JUNIO DE 1941 - ENERO DE 1942
A comienzos de 1941 Hitler había puesto la totalidad de la industria pesada de Francia, Bélgica, Holanda, Checoslovaquia, Italia, Hungría, Rumanía y los estados balcánicos al servicio de la guerra contra la URSS. La producción de aquellos países fue subordinada a los planes bélicos de Alemania. Después de haber movilizado los enormes recursos industriales y humanos de la Europa conquistada, en la noche del 22 de junio de 1941, Hitler dictó en la cancillería del Reich su discurso ante el Reichstag, que había sido convocado para dar a conocer el ataque a la Rusia soviética. En el despacho de Hitler se turnaban las secretarias Daranowski y Schroeder. Hitler estuvo dictando hasta las cinco de la madrugada. En el despacho del ayudante se realizaron las copias del discurso destinadas a la prensa. Linge traía cada quince minutos las páginas desde el despacho de Hitler.
A las cinco Hitler se acostó. A las ocho y media volvió a levantarse.
Antes de su entrada oficial en escena, Hitler, ronco y con los ojos enrojecidos, ensayó en voz alta los fragmentos más significativos del discurso, aquellos destinados a la psique de los alemanes, buscando perfeccionar su entonación, gesticulación y mímica.
Con este discurso Hitler declaró la guerra a la Rusia soviética.
El 22 de junio, hacia las diez de la mañana, vestido con su uniforme gris, acudió a la sesión del Reichstag en la ópera Kroll. Antes de partir de la cancillería del Reich, Morell le inyectó su estimulante.
Hacia las once de la mañana, hora de Berlín, el mundo se enteró del asalto alemán contra la URSS, país con el cual había firmado hacía algunos años un pacto de no agresión. Con hipocresía, Hitler declaró ante el Reichstag que, después de haber reflexionado mucho, había tomado la decisión de adelantarse a la amenaza que sobre Alemania se cernía desde el este.
Aquel mismo día, Hitler partió en ferrocarril desde la estación Stettin en Berlín en dirección a Prusia Oriental, hacia su cuartel general, edificado en un bosque cercano a Rastenburg (Ketrzyn) y que por orden suya se había bautizado como la «Guarida del Lobo» (Wolfsschanze), un nombre que de nuevo recordaba al depredador.
Hitler, que de manera tan repentina decía sentirse expuesto a «un asalto desde el este», halló en Rastenburg, sobre una extensión de dos kilómetros cuadrados, numerosos búnkeres y barracas de madera, que ya habían sido edificados un año y medio atrás.
La construcción del cuartel general de Rastenburg se había iniciado con anterioridad a la campaña de Francia, como parte de los preparativos para un ataque contra los soviéticos.[205]
El estado mayor de Hitler, que por el camino había recibido continuamente informes sobre el desarrollo del ataque al país vecino, completamente desprevenido, recibió el nuevo cuartel general con muestras de alegría.[206]
Todos esperaban una guerra relámpago. Hitler y sus dirigentes intentaban inculcar a todos los alemanes que la campaña contra la Rusia soviética sería una guerra relámpago. Para los colaboradores del estado mayor de Hitler se prepararon conferencias especiales en las que se presentaba al Ejército Rojo como débil, insuficientemente equipado y difícil de movilizar. Los estados mayores soviéticos eran calificados de inexpertos.
Tras haber recibido durante sus reuniones informativas los memorandos de los movimientos de las tropas alemanas en la Rusia soviética, el Führer se apresuraba ahora a ir al comedor de oficiales en actitud triunfal para dibujar personalmente, con un grueso lápiz rojo y sobre un mapa de Rusia colgado de la pared, las nuevas posiciones de la Wehrmacht. A continuación solía permanecer durante largo rato en compañía de los generales y oficiales de su cuartel general.
A finales de agosto de 1941 Mussolini visitó, invitado por Hitler, la «Guarida del Lobo».[207] El Duce fue recibido con gran pompa y el Führer estaba a punto de reventar de orgullo y satisfacción consigo mismo. Mussolini lo felicitó de manera efusiva. Por aquel entonces las tropas enviadas por Mussolini al frente oriental se hallaban a la altura de Uman. Hitler y Mussolini volaron hasta ese lugar.[208]
El aparato, del tipo Focke-Wulf 200,[209] que utilizaron Hitler, Mussolini y su comitiva, aterrizó cerca de Uman, donde se había preparado una larga mesa para una comida al aire libre.
Allí, en un hangar, y de pie ante unos grandes mapas de operaciones, Von Kleist, comandante en jefe del ejército acorazado, y Löhr, comandante de las fuerzas aéreas en Ucrania, expusieron ante Hitler y Mussolini la situación en el frente.
Una vez recibido el informe, Hitler y Mussolini quisieron pasar revista a los camisas negras italianos. Se pusieron en marcha en una columna de diez todoterrenos de la marca Krupp.
En el primer coche iba el adjunto de Hitler en el Ejército de Tierra, el mayor Engel, guiando al resto de la columna. La acompañaba un reportero fotográfico, enviado por Hoffmann. En el segundo vehículo, adornado con los estandartes del Führer y del Duce, viajaban Hitler y Mussolini. Les acompañaban Schmundt, Linge y Dollmann. El empleo de este último era el de traductor de Mussolini y estaba siempre en Italia. Su destino había sido decidido por el Ministerio de Asuntos Exteriores. Por el camino, Hitler mostró a Mussolini sus «nuevas posesiones».
—Fíjese, Duce —explicaba Hitler mientras le señalaba los campos de tierra negra—, aquí tenemos el suelo más fértil del planeta. Sus italianos tienen que esforzarse para labrar un suelo repleto de piedras, mientras que aquí hay enormes extensiones de suelo riquísimo. Éste será el granero de la nueva Europa.
La columna de coches llegó a un cruce de dos anchas carreteras. Aquí estaba previsto que ambos dictadores pasasen revista a una división,[210] pero como ésta se retrasaba, decidieron ir a su encuentro. Pronto aparecieron las primeras filas de camisas negras. Hitler y Mussolini se prepararon para el pase de revista. Sus vehículos se detuvieron en un margen de la carretera. Pero el comandante de la división italiana, que circulaba en cabeza, y también los primeros camiones con soldados italianos, que creían que Hitler y Mussolini los esperaban en el cruce de carreteras acordado, pasaron de largo. Instantes después, sin embargo, los soldados italianos descubrieron a Mussolini y lo saludaron con ruidosas exclamaciones. El comandante de la división saltó de su coche y corrió hacia Hitler y Mussolini, mientras sujetaba con las manos su casco de acero que le bailaba sobre la cabeza. Casi sin aliento se puso firme ante el automóvil de Hitler. Se percibía que, dado su estado nervioso, ignoraba a quién había de rendir parte, si a Hitler o a Mussolini. Hitler indicó con un conciso gesto de su mano en dirección del Duce. Éste recibió con semblante serio el balbuciente parte, mientras los soldados de la guardia personal de Hitler, desde un segundo plano, sonreían de manera maliciosa ante la confusión que experimentaba el «arrojado» italiano.
La división reanudó la marcha. Los soldados italianos cantaron sobre sus camiones algo parecido a una tarantela. Los soldados de la guardia personal de Hitler se miraban unos a otros y murmuraban:
—Fíjate, el Duce está plantado allí como si fuera el César en persona.
Mussolini, visiblemente emocionado después de la inspección de sus tropas, prometió durante el regreso, con gestos ampulosos, que enviaría nuevas divisiones italianas al frente oriental, por descontado, sólo las mejores.
El Leibstandarte Adolf Hitler estaba acantonado en el frente oriental desde el inicio de la guerra germano-soviética. Con anterioridad, en mayo de 1941, lo habían trasladado apresuradamente desde Grecia hacia Brno, en Checoslovaquia, donde fue reorganizado y preparado para participar en la guerra contra la URSS. A finales de junio de 1941, el Leibstandarte cruzó la frontera germano-soviética al este de la ciudad de Lublin. En calidad de división motorizada de infantería, se incorporó al ejército acorazado del general Von Kleist, con la misión de avanzar con un cuerpo de carros blindados hacia Kiev, siguiendo la ruta de Rovno a Jitomir.[211]
Para la guerra contra la Rusia soviética se emitieron órdenes especiales, que los jefes de compañía leyeron a sus soldados de las SS durante la instrucción, antes de cruzar la frontera rusa.
En estas órdenes se decía que aquella guerra se debía desarrollar siguiendo los siguientes principios:
—¡Reviéntale el cráneo al ruso, así te protegerás de él para siempre!
—¡Tú eres el amo absoluto de esta tierra. La vida y la muerte de sus habitantes están en tus manos!
—¡Necesitamos las vastas extensiones de Rusia, pero libres de rusos!
Las tropas del Leibstandarte recibieron el mandato de arrasar las ciudades y las aldeas rusas. El Leibstandarte debía forjarse una fama tan terrorífica que la sola mención de su nombre tenía que provocar el horror entre los rusos.
A los soldados de las SS se les inculcó que a su paso por Rusia, sólo podía quedar tierra quemada. En caso de que el Führer se desplazara a uno de estos lugares, debía quedarle claro de inmediato que su Leibstandarte había actuado en la zona.
En su marcha sobre Kiev, aquella división de las SS tropezó, en un lugar cercano a Rovno, con una fuerte resistencia por parte de una unidad de la guardia rusa.[212] El lugar sólo pudo ser tomado después de haber recurrido a toda la artillería y todos los carros de combate de la división. Como represalia por la resistencia de los soldados rusos, unos veinte civiles, entre mujeres, niños y ancianos que habían quedado rezagados, fueron ejecutados. Los concentraron a todos en una plaza y les dispararon desde los tanques de los batallones de reconocimiento. El lugar fue incendiado hasta que tan sólo quedaron los cimientos de las casas.
En su posterior avance, el Leibstandarte tuvo que hacer frente, a mediados de julio, a una contraofensiva de los rusos, que amenazaba su flanco izquierdo. Los enfrentamientos duraron una semana y fueron llevados de manera muy encarnizada por ambos contendientes. Ya desde el primer día el comandante Sepp Dietrich había dado la orden de no hacer prisioneros y de realizar ejecuciones sumarias. En todas partes se formaron comandos especiales a los que se encomendó la tarea de incendiar cada una de las casas en todos los lugares ocupados y «ahumar» con granadas a quienes se hubieran ocultado en los sótanos y refugios.
A principios de agosto, la unidad desvió su avance hacia Uman. Aunque el ataque contra la Rusia soviética se había iniciado hacía tan sólo seis semanas, ya había registrado un importante número de bajas, que superaban las registradas durante las campañas de Polonia, Francia y Grecia. En las compañías llegaron a faltar los portadores de munición. Por ello se recurrió, con amenazas de muerte, a prisioneros de guerra y a civiles rusos. Siguiendo instrucciones de Sepp Dietrich, el comandante del Leibstandarte, se seleccionaron los portadores rusos siguiendo criterios raciales, ya que éstos tenían que convivir entre los miembros de las SS. Debían ser rubios y tener ojos azules. En pleno combate, estaban obligados a acarrear la munición para las ametralladoras. Muchos de ellos cayeron bajo el fuego enemigo. Alegrándose de la desgracia ajena, los soldados de las SS comentaban:
—Este Iván ha caído por la Gran Alemania.
En los combates cerca de Jersón, la metralla mató al perro del comandante del batallón de reconocimiento, el comandante de las SS Meyer. Para vengar la muerte del animal, Meyer hizo reunir a más de treinta civiles inocentes y los ejecutó él mismo disparando con su pistola.
Mientras a principios de septiembre las tropas alemanas avanzaban a lo largo de todo el frente en dirección al Dniéper, la unidad se dirigió al área al sur de Dniepropetrovsk para ser reconstituida. En todas las aldeas donde entraban, encerraban en pajares a los habitantes que habían sobrevivido al asedio, como si fueran animales de ganado. Todos los días se les obligaba a realizar las labores más denigrantes, en medio de horribles palizas. Después, los soldados de las SS se llevaban todas sus pertenencias.
Günsche, que había estado prestando servicio en el Leibstandarte en el frente oriental, se desplazó a mediados de septiembre desde los alrededores de Dniepropetrovsk hacia la Academia de Oficiales de las SS de Bad Tölz, en Baviera.
En su trayecto, hizo un alto en el cuartel general de Hitler, instalado en la «Guarida del Lobo». Quería visitar a sus amigos de la guardia personal de Hitler, en la cual había servido de 1936 a 1941, antes de ser transferido a las unidades del Leibstandarte.
En presencia de Schaub y de otros camaradas, Günsche expresó su sorpresa ante lo grandioso y recio que era el cuartel general en comparación con los cuarteles emplazados en el oeste. Günsche preguntó si el Führer estaba acaso considerando la posibilidad de pasar allí el invierno. Todos se echaron a reír. Schaub respondió con aire de suficiencia:
—¿Pasar el invierno aquí? ¡En absoluto! Esto es una «guerra relámpago». Las navidades las celebraremos en el Obersalzberg, como de costumbre.
Hitler hizo comparecer a Günsche en su búnker cuando supo que había llegado del frente oriental. Lo recibió en la sala de entrevistas. En el momento de entrar Günsche, Hitler caminaba de un lado a otro, dando grandes pasos y silbando para sí. Tenía un humor espléndido; tendió la mano a Günsche y le preguntó:
—¿Qué tal, Günsche, cómo está usted? ¿Qué hay de Dietrich y de mi Leibstandarte?
Günsche comentó que el estado de ánimo de las tropas era excelente, que les entusiasmaba la guerra en la Rusia soviética, pero que los rusos estaban ofreciendo una resistencia acérrima.
—La quebraremos muy pronto, sólo es cuestión de tiempo —respondió Hitler—. He ordenado reunir ante Moscú unos ejércitos blindados que cuentan con más de dos mil carros de combate. Asaltaremos Moscú, la ciudad caerá y entonces habremos ganado la guerra.
Hitler explicó a Günsche que no tenía el propósito de conquistar la totalidad del territorio ruso. Se trataba de destruir la resistencia activa y ocupar las áreas vitales. Una vez alcanzados los Urales, daría la señal de detenerse. El resto de Rusia moriría de hambre. Si los rusos intentaban reordenar sus fuerzas más allá de los Urales, disponía de una poderosa fuerza aérea.
—Como responsable de la remodelación de Europa, me comprometo a imponer en este país un nuevo orden que obedezca a mis leyes —comentó a modo de conclusión.
Su cara había enrojecido mientras pronunciaba las últimas palabras. Hitler despidió a Günsche con el saludo fascista.
En noviembre de 1941, la situación de las tropas alemanas, atascadas ante Moscú y víctimas de las embestidas de los rusos, se hacía más crítica cada día que pasaba. En los informes del frente oriental que Linge leía a Hitler, se hablaba cada vez más de la oposición tenaz que presentaba el enemigo. Linge, que sabía de los estados de ánimo de Hitler, constató que éste se había tornado muy irritable. Sobre todo durante las reuniones de análisis militar, comenzó a criticar una y otra vez a Halder, Brauchitsch y Keitel. Las sesiones se convocaban todos los días a las doce del mediodía en el búnker de Keitel en la «Guarida del Lobo».
En los primeros días de diciembre se pudo oír desde la sala de reuniones la voz de Hitler, que hablaba por teléfono con Guderian, que comandaba el ejército acorazado ante Moscú.[213]
Hitler gritaba al auricular:
—¡Guderian! ¡Resista cueste lo que cueste! ¡Le enviaré refuerzos! ¡Movilizaré todo lo que tenga! ¡Puede contar ciegamente con ello! ¡Mantenga las posiciones, resista como sea!
Al poco tiempo se recibieron informes que afirmaban que Guderian estaba retrocediendo. Entre los oficiales de la guardia personal se comentaba que Hitler no estaba satisfecho con su estado mayor general.
Las sesiones dedicadas a la situación en el frente oriental se volvieron cada vez más tormentosas. Hitler gritaba, golpeaba la mesa con el puño y reprochaba a sus generales su incapacidad para la lucha. Muchas veces, éstos se precipitaban desde la sala de conferencias hasta el pasillo del búnker, para poder recuperarse después de aquellas andanadas de insultos. En una ocasión, mientras se celebraba una reunión, apareció en el pasillo el comandante en jefe del grupo de ejércitos del norte, el mariscal de campo Leeb. Muy excitado, corría de un lado a otro. En la habitación contigua, que daba al pasillo, se hallaban Gabriel, el ayudante de Keitel, y Linge, que, como siempre, estaba a disposición de Hitler. Leeb se detuvo en la puerta y se dirigió a Gabriel:
—¿Qué puedo hacer si el Führer ya no cree en mí?
La derrota de Moscú y el fracaso del asedio de Leningrado tensaron las relaciones entre las Waffen-SS y la Wehrmacht. Los soldados de las SS reprochaban a la Wehrmacht la falta de un verdadero espíritu bélico y el continuar apegados a métodos de manual. Los oficiales de la Wehrmacht, por su parte, se quejaban de que las unidades de las SS estaban mejor equipadas y armadas. Además, les recriminaban el hecho de gozar de una posición de privilegio en el conjunto de las fuerzas armadas. Unos a otros se acusaban de altanería.
La defensa firme de Leningrado, una ciudad que Hitler había pensado rendir con una táctica de desgaste, provocó en él un acceso de furia. Resoplando de rabia gritó:
—¡Arrasaré esa ciudad y exterminaré a su población! ¡Leningrado no se volverá a levantar! ¡Lo juro solemnemente!
En los momentos en que se tranquilizaba un poco, Hitler repetía en aquellos días una y otra vez:
—Una victoria la puede soportar cualquiera. Pero sólo los fuertes resisten la derrota.
El comandante en jefe del Ejército de Tierra, Von Brauchitsch, ya no se dejó ver más por el cuartel general del Führer tras el fracaso ante Moscú. Se decía que estaba enfermo, pero nadie se lo creía. Con ocasión del parte dado a los colaboradores del cuartel general acerca de la situación en el frente oriental, Schmundt explicó de manera ambigua que Brauchitsch estaba de baja por razones de salud y que el Führer había asumido en persona el mando del ejército.[214]
Hitler sustituyó por aquel entonces, además de a Brauchitsch, a los jefes de los ejércitos acorazados Guderian y Hoepner, al comandante en jefe del grupo de ejércitos del norte (Leeb) y a otros generales.[215]
En el cuartel general de Hitler se recuperaron los ánimos cuando el 7 de diciembre de 1941 los japoneses atacaron la flota de guerra americana anclada en Pearl Harbor. Las derrotas de la Wehrmacht alemana ante Moscú y Leningrado cayeron en el olvido. Alemania declaró la guerra a los Estados Unidos de América.[216] Aquel día, las conversaciones durante el almuerzo giraron en torno a la capacidad bélica de los norteamericanos. Halder concluía con burla que, según sus experiencias durante la primera guerra mundial, los oficiales de aquel país no resistían la comparación con los prusianos. Los oficiales americanos eran empresarios de uniforme, que temblaban por su vida. Su arte de la guerra no era nada del otro mundo.
Algunos días más tarde, Schmundt se presentó en la habitación de Linge para, como era habitual, tomar con éste una copita de licor. Al poco rato también apareció Hitler, que a veces visitaba a Linge para escuchar música ligera en la radio de éste. Hitler recibió de Linge el último informe del frente, se sentó al escritorio y pidió sus gafas. En el informe se podía leer que navíos americanos habían sido hundidos por submarinos alemanes.
—Lea usted, Schmundt —dijo Hitler a su ayudante personal militar—. ¿Ve usted en qué nos favorece la guerra abierta con América? Ahora sí podemos golpear con todas nuestras fuerzas.
Hitler indicó que los americanos estaban atados al teatro de operaciones del Pacífico. Esto permitía albergar la esperanza de que los submarinos alemanes pudieran interferir con mayor efectividad los suministros enviados por Estados Unidos a Inglaterra.
Hitler se reclinó y cargó lleno de desprecio contra Estados Unidos. Llamó la atención sobre el hecho de que los automóviles americanos jamás hubieran ganado una competición internacional. Sus aviones sólo eran bonitos, pero sus motores no valían nada. Esto era para él una prueba de que se sobrevaloraba la tan encumbrada industria norteamericana, que en realidad no podía aportar ningún mérito destacado, sino tan sólo mediocridad y mucha publicidad.
Linge recibió la visita de Schädle, el jefe de la seguridad personal de Hitler, después de que éste y Schmundt se hubieran marchado. Schädle inició una conversación sobre la desastrosa situación en el frente oriental. Comentó que hacía ya mucho tiempo que el Führer no viajaba al frente. Las tropas tienen que ver a su Führer.
—¡Por todos los diablos!, ¿con qué se entretiene el jefe todo el tiempo? —preguntó Schädle.
Linge sabía muy bien con qué se entretenía Hitler, pero no dijo nada.
Hitler pasaba su tiempo en conferencias con sus generales; se dedicaba a chismorrear con el fotógrafo Hoffmann y sus compinches; leía novelas de aventuras; dibujaba abstrusos esbozos arquitectónicos, pues se consideraba un gran artista; se retiraba por las noches con Schaub, que le mostraba con su proyector de diapositivas imágenes de bailarinas parisinas desnudas; o sacaba a pasear su perro, un terrier escocés, Burli, que Bormann le había procurado. En el cuartel general, el animalito, dado su pequeño tamaño, fue bautizado como el «imperial perro de la gran Alemania».
A comienzos de diciembre de 1941, se cumplió por fin el deseo de la guardia personal de Hitler: Schmundt dio la orden de preparar un vuelo al frente de Taganrog, situado a una distancia de casi doscientos kilómetros. Hacía un tiempo frío y nebuloso. Baur, el piloto de Hitler, no lo consideraba propicio para un vuelo de esas características. Keitel se dirigió al búnker de Hitler y le pidió que suspendiera el viaje al frente a causa del mal tiempo, empleando el tono sumiso que solía emplear en sus conversaciones con Hitler.
—¡No! ¡No! —le interrumpió éste—. Resulta ahora muy importante que resistan allí, en el sur. Incluso mi Leibstandarte está retrocediendo. Tengo que volar al frente sin falta.
En un tono servil hasta el extremo, Keitel intentó explicar que temía que algo le pudiera suceder a Hitler:
—Mein Führer, sobre su persona descansa todo.
Hitler, halagado, respondió:
—De acuerdo, veremos qué tiempo hace mañana.
Al día siguiente Hitler decidió volar a Taganrog.[217] Hacia el mediodía su avión aterrizó en Poltava. Hitler, Schmundt, Morell y Linge subieron a un bombardero Heinkel[218] y volaron, escoltados por aviones de caza, hasta Mariupol. El aparato se tambaleaba con fuerza. Hitler tenía un aspecto pálido y terrible.
En el aeródromo de Mariupol, el dictador fue recibido por Von Reichenau y Von Kleist. Desde allí, y en compañía de éstos, se dirigió al cuartel donde estaba instalado el estado mayor del ejército.
En el pasillo mal iluminado del estado mayor, Linge se tropezó con un hombre que llevaba puesta una vestimenta de piel de oveja y un gorro de cuero que ostentaba la calavera de las SS:
—¡Por fin habéis llegado, camaradas! —exclamó.
Era Sepp Dietrich, el comandante del Leibstandarte Adolf Hitler. Preguntó dónde estaba el Führer y lo condujeron a su presencia. Las tropas que habían acompañado a Dietrich le explicaron a Linge que los rusos no les daban ni un instante de tregua. Sin ningún tipo de reparo criticaban al mando de la Wehrmacht y expresaban su esperanza de que el Führer se presentara ante las tropas para levantarles el ánimo.
Hitler, sin embargo, se contentó con la visita al estado mayor. Dio la orden de conservar la cuenca del Donetz a toda costa y voló a la mañana siguiente de vuelta a Poltava. Allí, el mal tiempo provocó un retraso involuntario. Reichenau, que había despegado de Mariupol al mismo tiempo que Hitler y cuyo estado mayor estaba instalado en Poltava, no aparecía. No hubo posibilidad de comunicar telefónicamente con la «Guarida del Lobo» en Rastenburg. Hitler se puso visiblemente nervioso. En un estado de gran excitación esperó más de una hora en el despacho del comandante del aeródromo, en medio de un calor sofocante. Finalmente apareció Reichenau. Su piloto no había sido capaz de localizar el lugar de aterrizaje. El tiempo era horrible, no había visibilidad y hacía frío. Hitler aceptó de inmediato cuando Reichenau lo invitó a su residencia.
A la mañana siguiente volvió a su cómodo cuartel general, donde Keitel lo recibió con muestras de alegría. Hitler estaba muy satisfecho con su «proeza».