VERANO DE 1934 - FEBRERO DE 1936
Aunque Hitler había eliminado a sus enemigos y rivales en el Partido, continuaba sin poder ejercer como déspota. En su camino aún se interponía el mariscal de campo Paul von Hindenburg, el senil presidente del Reich. Para el ambicioso Hitler resultaba insoportable tener que permanecer a la sombra de esta personalidad.
El 9 de septiembre de 1934 moría por fin Hindenburg.[63] Después de su muerte, Hitler se proclamó jefe de Estado y comandante en jefe de la Reichswehr. También se hizo con el cargo de presidente del Reich. Ahora reunía en sus manos todas las riendas del poder.
En su primer discurso ante el Reichstag tras la muerte de Hindenburg, Hitler dio a conocer que renunciaba al sueldo que le correspondía como presidente del Reich.[64] Esta declaración era un truco demagógico de la misma naturaleza que las historietas propagandísticas de Goebbels, en las que se presentaba a Hitler ante Alemania como un hombre abnegado, que no pretendía sino servir a su pueblo.
Tras su llegada al poder, Hitler se convirtió en uno de los hombres más ricos de Alemania. Tenía unos ingresos millonarios y, por supuesto, no necesitaba su sueldo como presidente del Reich. Su libro Mein Kampf, convertido en lectura obligatoria, le proporcionaba unos beneficios enormes.[65] Hitler era copropietario de la editorial Eher, que pertenecía al Partido. Esta empresa había absorbido una editorial tras otra, hasta convertirse finalmente en uno de los grupos de publicaciones más grandes del país.[66] Gracias a su posición de monopolio, la editorial podía repartir unos dividendos colosales, la mayor parte de los cuales fueron a parar a Hitler.[67] Éste, además, tenía acceso a la caja del Partido nacionalsocialista sin necesidad de someterse a control alguno.[68]
El Partido era, en el fondo, una enorme empresa capitalista. Además de las cuotas que pagaban los afiliados y de las grandes donaciones de los industriales y banqueros alemanes, iban a parar a sus cuentas los ingresos procedentes de diversas empresas, entre ellas, varias haciendas en Mecklemburgo y Baviera.
Para incrementar los beneficios se creó incluso una cadena de hoteles repartidos por todo el país. La cadena se llamaba Parteihotel-Konzern Färber. Su director era Färber, un viejo nazi y amigo de Martin Bormann.
Pero ni siquiera estos enormes ingresos eran suficientes para Hitler. Contraviniendo las normas vigentes antes de la subida al poder, ordenó retirar «los gastos del Estado» y «los gastos de representación» del control del tribunal de cuentas, para de esta manera poder disponer libremente de estos recursos y destinarlos a su uso personal.[69] Respecto a este hecho declaraba:
—¡No voy a dejar que esos viejos esclerosados vengan a decirme el dinero que me puedo gastar!
Hitler compró en el Obersalzberg, cerca de Berchtesgaden, extensos terrenos y se hizo construir un lujoso palacete que sería conocido como el Berghof. Para edificar este palacete hubo que proceder a numerosos derribos. Se demolieron viviendas, pensiones e incluso un sanatorio para niños paralíticos, que llegaban allí desde toda Alemania para disfrutar de un clima beneficioso.[70]
El palacete de Hitler, con sus cuidados parques y sus carreteras costó aproximadamente cien millones de marcos.[71] Para su construcción no sólo se dilapidó el dinero del pueblo, sino que también se sacrificaron vidas humanas. Las obras se realizaron en acantilados casi inaccesibles y de gran altura. Las voladuras, llevadas a cabo sin tomar medidas de precaución, provocaron aludes y desprendimientos de rocas. Las condiciones de trabajo eran las propias de un campo de prisioneros y se dieron casos de accidentes mortales.[72]
El palacete del Berghof se construyó a una altura de mil metros, en la pendiente del Obersalzberg, junto a la estación balnearia de Berchtesgaden, en los Alpes bávaros. Disponía de sesenta habitaciones y estaba equipado con muebles de lujo, tapices de gran valor, así como cuadros de maestros holandeses, italianos y alemanes.
Hitler había comprado los cuadros a una marchante de antigüedades de Múnich, la señora Almer, y a un comerciante de antigüedades de Berlín, de nombre Haberstock. También había comprado pinturas por mediación de su fotógrafo, Hoffmann, y del director de la Galería de Pinturas de Dresde.[73]
En la planta baja del Berghof se hallaba el comedor del Führer. Estaba revestido enteramente de pino blanco. La vajilla se componía de cubiertos de plata y objetos de porcelana y cristal que valían millones de marcos. La cubertería era de propiedad estatal y antes de la toma de poder de Hitler había sido utilizada con ocasión de las recepciones de Estado. En los cubiertos aparecían grabadas, además del águila alemana y la cruz gamada, las iniciales A. H. (Adolf Hitler). La mesa estaba adornada con candelabros de oro que imitaban unos ángeles que sostenían con sus manos platillos donde colocar las velas.
A esa misma planta pertenecían el salón y la gran sala. El salón lo presidía una estufa, recubierta de azulejos decorados con relieves de muchachas portando banderas nazis y de jóvenes tambores. Allí mismo colgaba también una pintura italiana muy valiosa y antigua, que representaba el Coliseo de Roma.
El salón conducía, hacia un lado, al jardín de invierno con la terraza y, hacia el otro, a la inmensa sala de estar, de una superficie de más de doscientos metros cuadrados, separada del salón por una cortina. Del salón se salía bajando unos escalones. Junto al último escalón, en el descansillo, podía contemplarse una cabeza de Zeus, procedente de unas excavaciones realizadas en Italia. La atracción de la estancia era un inmenso ventanal panorámico que medía 32 metros cuadrados, hecho de vidrieras que se podían abrir por completo. Hitler enseñaba a todos los huéspedes este ventanal, desde el cual se abría una vista preciosa hacia los Alpes y la ciudad de Salzburgo, en Austria. Con orgullo declaraba que en realidad había hecho construir su palacete para este ventanal. Ante éste se extendía una larga mesa de mármol donde Hitler mantenía sus reuniones informativas para analizar la situación militar cuando, durante los años de guerra, permanecía en el Obersalzberg. De las paredes de la gran sala colgaban tapices y cuadros, entre éstos, la Venus de Tiziano.[74] El suelo estaba adornado de terciopelo rojo y cubierto de alfombras persas. Sobre el piano de cola, de la marca Bechstein, se alzaba un busto de Richard Wagner. Aquí, junto a la gran chimenea, Hitler acostumbraba pasar los atardeceres en compañía de sus más íntimos, tomando el té y escuchando la música de los discos que le ponían en el gramófono.
Desde la antesala del palacete subía una ancha escalera de mármol hacia la primera planta. En la antesala colgaba un retrato de Bismarck, que se iluminaba al anochecer.
En la primera planta se hallaban las habitaciones privadas de Hitler, a las cuales se añadían las estancias de su amante, Eva Braun. Una de las estancias privadas de Hitler era una galería de pinturas. Constaba de un armario de gran valor, que había pertenecido al rey Federico II de Prusia y que estaba revestido de maderas nobles. El despacho de Hitler tenía un artesonado de color marrón claro y sus muebles eran de arce pulido. Encima de la chimenea colgaba un retrato del general Moltke.
Las habitaciones de Eva Braun estaban decoradas con un lujo exquisito.
El palacete contaba con un terreno de aproximadamente dos kilómetros cuadrados, que abarcaba hasta la cima del Kehlstein, a unos 1.800 metros de altura.
En la cima de dicha montaña se construyó la Kehlsteinhaus, un pabellón de té cuyas dimensiones y arquitectura recordaban a las de un castillo medieval. La casa se había edificado enteramente con granito gris. En el pabellón de té había una sala de ceremonias de 15 metros de diámetro. Las altas ventanas estaban encajadas en profundos nichos. Entre una y otra ventana se habían colocado candelabros dorados que sostenían grandes cirios de cera. Además de esta sala, el pabellón contaba con un amplio comedor, una sala de estar y estancias destinadas a acoger a la guardia personal de Hitler y el personal de servicio, además de un edificio para las herramientas.
Al Kehlstein se accedía por una carretera que acababa en un túnel excavado en la roca. Desde allí se llegaba con un ascensor hasta el pabellón de té. La carretera hacia el Kehlstein había costado 13 millones de marcos.[75]
En los terrenos adyacentes al palacete había prados y dehesas reservadas a los venados. Del palacete formaba parte una hacienda equipada con la tecnología más moderna, encargada de suministrar alimentos a Hitler y a su corte. En ocasiones Hitler comentaba:
—En esta hacienda las vacas viven mejor que los humanos. —Y proseguía el chiste—: Aquí lo que le apetece a uno es ser una vaca, ¿no le parece?
En el otoño de 1935, Hitler recibe por primera vez como jefe de Estado y oficialmente a los magnates de la industria y de la banca de Alemania.
En la cancillería del Reich se espera la llegada de los huéspedes. El lujo de la recepción ha de superar las embriagadoras fiestas del emperador. Las habitaciones de Hitler están decoradas con oro, bronce y tapices de un valor fabuloso. En una de aquellas salas, brillantemente iluminadas y adornadas de manera festiva, hace su entrada una señora de pelo gris, ataviada con un caro vestido de noche. De su cuello arrugado cuelgan unos venerables brillantes. Se trata de la esposa de Hjalmar Schacht, el presidente del Banco del Reich y ministro de Economía del Reich. En esta primera gran recepción de industriales y banqueros le corresponderá actuar como señora de la casa, porque su marido es el protagonista principal del banquete.
Schacht es la persona que ha ideado este encuentro con Hitler, gracias al cual ha de ponerse de manifiesto la coincidencia de intereses entre el capital y el régimen del Führer.
Hitler se pasea acompañado de su ayuda de cámara, Linge, por las salas perfumadas con el aroma de las flores cultivadas en invernaderos, a la espera de los huéspedes y vestido con un traje de etiqueta.
El antiguo cabo está nervioso, no está seguro de que vaya a poder desenvolverse de la manera que corresponde en tan elegante sociedad. Camina entre las mesas preparadas para los huéspedes y aquí y allá coloca un cubierto en su sitio. Justo antes de la llegada de los invitados, ha vuelto a ensayar delante del espejo la expresión del rostro con la que piensa presentarse ante los «distinguidos caballeros».
Los huéspedes llegan en sus automóviles. Sirvientes ataviados con libreas azules y con galones dorados les ayudan a descender de las lujosas limusinas. Doncellas con vestidos de seda marrón, adornadas con delantales y tocas de encaje, se encargan de los abrigos de los huéspedes.
Jungfer, el maestro de ceremonias, portando su espada y sujetando el sombrero de tres picos bajo el brazo, golpea con su bastón tres veces el suelo y, respondiendo a la señal de Meissner, el jefe de la cancillería presidencial, anuncia el nombre de los huéspedes a medida que éstos van llegando.
Hitler saluda a todos los invitados con una profunda reverencia. A continuación pronuncia un discurso ante ellos. En él alude a la promesa expresada antes de su toma del poder, según la cual el capital no tenía nada que temer.
—Hoy en día se puede constatar —explica— que el Estado se ha convertido en el más importante cliente de la industria y que se preocupa por la buena marcha de ésta. Para mí el rearme ha pasado a ser la máxima prioridad. Yo daré a Alemania un poderío que no tendrá igual en todo el mundo. Cañones, en eso consiste mi política exterior.[76]
Los industriales, los banqueros, los miembros del Gobierno y los Reichsleiter[77] aplauden a Hitler al finalizar éste su discurso. A continuación, da comienzo el festín. Alrededor de las mesas se sientan los grandes capitalistas como Krupp, Röchling, Kirdorf, Vögler, Poensgen, Stinnes, Schroder y Pferdmenges. Hitler está sentado junto al rey de los cañones, Krupp von Bohlen und Halbach.
Linge, que ha tomado posición detrás de la silla de Hitler, oye cómo Krupp le susurra al Führer:
—Me he enterado por Schacht de que actualmente hay dificultades con las divisas extranjeras. Esto podría afectar a las importaciones de acero sueco…
Hitler respondió muy seguro de sí mismo:
—Tenga usted la seguridad, apreciado consejero, de que para remediarlo hallaremos divisas aunque tenga que sacarlas de debajo de las piedras. Además, pronto tendremos de dónde sacar hierro y carbón. Usted sabe a lo que me refiero. Piense usted en esa raza que ocupa el espacio que se extiende más allá de nuestra patria, hacia el este. Son seres humanos de segunda clase. Hay que quitarles a esos individuos ese inmenso espacio y asumir la explotación adecuada del mismo.
Krupp asiente y explica por su parte la teoría según la cual a Alemania le asiste un derecho histórico para tener posesiones coloniales en el este.
La fiesta concluye a altas horas de la noche. Hitler se retira de buen humor a sus estancias privadas. En la despensa, los sirvientes y los ordenanzas apuran los restos del vino.
En los primeros días de noviembre de 1935, Hitler, Hess y Goebbels examinan unas maquetas de barcos de guerra expuestas en el salón de congresos de la cancillería del Reich, contiguo a los aposentos de Hitler. Estas maquetas le habían sido enviadas a Hitler por el alto mando de la Marina de Guerra alemana como parte del proyecto de construcciones que este cuerpo había iniciado después de la firma del tratado naval con Inglaterra.[78]
El tratado naval entre Alemania e Inglaterra, que Ribbentrop había firmado el 18 de junio de 1935 en Londres, despertaba el entusiasmo de Hitler, que declaraba que dicho acuerdo con Inglaterra representaba su primer gran éxito en política exterior. Según la opinión del Führer, el tratado naval anglo-germano significaba, en primer lugar, que los ingleses aceptaban de manera oficial el rearme alemán, contra lo establecido en Versalles; y, en segundo lugar, que cuestiones como el desarme y los acuerdos de seguridad mutua habían dejado de tener importancia.
En el transcurso de la visita a las maquetas de barcos de guerra, Hitler declaró:
—Los engañaremos y construiremos una flota que se corresponda con nuestras necesidades. Cuando Ribbentrop partió para Londres le dije: «Los párrafos no nos han de importar. Los gobernantes de la República de Weimar eran tan estúpidos como para respetar cada uno de los pactos. Ya hallaremos la manera de disimular los tonelajes que nos hacen falta».[79]
Hitler, Hess y Goebbels abandonaron el salón de congresos acompañados de Brückner, el ayudante, y Linge, el ayuda de cámara. Todos se dirigieron al salón de fumadores, donde, junto a la chimenea, ya habían tomado asiento Baur, el piloto de Hitler, y Hoffmann, su fotógrafo.
Al entrar, Hitler anunció dándose mucha importancia:
—Ribbentrop ha demostrado ser un diplomático de primera clase. Yo ya lo había advertido con ocasión de nuestro primer encuentro.
—Pero Hindenburg no lo quería —objetó Goebbels.
Hitler toma asiento y dice, imitando la voz grave del difunto Hindenburg:
—Mi canciller, me he enterado de que tiene usted un joven al que quiere convertir en ministro de Exteriores. No quiero verlo en ese cargo.
Todos a su alrededor ríen de manera estruendosa.
Hitler, que mientras Hindenburg vivía, había simulado ante el pueblo alemán mantener con éste una relación filial, se dirige a Goebbels y prosigue con tono burlesco:
—Doctor, ¿se acuerda usted de la historia con la bandera de la cruz gamada? —Y otra vez imitando la voz grave de Hindenburg—: Se dice que sobre el Ministerio de Goebbels ondea una nueva bandera. Eso no me gusta.
El ambiente es relajado. Goebbels cuenta un chiste tras otro. Este individuo insignificante, además de cojo, se ha vuelto a pelear con su mujer, en esta ocasión por culpa de una bella actriz. Por esta razón pasa las noches fuera de su domicilio.[80]
Goebbels cuenta ahora la última anécdota sobre Göring, cuyo amor por los uniformes de fantasía y por las medallas es tan desmedido, que se ha puesto una condecoración en el pijama. El chisme divierte mucho a Hitler. En broma encarga a Hoffmann confeccionar una condecoración de papel de plata y oro y hacer entrega de la misma a Göring junto con un diploma redactado en un tono grandilocuente. Hoffmann se parte de risa. Este personaje contrahecho, que ha conseguido hacerse con el monopolio de todas las fotografías que se toman de Hitler y que gana inmensas sumas gracias a los contratos estatales, acaba borracho todas las noches.
Hitler, que no deja de ser el jefe del Estado nacionalsocialista, no halla nada censurable en este comportamiento y suele preguntar antes de recibir a Hoffmann:
—¿En qué estado se encuentra?
En esta ocasión, el Führer advierte al fotógrafo de la corte, envuelto en una nube de aguardiente, que no se acerque demasiado a la chimenea, pues de lo contrario podría acabar volando por los aires.
Hoffmann comienza a recitar versos satíricos sobre las detenciones masivas de personas inocentes realizadas por el «Tercer Reich», mientras se retuerce de risa. Algunos de aquellos versos tratan de diez hermanos que acaban uno tras otro en un campo de concentración.[81] La gracia estaba en que cometían faltas tan comunes como interpretar una sonata de Mendelssohn o leer poemas de Heinrich Heine. Cuando Hoffmann recita, casi sin aliento: «El cuarto se rio de Ley,[82] y más de tres no hay…», los reunidos lanzan alaridos de júbilo y Hitler se golpea con entusiasmo los muslos. Con un tono lleno de soberbia, el dictador declama:
—Los ingleses se creen que estoy recluido en la cancillería del Reich como un feroz bulldog al que no conviene provocar. Menos mal que no pueden vernos en este momento. Hoy la cancillería del Reich debería llamarse la taberna del Alegre Canciller.
El 9 de noviembre de 1923 Hitler había organizado un golpe de Estado en la ciudad de Múnich. Con un puñado de nacionalsocialistas había querido tomar el poder en Baviera para extenderlo desde allí al resto de Alemania. La víspera, el 8 de noviembre, los implicados se habían reunido en la cervecería municipal de Múnich.
Hitler, que amaba las apariciones teatrales, se presentó en la sala de la cervecería empuñando una pistola, disparó al aire y declaró que la «revolución» había comenzado. Al día siguiente, el 9 de noviembre, los nacionalsocialistas de Múnich liderados por Hitler intentaron ocupar los edificios gubernamentales. Pero los golpistas fueron dispersados por las tropas gubernamentales frente a la Feldherrnhalle, un monumento que se levanta junto a la Odeonsplatz. En el curso de los acontecimientos perdieron la vida quince nacionalsocialistas.[83]
Cuando Hitler tomó el poder, el aniversario del golpe de Múnich comenzó a celebrarse todos los años.
El 8 de noviembre de 1935 Hitler se desplazó desde Berlín a Múnich para la conmemoración del intento de golpe de Estado.
Como de costumbre, se instaló en su residencia de la Prinzenregentenplatz, 16. Era el lugar donde el Führer había vivido hasta que llegó al poder. Con el automóvil detenido delante de la casa, Hitler descendió vestido de civil y con un sombrero de terciopelo que le cubría buena parte de la cara. De una caja fijada al cuadro de mandos extrajo una fusta para perros que por aquellos años siempre llevaba consigo. Delante de la casa se había reunido una multitud de personas. Una figura afligida, aparentemente una mujer obrera, se precipitó desde la primera fila y quiso acercarse a Hitler. Los guardias personales de Hitler, las tropas de las SS, que entretanto habían descendido de los coches, la empujaron hacia atrás. Pero la mujer logró exclamar:
—¡Führer, tenga piedad! ¡Mi marido ya lleva dos años encerrado en un campo de concentración sin haber hecho nada malo!
Hitler, que había oído los gritos de la mujer, aceleró sus pasos y desapareció en la entrada del edificio. Mientras subía la escalera, manoteó con su fusta y espetó a sus guardias:
—No quiero que me vuelva a suceder algo así. De lo contrario, serán ustedes los que acabarán en un campo de concentración.
En la vivienda, Hitler fue saludado por su ama de llaves muniquesa, la señora Winter. El lugar en cuestión tiene su misterio. De las quince habitaciones, hay una que siempre está cerrada desde 1932, y cuyos muebles acolchados están cubiertos de una gruesa capa de polvo. En la habitación flota un olor a moho. Antes de 1932 había vivido aquí Nicki, la sobrina de Hitler, que también había sido su amante.[84] La relación entre el tío y la sobrina concluyó con el suicidio de la muchacha. Años después de la muerte de Nicki (antes de conocer a Eva Braun), Hitler abría la habitación el día del aniversario de su muerte con una llave que llevaba consigo y permanecía en ella durante varias horas. Las razones que llevaron a Nicki a quitarse la vida se han guardado en secreto. Para ocultar el suicidio, el estado mayor de Hitler hizo difundir el rumor de que a la sobrina se le había disparado la pistola de éste mientras la limpiaba.
La tarde del 8 de noviembre Hitler acudió a la cervecería vestido con la camisa parda del Partido y con la medalla de la orden de la sangre[85] en el pecho. Allí se habían reunido los antiguos implicados en el golpe de Estado. La medalla de la orden de la sangre había sido creada después de la toma de poder de Hitler. Esta condecoración se concedía a los que habían participado en el golpe de Estado. A la entrada de la cervecería, Hitler fue saludado, en nombre de todos los presentes, por Christian Weber, uno de los «viejos combatientes».[86] Este nacionalsocialista, odiado en toda la ciudad de Múnich, era por entonces consejero de Estado en Baviera. Poseía caballos, cuadras e hipódromos, así como empresas de autobuses y gasolineras. Los reunidos dispensaron a Hitler una recepción tumultuosa. Todos levantaron sus jarras de cerveza en memoria de los golpistas caídos, siguiendo los tradicionales usos alemanes.
Hitler pronunció un discurso. Rodeado de los viejos miembros del Partido no se imponía límite alguno. Vociferando golpeaba la mesa con el puño. Con la cara desencajada, sacudía de manera brusca la cabeza de un lado a otro mientras los mechones le caían profusamente sobre la frente. Su perorata sonaba como en aquellos tiempos en los que no era más que un baladrón y un aventurero político. La arenga respondió exactamente al gusto de los asistentes. Se trataba de individuos con un pasado tenebroso que, tan pronto como adquirieron poder y riqueza, se arrojaron a una vida desenfrenada y licenciosa.
Cuando Hitler rememora a los golpistas muertos en noviembre de 1923, declara en un tono místico que ha logrado tomar el poder gracias a los sacrificios de sangre que habían sido ofrecidos en el «altar de la lucha del pueblo». Habla del renacimiento del militarismo alemán, de la pureza de la raza alemana, de los campesinos, que crean bienestar y son los que perpetúan la sangre alemana, de su propia decisión de erradicar las ideas democráticas. También habla de los comunistas, a los que ha encerrado en las cárceles y en los campos de concentración.
Hitler concluye sus palabras exclamando «Heil!» de manera histérica y a continuación abandona la compañía de los «viejos combatientes», condecorados todos ellos con sus respectivas medallas de la orden de la sangre. Sobre su cara enrojecida caen las gotas de sudor. Está completamente ronco y apenas es capaz de articular sonido alguno. Con las manos temblorosas se arregla el cinturón, que se le había corrido. Su camisa parda se le ha pegado a la espalda. Linge le ayuda a colocarse su abrigo de cuero y le acompaña hasta el coche.
En el vehículo, previamente caldeado por la calefacción, le cubren las piernas con una manta, le cierran el abrigo hasta la barbilla y le levantan el cuello del mismo. Con la mayor celeridad lo conducen a su residencia. Una vez allí, el personal rescata a un Hitler completamente agotado de su estado de trance con la ayuda de baños y tranquilizantes.
Al día siguiente, 9 de noviembre, culmina la celebración del mito del Partido nacionalsocialista, creado doce años atrás en los sótanos de la cervecería de Múnich. Aquellos veteranos que habían participado en el golpe de Hitler desfilaron por las calles de Múnich, bajo las banderas con la cruz gamada y acompañados por el seco redoblar de los tambores y las explosiones pirotécnicas. Encabezaban la marcha el Gauleiter de Franconia, Julius Streicher, un sujeto con diversas condenas por estupro.[87] La primera fila la formaban Hitler, Göring, Rosenberg y Himmler, vestidos con sus camisas pardas y luciendo la condecoración de la orden de la sangre. Sólo faltaba el «viejo combatiente» Röhm. Su lugar entre los golpistas lo ocupaba ahora Blomberg, el ministro de la Guerra. Aquel año, los ataúdes de los quince golpistas fallecidos se trasladaron sobre armones de artillería desde el cementerio hasta la Ehrenhalle, un edificio que había sido construido por orden de Hitler en la Königsplatz.[88]
La ciudad de Múnich estaba engalanada con banderas rojas y pardas, que querían simbolizar la sangre derramada. Estas banderas habían sido adornadas con tres runas de oro ofrecidas a Wotan, una deidad de los antiguos germanos. Las llamas que se elevaban desde los numerosos pebeteros, llenos de aceite y puestos sobre conos, pretendían imitar los sacrificios realizados por los sacerdotes germanos, gracias a los cuales y según la tradición de las sagas nórdicas, los héroes ascendían al Walhalla, la Arcadia de los antiguos germanos.
De esta manera, el Partido nacionalsocialista hizo renacer los mitos de un culto desaparecido miles de años atrás. Todo ello en la muy católica ciudad de Múnich.