PRÓLOGO[1]

A pesar de todo lo que se sabe ahora de Adolf Hitler y Josif Stalin, en su historia existe todavía una laguna intrigante. Sabemos muy poco de lo que cada uno de ellos pensaba del otro, ¿actuaban a impulsos de un odio y una desconfianza profundos? ¿De una admiración secreta, un respeto no expresado por el gigante histórico cuyo poder público estaban, sin embargo, decididos a denigrar? ¿Qué hubiese sucedido si Hitler hubiera capturado a Stalin cuando en octubre de 1941 las tropas alemanas penetraron en los barrios periféricos de Moscú? ¿O si Stalin hubiese logrado apresar a Hitler vivo dentro de su búnker en los últimos días de la contienda?

Sorprende ver que hay pocas pistas que permitan dar respuesta a estos interrogantes, aunque también son escasos los indicios de que entre ellos existiera un odio declarado. Stalin admiraba a los alemanes en general, no sólo por su competencia técnica y administrativa (de la que la Unión Soviética tomó mucho en préstamo durante el segundo decenio del pasado siglo en forma de tecnología e ingeniería avanzadas y consejos sobre planificación), sino también porque Alemania dio «al mundo hombres tales como Marx y Engels».[2] Hay testimonio de la reacción de Stalin cuando recibió la noticia de que Hitler había ordenado asesinar a Ernst Röhm y a otros líderes de las SA en la infausta Noche de los Cuchillos Largos en junio de 1934: «Hitler, ¡qué gran hombre! Así es como hay que tratar a los adversarios políticos».[3] Se supone que afirmó con un dejo de pesar dictatorial que, codo con codo con el Reich de Hitler, «hubiéramos sido invencibles»[4] y brevemente, entre septiembre de 1939 y junio de 1941, las dos dictaduras estuvieron unidas por un pacto de amistad que el resto del mundo veía con evidente alarma. Los comentarios de Hitler sobre Stalin son menos abundantes y la hostilidad obsesiva que el comunismo despertaba en el dictador alemán es bien conocida. Hasta las últimas semanas de la guerra, cuando Martin Bormann, jefe de la cancillería, tomó servicialmente nota de sus reflexiones sobre los errores del pasado, no caviló Hitler sobre lo que los dos hombres pudieran haber hecho entre ellos si, «con espíritu de realismo implacable», se hubiesen propuesto construir un «entendimiento duradero».[5] El historiador debería tratar estos comentarios con prudencia, porque el abismo ideológico que separaba el imperialismo racista del Reich hitleriano de las aspiraciones revolucionarias de la Unión Soviética de Stalin era enorme. Sin embargo, es difícil imaginar que los dos dictadores no se observasen mutuamente con atención, midiendo sus diferentes defectos y virtudes, preguntándose qué sustentaba la popularidad y la estima evidentes de las que cada uno de ellos gozaba públicamente en su propio sistema, o reflexionando quizá sobre lo que podían tener en común.

El presente libro debería juzgarse sobre este trasfondo. El «Informe Hitler» es un documento extraordinario que debe su origen a la idea de que tras la derrota de Hitler en 1945, Stalin debió de querer información real y detallada sobre el otro dictador. Los orígenes inmediatos se encuentran en la policía secreta soviética. En 1945 y 1946 la policía secreta recibió órdenes directas de Stalin de averiguar tan exacta y verazmente como fuera posible las circunstancias de la muerte de Hitler en el búnker el 30 de abril de 1945 y confirmar que realmente hubiera muerto. El informe llevaba el nombre cifrado de operación Mito y se basaba en el interrogatorio exhaustivo y a menudo brutal de los pocos testigos presenciales que los soviéticos habían capturado, entre ellos el asistente y ayuda de cámara personal de Hitler, Heinz Linge, y uno de sus ayudantes militares, Otto Günsche. La muerte de Hitler fue confirmada por un informe que se presentó finalmente en 1946 (de hecho, las autoridades soviéticas tenían en su poder las mandíbulas y algunas piezas dentales tanto de Hitler como de su amante, Eva Braun, con la que se casó poco antes de que los dos se suicidasen), pero varios años más tarde los servicios secretos del Ministerio de la Seguridad del Estado soviético decidieron utilizar este material como punto de partida de un estudio del Tercer Reich que pudiera presentarse al propio Stalin. En abril de 1948 se preparó una crónica breve de la batalla de las Ardenas que se entregó al dictador soviético y a los miembros del Politburó (el «gabinete» político interno del Partido Comunista de la Unión Soviética). Stalin guardó la crónica en su archivo personal y el comité decidió seguir adelante y autorizar un estudio completo de Hitler y el Tercer Reich basado en nuevos testimonios arrancados a los infelices Linge y Günsche. El documento final constaba de 413 páginas mecanografiadas, llevaba el inocuo título de «Informe» o «Dossier» (la palabra rusa dyelo) y se remitió a Stalin el 29 de diciembre de 1949, poco después de las grandes celebraciones de su septuagésimo cumpleaños. También fue archivado y finalmente, tras la muerte de Stalin, se depositó una copia en un archivo del departamento general, donde hace sólo dos años lo descubrió Matthias Uhl, coeditor de la edición ahora publicada.

El libro propiamente dicho lo escribieron dos funcionarios del servicio de seguridad, Fiódor Parparov e Igor Saleyev. No fue la primera crónica sobre Hitler basada en información de primera mano, pero sin duda fue la más completa. En 1945 los interrogadores británicos pidieron a Albert Speer, el arquitecto favorito de Hitler y más adelante ministro de Armamento, que escribiera algunos informes extensos sobre la personalidad de Hitler, la gente que le rodeaba y la política exterior y militar de Alemania. Speer accedió a ello, pero las crónicas prolijas que escribió también se guardaron en el archivo y no han salido a la luz hasta hace pocos años.[6] En 1945 el psiquiatra norteamericano Walter C. Langer recibió del general Donovan, jefe de la Oficina de Servicios Estratégicos de Washington, la misión de elaborar un estudio de la personalidad de Hitler que ayudase a los líderes norteamericanos a prever lo que quizá haría Hitler. El estudio de Langer, que se basaba en gran parte en el diagnóstico psicológico tradicional, acabó publicándose en 1972 con el título de The Mind of Adolf Hitler, aunque la documentación completa no ha sido desclasificada hasta hace poco por los Archivos Nacionales de Estados Unidos.[7] Langer y los tres colegas que trabajaron con él pudieron basar el estudio en entrevistas con alemanes que habían conocido íntimamente a Hitler pero luego habían huido de Alemania. Ninguna parte de este material secreto se puso a disposición de los investigadores soviéticos. La fuente más rica de información sobre Hitler, que es muy posible que dichos investigadores consultasen en algún momento, fue la biografía que escribió el periodista exiliado Konrad Heiden con el título de Der Führer, publicada en 1944, pero esta crónica, a pesar de sus numerosos méritos, llegaba sólo hasta 1934.[8] Lo esencial del informe sobre Hitler que se redactó para Stalin se encuentra en los años posteriores a 1935.

Tan sólo podemos hacer conjeturas respecto a lo que pensó Stalin al leer el documento preparado por su Ministerio de Seguridad. Matthias Uhl no encontró anotaciones al margen ni nada parecido en la versión que descubrió, lo cual resultaba extraño en Stalin. El dictador llenaba sus propios libros y documentos de comentarios, signos de admiración y subrayados.[9] Viacheslav Molotov, ex presidente del Consejo del Comisariado del Pueblo con Stalin, recordó más tarde que si éste decidía leer algo, lo leía con plena y escrupulosa atención.[10] Es posible que en este caso no se atreviera a escribir nada porque sus colegas podían leer luego sus comentarios sobre su principal adversario. O tal vez se limitara a leerlo por encima porque sabía que aquel informe no saldría a la luz mientras él viviera.

El expediente es importante no tanto por la posibilidad de que Stalin lo leyese, sino por lo que podía decirle sobre la personalidad y el comportamiento político de Hitler. Había algunas similitudes entre los dos personajes y Stalin debía de haber reconocido por lo menos algunas de ellas mucho antes de leer aquellas páginas. Ambos eran políticos populistas cuya suerte se vio transformada por una profunda crisis social y política que les ayudó a gravitar desde los márgenes hasta el centro de la política. Ambos eran intrusos en otro sentido: Stalin era natural de Georgia, que había sido anexionada al vasto imperio ruso en 1806, y Hitler había nacido en Austria, que estuvo unida a su vecina germánica mayor sólo brevemente, entre 1938 y 1945. Ambos hombres tenían una perspectiva revolucionaria, ambos estaban impacientes por cambiar el viejo orden, veían con ojos críticos la Europa burguesa convencional y ambicionaban rehacer la historia del mundo. Aunque fueron impulsados en gran medida por la buena suerte personal y por circunstancias históricas propicias, Stalin y Hitler alcanzaron la dictadura porque los dos tenían un desmesurado apetito de poder y porque su crueldad, su astucia política y la creencia ciega en su misión les permitieron transformar su ambición en realidad. Las técnicas que los dos emplearon para sostener la dictadura, del uso sin escrúpulos del aparato de seguridad al culto exagerado de la personalidad, poseían la misma impronta. A pesar de la terrible destrucción que desencadenaron, ambos gozaban de la adulación general e ilimitada de las masas. Es cierto que los soldados musitaban el nombre de Stalin al entrar en combate, y también lo es que ningún otro hombre en la historia de Alemania hubiese conseguido jamás que sus compatriotas alzaran un brazo y pronunciasen su nombre a modo de saludo. De hecho, tan notables son estos logros aparentemente triviales que es forzoso extraer la conclusión de que, cada uno a su manera, Stalin y Hitler ejercían formas de autoridad personal directa como nunca se habían visto en la edad moderna.

El informe presentó a Stalin un panorama que concordaba con la caricatura popular de Hitler que se tenía en toda Europa en los años treinta. Permite hacerse cierta idea del carácter extraordinario del dictador alemán, pero su intención principal es tratar de mostrar a Hitler como un individuo anormal. Las alegaciones sobre su extraña sexualidad, o sus frecuentes e imprevisibles ataques de ira, o la afirmación de que mordisqueaba la alfombra en sus arrebatos de angustia histérica daban pie a toda suerte de habladurías y rumores, pero en el informe se reproducen para subrayar su inestabilidad mental. Sus autores también quisieron condenar a los líderes fascistas por sus costumbres licenciosas. Así, muestran a Hitler riendo con disimulo ante fotografías de bailarinas parisinas desnudas (posibilidad que no cuadra con nada de lo que sabemos sobre su mojigatería y su dominio de sí mismo); también afirman que Benito Mussolini, el dictador italiano, pasaba el tiempo en Salò, la capital de la república fascista residual instaurada con apoyo alemán en 1943, entregado a orgías con un grupo de bellas jóvenes italianas.

Los esfuerzos por mostrar una imagen morbosa de excesos dictatoriales fueron respaldados por la consabida suposición marxista de que Hitler debía de ser el instrumento del capitalismo alemán. Éste era el modelo predominante en los años treinta y cuarenta, el de una clase de grandes empresarios alemanes que entró en crisis debido a la depresión de 1929 y que se vio obligada a contratar a Hitler y a sus alborotadores callejeros para controlar a la clase obrera y más adelante conquistar mercados en la Europa oriental. En el libro se describen algunas de las espléndidas recepciones que Hitler ofreció a la élite empresarial alemana, repletas de lujo y alcohol. En una ocasión, fechada escuetamente «otoño de 1935» y que parece que Linge recordaba al cabo de más de una década, Hitler invitó a banqueros e industriales ricos para demostrar públicamente los vínculos estrechos que existían entre el régimen y el capitalismo. La crónica contiene un comentario portentoso de Hitler que Linge oyó por casualidad y que es claramente fruto de muchas dotes de persuasión por parte de sus persistentes interrogadores. Hitler asegura a Gustav von Krupp, el magnate de los armamentos, el hierro y el acero, que no debe preocuparse por el futuro económico pues ante ellos se extendían las riquezas del «este». La idea de que, bajo el régimen hitleriano, Alemania planeaba guerras de imperialismo capitalista era fundamental en la cosmovisión soviética, cuyas raíces se hallaban en las interpretaciones de Lenin de la forma en que el mundo capitalista estaba condenado a evolucionar.

La tesis de que era posible interpretar a Hitler como instrumento del capitalismo alemán no se presenta de forma estridente, como es el caso de tanta propaganda, sino que se insinúa con habilidad a lo largo de las páginas de este documento. Lo mismo ocurre con respecto a muchas otras suposiciones y perspectivas cuyo origen es soviético y no alemán. El texto que sigue es en este sentido un documento tan político como histórico. Nos habla de los numerosos factores que influyeron en la visión del mundo y en la interpretación del pasado más reciente llevada a cabo por los soviéticos. Esto era inevitable, dado que el documento se escribió para Stalin y por fuerza tenía que respetar tanto la línea del partido como el legado histórico del dictador soviético. Ninguno de los autores soviéticos incluye deliberadamente falsedades en su crónica —aunque la costumbre de citar las palabras recordadas como si fueran diálogos da la impresión, por completo errónea, de que se trata exactamente de lo que dijo Hitler, en vez de ser un recuerdo vago al que los autores soviéticos dieron de manera premeditada una forma más sólida con el fin de transmitir la fiabilidad del testimonio—, pero el silencio intencionado sobre algunos asuntos, o los comentarios breves y desdeñosos sobre otros, revelan las prioridades del régimen y no las del historiador.

La más evidente de estas perspectivas soviéticas se encuentra en el tratamiento dado al curso de la segunda guerra mundial. La crónica que se presenta aquí es estimulante porque es distinta de las historias occidentales que dan al frente soviético un papel secundario y se centran en el triunfo de Occidente en la lucha contra las potencias del Eje. Un lector que se acercara a este relato desde el punto de vista soviético, y basándose únicamente en los interrogatorios de Linge y Günsche, podría acabar pensando que la Unión Soviética ganó la segunda guerra mundial ella sola, o poco más o menos. Aquí casi no se habla de la batalla de Inglaterra, pero Linge afirma que a finales de junio de 1940 Hitler pensaba que el problema de la Europa occidental estaba resuelto: «Lo único que nos queda por hacer ahora es ocuparnos de la Unión Soviética». La idea de que a ojos de Hitler la guerra real fue siempre la del este se siembra en el comienzo del informe y se cosecha en sus páginas posteriores. Una y otra vez los autores hacen hincapié no sólo en que la guerra contra la Unión Soviética era fundamental en la estrategia de Hitler, sino también en que el conflicto germano-soviético fue de gran importancia para decidir el resultado del conflicto general. Esta aseveración no es totalmente tendenciosa, por supuesto. El Führer tenía bien presente la guerra en el frente oriental cuando planificó la remodelación alemana de Europa; la destrucción del bolchevismo era el elemento dominante en su visión del mundo; y el conflicto excepcional en el este, que costó más de veintinueve millones de bajas militares soviéticas (entre muertos, heridos o prisioneros) sin duda redujo el poderío militar alemán e hizo posible la derrota de Alemania a manos de los aliados en 1945. En noviembre de 1943, Stalin aseguró a su comandante en jefe adjunto, el mariscal Zhukov, que la Unión Soviética podía derrotar a Alemania ella sola, sin la ayuda de los estados occidentales.[11] Seis años después, esta aseveración se había transformado en la opinión ortodoxa de los soviéticos.

La intención secreta de la crónica soviética de la guerra también explica el tratamiento de otros episodios clave. La fuga de Rudolf Hess a Escocia el 11 de mayo de 1941 se presenta aquí como el resultado de una colusión entre Hitler y Hess con el propósito de tratar de firmar la paz por separado con Gran Bretaña antes de invadir la Unión Soviética. En su momento la huida había despertado graves sospechas en el Kremlin, que pensó en la posibilidad de que Gran Bretaña y Alemania firmaran un acuerdo antisoviético. Pocos historiadores aceptan ahora esta versión.[12] Era muy poco verosímil que los alemanes recurriesen a una jugada absurda y arriesgada para llegar a un acuerdo con los británicos cuando faltaban sólo unas semanas para invadir la Unión Soviética, toda vez que el episodio forzosamente aumentaría las suspicacias de los soviéticos en lugar de disminuirlas. No obstante, la sugerencia de que tal vez Hitler quería hacer precisamente esto —implícita en la manera en que el informe presenta la crisis— mantuvo vivas las conjeturas soviéticas durante la contienda. La política británica de apaciguamiento del fascismo, basada supuestamente en los intereses imperiales de Gran Bretaña, ocupa un lugar destacado en el análisis de la crisis de Múnich que hace el informe. Las suposiciones soviéticas de que Gran Bretaña quizás aspirase a llegar a un acuerdo con Hitler cuando le conviniese nacían de la arraigada opinión soviética de que, a fin de cuentas, todos los estados capitalistas tenían más en común unos con otros que con el comunismo soviético. Huelga decir que este documento guarda un silencio total en lo que se refiere al pacto germano-soviético que se firmó en Moscú en agosto de 1939, pocos días antes de que estallara la segunda guerra mundial.

El otro factor que pesó mucho en Moscú durante el conflicto fue que los estados occidentales no abrieran el «segundo frente» en Europa en 1942 ó 1943. A lo largo de estos años, críticos en el frente oriental, Stalin albergó la esperanza de que los estados occidentales acabarían emprendiendo alguna acción importante que distrajera a las fuerzas alemanas. Se mostró en gran parte insensible a las objeciones de los líderes occidentales en el sentido de que los riesgos eran demasiado grandes y en los círculos dirigentes soviéticos predominaba la opinión de que los ejércitos occidentales temían a los alemanes (y al elevado número de bajas que podían sufrir en una invasión). Existía también la impresión persistente de que a las potencias occidentales les convenía que la Unión Soviética y Alemania agotasen su capacidad de combatir antes de intervenir ellas. El análisis de la lucha en el teatro occidental es en general superficial (aunque el texto recalca una supuesta afirmación de Hitler según la cual si Occidente hubiera atacado a comienzos de 1943, el resultado hubiese sido «una catástrofe para Alemania, justificando así la insistencia apremiante de Stalin en adelantar el Día D). La invasión de Normandía en junio de 1944 apenas se menciona y la capacidad combativa de las fuerzas occidentales se ve menospreciada de vez en cuando por comentarios irónicos sobre la lentitud de su avance contra el enemigo alemán. La derrota final de los ejércitos alemanes en Francia se presenta como una retirada deliberada y en orden hasta la frontera de Alemania con el fin de liberar fuerzas para la guerra de verdad en el este contra el Ejército Rojo. El relato de la batalla de las Ardenas, cuando Hitler concentró reservas para descargar un golpe final contra los ejércitos occidentales atravesando el bosque de las Ardenas en diciembre de 1944, se presenta como una campaña que podría haber resultado victoriosa de no haber sido por la necesidad de trasladar de nuevo fuerzas al este para detener la oleada soviética. De gran parte del resto de la contienda sencillamente se hace caso omiso: la guerra en el mar, en el teatro del Mediterráneo e Italia y en el extremo oriente contra Japón. También se pasan por alto las campañas de la Unión Soviética contra el este de Polonia en septiembre de 1939 y contra Finlandia en el invierno de 1939-1940. El “Informe Hitler” lo redujo todo a un duelo gigantesco entre el Ejército Rojo y los alemanes».

La omisión más desconcertante para el lector actual es la ausencia casi total de un análisis del Holocausto. Aunque las fuerzas soviéticas liberaron tanto Majdanek como Auschwitz, en cuyos almacenes se amontonaban los zapatos y el cabello humano de las víctimas, el informe sólo destaca las atrocidades ocasionales perpetradas contra civiles soviéticos. Hay una sola mención de los camiones que servían de cámaras de gas ambulantes, pero no se hace alusión alguna al sistema de campos y cámaras de gas permanentes que se instalaron en el este de Polonia para asesinar a los judíos de Europa. Camiones capaces de funcionar como pequeñas cámaras de gas (en las que se mataba a los ocupantes envenenándoles con monóxido de carbono) se utilizaron en el este para asesinar a enfermos mentales soviéticos así como a algunos judíos. La exclusión de todo comentario relativo al genocidio sistemático concordaba con la política soviética en la posguerra. Las víctimas de la invasión alemana eran consideradas ciudadanos soviéticos de diferentes orígenes étnicos y no grupos nacionales determinados. El régimen no quería dar a los judíos un lugar especial en el catálogo de víctimas debido a su creciente antisionismo y a la dificultad de asimilar la identidad judía en la categoría más amplia de la ciudadanía soviética. Cuando se estaba elaborando el «Informe Hitler», el antisemitismo soviético se hallaba en su apogeo y centenares de destacados escritores, doctores y catedráticos judíos fueron obligados a dejar de ejercer sus profesiones o detenidos o ejecutados tras ser acusados en falso.[13] Los escritos soviéticos negaron el Holocausto como programa deliberado de exterminio de los judíos de Europa hasta los años ochenta del pasado siglo y ni siquiera después de la caída del comunismo ha sido aceptado de manera inequívoca.

En el centro del texto destaca la historia con la cual empezó el interrogatorio de Linge y Günsche en 1945: los últimos meses en el búnker y el suicidio de Hitler. Más del 35 por ciento de sus páginas se dedican a los cinco últimos meses de un régimen que duró doce años. Eran los acontecimientos que los dos prisioneros recordaban más vivamente en 1945; ambos hombres estuvieron más cerca de su líder, y de lo que sucedía a su alrededor, que en cualquier otro momento de los diez años en que trabajaron para él. Los historiadores alemanes Joachim Fest y Anton Joachimsthaler han publicado recientemente crónicas exhaustivas de los últimos días, basadas en gran parte en las declaraciones de testigos presenciales. La publicación de las memorias de la secretaria de Hitler, Traudl Junge, escritas poco después del final de la guerra, ha proporcionado más material.[14] El expediente confirma gran parte de lo que se sabe ahora y añade muchos detalles interesantes, entre ellos el recuerdo de que en el búnker, en las últimas horas, se seguía saludando al estilo hitleriano siempre que aparecía el Führer y que incluso saludaron así los que estaban presentes cuando su cuerpo inerte fue sacado al exterior, rociado con gasolina e incinerado. Hay un irónico intercambio de palabras entre Linge y Hitler en abril de 1945 después de que se oyera una serie de explosiones sobre el búnker. «¿Qué calibre es ése?», pregunta Hitler, preocupado. Linge responde que es el «órgano de Stalin», un cohete que en el bando soviético llamaban Katyusha. «¿A qué se refiere usted con eso del órgano de Stalin?», pregunta Hitler, desconcertado, tal vez pensando en el cambio que había experimentado la suerte de los dos hombres, uno acurrucado en un búnker y el otro tomándose una venganza terrible en su enemigo caído.

El bando soviético siempre vio la decisión final de Hitler de quitarse la vida como prueba de su cobardía fundamental, «un suicidio indigno», lo llama el informe. Durante mucho tiempo los soviéticos insistieron en que Hitler se había envenenado junto con Eva Braun, con la que se había casado el día anterior. Pero el informe utiliza el testimonio de Linge y presenta la historia (que los servicios secretos británicos ya habían descubierto en 1945) de que Hitler se había pegado un tiro en la cabeza y que sólo Eva Braun había recurrido al cianuro. Hasta la década de los ochenta, los autores soviéticos insistieron en que Hitler eligió la salida fácil que le ofrecía el veneno. El expediente se arriesgó al denunciar el error, ya que, al parecer, Stalin compartía la opinión de que Hitler era un cobarde. Lo que hubiera hecho Stalin de haberse invertido los papeles no acaba de estar claro, pero el suicidio era infrecuente entre la élite soviética, mientras que estuvo muy extendido entre los principales círculos militares y del partido nazi en Alemania desde el momento en que se vio que la derrota era segura. Stalin se sintió estafado por la muerte de Hitler («Lo ha hecho, el muy cabrón», se comenta que fue su reacción cuando le dieron la noticia. «Lástima que no hayamos podido atraparle vivo».)[15] Pero concordaba con el ambiente sofocante de condenación inevitable sazonada con momentos de euforia desenfrenada y desorientación que caracterizaba la vida en el búnker y que se refleja de forma dramática en el testimonio de Linge y Günsche.

La dictadura soviética superó la guerra y sobrevivió cuarenta y cinco años más. El «Informe Hitler» contribuye a explicar por qué fue así a pesar de las numerosas ventajas de que gozaban las fuerzas y la economía alemanas en comparación con su enemigo, menos desarrollado y más atrasado desde el punto de vista militar. La hostilidad desdeñosa que sentía Hitler por sus generales se hace evidente una y otra vez; y lo mismo ocurre con su orgullo desmedido. Günsche recordaba que cuando sobrevivió al atentado de que fue objeto en su cuartel general el 20 de julio de 1944 Hitler afirmó: «¡Qué suerte! Estoy vivo… Ha sido la mano de la providencia». Linge recordaba otras palabras del Führer: «Sólo yo estoy en condiciones de salvar al pueblo alemán». La obsesiva fe de Hitler en sí mismo arrollaba todo lo que encontraba en su camino, incluida la perspectiva de una estrategia más sensata. Hitler no sólo causó la derrota de Alemania, sino que también fue el responsable de que esa derrota fuera total y devastadora para la población alemana.

El «Informe Hitler» ofrece una perspectiva inesperada y original del Tercer Reich y de su líder. Como documento histórico debe usarse con prudencia. Es mucho lo que en él se ha omitido adrede y mucho lo que sus dos autores soviéticos desconocían. La reconstrucción de conversaciones y encuentros se basa en los datos obtenidos durante años de interrogatorios cuyos encargados manipularon y seleccionaron lo que querían oír, del mismo modo que los testigos se esforzaban por recordar acontecimientos lejanos que los habituales fallos de la memoria debieron de tergiversar y desordenar. El relato es una aproximación y no una réplica exacta de la realidad histórica. Pero, en lo referente a la verdad histórica general, no resulta ni más ni menos apropiado que las numerosas crónicas occidentales sobre Hitler y la guerra que pretenden que la Unión Soviética fue un complemento del esfuerzo bélico en vez de un elemento fundamental. El «Informe Hitler» es un recordatorio oportuno de que el centro de la terrible transformación que la crisis europea obró en el siglo XX fue la pugna entre dos tiranos extraordinarios y entre los dos sistemas que encabezaban.

Richard Overy