II

No puedo recordar a mi padre, que murió cuando yo era muy niño, pero de joven jamás deseché una oportunidad de reunir informaciones del tipo más detallado posible sobre su vida y carácter, de todas las personas que estuvieran a mi alcance —senador, soldado, esclavo— y que lo hubieran conocido. Empecé a escribir su biografía como mi tarea de aprendiz en historia, y si bien muy pronto mi abuela Livia terminó con eso, continué reuniendo material con la esperanza de poder terminar algún día la obra. La terminé, en realidad, pero tampoco ahora tiene mucho sentido ponerla en circulación. Está imbuida de sentimientos tan republicanos, que en cuanto Agripinila —mi actual esposa— se enterase de su publicación, haría secuestrar hasta el último ejemplar y mis infortunados copistas-escribas tendrían mucha suerte si escapaban con los brazos incólumes y los pulgares e índices sin retorcer, cosa que sería una muestra típica de los sentimientos de Agripinila. ¡Cómo me odia esa mujer!

El ejemplo de mi padre me ha guiado a través de la vida con más energía que el de ninguna otra persona, con la excepción de mi hermano Germánico. Y todos convienen en que Germánico fue la verdadera imagen de mi padre en facciones, cuerpo (a pesar de sus delgadas piernas), valentía, intelecto y nobleza, de modo que me resulta fácil combinarlos en mis pensamientos para formar un personaje único. Si pudiese comenzar este relato con una narración de mi infancia, sin ir más allá de mis padres, por cierto que lo haría, porque las genealogías y las historias de familia son tediosas. Pero no podré dejar de escribir con cierta extensión acerca de mi abuela Livia (la única de mis cuatro abuelos que vivía cuando yo nací), porque, por desgracia, es el principal personaje de la primera parte de mi historia, y si no hago un relato claro de su vida en esa época sus acciones posteriores no resultarán inteligibles. He mencionado que se casó con el emperador Augusto; ése fue su segundo matrimonio, después de divorciarse de mi abuelo. Tras la muerte de mi padre se convirtió en la jefa virtual de nuestra familia, puesto en el que suplantó a mi madre Antonia, a mi tío Tiberio —el jefe legal— y al propio Augusto, a cuya poderosa protección nos había confiado mi padre en su testamento.

Livia pertenecía a la familia Claudia, una de las más antiguas de Roma, lo mismo que mi abuelo. Hay una balada popular, que todavía canta la gente de edad, cuyo estribillo dice que el árbol claudio da dos clases de frutos, la ciruela dulce y la agria, pero que las ácidas superan en número a las otras. Entre las ciruelas ácidas el baladista incluye a Appio Claudio el Orgulloso, que lanzó a toda Roma a un tumulto cuando trató de esclavizar y seducir a una muchacha nacida libre y llamada Virginia, y a Claudio Druso, que en la época republicana trató de ser rey de toda Italia, y a Claudio el Hermoso, que cuando las gallinas sagradas no quisieron comer las arrojó al mar, mientras gritaba «Pues entonces que beban», a raíz de lo cual perdió una importante batalla naval. Y entre las ciruelas dulces el baladista menciona a Appio el Ciego, que disuadió a Roma de una peligrosa alianza con el rey Pirro, y a Claudio Tronco de Árbol, que expulsó a los cartagineses de Sicilia, y a Claudio Nerón (que en el dialecto sabino quiere decir El Fuerte), que derrotó a Asdrúbal cuando salió de España para unir sus fuerzas a las de su hermano, el gran Aníbal. Estos tres fueron hombres virtuosos, además de audaces y sabios. Y el baladista dice que entre las mujeres de la familia Claudia también hay algunas dulces y otras ácidas, pero que, asimismo, las ácidas superan en número a las dulces.

Mi abuelo fue uno de los mejores Claudios. Como creía que Julio César era el único hombre lo bastante poderoso para dar a Roma seguridad y paz en aquellos tiempos difíciles, se incorporó al partido cesáreo y luchó con valentía por Julio en la guerra egipcia. Cuando sospechó que Julio trataba de implantar una tiranía personal, mi abuelo no quiso estimular a sabiendas sus ambiciones en Roma, si bien no quiso tampoco arriesgarse a una ruptura franca. Por lo tanto pidió y obtuvo el puesto de pontífice y en tal carácter fue enviado a Francia, a fundar colonias de soldados veteranos. A su regreso, después del asesinato de Julio, se granjeó la enemistad del joven Augusto, el hijo adoptivo de Julio, que entonces era conocido con el nombre de Octaviano, y de su aliado, el gran Marco Antonio, al tener la osadía de proponer honores a los tiranicidas. Tuvo que huir de Roma. En los disturbios que siguieron se incorporó, ora a este partido, ora a aquél, según que el derecho pareciera asistir a uno o a otro.

AÑO 41
a. de C.

En un momento dado estuvo con el joven Pompeyo, en otro luchó con el hermano de Marco Antonio contra Augusto, en Perusia, Etruria. Pero convencido finalmente de que Augusto, si bien por lealtad estaba obligado a vengar el asesinato de Julio, su padre adoptivo —deber que ejecutó en forma implacable—, no era un tirano en el fondo y más bien buscaba la restauración de las antiguas libertades del pueblo, se pasó a su bando y se estableció en Roma con mi abuela Livia y mi tío Tiberio, que entonces sólo tenía dos años de edad. No participó ya en las guerras civiles, y se conformó con sus deberes de pontífice.

Mi abuela Livia era una de las peores entre los Claudios. Es muy posible que haya sido una reencarnación de aquella Claudia, hermana de Claudio el Hermoso, que fue juzgada por alta traición, porque en una ocasión, cuando su carroza fue detenida por la muchedumbre en la calle, gritó: «¡si viviera mi hermano! Él sabía cómo dispersar muchedumbres. Usaba el látigo». Cuando uno de los Protectores del Pueblo (en latín «tribunos» se acercó y le ordenó, colérico, que se callara, recordándole que su hermano, por su impiedad, había perdido una flota romana, ella le replicó: «Buen motivo para desear que estuviera vivo. Podría perder otra flota, y luego otra más, y de esa manera, Dios mediante, disminuir un poco a esta maldita plebe. —Y agregó—: Veo que eres un Protector del Pueblo, y tu persona es inviolable, pero no olvides que los Claudios hemos hecho azotar a algunos protectores antes de ahora, y al diablo con tu inviolabilidad».

Exactamente así hablaba mi abuela Livia, en esa época, acerca del pueblo romano. «¡Chusma y esclavos! La república fue siempre un fraude. Lo que Roma necesita es otro rey».

Por lo menos así hablaba con mi abuelo, afirmando que Marco Antonio y Augusto (debería decir Octaviano) y Lépido (un noble adinerado pero poco enérgico), que ahora gobernaban el mundo romano, terminarían por reñir con el tiempo, y que si sabía manejar bien las cosas podía usar su dignidad de pontífice, y la reputación de integridad que le concedían todas las facciones, como un medio para llegar a ser rey él mismo. Mi abuelo replicaba con severidad que si volvía a hablar de esa manera se divorciaría de ella, porque según el antiguo estilo del casamiento romano, el esposo podía separarse de la mujer sin explicaciones públicas, devolviéndole la dote que había aportado pero quedándose con los hijos. Entonces mi abuela guardaba silencio y fingía someterse, pero todo amor que pudiese existir entre ellos había muerto desde ese momento. Sin que mi abuelo lo supiera, se dedicó a partir de entonces a despertar la pasión de Augusto.

No le fue muy difícil, porque Augusto era joven e impresionable, y porque, además, ella había hecho un cuidadoso estudio de sus gustos. Por lo demás, era, según el veredicto popular, una de las tres mujeres más hermosas de su tiempo. Eligió a Augusto como mejor instrumento para sus ambiciones que Antonio —Lépido no contaba—, como un hombre que no se detendría ante nada para lograr sus objetivos y propósitos, cosa que había demostrado dos años antes, cuando dos mil caballeros y trescientos senadores pertenecientes a la facción contraria fueron muertos de manera sumaria por instigación especial de Augusto. Cuando estuvo segura de Augusto, lo instó a deshacerse de Escribonia —una mujer mayor que él, con la cual se había casado por motivos políticos—, para lo cual le dijo que estaba enterada del adulterio de Escribonia con un amigo íntimo de mi abuelo. Augusto se mostró dispuesto a creerlo sin exigir pruebas detalladas. Se divorció de Escribonia, aunque ésta era completamente inocente, el mismo día en que dio a luz a su hija Julia, a la que se llevó de la cámara del parto antes de que Escribonia hubiese visto siquiera a la criatura, y se la entregó a la esposa de uno de sus libertos para que la criara. Mi abuela —que entonces sólo tenía diecisiete años de edad, nueve menos que Augusto— se presentó entonces ante mi abuelo y le dijo:

AÑO 38
a. de C.

—Ahora debes divorciarte de mí. Hace cinco meses que estoy embarazada, y tú no eres el padre de mi hijo. He jurado que no tendría otro hijo con un cobarde, y pienso cumplir con el juramento.

Mi abuelo, haya sentido lo que sintiere cuando escuchó esta confesión, sólo respondió:

—Llama al adúltero aquí y discutiremos las cosas juntos, en privado.

En realidad el hijo era de él, pero él no llegó a saberlo nunca, y cuando mi abuela le dijo que era de otro, lo creyó.

Mi abuelo se asombró al enterarse de que su pretendido amigo Augusto era el que lo había traicionado, pero llegó a la conclusión de que había sido tentado por Livia y que no pudo resistirse a la belleza de ésta. Y quizá Augusto estaba resentido por él por la poco afortunada moción que una vez presentó en el Senado para recompensar a los asesinos de Julio César. Sea lo que fuere, no le hizo reproche alguno a Augusto. Sólo dijo: «Si amas a esta mujer y quieres casarte con ella honorablemente, llévatela, pero que se observen todas las reglas de la decencia».

Augusto juró que se casaría con ella inmediatamente y que nunca la arrojaría de su lado mientras le fuese fiel. Se comprometió con los más espantosos juramentos. Entonces mi abuelo se divorció de ella. Se dice que consideró ese enamoramiento suyo como un castigo divino contra él, porque en una ocasión, en Sicilia, a instigación de Livia, había armado a unos esclavos para luchar contra ciudadanos romanos. Además ella era una Claudia, miembro de su propia familia, de modo que por esos dos motivos no estaba dispuesto a deshonrarla en público. Por cierto que no fue por temor a Augusto que asistió a las bodas, unas semanas más tarde, en las que la entregó como lo haría un padre con su hija, para cantar luego, junto con todos, el himno nupcial. Cuando considero que la había amado mucho y que por generosidad se arriesgó a que se le tuviera por cobarde y alcahuete, me siento henchido de admiración por su conducta.

Pero Livia se mostró desagradecida, se encolerizó y se avergonzó cuando él tomó las cosas con tanta serenidad, cuando la entregó con tanta facilidad, como si ella fuese una cosa de poca valía. Y cuando nació su hijo, mi padre, tres meses después, estaba profundamente disgustada con Octavia, la hermana de Augusto y esposa de Marco Antonio que eran mis otros dos abuelos, debido a un epigrama griego en el que se decía que eran afortunados los padres que tenían gatos y perros a los tres meses. No sé si Octavia fue en verdad la autora del verso, pero si lo fue, Livia se lo hizo pagar con creces. No es probable que haya sido la autora, porque ella misma se casó con Marco Antonio mientras estaba embarazada de otro esposo que había muerto y, según las palabras del proverbio, el tullido no se burla del tullido. Pero el de Octavia había sido un casamiento político, legalizado por un decreto especial del Senado. No era fruto de la pasión de una de las partes y la ambición personal de la otra. Si alguien se pregunta cómo el Colegio de Pontífices consintió en aceptar la validez del casamiento de Augusto con Livia, la respuesta es que mi abuelo y Augusto eran pontífices, y que el Sumo Pontífice era Lépido, que hacía exactamente lo que le ordenaba Augusto.

AÑO 33
a. de C.

En cuanto mi padre fue destetado, Augusto lo envió a la casa de mi abuelo, donde fue criado junto con mi tío Tiberio, que era cuatro años mayor que él. En cuanto los niños llegaron a la edad de la comprensión, mi abuelo se encargó personalmente de su educación, en lugar de confiarla a un preceptor, como era ya la costumbre general. Jamás dejó de imbuirles el odio a la tiranía y la devoción a los antiguos ideales de justicia, libertad y virtud. Mi abuela Livia se quejó durante mucho tiempo de que sus dos hijos no estuviesen a su cargo —aunque en verdad la visitaban todos los días en el palacio de Augusto, que estaba muy cerca de su residencia en la colina Palatina—, y cuando descubrió en qué forma se les educaba se disgustó muchísimo. Mi abuelo murió de pronto mientras cenaba con unos amigos, y se sospechó que había sido envenenado, pero el asunto fue acallado porque Augusto y Livia se contaban entre los invitados. En su testamento los chicos fueron dejados a la custodia de Augusto. Mi tío Tiberio, de sólo nueve años de edad, pronunció la oración en el funeral de mi abuelo.

AÑO 31
a. de C.

Augusto amaba intensamente a su hermana Octavia y se dolió mucho cuando, poco después del matrimonio de aquélla, se enteró de que Antonio, después de partir hacia el Oriente para guerrear en Partia, se había detenido en el camino para renovar sus intimidades con Cleopatra, la reina de Egipto. Y se dolió mucho más ante la carta insultante que Octavia recibió de Antonio cuando fue a ayudarlo, al año siguiente, con hombres y dinero para su campaña. La carta, que le llegó cuando estaba a mitad de camino en su viaje, le ordenaba fríamente que regresara y se ocupara de los asuntos de la casa, pero aceptaba los hombres y el dinero. Livia se sintió secretamente encantada con el incidente, ya que hacía tiempo que se dedicaba con asiduidad a provocar incomprensiones y celos entre Augusto y Antonio, en tanto que Octavia se dedicaba con la misma asiduidad a borrar las diferencias. Cuando Octavia regresó a Roma, Livia le pidió a Augusto que la invitase a dejar la casa de Antonio e ir a vivir con ellos. La primera se negó a hacerlo, en parte porque no confiaba en Livia y en parte porque no quería aparecer como causante de la guerra inminente. Al cabo Antonio, incitado por Cleopatra, envió a Octavia una petición de divorcio y declaró la guerra a Augusto. Fue la última de las guerras civiles, un duelo a muerte entre los dos únicos hombres que quedaban en pie —si se me permite usar la metáfora— después de un combate a espada, de todos contra todos, en el anfiteatro universal. Lépido aún seguía con vida, por cierto, pero era un prisionero en todo sentido, además de ser un individuo inofensivo; se había visto obligado a caer a los pies de Augusto y rogar para que se le perdonase la vida. También el joven Pompeyo, la única otra persona de importancia, cuya flota había dominado durante mucho tiempo el Mediterráneo, fue derrotado por Augusto, y capturado y ejecutado por Antonio. El duelo entre Augusto y Antonio fue breve. Antonio resultó totalmente derrotado en la batalla naval de Accio, en Grecia. Huyó a Alejandría, donde se suicidó, lo mismo que Cleopatra. Augusto se atribuyó las conquistas orientales de Antonio —tal como era la intención de Livia— y se convirtió en el único gobernante del mundo romano. Octavia se mantuvo fiel a los intereses de los hijos de Antonio —no sólo a los de su hijo de una esposa anterior, sino también a los de los tres hijos que había tenido con Cleopatra, una niña y dos varones—, y los crió con sus dos hijas, una de las cuales, Antonia la menor, fue mi madre. Esta nobleza de espíritu provocó general admiración en Roma.

Augusto gobernaba el mundo, pero Livia gobernaba a Augusto. Y aquí tengo que explicar la notable influencia que tenía sobre él. Siempre fue motivo de asombro que el matrimonio no produjese hijos, ya que mi abuela no había demostrado ser infructífera y se afirmaba que Augusto era padre por lo menos de cuatro hijos naturales, aparte de su hija Julia, de quien no hay motivos para dudar de que no fuese su propia hija. Además se sabía que estaba apasionadamente enamorado de mi abuela. La verdad no será aceptada con facilidad. La verdad es que el matrimonio jamás se consumó. Aunque capaz con otras mujeres, Augusto era tan impotente como un niño cuando trataba de mantener relaciones con mi abuela. La única explicación razonable es la de que, en el fondo, Augusto era un hombre piadoso, aunque la crueldad y aun la mala fe le habían sido impuestas por los peligros provocados por el asesinato de su tío abuelo Julio César. Sabía que su matrimonio era impío; parece que este conocimiento le afectó los nervios e impuso un freno interior a su carne.

Mi abuela, que había querido a Augusto como instrumento de su ambición, antes que como amante, se alegró más de lo que se entristeció por su impotencia. Descubrió que podía utilizarla como arma para someter su voluntad a la de ella. Solía hacerle continuos reproches por haberla seducido y apartado de mi abuelo, a quien afirmaba haber amado, y decía que Augusto lo había logrado asegurándole su profunda pasión por ella y amenazando a mi abuelo en secreto de que, si no la entregaba, seria juzgado como enemigo público (Esto último era falso de cabo a rabo). ¡Y mira, —decía— cómo me has engañado! ¡Ese amante apasionado resulta no ser siquiera un hombre; cualquier pobre carbonero o esclavo era más hombre que él! Ni siquiera Julia era su hija verdadera, y él lo sabía. Para lo único que servía, decía, era para acariciar y manosear y besar y hacer caídas de ojos, como un eunuco cantor. Inútil que Augusto protestara que con otras mujeres era un Hércules. O bien ella se negaba a creerlo o bien lo acusaba de derrochar en otras mujeres lo que le negaba a ella. Pero para que no trascendiese el escándalo de la situación, en una ocasión fingió estar embarazada por él y luego fingió haber tenido un mal parto. La vergüenza y la pasión insatisfecha unieron a Augusto cada vez más a su esposa, con más intensidad que si los deseos de ambos hubiesen sido satisfechos todas las noches o que si ella le hubiese dado una docena de hermosos hijos. Y ella cuidaba con escrupulosidad su salud y comodidad, y le era fiel, ya que no tenía los apetitos naturales, como no fuesen los del poder. Y él se mostraba tan agradecido por ello, que le permitía guiarlo y gobernarlo en todos sus actos públicos y privados. He oído a viejos funcionarios del palacio declarar confidencialmente que, después de casarse con mi abuela, Augusto jamás volvió a mirar a otra mujer. Sin embargo, circulaban por Roma todo tipo de historias en cuanto a sus relaciones con esposas e hijas de notables; y después de su muerte, para explicar cómo había logrado un dominio tan completo sobre sus afectos, Livia solía decir que eso no sólo se debía a que ella le había sido fiel, sino también a que jamás se entrometía en sus pasajeros asuntos amorosos. Yo estoy seguro de que ella misma difundió todos esos escándalos a fin de tener algo que reprocharle.

Si se me discute mi autoridad en cuanto a los detalles de esta curiosa historia, puedo demostrarla. La primera parte, la relacionada con el divorcio, la conocí de labios de la propia Livia, en el año en que murió. El resto, lo concerniente a la impotencia de Augusto, lo supe por una mujer llamada Briseis, criada de mi madre que antes había servido a mi abuela, y como entonces sólo tenía siete años de edad pudo escuchar conversaciones que se creía era demasiado pequeña para entender. Creo que mi relato es veraz, y continuaré creyéndolo así hasta que lo pueda sustituir por otro que se adapte igualmente bien a los hechos. A mi modo de ver, el verso de la sibila sobre la «esposa que no es esposa» confirma el asunto. No, no puedo cerrar el asunto aquí. Al escribir este pasaje, con la idea, supongo, de proteger el buen nombre de Augusto, me he reservado algo que, en fin de cuentas, ahora revelaré. Porque, como dice el proverbio, «la verdad ayuda al relato a avanzar». Se trata de lo siguiente. Mi abuela Livia consolidó ingeniosamente su influencia sobre Augusto poniendo en sus manos, en secreto y por su propia voluntad, hermosas jóvenes con las cuales podía acostarse cada vez que ella advertía que la pasión lo volvía inquieto. Ella se ocupó de eso, sin decir una palabra antes o después, absteniéndose de los celos que, como esposa, él estaba convencido de que Livia debía experimentar. Pero todo se hizo con suma decencia y sigilo, y las jóvenes (que ella misma elegía en el mercado sirio de esclavas; él prefería las sirias) eran introducidas en el dormitorio de Augusto, de noche, con un golpe y el tintineo de una cadena como señal, y se las volvía a buscar por la mañana temprano, con un golpe de tintineo similar. Y las muchachas guardaban silencio en su presencia, como si fuesen súcubos surgidos de algún sueño… Todo eso lo hizo ella, y siguió siéndole fiel a pesar de su impotencia para con ella, y Augusto debe de haberlo considerado una prueba perfecta del sincero amor de su esposa. Podrá objetarse que Augusto, en su posición, habría podido tener las mujeres más hermosas del mundo, libres o esclavas, solteras o casadas, para alimentar su apetito sin la ayuda de Livia como alcahueta. Eso es cierto, pero también es cierto que después de su casamiento con Livia él no volvió a probar carne, como él mismo dijo en cierta ocasión, si bien quizás en otro contexto, que ella no hubiese aprobado como digna de ser comida.

Por lo tanto, Livia no tenía motivo alguno para sentir celos de las mujeres, con la excepción de su cuñada, mi otra abuela, Octavia, cuya belleza provocaba tanta admiración como su virtud. Livia obtenía un placer malicioso en simpatizar con ella por la infidelidad de Antonio. Había llegado hasta el punto de sugerir que la culpa, en gran parte, la tenía la propia Octavia por vestirse con tanta modestia y comportarse con tanto decoro. Señaló que Marco Antonio era un hombre de fuertes pasiones, y que para retenerlo con éxito una mujer debía atemperar la castidad de una matrona romana con las artes y extravagancias de una cortesana oriental. Octavia debía imitar a Cleopatra en ciertos aspectos, porque la egipcia, si bien era inferior a Octavia en belleza y ocho o nueve años mayor que ella, sabía muy bien cómo alimentar el apetito sensual de Antonio.

—Hombres como Antonio, hombres de verdad, prefieren lo extraño a lo saludable —terminó Livia, sentenciosa—. Encuentran que el queso verde y con gusanos es más sabroso que el requesón recién prensado.

—Guárdate tus gusanos para ti —le replicó Octavia con furia.

Livia vestía lujosamente y usaba los más costosos perfumes asiáticos, pero no permitía la menor extravagancia en su casa, a la que se jactaba de dirigir según el antiguo estilo romano. Sus normas era sencillas: comida simple pero abundante, culto familiar normal, nada de baños calientes después de las comidas, trabajo constante para todos y nada de derroches. «Todos» no eran sólo los esclavos y los libertos, sino todos los miembros de la familia. De la desdichada niña Julia se esperaba que diese un ejemplo de industriosidad. Hacía una vida extenuante. Todos los días tenía algún trabajo que hacer: lana que cardar e hilar, y tela que tejer, y bordados que realizar, y se la hacía levantar de su dura cama al alba, y aun antes del alba, en los meses de invierno, a fin de poder cumplir con sus obligaciones. Y como su madrastra creía en la necesidad de dar a las muchachas una educación liberal, se le impuso, entre otras tareas, la de aprender de memoria la Ilíada y la Odisea de Homero.

Julia tenía que llevar también un diario detallado, para fiscalización de Livia, de los trabajos que hacía, los libros que leía, las conversaciones que mantenía y demás, cosa que constituía una pesada carga para ella. No se le permitía amistad alguna con los hombres, aunque su belleza era muy celebrada. Un joven de añeja familia y moral irreprochable, hijo de un cónsul, tuvo la audacia de presentarse ante ella, un día, en Baias, con no sé qué cortés pretexto, cuando Julia daba la media hora de paseo que se le concedía junto al mar, acompañada sólo por su dueña. Livia, que estaba celosa de la hermosura de Julia y del afecto de Augusto por ella, hizo que se le enviara al joven una carta enérgica en la que se le decía que debía perder toda esperanza de llegar a ocupar un cargo público durante la administración del padre de la joven cuyo buen nombre había tratado de mancillar por medio de esa insoportable familiaridad. Julia fue castigada con la prohibición de dar su paseo fuera de los terrenos de la casa de campo. Por esa época Julia se quedó completamente calva. No sé si Livia tuvo algo que ver con eso; no parece improbable que así fuera, aunque en la familia César existía cierta calvicie característica. Sea como fuere, Augusto encontró a un fabricante egipcio de pelucas, que le confeccionó una de las más espléndidas pelucas que se hayan visto jamás, y los encantos de ella aumentaron, en lugar de disminuir a causa de su desgracia, su propio cabello no era muy atrayente. Se dice que la peluca no fue hecha en la forma acostumbrada, sobre una base de red de pelo, sino que era el cuero cabelludo entero de la hija de un caudillo germano, encogido hasta tener las dimensiones exactas de la cabeza de Julia, al que se mantenía vivo y flexible frotándolo de vez en cuando con un ungüento especial. Pero debo decir que yo no creo en esto.

Todos sabían que Livia tenia a Augusto en un puño y que, si bien no estaba realmente atemorizado por ella, por lo menos se cuidaba de ofenderla. Un día, en su condición de Censor, disertaba ante algunos hombres de dinero, censurándolos por permitir que sus esposas se adornasen con joyas.

—Es indecoroso —dijo— que una mujer se vista con excesivo lujo. El deber del esposo es impedirlo. —Arrastrado por su propia elocuencia, agregó, por desdicha—: A veces he tenido ocasión de amonestar a mi esposa por eso mismo.

Los culpables lanzaron una exclamación alborozada.

Oh, Augusto —dijeron—, dinos con qué palabras amonestas a Livia. Nos servirán de modelo.

Augusto se mostró turbado y alarmado.

—Me habéis entendido mal —replicó—. No digo que haya tenido ocasión de reprochar a Livia hasta ahora por un defecto así. Como sabéis de sobra, ella es un modelo de modestia matronal. Pero no vacilaría en censurarla si llegase a olvidar su dignidad vistiendo, como hacen algunas de vuestras esposas, como una bailarina alejandrina que por capricho del destino se hubiera convertido en una reina madre armenia.

Esa misma noche Livia trató de ridiculizar a Augusto, y apareció ante la mesa de la cena con los vestidos más fantásticamente lujosos que logró encontrar, so pretexto de que eran los vestidos ceremoniales de Cleopatra. Pero él se escurrió con destreza de una situación embarazosa, elogiándola por su oportuna e ingeniosa parodia del defecto que él había condenado.

Livia se había vuelto más prudente desde la época en que aconsejó a mi abuelo que se colocara una diadema en la cabeza y se proclamara rey. El título de «rey» continuaba siendo execrado en Roma por culpa de la impopular dinastía de los Tarquinos a la cual, según la leyenda, el primer Bruto (lo llamo así para distinguirlo del segundo Bruto, que asesinó a Julio) puso fin expulsando de la ciudad a la familia real y convirtiéndose en uno de los dos primeros cónsules de la república romana. Livia entendía ya que el título de rey podía ser dejado a un lado mientras Augusto pudiese ejercer los poderes concretos de un monarca. El siguió su consejo y fue concentrando en sí, en forma gradual, todas las más importantes dignidades republicanas. Fue cónsul en Roma, y cuando entregó el puesto a un amigo de confianza, ocupó en cambio el «Mando Supremo», que si bien nominalmente se encontraba a la misma altura del consulado, en la práctica era superior a esa y otras magistraturas. Tenía además el dominio absoluto de las provincias, y poderes para nombrar a los gobernadores generales de provincia, junto con el mando de todos los ejércitos y el derecho de reclutar tropas y de firmar la paz o hacer la guerra. En Roma se le concedió por votación el puesto vitalicio de Protector del Pueblo, que lo protegía contra toda disminución de su autoridad, le concedía el poder de vetar las decisiones de otros funcionarios y le aseguraba la inviolabilidad de su persona. El título de «emperador», que otrora sólo significaba «mariscal de campo» pero que en fecha reciente había llegado a significar monarca supremo, lo compartió con otros exitosos generales. También ocupaba el puesto de Censor que le proporcionaba autoridad sobre los dos principales órdenes sociales: el de los senadores y el de los caballeros. Con el pretexto de defectos morales, podía descalificar a cualquier miembro de uno u otro de esos órdenes, y quitarle sus privilegios y dignidades, una gran desgracia para la víctima. Debía dar informes periódicos, pero nadie tuvo nunca la audacia de exigir una rendición de cuentas, si bien se sabía que había constantes transacciones del Tesoro Público a la Lista Civil.

De tal modo, dominaba los ejércitos, las leyes —porque su influencia sobre el Senado era tal que los senadores votaban cualquier cosa que él les sugería—, la conducta social y la inviolabilidad de las personas. Incluso tenía el derecho de condenar en forma sumaria a cualquier ciudadano romano, desde el más humilde campesino a un senador, y de condenarlo a muerte o a destierro perpetuo. La última dignidad que asumió fue la de Sumo Pontífice, que le concedió el dominio de todo el sistema religioso. El Senado estaba ansioso por concederle cualquier título que él quisiera aceptar, menos el de rey; no querían dárselo por miedo al pueblo. Su verdadero deseo era el de que se lo llamara Rómulo, pero Livia lo disuadió. Su argumento era que Rómulo había sido rey y que por lo tanto su nombre era peligroso; además era una de las deidades tutelares de Roma y adoptar su nombre podría parecer blasfemo. Pero su verdadero sentimiento era el de que no se trataba de un título lo bastante grande. Rómulo había sido un simple bandido-caudillo y no figuraba en la primera fila de los dioses. Por consiguiente, por consejo de Livia, él hizo saber al Senado que el título de Augusto le resultaría placentero. Y el Senado se lo concedió. «Augusto» tenía connotaciones semidivinas y el título común de rey no era nada en comparación.

¡Cuántos simples reyes rindieron tributo a Augusto! ¡Cuántos fueron llevados a Roma, encadenados, para la celebración de los triunfos! ¿Acaso el gran rey de la remota India, al enterarse de la fama de Augusto, no había enviado embajadores a Roma para pedir la protección de su amistad, con regalos propiciatorios de sedas y especias, rubíes, esmeraldas y sardónices, y tigres, que entonces se veían por primera vez en Europa, y el Hermes indio, el famoso niño sin brazos, que podía hacer las cosas más extraordinarias con los pies? ¿Acaso Augusto no había puesto fin al linaje de los reyes de Egipto, que se remontaba a cinco mil años antes de la fundación de Roma? Y en esa fatídica interrupción de la historia, ¿qué monstruosos presagios no se habían presenciado? ¿Acaso no hubo relámpagos de armaduras desde las nubes y una lluvia de sangre? ¿No apareció en la calle principal de Alejandría una serpiente de gigantescas dimensiones, que lanzó un silbido increíblemente fuerte? ¿No aparecieron los fantasmas de los faraones? ¿No fruncieron el ceño sus estatuas? ¿No lanzó Apis, el toro sagrado de Menfis, un mugido de lamentación para romper enseguida a llorar? Así razonaba mi abuela consigo misma.

La mayoría de las mujeres tienen tendencia a poner un límite modesto a sus ambiciones; algunas, muy pocas, se fijan un límite audaz. Pero Livia era la única que no ponía límite alguno a las suyas y, sin embargo, se mantenía perfectamente serena y fría en medio de lo que, en otra mujer, habría sido juzgado como una locura ilimitada. Hasta yo mismo, con excelentes oportunidades para observarla, sólo llegué a adivinar poco a poco, y en términos generales, cuáles eran sus intenciones. Pero aun así, cuando se conocieron las revelaciones finales, constituyeron una sorprendente conmoción. Quizá será mejor que registre sus distintas acciones en ilación histórica, sin analizar los motivos ocultos.

Por consejo suyo, Augusto logró que el Senado nombrase otras dos divinidades, a saber, la diosa Roma, que representaba el alma femenina del imperio romano, y el semidiós Julio, el héroe de la guerra que era Julio César en apoteosis. (En Oriente se habían ofrecido honores divinos a Julio, mientras éste aún vivía; el hecho de que no los hubiese rechazado fue uno de los motivos para su asesinato). Augusto conocía el valor de un vínculo religioso para unir a las provincias con la ciudad, un vínculo mucho más sólido que el que se basaba sólo en el miedo o la gratitud. A veces ocurría que después de una prolongada residencia en Egipto o en Asia Menor, incluso los romanos de nacimiento se volcaban hacia el culto de los dioses que encontraban allí y se olvidaban de los suyos, convirtiéndose de ese modo en extranjeros en todos los sentidos, salvo en el nombre. Por otra parte, Roma había importado tantas religiones de las ciudades conquistadas, y había proporcionado tantos templos en la ciudad a deidades extranjeras tales como Isis y Cibeles —y no sólo para la conveniencia de los visitantes—, que resultaba razonable que ahora, en justa retribución, colocase sus propios dioses en esas ciudades. Roma y Julio, pues, debían ser adorados por los provincianos que eran ciudadanos romanos y que querían recordar su legado nacional.

El paso siguiente que dio Livia fue el de disponer que delegaciones de provincianos que no tenían la suerte de poseer la ciudadanía visitasen Roma y suplicasen que se les concediera un dios romano a quien adorar con lealtad y sin arrogancia. Por consejo de Livia, Augusto dijo al Senado, medio en broma, que esa pobre gente —aunque resultaba evidente que no se le podía permitir adorar a deidades superiores como Roma y Julio— no podía carecer de algún dios, por humilde que fuese. Al escuchar esto, Mecenas, uno de los ministros de Augusto con quien éste ya había discutido la posibilidad de adoptar el nombre de Rómulo, dijo: «Démosles un dios que los vigile bien. Démosles el propio Augusto».

Augusto se mostró un tanto turbado, pero admitió que la sugerencia de Mecenas era sensata. Entre los orientales existía una costumbre establecida que podía resultar ventajosa para los romanos: la de conceder honores divinos a sus gobernantes. Pero como era claramente imposible que las ciudades orientales adorasen a todo el cuerpo senatorial, porque ello significaría colocar seiscientas estatuas en cada uno de los altares, una solución a la dificultad, sin duda, era la de que adorasen al principal funcionario ejecutivo del Senado, que daba la casualidad que era él mismo. De manera que el Senado, sintiéndose adulado al saber que cada uno de sus miembros tenía una seiscientava parte de divinidad, votó con gusto la moción de Mecenas e inmediatamente se erigieron en Asia Menor altares a Augusto. El culto se difundió, al principio sólo en las provincias fronterizas, que nominalmente se encontraban bajo la fiscalización del Senado, pero no en la ciudad misma.

Augusto aprobó los métodos educativos de Livia para con Julia y sus disposiciones y economías domésticas. Tenía gustos sencillos. Su paladar era tan insensible, que no percibía la diferencia entre el aceite de oliva virgen y las últimas calidades cuando la pasta de oliva ha pasado por tercera vez por las presas. Llevaba vestiduras de telas caseras. Se decía con justicia que, si bien Livia era una furia, si no hubiera sido por su incansable actividad Augusto jamás habría logrado emprender la inmensa tarea que se fijó, de restablecer la paz y la seguridad de Roma, después de los prolongados desastres de las guerras civiles… en las cuales él mismo, por supuesto, desempeñó papel tan destructor. Los trabajos de Augusto le ocupaban catorce horas diarias, pero se decía que los de Livia llevaban veinticuatro horas. No sólo dirigía su enorme casa en la forma eficiente que he descrito, sino que además soportaba una parte igual a la de él en cuanto a la carga pública. Llenaría muchos volúmenes una descripción completa de todas las reformas legales, sociales, administrativas, religiosas y militares que llevaron a cabo entre los dos, de los templos que reedificaron, de las colonias que establecieron, sin embargo, existían muchos romanos destacados de la anterior generación que no podían olvidar que esta reconstrucción en apariencia admirable del Estado sólo había sido posible gracias a la derrota militar, a los asesinatos secretos o a las ejecuciones públicas de casi todas las personas que desafiaron el poder de esa enérgica pareja. Si un singular y arbitrario poder no hubiese estado encubierto por las formas de la antigua libertad, jamás habrían podido conservarse durante mucho tiempo. Aun así, estallaron no menos de cuatro conspiraciones contra la vida de Augusto, encabezadas por Brutos en potencia.