FEBRERO DE 1942 - FEBRERO DE 1943
A comienzos de 1942, el ministro del Reich de Armamento y Munición, Fritz Todt, perdió la vida en circunstancias misteriosas tras haber mantenido una reunión con Hitler en la «Guarida del Lobo».[219] El avión del ministro explotó al poco de despegar del aeródromo de Rastenburg, a una altura de unos treinta metros. Todt y la tripulación perecieron calcinados. La causa de la explosión quedó sin aclarar. En el cuartel general del Führer circulaban rumores vagos que sostenían la intervención de algún servicio secreto enemigo.
Hitler nombró como sucesor de Todt al arquitecto Albert Speer, que servía de enlace entre los grandes industriales y el alto mando militar.
Speer aparecía frecuentemente en el cuartel general del Führer. Cuando llegaba, después de haber tomado el tren correo que unía la capital con el cuartel general, solía esperar en la habitación de Linge hasta que Hitler se despertaba. Desde allí, Speer mantenía conversaciones telefónicas. Hablaba con su lugarteniente Saur o con la oficina de armamento del Ejército de Tierra. En ocasiones empleaba un tono cortante en los diálogos sostenidos entre su ministerio, el mando militar y las empresas industriales, a causa del reparto del botín del este.
En cierta ocasión, Speer se quejó ante Straub, que se hallaba en ese momento en la habitación de Linge, acerca de las dificultades que habían surgido a raíz del reparto de las industrias y los recursos naturales incautados en los territorios ocupados de la Rusia soviética. Speer decía que aquellos señores de la gran industria se preocupaban ante todo de sus propios intereses. Los representantes de las grandes empresas seguían a las tropas a un paso de distancia y exigían la entrega de las fábricas y las materias brutas requisadas.
Krupp, Röchling y otros magnates de la industria pesada exigían la parte del león, por los méritos que habían hecho por la patria. Speer opinaba que había que convocar de manera urgente una reunión de los empresarios con Hitler, para así poner algo de orden en la economía de guerra. Ello resultaba tanto más urgente por cuanto el alto mando alemán planeaba atacar el Cáucaso y conquistar los campos de petróleo de Bakú. En mayo de 1942, y a propuesta de Speer, Hitler invitó a los máximos empresarios a su cuartel general.[220]
Asistieron a la reunión, entre otros: el doctor Hermann Röchling, jefe de la Confederación del Hierro del Reich; el doctor Albert Vogler, presidente del consejo de administración del Consorcio del Acero; el doctor Walter Rohland, director del comité ejecutivo de construcción de tanques; Erich Müller, el director general de las fábricas Krupp y mano derecha del rey de los cañones, Krupp; Paul Pleiger, presidente del consejo de administración de las fábricas Hermann-Göring y de la Confederación del Carbón del Reich.
Antes de iniciar la reunión, Hitler invitó a sus huéspedes a un almuerzo. La mesa se doblaba bajo el peso de los selectos platos que el comisario del Reich Koch, el antiguo Gauleiter de Prusia Oriental, había procurado para el cuartel general en Ucrania. Durante el banquete, cuando la conversación fue a parar a las capacidades de producción de armamento, los industriales comenzaron a expresar sus quejas acerca de la escasez de mano de obra. Hitler se interesó por la impresión que producían los obreros franceses que el Gobierno de Pétain había enviado a Alemania. Los industriales replicaron que los franceses trabajaban bien, pero que su número era demasiado pequeño. De ahí, la conversación pasó al empleo de prisioneros de guerra rusos como fuerza de trabajo. Hitler preguntó cómo trabajaban estos últimos. Los empresarios respondieron que los rusos intentaban eludir el trabajo, que había que vigilarlos de manera estricta y aplicar medidas punitivas.
Uno de ellos intervino para comentar que debería repartirse tabaco a los rusos, que eran grandes fumadores. Hitler respondió que daría instrucciones inmediatas para que se fabricara «tabaco» a partir de hierbas silvestres. Este «tabaco» se repartiría entre aquella mano de obra forzosa como premio por el trabajo bien hecho. Los magnates de la industria exigieron un incremento del número de prisioneros de guerra rusos destinados a las fábricas. Hitler les aseguró que se preocuparía personalmente de que las empresas recibiesen suficientes cautivos militares y civiles reclutados por la fuerza. Con aire complaciente declaró que en las operaciones militares venideras esperaba tal número de prisioneros de guerra, que la industria bélica no daría abasto para ocuparlos a todos.
Acabado el almuerzo, Hitler se dirigió con sus invitados a un pabellón de té, donde se había dispuesto una amplia sala de conferencias. Los congregados dispusieron de vino, champán, coñac y habanos.
La sesión se celebró a puerta cerrada y en un estricto secreto.
Aquel mismo mes acudió al cuartel general Antonescu, respondiendo a una invitación de Hitler.[221] Se le instaló en el búnker construido expresamente para los huéspedes y Hitler se entrevistó allí con él. Como traductor, ejerció Schmidt. Antonescu hablaba en francés. Junto a la puerta de la habitación donde se celebraba la entrevista estaban Schmundt y Linge, a la espera del Führer. La entrevista entre los dos dirigentes se desarrolló en un tono muy vivo.
Se trataba de la participación de Rumanía en el ataque a Stalingrado. Antonescu prometió a Hitler proporcionarle un gran contingente de tropas, pero indicó que las unidades rumanas estaban mal equipadas.[222] Hitler pidió a Antonescu información más detallada acerca de la cantidad de armas que necesitaban los rumanos. Aquél respondió que no tenía consigo todos los datos, pero que se los haría enviar inmediatamente después de su regreso a Bucarest. Terminada la entrevista, Antonescu participó en la reunión informativa de Hitler. Al día siguiente, Hitler acompañó al rumano hasta el aeródromo, donde le despidió con gran cordialidad.
En el cuartel general se recibieron las peticiones de armamento por parte rumana al poco tiempo de la partida de Antonescu. Durante la comida, Hitler explicó a Keitel y Jodl que los rumanos habían planteado exigencias desmesuradas. No pensaba cumplirlas.
—Las armas las necesito yo mismo —comentó—. A cambio de su petróleo les doy coches, motos, bicicletas, incluso cochecitos para bebés, pero no armas. Además, no saben usar el armamento alemán.
Keitel repitió las palabras del Führer. Los rumanos habían pedido más armas de las que necesitaban. Hitler opinaba que al parecer los rumanos querían hacer sus negocios o quizás acumular reservas, para atacar a Hungría cuando acabara la guerra. Al mismo tiempo Hitler se burlaba del Arbitrio de Viena,[223] en virtud del cual Rumanía, presionada por Hitler, se había visto obligada a renunciar a Transilvania a favor de Hungría. Hitler no ocultaba que el enfrentamiento entre aquellos países a causa de Transilvania beneficiaba sus propios intereses. Esto le daba la oportunidad de aparecer como árbitro y empujar tanto a Rumanía como a Hungría a la guerra contra la Rusia soviética: los húngaros, a cambio de haber recibido Transilvania, y los rumanos, con la esperanza de una posible revisión del Arbitrio de Viena.
Hitler, imitando el dialecto vienés de Horthy, dio cuenta de su conversación con el regente húngaro antes del inicio de la guerra contra la URSS. Cuando Hitler exigió a Horthy sumarse a la guerra contra Rusia, éste había contestado:
—Espiritualmente estamos armados, pero no materialmente —todos los presentes se echaron a reír.
El cuartel general de Hitler se trasladó a finales de junio de 1942 a Ucrania, cuando el centro de gravedad de la guerra se desplazó al sector meridional del frente oriental.[224] Este cuartel general se emplazaba en un área boscosa, a varios kilómetros de la ciudad de Vinnitsa. Por indicación de Hitler, recibió el nombre de «Lobo Armado» (Wehrwolf).[225] En la cercanía del cuartel general se hallaba el estado mayor del comandante en jefe del ejército y el estado mayor de Göring. El estado mayor de Himmler se había instalado junto a la ciudad de Jitomir.
El Führer llegó al «Lobo Armado», donde le esperaba el comandante del cuartel general, el coronel Thomas. Hitler, Thomas, Schmundt y Linge entraron en la antesala de la casa. Allí colgaba un mapa pintado sobre madera que representaba la parte europea de la Rusia bolchevique. Las posiciones alcanzadas por los alemanes estaban marcadas con flechas. A Hitler le gustaba cómo se había confeccionado aquella tabla. Se acercó para observarlo con más detenimiento. Indicando con su dedo las ciudades de Rostov y Stalingrado, declaró a Thomas:
—Pronto habrá que introducir correcciones en este mapa. ¡Vamos a dar un golpe que obligará a los rusos a ponerse de rodillas! ¡Todo el mundo quedará maravillado!
Thomas enseñó a Hitler las instalaciones del cuartel general y las medidas de seguridad especiales que se habían tomado. El emplazamiento estaba asegurado por una amplia zona defensiva compuesta de búnker, cañones antiaéreos, y se rodeaba de fosos antitanques y campos de minas.
Rattenhuber, el jefe de la seguridad personal de Hitler, había formado una unidad especial del Servicio de Seguridad del Reich, que tenía la responsabilidad de supervisar los accesos al cuartel general y vigilar a la población de los alrededores.
Thomas continuó informando de que la víspera de la llegada de Hitler, y para mantener la alerta, se había difundido el rumor de que un ruso vestido con un uniforme de mayor alemán había intentado penetrar en el cuartel general con el fin de asesinar a Hitler.
Hitler asintió con la cabeza y preguntó:
—¿Quién ha construido esta instalación?
Thomas respondió:
—En su mayoría rusos, prisioneros en los campos.
Hitler se ofuscó. Dirigiéndose a Thomas, le exigió:
—Hay que ejecutarlos de inmediato; no hay un segundo que perder. Saben demasiado acerca de mi cuartel general.[226]
Thomas dio un taconazo y respondió:
—¡A sus órdenes, mein Führer! —giró sobre sus talones y se marchó.
Al margen de estas medidas de seguridad para proteger el cuartel general, Himmler había creado en su estado mayor de Jitomir una unidad especial bautizada Reichsführer SS, que se dedicaba a peinar regularmente la zona a la búsqueda de partisanos.[227]
En el otoño de 1942 el coche del piloto de Himmler, el comandante de las SS Schnäbele, cayó en una emboscada tendida por la resistencia. En el coche viajaban Schnäbele, otro oficial de las SS y dos mujeres rusas, a las que querían llevar a su cuartel. El piloto de Himmler y el oficial de las SS murieron a manos de los partisanos. Cuando se descubrieron sus cadáveres, Himmler ordenó registrar toda la zona. Los partisanos no fueron hallados.
Himmler informó a Hitler y éste ordenó masacrar a los habitantes de las aldeas vecinas al lugar de los hechos, todos inocentes. Una unidad de Himmler se encargó de llevar a cabo las ejecuciones de los civiles rusos. En el curso de éstas se desarrollaron escenas dramáticas. A las mujeres que pedían clemencia las golpeaban con las culatas de los rifles y luego las mataban de un balazo. A los niños que se aferraban a sus madres los separaron por la fuerza y los asesinaron delante de ellas. Los cadáveres de aquellos hombres, mujeres y niños fueron arrojados a fosas previamente excavadas. Los soldados de las SS de la guardia personal de Hitler se desplazaron expresamente desde Vinnitsa para presenciar esta orgía de venganza.
Al día siguiente de su llegada al cuartel general de Vinnitsa, Hitler recuperó su triunfalismo. A Linge le ordenó traer un juego de escritorio, un estuche de dibujo, un atlas, una lupa y un mapa de los recursos naturales de Rusia.
Estaba muy excitado. Señaló la ciudad de Rostov y se dirigió a Schmundt, su ayudante personal:
—En efecto, Schmundt, una vez que hayamos hecho nuestras estas tierras, ya no tendremos que preocuparnos más acerca del destino de la guerra.
El dedo de Hitler se desplazó hasta indicar el Cáucaso:
—Y de aquí nos llevaremos el petróleo que tanto necesitamos.
Con el mismo dedo dibujó un círculo alrededor de la ciudad de Astrakán, situada a orillas del mar Caspio:
—Aquí cortaré el nervio vital de Rusia, eso será el final —dijo Hitler recalcando de manera especial la palabra «final».
En los últimos días de junio de 1942 comenzó el avance de las tropas alemanas hacia el Cáucaso, en dirección a la ciudad de Stalingrado. En el cuartel general de Hitler reinaba una sensación de euforia. Se bebía mucho aguardiente. También se comía mucho. Ello gracias a los esfuerzos de Koch, el comisario del Reich en Ucrania. Éste llenaba las despensas del cuartel general de Hitler con los alimentos que saqueaba a los ucranianos.
A lo largo de las carreteras que llevaban a Vinnitsa se desplazaban continuamente camiones cargados de alimentos. Los campesinos ucranianos llevaban, bajo vigilancia alemana, harina, mantequilla, grasa, huevos y aves de corral al cuartel general, además de cabezas de ganado.
Schaub, el ayudante de Hitler, administraba una partida especial de alimentos que eran enviados, por orden del Führer, a sus amigos y a los veteranos nacionalsocialistas alemanes.
Hitler había encargado a Linge el suministro de alimentos para Eva Braun en Múnich. Linge hacía los envíos mediante un mensajero especial. Eva Braun le pedía sobre todo tocino ucraniano, que le gustaba especialmente.
Los envíos de Koch aprovisionaban no sólo al cuartel general del Führer sino también a la cancillería del Reich en Berlín y al palacete del Berghof que Hitler poseía en el Obersalzberg. Hacia estos destinos se enviaron enormes cantidades de harina, azúcar, mantequilla, tocino, carne, huevos y aves de corral.
En julio de 1942 hizo su aparición, en el cuartel general de Hitler en Vinnitsa, Alfred Rosenberg, el recién designado ministro del Reich de los Territorios Ocupados del este. Rosenberg vestía un uniforme de opereta con muchos ribetes de oro. Alemán del Báltico, como «ideólogo» del Partido nacionalsocialista era un todopoderoso en el terreno del pensamiento fascista, pero como hombre práctico y organizador no disfrutaba de un gran reconocimiento entre las personas de su entorno.
Después de Rosenberg, se presentaron en el cuartel general los «amos» de los territorios rusos ocupados, todos ellos henchidos de orgullo, llenos de envidia mutua: Erich Koch, al que llamaban el «emperador de Ucrania»; Wilhelm Kube, un borracho depravado, antiguo Gauleiter de la marca electoral (Kurmark) de Brandemburgo, ahora comisario general de Bielorrusia, y Heinrich Lohse, el orondo antiguo Gauleiter de Schleswig-Holstein, ahora comisario del Reich en el este. A ellos siguieron el ministro del Reich de Alimentación y Agricultura, Backe, y el secretario de Estado en el Ministerio de Comunicaciones, Ganzenmüller. Por último hizo su aparición Göring, dándose importancia como siempre. Vestía su uniforme de mariscal de color azul gris, del cual colgaba un sinfín de condecoraciones, al tiempo que blandía el bastón de mariscal fabricado en oro y marfil.
Hitler los había mandado llamar para discutir con ellos la situación alimentaria en Alemania. Quería que se detuvieran los transportes de víveres desde Alemania hacia las tropas del frente oriental y que los suministros de éstas se procuraran recurriendo a las reservas de alimento de los territorios soviéticos ocupados.
Los reunidos esperaban para ser recibidos por Hitler. Bormann se sumó a ellos. Hablaban sobre el mercado negro en Alemania, que se había extendido notablemente en los últimos tiempos.
Göring comentó a Backe:
—Todos hacen algún tipo de trampa. Si hubiera pena de prisión por hacer trampa, habría que meter a todo el pueblo alemán entre rejas. El problema no es ése. El problema es sacar de Rusia todo lo que hay allí. Entonces se acabarían las dificultades con el mercado negro.
Pasado un rato, Linge, que estaba junto a ellos, fue llamado por Hitler. Volvió poco después y exclamó:
—El Führer les invita a pasar.
Göring se lanzó hacia el blocao de Hitler para ser el primero en entrar. Rosenberg le seguía los pasos, pero Koch le adelantó y llegó antes que su ministro. En último lugar entró Bormann y de manera ostensible tomó asiento junto al Führer, para dejar claro a todos los reunidos el poder que su persona había pasado a asumir desde el vuelo de Hess a Inglaterra.
Se planteó la cuestión del abastecimiento. Luego Hitler pidió reforzar el flujo de trabajadores desde los territorios ocupados hacia las industrias alemanas. Declaró que había prometido a los empresarios que les proporcionaría mano de obra.
Hitler indicó a Bormann que llamase a Sauckel, que había llegado ese mismo día al cuartel general y que esperaba en la casa de Bormann las instrucciones de Hitler. Fritz Sauckel, el Gauleiter de Turingia, se había encargado de construir el campo de concentración de Buchenwald y poseía ya suficiente experiencia en el empleo de seres humanos para el trabajo forzado. Hitler le confió la responsabilidad de las deportaciones en masa de la población desde la Rusia soviética y desde los países europeos ocupados hacia Alemania.
Cuando Sauckel se presentó, Bormann se retiró para redactar el nombramiento de éste por parte de Hitler. El dictador corrigió el texto dos veces antes de firmarlo. Desde aquel momento, el destino de millones de seres humanos (rusos, ucranianos, bielorrusos, letones, lituanos, estonios, polacos, checos, franceses, belgas, holandeses, serbios y griegos) pasó a estar en manos del amo de Buchenwald.[228]
Al recibir el nombramiento de Sauckel firmado por Hitler, Bormann declaró:
—Este acontecimiento representa un triunfo del Partido nacionalsocialista.
En el otoño de 1942 el sentimiento de victoria se había atenuado en el cuartel general. El avance de las tropas dirigidas por el general Paulus se había estancado ante Stalingrado a causa de la feroz resistencia que los rusos habían presentado. La ofensiva de las unidades de List en el Cáucaso no avanzaba. Después de los éxitos iniciales, List quedó inmovilizado en las montañas. No pudo cumplir la orden de Hitler de avanzar a lo largo de la costa del mar Negro hacia la ciudad de Tiblisi para así conquistar los campos de petróleo de Bakú.
Durante una reunión informativa se le explicó a Hitler que las tropas alemanas habían escalado la cima del monte Elbruz y que habían izado allí la bandera con la cruz gamada. Hitler comentó con una burla ácida:
—Parece que éstos quieren imitar las proezas deportivas de los ingleses.[229]
Hitler destituyó a List como general sin concederle la habitual entrevista previa.[230]
A continuación, Hitler hizo llamar a Halder, el jefe del estado mayor general. Linge llevó a éste ante Hitler. Halder fue recibido con una actitud fría. El Führer inquirió si no quería tomarse unas vacaciones prolongadas por motivos de salud. El encuentro no duró ni diez minutos. A continuación, Halder se fue «de vacaciones».[231]
A partir de aquel momento, el dictador alemán comenzó a distanciarse de sus generales. Ya no iba con ellos al comedor de oficiales y al mediodía almorzaba a solas en su despacho. Por la noche pedía a Linge que le pusiera discos con música fúnebre. Recurrió a libros como Yo, Claudio, o Claudio el Dios, que relatan las crueles luchas de los emperadores romanos por el trono, o a la narración de las campañas del emperador Federico II, de la dinastía de los Hohenstaufen, durante el siglo XIII. Además, se hallaba en un estado de extrema irritación. Una mosca en la pared podía provocarle un ataque de ira. Una simple mariposa le hacía perder el control. Se procuró hacer todo lo posible para alejar de él cualquier mosca, mosquito o mariposa. Hubo que cubrir con gasas las ventanas del cuartel general de Hitler. Los ordenanzas recorrían todos los días hasta el último rincón para eliminar cualquier insecto. Sobre las mesas había recipientes con miel, y del techo colgaban mosqueros. En el pasillo, y también delante de la casa, se instalaron lámparas de alta tensión azules, rodeadas de una malla de alambre, para acabar con esos insectos.
Bormann recibió de Hitler el encargo de conseguir un perro pastor alemán, pues le había regalado su terrier escocés a la madre de Eva Braun, en Múnich. A su perra pastor alemán Hitler la bautizó con el nombre de Blondi, en memoria de su predecesora, que había sido sacrificada con un disparo en el palacete del Berghof a causa de su avanzada edad.
Hitler instruyó a Bormann para que se realizaran actas taquigrafiadas de las reuniones informativas, pues ya no confiaba en sus generales y quería que cada palabra que allí se dijera quedara registrada. Para este fin se hicieron venir taquígrafos y mecanógrafos que habían llevado en su día las actas durante las sesiones del Reichstag y en el gabinete ministerial o en la cancillería del Partido nacionalsocialista. En presencia de Bormann, Hitler en persona les tomó el juramento de guardar un estricto secreto sobre los textos que tenían que redactar.[232]
Para este trabajo siempre había de servicio dos taquígrafos que anotaban cada una de las palabras de Hitler y de todos los participantes. Los taquígrafos y mecanógrafos estaban instalados en una casa particular en el recinto del cuartel general, fuertemente vigilada. Allí se codificaban y guardaban las actas. Los únicos que tenían acceso a ellas eran Bormann, los ayudantes de Hitler y Scherff, el coronel del estado mayor general, comprometido ante el Führer a escribir una historia de la guerra. El dictador temía que aquellos escritos pudieran ser robados o alterados.
Hitler ascendió a general de división a su ayudante personal, Schmundt, y lo nombró jefe de la oficina de personal del Ejército de Tierra. Una tarde de septiembre Schmundt se presentó radiante en la habitación de Linge:
—Vamos a brindar —dijo—. Tengo algo que celebrar. Hace un momento el Führer me ha concedido la insignia de oro del Partido nacionalsocialista.
Para un independiente como Schmundt, ese gesto representaba en efecto una gran muestra de confianza, porque aquella insignia sólo la recibían los viejos nazis, los que pertenecían al Partido desde su fundación, el 24 de febrero de 1920. A la hora de brindar, Schmundt dijo:
—De hecho, no es una tarea fácil ser el jefe de la oficina de personal del Ejército de Tierra. El Führer quiere que los máximos puestos de mando estén ocupados por personas que, en primer lugar, sean leales a su oficina; en segundo lugar, que sean lo suficientemente flexibles como para seguir sus ideas y planes geniales; y, en tercer lugar, que no muestren compasión alguna en el campo de batalla. Me encargaré de imponer estas condiciones. Para Halder ya hemos hallado un buen sustituto. El Führer siempre había dicho que Halder no era más que un imbécil maestro de pueblo. Antes de que llegue a pronunciar una sola palabra, ya ha cambiado la situación en el frente. El general Zeitzler, que hasta ahora ha sido el jefe del estado mayor con los mariscales de campo Von Kleist y Von Rundstedt, estará aquí dentro de pocos días. Ésa es la clase de persona que le gusta al Führer. Es tremendamente vivaz. Además conoce bien a vuestro Sepp Dietrich. Estoy seguro de que el Führer se llevará bien con él. Los generales han traicionado al Führer. No estuvieron en condiciones de poner en práctica sus planes en el frente oriental. El Führer dice que sólo ahora ha llegado a entender realmente a Federico el Grande. Cuando éste, durante la guerra de los Siete Años, se sintió traicionado, se distanció de sus generales y de su hermano, el príncipe Enrique, y quiso vivir solo, en compañía de sus perros.
Schmundt había bebido mucho. Hacía rato que la medianoche había quedado atrás. Comenzó a cantar Es reiten die blauen Dragoner, una canción de soldados. Linge cerró bien la puerta de su habitación, para que no despertara a Hitler. Una canción sucedió a otra. Durante la madrugada, Schmundt hizo la broma de cerrar con clavos la puerta de la habitación de Schaub, situada al lado de la de Linge. Aquél aún se hallaba a esa hora en el comedor de oficiales emborrachándose en compañía del fotógrafo Hoffmann.
A comienzos de octubre de 1942, Günsche se presentó en el cuartel general, procedente de Francia. Después de graduarse en mayo de 1942 en la escuela de oficiales de las SS de Bad Tölz, volvió al Leibstandarte y fue empleado en el estado mayor como oficial para tareas especiales. La unidad estaba emplazada en aquellos días en Normandía, adonde había sido trasladada en junio de 1942 procedente del frente oriental. Estaba allí para reponerse después de las numerosas pérdidas sufridas en los combates en el río Mius y del mar de Azov.
Günsche llegó al cuartel general del Führer con la misión de Sepp Dietrich de averiguar qué ambiente se respiraba allí y de indagar lo que Hitler tenía previsto hacer con su Leibstandarte en un futuro próximo.
Günsche fue recibido por Hitler, que con el semblante muy pálido y profundas ojeras le hizo señas para que se acercase, le estrechó la mano con gesto fugaz y le preguntó acerca del estado del Leibstandarte. Günsche informó de que la atmósfera pacífica le sentaba bien. La llegada de los reclutas recientemente formados no planteaba problemas. La unidad estaba en condiciones de entrar nuevamente en combate.
Hitler sonrió.
En la costa atlántica sólo se disponía de un reducido número de fuerzas. La Muralla del Atlántico,[233] cuya fama de inexpugnabilidad había sido muy exagerada por la propaganda alemana, no podía proporcionar una defensa real. Se componía de ligeras trincheras de campaña, unas cuantas unidades de artillería costera y de un número limitado de refugios para los submarinos, emplazados junto a Saint-Nazaire y Lorient. Para dar la impresión de que en el oeste de Francia, ocupada por los alemanes, había concentrado un gran número de tropas, los estandartes de los estados mayores figuraban en lugares bien visibles. Se quería dar la impresión de que allí se contaba con un gran número de unidades militares, que en realidad no existían.
Con idéntica finalidad, el Leibstandarte desfilaba cada cierto tiempo por París mostrando los nuevos carros de combate y haciendo ostentación de todos sus equipos y pertrechos. En esas ocasiones, las columnas se estiraban al máximo para dar la impresión de que se trataba de una inmensa fuerza bélica. Los tanques avanzaban a toda velocidad a lo largo de los Campos Elíseos, hasta el Arco de Triunfo, donde el mariscal de campo Von Rundstedt, comandante en jefe del grupo de ejércitos del oeste, presidía el desfile del Leibstandarte. Los fotógrafos y los reporteros llevaban estas maniobras de propaganda a los cines y a la prensa, como demostración del poderío de las tropas alemanas en la Europa occidental.
Hitler explicó durante su conversación con Günsche que había corrido el riesgo de desproteger el frente occidental con el fin de golpear con mayor fuerza en el este. El otoño ya ha llegado. El mar se embravece. Los ingleses han dejado pasar el momento idóneo y ya no podrán realizar una operación de desembarco hasta la primavera del año siguiente. Hitler no vacilaría en enviar todas sus fuerzas, incluido el Leibstandarte, desde el oeste hacia el este. Stalingrado tenía que caer e iba a caer. El desenlace de la guerra se decidiría en Rusia. La guerra acabaría con el triunfo de Alemania.
A la hora de despedirse, Hitler ordenó a Günsche que transmitiese al comandante Sepp Dietrich la orden de comenzar de inmediato los preparativos para el traslado al frente oriental. Durante el encuentro, Hitler trató a Günsche con gran frialdad y éste tuvo la impresión de que estaba profundamente amargado.
En el entorno de Hitler se procuraba no cruzarse en su camino. «¿Cómo está hoy?», se preguntaban mutuamente los guardias de las SS de su residencia en el momento del cambio de guardia.
En noviembre de 1942 se multiplicaron los ataques de las tropas rusas. Hitler ya no se sintió seguro en Vinnitsa, por lo que hizo trasladar su cuartel general otra vez a Rastenburg.[234]
El 8 de noviembre Hitler se dirigió en avión a Múnich para celebrar el aniversario del golpe de Estado nacionalsocialista. En la cervecería donde solían reunirse los hombres que habían participado en el golpe, Hitler anunció de una manera ceremoniosa:
—Nunca devolveré ni un ápice de suelo que haya sido pisado por un soldado alemán.[235]
Desde Múnich, Hitler volvió a la «Guarida del Lobo».
Normandía, a principios de enero de 1943. Las unidades del Leibstandarte avanzan junto con otras divisiones alemanas desde Francia al frente oriental. Hitler ha llevado rápidamente a la práctica la intención que había comunicado a Günsche en octubre de 1942. El Leibstandarte se ha reorganizado durante su estancia en Francia y se ha convertido en una poderosa división acorazada que dispone de 20.000 hombres y 200 carros de combate. La mayor parte de la división ha sido enviada con transportes de urgencia hacia el frente oriental. A principios de enero sólo algunos estados mayores y unidades menores estaban aún a la espera de su traslado. En aquellos días el comandante de la división, Sepp Dietrich, ordenó presentarse a Günsche. Dietrich, que tuteaba a todos sus soldados de las SS, espetó a Günsche:
—Günsche, debes partir. Tienes la orden de presentarte ante el Führer.
Günsche no esperaba esta orden y se mostró sorprendido. Sepp Dietrich le dio unas palmadas en la espalda y le aconsejó:
—Procura hacer bien tu cometido. Protege al Führer.
El 12 de enero de 1943 Günsche llegó al cuartel general de Hitler, en la «Guarida del Lobo». Schaub lo llevó de inmediato ante Hitler. En el camino le dijo con semblante agrio:
—Malos tiempos, compañero. Hace ya mucho que nos hemos despedido de la idea de una «guerra relámpago» contra Rusia. Todos miran con gran preocupación hacia Stalingrado.
Hitler recibió a Günsche en el barracón de las conferencias con sus generales, que tenía una superficie de unos 105 metros cuadrados. Una de las paredes tenía grandes ventanas. También podía verse una larga mesa para los mapas. Entre los ventanales había teléfonos extraíbles con auriculares adicionales. La estancia se completaba además con un escritorio para Hitler, una mesa redonda junto a la chimenea y dos cajas fuertes, una empotrada en la pared y la otra en medio de la estancia.
De la pared colgaban grandes mapas topográficos.
Hitler estaba de pie con Bormann, junto a la mesa baja y redonda, delante de la chimenea. Blondi, la perra pastor alemán, gruñó ligeramente cuando vio aparecer a Günsche.
Hitler inspeccionó de arriba abajo a Günsche, que permanecía en la puerta.
El aspecto del Führer había cambiado mucho en los últimos tres meses, desde la última vez que Günsche lo viera en Vinnitsa. Daba la impresión de ser un hombre gravemente enfermo. Su cara tenía un color terroso, las mejillas estaban hundidas y debajo de los ojos tenía marcadas ojeras. Hitler, con un semblante oscuro, pidió a Günsche que se acercara. Le extendió la mano y le dijo con una voz inusualmente baja:
—Günsche, desde el día de hoy será mi ayudante personal. Lo he elegido a usted porque no quiero tener a gente desconocida a mi alrededor. Sobre sus tareas hablaremos mañana. De lo demás se encargarán Bormann y Schaub.
Günsche respondió:
—Mein Führer! Me mostraré digno de su confianza.
Günsche tropezó en la antesala con Schaub, que ya lo esperaba y que le felicitó con un semblante preocupado. En el cuartel general se decía desde hacía tiempo que por el rostro de Schaub se podía adivinar el estado de ánimo del Führer. Era el motivo por el que le llamaban el «barómetro de Hitler». A la pregunta de Günsche de si Hitler estaba enfermo, Schaub negó con un movimiento de la cabeza. Sencillamente, había decaído desde el empeoramiento de la situación en Stalingrado.
Schaub guió a Günsche por el cuartel general y le presentó a los colaboradores. Junto al búnker del Führer, en la Zona Restringida I, se emplazaba el refugio de Bormann, donde residían además de éste, su consejero y sus cuatro secretarias. Allí mismo se hallaban también los teléfonos. Gracias a éstos, según explicó Schaub, Bormann mantenía la comunicación directa con todos los Gauleiter en Alemania y con las cancillerías del Partido en Berlín y Múnich. Junto al búnker de Bormann se levantaba la casa del servicio estenográfico secreto. Schaub, con un semblante conspirativo, explicó que cada palabra dicha en las conferencias informativas era transcrita por los estenógrafos.
—El Führer —explicó Schaub— ya no confía en los generales. Quiere tenerlo todo por escrito. Las actas de sus reuniones militares van a darle mucho trabajo, porque una de sus funciones va a consistir en revisarlas.
En los búnkeres vecinos estaban instalados, además de Morell, Hoffmann y Scherff, Keitel y Jodl con sus estados mayores, el jefe de prensa, Dietrich, el general Bodenschatz —enlace de Göring en el cuartel general—, Hewel —representante de Ribbentrop—, el almirante Krancke —oficial de enlace del alto mando de la Marina de Guerra, y sargento mayor de las SS— y Wolff, que era el enlace de Himmler. Brandt, el médico de Hitler desde años atrás,[236] residía en un búnker junto a los ayudantes. Las secretarias Schroeder, Wolf y Junge se habían instalado en la residencia de invitados.
En la Zona Restringida I se había habilitado, además del búnker de la guardia personal de Hitler y del Servicio de Seguridad, dos comedores de oficiales, el salón de té, el cine, los baños y los garajes.
En la Zona Restringida II se instalaron el comandante, el batallón de escolta del Führer, la administración y la nueva estación ferroviaria, en la que estaban estacionados tres trenes: uno para Hitler, otro para Keitel y el tercero para Warlimont y su estado mayor operativo de la Wehrmacht.
El cuartel del estado mayor del alto mando del Ejército de Tierra y del jefe del estado mayor general, el capitán general Zeitzler, se hallaba a unos veinte kilómetros al sudeste de la «Guarida del Lobo», en el bosque de Gizycko (Lötzen).
Göring había instalado el cuartel de su estado mayor en un antiguo castillo de caza de Guillermo II, en Rominten, junto a la frontera germano-soviética, a dos horas en coche de la «Guarida del Lobo». En las pocas ocasiones en que acudió allí, Göring pasó la noche en un gran búnker de la Zona Restringida I, especialmente edificado para su uso personal.
El cuartel del estado mayor de Himmler se hallaba junto a la ciudad de Angerburg (Wegorzewo). Desde allí hasta la «Guarida del Lobo» se tardaba cuarenta y cinco minutos en coche. Bautizó su cuartel de estado mayor como «Puesto de Mando de Campaña del Reichsführer de las SS».
Ribbentrop estaba instalado junto a su reducido estado mayor en una hacienda al este de Rastenburg, a una y hora y media en coche desde la «Guarida del Lobo».
El gran almirante Dönitz permanecía en Berlín.
El 13 de enero de 1943, hacia la una del mediodía, pocos minutos antes de comenzar la junta informativa, Hitler hizo su entrada en la sala de reuniones, procedente de sus habitaciones. Le acompañaban Günsche, su ayudante de las Waffen-SS, y su pastor alemán, Blondi. Ya dentro de la sala, Hitler dijo:
—Bien, Günsche, por lo que respecta a sus tareas: durante la reunión usted se pone a mi izquierda. Preste mucha atención a lo que se dice. Tengo mis razones para mostrarme desconfiado. No se deje distraer por nadie. Usted ha de enterarse exactamente de la situación de las divisiones de las SS. Pero sólo haga caso de los partes procedentes de los estados mayores de esas divisiones.
En ese momento entró Linge y anunció:
—Mein Führer! Los oficiales están dispuestos.
Hitler asintió con la cabeza. Unos segundos más tarde entraron los representantes del alto mando militar, Keitel, Jodl, Zeitzler, Warlimont, Buhle, Jeschonnek, Bodenschatz, Krancke, Christian, el delegado Hewel, el historiador militar Scherff, así como los ayudantes militares de Hitler, Schmundt, Von Below, Engel y Von Puttkamer.
En las últimas semanas de los combates en Stalingrado, Göring había dejado de asistir a aquellas conferencias celebradas en el cuartel general de Hitler. No aparecía ante Hitler, después de haberle prometido solemnemente que la Luftwaffe garantizaba el aprovisionamiento del asediado ejército de Paulus.[237] Göring optó por esperar a que la tormenta amainara y, mientras tanto, prefería ir de caza en sus posesiones de Rominten.[238]
Hitler sólo estrechó la mano de Zeitzler. A los restantes, incluido Keitel, ni siquiera les dirigió una mirada. Los ayudantes de Hitler extendieron rápidamente sobre la mesa tres mapas que había traído Zeitzler, el jefe del estado mayor general. En los mapas figuraban señaladas las posiciones de los grupos de ejércitos del sur, centro y norte en el frente oriental. Entre los mapas había uno particular que señalaba las posiciones del 6.º ejército, cercado en Stalingrado. Hitler se puso las gafas y se inclinó sobre los planos.
Zeitzler comenzó a presentar la situación ante Stalingrado, con los gestos rápidos que le eran tan propios. Explicó que la situación del 6.º ejército se había agravado, mientras señalaba en el mapa las profundas brechas que las tropas rusas habían abierto a través de las posiciones alemanas. Paulus se había visto obligado a retroceder. Los rusos atacaban con insistencia. El 6.º ejército ya tenía 40.000 heridos. Las municiones y los alimentos se estaban agotando. Paulus reclamaba con urgencia el aprovisionamiento desde el aire que le había sido prometido, pero a los aviones les costaba mucho esfuerzo atravesar la cortina de fuego de la defensa antiaérea rusa.[239] El jefe del estado mayor de la Luftwaffe, el coronel Christian, vio que el semblante de Hitler adquiría un aire sombrío, y quiso corregir a Zeitzler. Christian comentó que el aprovisionamiento desde el aire estaba siendo obstaculizado por las malas condiciones meteorológicas.
Zeitzler continuó con sus explicaciones. Comunicó que Paulus pedía al Führer que le permitiera romper el cerco ruso con las unidades de su ejército que aún estaban en condiciones de entrar en combate. Al escuchar estas palabras, Hitler se puso rojo de furia. Keitel hizo señas a Zeitzler para que guardara silencio. Pero ya era demasiado tarde. Hitler lanzó sus gafas sobre la mesa, lo que en él anunciaba siempre una explosión de cólera. Dijo a gritos:
—¡Que no se atreva Paulus a venirme con estos argumentos! ¡En cualquier caso, no hay manera de salir de allí! ¡Rechazo su petición!
Hitler estaba ahora muy irritado y continuó diciendo, mientras respiraba pesadamente:
—Aunque Manstein tampoco haya logrado romper el cerco… Eso no excluye que todavía podamos conquistar Stalingrado. Las divisiones procedentes del oeste están a punto de presentarse. ¡Con ellas llevaré a cabo el ataque a Stalingrado!
En la sala reina ahora un silencio sepulcral. Todos los presentes temen provocar todavía más al iracundo Führer con cualquier palabra no meditada. Al final, Keitel se decide a romper el silencio. Pone la mano sobre el mapa y explica, adoptando el tono de Hitler y con voz alta:
—¡Evidentemente, mein Führer! ¡Hay que mantenerse en Stalingrado cueste lo que cueste! También durante la primera guerra mundial nos enfrentamos a un sinfín de contratiempos.
La cólera de Hitler comienza a aplacarse de manera paulatina. Hitler ordena a Zeitzler que comunique a Paulus su decisión inamovible. Hay que mantener Stalingrado, cueste lo que cueste. Milch y Hube serán enviados a Rostov, desde donde se encargarán de asegurar el aprovisionamiento del Ejército de Tierra desde el aire. Paulus ha de conservar la moral. Hitler y con él todo el pueblo alemán siguen con orgullo la lucha heroica del ejército de Paulus.
Zeitzler había presentado su informe. Ahora era el turno de Jodl, el jefe del estado mayor operativo de la Wehrmacht.
En un tono marcadamente tranquilo desplegó sobre la mesa algunos mapas del frente occidental. Jodl tenía muy poco que informar del teatro de operaciones en Occidente. Los angloamericanos se mantenían pasivos en su lucha contra los alemanes. Por ello el frente occidental se había convertido en el lugar donde las divisiones alemanas, extenuadas en Rusia, podían recuperarse y reorganizarse.
Jodl habló muy lentamente y en voz baja sobre la situación en Francia, Noruega y los Balcanes. Se podía percibir que sopesaba con cautela cada una de sus palabras. No quería irritar de nuevo a Hitler.
En el transcurso de la siguiente reunión informativa, Zeitzler anunció que la situación del 6.º ejército había empeorado aún más. En las comunicaciones radiofónicas de Paulus siempre se hablaba de lo mismo: la situación desesperada de las unidades sitiadas, las decenas de miles de heridos, la ausencia completa de todo tipo de aprovisionamiento y los ataques insistentes de los rusos. Milch y Hube comunicaban desde Rostov que los cazas y la defensa antiaérea rusos hacían imposible lanzar municiones y alimentos sobre el área de Stalingrado. En los informes que enviaban se explicaba:
—La defensa antiaérea ha creado sobre Stalingrado una impenetrable cortina de fuego. Todos nuestros aviones son derribados. No podemos traspasarla.
Hitler, sin embargo, se mantuvo firme en su decisión.
Junto a las comunicaciones radiofónicas de Paulus se recibió una del comandante del LI cuerpo de ejército adscrito al 6.º ejército, general Von Seydlitz. Éste explicaba que, dada la situación, ya no podía hacerse responsable de sus unidades. Hitler deliraba:
—¡Eludir la responsabilidad, eso es un acto de cobardía! ¡No renunciaré a Stalingrado voluntariamente! ¡Aunque tenga que hundirse todo el sexto ejército![240]
El 30 de enero de 1943 se cumplían diez años de la toma de poder de Hitler. Aquel día Hitler estaba más pálido que de costumbre. No había pegado ojo en toda la noche. Como era habitual en los últimos tiempos, antes de comenzar la reunión informativa, Morell inyectó a Hitler una dosis incrementada de su estimulante. En la estancia se encontraban presentes los asistentes habituales a estas reuniones. Keitel pronunció un breve discurso en el que proclamó:
—Hoy, en el décimo aniversario de su toma de poder, mein Führer, estamos nosotros y todo el ejército reunidos en torno a su persona y rememoramos las grandes victorias a las que usted nos ha llevado y a las que aún nos ha de llevar. En estas horas difíciles, mein Führer, queremos continuar la lucha con entereza bajo su genial liderazgo y hasta la victoria final.
Hitler estrechó la mano de Keitel con gesto conmovido. Desde el otoño del año anterior, tras la partida de Halder, no había sucedido algo parecido.
El 1 de febrero, hacia las diez, Hitler recibió una llamada de Zeitzler. El Führer se dirigió a la sala de reuniones para atenderla, acompañado de Schmundt y Günsche. Arrastraba los pies al caminar y se dejó caer agotado en el sillón situado a un costado de la mesa. Sobre ésta se había extendido un plano de la ciudad de Stalingrado. Hitler le dedicó una mirada iracunda y lo arrojó al suelo con un gesto brusco de la mano. Günsche le alcanzó el teléfono y se puso los auriculares para seguir la conversación con Zeitzler. Éste informaba de manera escueta que los rusos estrechaban cada vez más y en todos los frentes el sitio sobre la ciudad. Parece poco probable que Paulus vaya a poder resistir más allá de esta noche.[241]
Hitler preguntó en qué lugar se hallaba Paulus. Zeitzler respondió que no lo sabía con seguridad, pero creía que en su puesto de mando. Zeitzler, además, anunció a Hitler que había recibido una comunicación radiofónica de Strecker, el comandante del XI cuerpo de ejército, en la que le aseguraba que los alemanes volarían sus posiciones en cuanto aparecieran los rusos.[242]
«Gracias», respondió Hitler. Colgó el auricular y ordenó a Schmundt que se comunicara a Paulus de inmediato su ascenso a mariscal de campo.[243]
Hoffmann llegó al búnker y lo primero que hizo fue ir a ver a Linge. Estaba bebido, a pesar de que Hitler, en vista de los trágicos sucesos de Stalingrado, había prohibido para los siguientes catorce días que se sirviera alcohol en el cuartel general. Hoffmann tenía su propia reserva de champán, por lo que no le resultaba difícil burlar dicha prohibición. Dirigiéndose a Linge, dijo que quería prepararle una broma a Hitler y pidió que se le sirviera, en presencia de éste, una copa de champán con agua y algo de zumo de manzana. Linge ordenó al ordenanza que le sirviera a Hoffmann la copa de «champán» cuando le trajo el té a Hitler. Hitler miró fijamente la copa y dirigió una mirada llena de ira hacia Linge. Hoffmann aclaró enseguida a Hitler que se trataba tan sólo de una broma. El semblante de Hitler se serenó. Junto a Hoffmann, rio la ocurrencia. Hoffmann aprovechó este instante de distensión para solicitarle a Hitler que le proporcionara trabajadores para su hacienda. ¡Qué personaje más calculador!, pensó Linge mientras abandonaba la habitación.
El 2 de febrero, a las cuatro de la madrugada, sonaba el timbre de la habitación de Hitler. Linge se puso rápidamente su bata y llamó a la puerta. Desde el interior se oyó la voz grave del Führer:
—Linge, infórmese en la sección de prensa de si el ascenso de Paulus a mariscal de campo ya ha sido comunicado a los medios. Si no es así, que se retenga el comunicado.
Linge llamó a Lorenz, el jefe de prensa adjunto. Éste respondió que la noticia había sido enviada a los periódicos y que ya no había manera de evitar su publicación.[244] Linge informó de ello a Hitler, que comentó en tono quejoso:
—Gracias —y añadió—: Si llegan noticias, tráigamelas enseguida. De todas maneras, no puedo dormir.
Hacia las seis de la mañana, el sargento primero Dänicke, el secretario de Jodl, entregó a Linge dos comunicaciones radiofónicas no cifradas procedentes de Stalingrado y dirigidas a Hitler. La primera decía: «El enemigo está delante de nuestras posiciones. Ponemos fin a las acciones bélicas». En la segunda podía leerse: «Los rusos han penetrado en nuestras líneas. Procedemos a destruirlo todo».[245]
Linge depositó ambas comunicaciones radiofónicas, las últimas señales de vida del ejército de Paulus, delante de la puerta de Hitler y dio parte. Un cuarto de hora más tarde el Führer salió al pasillo vestido con un abrigo militar y el cuello subido, pálido, aturdido y con los ojos hinchados. Completamente abatido, se dirigió a Linge:
—Quiero sacar a pasear a Blondi. Luego me volveré a acostar. Averigüe si es posible adelantar la hora de la reunión informativa de hoy. Despiérteme una hora antes de que comience.
La reunión se fijó para las once y media. Hitler entró en la sala y los participantes lo saludaron en silencio, levantando sus brazos.
En la sala hay un silencio sepulcral. Hitler se acerca a la mesa, dirige una mirada pasajera a los mapas y se deja caer en su asiento. Pide a los presentes que le dejen a solas con Keitel, Jodl y Zeitzler.
—¿Se sabe algo de Paulus, Zeitzler? —pregunta.
—No, nada —responde Zeitzler.
Hitler balbucea con voz débil:
—Esta noche he tenido el presentimiento de que los rusos habían capturado a Paulus. Por esta razón quise detener el comunicado de prensa de su ascenso a mariscal de campo. El pueblo alemán no ha de enterarse de que un mariscal de campo alemán ha caído prisionero de los rusos. La lucha y la agonía del 6.º ejército se han de presentar al pueblo alemán de la siguiente manera: los generales han caído en la batalla, luchando en las trincheras con las armas en la mano y hombro a hombro con sus soldados. Necesito un millón de nuevos reclutas.
Con estas palabras, Hitler se levantó. Lentamente recorrió de un lado a otro la habitación. Entonces se volvió a dirigir a la mesa y preguntó:
—¿Hay alguna otra noticia de Stalingrado, además de las dos comunicaciones radiofónicas de esta mañana? ¿Qué dicen los rusos?
—No, mein Führer, nada —respondió Zeitzler—, pero junto a Jarkov y en el bajo Don la situación de nuestras tropas ha pasado a ser muy crítica. Hitler abandonó la sala arrastrando los pies, acompañado de Günsche.