V

En Roma vivíamos en una enorme casa que había pertenecido a mi abuelo, y que éste había legado en su testamento a mi abuela. Estaba ubicada en el monte Palatino, cerca del palacio de Augusto y del templo de Apolo construido por Augusto, donde estaba la biblioteca. El monte Palatino dominaba la plaza del Mercado. Bajo la parte más empinada del risco se hallaba el templo de los Dioses Gemelos. Cástor y Pólux. (Era el viejo templo, construido con madera y barro, que dieciséis años después Tiberio reemplazó, a su propia costa, con una magnífica estructura de mármol, el interior pintado y dorado y amueblado con tanta suntuosidad como la alcoba de una mujer de la nobleza adinerada. Mi abuela Livia lo empujó a hacerlo para complacer a Augusto, si se me permite decirlo Tiberio no tenía espíritu religioso, y además era muy tacaño). El aire era más saludable en la colina que abajo, en el hoyo junto al río. La mayoría de las casas de arriba pertenecían a senadores. Yo fui un chico muy enfermo —un campo de batalla de enfermedades, decían los médicos—, y quizá sobreviví porque las enfermedades no pudieron ponerse de acuerdo acerca de cuál de ellas tendría el honor de rematarme. Para empezar, nací prematuramente, a los siete meses de gestación, y luego la leche de mi nodriza no me sentó bien, de modo que me estalló un terrible salpullido en toda la piel, y después tuve malaria, y sarampión, que me dejó levemente sordo de un oído, y erisipela, y colitis, y finalmente parálisis infantil, que me acortó de tal modo la pierna izquierda, que me vi condenado a una permanente cojera. Debido a una u otra de todas estas enfermedades, he sido toda mi vida tan débil de los muslos, que nunca me ha resultado posible caminar o correr una larga distancia. He tenido que hacer la mayor parte de mis viajes en una silla de mano. Después está ese atroz dolor que me atenaza a veces la boca del estómago, después de comer. Es tan intenso, que en dos o tres ocasiones, si no hubieran intervenido algunos amigos, me habría hundido un cuchillo de trinchar (del que me apoderaba, enloquecido) en el lugar del tormento. He oído decir que este dolor, al que llaman «pasión cardiaca», es peor que cualquier otro que conozca el hombre, salvo la estangurria. Bueno, supongo que debo estar agradecido por no haber tenido nunca la estangurria.

Se supondrá que mi madre Antonia, una hermosa y noble mujer, educada en la más estricta virtud por su madre Octavia y única pasión de la vida de mi padre, me habría prodigado los más amantes cuidados, a mí que era su hijo menor, y que aun habría hecho de mí su favorito a causa de mis desdichas. Pero no fue así. Hizo todo lo que podía esperarse de ella en materia de deberes, pero nada más. No me amaba. No, sentía una gran aversión hacia mí, no sólo por mis enfermedades, sino también porque había tenido un embarazo muy difícil conmigo, y luego un parto muy doloroso, del cual apenas escapó con vida y que la dejó más o menos inválida durante años. Mi nacimiento prematuro se debió a una conmoción que recibió en la fiesta ofrecida en honor a Augusto, cuando éste visitó a mi padre en Lyon para inaugurar el «Altar de Roma y Augusto». Mi padre era gobernador de las tres provincias de Francia, y Lyon era su sede. Un enloquecido esclavo siciliano que hacía de servidor en la fiesta sacó de pronto una daga y la blandió en el aire, ante la nuca de mi padre. Sólo mi madre presenció el suceso. Su mirada se cruzó con la del esclavo, y tuvo la presencia de ánimo de sonreírle y de menear la cabeza en señal de desaprobación, haciéndole seña de que volviese a guardar la daga. Mientras el hombre vacilaba, otros dos camareros siguieron su mirada y acudieron a tiempo para dominarlo y desarmarlo. Luego mi madre se desmayó, y de inmediato comenzaron sus dolores. Puede que sea por eso que yo siempre tuve mórbidos temores de asesinato, porque dicen que las conmociones prenatales pueden ser heredadas. Pero es claro que no existen motivos para mencionar influencia prenatal alguna. ¿Cuántos miembros de la familia imperial han muerto de muerte natural?

Como yo era un niño afectuoso, la actitud de mi madre me causó muchas congojas. Me enteré por mi hermana Livila, una muchacha hermosa, pero cruel, vana y ambiciosa —en una palabra, una Claudia típica de la variedad maligna—, que mi madre me llamó «fenómeno», y que decía que habrían debido consultar los libros sibilinos cuando yo nací. Además la naturaleza me había comenzado, pero no terminado; me dejó a un lado, disgustada, sin duda por considerarme un inicio frustrado. También decía que los antiguos eran más nobles y sabios que nosotros: abandonaban a todos los niños débiles en una colina desnuda, en bien de la raza. Puede que éstos hayan sido adornos introducidos por Livila a observaciones menos severas —porque los niños sietemesinos son objetos horripilantes—, pero sé que en una ocasión, cuando mi madre se encolerizó al enterarse de que cierto senador había presentado una moción estúpida ante la asamblea, estalló: ¡Habría que eliminar a ese hombre! Es tan imbécil como un asno. ¿Qué digo? Los asnos son seres sensatos en comparación, es tan estúpido como, ¡Cielos, es tan estúpido como mi hijo Claudio!

Germánico era su favorito, y era el favorito de todo el mundo, pero lejos de envidiarlo por el cariño y la admiración que despertaba dondequiera que iba, yo me regocijaba por él. Germánico me tenía compasión, e hizo todo lo posible para que mi vida fuese más dichosa, y me recomendó ante mis mayores como un niño bondadoso que compensaría un tratamiento generoso y lleno de cuidados. La severidad sólo conseguía asustarme, decía, y me enfermaba más de lo necesario. Y tenía razón. El tic nervioso de mis manos, las sacudidas nerviosas de mi cabeza, mi tartamudeo, mis digestiones difíciles, mis constantes baboseos, se debían principalmente a los terrores a que se me sometía en nombre de la disciplina. Cuando Germánico me defendía, mi madre solía reír con indulgencia y decir: «¡Noble corazón, busca un mejor objeto para tus desbordamientos!».

Pero el modo de hablar de mi abuela Livia era: «No seas tonto, Germánico. Si reacciona favorablemente a la disciplina, lo trataremos con la bondad que se merece. Estás colocando el carro delante del caballo».

Mi abuela me hablaba muy pocas veces, y cuando lo hacía era con desprecio y sin mirarme, por lo general para decir: «Sal de esta habitación, niño, que quiero entrar». Si tenía ocasión de reñirme, jamás lo hacía de palabra, sino que me enviaba una nota fría y lacónica. Por ejemplo: «Ha llegado al conocimiento de la dama Livia que el niño Claudio ha estado perdiendo su tiempo en la biblioteca Apolo. Hasta que pueda extraer provecho de los textos elementales que le proporcionan sus preceptores, es absurdo que se ocupe de la obras serias de los anaqueles de la biblioteca. Además, su entrometimiento molesta a los verdaderos estudiantes. Esta práctica debe terminar».

En cuanto a Augusto, si bien nunca me trató con crueldad calculada, le molestaba que estuviese en la misma habitación que él, lo mismo que a mi abuela. Tenía un extraordinario cariño por los niños pequeños (hasta el fin de su vida siguió siendo un niño grande), pero sólo del tipo que llamaba «hermosas criaturas viriles», como por ejemplo mi hermano Germánico y sus nietos Cayo y Lucio, que eran todos muy bien parecidos. Había en Roma algunos hijos de reyes o caudillos confederados, mantenidos como rehenes para el buen comportamiento de sus padres —de Francia, Germania, Partia, África del Norte, Siria—, a los que se educaba con sus nietos y con los hijos de los principales senadores en el Colegio de Niños. Y él concurría a menudo al colegio, a jugar con ellos a las canicas, al marro o a la taba. Sus favoritos eran los chiquillos morenos, los moros, partos y sirios, y todos los que podían parlotear con él, en su habla infantil, como si fuese otro chico más. Sólo en una ocasión trató de dominar la repugnancia que sentía hacia mí y me dejó intervenir en el juego de las canicas con sus favoritos; pero resultó un esfuerzo tan poco natural, que me puso más nervioso que de costumbre, y tartamudeé y me estremecí como un loco. Jamás volvió a intentarlo. Odiaba a los enanos, tullidos y deformes; decía que traían mala suerte y que debían ser mantenidos fuera de la vista. Sin embargo nunca pude encontrar en mi corazón fuerzas para odiar a Augusto como llegué a odiar a mi abuela, porque el disgusto que me mostraba carecía de malicia, y porque hacía todo lo posible para dominarlo. Y en verdad debo de haber sido un desdichado espantajo, una deshonra para un padre tan vigoroso y magnífico y para una madre tan majestuosa. Augusto era un hombre bien parecido, si bien de estatura un tanto reducida, de rizados cabellos rubios que sólo encanecieron muy avanzada su vida, de ojos brillantes, cara alegre y un carácter gracioso y altivo.

Recuerdo que en una ocasión escuché un epigrama elegíaco que compuso sobre mí, en griego, para Atenodoro, un filósofo estoico de Tarso, Cilicia, cuyos sencillos y serios consejos buscaba a menudo. Yo tendría entonces unos siete años de edad, y lo escuché junto al estanque de las carpas, en el jardín de la casa de mi madre. No recuerdo el epigrama con exactitud, pero su sentido era el siguiente: «Antonia es anticuada; no quiere comprar un monito tití a un mercader oriental que los cobra caros. ¿Y por qué? Porque ella misma los cría». Atenodoro pensó un instante, y replicó con severidad en el mismo metro: «Lejos de comprar un monito tití a los mercaderes orientales, ni siquiera mima y alimenta con confites al pobre hijo de su noble esposo». Augusto se mostró un tanto avergonzado. Debo explicar que ni él ni Atenodoro, a quien siempre me habían presentado como medio tonto, suponían que yo podía entender lo que decían. Atenodoro me atrajo hacia sí y dijo bromeando, en latín:

—¿Y qué opina el joven Tiberio Claudio acerca de esto?

Yo estaba protegido de Augusto por el enorme cuerpo de Atenodoro, y, quién sabe por qué, me olvidé de mis tartamudeos.

—Mi madre Antonia no me mima, pero me ha permitido aprender el griego de alguien que lo aprendió directamente de Apolo —dije.

Sólo quería significar con eso que entendía lo que decían. La persona que me había enseñado el griego era una mujer que había sido sacerdotisa de Apolo en una de las islas griegas, pero luego fue capturada por los piratas y vendida a un dueño de prostíbulos de Tiro. Consiguió escapar, pero no se le permitió volver a ser sacerdotisa porque había sido prostituta. Mi madre Antonia, reconociendo sus dotes, la incorporó a la familia como preceptora. Esta mujer solía decirme que había aprendido el griego directamente de Apolo, y yo no hacía más que repetirlo. Pero como Apolo era el dios del saber y la poesía, mi observación resultó mucho más ingeniosa de lo que yo pensaba. Augusto se sobresaltó, y Atenodoro dijo:

—Muy bien hablado, pequeño Claudio. Los titíes no entienden una palabra de griego, ¿no es cierto?

—No —respondí—, y tienen larga cola, y roban manzanas de la mesa.

Pero cuando Augusto comenzó a interrogarme con ansiedad, arrebatándome de entre los brazos de Atenodoro, me sentí tímido y tartamudeé peor que nunca. Pero desde entonces Atenodoro fue mi amigo.

Hay una historia sobre Atenodoro y Augusto que habla de los méritos de ambos. Atenodoro le dijo a Augusto un día que no tomaba las suficientes precauciones en cuanto a la admisión de visitantes en su presencia; algún día alguien le clavaría una daga en las entrañas. Augusto le replicó que estaba diciendo tonterías. Al día siguiente se le dijo a mi abuelo que su hermana, Octavia, estaba fuera y deseaba saludarlo en el aniversario de la muerte del padre de ambos. Dio orden de que la hiciesen entrar de inmediato. Cuando esto sucedió ella era una inválida incurable —fue en el año en que murió— y se la transportaba siempre en una litera cubierta. Cuando hicieron entrar la litera, las cortinas se separaron y saltó Atenodoro con una espada, que apuntó hacia el corazón de Augusto. Este, lejos de encolerizarse, agradeció a Atenodoro y confesó que había hecho mal en tratar su advertencia con tanta negligencia.

Es preciso que no olvide registrar un extraordinario acontecimiento de mi niñez. Un verano, cuando sólo tenía ocho años de edad, mi madre, mi hermano Germánico, mi hermana Livila y yo visitábamos a mi tía Julia en una hermosa casa de campo cercana al mar, en Ancio. Eran las seis de la tarde y estábamos fuera, a la fresca brisa del viñedo. Julia no estaba con nosotros, y el grupo estaba compuesto por el hijo de Tiberio —ese Tiberio Druso que luego fue llamado «Cástor»—, y Póstumo y Agripina, los hijos de Julia. De pronto oímos un gran chillido sobre nuestras cabezas. Levantamos la vista y vimos un grupo de águilas en vuelo. Algunas plumas bajaban flotando. Tratamos de atraparlas. Germánico y Cástor agarraron una cada uno antes de que cayesen o se les enredasen en el cuello. Cástor consiguió una pequeña pluma de un ala, pero Germánico una espléndida, de la cola. Ambas estaban tintas en sangre. Gotas de sangre cayeron sobre el rostro de Póstumo, y en los vestidos de Livila y Agripina. Y luego algo oscuro cayó del aire. No sé por qué lo hice, pero extendí un pliegue de mi túnica y lo atrapé. Era un minúsculo cachorro de lobo, herido y aterrorizado. Las águilas se precipitaron a recuperarlo, pero yo lo había ocultado, y cuando les gritamos y les arrojamos palos, se elevaron, frustradas, y se alejaron chillando. Yo me sentí turbado. No quería el cachorro. Livila quiso quitármelo, pero mi madre, que en ese momento tenía una expresión grave, hizo que me lo devolviera.

—Ha caído en manos de Claudio —dijo—. Él tiene que conservarlo.

Preguntó a un anciano noble, miembro del Colegio de Augures, que estaba con nosotros:

—Dime qué presagio es éste.

—¿Cómo puedo decirlo? —respondió el anciano—. Puede tener un gran significado, o ninguno.

—No temas. Dinos lo que te parece.

—Primero haz que se vayan los niños —replicó él.

No sé si le dio la interpretación que, cuando hayan leído mi historia, se impondrá a ustedes como la única posible. Sólo sé que mientras los chicos nos manteníamos alejados —mi querido Germánico había encontrado para mí otra pluma de la cola, en una mata de espino blanco, y me la colocaba orgullosamente en el cabello—, Livila se acercó, curiosa, por detrás de unos rosales. Interrumpió, riendo ruidosamente:

—¡Pobre Roma, con él como protector! ¡Ojalá yo esté muerta antes de que eso suceda!

El augur se volvió hacia ella y la señaló con el dedo.

—Chiquilla insolente —dijo—, ¡no cabe duda de que Dios te concederá tu deseo en una forma que no te agradará!

—Serás encerrada en una habitación, sin nada que comer, niña —dijo mi madre—. Y fueron palabras ominosas, ahora que las recuerdo. Livila quedó castigada para el resto de sus vacaciones. Se vengó de mí con una serie de recursos ingeniosamente rencorosos. Pero no pudo decirnos qué había dicho el augur, porque había sido atada por un juramento a Vesta y a nuestros dioses lares, según el cual no podía referir el augurio, ni directa ni indirectamente, en vida de ninguno de los presentes. A todos se nos obligó a hacer ese juramento. Como ahora soy, desde hace muchos años, el único que ha quedado con vida del grupo —mi madre y el augur, si bien mucho mayores, han sobrevivido a todos los demás—, no estoy ya obligado a guardar silencio. Después de aquel suceso, durante algún tiempo, muchas veces sorprendí a mi madre mirándome con curiosidad, casi con respeto, pero no me trató mejor que antes.

No me permitió asistir al Colegio de Niños porque la debilidad de mis piernas no me permitía participar en los ejercicios gimnásticos que constituían una parte principalísimo de la educación, y porque mi sordera y mi tartamudeo eran obstáculos. De modo que muy pocas veces estaba en compañía de chicos de mi propia edad y clase. Se llamaba a los hijos de los esclavos de la casa para que jugasen conmigo. Dos de ellos, Calón y Palas, ambos griegos, fueron más tarde mis secretarios, y a ellos les confié asuntos de la máxima importancia. Calón llegó a ser el padre de otros dos secretarios míos, Narciso y Polibio. También pasaba gran parte de mi tiempo con las mujeres de mi madre, escuchándolas conversar mientras cardaban o tejían. Muchas de ellas, como mi gobernanta, eran mujeres de educación liberal, y confieso que hallaba más placer con ellas que con casi todos los hombres en cuya compañía me he visto colocado desde entonces. Eran de espíritu amplio, agudas, modestas y bondadosas.

Ya he mencionado a mi preceptor, Marco Porcio Catón, que, por lo menos en su propia estimación, era una encarnación viva de las antiguas virtudes romanas que sus antecesores habían demostrado uno detrás del otro. Siempre se jactaba de sus antepasados, como lo hace la gente estúpida que tiene conciencia de que ella misma no ha hecho nada digno de jactancia. Alardeaba en especial de Catón el Censor, que, de todos los personajes de la historia de Roma, es para mí quizás el más odioso, ya que defendió con persistencia la causa de las «antiguas virtudes» y las hizo sinónimas, en la mente popular, de grosería, pedantería y dureza. Se me hizo leer como libro de texto las obras en que Catón el Censor se glorificaba a sí mismo, y el relato que en una de ellas hacía de su campana en España, donde destruyó más ciudades que días pasó en aquel país, me disgustó con su inhumanidad, más de lo que me impresionó con su habilidad militar o patriotismo. El poeta Virgilio ha dicho que la misión de los romanos es la de gobernar: «Perdonar a los vencidos y con la guerra humillar a los altivos». Catón humilló a los altivos, por cierto, pero menos con la guerra que con una hábil manipulación de los celos intertribales en España. Incluso empleó asesinos para eliminar a enemigos temibles. En cuanto a perdonar a los vencidos, pasó a espada a multitudes de hombres desarmados, cuando ya habían rendido incondicionalmente sus ciudades, y orgullosamente afirmaba que muchos cientos de españoles se suicidaron, con todas sus familias, antes que probar el sabor de la venganza romana. ¿Es de extrañar que las tribus volvieran a levantarse en cuanto pudieron reunir algunas armas, y que desde entonces hayan sido una constante espina clavada en nuestro costado? Lo único que Catón quería era el saqueo y un triunfo. No se concedía un triunfo a menos que se pudieran contar tantos y cuantos cadáveres —creo que entonces eran cinco mil—, y él quería asegurarse de que nadie se lo discutiera, como él mismo había discutido celosamente a algunos rivales, por haber pretendido un triunfo con una cosecha inadecuada de muertes.

De paso: los triunfos han sido una maldición para Roma. ¿Cuántas guerras innecesarias se libraron porque los generales aspiraban a la gloria de cabalgar coronados por las calles de Roma, con cautivos encadenados detrás de ellos y los despojos de guerra amontonados en carros? Augusto se dio cuenta de ello. Por consejo de Agripa, decretó que en adelante no se concedería a general alguno un triunfo público, a menos que fuese miembro de la familia imperial. Este decreto publicado en el año en que nací, daba la impresión de que Augusto estaba celoso de sus generales, porque para entonces había terminado sus campañas activas, y ningún miembro de su familia tenía la edad suficiente para conquistar triunfos. Pero en realidad sólo significaba que no quería que los límites de su imperio siguieran ampliándose, y que suponía que sus generales no provocarían a las tribus de fronteras a cometer actos de guerra, si no tenían la esperanza de que se les concediera un triunfo por sus victorias sobre ellas. No obstante, permitió que se concedieran «ornamentos triunfales» —una túnica bordada, una estatua, una capillita, etcétera— a los que conquistaran un triunfo de otra manera. Ese sería incentivo suficiente para que cualquier buen soldado librase una guerra necesaria. Además los triunfos son muy malos para la disciplina militar. Los soldados se emborrachan y enloquecen, y por lo general terminan el día destrozando las tiendas y prendiendo fuego a las tiendas de venta de aceite, e insultando a las mujeres, y comportándose como si la ciudad conquistada por ellos fuese Roma, y no cualquier miserable campamento de chozas de troncos en Germania o una aldea hundida entre las arenas de Marruecos. Después de un triunfo celebrado por un sobrino mío, de quien les hablaré muy pronto, cuatrocientos soldados y casi cuatro mil ciudadanos perdieron la vida de una u otra manera; se saquearon cinco grandes bloques de viviendas en el barrio de prostitutas de la ciudad, que luego fueron incendiados, y se destrozaron trescientas tiendas, además de muchos otros daños.

Pero yo estaba en el tema de Catón el Censor. Su manual de agricultura y de economía doméstica fue convertido en mi libro de primeras letras, y cada vez que tropezaba en la lectura de una palabra recibía golpes, siempre dos: uno en mi oreja izquierda, por mi estupidez, y otro en la derecha, por insultar al noble Catón. Recuerdo un pasaje del libro que resumía muy bien el carácter de aquel individuo de alma mezquina: «Un dueño de casa debe vender sus bueyes viejos, y todo su ganado de cuernos que sea de contextura delicada; y todas sus ovejas que no sean resistentes, y su lana y sus cueros mismos; debe vender sus carros antiguos y sus viejos instrumentos de labranza; debe vender los esclavos que tengan una edad avanzada y que estén enfermos, y todo lo gastado o inútil». Por mi parte, cuando vivía como un caballero de provincias en mi pequeña finca de Capua decidí dedicar a mis animales agotados a tareas más ligeras, y luego dejarlos pastar hasta que la vejez les resultase una carga demasiado pesada, y entonces los hacía matar de un golpe en la cabeza. Nunca me rebajé a venderlos por una nada a cualquier campesino que los hiciese trabajar cruelmente hasta su último aliento. En cuanto a mis esclavos siempre los traté con generosidad, estuviesen sanos o enfermos, en su juventud o en su vejez, y esperaba en compensación el más elevado grado de devoción. Pocas veces me desilusionaron, aunque cuando abusaron de mi generosidad no tuve piedad para con ellos. No me cabe duda de que los esclavos del viejo Catón enfermaban continuamente, con la esperanza de ser vendidos a un amo más humano, y también me parece probable que a la postre haya obtenido de ellos menos trabajo y servicios honrados que yo de los míos. Es una tontería tratar a los esclavos como ganado. Son más inteligentes que los animales de trabajo, y además son capaces de hacer más daño en una semana a las propiedades de uno por descuidos intencionados y estupidez, que todo el precio que se ha pagado por ellos. Catón se jactaba de no gastar nunca más que unas pocas monedas en un esclavo. Todo individuo bizco y de aspecto maligno que pareciese tener buenos músculos y dientes le servía para sus fines. No sé cómo se las arreglaba para encontrar compradores para esas bellezas, cuando había terminado con ellos. Por lo que sé del carácter de su descendiente, que supuestamente se le parecía en el físico —cabello color arena, ojos verdes, voz áspera, corpulento— y en el carácter, supongo que amedrentó a sus pobres vecinos, obligándolos a aceptar todos los hombres que desechaba al precio de esclavos nuevos.

Mi querido amigo Póstumo, que era menos de dos años mayor que yo —el mejor amigo, aparte de Germánico, que jamás he tenido—, me dijo que había leído en un libro contemporáneo que el viejo Catón era un verdadero ladrón, aparte de ser un tacaño. Era culpable de ciertas prácticas ilegales en el transporte marítimo, pero había evitado la deshonra pública convirtiendo a uno de sus ex esclavos en el dueño nominal de los barcos. Como Censor encargado de la moral pública, hizo algunas cosas muy raras; supuestamente las cometió en nombre de la decencia pública, pero en realidad, según parece, para satisfacer sus rencores personales. Con pruebas presentadas por él mismo, expulsó a un hombre de la orden de senadores porque «carecía de gravedad romana»: ¡había besado a su esposa, a la luz del día, en presencia de su hija! Cuando otro senador, amigo del hombre expulsado, puso en tela de juicio la justicia de su decisión y le preguntó si él y su esposa no se abrazaban nunca, salvo en el acto marital, Catón replicó con acaloramiento:

—¡Nunca!

—¿Cómo nunca?

—Bueno, para ser sincero, hace un par de años mi esposa me abrazó durante una tormenta que la asustó, pero por fortuna no había nadie cerca, y te aseguro que pasará mucho tiempo antes de que vuelva a hacerlo.

—Oh —exclamó el senador, fingiendo haberlo entendido mal, porque Catón quería decir, supongo, que le había hecho a su esposa una terrible admonición por su falta de gravedad—, cuánto lo lamento. Algunas mujeres no son muy afectuosas con los esposos feos, por dignos y virtuosos que éstos sean. Pero no importa, quizá Júpiter tenga la bondad de volver a enviarnos pronto algunos truenos.

Catón no perdonó al senador, que era un pariente lejano. Un año después revisaba la lista de senadores, como era su deber de Censor, y preguntaba a cada hombre, por turno, si estaba casado. Existía una ley, que desde entonces ha caído en el olvido, que exigía que todos los senadores estuviesen honorablemente casados. Le llegó a su pariente el turno de ser examinado, y Catón le dirigió la fórmula habitual, que instaba al senador a contestar «con confianza y honestidad».

—¡Si tienes una esposa, contéstame, con confianza y honestidad! —entonó Catón con voz ronca.

El hombre se sintió un tanto turbado, porque después de bromear en cuanto al afecto de la mujer de Catón, había descubierto que su propia esposa le había perdido el afecto a él, hasta tal punto, que ahora se veía obligado a divorciarse de ella. Por consiguiente, para demostrar buena voluntad y volver honradamente la broma contra sí mismo, respondió:

—Sí, en verdad, tengo una esposa, pero ya no goza de mi confianza, y tampoco daría mucho por su honestidad. —Catón lo expulsó en el acto de la orden por irreverencia.

¿Y quién atrajo la maldición púnica sobre Roma? El mismo viejo Catón, que, cada vez que en el Senado se le preguntaba su opinión sobre cualquier asunto, terminaba su discurso diciendo: «Esta es mi opinión. Y otra opinión mía es la de que Cartago debe ser destruida. Es una amenaza para Roma».

Machacando incesantemente sobre la amenaza que representaba Cartago, produjo tal nerviosismo popular, que, como he dicho, los romanos llegaron a violar sus más sagrados compromisos y arrasaron Cartago.

He escrito sobre el viejo Catón más de lo que pensaba hacer, pero viene muy al caso. En mis pensamientos él está unido a la ruina de Roma, de la cual fue tan responsable como los hombres cuya «poco varonil opulencia —dijo— había enervado al Estado», y a los recuerdos de mi desdichada infancia bajo ese mulero que era el hijo de su tataranieto. Ya soy un anciano y mi preceptor murió hace cincuenta años, pero mi corazón todavía se llena de indignación y odio cuando pienso en él.

Germánico me protegía contra mis mayores de una forma suave, persuasiva, pero Póstumo me defendía como un león. Parecía no atemorizarse ante nadie. Incluso se atrevía a hablarle con claridad a mi propia abuela Livia. Augusto hizo de Póstumo su favorito, de modo que por un tiempo Livia fingió sentirse divertida ante lo que denominaba su impulsividad juvenil. Póstumo le tuvo confianza al principio, ya que era incapaz de dobleza alguna. Un día, cuando yo tenía doce años y él catorce, pasó por casualidad por la habitación en la que Catón me daba mis lecciones. Oyó el ruido de golpes y mis gritos pidiendo piedad, e irrumpió en el cuarto.

—¡Deja de golpearlo ahora mismo! —gritó.

Catón lo miró con desdeñosa sorpresa y me propinó otro golpe que me derribó de mi taburete.

—Los que no pueden castigar al asno golpean la silla —dijo Póstumo. Era un proverbio conocido en Roma.

—¡Deslenguado!, ¿qué quieres decir? —rugió Catón.

—Quiero decir —dijo Póstumo— que te vengas en Claudio por lo que consideras una conspiración general para no dejarte progresar. En realidad eres demasiado bueno para la tarea de ser su preceptor; ¿eh?

Póstumo era inteligente; había adivinado que eso enfurecería a Catón y lo haría perder los estribos. Y Catón se tragó el anzuelo: lanzó una andanada de anticuadas maldiciones y afirmó que en la época de sus antepasados, cuya memoria insultaba ese demonio tartamudo, no lo habría pasado muy bien un chico que se mostrase irreverente con sus mayores, porque en aquellos días se administraba disciplina con mano dura. En tanto que en esta época degenerada, los dirigentes de Roma concedían pleno permiso a cualquier ignorante patán (esto era por Póstumo) o a cualquier mocoso decrépito y débil de mollera.

Póstumo lo interrumpió con una sonrisa de advertencia.

—De modo que yo tenía razón. El degenerado Augusto insulta al gran Censor al emplearte en su degenerada familia. Supongo que ya le habrás dicho a la señora Livia lo que sientes en ese sentido.

Catón se habría mordido la lengua, lleno de miedo y cólera. Si Livia se enteraba de lo que había dicho, ése sería su fin. Hasta entonces había expresado la más profunda gratitud por el honor de que se le confiara la educación de su nieto, y no hablemos ya de la devolución de las fincas de la familia, confiscadas después de la batalla de Filipos, en la que su padre había muerto luchando contra Augusto. Catón era lo bastante prudente o lo bastante cobarde para entender una insinuación, y después de eso mis tormentos cotidianos disminuyeron considerablemente. Tres o cuatro meses después, con gran alegría por mi parte, dejó de ser mi preceptor, ya que se le nombró director del Colegio de Niños. Póstumo cayó allí bajo su tutela.

Póstumo era terriblemente fuerte. Cuando aún no tenía catorce años, podía doblar una barra de hierro gruesa como mi pulgar sobre sus rodillas, y lo he visto caminar por el campo de juegos con dos chicos sobre los hombros, uno en la espalda y otro de pie sobre cada una de sus manos. No era estudioso, pero su intelecto era muy superior al de Catón, por decir lo mínimo, y en sus últimos dos años en el colegio los chicos lo eligieron su jefe. En todos los juegos del colegio era «El rey» —es extraño cómo ha sobrevivido la palabra «rey» entre los estudiantes— y mantenía una severa disciplina entre sus condiscípulos. Catón tenía que mostrarse muy cortés con Póstumo, si quería que los otros chicos hicieran lo que se les ordenaba, porque todos cumplían sin chistar las órdenes de Póstumo.

Livia pidió a Catón que le entregase informes semestrales sobre sus alumnos. Le hizo saber que si los consideraba de interés para Augusto, se los transmitiría. Con esto Catón entendió que sus informes debían ser anodinos, a menos que ella le insinuase que elogiara o censurara a algún chico en especial. Muchos casamientos se concertaban mientras los chicos estudiaban aún en el colegio, y un informe podía resultarle útil a Livia como argumento a favor o en contra de una de esas uniones. Los matrimonios de la nobleza de Roma tenían que ser aprobados por Augusto, en su calidad de Sumo Pontífice, y en su mayor parte eran ordenados por Livia. Un día ésta visitó por casualidad los claustros del colegio y vio a Póstumo en un sitial, emitiendo decretos como rey del colegio. Catón advirtió que ella fruncía el entrecejo. Se sintió estimulado a escribir en el informe siguiente: «Con grandes vacilaciones por mi parte, pero en interés de la virtud y la justicia, me veo obligado a informar que el niño Agripa Póstumo tiene tendencia a exhibir un carácter salvaje, dominador e intratable». Después de esto Livia se comportó tan graciosamente con él, que su informe siguiente fue más enérgico aun. Livia no mostró los informes a Augusto, sino que los mantuvo en reserva, y Póstumo no tuvo conocimiento de ellos.

Bajo el reinado de Póstumo pasé los dos años más dichosos de mi juventud, y bien podría decir de mi vida. Ordenó a los chicos que se me admitiese libremente en todos los juegos, aunque no era miembro del colegio, y dijo que toda descortesía o injuria hacia mí la consideraría como una descortesía o injuria hacia él mismo. De modo que participé en todos los deportes que me permitía mi salud, y sólo cuando Augusto o Livia visitaban el colegio me deslizaba yo a un segundo plano. En lugar de Catón tenía ahora a mi buen viejo Atenodoro como preceptor. Con él aprendí en seis meses más de lo que había aprendido con Catón en seis años. Atenodoro no me castigaba nunca, y empleaba conmigo la máxima paciencia. Solía estimularme diciéndome que mi cojera debía ser un acicate de mi inteligencia. Vulcano, el dios de todos los hábiles artesanos, también era cojo. En cuanto a mi tartamudeo, Demóstenes, el máximo orador de todos los tiempos, había nacido tartamudo, pero corrigió sus tartajeos por medio de paciencia y concentración. Había utilizado el mismo método que él me enseñaba ahora. Porque Atenodoro me hacía recitar con la boca llena de guijarros. Para tratar de vencer la obstrucción de los guijarros, me olvidaba del tartamudeo, y entonces las piedrecillas fueron eliminadas una a una, hasta que no quedó ninguna. Para mi sorpresa, advertí que podía hablar tan bien como cualquiera. Pero sólo cuando declamaba. En la conversación común continuaba tartamudeando. Convirtió en un agradable secreto entre los dos el hecho de que pudiese declamar tan bien.

«Algún día, cercopiteco, sorprenderemos a Augusto —solía decir—. Pero espera un poco más».

Cuando me llamaba cercopiteco (tití), era por afecto, y no en tono de burla, y yo me enorgullecía del apodo. Cuando estudiaba mal, me avergonzaba diciendo: «Tiberio Claudio Druso Nerón Germánico, recuerda quién eres y lo que estás haciendo».

Con Póstumo, Atenodoro y Germánico como mis amigos, comencé a conquistar gradualmente confianza en mí mismo.

AÑO 2
d. de C.

El primer día de su preceptoría Atenodoro me dijo que se proponía enseñarme, no los hechos, que yo podía averiguar en cualquier parte, sino la adecuada presentación de los hechos. Y lo hizo. Un día, por ejemplo, me preguntó bondadosamente por qué estaba tan excitado; me resultaba imposible concentrarme en mi tarea. Le dije que acababa de ver un gran número de reclutas desfilando por el Campo de Marte, para ser revistados por Augusto antes de ser enviados a Germania, donde había vuelto a estallar la guerra.

«Bien —dijo Atenodoro, siempre con la misma voz bondadosa—, como eso te ocupa a tal punto la mente que no puedes apreciar las bellezas de Hesíodo, éste tendrá que esperar hasta mañana. A fin de cuentas, ha esperado setecientos años, o más, de modo que no se enojará por un día más. Y entre tanto, ¿qué te parece si te sientas y tomas tus tabletas y me escribes una carta, una breve reseña de todo lo que has visto en el Campo de Marte? Como si yo hubiera estado ausente de Roma y tú me enviaras una carta a través del mar, digamos a mi casa de Tarso. Eso mantendrá ocupadas tus inquietas manos y será una buena práctica».

Garrapateé alegremente en la cera, y luego leímos la carta Juntos, para corregir las faltas de ortografía y composición. Me vi obligado a admitir que había dicho unas veces poco y otras demasiado, y que por lo tanto ordené los hechos equivocadamente. El pasaje que describía las lamentaciones de las madres y novias de los jóvenes soldados, y cómo la multitud se precipitó hacia el puente para un último saludo a la columna en marcha habría debido ir al final, y no al comienzo. Y no habría debido mencionar que la caballería tenía caballos; eso se daba por supuesto. Y en dos ocasiones mencionaba el incidente del traspié del corcel de Augusto; una vez era suficiente, si el caballo había tropezado una sola vez. Y lo que me había dicho Póstumo, cuando regresábamos a casa, sobre las prácticas religiosas de los judíos, era interesante, pero no tenía nada que ver allí, porque los reclutas eran italianos, no judíos. Además, en Tarso él tendría probablemente más oportunidades de estudiar las costumbres judías que Póstumo en Roma. Por otra parte, no había mencionado varias cosas que a él le habría interesado conocer: cuántos reclutas había en el desfile, cuán avanzado estaba su adiestramiento militar, a qué guarnición se les enviaba, si parecían alegres o tristes de que se les enviara a combatir, qué les había dicho Augusto en su discurso.

Tres días después Atenodoro me hizo escribir una descripción de una pendencia entre un marinero y un vendedor de ropa, que ese día habíamos presenciado juntos, mientras paseábamos por el mercado de harapos, y lo hice un poco mejor. Primero aplicó esta disciplina a mis escritos, luego a mis declamaciones, y finalmente a mis conversaciones generales con él. Me dedicaba interminables esfuerzos, y gradualmente me volví menos disperso en mis pensamientos, porque nunca permitía que pasara sin comentario una frase descuidada, ajena a la cuestión o inexacta.

Trató de interesarme en la filosofía especulativa, pero cuando vio que no tenía inclinaciones en ese sentido no me obligó a superar los límites habituales de la educación. Fue él quien primero me interesó por la historia. Tenía ejemplares de los primeros veinte volúmenes de la historia de Roma por Livio, que me dio a leer como ejemplo de redacción lúcida y agradable. Los relatos de Livio me encantaron, y Atenodoro me prometió que en cuanto hubiese dominado mi tartamudeo, me presentaría al propio Livio, que era amigo suyo. Cumplió con su palabra. Seis meses más tarde me llevó a la biblioteca de Apolo y me presentó a un hombre barbudo y encorvado, de unos sesenta años de edad, tez amarillenta, mirada alegre y forma precisa de hablar, quien me saludó con cordialidad como al hijo del padre a quien tanto había admirado. En esa época Livio no estaba siquiera en la mitad de su historia, que cuando fuese completada tendría ciento cincuenta volúmenes y abarcaría desde los más remotos tiempos legendarios hasta la muerte de mi padre, ocurrida doce años antes. En esa fecha comenzó a publicar su obra, a razón de cinco volúmenes por año, y ahora había llegado al momento en que nacía Julio César. Livio me felicitó por tener a Atenodoro como preceptor. Este dijo que yo le compensaba con creces los esfuerzos que me dedicaba; y luego yo le hablé a Livio del placer que había encontrado en la lectura de sus libros, desde que Atenodoro me los recomendó como modelo de redacción. Todos se sintieron satisfechos, en especial Livio.

—¡Cómo! ¿Tú también quieres ser historiador, joven? —me preguntó.

—Me gustaría ser digno de ese honorable nombre —contesté si bien nunca había considerado el asunto con seriedad. Entonces él me sugirió que escribiese una biografía de mi padre, y se ofreció a ayudarme haciéndome conocer las fuentes históricas más dignas de confianza. Yo me sentí muy halagado, y decidí comenzar el libro al día siguiente. Pero Livio dijo que escribir era la última tarea del historiador: primero tenía que reunir sus materiales y aguzar su pluma. Atenodoro me prestaría su pequeño cortaplumas, bromeó.

Atenodoro era un anciano majestuoso, de negros ojos bondadosos, nariz aguileña y la más maravillosa barba que jamás haya crecido en una barbilla humana. Le llegaba ondulando hasta la cintura, y era tan blanca como el ala de un cisne. No digo esto como ociosa comparación poética, porque no pertenezco al tipo de historiador que escribe en estilo seudo épico. Quiero decir que era literalmente blanca como el ala de un cisne. En el lago artificial de los jardines de Salustio había algunos cisnes domésticos, y Atenodoro y yo los alimentábamos a veces con pan que les arrojábamos desde un bote, y recuerdo haber advertido que su barba y las alas de ellos eran exactamente del mismo color. Atenodoro solía acariciársela lenta y rítmicamente mientras hablaba, y en una ocasión me dijo que eso era lo que se la hacía crecer tan lujuriosa. Me dijo que de sus dedos fluían invisibles simientes de fuego, que eran alimento para los cabellos. Era una típica broma estoica a expensas de la filosofía especulativa epicúrea.

La mención de la barba de Atenodoro me recuerda a Sulpicio, que cuando yo tenía trece años de edad fue nombrado por mi abuela Livia mi preceptor especial de historia. Sulpicio tenía, si mal no recuerdo, la barbita más lamentable que nunca haya visto: era blanca, pero con la blancura de la nieve de las calles de Roma después del deshielo, de un blanco gris feo sucio, manchado de amarillo, y muy rala. Solía enredársela entre los dedos cuando estaba preocupado, e incluso se llevaba el extremo a la boca y lo mascaba. Creo que Livia lo eligió porque lo consideraba el hombre más aburrido de Roma y porque abrigaba la esperanza de que, al convertirlo en mi preceptor, me desalentaría en mis ambiciones históricas, porque muy pronto se enteró de ellas. Livia tenía razón: Sulpicio poseía un gran talento para hacer que las cosas más interesantes pareciesen absolutamente huecas y muertas. Pero ni siquiera la sequedad de Sulpicio consiguió apartarme de mi labor, y por otra parte tenía el mérito de poseer una memoria excepcionalmente exacta para los hechos. Si yo alguna vez necesitaba alguna información poco común, como por ejemplo las leyes de sucesión de los caudillos de alguna de las tribus alpinas contra las cuales había luchado mi padre, o el significado y etimología de su grito de guerra, Sulpicio sabía qué autoridad había tratado esos puntos, en qué libro, y en qué estante de qué sala de qué biblioteca podía encontrarlo. No tenía sentido crítico y escribía pésimamente, los hechos se asfixiaban los unos a los otros, como flores en un cantero que no ha sido escardado. Pero resultó ser un inestimable ayudante cuando aprendí más tarde a utilizarlo como tal, en lugar de emplearlo como preceptor. Y trabajó para mí hasta su muerte, a la edad de ochenta y siete años, casi treinta después, y su memoria permaneció intacta hasta el final, y su barba tan descolorida y rala como siempre.