EL «INFORME HITLER»: UN INTENTO DE CLASIFICACIÓN

Dos dictadores: alianza y guerra

¿Por qué se interesa un dictador por otro dictador? ¿Por qué se interesaron mutuamente los dos dictadores que, al frente de dos ideologías fanáticas y con una brutalidad insuperable, precipitaron a Europa hacia el abismo? ¿Se debió a una compartida fascinación ante el fenómeno totalitario o al parentesco íntimo que unía sus respectivas formas de gobierno, a pesar de toda la hostilidad exterior? ¿Fue por la ansiedad de conocer la técnica con la que el enemigo ejercía el poder y aprender así de él? Comoquiera que sea, debemos agradecer el «Informe Hitler» —un documento surgido de una fuente poco habitual— a la curiosidad de Stalin respecto a Hitler; una curiosidad que no disminuyó un ápice cuando el 30 de abril de 1945 Hitler se suicidó en la cancillería del Reich en Berlín y eludía de este modo la responsabilidad ante la horrible catástrofe a la que él y su régimen nacionalsocialista habían conducido a Alemania y a sus vecinos.

Hay una razón que conviene excluir de entrada: el interés de Stalin no se basaba en la repugnancia ante los crímenes de Hitler, ya que en este aspecto él era más bien un eficiente competidor. Y en cuanto a su modo de proceder, cuidadoso y racional, era incluso superior, pues Stalin no improvisaba nada. Y tal vez es aquí donde radica la explicación de por qué le atrajo tanto la figura del Führer: hubo una ocasión en la que se equivocó absolutamente con respecto a él: fue en la primavera de 1941, cuando Stalin desestimó por completo las advertencias del mariscal Zhukov acerca de un posible ataque de la Alemania nazi, y con ello puso en peligro la supervivencia misma de la Unión Soviética. Probablemente supuso en Hitler una racionalidad con respecto al poder semejante a la que él mismo practicaba. Esta estimación excesiva de Hitler se vio acompañada de una subestimación de su fanática ideología racista.

Pero no sólo los dictadores han sentido curiosidades recíprocas, sino que también los historiadores se han planteado la cuestión de sus diferencias y semejanzas y se han preguntado por la naturaleza de su común y antagónica influencia en el siglo XX. Este interés historiográfico ha provocado una serie de biografías paralelas que reflejan los dos extremos ideológicos, contradictorios y al mismo tiempo análogos, que ambos dictadores personificaron. Por ejemplo, el gran historiador inglés Alan Bullock, autor en 1952 de la primera biografía académica de Hitler —una obra que ha mantenido su vigencia durante décadas—, en un libro posterior optó por presentar juntos a Hitler y Stalin.[16]

Este paralelismo no se fundaba sólo en que ambos recurrieran a técnicas de poder similares, sino también en el hecho de que, desde 1939, en sus vidas predominan más los vínculos recíprocos a la hora de actuar que la oposición ideológica. La colaboración parcial entre Hitler y Stalin definió la primera fase de la segunda guerra mundial, tras el ataque alemán y soviético a Polonia; su fundamental hostilidad ideológica provocó la mutación total de la guerra con el ataque alemán a la Unión Soviética el 22 de junio de 1941. Esta guerra, como demostró en 1965 Andreas Hillgruber en una obra capital, titulada Hitler Strategie. Politik und Kriegsführung [La estrategia de Hitler. Política y conducción de la guerra], se planificó y se llevó a cabo como una «guerra de aniquilación ideológica».

Al acto «diplomático», el pacto germano-soviético de no agresión, con el protocolo adicional y secreto —el «pacto Hitler-Stalin del 23 de agosto de 1939»—, le siguió de inmediato el tratado militar: un acuerdo que sirvió para preparar la guerra[17] y que dejó a Hitler el camino libre para poder realizar el planeado ataque a Polonia sin mayores riesgos. Stalin siguió a Hitler y favoreció la penetración alemana en el este mediante la correspondiente expansión de la Unión Soviética hacia el oeste. El reparto de Polonia entre los dos dictadores se selló definitivamente cuando el ataque alemán del 1 de septiembre de 1939 despejó las dudas de Stalin y éste ordenó el avance del Ejército Rojo contra la Polonia oriental el 17 de septiembre.

El trato que ambos agresores dieron a los prisioneros polacos y a la población civil fue en todo punto comparable, aunque las motivaciones de Stalin fueran ideológicas e imperialistas, y no racistas. Por otra parte, el dictador soviético no vaciló en absoluto en proceder de la misma manera que Hitler y apoderarse de los territorios de Europa a los que éste no aspiraba; por ejemplo, los estados bálticos y determinadas partes de Finlandia.

El régimen de terror que implantó la ocupación alemana al comienzo de la guerra halló su réplica en el soviético: símbolo de ello fue lo que sucedió en la región de Katyn, al este de Polonia, donde tras la invasión soviética, por órdenes de Stalin y con el acuerdo del Politburó del Partido Comunista de la Unión Soviética, según datos actuales, el NKVD, la policía política soviética, asesinó a 25.700 oficiales y civiles polacos. Cuando en febrero de 1943 los soldados alemanes descubrieron los miles de cadáveres, Stalin atribuyó los asesinatos a los invasores germanos. Nada de esto resulta extraño, pues ambos ejércitos de ocupación se atribuyeron mutuamente numerosos crímenes y los utilizaron en su guerra propagandista. Y ya entonces también la Unión Soviética vulneró la Convención de Ginebra de 1929 en lo relativo al trato de los prisioneros de guerra. Puesto que la Unión Soviética no había declarado la guerra a Polonia, el Ejército Rojo no tenía que comportarse con los soldados polacos prisioneros según las disposiciones del derecho de guerra, sino que los consideró delincuentes, y los deportó a campos de reclusión:

«Por lo pronto, el destino más cruel lo padecieron los internados en los campos del territorio ocupado por los soviéticos. La sovietización se organizó como lucha de clases, cuyas víctimas fueron las élites burguesas, ante todo las de nacionalidad polaca… Desde los años noventa, la historiografía polaca estudia la violencia desatada por la policía secreta soviética, a las órdenes de Lavrenti P. Beria. Hoy resulta absolutamente claro que sus efectos apenas pueden diferenciarse de los de la política criminal que, desde el lado contrario, puso en marcha Heinrich Himmler con su aparato de las SS[18] y de la Policía».[19]

Con el doble ataque a Polonia y la división de Europa oriental en una zona de influencia alemana y otra soviética, ambos dictadores alcanzaron la máxima vecindad geográfica. La inimaginable barbarización de la guerra —que sólo conocía una meta: la aniquilación del enemigo— impidió desde un inicio cualquier equilibrio de intereses: el que no venciese tenía que sucumbir. La victoria militar decidió el destino de ambos dictadores y tras el ataque a la Unión Soviética —el mayor error militar de Hitler—, ésta se alió con los estados occidentales, en especial con Estados Unidos y Gran Bretaña, que tan antagónicos le eran ideológicamente.

¿Provocó este contexto el nacimiento de un odio personal? Aunque esta circunstancia parecía obligada, el odio no duró mucho tiempo. Las conversaciones de sobremesa recogidas en los Hitlers Tischgespräche [Conversaciones de sobremesa con Hitler], pero también los Diarios del ministro de Propaganda del Reich, Joseph Goebbels, ofrecen multitud de testimonios al respecto. Las manifestaciones que Hitler dedica a los comunistas, pocas semanas antes del ataque a la Unión Soviética, son características:

—El pacto con Rusia nunca ha condicionado mi actitud ante el peligro en el interior. Pero nuestros comunistas me resultan mil veces más simpáticos que, por ejemplo, un Starhemberg.[20] Eran naturalezas robustas, y si hubiesen permanecido más tiempo en Rusia, habrían regresado completamente curados.[21]

Y el 23 de marzo de 1942, Hitler declaró:

—Es admirable que Stalin no permita que los judíos se acerquen al arte.[22]

El 11 de abril alabó a su rival: la comunidad sólo puede crearse mediante la violencia y «si en los últimos años Stalin ha aplicado con el pueblo ruso métodos como los que habría empleado en su época Carlomagno con el pueblo alemán, no podemos escandalizamrns porque lo haga hoy en día, considerando el actual nivel cultural de los rusos. También Stalin ha actuado a sabiendas de que se debe reunir a los rusos en una enérgica organización estatal si se quiere asegurar políticamente la lucha por la existencia de todos los pueblos reunidos en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas».[23]

En realidad, Hitler pensaba que Stalin era un genio[24] que, para conservar el poder se había visto obligado a eliminar al mariscal Tujachevski, pues había una abismal diferencia entre Stalin y los anteriores oficiales zaristas.[25] A su manera, Stalin era un «tipo genial», que imponía un «respeto incondicional» y su política económica y social merecía reconocimiento.[26]

«Carismático espíritu de caudillaje» ¿Un elevado respeto en plena guerra de aniquilación?

Tal vez resulte aún más reveladora la caracterización según la cual «si Churchill es un chacal, Stalin es un tigre».[27] De hecho, en todas las apreciaciones de Hitler llama la atención el desprecio y odio respecto a los dirigentes de los estados democráticos de la época, como Churchill o Roosevelt, mientras que sólo excepcionalmente se permite juicios críticos sobre Stalin. Esta «afinidad espiritual» se basaba, ideológicamente, en la admiración ante un cesarismo carismático que trascendía las ideologías y que por ello mismo anulaba los contenidos de éstas cuando se trataba de glorificar a la figura del poderoso.

No es casual que, en los años que siguieron a la primera guerra mundial, Oswald Spengler promoviera un socialismo estatista fundado en la sumisión, que él contemplaba como herencia prusiana y al que también pertenecía la disposición a la guerra: en ello se expresaba la capacidad funcional del Estado.[28] «Se necesita una figura rectora, que reúna y configure las características del pueblo en relación con su situación histórica…» Este caudillo (Führer) de un «Estado articulado según el mando y la obediencia» debe aunar las fuerzas de un pueblo y dar cuerpo a sus verdaderos valores y metas, opinaba Spengler. Los ejemplos históricos que aportaba muestran lo secundario que eran los contenidos ideológicos incluso para su valoración: «La Rusia soviética era Lenin, Sudáfrica era Rohdes, Mussolini es Italia».[29] En este sentido, no se trata tan sólo de la cuestión de saber en qué medida el nacionalsocialismo estaba fascinado por la ideología enemiga del bolchevismo y si aquél debía por tanto ser entendido como reacción a la misión mundial de la Revolución rusa de octubre de 1917. Para Hitler, la función ejemplar que tuvieron Stalin y los excesos de la violencia bolchevique tampoco representan la cuestión decisiva,[30] sino la coincidencia en el principio de ejercer el poder en una dictadura, uno de cuyos instrumentos era el empleo de la violencia. Sólo el líder podía estipular los límites de este recurso a la fuerza: dicha violencia se manifestó en variadas formas en el tiempo de entreguerras, a partir del pensamiento antidemocrático que se alzó contra el Estado constitucional de Derecho y sus diversos avatares en Europa. Y en relación con esto existe un parentesco entre la autodesignación de los bolcheviques de Lenin en la Revolución de Octubre como la vanguardia social, política e intelectual —que como minoría poseía la conciencia social «correcta»— y la teoría elitista del economista y sociólogo italiano Vilfiredo Pareto, que influyó en el fascismo italiano de Mussolini.

En la práctica, esta paradójica unión entre la semejanza de los principios de dominación y la rivalidad ideológica condujo tanto a brutales enfrentamientos callejeros entre comunistas y nacionalistas como a acciones conjuntas encaminadas a la destrucción de la República de Weimar, ya fuera mediante la instrumentalización de las mayorías obstructoras en los parlamentos o a través de manifestaciones organizadas o combates callejeros con la Policía.

La alta estima de Hitler hacia Stalin, que a primera vista resulta sorprendente, y que persistió incluso durante la guerra de aniquilación, puede designarse como «colegialidad de dictadores» (Percy Ernst Schramm), pero se funda en algo más profundo: en la fe en la omnipotencia del dictador y en la violencia como medio decisivo para el ejercicio del poder. Y para ambos, la lucha y la guerra eran las leyes de la dinámica histórica, lucha de clases para los comunistas y lucha de razas para los nacionalsocialistas, tal como ya reconoció Hannah Arendt.[31]

Para las consecuencias prácticas de esta concepción de la soberanía también resulta característico de qué forma valoraban —Stalin por una parte, y por la otra Hitler y su portavoz Goebbels— un problema absolutamente paralelo a su ejercicio del poder: el papel del cuerpo tradicional de la oficialidad y el generalato. Además de la mencionada opinión de Hitler, se encuentran también en los Diarios de Goebbels numerosas caracterizaciones positivas referidas a Stalin y a su función ejemplar. Stalin sería «un calculador frío… que ante todo sabe valorar las posibilidades y repercusiones de un gran movimiento popular».[32] En otro lugar, Goebbels afirma que Stalin actuó correctamente cuando mandó ejecutar a la banda de generales reaccionarios: en Alemania habría que haber hecho lo mismo. Tras el atentado del 20 de julio de 1944, Stalin reaccionó de forma característica, afirmando que no entendía por qué Hitler no había eliminado tiempo atrás a las élites militares tradicionales. No cabe duda de que Hitler y Goebbels siguieron con la mayor atención la técnica estalinista a la hora de poner en práctica el poder. Y Stalin estaba igualmente interesado en el sistema hitleriano de gobierno. Por esta razón, el NKVD reunió las notas que Otto Günsche y Heinz Linge, ayudantes personales de Hitler caídos prisioneros, dedicaron al Führer. Bajo la dirección del teniente coronel Fiódor Karpovich Parparov, el NKVD compuso el «Informe Hitler» en 1948 y 1949.

Analogía dictatorial y el modelo del totalitarismo

Si bien el análisis comparativo del poder dictatorial estuvo sujeto a los cambios en la coyuntura, ya en los años treinta los politólogos (según la temprana utilización del concepto en el fascismo italiano en los años veinte) elaboraron las semejanzas estructurales del gobierno totalitario y discutieron el concepto de totalitarismo, sobre todo en relación con las dictaduras bolchevique y nacionalsocialista. En aquel momento, es decir, antes de la segunda guerra mundial, ya se habían producido numerosos crímenes masivos en la Unión Soviética (el asesinato de clase, es decir, la muerte por inanición de varios millones de campesinos ricos rusos, los kulaks, las «purgas dentro del Partido» mediante encarcelamientos arbitrarios y procesos espectáculo, que sólo en 1937 y 1938 costaron la vida al menos a 681.692 funcionarios comunistas y otros miembros del aparato económico),[33] mientras que los mayores crímenes masivos de la dictadura nacionalsocialista (el asesinato sistemático de millones de judíos europeos en los países ocupados, la aniquilación de zíngaros, gitanos y otras minorías, en definitiva, los crímenes de guerra) no comenzaron hasta 1939 y, en algunos casos, hasta 1941. Estos asesinatos, ante todo la singularidad del exterminio de los judíos, pero también el antagonismo de ambas ideologías, y por último el carácter estático del modelo del totalitarismo, constituyeron asimismo los fundamentos para la violenta crítica de este modelo.

Tras decenios de vigencia de este principio interpretativo, consolidado durante la guerra fría entre las democracias occidentales y las dictaduras comunistas, comenzaron a aparecer dudas ya desde los años sesenta acerca de si el concepto de totalitarismo correspondía a la realidad histórica de ambas dictaduras. Este escepticismo se fundaba en diversas razones, tanto historiográficas como político-sociales.

A diferencia de la investigación relativa a la dictadura comunista, el análisis de la dictadura nacionalsocialista pudo apoyarse en una inmensa masa de fuentes que, en gran medida, ya comenzaron a estar disponibles poco tiempo después del hundimiento nazi. Así, aumentó no sólo el conocimiento de las dimensiones de aquellos genocidios, sino que también se diferenció el análisis de la estructura social y de dominación. Muchos intérpretes cuestionaron que el término «totalitario» constituyera una caracterización adecuada de aquella realidad histórica.[34]

Por una parte, el régimen nazi fue incapaz de realizar una articulación orgánica y completa de la población; por otra, la naturaleza «policrática» de la estructura de liderazgo se hizo evidente con los numerosos centros de poder, en parte, rivales entre sí, y en el carácter improvisado de muchas de las decisiones de Adolf Hitler; esta circunstancia de su liderazgo se hizo tan evidente que Hitler comenzó a ser calificado como un «dictador débil» (Hans Mommsen). Pero Stalin no compartía esta idea, pues de otro modo su interés por el Führer habría sido menor y no habría iniciado tan intensas investigaciones acerca de su antípoda. Por último, sabía de sobra que un dictador débil en modo alguno habría podido convertirse en alguien tan peligroso y jamás habría exigido tantos sacrificios sangrientos.

La crítica político-moral supuso equivocadamente que caracterizar de «totalitarias» las dictaduras de Hitler y Stalin minimizaba los crímenes nacionalsocialistas. Pero las comparaciones son instrumentos normales de la politología y de la tipología sociológica de la ciencia histórica,[35] y con ellas no se practica ninguna minimización.

Finalmente, criticar la explicación totalitarista por tratarse de un supuesto producto de la guerra fría no es tan sólo una falsedad historiográfica —pues dicho modelo ya había sido desarrollado en Estados Unidos mucho tiempo antes, en parte por inmigrantes provenientes de la Alemania nacionalsocialista—, sino que también está políticamente condicionada: en un contexto del creciente neomarxismo, había que presentar las dictaduras comunistas como moralmente superiores, máxime cuando numerosos intelectuales de izquierda persistían en venerar a Stalin, incluso tras el aplastamiento de la rebelión de Hungría por las tropas soviéticas en 1956 y el ajuste de cuentas con el estalinismo que Nikita Jruschov propició en el XX Congreso del Partido Comunista de 1956. Muchos continuaron siendo, más adelante, «comunistas reformistas». En realidad, la base de estas ilusiones desapareció gracias a los trabajos que elaboraron antiguos comunistas, una tendencia que había comenzado ya con algunos títulos de Arthur Koestler,[36] y que alcanzó difusión con la obra del gran historiador francés François Furet, El fin de una ilusión, El comunismo en el siglo XX[37] y también con el texto colectivo titulado El libro negro del comunismo, editado por Stephane Courtois.[38]

En estos libros no sólo se analizó el carácter totalitario de las dictaduras comunistas, sino también sus asesinatos colectivos, entre ellos los millones de muertos del periodo estalinista. En el otro lado, la historiografía referida a la dictadura nacionalsocialista incrementó el conocimiento de la perversa naturaleza de Hitler y de sus secuaces, y contribuyó a precisar la tesis del carácter «policrático» e improvisado de la dictadura hitleriana: aunque gran parte de las interpretaciones del poder nazi se acepten hoy mayoritariamente, ningún historiador serio comparte hoy la absurda suposición de que Hitler habría sido un «dictador débil». Estos rasgos policráticos de la dictadura nazi ya se habían revelado con anterioridad, pero habían sido entendidos como una técnica de dominación: «divide et impera».[39]

El final de las dictaduras comunistas en Europa oriental y centro-oriental dio un nuevo impulso, a partir de 1991, a la comparación de ambos regímenes dictatoriales. A ello se suma un criterio diferente a la hora de aplicar la explicación basada en el totalitarismo, pues la mayoría de historiadores rechaza convertirla en un dogma y apoya su aplicación sólo como un modelo de interpretación heurístico y flexible. Los análisis del poder que han desarrollado Hans Kohn, Carl J. Friedrich, Zbigniew Brzezinski y otros autores como Hannah Arendt especifican la analogía de la técnica de poder comunista, fascista y nacionalsocialista, pero poniendo de manifiesto que no todos los factores tienen la misma relevancia y que las ideologías eran diversas o antagónicas. En definitiva, la extensión del poder «total» era diferente: en este caso se trata ante todo de la intención de querer ejercer un poder totalitario, no de los vacíos que de hecho dejó la actuación de ese poder. No cabe postular una equivalencia de los crímenes, pues ni las formas ni los objetivos de los asesinatos en masa ni tampoco los contextos históricos o los caracteres específicos eran idénticos.

Aunque según los actuales conocimientos, las formas son modificables, el poder totalitario posee unos criterios coincidentes: agrupar y organizar sin contemplaciones a la población a través de un partido y de las organizaciones de masas a él supeditadas; un Estado dominado por un partido único con el monopolio de las decisiones y una élite (política); una policía secreta que aplique métodos de terror; el monopolio de la información; una ideología del poder y de la sociedad vinculante para todos; el culto a la personalidad, del que gozó Stalin al igual que Mussolini, Hitler, Mao o Fidel Castro; un pensamiento basado en la polaridad de amigo-enemigo, el confinamiento, la discriminación y el exterminio de las minorías; por último, el monopolio ilimitado, y por principio, de la violencia.[40]

Sea como fuere, el interés de Stalin hacia Hitler iba más allá de lo relativo a la técnica del poder, y se extendía también a lo personal. Para satisfacerlo, los autores acumularon una multitud de informaciones acerca de su conducta habitual, además de chismes y cotilleos sin ninguna base documental: estos pasajes son más elocuentes sobre quien solicitó el informe —o sobre lo que los autores suponían acerca de su curiosidad— que sobre el propio Hitler. Y más allá de los deseos de saber de Stalin, el texto resulta fascinante por el momento histórico de que nos habla y por la correspondiente base documental; los editores se han encargado de poner esto de manifiesto y en detalle.[41]

¿Qué podía saber Stalin acerca de Hitler? Las versiones de la época

Aunque ya en esa época temprana existían informaciones sobre Hitler, incluso biografías, había pocos datos auténticos procedentes de su entorno, y los que existían eran de naturaleza muy específica, por ejemplo las incontables alusiones en los Diarios de Joseph Goebbels, que siempre aparecen desde la perspectiva del narrador de aquellas notas. Antes de la elaboración del «Informe Hitler» para Stalin, no pudieron aparecer en Alemania informaciones del entorno más inmediato del dictador. Entre las primeras que aparecieron se cuentan las conversaciones de sobremesa de Hitler, publicadas por Gerhard Ritter; a ellas les siguieron los Hitler’s Table Talks, editados por Hugh Trevor-Roper en 1953.

Una de las primeras obras de esta naturaleza fue el libro Gespräche mit Hitler [Conversaciones con Hitler], de Hermann Rauschning, publicado inicialmente en 1940 por el antiguo presidente del Senado de Danzig.[42] Rauschning, que había ingresado en el Nationalsozialistische Deutsche Arbeitspartei, NSDAP —Partido Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores— en 1931 y que había sido originariamente antisemita y partidario del culto al Führer, tuvo problemas con el Gauleiter (jefe territorial del partido) de Danzig, Forster, y presionado por Hitler renunció al cargo el 24 de noviembre de 1934. En 1936 emigró a Suiza a través de Polonia y en 1948 a Estados Unidos. Sus dos libros sobre el nacionalsocialismo contienen un ajuste de cuentas con el régimen nazi, que hizo todo lo posible para impedir su publicación. El documento de Rauschning influyó en las investigaciones sobre Hitler y fue un éxito internacional, pero más tarde se reveló como una falsificación. No se trataba de la reproducción de conversaciones auténticas, sino de ficciones basadas en sus conocimientos personales; en gran parte, Rauschning se las había inventado para el servicio secreto norteamericano y resultaron útiles para la propaganda aliada.

La obra que había publicado con anterioridad, Die Revolution des Nihilismus,[43] constituye una interpretación del nacionalsocialismo. Se basa en el análisis del Gobierno de Hitler en los primeros cinco años y en la experiencia del exilio, que transformó el punto de partida, nacionalrrevolucionario, de Rauschning. El texto posee un gran interés historiográfico y es una interpretación sustancial y rica en ideas de la dictadura nacionalsocialista como producto de la crisis de entreguerras, en especial cuando su autor describe el sistema de poder. Pero en lo fundamental no es un escrito biográfico sobre Hitler, aunque analice su maquiavelismo autodestructivo como un proceso en continuo ascenso.[44]

Otras publicaciones tempranas relativas a Hitler constituyen igualmente, más que revelaciones biográficas, interpretaciones. Se trata de documentos que aparecieron dentro y fuera de Alemania, como en el caso de Rauschning, a menudo escritos por emigrantes, es decir, por enemigos de Hitler más o menos ilustrados. Entre ellos se cuentan los estudios biográficos relativos a la primera época: por ejemplo, en Alemania, Hitlers Weg [El camino de Hitler] (1932), de Theodor Heuss, y en Gran Bretaña, Hitler (Londres, 1931), de Wyndham Lewis. A partir de 1933 comenzaron a acumularse relatos de tipo más periodístico.[45]

Los autores de las más relevantes exposiciones dedicadas a Hitler y al nacionalsocialismo, entre ellas dos importantes biografías y análisis del sistema de poder nacionalsocialista que han acabado adquiriendo una gran significación para las investigaciones posteriores, fueron emigrantes.

Rudolf Olden, escritor y jurista emigrado en 1933, antiguo redactor de política del Berliner Tagesblatt y defensor de Carl von Ossietzky en el proceso por alta traición, publicó en 1935, en la editorial Querido de Amsterdam —una editorial para exiliados—, después de varios estudios previos de menor entidad, la biografía titulada Hitler, que junto a capítulos dedicados a la infancia y la vida del dictador expone también las polémicas de Hitler con la Reichswehr. Olden considera a esta institución un sector de «la clase dominante», el único al que Hitler «respetaba», el «poder armado». Es la interpretación psicológica y política de un prototipo, aunque concentrada en la persona de Hitler.

Pronto se publicó la obra de otro emigrante, Konrad Heiden, una biografía en dos volúmenes, también titulada Hitler (1936-1937), y que sacó a la luz la editorial Europa Verlag, de Zúrich. Heiden, también jurista y escritor, fue el primero en estudiar con intensidad y sentido crítico el surgimiento del nacionalsocialismo, y como corresponsal en Múnich del Frankfurter Zeitung escribió desde 1923 hasta 1930, antes de continuar sus observaciones desde Berlín a partir de 1930. Organizó un servicio de prensa para informar sobre la propaganda nacionalsocialista y advirtió desde muy temprano el peligro de subestimar este movimiento. En 1933 huyó a la región del Sarre y de allí pasó a Francia.

En 1932 y 1934 ya había dedicado libros al nacionalsocialismo. Su biografía planteó cuestiones fundamentales también para estudios posteriores. Por ejemplo, la carencia de principios de Hitler o la relación de las metas formuladas en Mi lucha con el oportunismo de su política práctica. En sus páginas ya se vislumbra la futura controversia centrada en su falta de planificación o su improvisación, pese a que Heiden no proporcione una respuesta definitiva. Se acerca mucho, así, a las interpretaciones actuales, que defienden la existencia de ambos elementos en el modo de actuar de Hitler. Heiden previó también la catástrofe que el dictador iba a desencadenar, puso de manifiesto sus planes para sojuzgar el mundo, así como su intención de configurar una élite rectora definida por la raza.[46] Heiden se ocupó extensamente de la «persona desgraciada», de sus compañías nocturnas, su insomnio, su ambiente más íntimo.[47] Son los temas que luego aparecerán en el «Informe Hitler», aunque en este último sean tratados de una forma más positivista y —a diferencia de lo que podía ser el caso en Heiden— muy centrados en la época de la guerra.

Para terminar, me gustaría mencionar otras dos obras de primera magnitud, que aunque son de diferente categoría historiográfica, han hecho fructificar la investigación posterior, pese a no centrarse en Hitler sino en la estructura del poder. Se trata de dos análisis nacidos en la emigración estadounidense; el libro del jurista y politólogo Ernst Fraenkel, Der Doppelstaat. Recht und Justiz im Dritten Reich [El doble Estado. Derecho y justicia en el Tercer Reich],[48] y el de Franz Neumann, Behemoth. Struktur und Praxis des Nationalsozialismus 1933-1944.[49]

Fraenkel aborda minuciosamente la estructura jurídica y estatal en la que el «Estado disciplinario» nacionalsocialista se impuso al Estado de derecho y basado en la ley que lo antecedió. A su vez, Neumann hace una interpretación marcadamente marxista, que incorpora numerosos factores, entre ellos los relacionados con el «capitalismo monopolista».

Estas obras se escribieron algunos años antes de que Stalin ordenara su propio informe. Pero ni el dictador soviético ni los miembros del NKVD que compilaron para él los datos acerca de Hitler llegaron a conocerlas. Estaban mucho más interesados en lo personal y en lo cotidiano, y la historia de la estructura del poder les atraía tan poco como las interpretaciones psicológicas del personaje en el contexto de las crisis de los años treinta del pasado siglo.

La extraordinaria biografía de Alan Bullock (publicada en 1952, completamente revisada en 1964, edición alemana de 1967); la obra de Joachim Fest (1973), aún no superada por lo que respecta a la calidad de la narración y a la interpretación; la biografía de Ian Kershaw (1998-2000), que a lo largo de sus dos volúmenes examina toda la literatura vigente y las fuentes relevantes, o las magistrales y agudas Anmerkungen zu Hitler [Anotaciones sobre Hitler] (1978), de Sebastian Haffner, relacionan con claridad el itinerario personal, los problemas estructurales, la interpretación de la época y la interpretación biográfica; algo que también cabe decir de Hitlers Wien [La Viena de Hitler], de Brigitte Hamman (1996). Estos textos incluyen fuentes de valor biográfico que hacia los años cincuenta afloraron con gran abundancia. Pero en muchos casos no se basaban en la autenticidad de testimonios realmente contemporáneos, como sí es el caso de las informaciones reunidas en el «Informe Hitler», procedentes de dos miembros de la corte más próxima a Hitler.

Además de contener incontables y reveladores detalles, el «Informe Hitler» es el único texto biográfico elaborado por un servicio secreto tras investigaciones e interrogatorios de muchos meses. En definitiva, estamos ante una vigorosa exposición de ambos personajes, también por lo que respecta a algo que seguramente fue obviado: el pacto Hitler-Stalin de agosto de 1939, que significó el comienzo del fin de las relaciones políticas entre los dos dictadores.

Horst Möller; director del Institut für Zeitgeschichte, Múnich-Berlín.