CAPÍTULO 9

FEBRERO - VERANO DE 1943

La aniquilación del 6.º ejército en Stalingrado tuvo sobre Hitler unos efectos terribles. Ya no podía subsistir sin las inyecciones estimulantes que le proporcionaba Morell, su médico personal, que se las inyectaba cada dos días después del desayuno. Ello le provocó espasmos estomacales de origen nervioso. Hitler tuvo que guardar cama durante varias jornadas a causa de los fuertes dolores que sufría. Linge, que le suministraba el opio recetado por Morell, tenía que presenciar cómo Hitler se retorcía de dolor.[246]

Los ataques de irritación nerviosa se hicieron más frecuentes. Hitler a veces creía que el cuello de su camisa era demasiado estrecho y que le obstaculizaba la circulación de la sangre. Otras veces, pensaba que los pantalones le iban demasiado largos. Se quejaba de picores. En todas partes (en el agua del excusado, en el jabón, en la crema de afeitar o en el dentífrico) sospechaba la presencia de veneno y ordenaba hacer análisis detallados. También había que examinar el agua con la que se cocinaban sus alimentos. Hitler se mordía las uñas y se rascaba las orejas y la nuca hasta hacerse sangre.

Para remediar su insomnio, tomaba toda clase de somníferos. Le calentaban la cama con mantas y almohadillas eléctricas. A Hitler le costaba respirar. Por esta razón exigió instalar en su dormitorio una bombona de oxígeno, de la que inhalaba con frecuencia.

También ordenó mantener la temperatura de sus habitaciones a doce grados. Creía que las temperaturas bajas tenían sobre él un efecto refrescante. Los asistentes a las conferencias informativas solían abandonar la habitación a causa del frío e iban a calentarse a otros lugares del búnker.

Hitler ya casi no abandonó su refugio. Sólo por las mañanas, antes de tomar el desayuno, sacaba a pasear durante diez minutos a Blondi, su perra pastor alemán, que no se apartaba nunca de su lado. El animal, enorme y adiestrado, sólo le obedecía a él, mientras que gruñía a todos los demás. Blondi vigilaba a Hitler día y noche e incluso en las reuniones permanecía tumbada a sus pies.

Tras el almuerzo del mediodía, Hitler se estiraba vestido en la cama y permanecía allí hasta la llegada de la noche. Entonces acudía a la sesión informativa nocturna que se celebraba diariamente a las nueve de la noche. Después de la sesión, solía quedarse otro rato en la estancia jugando con Blondi y una pelota. Le divertía que el animal se sentara sobre sus patas traseras y, como un conejo, devolviera la pelota con las patas delanteras estiradas. Hitler le ordenaba:

—¡Venga, Blondi, haz el conejo!

A medianoche Hitler pedía a Linge que le pusiera discos con música relajante, como ya había hecho en su cuartel general del «Lobo Armado», cuando comenzó a distanciarse de sus generales.

Göring no tenía escrúpulos para aprovecharse del estado de ánimo de Hitler en beneficio propio. Con esta táctica quería lograr un lugar destacado entre los que rodeaban al Führer. Éste, por su parte, que detestaba a los generales, buscó la cercanía de Göring.

A la hora del desayuno Hitler comentó a Linge:

—Hoy voy a almorzar con el mariscal del Reich. Habría que cocinar algo especial para él. Por ejemplo, su plato favorito, pollo asado y, de postre, bizcocho de manzana.

En aquellos días, Hitler también volvió a acercarse a Eva Braun, que vivía en Múnich o en el palacete del Berghof que Hitler tenía en el Obersalzberg. En los meses precedentes tan sólo se habían escrito en contadas ocasiones. Ahora, sin embargo, empezó a llamarla por teléfono casi todos los días.

Tuvieron que pasar algunas semanas desde el desastre de Stalingrado para que Hitler volviera a compartir su tiempo con las secretarias, Bormann, Hoffmann, Morell y los ayudantes. A Linge le comentó que aquella compañía le distraía de los fracasos en el frente ruso y le calmaba los nervios.

La situación en el bajo Don se hacía cada vez más difícil. Kursk, Jarkov y Rostov estaban directamente amenazadas. La situación junto al Kuban se presentaba extremadamente crítica. Zeitzler explicó en las sesiones celebradas durante la primera mitad de febrero de 1943 que las tropas alemanas del Cáucaso corrían el riesgo de quedar aisladas. En los mapas de las operaciones que había traído consigo se señalaban con flechas rojas las áreas donde las tropas rusas atacaban con mayor intensidad.[247]

Keitel, Jodl, Warlimont, Buhle, Scherff, Schmundt y Günsche, que rodeaban la mesa durante las explicaciones de Zeitzler, se inclinaban sobre los mapas para ver mejor. Ya apenas podía reconocerse la línea del frente alemán. Las posiciones germanas estaban cercadas o metidas con cuña en las del enemigo. En algunos puntos los rusos ya habían logrado abrir brechas.

Hitler estaba sentado a la mesa, de cara a la ventana, y daba la impresión de estar muy agotado. Antes de Stalingrado siempre permanecía de pie durante las reuniones. Ahora, estar de pie le causaba dolores en la espalda y las piernas. Hitler interrumpió a Zeitzler y dijo con voz cansada:

—Esto no puede continuar así. El carbón del Donetz es vital para nuestra industria. ¡No! Aquí hemos de resistir. Mis generales han de entender eso de una vez.

Con su mano derecha se desplazó por encima del mapa e indicó un punto al sur de Jarkov, donde estaban señaladas las unidades de avanzadilla de los blindados rusos. Hitler se maravilló de lo rápido que avanzaba el Ejército soviético.

—De Stalingrado hasta este punto —dijo Hitler—, hay casi quinientos kilómetros. ¿De dónde sacan los rusos sus fuerzas? Según mis cálculos hace mucho tiempo que tenían que haberse rendido. No lo entiendo.

Hitler meneó la cabeza y enmudeció. De repente su cara enrojeció. Comenzó a gritar:

—¡Esos generales! Si al menos hicieran volar todo mientras se retiran. Tengo la impresión de que salen corriendo sin mirar atrás, y que dejan a los rusos mucho sin destruir. ¡Exijo que se destruya todo, que se queme todo! ¡Hasta la última casa![248]

Zeitzler intentó tranquilizarlo, dándole a entender que se habían dado órdenes de arrasarlo todo en el curso de la retirada, y estas instrucciones se estaban ejecutando de manera puntual. El Führer volvió a mirar al frente con expresión embotada después de su ataque de ira. Al final de la reunión, declaró que consideraba necesario volar personalmente al frente, para encontrarse con el comandante en jefe del grupo de ejércitos del sur, el mariscal de campo Weichs.[249] Aquella misma noche Hitler ordenó a su piloto Baur preparar un avión para trasladarse a Zaporozhie, donde se emplazaba el estado mayor de Weichs.

El 10 de febrero Hitler voló en un avión hacia Zaporozhie, escoltado por una escuadrilla de cazas.[250] Hitler se hizo acompañar por Jodl, Buhle, sus ayudantes, así como Morell y Linge. Además, llevó consigo a la secretaria Schroeder y dos taquígrafas, encargadas de redactar las actas de las reuniones en Zaporozhie.

En aquella ciudad, Hitler se instaló con su estado mayor en una antigua residencia para aviadores rusos, donde se hallaba el estado mayor de Weichs. Sin embargo, al día siguiente de su llegada tuvo que abandonar precipitadamente la ciudad.

Hacia las once de la mañana, recibió al ingeniero Brugmann, que había venido expresamente desde Dniepropetrovsk, donde dirigía los trabajos para poner otra vez en marcha la central hidráulica del Dniéper. Brugmann era conocido en Alemania porque había construido en Núremberg los edificios para las convenciones del Partido nacionalsocialista. En Dniepropetrovsk le llamaban Jefe OT, es decir, el encargado de dirigir la Organización Todt.[251] Hitler ordenó a Brugmann destruir la central hidráulica en el caso de que los alemanes tuvieran que evacuarla.

A continuación, se dirigió a la reunión con Weichs.[252] Poco después, Below, su ayudante, irrumpió visiblemente nervioso en el despacho de Hitler, donde ya se encontraba Linge.

—Hay que salir de aquí de inmediato —exclamó en voz alta—. En el aeródromo de Zaporozhie han aparecido tanques rusos. Hemos de darnos prisa.[253]

Linge, en un estado febril, recogió todo lo necesario. Entonces también apareció Hitler. Estaba muy alterado y dejó que Linge decidiera lo que había que llevarse. Las maletas ya estaban siendo transportadas al coche cuando Below informó a Hitler de que los carros de combate rusos no habían llegado al aeródromo donde se hallaba el avión del Führer, sino a otro situado más al este de Zaporozhie y que se les había hecho retroceder. Hitler suspiró con alivio. Hizo llamar al mariscal de campo Weichs y al capitán general Von Richthofen, que dirigía la aviación militar en aquel sector del frente. A toda velocidad y casi con un pie dentro del vehículo concedió a Weichs la cruz de caballero con hojas de roble,[254] ascendió a Von Richthofen a mariscal de campo[255] y… se marchó. No se celebró reunión alguna.

De camino al aeropuerto, Hitler pasó por delante de columnas de pacíficos ciudadanos rusos que realizaban trabajos en las carreteras mientras los vigilaban guardias alemanes. Hitler comentó, empleando un tono despectivo:

—Es precisamente para esto para lo que sirven estos eslavos, estos robots. Es por lo único que merecen vivir en este mundo.

El dictador alemán voló desde Zaporozhie a su cuartel general del «Lobo Armado», cerca de Vinnitsa. Obligó a dirigirse allí al general de división Stahel. Éste había hecho sus méritos en la defensa de «sectores difíciles del frente» en los que, según las órdenes de Hitler, tenían que resistir hasta el último soldado. Además, era conocido por el trato despiadado que dispensaba a la población rusa.

Below y Günsche estuvieron presentes en el encuentro con Stahel. Hitler lo nombró comandante de la plaza fuerte. Le ordenó:

—¡Vuele de inmediato hacia allí! ¡Zaporozhie tiene que resistir! ¡Envíe a todos los soldados a la línea de fuego! ¡Reúna a toda la población rusa y oblíguela a construir fortificaciones hasta que les sangren los dedos!

—¿De qué poderes dispongo? —preguntó Stahel.

—De todos —contestó Hitler—. Haga lo que crea que tiene que hacer. Y nada de sentimentalismos estúpidos.

En la segunda quincena de febrero de 1943, se presentó en el cuartel general del «Lobo Armado» el mariscal de campo Rommel, procedente del frente de África. Durante la campaña polaca de 1939, Rommel había sido el comandante del cuartel general de Hitler y en la campaña de Francia de 1940 había dirigido la división de blindados, la primera que llegó a la costa atlántica francesa. A continuación, había sido nombrado comandante del Afrika-Korps alemán. Era el más popular de los generales alemanes y Hitler lo tenía en gran estima.[256]

En aquellos días, su misión en África ya había concluido. Su cuerpo de ejército había tenido que retirarse porque los refuerzos prometidos por Hitler no habían llegado, al haberlos tenido que destinar al frente oriental. En África tan sólo permanecía bajo control alemán una plaza fortificada en un suburbio de Túnez, que ahora defendía el sucesor de Rommel, el capitán general Mackensen.

Hitler recibió a Rommel con mucha cordialidad y le concedió la más alta de las condecoraciones, la cruz de caballero con hojas de roble. Rommel estaba muy deprimido. Le explicó a Hitler que si le hubiera proporcionado la ayuda prometida, él habría podido avanzar hasta la ciudad de Alejandría. Además, añadió que no se podía confiar en las tropas italianas. Según sus palabras, los soldados italianos habían huido como conejos.

Hitler respondió a Rommel que no había tenido otra elección. Rommel debía entender que no se podía avanzar en un escenario secundario, como el frente africano, cuando se estaba corriendo el riesgo de perder la guerra en Rusia.

—Estaba obligado a concentrar todas las fuerzas —explicó— para cerrar la brecha abierta en Stalingrado.

Luego añadió que le preocupaba mucho la situación en el oeste. Las consecuencias para el frente oriental serían catastróficas si se llegaba a abrir allí un segundo frente.

—Un desembarco en Francia sería una catástrofe para Alemania —recalcó.

Hitler explicó a Rommel que la Muralla del Atlántico, que estaba muy mal protegida, debía ser reforzada con urgencia. Tan sólo en el área del Pas-de-Calais y del cabo de Gris-Nez se disponía de momento de concentraciones de baterías pesadas y de piezas de artillería de gran potencia. Por lo demás, la Muralla del Atlántico se componía de trincheras de campaña corrientes, que en algunos sectores se reforzaban con campos de minas. La artillería hacía uso sobre todo de armas incautadas, anticuados cañones franceses, polacos, checos y belgas, con reservas de munición muy limitadas. La costa sólo estaba ligeramente fortificada. No se disponía prácticamente de reservas, pues tiempo atrás se habían enviado al frente oriental todas las divisiones que estaban en condiciones de combatir. Hitler le anunció a Rommel que le encomendaría la dirección de los trabajos necesarios para fortalecer la Muralla del Atlántico, así como el mando de las tropas alemanas en Francia.

La importancia real que se le concedía a la Muralla del Atlántico la ilustra el hecho de que, tras ser recibido por Hitler, lo primero que hizo Rommel fue tomarse unas vacaciones.

La situación en el frente oriental empeoraba día tras día. Las embestidas de los rusos eran cada vez más destructivas. Sólo pagando el precio de enormes pérdidas humanas y materiales lograron los alemanes, en el área de Jarkov-Poltava, resistir la presión de las tropas soviéticas y estabilizar en cierta medida el frente alemán.

Göring reapareció en el cuartel general de Hitler en Vinnitsa cuando la situación en el frente oriental parecía mejorar. Abrazó a Zeitzler con teatralidad y exclamó:

—¡Zeitzler, resulta realmente un milagro que haya usted logrado estabilizar el frente![257]

Zeitzler, al que sus subordinados llamaban el «general relámpago esférico», por su apariencia oronda, su forma de moverse y su calva brillante, rebosaba de entusiasmo con las alabanzas del mariscal del Reich. También Hitler revivió un poco y declaró:

—Hasta hace poco estaba convencido de que el día que me trajeran una buena noticia, me daría una apoplejía.

Hitler decidió aprovechar la tranquilidad momentánea en el frente para desplazarse al Obersalzberg. Ello provocó una gran alegría en su estado mayor, porque se esperaba que su ánimo mejoraría un tanto en compañía de Eva Braun.

A comienzos de marzo, Hitler voló desde Vinnitsa hasta la «Guarida del Lobo», en Rastenburg, donde permaneció algunos días antes de partir otra vez hacia el Obersalzberg.

Una vez allí, recibió un informe de Von Braun, el inventor de un misil teledirigido. A este proyectil se le conoció más tarde con el nombre de V-2. El informe de Braun era altamente secreto. A la conferencia que dio, celebrada en la sala de proyecciones de la «Guarida del Lobo», sólo fueron admitidos Keitel, Jodl, Buhle, Schmundt, Günsche y los demás ayudantes. El edificio fue rodeado por los soldados de las SS de la guardia personal de Hitler. Braun ilustró su conferencia con diapositivas.[258] En ellas aparecía un enorme cohete, que podía alcanzar una altura de 80 kilómetros. El proyectil, cargado con una tonelada de explosivos, descendía a una velocidad colosal sobre un objetivo situado a una distancia de 200 ó 300 kilómetros de su punto de lanzamiento. La explosión era tan tremenda que podía destruir el barrio entero de una ciudad y aniquilar en él cualquier forma de vida.

Hitler aplaudió con fervor durante la charla y pintó con devoción las escenas de horror entre la población después del impacto de tal proyectil. Estaba tan entusiasmado con las explicaciones de Von Braun que le concedió el título de catedrático en el acto y le prometió visitar los laboratorios de Peenemünde, donde éste llevaba a cabo sus experimentos.

En aquellos días Hitler convocó a Keitel y a Himmler y les conminó a que velaran por la ejecución de la orden en virtud de la cual las tropas alemanas en la Rusia soviética debían destruirlo todo antes de retirarse. Hitler recalcaba que a los rusos sólo debía dejárseles una tierra calcinada y despoblada. Opinaba que era la forma de detener un ataque enemigo. El Führer propuso reforzar los actos de represalia en los territorios rusos aún ocupados por los alemanes. Exigió a Himmler utilizar un mayor número de camiones con cámaras de gas para no malgastar, en las ejecuciones de rusos, la munición que necesitaban tan urgentemente las tropas.[259]

Himmler, aludiendo a un informe de Hennicke, el general de división de las SS y jefe de la Policía de Rostov, explicó que el uso de cámaras de gas móviles había demostrado su efectividad. Con una risa cínica, comentó que esta modalidad de asesinato resultaba más «considerada» y más «silenciosa» que las ejecuciones.

En su día, Hitler se había interesado personalmente por el desarrollo de las cámaras de gas. Estudiaba con detenimiento los proyectos que Himmler le presentaba. El Führer ordenó que al constructor de las cámaras de gas, un ingeniero de Eisenach, le fuera proporcionado todo el apoyo necesario y que fueran puestos a su disposición los medios técnicos requeridos. Las primeras cámaras de gas se emplearon en Jarkov, siguiendo instrucciones personales del dictador alemán.[260]

Poco tiempo antes de que Hitler partiera hacia el Obersalzberg, apareció Göring con cara triste. Venía del cuartel de su estado mayor en Rominten y comunicó a Hitler que el capitán general Jeschonnek, el jefe del estado mayor general de la Luftwaffe, había fallecido inesperadamente como consecuencia de una perforación del intestino. En el entorno de Hitler nadie se creyó esta versión de la historia.[261] Era sabido que entre ambos existía desde hacía tiempo una relación tensa. La razón era que Jeschonnek no estaba de acuerdo con las informaciones grandilocuentes que Göring hacía llegar a Hitler acerca del desarrollo y el poder combativo de la aviación alemana. Jeschonnek argumentaba que la preferencia por fabricar bombarderos en lugar de cazas no daría a los alemanes el dominio del aire. Además, indicó la existencia de deficiencias en la construcción de los aviones fabricados en serie. Las desavenencias entre Göring y el alto oficial comenzaron cuando el primero anunció públicamente:

—Si algún día sobrevuela las fronteras de Alemania un avión enemigo yo me llamo Meier.[262]

Y, de hecho, los alemanes acabaron por llamarle Hermann Meier. Hitler prefería los informes del estilo de Göring a los de Jeschonnek. La ampulosidad de Göring concordaba mejor con la visión de las cosas que tenía el Führer, tan alejada de la realidad desde hacía tiempo. Con su arrogancia enfermiza, Hitler no podía soportar que se le dijera una verdad que no coincidiera con sus ideas. Por ello le sacaba de quicio la postura de Jeschonnek. El hombre le resultaba cada vez más desagradable. La razón de la muerte del militar se hizo pronto evidente. Below, el ayudante de la Luftwaffe de Hitler, comunicó a sus colegas, previa promesa de que guardaran el secreto, que Jeschonnek se había pegado un tiro en el cuartel de su estado mayor. Para encubrir el suicidio se había enterrado al general con todos los honores militares. En la prensa se publicaron necrológicas elogiosas.

La jefatura del estado mayor general de la Luftwaffe fue asumida, en sustitución de Jeschonnek, por el general de las fuerzas aéreas Korten.

Poco antes de Jeschonnek, también se había suicidado el capitán general Udet, un célebre piloto que había sido jefe de la oficina técnica del Ministerio del Aire. El puesto se lo debía a Göring, con el cual mantenía una amistad personal. Udet bebía mucho y siempre estaba endeudado. Göring le pagaba todas sus deudas.

Udet se disparó un tiro durante un vuelo que él mismo tripulaba.[263] El aparato se estrelló contra el suelo. La versión oficial decía que Udet había perdido la vida en un accidente de aviación. Hitler comentó a sus ayudantes que el suicidio de Udet se debía a unos errores en el ejercicio de su cargo. En palabras de Hitler, había sido responsable de unos fallos cometidos en la planificación de la producción aeronáutica. Udet había impuesto la fabricación de los bombarderos en picado en detrimento de otro tipo de aparatos, porque estaba convencido de que el futuro pertenecía a los primeros.

Los habituales en el cuartel general de Hitler, no obstante, sabían que estos errores eran, en primer lugar, responsabilidad de Göring. La planificación había sido realizada siguiendo sus ideas e instrucciones, sin tener en cuenta las concepciones de Udet. Göring necesitó una cabeza de turco cuando las equivocaciones se hicieron manifiestas. Según algunos rumores, Göring aprovechó el asunto de las deudas y la vida frívola de Udet para recomendarle extraer las «consecuencias pertinentes». Después, no fue difícil atribuir al Udet muerto los errores que en realidad correspondían a Göring.

Después del 10 de marzo de 1943, Hitler volvió a mudarse a su palacete del Berghof en el Obersalzberg, donde lo esperaba Eva Braun en compañía de sus amigas.[264]

Con Hitler se trasladaron al área de Berchtesgaden-Salzburgo-Bad Reichenhall, vecina al Obersalzberg, el cuartel general de Hitler, además de los cuarteles de los estados mayores de Göring, Himmler y Ribbentrop. Keitel y Jodl fueron instalados junto a sus estados mayores en la casa de Lammers, el jefe de la cancillería del Reich, situada entre Berchtesgaden y Bischofswiesen. Warlimont ocupó con el estado mayor operativo de la Wehrmacht el cuartel de Strub, junto a Berchtesgaden. Göring residía de forma alternativa en su mansión del Obersalzberg y en el castillo que poseía en las cercanías de Núremberg. Su nuevo jefe del estado mayor general, Korten, que relevaba al suicida Jeschonnek, se instaló junto a su estado mayor en un hotel de Berchtesgaden.

El «puesto de mando de campaña» de Himmler fue trasladado a una gran mansión en las cercanías de la ciudad de Salzburgo. En sus alrededores también se establecieron Dönitz, Ribbentrop y sus respectivos estados mayores: Dönitz en una mansión y Ribbentrop en el castillo de Fuschl, que era de su propiedad.

La guerra fue dirigida a partir de entonces desde el palacete del Berghof, en el Obersalzberg.

Eva Braun asumió en el palacete el papel de ama de casa. Pero eso sólo lo sabían los más íntimos de Hitler. En cuanto aparecían nuevas caras en el Berghof, Eva debía retirarse a sus habitaciones siguiendo órdenes de Hitler. Tras un incidente acaecido en Múnich durante la guerra, corrió un velo aún más tupido en torno a su relación con ella. Una tarde, delante de su mansión, unas desconocidas habían insultado a Eva Braun llamándola «fulana del Führer». Hitler ordenó reforzar la protección policial de su residencia cuando supo de este incidente. Al mismo tiempo, y desde entonces, tuvo mucho cuidado de que Eva Braun y sus amigas no fueran vistas en el Berghof por oficiales que no pertenecieran a su estado mayor personal.

El Führer no quería perder ante su pueblo la fama de «ermitaño».

Los horrores de la guerra afectaban poco a Eva Braun. Ella tenía sus propias preocupaciones.

Por aquel entonces, había treinta personas trabajando en la cocina del palacete del Berghof. Eva quería disponer de otras diez mujeres que, sin embargo, debido a la movilización general, no pudieron entrar a su servicio de manera inmediata. Ella se quejó de esto ante Hitler que, escandalizado, se dirigió airadamente a Bormann:

—Si yo saco divisiones enteras de la nada, debería ser un juego de niños conseguir unas cuantas muchachas para mi Berghof. ¡Solucióneme este problema!

En el Obersalzberg, el dictador acostumbraba levantarse hacia las doce del mediodía. A continuación, Morell le inyectaba su estimulante. Hitler desayunaba a solas en su despacho, sentado en su escritorio. Allí solía permanecer hasta el comienzo de la reunión informativa militar.

Ésta se convocaba dos veces al día, hacia la una o la una y media del mediodía, y hacia las diez de la noche. Poco antes de su comienzo llegaban desde Berchtesgaden los coches de Keitel, Jodl, Warlimont, Korten y los otros participantes, que se reunían en la gran sala. A Hitler se le anunciaba que todos estaban dispuestos. Entonces descendía las escaleras y se dirigía a la gran sala, donde, tras el saludo fascista, estrechaba la mano de todos. A continuación tomaba asiento en un sillón preparado para él junto a la mesa. En los extremos de la mesa tomaban asiento los estenógrafos. Los restantes asistentes permanecían de pie en torno a la mesa. La reunión informativa duraba unas dos horas. En las ocasiones en que Zeitzler no estaba presente, correspondía al coronel Brandt, el director de la unidad de operaciones en el estado mayor del Ejército de Tierra, presentar la situación en el frente oriental. Zeitzler permanecía habitualmente en el cuartel de su estado mayor en Gizyckp, en Prusia Oriental, y acudía tan sólo una vez por semana al Obersalzberg.

La comida se servía una vez que los participantes en la reunión informativa del mediodía habían abandonado el palacete. Hitler se quedaba en la gran sala, donde conversaba con sus ayudantes o leía las últimas informaciones proporcionadas por la Oficina Alemana de Noticias (Deutscher Nachrichtenbüro).

Para el almuerzo se reunían los residentes en el palacete: el doctor Morell con su esposa; Brandt, el cirujano de Hitler, con su esposa; Hoffmann, Dietrich, Hewel, Lorenz, Frentz, el responsable de las filmaciones del cuartel general, las secretarias de Hitler y sus ayudantes junto a sus esposas. También acudían al almuerzo del mediodía Bormann y su cónyuge, así como las esposas de Dietrich y de Speer.

Cuando los comensales estaban reunidos, se anunciaba a Hitler que todo estaba dispuesto para la comida. Entonces se sumaba al resto. A la hora de saludar, besaba la mano de las damas. A continuación, guiaba a una de las señoras hasta la mesa. En ello se respetaba cierto orden de distribución. Sus compañeras de mesa solían ser las esposas de Bormann, Brandt, Speer o Dietrich, así como la señora Schönmann, una amiga de Eva Braun. No le agradaba tener como comensal a la esposa de Dietrich. No la apreciaba, porque se vestía de una manera anticuada y además se mostraba demasiado reservada en la mesa. A la izquierda de Hitler siempre tomaba asiento Eva Braun. Ésta tenía a su lado a Bormann.

Durante la comida se hablaba de las cosas más triviales. La guerra y sus horrores no se mencionaban ni por asomo. Se comentaban los vestidos de las damas; las dificultades que éstas soportaban porque, a causa de la movilización general, las peluquerías ya no podían ofrecer la permanente fría o la manicura; o el comportamiento desconsiderado de los oficiales frente a las mujeres en los trenes. Presionado por Eva Braun, Hitler mandó que a los peluqueros se les autorizara otra vez a ofrecer la permanente fría y la manicura. Al comentar la ostentación de las damas, Hitler bromeó sobre el pintalabios de Eva Braun, que dejaba huellas en su servilleta. Entre risas explicó que ahora, en tiempos de guerra, se fabricaba un sucedáneo de pintalabios hecho de cadáveres de animales. También eran temas populares el teatro y el cine, sobre todo las películas en color americanas.

A la señora Schönmann, una vienesa casada con un empresario de obras públicas de Múnich, y que tenía un notable temperamento, le gustaba mantener en la mesa disputas dialécticas con Hitler. Su encanto vienés tenía su efecto sobre el dictador. Ambos debatían sobre actores y directores vieneses, comentaban los dichos de Federico el Grande y discutían la preparación de determinados platos o sobre cuánto pesaba un huevo de gallina. Hitler quedó tan cautivado, que se hizo traer la enciclopedia Brockhaus y otros libros referidos a Federico el Grande para poder consultarlos.

En medio de estas conversaciones de contenido tan «elevado» transcurrían las comidas del mediodía en el Berghof de Hitler.

Terminado el almuerzo, las damas se retiraban a sus habitaciones con el fin de vestirse para el paseo. Entretanto, Hitler daba de comer a Blondi. A continuación, se le traía su gorro de visera y su bastón de excursionista. Todo el grupo salía seguidamente al parque y caminaba en dirección al pabellón de té, situado cerca del Mooslahner Kopf. Los colaboradores del Servicio de Seguridad solían inspeccionar regularmente toda la zona antes de la salida del grupo. Los guardias se distribuían de tal manera que Hitler no los pudiera ver. Durante estos paseos conversaba, la mayoría de las veces con Schmundt o Below. Detrás de él caminaban Högl, el jefe de su sección policial, o el jefe del Servicio de Seguridad, Rattenhuber,[265] y Linge. A ellos les seguía el resto del grupo.

Desde el palacete al pabellón de té había unos veinte minutos de camino. Se trataba de un recinto circular, que se levantaba sobre una gran roca saliente. Delante del edificio se extendía un prado, limitado hacia la pendiente por una baranda. Allí se había construido un banco en el que Hitler descansaba después de la caminata. Eva Braun, Hoffmann y Frentz lo fotografiaron allí en muchas ocasiones. Al Führer le gustaba posar para ellos junto a su perra Blondi. A continuación, todos se dirigían al pabellón, donde los ordenanzas les servían el café. Allí proseguían las conversaciones iniciadas durante la comida del mediodía o se hablaba de Blondi y los perros de Eva Braun. Ésta tenía dos pequeños terrier, Negus y Stasi. Hitler, que solía ponerse cómodo junto a la chimenea, a veces se dormía durante estas conversaciones. Entonces los demás seguían hablando entre susurros. Hacia las siete de la tarde, todo el grupo volvía en coche al palacete. A continuación Hitler desaparecía en su despacho hasta la hora de la cena y se dedicaba a leer los periódicos y los despachos de la Oficina Alemana de Noticias.

En las ocasiones en las que el tiempo no acompañaba, Hitler se quedaba en el palacete y dormía una siesta en el sofá que había en su despacho.

La cena se servía hacia las ocho o las ocho y media de la tarde. Se desarrollaba de manera parecida al almuerzo, es decir, en medio de conversaciones banales. La reunión informativa nocturna estaba fijada a las diez. A continuación, Hitler se dedicaba a firmar documentos que concernían a las condecoraciones de oficiales y empresarios, a la autorización para matrimonios entre miembros del cuerpo militar y mujeres extranjeras o las sentencias de muerte impuestas a oficiales que habían sido acusados de derrotismo.

En aquellos días, Eva Braun acostumbraba ver junto a sus amigas películas en color americanas en la bolera. Cuando retornaban al salón, junto a la gran sala en la que se hallaba Hitler, llamaban su atención con sus risas y conversaciones en voz alta. Con ello querían darle a entender que «ya estaba bien de guerras», que ya era hora de que les dedicara su atención. Junto a ellas llegaban también Negus y Stasi, los cachorros de Eva Braun, y se revolcaban por el suelo.

Hitler se presentaba ante las damas. Su faz tenebrosa se aclaraba por momentos. En la vecina gran sala los ordenanzas encendían el fuego de la chimenea. El dictador, Eva Braun, la hermana de ésta, Gretl, la dama de compañía de Eva, la señorita Kastrup, las amigas de Eva, Morell, Hoffmann, Dietrich, Brandt, Bormann, los ayudantes y las secretarias volvían a reunirse allí. Hitler se sentaba junto a la chimenea, al lado de Eva Braun. Las mujeres formaban grupos, sentadas o recostadas en los sofás y los pesados sillones de felpa que formaban un semicírculo en torno al fuego.

De esta manera discurrían lo que se conocía como las tardes del té. Los ordenanzas servían champán, licor, té, café y un refrigerio. Eva Braun estaba sentada con las piernas encogidas y tocada con una gorra de piel. En presencia de Hitler guardaba silencio y prefería escuchar mientras sus amigas charlaban sobre la película que acababan de ver. Hitler pidió a Günsche que le alcanzara el catálogo de los discos.

En el gran armario de la pared había miles de discos. En el Obersalzberg Hitler prefería música ligera. Siempre escuchaba las mismas operetas de Lehár y Suppé. La conclusión de la velada era invariablemente la obertura de La viuda alegre. Hitler podía escuchar discos hasta las dos o las dos y media de la madrugada. Sólo entonces se retiraba a sus habitaciones privadas. Eva Braun, por lo general, se acostaba más temprano.

Bormann se tornaba irreconocible cuando Hitler abandonaba la estancia. En su presencia, Bormann aparentaba estar sobrecargado de trabajo. Pero en cuanto Hitler se retiraba, el otro se quitaba la máscara y se llevaba a todo el grupo a celebrar un festín en su mansión. Los coches los esperaban en la entrada lateral del Berghof. Las amigas de Eva Braun, Hoffmann, Morell, Lorenz, los ayudantes y las secretarias de Hitler subían rápidamente en ellos y se dirigían a la residencia de Bormann.

Su casa resplandece de luz. Los ordenanzas de las SS sirven champán, coñac, licor y dulces. En una enorme radiogramola atruena una salvaje música de baile americana. Bormann toma en sus brazos a su amante, una actriz de Dresde que reside en su mansión, y vuela con ella por todo el salón.[266] La esposa de Bormann atiende a los huéspedes. Bormann la ha sacado expresamente de la cama para este cometido.

La mujer le ha dado once hijos a Bormann y le es servilmente sumisa. Él la ha obligado a aceptar el hecho de convivir con la amante de su esposo bajo el mismo techo.

Las «noches de baile» de Martin Bormann, el lugarteniente de Hitler en el Partido nacionalsocialista, eran famosas por su desenfreno. Durante el año 1943, en plena guerra, se celebraron con frecuencia banquetes nocturnos de esta índole en el Obersalzberg.

Las sentencias de muerte firmadas por Hitler en aquellos días en el Obersalzberg afectaban a oficiales acusados de derrotismo. En vista de los fracasos de las tropas alemanas en el frente oriental, Hitler había dado la orden de encausar a los oficiales sospechosos de actitudes pesimistas. Esta circunstancia también se atribuía a oficiales que ante una situación desesperada habían optado por la retirada. Hitler ordenó que se les ejecutara sin piedad alguna.

Las sentencias de los tribunales de guerra se enviaban en primer lugar a Keitel, quien las entregaba con anotaciones puramente formales al ayudante militar de Hitler. Este último las había de confirmar, en su calidad de comandante en jefe de la Wehrmacht. Las sentencias eran leídas a Hitler por el contraalmirante Von Puttkammer, su oficial adjunto de la Marina de Guerra. El Führer las confirmaba, sin ocuparse de los detalles particulares. Hitler no ejerció su derecho a indultar. Sólo en una ocasión, en 1944, anuló una sentencia de muerte. Ésta afectaba al teniente general Feuchtinger, el comandante de una división de blindados en Francia, al cual el tribunal militar había condenado a muerte por malversación a gran escala. Hitler anuló la sentencia y la conmutó por una breve pena de prisión.[267]

Aunque Hitler decía siempre que la culpa de todas sus derrotas era de sus generales, no llamó a ninguno a responder por ello. A Brauchitsch, Halder y otros, los pasó a la reserva o incluso los licenció con condecoraciones. Éstos se retiraron con toda tranquilidad a sus haciendas. En cambio, el Führer confirmó sin ninguna conmiseración las penas de muerte de los oficiales.

En los días que pasó en el Obersalzberg, Hitler también se dedicó a poner su firma en las solicitudes de matrimonios entre alemanes y mujeres extranjeras. Estas solicitudes eran presentadas por soldados alemanes emplazados en los países conquistados por Alemania (Francia, Bélgica, Holanda, Dinamarca o Noruega) y que deseaban casarse con alguna mujer autóctona. En su mayoría, procedían de marinos alemanes. Von Puttkammer presentaba estas peticiones cada dos o tres semanas. Hitler se ocupaba con detalle de ellas. Sobre todo, observaba detenidamente las fotos de las mujeres que acompañaban aquellas demandas.

Según la normativa del alto mando militar, había que presentar una foto de perfil, una foto de frente y una foto de cuerpo entero. Hitler gustaba de hacer comparaciones con mujeres que conocía. Una candidata tenía una nariz como la hija de Winifred Wagner, Verena; otra guardaba semejanza con la esposa de Hess. La mayoría de los rostros de aquellas fotografías no eran muy agraciados. Hitler decía riendo que los soldados que se habían enamorado de esas mujeres, algún día lo maldecirían por haberles autorizado a casarse con ellas. También estudiaba los papeles que acompañaban las solicitudes: los curricula vitae, los informes policiales sobre el comportamiento de las extranjeras y de sus padres, así como las notificaciones del Servicio de Seguridad acerca de las tendencias políticas de la familia. Hitler casi nunca firmaba las solicitudes de inmediato. En la mayoría de los casos pedía a Linge que se encargara de presentarle aquellas solicitudes por segunda vez. Recalcaba que era importante evitar que estos matrimonios aportasen a Alemania sangre de valor racial inferior. Ésta era la razón por la que se reservaba el derecho de autorizar personalmente aquellas uniones.

Hitler y el alto mando alemán hicieron todo lo posible para evitar que la opinión pública alemana llegara a saber de las derrotas sufridas en el frente oriental. Sin descanso, la prensa escrita y la radio inculcaban al pueblo alemán que la guerra se ganaría. En el diario Das Reich, Goebbels escribía todas las semanas editoriales sobre las grandes victorias logradas por las tropas alemanas en el este y en el curso de la «retirada planificada». Hans Fritsche, del Ministerio de Propaganda, en discursos emitidos a través del Berliner Rundfunk, falsificaba la situación real en el frente y pedía al pueblo alemán una y otra vez nuevos sacrificios en aras de la victoria. Siguiendo esta misma línea se redactaron también los informes del frente que se publicaban en la prensa. Keitel y Jodl habían de presentarlos siempre previamente a Hitler. Éste los corregía de tal manera que los lectores no podían hacerse una idea clara de la verdadera situación en el frente.

En el Obersalzberg, Hitler también alteraba personalmente los noticiarios rodados en las líneas de batalla. Sin sus correcciones, no se podía exhibir ninguno de estos filmes. Hitler mandaba cambiar las imágenes y modificaba el texto que había escrito Goebbels. La película le era enviada sin acompañamiento sonoro. En la gran sala del Berghof la visionaba en compañía de Keitel, Bormann, Jodl, Dietrich y sus ayudantes. Hitler hacía cortar las imágenes que mostraban a tropas alemanas en retirada, carros de combate destruidos o soldados heridos, en suma, todo cuanto pudiera sugerir una derrota. Estas imágenes eran sustituidas por otras procedentes de los noticiarios semanales del «glorioso» año 1941, en las que sólo aparecían los agotados prisioneros de guerra soviéticos, el fuego de la artillería alemana, los ataques de los Stuka alemanes o las alegres escenas junto a la cocina de campaña, todo ello destinado a sugerir el paseo triunfal de la «guerra relámpago» prometida por Hitler. Durante la proyección, Günsche leía el guión preparado por Goebbels, incorporando las correcciones que le dictaba Hitler. Éste estudiaba con especial detenimiento las escenas que habían sido grabadas en su cuartel general. Sólo autorizaba aquellas imágenes en las que se le podía ver con la pose triunfal propia de los primeros años de la guerra. Las filmaciones más recientes, que le mostraban encorvado y quebrado, habían de ser cortadas y destruidas siguiendo órdenes estrictas. El dictador opinaba que el pueblo alemán quedaría horrorizado si lo viese en ese estado.

Mientras Hitler permaneció en el Obersalzberg, entre marzo y junio de 1944, se recibieron por parte de Zeitzler y Himmler un número cada vez mayor de informes que daban cuenta de las actividades antifascistas de los soldados y oficiales alemanes. En el cautiverio ruso éstos habían fundado el Comité Nacional de la Alemania Libre (National-komitee Freies Deutschland) y La Unión de Oficiales Alemanes (Bund deutscher Offiziere).[268]

Cuando llegaron las primeras noticias en este sentido, Hitler afirmó que tan sólo podía tratarse de prisioneros individuales que los rusos habían logrado doblegar gracias al empleo de drogas. Pero nuevos informes de Zeitzler y Himmler demostraron con toda claridad que el Comité Nacional de la Alemania Libre se apoyaba en un amplio movimiento en los campos de prisioneros, dirigido contra el régimen de Hitler y contra la guerra. A su pesar, Hitler tuvo que despedirse de la idea de que sólo unos pocos prisioneros se oponían a su persona.

Las actividades del Comité Nacional tuvieron un importante impacto en los soldados alemanes que luchaban en el frente. En primer lugar, se refutó la afirmación de la propaganda alemana, según la cual los rusos no hacían prisioneros. Los llamamientos, lanzados sobre las posiciones alemanas, estaban firmados por miles de prisioneros de guerra. En segundo lugar, los soldados alemanes comprobaron que los prisioneros de guerra en la Rusia soviética podían incluso desarrollar algunas actividades políticas. Por último, obtuvieron una idea verídica de lo que la guerra les había traído hasta ahora y de lo que aún estaba por venir.

Todo ello provocó la ciega furia de Hitler, que ordenó a la Wehrmacht destruir en el acto las octavillas del Comité Nacional. Los soldados y los oficiales a los que se les encontrara una de éstas deberían ser ejecutados en aplicación de la ley marcial. Además, se encerró o se envió a campos de concentración a las familias de los prisioneros de guerra alemanes que luchaban con los rusos contra Hitler.[269]

En los últimos años de la guerra, Hitler temía sobre todo que los rusos pudieran dar a prisioneros alemanes de talante antifascista la posibilidad de luchar contra él con las armas en la mano. Fue el propio Hitler el que habló por primera vez del «ejército de Seydlitz»,[270] un ejército que los rusos supuestamente habían formado con prisioneros de guerra antifascistas y que estaba a las órdenes del general alemán Seydlitz, un prisionero de guerra. Resulta sorprendente que el parloteo de Hitler acerca del «ejército de Seydlitz» fuera recuperado después de la guerra por los políticos ingleses y americanos.

Se había hablado muchas veces de que los aliados de Alemania estaban muy preocupados por las graves derrotas de este país en el frente oriental ya antes de que Hitler se trasladase desde Rastenburg al Obersalzberg. Los aliados exigían hablar con el Führer. El primero en querer acudir fue Antonescu. Hitler retrasó esta visita una y otra vez. «Si recibo a uno, querrán venir todos», decía. Sólo cuando las demandas de los aliados se hicieron cada vez más insistentes, Hitler indicó a Ribbentrop que organizase las visitas de Antonescu, Mussolini y Horthy.

Para estos encuentros escogió la antigua sede episcopal de Klessheim, una localidad junto a Salzburgo, a una distancia de aproximadamente una hora en coche desde el Obersalzberg. El castillo de Klessheim había sido reformado en 1944 y estaba decorado con muebles de lujo procedentes de Francia. Esta construcción servía exclusivamente para la recepción de los jefes de estado extranjeros.

Los encuentros con los aliados en Klessheim se iniciaron a finales de marzo. El dictador había acordado con Keitel y Jodl que se presentaría la situación en el frente oriental como favorable a los alemanes. Jodl, siguiendo una orden dada por Hitler, había mandado elaborar mapas de escala 1:1.000.000, que daban una idea distorsionada de la situación en las líneas de batalla. El Führer trabajó con estos mapas durante las conversaciones que mantuvo con Antonescu, Mussolini y Horthy. En estos planos la línea del frente no estaba ni mucho menos trazada con exactitud. Algunos sectores se reflejaban de manera incompleta. No se podían reconocer ni las fuerzas del enemigo ni las fuerzas propias ni la dirección de las operaciones. Por todo ello, la situación en el campo de batalla parecía mucho más positiva de lo que en realidad era. En el estado mayor de Hitler se referían con burlas a estas entrevistas con Antonescu, Mussolini y Horthy, y se referían a ellas como las «reuniones sobre la supuesta situación».

El primero en hacer su aparición fue Antonescu.[271] Antes de su llegada, Hitler había declarado:

—Le prepararé la recepción que se merece.

Hitler lo recibió junto a Ribbentrop en la estación ferroviaria de Liefering, en Salzburgo, que había sido adecuada para los huéspedes de Klessheim. La visita de Antonescu obligó al dictador a pasar toda la jornada en el castillo. La reunión informativa habitual también se celebró allí y no en el Obersalzberg, aunque Antonescu no fue invitado a participar en ella y tuvo que permanecer en su suite mientras se desarrollaba el consejo. Cuando éste acabó, se preparó la entrevista con Antonescu. Los mapas de escala 1:300.000, que reflejaban exactamente la situación del frente, fueron guardados. En su lugar, se extendieron los mapas de la supuesta situación.

Linge comunicó a Hitler, con un guiño del ojo, que estaba preparando para la «supuesta reunión informativa». Hitler se dirigió a la suite de Antonescu y llegó acompañado de éste a la sala de la reunión, que ahora ofrecía un aspecto completamente diferente al de media hora antes. En la habitación se apretujaban los oficiales rumanos y los funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores. Estaban presentes Ribbentrop, Meissner, Keitel, Jodl y otros. Bajo la tormenta de relámpagos de las cámaras fotográficas, Hitler ofreció con gestos teatrales y en un tono triunfalista una visión de conjunto de la situación en el frente oriental. El Führer desechó los contados y tímidos comentarios de Antonescu con referencias a los recursos inagotables de los alemanes y a los planes de grandiosas ofensivas que prometían una victoria segura. Keitel, Jodl y Zeitzler entonaron la misma cantinela. Antonescu regresó a Rumanía y Hitler se dirigió de buen humor al Obersalzberg.

Unos días más tarde, el Führer recibió a Mussolini,[272] que quedó muy impresionado con la supuesta situación. Al término de la reunión, el Duce exclamó:

—¡Führer! ¡El Eje Berlín-Roma triunfará!

A continuación, fue el turno de Horthy. A éste le interesaba poco la exposición de Hitler acerca de la situación en el frente oriental. En lugar de ello, se quejó de la conducta provocadora de los alemanes en Hungría y del comportamiento escandaloso de los soldados alemanes ante la población húngara. Hitler se esforzó mucho para tranquilizar a Horthy con un trato amable y la promesa de poner fin a esa situación.[273]

En aquellos días fue recibido asimismo Tiso, el presidente de Eslovaquia.[274] A éste ni tan sólo se le ofreció una reunión sobre la supuesta situación. Hitler opinaba que una buena comida era suficiente.

—Éste dirá sí y amén a todo lo que yo le explique —comentó riendo.

El Führer no tardó en expresar terribles maldiciones contra sus aliados después de haberlos recibido de manera tan amable. El pretexto era la propuesta de Keitel de honrar con la cruz de caballero al general italiano Gariboldi, que había comandado el 3.er ejército italiano ante Stalingrado.[275] Entonces explotó toda la ira que Hitler acumulaba por la derrota en aquella ciudad. Maldijo el día en que pidió a Mussolini enviar tropas italianas al frente oriental. A los rumanos, y sobre todo a los italianos, los calificó de banda de cobardes. Según su punto de vista, eran los principales culpables de la derrota de Stalingrado. Keitel se desdijo de inmediato. Como no podía ser de otra manera, confirmó, asintiendo fervorosamente con la cabeza, que compartía por completo la opinión del Führer. Explicó que su propuesta no pretendía honrar a los generales italianos por la valentía que habían mostrado, sino que tan sólo quería ser un gesto de consideración por la reciente visita de Mussolini. Después de un largo tira y afloja, Hitler acabó por ceder y propuso condecorar al general Gariboldi con la orden del Águila Negra, que se otorgaba a extranjeros en tiempos de paz. Pero pronto descubrieron que el general ya poseía dicha condecoración. Finalmente, Hitler consintió en que se le honrara con la cruz de caballero.

El general italiano fue llamado al Berghof, porque aquella condecoración sólo podía otorgarla Hitler en persona. Gariboldi se presentó en compañía del general Marras, el agregado militar en Berlín. Ambos fueron conducidos a la gran sala donde les aguardaba Hitler. Los ayudantes, que sabían de la aversión con la que éste había decidido otorgar la medalla, se reunieron en el salón contiguo con el fin de seguir la ceremonia observando a través de la cortina.

Los italianos entraron con mucha timidez. Hitler estaba ostensiblemente de pie, mirando a la pared. Gariboldi y Marras se quedaron indecisos junto a la puerta. Hitler dio media vuelta e indicó a Gariboldi con un gesto de la cabeza que se acercara. Sin dirigirle una mirada, Hitler le tendió el estuche cerrado que contenía la condecoración. Al mismo tiempo murmuró entre dientes que estaba muy ocupado y abandonó rápidamente la estancia. Gariboldi, sosteniendo la condecoración entre sus manos, parecía fulminado por un rayo. Al atravesar el salón donde se hallaban sus ayudantes, Hitler les espetó que aquéllos habían sido los minutos más desagradables de su vida.

Heusinger, el jefe de la sección de operaciones en el alto mando del Ejército de Tierra, y Zeitzler se presentaban una vez por semana en el Obersalzberg, procedentes de Prusia Oriental, para transmitir sus informes. A principios de abril, Hitler llamó a Zeitzler para un informe al margen del día asignado. Estaban presentes todos los asistentes habituales a las reuniones de análisis de la situación. Tras recibir las noticias de Zeitzler sobre el frente oriental, Hitler, aludiendo a una conversación que había mantenido la víspera con Keitel y Jodl, declaró más o menos lo siguiente:

—La situación en el frente oriental no permite que llevemos operaciones de ataque de cierta envergadura en más de una dirección. Hemos de retirar ciertas partes importantes del frente ruso y recuperar la iniciativa. Hemos de poder presentar por fin unos éxitos. Tendremos que cumplir las promesas que les hice a mis aliados en Klessheim. Los países neutrales también reaccionan con enfado. Estamos esforzándonos para que Turquía no se aparte de nuestro lado.[276]

Hitler se puso sus gafas, observó el mapa y continuó con un tono más cortante:

—Aquí, en Kursk, tenemos la posibilidad de dar un golpe a los rusos y volver a amenazar a Moscú.

Günsche alcanzó a Hitler rápidamente los lápices de color que éste había pedido extendiendo la mano. El dictador dibujó dos flechas verdes sobre el mapa: una partía de Orel, y la otra, de Belgorod. Ambas penetraban profundamente en las posiciones rusas y convergían mucho más allá de la ciudad de Kursk. Hitler continuó:

—En mi opinión, Zeitzler, deberíamos llevar el golpe principal hacia los centros del arco de Kursk, avanzando desde Belgorod y Orel. Confío en un gran éxito. ¡Elabore usted un plan! Envíe hacia allí de inmediato a los mejores oficiales de su estado mayor. Que observen muy bien la zona. Para esta operación emplearemos por primera vez el Ferdinand.[277] Este monstruo será el espolón que nos permitirá quebrar las defensas rusas. A éste no lo detiene ningún T-34.[278]

El Ferdinand, una pieza artillera gigantesca, que se desplazaba sobre raíles, había sido fabricado en gran número para su empleo en el frente oriental.

Los preparativos para la operación de Kursk reclamaron toda la atención de Hitler. Al poco tiempo, Zeitzler le presentó el plan de operaciones elaborado por el estado mayor general. En su exposición, indicó la circunstancia de que los rusos habían concentrado un gran número de fuerzas en el área prevista para el ataque alemán. Los servicios de espionaje aéreo y terrestre habían puesto en evidencia que los rusos reforzaban notablemente sus posiciones en los centros del arco de Kursk. Además, dos ejércitos blindados rusos habían desaparecido repentinamente del área del arco de Kursk, sin que hubieran reaparecido en otros sectores del frente. Zeitzler suponía que se les había retirado del frente para pasarlos a la reserva. De todo ello concluía que los preparativos de la operación de Kursk no eran un secreto para los rusos y que el efecto sorpresa no llegaría a producirse.[279]

Zeitzler propuso otra variante para el ataque. El golpe principal no debería dirigirse contra los centros del arco de Kursk sino contra puntos situados mucho más hacia el oeste. Pero Hitler insistió en ejecutar su propio plan. En su opinión, se debía llevar el ataque con un golpe concentrado en un sector del frente de una anchura máxima de cuatro o cinco kilómetros. Las unidades de ingeniería militar e infantería se encargarían de destruir el sistema de fortificaciones ruso. El ataque debía estar precedido por una lluvia de fuego artillero. No quería emplear los carros de combate hasta que se hubiera logrado abrir una brecha, se hubieran limpiado los campos de minas y se hubiera neutralizado el fuego antitanque de los rusos.

En el curso de las reuniones que siguieron, Hitler se obstinó cada vez más en que la operación en el arco de Kursk podía llegar a ser decisiva para la suerte de Alemania. Ordenó entregar el conjunto de la producción de tanques de mayo y junio a los ejércitos de Model y Hoth, ambos involucrados en la operación de Kursk. Con ello, el número de carros de combate de los que estos ejércitos podían disponer al comienzo de la ofensiva se elevó a cerca de tres mil.[280] En Kursk se concentraron las divisiones acorazadas de élite de los Leibstandarte Adolf Hitler, Das Reich, Totenkopf y Grossdeutschland. Cada una de éstas contaba con los modernos carros de combate Tiger[281] y con los cañones Ferdinand. Además, Hitler ordenó a Göring que concentrara la casi totalidad de la Luftwaffe en el área de las operaciones de Kursk para proporcionar a la ofensiva un amplio apoyo aéreo.

Durante una reunión informativa dedicada a los preparativos de la batalla, se mostraron unas fotografías aéreas con el rótulo: LAS POSICIONES RUSAS AL NORESTE DE BELGOROD. ESTRICTO SECRETO. En ellas podía reconocerse un sistema de trincheras escalonado en profundidad, posiciones de artillería y puntos de observación. Tras contemplarlas, Hitler dijo:

—Nada de esto los va a salvar.

Hitler y su cuartel general volvieron a trasladarse a mediados de junio de 1943 desde el Obersalzberg a la «Guarida del Lobo», en Prusia Oriental, con el fin de preparar la ofensiva de Kursk. En aquellos días llegó desde Turquía una delegación de generales y oficiales de estado mayor.[282] La visita respondía a una invitación cursada por el alto mando del Ejército de Tierra. A los turcos se les quería mostrar el poderío alemán en el frente oriental, presentándoles unas maniobras de las divisiones acorazadas concentradas en el área de Jarkov y Belgorod, que se estaban preparando para la ofensiva de Kursk. Terminadas las maniobras, los turcos se presentaron en el cuartel general con la intención de entrevistarse con el Führer. Primero tuvieron un encuentro prolongado con Keitel y Jodl y luego Hitler los invitó a tomar el té. Después de entrevistarse con Hitler, viajaron a Francia, invitados por el alto mando de la Wehrmacht. Hitler estaba muy satisfecho de haber hablado con los turcos. A Günsche le explicó:

—Podemos confiar en ellos. La demostración de nuestras divisiones de blindados en Jarkov les ha impresionado mucho.

La delegación turca fue recibida en Francia por el comandante en jefe del grupo de ejércitos del oeste, el mariscal de campo Von Rundstedt. Éste había recibido órdenes del cuartel general del Führer de no estropear la impresión que habían causado las maniobras de las divisiones de blindados en el frente oriental y de mostrar a los huéspedes tan sólo aquellos puntos de la Muralla del Atlántico que estuvieran bien fortificados. De esta manera, los turcos se limitaron a visitar la batería pesada Fritz Todt,[283] emplazada en el cabo de Gris-Nez. Ni que decir tiene que a los turcos no les mostraron los anticuados cañones que componían las piezas artilleras.

La ofensiva en el área de Belgorod-Kursk-Orjol se inició el 5 de julio de 1943. Hitler apremiaba desde antes del mediodía y de manera continua a su ayudante para que recabara de Zeitzler noticias de los avances de la ofensiva. Hacia las doce y media, éste se presentó en persona ante Hitler, que se abalanzó sobre él y le preguntó alterado:

—Zeitzler, ¿cómo van las cosas en Kursk?

De manera vaga y con evasivas, el general respondió que las noticias procedentes del frente aún eran escasas y que los rusos estaban ofreciendo una resistencia muy dura. Además, añadió de manera cautelosa:

—El efecto sorpresa no parece haberse producido.

Hitler perdió el control:

—¡El Ferdinand! ¡Hay que trasladar de inmediato al Ferdinand hacia las líneas del frente! ¡Hay que romper el frente, cueste lo que cueste!

El 6 de julio, Zeitzler informó de que ni la infantería ni los destacamentos de ingenieros estaban en condiciones de abrir una brecha en las posiciones defensivas de los rusos, y que estaban sufriendo un gran número de bajas. Por este motivo se habían tenido que lanzar al combate las fuerzas principales de las unidades acorazadas. Hitler estaba enfurecido. Ordenó que se retuvieran los carros de combate en la retaguardia. Había que superar las posiciones rusas con las fuerzas de la infantería y los zapadores, por elevadas que fueran las bajas que ello pudiera ocasionar. Había que lanzar al combate a nuevas reservas. Hitler repitió además su orden de realizar ataques concentrados.

Por aquellas fechas, el dictador parecía cada vez más acalorado. A cada hora ordenaba preguntar a Zeitzler si las posiciones rusas se habían derrumbado por fin y cuánto terreno había logrado ganar su Leibstandarte de las SS.

Pasados algunos días, Zeitzler comunicó que el ataque se había estancado. Las divisiones alemanas estaban siendo obligadas a pasar a la defensiva. Los rusos realizaban en algunos sectores rápidos contraataques, los Ferdinand y los Tiger quedaban fuera de combate uno tras otro por el fuego de la artillería antitanque y los T-34 enterrados en el suelo. Hitler, sencillamente, no daba crédito. Echaba chispas, golpeaba la mesa con los puños mientras gritaba:

—¡Todo esto nos pasa porque no se ejecutan mis órdenes!

Hitler ordenó a Günsche que volara de inmediato al emplazamiento de su Leibstandarte, para informarse sobre el terreno de la situación y luego rendirle cuentas en persona. Günsche se dirigió en avión hacia el área al norte de Belgorod, donde Sepp Dietrich, el comandante del Leibstandarte, había instalado su puesto de mando. Momentos antes del aterrizaje de su avión, Günsche tuvo la oportunidad de observar las posiciones rusas escalonadas en profundidad. Por todas partes se veían los restos calcinados de los carros de combate y los cañones alemanes. Sepp Dietrich explicó a Günsche:

—Hay diez kilómetros de posiciones rusas que yo hubiera podido tomar. Pero ¡a qué precio! De los ciento cincuenta blindados con los que llegué aquí, apenas me quedan veinte en condiciones de poder entrar en combate. La infantería ha sufrido un número muy importante de bajas. En las divisiones vecinas la situación no pinta mejor. No sabemos con qué profundidad están escalonadas las posiciones de los rusos. Resulta fácil hablar cuando uno está sentado allí, en Prusia Oriental. Aquí las cosas pintan de manera diferente. Nos va a ser imposible pasar.

Al atardecer del día siguiente, Günsche volvió a presentarse ante Hitler. Cuando quiso comenzar a explicar lo que había visto, el Führer lo interrumpió con un gesto cansado y desamparado, diciéndole:

—Déjelo estar. Ya lo sé… Dietrich también ha tenido que retroceder. Con la ofensiva de Kursk yo pretendía cambiar el destino. Nunca pensé que los rusos tuvieran tanta fuerza…[284]