Augusto aparece nervioso y preocupado; no puede dormir. Livia le ruega dulcemente que le diga cuál es el problema que le pesa sobre los hombros, y analizan ambos la cuestión del tratamiento adecuado de Emilio y Cornelio.
Augusto explica que no quiere ejecutarlos, aunque teme que tendrá que hacerlo, porque si los perdona se creerá que les tiene miedo y entonces otros se sentirán tentados a conspirar contra él.
—Encontrarse siempre bajo la necesidad de vengarse y de castigar es una posición dolorosísima para un hombre honorable, mi querida esposa.
Livia responde:
—Tienes mucha razón y yo quiero darte un consejo, es decir si quieres aceptarlo, y no me censures por atreverme, aunque soy mujer, a sugerirte lo que ningún otro, ni tus amigos más íntimos, osarían sugerirte.
—Dímelo, sea lo que fuere —responde Augusto.
—Te lo diré sin vacilaciones —declara Livia—, porque me corresponde una parte de tu buena o tu mala suerte, y porque mientras tú estés a salvo yo también tendré mi parte del reinado, en tanto que si te sucede algo, que Dios no lo quiera, ése será también mi fin… —Le aconseja que perdone.— Las palabras suaves alejan la ira, así como las palabras bruscas excitan la cólera incluso en un espíritu amable. El perdón hará que se ablande el corazón más arrogante, del mismo modo que el castigo endurecerá aun al más humilde. No quiero decir con esto que debamos perdonar a todos los criminales sin distinción, porque existe también la maldad incurable y persistente, que no entiende rasgo alguno de bondad. Un hombre que delinque de ese modo tiene que ser eliminado en el acto como un cáncer del cuerpo político. Pero en el caso de los demás, cuyos errores, cometidos voluntariamente o no, se deben a la juventud o a la ignorancia o al error, creo que sólo debemos censurarlos, o castigarlos de la forma más leve posible. Hagamos el experimento, entonces, comenzando con estos hombres.
Augusto aplaude su sabiduría y se confiesa convencido. Pero adviértase la seguridad que se ofrece al mundo, de que a la muerte de Augusto terminaría también el reinado de Livia, y adviértase también la frase «maldad incurable y persistente». ¡Mi abuela Livia era astuta!
Luego le dijo a Augusto que el matrimonio entre Emilia y yo debía ser cancelado como señal de desagrado imperial para con sus padres, y Augusto se alegró de aceptar esto, porque Emilia se le había quejado amargamente de su obligación de casarse conmigo. Livia tenía muy poco que temer ahora de Julila, a quien Augusto suponía cómplice en los planes de su esposo, pero también tomaría medidas contra ella antes de terminar. Entretanto tenía una deuda de honor que pagar a su amiga Urgulania, una mujer a quien no he mencionado aún pero que es uno de los personajes más desagradables de mi historia.