CAPÍTULO 4

NOVIEMBRE DE 1937 - FEBRERO DE 1939

Hitler pasó en su palacete del Berghof el mes de noviembre de 1937. Allí, Eva Braun había reunido a sus amigas, mujeres que se comportaban de manera despreocupada, en ocasiones frívola, como era propio de los ambientes bohemios de Múnich. En la mesa conversaban sin tapujos sobre los asuntos más íntimos. Cuando los ordenanzas de las SS les llevaban refrescos a las habitaciones, ellas iban a medio vestir, sin mostrar asomo de vergüenza. Y cuando por las noches se proyectaban las películas, comentaban en voz alta la apostura de los actores. «Qué tipo más maravillosamente masculino», podía oírse en aquellas ocasiones. Sin recato intercambiaban opiniones acerca de los soldados, de excepcional estatura, que componían la guardia personal de Hitler. Las damas disfrutaban sobre todo cuando Hoffmann, el fotógrafo de Hitler, soltaba uno de sus chistes cínicos, o cuando Morell, el médico personal de Hitler, contaba los chismes que llegaban a su consulta de la Kurfürstendamm.

En aquellos días, Hitler apenas tomaba nota de esta palabrería de las damas. Lo consideraba algo normal, porque para él las mujeres eran seres superficiales.

A Hitler le preocupaba sólo un asunto: Austria. Muchos nazis austríacos habían tenido que refugiarse en Baviera, debido a los enfrentamientos que se producían de manera continua entre los seguidores del Gobierno de Schuschnigg y los nacionalsocialistas, unos enfrentamientos que eran instigados desde Berlín.

Con estos refugiados se formó la llamada Legión Austríaca. Esta unidad recibía instrucción de oficiales y suboficiales austríacos del Leibstandarte Adolf Hitler de las SS, que realizaban con ella maniobras y la entrenaban para la lucha callejera. El estado mayor de las SA austríacas, que había sido trasladado a Múnich, infiltraba estos combatientes en Austria, donde tenían la misión de llevar a cabo actos de sabotaje. Por deseo de Hitler y en honor suyo se celebró en el Berghof un desfile de la Legión Austríaca. Hitler los exhortó a no cejar en su lucha por una Austria nacionalsocialista. Al fin y al cabo, se trataba de su patria y ésta acabaría por ser anexionada al Reich de una u otra manera.

El 14 de noviembre se esperaba en el Obersalzberg la visita de Halifax, el Lord del Sello Privado del gabinete de Chamberlain.[113] El vizconde de Halifax era la persona designada para iniciar las negociaciones entre Inglaterra y Alemania por la anexión de Austria. Hacia las tres de la tarde Halifax se presentó en el Berghof. Era un hombre alto y delgado. El dueño de la casa lo esperaba personalmente en la puerta, le estrechó la mano y lo acompañó hasta el guardarropa.

Después de quitarse el abrigo y dos jerséis de lana, parecía aún más delgado. Halifax siguió a Hitler hasta su estudio. Allí se celebró la entrevista en presencia de Neurath y del traductor Schmidt. Más o menos una hora después, Halifax y Hitler volvieron a salir. La expresión de sus caras ponía de manifiesto un entendimiento completo.

Hitler se mostró eufórico tras la partida de Halifax. Se frotaba las manos y se golpeaba los muslos, como si acabara de cerrar un buen trato.

Durante la cena, las amigas de Eva Braun se burlaron del atuendo de Halifax y de su figura larga y descarnada. Hitler lo defendió. Lo alabó como un político inteligente, que respaldaba por entero las pretensiones de Alemania. Recalcó que Halifax le había asegurado que Inglaterra no pondría obstáculos a Alemania en su política respecto a Austria. Más aún, Halifax había declarado que quería establecer con Alemania un pacto paralelo al del Eje Berlín-Roma. Dicho pacto, sin embargo, no debía afectar a las relaciones germano-italianas. Hitler exclamó con alegría:

—Siempre lo había dicho. Los ingleses y yo acabaríamos tirando de la misma cuerda, porque se guían en su política por los mismos principios que yo: lo primordial es la destrucción del bolchevismo.[114]

Después de su encuentro con Halifax, Hitler exclamó ante los legionarios austríacos que desfilaban delante del palacete del Berghof:

—¡La hora en que se han de cumplir vuestros deseos está a punto de llegar!

Apenas había finalizado el año 1937, cuando los disturbios provocados en Viena por los partidarios de Hitler crearon una situación que favorecía los intereses de éste. Sin embargo, el buen humor que había predominado después de la entrevista con Halifax se había esfumado. El Gobierno en Viena se resistía de manera pertinaz al Anschluss.

Schuschnigg y los monopolistas austríacos se oponían a la anexión porque ésta les arrebataba su independencia económica y obstaculizaba sus propios planes de agresión. Actuaban según el principio de que Austria era el segundo estado alemán y, como tal, tenía que cumplir su propia misión en el sudeste de Europa. Para demostrar la capacidad de supervivencia de una Austria independiente de Alemania, los partidarios de Schuschnigg recordaban que durante la guerra de 1914-1918 Austria había llevado a los pueblos eslavos a luchar por la nación alemana.

Escandalizado por el comportamiento del Gobierno de Schuschnigg, Hitler convocó a éste en el Obersalzberg. El canciller austríaco llegó allí el 11 de febrero de 1938.[115] Hitler lo recibió en su despacho sin ningún tipo de ceremonial. La expresión de su cara era lúgubre, la frente estaba arrugada. Con ello pretendía que Schuschnigg supiera desde un principio que se le avecinaba una tormenta. La entrevista se llevó a cabo sin testigos.

Pronto, sin embargo, se pudo oír el tronar de la voz de Hitler en toda la planta:

—¡Por Dios! Pero ¿qué se ha creído usted? ¡Yo, un austríaco de nacimiento, he sido designado por la providencia para crear un gran Reich alemán! ¡Y usted se me cruza en el camino! ¡Voy a aplastarlo!

Hitler hizo sonar el timbre para llamar a Linge, que estaba prestando su servicio junto a la puerta del despacho. Cuando éste entró, pudo ver a Schuschnigg desplomado y a Hitler resoplando de ira. El Führer, con ojos centelleantes, espetó a Linge:

—Que se presente el general Keitel.

Keitel se hallaba en el palacete desde primera hora de la mañana con motivo de la visita de Schuschnigg. Calzado con botas y con sus espuelas y todo su atuendo militar parecía el dios de la guerra Marte en persona.

Keitel era el general más leal a Hitler. Había sustituido a Blomberg, caído en desgracia por la actitud indecisa que mantuvo durante la remilitarización de Renania. A Blomberg lo mencionará Hitler aún en muchas ocasiones:

—Para mí es una persona demasiado blanda. No lo necesito para mis proyectos futuros.[116]

Cuando Hitler hizo llamar a Keitel, éste estaba sentado en el jardín de invierno. Keitel se ajustó su sable e, imitando a Hitler, dirigió una mirada inquisitiva al gran espejo para averiguar si su aspecto era lo suficientemente marcial. Luego subió las escaleras hacia el despacho de Hitler, produciendo un gran estrépito con sus armas.

Al poco rato, Keitel acompañó a Schuschnigg escaleras abajo. Los soldados de las SS, que andaban por todas partes, percibieron que Schuschnigg ofrecía un aspecto ciertamente lamentable. Se retiró completamente aturdido y saludó con un gesto errático que pretendía dar a entender un saludo nazi, tal como comentaban entre risas los soldados de las SS.

En el transcurso de la cena, Hitler explicó cómo había «arrastrado por los suelos» a Schuschnigg:

—Cuando entró Keitel, yo le pregunté: «¿Cuántas divisiones hay en la frontera, Keitel?». Y luego: «¿Qué dice el servicio de información sobre el ejército del enemigo, Keitel?». Y Keitel respondió con desprecio: «No vale la pena el comentario, mein Führer». Sólo hubo una representación, la del «dios de la guerra» Wilhelm Keitel —exclamó Hitler con una risa estruendosa.

Hitler volvió a Berlín poco después de la entrevista que mantuvo con Schuschnigg. En la cancillería del Reich circulaban rumores según los cuales, y por lo que decían los informes de Von Papen, el embajador alemán en Austria, Schuschnigg no estaba dispuesto a ceder y había solicitado la ayuda de Inglaterra. La cancillería del Reich desplegó una actividad febril en aquellos días. Hitler recibió a Henderson, el embajador inglés en Alemania. Además celebró diversas reuniones con Göring, Keitel y Brauchitsch, el comandante en jefe del Ejército de Tierra. Las llamadas telefónicas a Viena iban y venían. Göring se presentó ante Hitler la tarde del 11 de marzo. Por la noche se recibió una llamada telefónica procedente de Viena. Hitler ordenó pasar la llamada al salón de música, que poseía un mayor aislamiento. Al teléfono se encontraba Seyss-Inquart, el líder de los nazis austríacos. La comunicación se interrumpió antes de que Hitler pudiera decir una sola palabra. Las llamadas de larga distancia siempre le sacaban de quicio, pero ahora estaba doblemente nervioso.

Hitler odiaba el teléfono. Con frecuencia, en su línea se interferían conversaciones ajenas, lo que llegaba a producir situaciones absurdas. Cuando una vez alguien le preguntó quién era y él respondió ateniéndose a la verdad, le respondieron desde el otro lado de la línea:

—¡Estás chiflado!

En Bayreuth recibió una llamada preguntando por la hora. En otras ocasiones, cuando Hitler hablaba con Eva Braun, se le advertía:

—En esta línea están prohibidas las conversaciones privadas.

Parecía evidente que la centralita de la cancillería del Reich no estaba a la altura de las circunstancias cuando se recibió la llamada de larga distancia el 11 de marzo. Por razones imposibles de determinar no hubo forma de trasladar la llamada a las habitaciones privadas del Führer. Finalmente, Hitler y Göring tuvieron que acudir a la centralita. Allí Hitler tomó el auricular y después de una larga espera alguien respondió. Pero sólo era un mecánico de la compañía telefónica. Hitler perdió definitivamente los nervios y traspasó a Göring el «difícil» asunto.

Göring, que por su corpulencia ocupaba casi todo el espacio de la habitación, logró contactar con Seyss-Inquart. Habló al auricular:

—Hola, Seyss, ¿qué tal van las cosas por allí?

Göring escuchó durante medio minuto y luego, en voz baja, dirigió una pregunta a Hitler, que se hallaba junto al sofá con las rodillas apoyadas en él y jugaba nervioso con un cordón de la cortina. De repente tiró con tal fuerza del cordón que toda la cortina cayó sobre el sofá. Hitler chilló:

—¡Sí, sí, que actúe!

Göring acabó la conversación con las palabras:

—¡Todo en orden, estamos de acuerdo! ¡Hasta pronto!

Hitler estaba fuera de sí de ira por la decisión de Schuschnigg de convocar un plebiscito popular para decidir sobre la anexión de Austria a Alemania.

Al día siguiente, el 12 de marzo, a las nueve de la mañana, Hitler despegó del aeropuerto de Berlín, escoltado por aviones de caza, para volar al aeródromo de Oberwiesenfeld, próximo a Múnich.

Desde allí se dirigió en coche al estado mayor del grupo de ejércitos de Bock, que se hallaba emplazado en Mühldorf, junto a la frontera austríaca.

Aquel mismo día las tropas alemanas hicieron su entrada en Austria.

Hacia última hora de la tarde, Hitler llegó a Linz con una unidad avanzada de su Leibstandarte. Una vez allí y desde el balcón del Ayuntamiento, anunció la anexión de Austria al Reich alemán. Junto a él se hallaba el nuevo canciller austríaco, su favorito Seyss-Inquart. Schuschnigg le había traspasado a toda prisa el cargo.

Hitler hizo su entrada en Viena el 14 de marzo. El Leibstandarte tenía la misión de garantizar la seguridad en la ciudad. Hitler se hospedó en el hotel Imperial, donde el cardenal Innitzer, de la Iglesia católica, dio la bienvenida al que llamó «su Führer». En Viena Hitler proclamó el Gran Reich alemán.

Al día siguiente, la guarnición de Viena ya portaba el águila alemana en sus uniformes.

Con la anexión de Austria, los aliados Hungría e Italia pasaron a tener fronteras comunes con Alemania. Checoslovaquia, por su parte, se veía cercada por el norte, el sur y el oeste.

A partir de aquel momento había que contar con la anexión de este pacífico país. En la prensa alemana se hablaba abiertamente de la anexión de Checoslovaquia como parte del plan de Hitler para expandirse hacia el este.

La anexión comenzó a prepararse cuando los alemanes de los Sudetes, que poblaban las tierras limítrofes de Checoslovaquia, fueron incitados por sus dirigentes nacionalsocialistas a provocar a los checos.[117]

La campaña difamatoria contra aquel país tuvo su momento culminante durante la convención del Partido nacionalsocialista de Alemania, celebrada en la ciudad de Núremberg durante la primera quincena de septiembre de 1938.

La convención del Partido se celebró con el lema de la «Gran Alemania» y sirvió para proclamar la expansión alemana hacia el este. Hitler se presentó allí como el protector de los alemanes de los Sudetes, que, según él, estaban siendo esclavizados por los checos. Hitler declaró en su discurso del 12 de marzo:

—¡No toleraré que los checos tengan bajo su tutela a tres millones y medio de alemanes![118]

Su discurso, de tono histérico, estuvo lleno de injurias e insultos dirigidos contra los checoslovacos.

Al mismo tiempo, se realizaban los preparativos militares. Las tropas alemanas se concentraron en la frontera con Checoslovaquia, bajo el mando supremo del coronel general (Generaloberst) Von Leeb. El general List se encargó de proporcionar a toda prisa una instrucción prusiana al ejército austríaco, integrado desde aquellos días en la Wehrmacht.

A Hitler le preocupaban poco las obligaciones de Francia respecto a su aliado checoslovaco. Solía decir:

—Los franceses no cruzarán la línea Maginot.[119]

El discurso que Hitler pronunció en el congreso del Partido en Núremberg y la concentración de tropas alemanas en la frontera checa llamaron la atención de Londres.

El 15 de septiembre, recién clausurada la convención del Partido, el primer ministro británico, Neville Chamberlain, aterrizó en el aeropuerto de Salzburgo, situado en las cercanías del palacete del Berghof. En el aeropuerto, el ministro de Exteriores, Ribbentrop, y el jefe de protocolo, el barón Von Dörnberg, dieron la bienvenida a Chamberlain y a sus colaboradores.[120]

Hitler en persona, vestido con el uniforme nazi, esperaba a Chamberlain junto a la escalera que llevaba al palacete. Le acompañaban sus ayudantes Brückner y Schmundt, así como Hewel, el representante permanente de Ribbentrop ante Hitler.

Hitler saluda a Chamberlain alzando el brazo. Éste agita su sombrero con un gesto amable. Se dan la mano, se presentan mutuamente a sus colaboradores y ascienden a continuación las anchas escaleras. A la entrada del palacete se ha emplazado una sección de las SS con tambores. Hitler y Chamberlain pasan revista a la guardia de honor. Chamberlain saluda con el sombrero. De su brazo izquierdo cuelga un paraguas.

Hitler conduce a Chamberlain al guardarropa y luego a su despacho, en la primera planta. Hacia allí le siguen Ribbentrop y el traductor Schmidt. Los colaboradores de Chamberlain son llevados al jardín de invierno, donde se les sirve un café.

Después de una entrevista de tres horas, Chamberlain se despide de Hitler. A la salida del palacete vuelven a redoblar los tambores. Hitler acompaña al primer ministro inglés hasta el automóvil, donde ambos intercambian un cordial apretón de manos.

En compañía de Ribbentrop, Chamberlain retorna a Salzburgo y pasa la noche en el hotel Österreichischer Hof. Al día siguiente vuela de regreso a Londres.

Hitler y Hewel caminan de un lado a otro de la habitación, una vez que se ha marchado Chamberlain. Una tras otra se abren las puertas de las habitaciones donde Eva Braun y sus amigas habían esperado la partida de los huéspedes ingleses. En el palacete desaparece poco a poco la atmósfera oficial.

Hewel informa de que el Gobierno británico se había sobresaltado con el tono militante del congreso nacionalsocialista. Por tal motivo, y para hacerse una idea de las exigencias de Hitler, Chamberlain había querido visitarlo en persona. De momento, dichas exigencias consisten en reclamar para Alemania la región de los Sudetes. Chamberlain ha dado a entender que Londres mantiene una actitud favorable en esta cuestión. Además, Chamberlain se muestra dispuesto a repetir la visita para discutir de qué manera se entregarían los Sudetes a Alemania.

Linge mira el reloj. Es la hora de la cena. Le comunica a Hitler que todo está preparado. En el comedor, Hitler saluda a las esposas del inspector general de la construcción, Albert Speer, y del Reichsleiter Martin Bormann, que se han presentado procedentes de sus respectivas mansiones. Hitler guía a la esposa de Speer a la mesa. Speer se hará más tarde famoso como supervisor de enormes ejércitos de prisioneros de guerra y pacíficos ciudadanos convertidos en mano de obra esclava. Les siguen Bormann y Eva Braun. El resto les acompaña y el comedor no tarda en inundarse con el rumor de las conversaciones que mantienen las personas sentadas a la mesa. Las mujeres, que habían observado a Chamberlain por las ventanas, se burlan del inglés anticuado, que en ningún momento se había separado de su paraguas. Hitler explica con un tono grandilocuente:

—El viejo ha tenido que subir a un avión por primera vez para venir a verme. —Y añadió con ironía—: Pronto volverá a ser blanco de vuestras burlas.

En efecto, Chamberlain regresó a Alemania apenas una semana más tarde, el 20 de octubre[121] y esta vez le acompañó todo un estado mayor de colaboradores. Para las negociaciones se optó en esta ocasión por Bad Godesberg, a cien minutos de vuelo de Londres. Las entrevistas se celebraron en el hotel Dreesen.

Dreesen, el propietario, y su esposa eran viejos camaradas del Partido. Hitler ya se había alojado en su establecimiento antes de 1933. Después de la toma de poder de Hitler, Dreesen se convirtió en el presidente de la Asociación de Hoteles y Restaurantes (nacionalsocialista).[122] El hotel Dreesen ha sido decorado con nuevos muebles y alfombras en honor de los británicos. En él se alojan Hitler y su séquito. Chamberlain se instala en la orilla opuesta del Rin, en el hotel Petersberg.

Un transbordador lleva a los huéspedes británicos a Bad Godesberg en el atardecer del 22 de septiembre. Ribbentrop y el barón Von Dörnberg acompañan a Chamberlain al cercano hotel. Allí los espera Hitler.

Ribbentrop viste un sencillo traje de calle y la camisa parda nazi, un gesto significativo que va contra todas las reglas de la etiqueta diplomática.

Pasan por delante de una formación de soldados de las SS, llegan al vestíbulo del hotel y suben al primer piso. La habitación más grande del apartamento de Hitler sirve de lugar de reunión. El dictador ya ha llegado.

Una hora más tarde, Chamberlain vuelve a aparecer en el vestíbulo. Por todas partes se dejaban ver los guardias de las SS. El británico ya no se muestra tan satisfecho como antes de la reunión. Chamberlain se sube al automóvil, que lo lleva hasta el transbordador.

Hewel se dirige a Brückner y Linge:

—El Führer y Ribbentrop saben cómo tratar a los ingleses. Exigen cada vez más y Chamberlain se ve obligado a realizar una concesión tras otra. Pero a la City no le interesa la moral, allí sólo saben de negocios. Los distinguidos gentlemen saben que son unos grandes usureros.

Al atardecer, Dörnberg, que se alojaba en el hotel de los ingleses, informó de que se había presentado allí Henderson, el embajador en Berlín. Al rato, Henderson acudió al hotel de Hitler, para negociar con éste en nombre de Chamberlain. Fue conducido al despacho de Hitler.

Ribbentrop, de pie junto a la puerta, preguntó a Henderson de manera grosera y sin rodeos:

—Bueno, Mister Henderson, ¿qué dice Mister Chamberlain? Henderson lo apartó y entró en la habitación. Hitler explicaba con frecuencia, después de sus entrevistas con Henderson, que éste actuaba a favor de Alemania y que transmitía de manera muy servicial todos los deseos alemanes a Londres.

En cuanto Henderson abandona la sala, Hewel es llamado a presencia de Hitler y Ribbentrop. A continuación se manda venir a una secretaria para dictarle un texto. Desde la habitación de Ribbentrop se puede oír el repiqueteo de la máquina de escribir. Se formulan a toda prisa las exigencias que Hitler plantea a Checoslovaquia y que han de ser presentadas aquel mismo día a los ingleses. Los folios ya escritos los lleva Hewel a Hitler para la corrección. Luego son devueltos a Ribbentrop. En algunos momentos se puede ver que es el propio Ribbentrop el que corre con los folios en la mano hacia Hitler. En la formulación de las exigencias también participa Gaus, el director de la sección jurídica del Ministerio de Asuntos Exteriores. Finalmente, se ha fijado el enunciado de las reclamaciones. Pero Hitler no se da por satisfecho. Manda llamar a Linge y le ordena que Hewel le vuelva a traer la última parte del texto. De esta manera se llega hasta altas horas de la noche. Tampoco se apagan las luces en el hotel Petersberg, en la orilla opuesta del Rin, donde se hospeda Chamberlain, y el transbordador cruza repetidas veces el Rin de una orilla a la otra.

Veinte horas más tarde, al atardecer del 23 de septiembre, Chamberlain vuelve a presentarse en el hotel de Hitler. Ambos se entrevistan durante un largo rato en presencia de Ribbentrop y Schmidt. Durante la entrevista hicieron falta mapas de Checoslovaquia, que les fueron traídos por Hewel. Cuando éste salió del despacho de Hitler, constató, satisfecho, que el asunto iba de maravilla. De manera significativa añadió:

—El Führer no está siendo delicado con Chamberlain y le está presionando mucho. Chamberlain, en nombre de Inglaterra, ha hecho promesas muy inequívocas en cuanto a la entrega de los Sudetes a Alemania. También tendrá que cumplir con el resto de nuestras exigencias.

Al poco, las negociaciones llegaron a su término. Hitler y Chamberlain descendieron por la escalera. Junto a una palmera del vestíbulo se les interpuso Hoffmann, el fotógrafo de Hitler. El fogonazo de su cámara fijó una instantánea significativa: Hitler y el primer ministro Chamberlain bajo la «palmera de la paz».

Chamberlain voló de vuelta a Londres, mientras que Hitler regresaba a Berlín. Allí esperó la respuesta del Gobierno checoslovaco a sus demandas. Los ingleses se habían ocupado de transmitirlas a los líderes checoslovacos. Pero Praga no se doblegó.[123] Hitler está furioso y asegura:

—Se han acabado las negociaciones. ¡Vamos a atacar!

A su asistente personal le da la orden de sustituir el uniforme negro de las SS por el gris de la Wehrmacht, para así poner de manifiesto su ánimo beligerante.

Por aquellos días Hitler recibía una y otra vez la visita de Attolico, el embajador italiano en Berlín, vestido con la camisa negra, el uniforme de los fascistas italianos. El 27 de septiembre de 1938, Attolico se presentó en cuatro ocasiones. Cuando abandonaba la cancillería del Reich por tercera vez, Hitler le dijo a Linge, que le traía los periódicos, utilizando un tono que mezclaba rabia y satisfacción:

—¡Está muerto de miedo! Si siguiéramos sus consejos, no acabaríamos nunca con este asunto.

A última hora de la tarde se supo en la cancillería del Reich que Hitler se había dejado convencer por Mussolini para convocar una conferencia de las cuatro potencias (Alemania, Inglaterra, Francia e Italia) para debatir la cuestión de los Sudetes.[124] El 28 de septiembre, a primera hora de la mañana, Hitler se preparaba para su viaje a la ciudad de Múnich, donde se había de celebrar el encuentro.[125] Al atardecer el tren de Hitler salió de la estación Anhalter y llegó a la mañana siguiente a Kufstein, en el Tirol. Quería encontrarse allí con el Duce camino de la capital de Baviera.

La vía estaba desierta; la estación, cerrada. En el andén opuesto hace su entrada el tren del Duce. Mussolini desciende de uno de los vagones. Hitler se apresura para acudir a su encuentro. Estrecha las dos manos a su aliado y le mira con los ojos muy abiertos y con una mirada afectuosa. Los dos suben al vagón-salón y continúan juntos el trayecto hasta Múnich. Una vez en la ciudad, Hitler y Mussolini se dirigen al Prinz-Carl-Palais, donde se hospedan el Duce y su yerno, el conde y ministro de Exteriores, Ciano.

En las calles de la capital nada sugería que se celebraba una conferencia de las cuatro potencias. En virtud de una orden de Hitler, se habían prohibido todas las muestras públicas de júbilo. Con ello se quería dar a entender a los hombres de Estado extranjeros que la Alemania nacionalsocialista no sentía aprecio por las conferencias internacionales. Hitler consideraba las reuniones y las sesiones del Reichstag como eventos a los que tan sólo se acudía para chismorrear.

Chamberlain fue recibido en el aeropuerto de Oberwiesenfeld por Ribbentrop y el consejero de Estado de Baviera, Christian Weber, que se había presentado con el uniforme de un general de brigada de las SS. La presencia de este muniqués, especulador a gran escala y enemigo acérrimo del bolchevismo, se consideró idónea en la recepción del primer ministro de su majestad el rey británico.

Para Chamberlain y sus colaboradores se había reservado el hotel Regina. El primer ministro francés, Edouard Daladier, fue recibido en el aeropuerto por Göring. Daladier se hospedó en el hotel Vier Jahreszeiten. La conferencia se inauguró el 29 de septiembre en la «Casa Parda», la sede del Partido nacionalsocialista.[126]

Antes del inicio de las sesiones, Hitler pasó a recoger a Mussolini y juntos se dirigieron al edificio del Führer. Allí esperaron en el despacho de Hitler la llegada de Chamberlain y Daladier. Hacia la una del mediodía, el redoblar de los tambores de la guardia de honor de las SS anunció la llegada de Chamberlain, que se presentó acompañado de Ribbentrop.

Chamberlain entregó su abrigo y subió las escaleras, adornadas de flores, hasta el despacho de Hitler. En todos los pasillos había soldados de las SS de rostro rígido y acerado. Tenían la orden de dar a entender que estaban preparados para ponerse en marcha. A su saludo de «Heil, Hitler!», Chamberlain respondió con una amable inclinación de cabeza.

Al igual que sus soldados de las SS, también Hitler se las daba de guerrero vigoroso. Con su entrada en escena quería demostrar a Chamberlain que los checos lo habían irritado. Junto con Mussolini, estaba sentado en el centro de la habitación y esperaba, sin levantarse, a que Chamberlain se dirigiera hacia él. Bajo los focos del fotógrafo Hoffmann, Hitler, con una cara fría e impasible, alargó la mano a Chamberlain.

También Mussolini saludó a Chamberlain de manera distante.

Entonces se abrió la puerta e hizo su entrada Daladier. Hitler lo saludó de la misma manera que a Chamberlain.

Sin más ceremonias, el Führer pidió a los jefes de Gobierno de Inglaterra, Francia e Italia que tomaran asiento alrededor de la mesa redonda, situada junto a la chimenea.

Hitler se acomodó como siempre, de espaldas a la ventana, de manera que su cara quedara en penumbra. A su izquierda se sentaba Chamberlain, preocupado y confuso. Daladier y Mussolini tomaron asiento en el sofá, a la izquierda de Hitler; ambos manifestaban una expresión digna y decidida.

De esta manera dio inicio la fatídica conferencia de Múnich.

El intérprete Schmidt abandonó el despacho de Hitler después de la sobremesa del mediodía. Pide que se llame al general Keitel y al coronel Schmundt, que han de traer consigo un mapa del estado mayor general.

Los participantes en la conferencia están ahora de pie alrededor de una larga mesa sobre la que se han desplegado los mapas. La reunión se parece ahora a una comisión de fronteras.

Hacia el atardecer, Hitler logró el objetivo que se había propuesto para ese día. Los tratados internacionales que garantizaban la integridad territorial de Checoslovaquia ya eran tan sólo papel mojado. A la pregunta retórica de Hitler: «¿Y qué pasa si los checos no quieren?», respondió Daladier con tono cortante:

—¿Si no quieren, excelencia? ¡Tendrán que querer!

Y ello a pesar del pacto de alianza que habían firmado Francia y Checoslovaquia.

Hitler parece insólitamente fresco. Está eufórico. A Linge le ordena que traiga el libro de visitas de la «Casa Parda». Los jefes de Gobierno de las cuatro potencias (Hitler, Mussolini, Chamberlain y Daladier) estampan su firma en la página que lleva la fecha del 29 de septiembre de 1938, una jornada funesta para todos los pueblos amantes de la paz. A su firma añaden «en “feliz” memoria».[127]

Así concluyó la conferencia de Múnich.

Hitler y Mussolini se dirigieron en coche a la estación. Una vez allí, el Führer se despidió del italiano. En el momento en el que el tren del Duce comenzaba a ponerse en marcha, éste se asomó por la ventana y volvió a apretar las dos manos de Hitler. El Führer partió desde la estación a su residencia de la Prinzregentenplatz.

Chamberlain y Daladier informaron a los representantes de Checoslovaquia que se encontraban en Múnich sobre los resultados de la conferencia: se separaban de Checoslovaquia los Sudetes y las tierras limítrofes con Austria. Los checos no habían sido admitidos a participar en la cumbre en la que se decidía el destino de su país. Aguardaron los resultados en el hotel Regina, donde también se hospedaba la delegación inglesa encabezada por Chamberlain. La decisión de instalar a los checos bajo el mismo techo que los ingleses había sido comentada por Keitel con malicia:

—Así no se les ocurrirá hacer tonterías.

Daladier voló a la mañana siguiente a París. El mismo día, el 30 de septiembre, Chamberlain pidió una nueva entrevista con Hitler. El enviado Hewel lo acompañó hasta la residencia privada de la Prinzregentenplatz. Con ello quedaba manifiesto el carácter no oficial del encuentro. Una hora más tarde, Hitler hizo venir a la secretaria Johanna Wolf. Al poco se oyó el repiqueteo de una máquina de escribir en la habitación de Eva Braun. Allí la secretaria escribía una declaración conjunta de Adolf Hitler y Neville Chamberlain. La versión en limpio fue presentada en varias copias a Hitler y Chamberlain. Ambos suscribieron el documento. En virtud del mismo se proclamaba al mundo que las relaciones germano-británicas eran de trascendencia decisiva para asegurar la paz en Europa y que consideraban el pacto de Múnich (sobre la partición de Checoslovaquia) un hecho que «simboliza el deseo de nuestros pueblos de no enfrentarse nunca más en una guerra».

Con una expresión de felicidad, Chamberlain guardó el documento en el bolsillo interior de su chaqueta y estrechó la mano de Hitler durante largo rato.

Una vez en la calle, Chamberlain se quita el sombrero de manera marcadamente amable para responder al saludo nazi de las tropas de las SS. Éstos no pueden ocultar su asombro por la satisfacción de Chamberlain.

Aquel mismo día, Chamberlain vuelve a subirse al avión que lo ha trasladado ya tres veces a la Alemania de Hitler.

Un día más tarde, el 1 de octubre de 1938, tropas alemanas al mando del coronel general Von Leeb cruzaron la frontera de Checoslovaquia y pasaron sin impedimento la línea de fortificaciones que había diseñado el ingeniero militar francés Maginot, y que el primer ministro francés Daladier y el primer ministro inglés Chamberlain habían dejado expedita para Hitler.[128]

Los Sudetes y algunos territorios adyacentes a la antigua frontera austríaca fueron anexionados al «Tercer Reich». Múnich, el fruto de los esfuerzos de Inglaterra y Francia por dirigir la agresión de Hitler del oeste hacia el este, se convirtió de esta manera en el prólogo de la segunda guerra mundial.

En Londres y París los resultados de la cumbre de Múnich se presentaron a la opinión pública como una acción que ha «salvado la paz».

Ribbentrop informó a Hitler de que a Daladier, de vuelta en París, se le había preparado un recibimiento triunfal en el aeropuerto de Le Bourget. Se habían presentado allí miembros del Gobierno francés, senadores, representantes de la industria y la banca, así como miembros del cuerpo diplomático. Se felicitó a Daladier por su triunfo diplomático. El embajador estadounidense, Bullit, que también estaba presente, insistía en fumar un cigarrillo con Bräuer, el secretario de Embajada alemán en París, que sustituía al embajador ausente, el conde Welczeck. Quería fumar, decía, una «pipa de la paz».

Daladier fue virtualmente llevado en volandas hasta el automóvil, en medio de vítores a su persona y a Chamberlain.

Comenzaba el fatídico año 1939.

De vuelta en la cancillería del Reich, después de haber visitado a Göring con motivo del cumpleaños de éste, Hitler se encontró con Hess, Goebbels y el general de división de las SS Wilhelm Keppler, instalados en el salón de fumadores, en penumbra y junto a la chimenea. Keppler ostentaba el cargo de «comisario de asuntos económicos». Era uno de los máximos responsables de la expansión económica del Reich hitleriano. Keppler se disculpó por tener que importunar brevemente al Führer y siguió a Hitler al salón de música. Una media hora más tarde, Keppler abandonó el recinto y dijo, despidiéndose de Hess y Goebbels:

—Tengo la cabeza como una olla de grillos. El Führer afirma que ahora es el turno de toda Checoslovaquia. Para mí lo más importante ahora es preparar la incorporación de las industrias de la cuenca de Bohemia y Moravia. Nos son indispensables.[129]

Dicho esto, Keppler abandonó la cancillería del Reich a toda prisa y con una sonrisa dibujada en el rostro.

En sus delirios de grandeza sin límites, a Hitler ya no le bastaba la antigua cancillería del Reich. Por ello ordenó erigir un nuevo palacio en la Vossstraβe: la nueva cancillería del Reich.

En el futuro, a la hora de presentarse en la nueva cancillería del Reich, los representantes de los estados extranjeros iban a sentirse abrumados por la majestad de Hitler y por el aura de su poderío colosal. Hitler explicó a sus ayudantes en el transcurso de la recepción de Nochevieja:

—Cuando esos señores entren en el salón de los mosaicos sentirán de inmediato toda la majestad del Gran Reich alemán. Los largos pasillos impondrán el respeto a mis visitantes.

Y efectivamente, en Nochevieja Hitler obligó a los diplomáticos extranjeros a recorrer todos los pasillos de la nueva cancillería del Reich antes de que pudieran presentarse ante su persona.[130] Lo que se pretendía con ello era elevar al máximo la ansiedad por ponerse en presencia del «caudillo de Europa», como él mismo se consideraba. Al nuevo edificio, y siguiendo una orden expresa de Hitler, se había agregado, a modo de ala, el palacete de Borsig, el rey de la industria ferroviaria. Con ello, desde la Wilhelmstraβe hasta la Göringstraβe se extendían unos edificios de enormes proporciones y de un lujo jamás visto hasta entonces.

Después de atravesar el gran patio de honor, los visitantes llegaban a la antesala, con sus columnas de mármol gris rosáceo y sus candelabros dorados. A ésta se añadía el salón de los mosaicos, decorado con una enorme águila alemana. Desde allí, unas escaleras de mármol llevaban al salón de granito, coronado por una cúpula y en el cual se podía respirar el aroma de las plantas exóticas. Aquí comenzaba una galería construida con mármol rojo, cuyo modelo era el palacio de Luis XIV en Versalles.[131] También los nichos de las ventanas habían sido revestidos con un mármol que la iluminación indirecta hacía resplandecer. Profesionales italianos habían revestido y pulido las paredes con mármol pulverizado y mezclado con cemento. Todo brilla y resplandece. Los tapices proceden de los castillos de los Habsburgo y del palacete vienés de los Rothschild. La galería acaba junto al gran salón de recepciones, que una enorme araña de luces inunda con su luz cegadora. La alfombra que cubre el suelo es tan enorme que hubo que eliminar una parte de la pared para poder extenderla en el salón. Las salas están decoradas con muebles de marquetería; también las puertas se adornan con incrustaciones. El estudio, contiguo a este salón, tiene revestimiento de maderas nobles.

El nuevo despacho de Hitler tiene una longitud de 25 metros.[132] Mármoles de diferentes colores se han empleado en las paredes y la chimenea. En un nicho cuelgan valiosas pinturas; sobre la enorme chimenea destaca un retrato monumental del canciller Bismarck. Sobre la inmensa mesa de mármol se ha puesto una figura, del mismo material, que representa al rey Federico II montado en un caballo. Atraen la mirada también las pesadas cortinas que caen hasta el suelo en cada una de las ocho ventanas. De día pueden contemplarse las columnas y la fuente artificial del parque, así como un pequeño pabellón de té, decorado con bronce y pórfido.

La nueva cancillería del Reich se edificó sobre una especie de receptáculo de hormigón debido al subsuelo pantanoso. La construcción de todo el complejo tuvo un coste de 300 millones de marcos.[133] Terminados los trabajos, a Hitler el resultado no le pareció suficientemente suntuoso y decidió que algún día cedería el edificio a Hess. Él se instalaría en un edificio aún más imponente, en el barrio del Tiergarten y junto al Reichstag (Parlamento). De este edificio tan sólo se habían realizado esbozos. El futuro palacio iba a ser tan gigantesco que podría albergar una hilera de 300 ó 400 lacayos, uno detrás de otro.[134]

Al atardecer del 14 de marzo de 1939, la nueva cancillería del Reich aparecía completamente iluminada. Hitler había decidido que era hora de concluir la segunda parte de la política iniciada en Múnich.

En las semanas anteriores habían pululado en la antesala y en los salones los diplomáticos, los consejeros y los expertos. Entre ellos, se contaba Tiso, el líder de partido separatista eslovaco.[135] Los diplomáticos de Budapest y de Varsovia visitaron a Hitler en aquellos días en varias ocasiones. Dichas capitales, a la vista de lo sucedido en Múnich, pugnaron por hacerse con una porción de Checoslovaquia, al igual que lo había hecho Hitler.[136]

Hoy se asiste a una actividad inusualmente animada en la cancillería del Reich. Keitel, Schmundt y los oficiales del estado mayor general desaparecen en las habitaciones del Führer y presentan en el jardín de invierno los planes para la invasión de Checoslovaquia.

—Esta vez —dice Hitler—, no necesito ninguna conferencia. En Múnich dijeron blanco y ahora tendrán que decir negro.

En el tren de Hitler han empezado a funcionar las calderas. Su estado mayor se prepara para partir.

Sobre la mesa de Hitler hay una carpeta con una extensa biografía de Hácha, el presidente de la república de Checoslovaquia y sustituto de Beneš, que había renunciado al cargo después del pacto de Múnich y la separación de los Sudetes.

Hitler espera la llegada de Hácha de un momento a otro. A éste se le había ordenado presentarse en Berlín.[137] En el patio de honor se prepara una compañía del Leibstandarte Adolf Hitler para la recepción del jefe de estado checoslovaco. Dentro de una hora habrá dejado de serlo. Hácha llega acompañado de su ministro de Exteriores, Chvalkovsky. Después de un interminable recorrido por todo el edificio de la nueva cancillería del Reich, llegan ante Hitler. En esta ocasión, el dictador no ha necesitado de ningún espejo para ensayar la adecuada expresión de su cara. Cuando los checos hacen su entrada, hallan a un Hitler convencido de ser el gobernante más grande de todos los tiempos. Las puertas se cierran.

Después de un gélido saludo, Hitler pidió a Hácha y Chvalkovsky que tomaran asiento junto a la mesa, donde también se sentaron Ribbentrop, Göring y Stuckart, el secretario de Estado en el Ministerio del Interior. A este último se le ha confiado la administración de los países ocupados.

Hácha se ve ante la exigencia de suscribir un documento ya redactado, en virtud del cual Chequia pasa a ser un protectorado alemán y Eslovaquia es proclamada Estado independiente.

En esta ocasión, Hitler no quiso que Keitel representara el papel del dios de la guerra Marte, mostrando la concentración de las tropas alemanas en la frontera alemana, como lo había hecho en su día frente al canciller austríaco Schuschnigg. Le comunicó a Hácha sin más rodeos que la Wehrmacht había iniciado ya la invasión de Checoslovaquia.

Hácha se niega a suscribir el documento. El ambiente en el despacho de Hitler se tensa. Ribbentrop se levanta y se abalanza sobre Hácha, presentándole otra vez el folio que Hitler acaba de firmar. El Führer amenaza a Hácha:

—¡Si no firma este documento, los bombarderos alemanes reducirán Praga a un montón de cenizas!

Pasada la medianoche, se llamó al médico personal de Hitler para que acudiera al despacho, y también a Bornhold, Hansen y Köster, soldados de las SS de su guardia personal.[138] Instantes más tarde aparecieron con el cuerpo inerte de Hácha, que fue llevado a una habitación adyacente. Morell administra una inyección al líder checoslovaco, que ha caído desmayado. Al cabo de unos cuantos minutos el médico logra que Hácha vuelva en sí.

Hácha fue llevado nuevamente ante la presencia de Hitler. Se le puso una pluma estilográfica en la mano y se le aseguró que nadie tenía la intención de germanizar su patria. Al pueblo checo se le aseguraba un autogobierno sin límites (el mismo del que gozaba por entonces). Finalmente, Hácha cedió y estampó su nombre en el documento.

Conseguida la firma de Hácha, Hitler cayó en la cuenta de que el documento necesitaba una justificación. Sobre la marcha se redactó una «petición» de la República checoslovaca dirigida a Alemania. En virtud de ésta, Checoslovaquia solicitaba la protección militar alemana para verse libre de los «desórdenes internos» y las «amenazas que sufren sus fronteras». Hácha firmó también esta «petición».

Seguidamente, Schaub, el ayudante de Hitler, ordenó que la centralita estableciese comunicación telefónica con Praga.

Atragantándose y respirando con enorme dificultad, Hácha informó al gabinete de Praga de los documentos que acababa de firmar. Las fuerzas armadas de Checoslovaquia recibieron la orden de rendir las armas.

Llegó la mañana del 15 de marzo. Hácha abandonó la cancillería del Reich.

Una media hora más tarde, Hitler se desplazó en su coche y a toda velocidad hasta la estación Anhalter. Su tren ya lo estaba esperando. Pero Hitler quiso aguardar un poco. En compañía de Keitel quería leer los partes que informaban de la ocupación de Checoslovaquia. También se hallaba en el tren Himmler, pálido y con una mirada penetrante detrás de sus gafas redondas. Deseaba dirigir en persona la liquidación de los patriotas checoslovacos.

Hitler mandó dar salida al tren después de haberse convencido de que el desplazamiento a Checoslovaquia no entrañaba riesgo personal alguno. Más tarde descendió en una pequeña estación cerca de la localidad de Reichenberg (Liberec), en los Sudetes.

Allí le esperaba una caravana de coches. Hitler se dirigió directamente a Praga. A medianoche, las inmensas limusinas de la marca Mercedes se desplazaban por las calles de la capital checoslovaca, que dormía tranquila. En los escaparates había iluminación nocturna. Casi no se veían soldados. Tampoco policías. Los chóferes se equivocaron de camino. Todos se alegraron cuando por fin dieron con el castillo de Hradcany. Esta construcción histórica, que se eleva sobre un montículo de Praga, alberga la sede oficial del presidente de la República checoslovaca.

Hitler desciende del vehículo. Mientras lo iluminan los faros del coche, se detiene ante el portal del venerable castillo que se eleva por encima de los tejados de la ciudad de Praga. Ha logrado lo que quería. Camina sobre las huellas del emperador Fernando, que en aquel mismo lugar había iniciado la guerra de los Treinta Años. Los residentes del castillo son obligados a preparar una habitación para Hitler.

El Führer se instala en uno de los aposentos del castillo. A su alrededor se reúne un multitudinario séquito. A excepción de los generales, casi todos llevan el uniforme de las SS. También están presentes Himmler y su estado mayor, que va recibiendo partes concisos. El general de división de las SS[139] Karl Frank se inclina una y otra vez hacia Himmler. Frank es uno de los comandantes de la «quinta columna» en Checoslovaquia y plenipotenciario de Himmler. Aquella noche está encargado de dirigir en Praga una operación que ha de eliminar sin contemplación alguna a todos los enemigos del Gran Reich alemán.

Hitler quiere invitar a los presentes. Pero el edificio no cuenta con los abastecimientos necesarios para que pueda pasar por un anfitrión hospitalario. Esto le causa una fulminante explosión de cólera. A toda prisa se manda buscar todo lo que se pueda comer y beber en el castillo y disponerlo encima de la mesa.

Hitler pasa casi toda la noche en conversaciones animadas. Se discute y decide cómo proceder al día siguiente. El general de división de las SS Stuckart, secretario de Estado en el Ministerio del Interior, anota, junto con Frank, las medidas decididas por Himmler para administrar el país ocupado.

La escasa luz de la araña de cristal no llega a disipar el claroscuro de la habitación. Las figuras, con sus cruces gamadas en el brazo, proyectan largas sombras. Entretanto, los hombres de Himmler y Frank recorren las calles y callejuelas de Praga, practicando detenciones masivas. Hitler vuelve a insistir en los principios que han de regir el trato de los eslavos y declara en este sentido:

—Quien no quiera aceptar a los germanos como una raza de amos, ya puede contar con expropiaciones, prisión y muerte. Las aldeas que ofrezcan resistencia al dominio alemán serán incendiadas y arrasadas.

Hitler también filosofa sobre el «espacio vital» alemán y explica la lucha que lleva a cabo para que Alemania tenga nuevas posibilidades de realizarse políticamente, adquiera fuentes de riqueza y logre una posición de hegemonía.

La plaza frente al castillo de Praga se llena de soldados alemanes cuando amanece. La Gestapo ya ha cumplido con lo esencial de su tarea. La ocupación es un hecho.

El ministro del Reich, Frick, se presenta acompañado de sus consejeros ministeriales. Neurath, diplomático de la vieja escuela, es nombrado de Reichsprotektor de Checoslovaquia. También éste se presenta con su propio estado mayor, nombrado a toda prisa.

Hitler circula por las calles de Praga una vez terminada la comida. El dictador se ha puesto de pie en su vehículo, para que los checos puedan ver a su nuevo amo como si estuviera paseando por una ciudad alemana. Al día siguiente, su tren lo lleva otra vez a Berlín, pasando por Viena.

Hitler domina ahora dos imperios. Es el amo de las residencias de dos dinastías: los Hohenzollern y los Habsburgo. Durante el viaje a Berlín le comenta a sus acompañantes:

—La entrada en Praga me ha gustado más que ese ir y venir por Múnich.