CAPÍTULO 15

ABRIL - MAYO DE 1945

Hacia las tres y media de la madrugada del 16 de abril de 1945 terminó la reunión informativa nocturna con Hitler. El teniente coronel del estado mayor general, Von Hermani, que había explicado la situación en el frente oriental, se desplazó de la cancillería del Reich hacia el cuartel del estado mayor del alto mando del Ejército de Tierra en Zossen, mientras que Friedel, el oficial del estado mayor general, que había dado parte de la situación en el frente occidental, hizo que se le condujera al barrio de Dahlem.

En cuanto a la situación en el frente oriental se constataron fuertes enfrentamientos en el sector del grupo de ejércitos del sur en Austria; una presión especialmente intensa de las tropas soviéticas junto a Sankt Pölten, al oeste de la ciudad de Viena; duros ataques en el sector del frente correspondiente al grupo de ejércitos del centro, junto a Mährisch-Ostrau (Ostrava) y Brno, así como en Silesia. La situación en el frente del Oder fue calificada por Hermani como tranquila. Sólo se habían registrado operaciones de reconocimiento.

Como de costumbre, Hitler acudió después de la reunión informativa de la noche a su despacho a tomar el té vespertino con Eva Braun y las secretarias, la señora Christian y la señora Junge. En el salón de fumadores de la antigua cancillería, Burgdorf, Fegelein y Günsche, bebían vodka y coñac.

Hacia las cinco de la madrugada sonó el teléfono. La centralita de la cancillería del Reich comunicaba que Burgdorf era requerido con urgencia por Maibach. Éste era el nombre en clave del cuartel del estado mayor del alto mando del Ejército de Tierra en Zossen. Al aparato se hallaba el general Krebs. Una llamada del jefe del estado mayor general a una hora tan intempestiva no era usual. Los músculos faciales de Burgdorf se tensaron y con un movimiento de su mano impuso silencio a Fegelein y Günsche. Garabateó algo sobre una hoja de papel y exclamó de manera entrecortada al auricular:

—¿Dónde? ¿Küstrin? ¡Repítalo otra vez! ¡En todo el frente! Lo comunicaré de inmediato al Führer. Si llegas a saber más detalles, llámame enseguida. ¡Gracias! —Burgdorf tuteaba a Krebs.

Burgdorf colgó el teléfono y se dirigió alterado a Fegelein y Günsche:

—Los rusos están atacando en el Oder desde las cuatro. Intenso fuego de artillería de los rusos a lo largo de todo el frente. La infantería y los tanques avanzan desde hace una media hora.[420]

Burgdorf levantó otra vez el teléfono. Desde el búnker se le comunicaba que Hitler aún estaba tomando su té. Acompañado de Fegelein y Günsche, Burgdorf se dirigió a pie hasta allí, para dar a conocer a Hitler la comunicación de Krebs. Los vigilantes de la guardia personal de Hitler y del Servicio de Seguridad, que prestaban servicio en el búnker, se quedaron muy sorprendidos al ver aparecer a los tres hombres a una hora tan avanzada de la noche. Burgdorf pidió que se comunicara a Hitler que le traía un parte muy importante. Hitler apareció de inmediato en el vestíbulo donde esperaban Burgdorf, Fegelein y Günsche. Como siempre que recibía una noticia inesperada, miraba desconfiado. Burgdorf transmitió la información:

Mein Führer! Acaba de recibirse una llamada de Krebs. A las cuatro de la madrugada ha dado comienzo la ofensiva de los rusos a lo largo del río Oder.

Hitler se estremeció.

—¿Dónde? —logró articular.

Burgdorf respondió que después de un fuego nutrido de la artillería enemiga, las unidades de blindados y de infantería habían pasado a la ofensiva a lo largo de todo el frente. En algunos puntos estaban intentando cruzar el Oder, aprovechando la protección que les otorgaba la noche. Se estaban produciendo ataques intensos en la cabeza de puente establecida en el margen oeste del río, junto a Küstrin. Hitler se interesó por otros detalles, sobre todo, por si las tropas habían podido ser desplazadas a tiempo fuera del alcance del fuego de la artillería rusa. Burgdorf respondió que Krebs aún no había comunicado detalles. Las manos de Hitler se aferraban al respaldo del asiento. Se esforzaba por ocultar su nerviosismo. Su cara temblaba de manera convulsa. Se mordía los labios, lo que en su caso significaba una tensión máxima. Entonces preguntó:

—¿Qué hora es?

—Las cinco y veinte —respondió Günsche.

Hitler se dirigió otra vez a Burgdorf:

—Manténgame al tanto de las noticias. Aunque le digan que me he ido a la cama. De todos modos no puedo dormir. Y póngame en contacto ahora mismo con Krebs. Quiero hablar con él en persona.

Dicho esto, Hitler volvió a su despacho, donde todavía seguían sentadas Eva Braun y las secretarias.

De los informes que fueron recibiéndose durante la mañana se desprendía que los rusos atacaban en casi todos los puntos del frente, aunque algunas de las brechas de importancia local habían podido ser cerradas.

Hitler se tumbó en la cama, pero no pudo dormirse. En repetidas ocasiones llamó a Linge y le pidió que preguntase a Burgdorf o Johannmeyer si había novedades del frente del Oder. Burgdorf y Johannmeyer, que estaban en contacto permanente con Krebs, respondían que la situación no estaba clara, ya que las comunicaciones con algunos sectores del frente habían sido destruidas por la artillería de los soviéticos y aún no se habían podido restablecer.

El mismo día, el 16 de abril, Hitler convocó una sesión informativa a las dos y media de la tarde. En la antesala del búnker del Führer se reunieron Göring, Dönitz, Keitel, Jodl, Krebs, Koller, Burgdorf, Buhle, Winter, Christian, Wagner, Voss, Fegelein, Hewel, Lorenz, los ayudantes de Hitler y una serie de oficiales del estado mayor general. Keitel, al igual que algunos generales que se hallaban en el Oder y dada la proximidad del frente, había hecho quitar de sus pantalones el ribete rojo propio del generalato. Los asistentes habían formado grupos y hablaban en voz alta y de manera acalorada sobre la ofensiva del Ejército Rojo iniciada durante la madrugada. Todos expresaban la esperanza de que el frente del Oder resistiría. Entonces salió Hitler de su despacho, acompañado de Bormann. Todos callaron al instante, adoptaron posición de firmes y alzaron el brazo en señal de saludo. Hitler estrechó como de pasada la mano de Göring, Dönitz, Keitel, Jodl y Krebs.

Hitler le preguntó a Krebs:

—¿Ya tiene usted una idea clara de lo que está sucediendo a lo largo del Oder?

Krebs contestó:

—Sí, mein Führer.

A los otros reunidos los saludó con una inclinación de cabeza, para luego dirigirse junto a Krebs al salón de reuniones. Los restantes les siguieron. La ofensiva rusa del Oder había motivado que todos los miembros de la sesión informativa hubieran acudido. Este hecho hizo que el espacio se hiciera tan reducido que algunos oficiales del estado mayor general y los ayudantes tuvieran que permanecer en la antesala. En el interior, cabían como máximo veinte personas.

Krebs comenzó su informe con un resumen de la situación en el Oder. Anunció que el ataque de los rusos había sido detenido. En el curso de fuertes enfrentamientos, las tropas alemanas y rusas estaban empleando miles de carros de combate y piezas de artillería. Krebs resaltó que el Ejército Rojo recibía, desde la madrugada, un apoyo continuo desde el aire. Además explicó que en algunos sectores del frente los rusos habían logrado introducir cuñas en la defensa alemana. El ataque principal de los soviéticos lo estaba llevando la cabeza de puente en el margen occidental del Oder, al oeste de Küstrin. Las maniobras de las tropas rusas para cruzar el río y establecer unas cabezas de puente estaban siendo obstaculizadas por la artillería.

Hitler dirigió su mirada a Göring, que se inclinaba sobre la mesa y hacía como si buscara un punto sobre el mapa. Era su manera de reaccionar cuando Hitler preguntaba acerca de las operaciones de la Luftwaffe. Cuando Christian percibió la mirada de Hitler, se apresuró a informar de que los Stuka alemanes bombardeaban sobre todo las unidades rusas que intentaban cruzar el río Oder. Todavía quiso añadir alguna otra cosa, pero Hitler ya se había vuelto a dirigir a Krebs:

—Continúe usted, Krebs.

Éste señaló el mapa y explicó que los rusos, después de haber vuelto a poner a punto su artillería, reanudaban sus ataques con nuevo empuje y que la situación de las tropas alemanas era muy crítica, sobre todo en el sector del frente al sur de Küstrin. Hitler se levantó y declaró con voz oprimida:

—Hemos de detener los primeros ataques de los rusos, cueste lo que cueste. Si el frente se mueve, todo estará perdido.

El Führer ordenó a Krebs que se informara de inmediato del desarrollo de los combates en Küstrin. Krebs abandonó junto a su ayudante, Von Freytag-Loringhoven, el salón de reuniones para telefonear. Loringhoven volvió otra vez solicitando el permiso para llevarse consigo el mapa de operaciones del frente del Oder, con el fin de registrar al instante la nueva situación. Mientras Krebs se comunicaba con el cuartel del estado mayor del alto mando del Ejército de Tierra en Zossen, Göring, Dönitz, Keitel y Jodl aseguraban a Hitler que el ataque de las tropas rusas en el Oder sería rechazado. Hitler volvió a indicar que era muy importante superar los primeros ataques y causar un gran número de bajas entre las tropas rusas. Keitel y Jodl asintieron con fervor. Recordaron hechos de la primera guerra mundial, en las que, luchando contra un enemigo muy superior en cuanto a la tecnología, éste no lograba avanzar sino algunos metros debido a la fortaleza que mostraban los soldados alemanes. Gracias a esta fortaleza, el enemigo acababa por desangrarse.

Krebs y Loringhoven regresaron tras unos minutos. Hitler los recibió con una mirada esperanzada. Apenas habían extendido los planos, se inclinó sobre éstos con gesto nervioso. Los ataques del enemigo a lo largo de toda la línea del frente estaban señalados con flechas rojas. El Ejército Rojo había penetrado profundamente en las posiciones alemanas cerca de Küstrin. La situación en este sector del frente era crítica. Los restantes sectores del frente se mantenían. Heinrici, comandante en jefe del grupo de ejércitos del Oder, consideró necesario replegarse al sector del frente situado al oeste de Küstrin, para evitar así que se ampliara la brecha abierta en la línea del frente. Los ojos de Hitler se le salían de las órbitas. En su frente la ira hizo que se le hincharan las venas. Aulló:

—¡No! ¡No retrocederemos ni un solo metro! Si no nos mantenemos en el Oder, ¿dónde nos vamos a mantener? ¡Hay que cerrar la brecha de Küstrin de inmediato! ¡Transmita esta orden ahora mismo!

Krebs volvió a abandonar la estancia para hacer llegar la orden al frente.[421] Hitler estaba escandalizado. Tronaba contra Heinrici, que sólo unos días atrás, justo antes del ataque soviético, había solicitado el permiso para trasladar su puesto de mando desde Prenzlau hacia el oeste, a Neustrelitz, una localidad de Mecklemburgo. Hitler amenazó:

—Mandaré fusilar en el acto a cualquiera que tenga la osadía de solicitar permiso para hacer retroceder o desplazar su puesto de mando.

Tras la reunión informativa, Hitler mandó llamar a la secretaria, la señora Christian, y le dictó una orden destinada a los soldados del frente oriental. La orden estaba escrita en el papel oficial del Führer. En la esquina derecha de cada una de las páginas figuraba impresa un águila negra con una cruz gamada, debajo de la cual aparecía escrito en mayúsculas: «EL FÜHRER». El texto de la orden era el siguiente: «¡Orden del Führer! ¡A los soldados del frente oriental! ¡El último asalto asiático fracasará!».[422]

En la orden mencionada, Hitler escribía: «La presente ofensiva estaba prevista y desde enero de este año se han tomado todas las precauciones para construir un frente poderoso. Una gigantesca artillería hace frente al enemigo. Las pérdidas de nuestra infantería son compensadas por incontables nuevas unidades. Las unidades de alarma, nuevas formaciones y el Volkssturm refuerzan nuestro frente. El bolchevique va a sufrir otra vez el viejo destino de Asia, es decir, desangrarse a las puertas del Reich». Y proseguía: «Berlín permanecerá en manos alemanas, Viena volverá a ser alemana y Europa nunca jamás será rusa».

Con estas últimas palabras, Hitler reforzaba su convicción de que la Alemania nazi, Inglaterra y Estados Unidos acabarían por crear un único frente contra la Unión Soviética. Contaba con las tendencias antibolcheviques en los círculos gobernantes ingleses y norteamericanos, que adquirían peso a medida que el Ejército Rojo avanzaba en Alemania, en los Balcanes, en Checoslovaquia y Austria. Al final de su orden, Hitler escribió: «Ahora que el destino ha eliminado al mayor de los criminales de guerra de todos los tiempos, se producirá un cambio en el curso de esta guerra». Con estas palabras aludía a la muerte del presidente Roosevelt en abril de 1945.[423] Desde su punto de vista, el principal obstáculo para formar un frente unido contra los rusos había sido Roosevelt. De ahí la convicción de Hitler de que con su muerte «se producirá un cambio en el curso de esta guerra».

En la reunión informativa de la noche del 16 al 17 de abril se anunció que los rusos habían hecho retroceder a las divisiones alemanas hacia el oeste de Küstrin. La contraofensiva ordenada por Hitler para anular la ruptura del frente no había tenido éxito y hubo que repetirla durante la madrugada del 17 de abril. La noche en cuestión Hitler volvió a reunirse hasta las seis de la mañana con Eva Braun y sus secretarias para tomar el té. Explicó que los rusos habían logrado penetrar un poco en las defensas alemanas. Pero que esto sólo representaba un éxito pasajero, una ventaja momentánea de los atacantes.

En las jomadas siguientes, durante los días 17, 18 y 19 de abril, la situación de las tropas germanas en el Oder se hizo cada vez más desesperada. En arduas luchas defensivas, los alemanes se replegaban, obligados por las embestidas cada vez más poderosas de los rusos. Estos pasaron a la ofensiva también más al sur, en Silesia. Además, lograron ampliar la ruptura del frente al oeste de Küstrin. Después de haber abierto brechas en todas las líneas de contención, los rusos comenzaron a acercarse peligrosamente a los suburbios orientales de Berlín.[424]

El frente alemán del Oder pudo mantenerse aún en torno a las ciudades de Stettin y Frankfurt. Por la noche ya se podía escuchar en las calles de Berlín el tronar de la artillería. Aviones de reconocimiento rusos sobrevolaban la capital alemana.

Toda la culpa de la situación crítica en el Oder había que atribuirla, según Hitler, a Heinrici, el comandante en jefe del grupo de ejércitos. Lo acusó de ser un pedante irresoluto e indeciso, falto del entusiasmo necesario. Cuando los combates se acercaron a Berlín, Hitler lo relevó como comandante en jefe del grupo de ejércitos que aún llevaba el nombre de Vístula, a pesar de que este río hacía ya tiempo que estaba situado muy por detrás de las líneas soviéticas. Sin embargo, no nombró sustituto para Heinrici.[425] El mando militar de la defensa de Berlín lo pasó a asumir él mismo. Aunque en aquellos días no había la menor duda de que el frente alemán del Oder había caído y de que resultaba imposible restablecerlo, Hitler ponía todas sus esperanzas en aquellos sectores que aún se mantenían. Dio órdenes de cerrar las brechas del Oder mediante golpes concentrados en los flancos de los rusos.

Krebs explicó en la reunión informativa de la tarde del 19 de abril que las unidades blindadas rusas habían logrado abrir brechas profundas en el frente y que se hallaban ya cerca de Oranienburg, más o menos a treinta kilómetros al norte de Berlín. Esta noticia cayó como una bomba y desequilibró por completo al Führer.

Inmediatamente después de la reunión, Hitler hizo venir a Linge. Se quejaba de fuertes dolores de cabeza y de un estancamiento de la sangre en la cabeza. Se llamó a Morell para practicarle una sangría. Esta vez no se recurrió a sanguijuelas, ya que la sangría era urgente. Con la ayuda de Linge, Morell preparó sus instrumentos en el dormitorio de Hitler, sobre la mesa del té. El Führer se quitó la chaqueta, se subió la manga izquierda de la camisa y se sentó en el borde de la cama. Con voz débil explicó a Morell que en los últimos días había dormido poco y que se sentía completamente destrozado. Morell ató una cinta de cuero alrededor del brazo de Hitler e introdujo la cánula en la vena. Pero no salió sangre. La sangre de Hitler se coagulaba de inmediato y taponaba la jeringuilla. Morell tuvo que recurrir a una cánula más grande, que sólo con esfuerzo pudo introducir en la vena. Linge sostenía un vaso debajo de la aguja para recoger la sangre que caía en grandes gotas. De pronto, Hitler preguntó a Linge si soportaba la visión de la sangre. Linge respondió:

—Naturalmente, mein Führer. Las tropas de las SS están acostumbradas a ver sangre.

Se extrajo más o menos un vaso de sangre, que cuajaba casi de inmediato. Linge, que quiso mostrar a Hitler que aquella visión no le afectaba, dijo bromeando:

Mein Führer, si ahora añadimos algo de sal podemos dedicarnos a vender morcillas del Führer.

Hitler sonrió. Por la noche, contó la broma a Eva Braun y a las secretarias.

El ambiente optimista que había reinado en las reuniones en los inicios de la ofensiva rusa en el Oder dio paso muy pronto a un gran nerviosismo. Los asistentes preguntaban a escondidas a los ayudantes de Hitler si éste no había dicho nada acerca de un traslado del cuartel general al Obersalzberg. En la antesala y en el pasillo del búnker, durante las sesiones para evaluar la situación, reinaba una terrible confusión. Los ayudantes personales de Hitler, Schaub, Albert Bormann, Albrecht, sus médicos Morell y Stumpfegger, las secretarias, su piloto Baur, Rattenhuber y los oficiales de las SS de su guardia personal se informaban permanentemente acerca de la situación en el frente. Von Freytag-Loringhoven, que con frecuencia abandonaba la sala para atender el teléfono, hacer consultas y anotar en el mapa los cambios en el frente, era bombardeado a preguntas:

—¿Hay novedades? ¿Dónde están los rusos?

Ley, el ministro de Economía del Reich, Funk, Rosenberg, Speer, Axmann, Ribbentrop y otros, que aún permanecían en Berlín, llamaban por teléfono de manera continua. Las preguntas eran siempre las mismas: «¿Cómo están las cosas en el frente?», «¿Dónde están los rusos?», «¿Se mantiene el frente?», «¿Qué hace el Führer?», «¿Cuándo piensa abandonar Berlín?».

Günsche respondía de manera impasible:

—El frente del Oder resiste. Los rusos no llegarán en ningún caso hasta Berlín. El Führer no ve razones para abandonar la capital.

Ley, que, con las proclamas redactadas por su amante, había instigado al pueblo para que continuara aquella guerra sin sentido contra los rusos, prefirió escapar hacia el oeste, sin despedirse antes de su «amado» Führer. También Rosenberg y Funk siguieron aquellos días la misma dirección, sin informar de ello a Hitler.[426]

Cuando el Ejército Rojo se acercaba cada vez más a Berlín, Günsche, en su calidad de comandante de batalla de la cancillería del Reich, tomó medidas, juntamente con el general de brigada de las SS Wilhelm Mohnke, para reforzar la protección de la cancillería del Reich y el distrito gubernamental. Mohnke había dirigido entre agosto de 1944 y principios de marzo de 1945 el Leibstandarte y se hallaba por entonces de vacaciones en Berlín. Se ofreció a formar un grupo de batalla de entre tres mil quinientos y cuatro mil hombres con los miembros de las SS que se hallaban en aquellos momentos en Berlín: los batallones de guardia y las compañías de soldados de instrucción o convalecientes. Con este grupo de batalla quería asumir la protección de Hitler. Günsche informó al Führer de su propósito y éste dio el visto bueno. Acto seguido, Günsche ordenó incrementar significativamente las reservas de armas y munición en la cancillería. En el búnker de la nueva cancillería se instalaron grandes depósitos de vituallas. Se levantó un hospital de campaña, cuya dirección fue confiada al médico jefe de la clínica universitaria de Berlín, el teniente coronel de las SS y doctor Werner Haase.

El 20 de abril, Hitler cumplió 56 años. Linge recordó el momento, diez años antes, en que asistió por primera vez a un cumpleaños de Hitler. ¡Qué gran diferencia!

En 1935 todo había sido pompa y gloria. Ya desde primera hora de la mañana, las bandas militares saludaban a su «general en jefe». Los grandes de la industria, del Partido, del Estado y de la Wehrmacht se apiñaban en torno a su Führer y mendigaban su favor con valiosos regalos. A renglón seguido, el grandioso espectáculo del gigantesco desfile militar en la plaza delante de la Universidad Técnica de Berlín. Allí se pensaba celebrar también, después de la guerra contra la Unión Soviética, el gran «desfile de la victoria». Hitler ya había diseñado el colosal arco de triunfo bajo el cual marcharían las victoriosas tropas alemanas en su entrada a la capital del Reich.

Y ahora… El Ejército Rojo estaba a las puertas de Berlín y Adolf Hitler, moral y físicamente hundido, se escondía en su refugio en las entrañas de la tierra.

En la jornada de su 56 cumpleaños, el jefe de su Servicio de Seguridad, Rattenhuber, mostró a Linge un informe procedente de aquel organismo según el cual un ordenanza planeaba asesinar a Hitler en su aniversario. De los datos de aquel organismo se desprendía que el hombre en cuestión vestiría de civil y que aseguraría haber recibido en el frente una herida en el brazo. Linge le respondió que ninguno de los ordenanzas de Hitler vestía de civil y que ninguno estaba herido en el brazo. Rattenhuber le exigió que, de todos modos, estuviera alerta.

En los años anteriores, el estado mayor personal de Hitler solía felicitarle en la medianoche del 19 al 20 de abril. En esta ocasión, el Führer ya había anunciado que no aceptaría ninguna congratulación. A pesar de ello, Burgdorf, Fegelein, Schaub, Albrecht, Günsche, Hewel y Lorenz se reunieron hacia las doce de la noche en la antesala con la intención de darle sus parabienes al Führer. Éste hizo comunicar a los reunidos que no tenía tiempo. Fegelein fue entonces a buscar a Eva Braun y le pidió que convenciera a Hitler de que recibiera sus felicitaciones. Gracias a su insistencia, pero de mala gana, Hitler salió a la antesala. Le estrechó brevemente la mano a cada uno y volvió a desaparecer, así que apenas pudieron decirle nada. El piloto de Hitler, Hans Baur, el segundo piloto Betz, Rattenhuber, Högl y Schädle se presentaron poco antes de comenzar la reunión informativa de la noche en la antesala del búnker. Querían felicitar a Hitler en el momento en que saliera de su despacho para acudir a la sala de juntas. Hitler les dio la mano al pasar por delante de ellos.

La reunión duró muy poco. Después, Hitler tomó el té a solas con Eva Braun en su despacho.

En la mañana del 20 de abril, Linge lo despertó hacia las nueve de la mañana a petición urgente de Burgdorf, que aseguraba tener que transmitir una importante información llegada del frente. Hitler se levantó, fue a su despacho y preguntó a Burgdorf a través de la puerta cerrada qué era lo que sucedía. Burgdorf informó de que durante la madrugada las tropas rusas habían roto el frente entre Guben y Forst. La brecha abierta no era amplia y se había pasado al contraataque. Además, anunció que el oficial que dirigía la unidad ante la que los rusos habían roto el frente, había sido ejecutado en el acto por no haber sido capaz de resistir.

Hitler respondió:

—Envíeme a Linge.

Éste, que se encontraba junto a Burgdorf, se presentó:

—¿Mein Führer?

—Linge, no he podido dormir nada. Despiérteme dentro de una hora, a las dos de la tarde.

Cuando se hubo levantado y tomado el desayuno en su despacho, Linge le administró unas gotas de cocaína en su ojo derecho. El dolor se calmó un poco y Hitler se dedicó a jugar hasta el momento del almuerzo con Wolf, su cachorro favorito. Comió en compañía de Eva Braun y las secretarias.

Hacia las tres de la tarde diversas delegaciones se reunieron en los jardines de la cancillería del Reich con la intención de felicitar a Hitler: Axmann, con representantes de las «Juventudes Hitlerianas», Streve, el jefe del estado mayor del grupo de ejércitos del centro, con algunos oficiales,[427] y el teniente coronel de las SS Doose, el comandante de la compañía de escolta del Führer, con algunos miembros de su unidad. Todos se habían colocado en fila justo delante de la entrada del búnker, porque Hitler ya sólo abandonaba su refugio de mala gana. Vestido con un abrigo militar gris y con el cuello subido, salió a los jardines en compañía de Von Puttkammer y Linge. Cuando los reunidos vieron al Führer, se pusieron firmes y alzaron sus brazos para el saludo fascista.

En la entrada del salón de música se habían congregado Himmler, Bormann, Burgdorf, Fegelein, Hewel, Lorenz, los médicos de Hitler, Morell y Stumpfegger, los ayudantes Schaub, Albert Bormann, Albrecht, Johannmeyer, Below y Günsche. Himmler se acercó a Hitler y le felicitó por su cumpleaños. Hitler le dio la mano con gesto rápido y se alejó al instante para saludar al resto de los presentes. A continuación, acudió ante las delegaciones. Muy inclinado y arrastrando los pies, pasó revista a la fila. Los líderes de las delegaciones dieron un paso al frente y cumplimentaron a Hitler. El oficial del grupo de ejércitos del centro le hizo entrega de una carta de agasajo firmada por Schörner y presentada en una carpeta de cuero. Axmann le felicitó en nombre de la organización que dirigía.

Los reunidos formaron un semicírculo alrededor de Hitler, después de que hubiese pasado revista. Previamente, había hecho avisar de que no podía alzar la voz. Por esta razón se limitó a decir unas pocas palabras. Repitió una vez más la promesa de un triunfo final, del que ellos serían los protagonistas. Dicho esto, Hitler levantó el brazo con gesto cansado y se retiró al refugio. Aquel día, Hitler vio la luz del cielo por última vez. Ya no volvió a abandonar el búnker.

Himmler, Bormann, Burgdorf, Fegelein y los ayudantes le siguieron, porque la sesión informativa del mediodía estaba fijada para las cuatro. Veinte minutos antes de su inicio, se presentaron Göring, Ribbentrop, Dönitz, Keitel y Jodl para felicitar a Hitler, que recibió a cada uno de ellos en su despacho. Linge, que anunciaba a cada uno de los visitantes, escuchó cómo Göring y Keitel prometían lealtad inquebrantable al Führer y cómo decían querer estar a su lado hasta el final. Todos ellos permanecieron sólo unos instantes con Hitler. Una excepción fue Ribbentrop, que estuvo unos diez minutos en el gabinete. Tras los buenos deseos de cumpleaños, Göring, Dönitz, Keitel y Jodl se mezclaron otra vez con los asistentes a la reunión.

Ribbentrop abandonó la cancillería después de la conversación con Hitler. Unos minutos más tarde, éste salió de su despacho y saludó a los reunidos. Les agradeció a todos las felicitaciones. Entonces se dirigió a Krebs, le preguntó por las últimas noticias del frente del Oder y anduvo con él hasta el salón de reuniones. Los demás les siguieron.

El tema principal de la reunión fue la ruptura del frente entre Guben y Forst. Poderosas unidades acorazadas rusas se acercaban a Berlín y alcanzaban aquel día el Spreewald, al sur de la autopista que iba de Berlín a Frankfurt. Ahora la capital también estaba amenazada desde el sur. En el norte las unidades rusas habían penetrado en Oranienburg y en el este habían alcanzado casi los límites de la ciudad. Por este motivo la ruptura entre Guben y Forst era especialmente peligrosa, ya que ahora los rusos podían cortar los accesos a Berlín desde el sur.

La situación en el frente parecía tan arriesgada, que sin más demora Bormann tomó medidas para trasladar el cuartel general de Berlín al Obersalzberg. Todavía durante la reunión abandonó apresuradamente la habitación y convocó en el búnker al teniente coronel de las SS Kempka.

Kempka era el chófer personal de Hitler y el jefe del servicio de transporte de la cancillería del Reich. Él y Bormann formaron una columna de coches que había de llevar a Hitler y su estado mayor personal al Obersalzberg. Para ello se recurrió a quince o veinte grandes todo-terrenos, varios autobuses y unos diez camiones. Para Hitler se preparó una limusina acorazada. Además, Kempka hizo traer dos tanquetas del arsenal de Spandau.

Linge se encargó de guardar las pertenencias personales de Hitler, excepto la ropa de diario. Para el traslado al Obersalzberg se empaquetaron unas cincuenta grandes cajas con documentos que Hitler había recibido durante la guerra del alto mando de la Wehrmacht, del alto mando del Ejército de Tierra, de la Marina de Guerra, de la Luftwaffe y de Speer. Estas cajas ya habían sido trasladadas desde la «Guarida del Lobo» hasta la cancillería del Reich. Por orden de Bormann, la cocinera de Hitler, Constanze Manziarly, empaquetó los alimentos dietéticos de Hitler, y dejó sólo una reserva para unos pocos días.

Liesl, la doncella de cámara de Eva Braun, preguntaba constantemente a Linge si tenía que hacer las maletas. Al fin y al cabo, Hitler aún estaba en la reunión informativa y Eva Braun no sabía nada al respecto. Linge le recomendó comenzar los preparativos, ya que la partida podría producirse de manera repentina.

La jornada entera estuvo dedicada a los preparativos para el viaje. Tan sólo Göring era partidario de viajar aquel mismo día. Antes de que la reunión terminase, se despidió de Hitler diciéndole que se desplazaba al sur de Alemania para recomponer allí lo que quedaba de las reservas y lanzarlas contra los rusos. Hacia última hora de la tarde, Göring y su estado mayor personal se dirigieron en automóvil al Obersalzberg. Su esposa y su hija, así como el resto de los residentes en el pabellón de caza de Karinhall, ya se habían trasladado allí dos semanas atrás en dos trenes especiales.

El 21 de abril Linge despertó a Hitler a las nueve y media de la mañana y le anunció que la artillería soviética estaba disparando contra Berlín. Burgdorf y los demás ayudantes aguardaban en la antesala. Hitler salió diez minutos más tarde, apresuradamente y sin afeitar. Solía afeitarse él mismo, pues ni tan sólo a su peluquero, August Wollenhaupt, le estaba permitido hacerlo. Decía que no soportaba la idea de que alguien manejara una navaja junto a su garganta.

En la antesala, Burgdorf, Schaub, Below y Günsche ya aguardaban a Hitler.

—¿Qué ha sucedido? ¿Qué son estos disparos? ¿De dónde vienen? —preguntó agitado.

Burgdorf le informó de que el centro de Berlín estaba siendo hostigado por una batería pesada de los rusos, que al parecer disparaba desde el área situada al noreste de Zossen.[428] Hitler empalideció. Sin voz, balbuceó:

—¿Tan cerca están ya los rusos?

Burgdorf continuó explicando que Krebs acababa de comunicar que entre unos diez y quince blindados rusos estaban atacando Baruth en dirección a Zossen y que se encontraban a unos diez o quince kilómetros del cuartel del estado mayor del alto mando del Ejército de Tierra.

Hitler acudió a la conferencia acompañado de Burgdorf, Below y Günsche y pidió línea telefónica con Krebs, que volvió a repetir que el cuartel del estado mayor del alto mando del Ejército de Tierra estaba directamente amenazado por los carros de combate rusos. Preguntó si lo podía trasladar a otro lugar.

—¡No! —gritó Hitler al auricular—. No se deje asustar por unos cuantos tanques rusos. ¡El alto mando se queda en Zossen!

Bormann, Fegelein, Johannmeyer y Schaub irrumpieron nerviosos en el salón. Hitler y los demás estaban tratando de adivinar dónde estaba emplazada la batería rusa. Hitler no podía permanecer en su asiento. Una y otra vez se levantaba y ordenaba con voz excitada que tan pronto como se localizara la batería, había que atacarla de manera persistente con los cañones antiaéreos del calibre 12,5 instalados en el Tiergarten.[429] Se suponía que darían con su objetivo, pues eran piezas de artillería muy certeras y estaban dotadas de un largo alcance. Hacia el mediodía las baterías de la artillería antiaérea emplazadas en el Tiergarten abrieron fuego en dirección a Zossen. Pero, al margen de breves interrupciones, los proyectiles soviéticos continuaron cayendo a lo largo de toda la jornada.

Durante la comida del mediodía, Burgdorf comunicó a los otros ayudantes que Hitler había ordenado la retirada de las unidades alemanas destinadas en el área de Dresde y Dessau para hacer frente a los americanos, con el fin de enviarlas a combatir contra los rusos. Por orden del Führer el cuartel del estado mayor del alto mando del Ejército de Tierra debía ser trasladado aquel mismo día desde Zossen a Potsdam-Eiche.

Hacia las dos y media de la tarde, en la antesala del salón de reuniones del búnker de Hitler se congregaron Dönitz, Keitel, Jodl, Krebs, Bormann, Buhle, Winter, Fegelein, Voss, Christian, Hewel, Koller, los ayudantes de Hitler y varios oficiales del estado mayor. Todos estaban visiblemente agitados. Una y otra vez se preguntaban:

—¿Se queda Hitler en Berlín? ¿Trasladará el cuartel general al Obersalzberg? ¿Por qué sigue aquí?

En el curso de la reunión, Krebs notificó que al sur de Berlín los carros de combate soviéticos habían penetrado hasta el área de Zossen. Al norte de la capital habían arrollado las posiciones alemanas y tomado Oranienburg. En el este se habían aproximado a los suburbios y habían roto en algunos puntos el más exterior de los anillos defensivos de la ciudad. Krebs indicó además que, a pesar de varios contraataques, no se había logrado neutralizar la brecha abierta por las unidades rusas en el Oder. La situación de las tropas alemanas empeoraba con cada hora que pasaba y no había esperanza de poder recomponer el frente. El 9.º ejército corría el riesgo de quedarse aislado.

En vista de esta situación, Krebs propuso que el 9.º ejército del general Busse, cuyas fuerzas principales aún se hallaban al norte y sur de Frankfurt am Oder, se retirara hacia Berlín y que fuera empleado para la defensa de la capital. Hitler rechazó la propuesta e insistió en que se restableciera el frente del Oder costara lo que costase. Por ello se decidió no trasladar el 9.º ejército a Berlín, sino retirar a la caída de la noche a todas las tropas alemanas entre Dresde y Dessau, para emplearlas en los combates contra las unidades soviéticas que atacaban en el área de Zossen y Baruth. Considerando lo crítico de la situación, Dönitz, Keitel, Jodl y Bormann propusieron a Hitler trasladar el cuartel general desde Berlín al Obersalzberg. Hitler rechazó la propuesta, arguyendo que de momento no veía un peligro inmediato que requiriera una retirada del cuartel general de Berlín.

Después de la reunión, Hitler retuvo a Krebs, que se disponía a dirigirse de inmediato al cuartel del estado mayor del alto mando del Ejército de Tierra, desplazado ahora a Potsdam-Eiche. Hitler le dijo:

—Krebs, a partir de ahora quiero tenerlo permanentemente a mi lado.

Krebs se instaló en una habitación del búnker de la nueva cancillería del Reich. Del estado mayor del alto mando del Ejército de Tierra Hitler sólo retuvo a su ayudante Freytag-Loringhoven y al capitán de caballería Boldt, como oficial para tareas especiales.

A continuación, Hitler acudió a la comida del mediodía. A Linge le comentó que había oído rumores que aseguraban que pretendía abandonar Berlín. A Hitler esta posibilidad ni tan sólo se le había pasado por la cabeza. Linge le respondió que los rumores habían sido provocados por los preparativos para la partida a Berchtesgaden que Bormann había ordenado el día anterior. A lo que Hitler replicó:

—Evidentemente han de abandonar Berlín todas las personas prescindibles. Mis objetos personales y el archivo militar deben llevarse ahora mismo hacia el Obersalzberg. Conmigo se quedan tan sólo los más cercanos de mi estado mayor personal.

También indicó a Linge que después de la comida convocaran a Schaub y Below para que recibieran las instrucciones correspondientes. Finalmente le dijo a Linge que, en caso de extrema necesidad, siempre contaba con la posibilidad de subir a bordo de su Fieseler-Storch y despegar desde el eje este-oeste.

Durante los días que siguieron todos los miembros de las SS del entorno de Hitler se aferraron a esta esperanza. Pensaban: «Hitler no va a quedarse bajo ninguna circunstancia en Berlín. Si la cosa se pone peligrosa, nos largamos al Obersalzberg».

Aún se estaba celebrando la reunión informativa, cuando Schaub, Below y Hans Baur, el piloto de Hitler, confeccionaron una lista con las personas que partirían en avión al Obersalzberg. Se las distribuyó en los aviones de la escuadrilla que comandaba Baur. Los aparatos Condor y Junker de cuatro motores estaban preparados en el aeródromo de Gatow.

De inmediato se produjo un gran tumulto en torno a Schaub y Below. Se sentían todopoderosos, pues decidían quién iba al Obersalzberg y quién se quedaba. Todos querían marchar. A cada momento aparecían personas que tenían que partir hacia el Obersalzberg comoquiera que fuese, porque supuestamente tenían familiares en Baviera o porque procedían de aquellas comarcas, y pretendían contribuir a su defensa o cosas por el estilo. Sin embargo, lo único que les importaba era abandonar Berlín lo antes posible.

El 21 de abril, cuando ya oscurecía, una larga columna de turismos y camiones salió del portal trasero de la cancillería del Reich hacia la Hermann-Göring-Straβe y se dirigió al aeródromo de Gatow. Hacia el Obersalzberg voló un grupo de cerca de cien personas, entre ellas, Albert Bormann, ayudante personal de Hitler; Von Puttkammer, contraalmirante y oficial adjunto de la Marina; Hugo Blaschke, el dentista del Führer; el teniente Frentz, reportero gráfico; además de las secretarias Wolf y Schröder y los taquígrafos.

Cuando aquella noche regresaron al aeródromo, los chóferes contaron que la gente, literalmente, se había golpeado por las plazas.

Linge envió dos aviones al Obersalzberg. Uno de ellos transportaba entre treinta y cuarenta cajas con los objetos personales de Hitler y sus alimentos dietéticos, custodiados por el capitán de las SS Wilhelm Arndt, ayuda de cámara de Hitler, y dos ordenanzas. El segundo avión llevaba a bordo entre cuarenta y cincuenta cajas con documentos del archivo militar, procedente de la «Guarida del Lobo». En este avión también viajaron algunos colaboradores del Servicio de Seguridad.[430]

Durante esa misma noche se comunicó desde el Obersalzberg que todos los aviones habían llegado, excepto el que llevaba los efectos personales de Hitler. Baur averiguó que cazas norteamericanos habían interceptado el avión y que lo habían obligado a aterrizar en las inmediaciones de Colonia.[431]

Aquel mismo día se produjo una huida generalizada de Berlín. Miles de personas abandonaron la ciudad en dirección oeste, utilizando autobuses, turismos, carros tirados por caballos, bicicletas y cochecitos de bebé. La gran mayoría tuvo que ir a pie. Columnas interminables se arrastraban fuera de la ciudad. Los empleados de los ministerios y de las oficinas estatales que habían permanecido en Berlín también huían, con o sin autorización o con papeles falsos. Incluso los «funcionarios» de la cancillería del Führer destruían sus carnets del Partido y otros documentos. Se habían hecho con identificaciones falsas y dieron la espalda a Berlín.

La capital era ahora cañoneada por la artillería rusa. Por ello, Günsche decidió que Bormann, Burgdorf, Fegelein, Voss, Hewel, Lorenz, Zander, los ayudantes Schaub, Albrecht, Below y Johannmeyer, los pilotos Baur y Betz, y Rattenhuber, Högl y Schädle, el médico de Hitler doctor Stumpfegger, así como las secretarias Christian y Junge, que permanecían en Berlín, se trasladasen desde la antigua y la nueva cancillería hasta el búnker de este último edificio.

Este búnker se había construido en el año 1938 al mismo tiempo que el edificio, cuando Hitler comenzó los preparativos para la guerra. Con sus más de setenta habitaciones, tenía unas dimensiones gigantescas. Se componía de dos partes, separadas una de otra por una despensa subterránea. Allí se almacenaban víveres y carbón. De la despensa partía directamente un gran montacargas para camiones que ascendía hasta la acera de la Vossstraβe. La escotilla estaba disimulada de tal manera que resultaba imposible advertirla para alguien que no estaba enterado. De la despensa subterránea partía un pasillo de hormigón de unos cien metros de longitud en dirección al búnker de Hitler, que circulaba por debajo de los jardines. En el búnker de la nueva cancillería del Reich se habían instalado también la centralita telefónica del cuartel general de Hitler, con el nombre cifrado de Alt 500, la estación de radio, la agencia de prensa, el despacho de los ayudantes de Hitler, el hospital de campaña del doctor Haase así como el puesto de mando del grupo de batalla de Mohnke. Allí se hospedaban además entre sesenta y setenta colaboradores del Servicio de Seguridad al mando del dirigente de la Policía Criminal y comandante de las SS Forster, a los que correspondía la vigilancia del búnker y que registraban a toda persona que entraba o salía del búnker.

En la noche del 22 abril, la artillería soviética enmudeció. A cambio, empezó a retumbar la artillería antiaérea alemana. Bombarderos rusos atacaron objetivos militares en Berlín. También cayeron bombas en las cercanías de la cancillería del Reich.

El 22 de abril por la mañana la artillería del Ejército Rojo reanudó los ataques, ahora con más intensidad. Se informó de que el centro de Berlín estaba siendo cañoneado por varias baterías pesadas. El número de proyectiles rusos que caían en el Tiergarten y también en los jardines de los ministerios en la Wilhelmstraβe era cada vez mayor. Hitler fue despertado hacia las diez de la mañana por el estruendo de los proyectiles.

Se vistió y preguntó nervioso a Linge:

—¿Con qué calibre se está disparando?

Para tranquilizarlo, Linge respondió que aquello era la artillería antiaérea alemana y algún que otro cañón ruso de largo alcance. Después de haber desayunado en su despacho, Hitler volvió al dormitorio, donde Morell le inyectó su estimulante.

La reunión informativa se había fijado para las doce. Poco antes de comenzar se congregaron en el búnker de Hitler Dönitz, Keitel, Jodl, Krebs, Burgdorf, Buhle, Winter, Christian, Voss, Fegelein, Bormann, Hewel, Lorenz, Below, Günsche, Johannmeyer y John von Freyend und von Freytag-Loringhoven. Aquélla fue la reunión más breve de toda la guerra. Muchos iban de un lado a otro con cara de amargura. A media voz se repetían la misma pregunta:

—¿Por qué el Führer no se decide a abandonar Berlín?

Hitler salió de sus estancias, más encorvado que nunca. Después de un saludo parco en palabras se sentó. Krebs dio comienzo a sus explicaciones. Anunció que la situación de las tropas alemanas que defendían Berlín había empeorado aún más. En el sur los rusos habían roto el frente en Zossen y se acercaban a los límites de la capital. En los suburbios del este y oeste se libraban combates feroces. El estado de las unidades alemanas del Oder, al sur de Stettin, era catastrófico. Los rusos habían roto el frente gracias a las embestidas de sus carros de combate y habían penetrado profundamente en las posiciones alemanas.

En ese preciso momento, Hitler se levantó y se inclinó sobre la mesa. Paseó su mano temblorosa sobre el mapa. Se incorporó súbitamente y lanzó los lápices de color. Respiraba pesadamente, su rostro había enrojecido y sus ojos estaban muy abiertos. Se alejó un paso de la mesa y gritó con voz entrecortada:

—¡Algo así no se ha visto nunca! ¡En estas circunstancias no puedo seguir ejerciendo el mando! ¡La guerra está perdida! ¡Pero si ustedes, señores míos, creen que voy a abandonar Berlín, están muy equivocados! ¡Antes prefiero meterme una bala en la cabeza!

Los presentes miraron a Hitler llenos de espanto. Éste sólo pudo levantar débilmente la mano y exclamó:

—¡Les doy las gracias, estimados señores!

A continuación, dio media vuelta y abandonó la estancia.

Todos quedaron allí de pie paralizados. ¿Era aquello el final? Günsche corrió tras de Hitler. Desde la sala de reuniones se pudo escuchar su voz afectada:

—Pero, mein Führer

Lo alcanzó en la puerta del despacho. El Führer se detuvo y ordenó:

—¡Comuníqueme de inmediato con Goebbels!

Goebbels se hallaba en el refugio antiaéreo de su mansión de la Hermann-Göring-Straβe. Mientras Hitler hablaba con él por teléfono, los participantes de la reunión fueron saliendo a la antesala confusos y agitados. Bormann y Keitel se abalanzaron sobre Günsche y le preguntaron:

—¿Dónde está el Führer? ¿Ha dicho algo más?

Günsche respondió que el Führer había hablado con Goebbels por teléfono. Todos murmuraban de manera confusa. Keitel agitaba los brazos en el aire. Bormann parecía completamente fuera de sí y balbuceaba una y otra vez:

—¡No puede ser que el Führer esté pensando seriamente en pegarse un tiro!

Keitel exclamó:

—¡Tenemos que impedir que el Führer haga una cosa así!

Reinaba un caos indescriptible. Algunos se tomaron un par de copas de una botella de coñac que había encima de la mesa.

Pocos minutos más tarde, hacia las doce del mediodía, entraba apresuradamente Goebbels. Cojeaba más de lo habitual. Conmocionado, había venido desde su mansión de la Hermann-Göring-Straβe.

—¿Dónde está el Führer? —preguntó.

Se le llevó de inmediato al despacho de Hitler. Allí los dos conversaron durante unos diez minutos.

Cuando Goebbels volvió a salir, Bormann, Keitel, Dönitz y Jodl se acercaron rápidamente a él:

—¿Qué ha dicho el Führer?

Lo acosaban de todas partes. Goebbels les anunció que Hitler consideraba que la situación era desesperada y que se mostraba convencido de que la guerra estaba perdida. Se sentía completamente derrotado. Goebbels nunca lo había visto en un estado semejante. Continuó explicando que la razón por la que se había asustado era que Hitler le había dicho por teléfono, con una voz que desfallecía, que acudiera cuanto antes al búnker junto con su mujer y sus hijos, porque todo había acabado.

Bormann no podía quedarse quieto de los nervios. Imploró a Goebbels, a Dönitz, a Keitel y otra vez a Dönitz que había que convencer a Hitler de un modo u otro para que abandonase Berlín. Goebbels preguntó a Keitel en voz baja:

—Señor mariscal de campo, ¿verdaderamente no ve usted ninguna posibilidad de detener el avance de los rusos?

Keitel respondió que la última posibilidad consistía en retirar de inmediato todas las tropas del Elba, incluida la unidad más poderosa, el 12.º ejército de Wenck, para lanzarlas contra los rusos. La propuesta de Keitel fue recibida con entusiasmo por todos los presentes. Bormann propuso que se informara enseguida a Hitler. El 12.º ejército, llamado simplemente «ejército Wenck», por el apellido del general de blindados que lo dirigía, se había formado por orden de Hitler a principios de abril de 1945 con unidades del Servicio del Trabajo del Reich (Reichsarbeitsdienst) y cadetes de las escuelas de oficiales y suboficiales. Dicho ejército estaba acantonado en el área de Magdeburgo. Hitler lo había destinado a la reserva del alto mando de la Wehrmacht y aún no había entrado en combate. El ejército de Wenck constaba de sólo cuatro divisiones completas, con unos cuarenta mil o cuarenta y cinco mil hombres. La gran mayoría de los soldados estaban deficientemente entrenados y armados. La artillería del ejército de Wenck se componía de algunas baterías de obuses ligeros. No disponía de blindados, sino tan sólo de cureñas motorizadas. Estas tropas estaban en el Elba, frente a frente con los norteamericanos.[432]

Keitel, Bormann, Goebbels, Burgdorf y Fegelein pidieron a Linge que los anunciara a Hitler. Cuando Linge entró, lo encontró con la chaqueta desabrochada y postrado en la cama. Hitler escuchó a Linge. Luego se levantó con gesto abatido, se abrochó la chaqueta del uniforme, se dirigió al despacho, diciendo con voz apagada:

—Que hagan el favor de pasar.

Linge franqueó la entrada a Keitel, Bormann, Goebbels, Burgdorf y Fegelein al despacho de Hitler. Veinte minutos más tarde volvieron a salir Keitel, Goebbels y Burgdorf, con aire confiado. Los últimos en aparecer fueron Bormann y Fegelein. En la antesala pidieron a Linge que les sirviera un aguardiente, y se lo tomaron allí mismo de un solo trago. Fegelein le dijo a Linge:

—Todo se arreglará. Wenck marcha con su ejército hacia Berlín.

En la antesala, Keitel aún intercambió algunas palabras con Dönitz antes de abandonar el búnker junto a Jodl y su ayudante, John von Freyend.

Poco después, Dönitz pidió a Hitler una entrevista a solas. El Führer lo recibió en la sala de juntas y a continuación, Dönitz se dirigió en avión a Flensburg para organizar desde allí el desplazamiento de pilotos suicidas hacia Berlín. Se trataba de oficiales y marineros a los que se había previsto emplear en misiones con minisubmarinos (torpedos tripulados) que al explosionar provocaban también de forma inevitable la muerte de su piloto.[433] Algunos se habían presentado voluntarios para estas misiones, otros habían sido condenados a alistarse en ellas. Además, Dönitz había de conducir personalmente a Berlín a todos los miembros de la Marina de Guerra que se encontraran en el norte de Alemania, para que prestaran su ayuda en la defensa de la capital.[434]

Después de que todos hubieran partido, Hitler quiso que se presentara ante él de inmediato el mariscal de campo Schörner, el comandante en jefe del grupo de ejércitos del centro, cuyas tropas estaban aquellos días envueltas en fuertes combates defensivos en Silesia y Checoslovaquia. Hacia las seis o las siete, Schörner llegó a Berlín. Su avión aterrizó en Gatow, el único de los aeródromos de la capital que aún no estaba sometido al fuego de la artillería rusa.

El ayudante de Hitler, Johannmeyer, pidió a Linge que anunciara al Führer que Schörner había llegado y aguardaba en el búnker. Hitler ordenó que lo acompañaran al salón de reuniones y salió a la antesala para recibirlo. Linge le recordó el bastón de mariscal que anteriormente había mandado traer, porque pretendía entregárselo a Schörner. Pero Hitler hizo un gesto despectivo con la mano y dijo:

—¡Todo esto ya no es más que una tontería!

Sin embargo, cuando Schörner apareció en el búnker de Hitler junto a Burgdorf, Fegelein y Johannmeyer, el Führer se dirigió a Linge:

—Bueno, está bien. ¡Lleve el bastón a la sala de juntas!

Hitler saludó a Schörner de manera cordial y le confesó, mientras se encaminaban juntos a la reunión:

—¡Schörner! Lo que más me gustaría es descuartizarlo. Así tendría cuatro Schörner.

A lo que éste respondió con una sonrisa alegre:

—Siempre a sus órdenes, mein Führer.

La reunión que Hitler mantuvo con Schörner duró aproximadamente una hora y en ella participaron Bormann, Burgdorf y Fegelein. A continuación, habló con él a solas. Hacia las ocho de la tarde, Schörner, después de dirigir a los ocupantes del búnker unos breves gestos con su bastón de mariscal, se dirigió al aeródromo de Gatow, desde donde un avión lo devolvió a su cuartel del estado mayor.

La visita de Schörner causó impresión en Hitler y en su entorno. El ambiente deprimido que había dominado durante la mañana se había esfumado por la tarde en buena medida. Hitler, en particular, había recobrado el valor. Comenzó otra vez a trazar planes. Las unidades de Schörner destacadas en Silesia debían lanzarse contra los flancos de las tropas rusas que avanzaban desde el sur hacia Berlín y alcanzar seguidamente la capital. A Schörner en persona le había ordenado retirarse con lo principal de sus fuerzas hacia el sur de Alemania, para hacerse cargo del «bastión alpino». Otro de los planes de Hitler preveía restablecer la conexión entre Berlín y las tropas alemanas emplazadas en Mecklemburgo. Con este fin, el comandante del 3.er ejército, el teniente general de las SS Félix Steiner, recibió la orden de atacar el 24 de abril desde el área al norte de Oranienburg y realizar el intento de detener a las tropas soviéticas que penetraban desde el norte en dirección a Berlín.

Fegelein, el enlace de Himmler, era el encargado de llevar esta orden a Steiner en persona. El 23 de abril por la mañana, se puso en marcha.

Cuando Hitler ordenó a Schörner que se retirase con una parte de sus fuerzas al «bastión alpino», surgió en su estado mayor la esperanza de que en el último momento Hitler decidiera abandonar Berlín para continuar la lucha en el «bastión alpino». Esta perspectiva dio ocasión a una borrachera general en el búnker. Bormann, fiel a sí mismo, se instaló con Günsche y las secretarias de Hitler, Junge y Christian, en la antesala, donde todos juntos bebieron coñac. Al mismo tiempo, declamaba peroratas sobre los ejércitos de Wenck y Steiner, así como sobre el «leal nazi» Schörner.

—Sí, Schörner es nuestro hombre —recalcó la secretaria Christian—. Es un devoto nacionalsocialista.

Bormann alzó su copa y brindó con las secretarias:

—Pasado mañana estaremos fuera de peligro. Wenck, Steiner y Schörner no nos dejarán en la estacada. Sus tropas llegarán hasta Berlín.

Al atardecer, Linge se encontró con Ribbentrop en el pasillo. La habitual arrogancia de éste se había esfumado. Con una amabilidad impropia de él, preguntó a Linge acerca de los planes de Hitler. Al contestar éste que, de momento, el Führer quería quedarse en Berlín, Ribbentrop se puso visiblemente nervioso y preguntó si podía hablar con él a solas. Linge lo anunció y Hitler lo recibió de inmediato en su despacho. Después de una conversación que duró veinte minutos, Ribbentrop abandonó el búnker y se trasladó a Hamburgo esa misma noche. Esto sucedía con el consentimiento de Hitler, quien tras la marcha de Ribbentrop, le comentó a Linge:

—No quiero volver a tener a ése cerca de mí.

Aquel día se presentó en la cancillería del Reich el general de brigada de las SS Mohnke con los 3500 hombres de su tropa de combate. Hitler decretó que se le encomendara la protección de todo el distrito gubernamental. Mohnke, que se sintió halagado, comentó a Günsche:

—El Führer ya no quiere saber nada más de su Leibstandarte [después de la derrota del Balatón], pero ahora le demostraremos que aún puede contar con él.

Goebbels, con su esposa Magda, y los cinco hijos del matrimonio, Hilde, Holde, Helke, Heike y Heiner, se trasladaron al búnker de la nueva cancillería aquel mismo día.[435] Con Goebbels permanecieron su secretario de Estado, el general de brigada de las SS Werner Naumann, su ayudante, el capitán de las SS Günther Schwägermann, y su ayuda de cámara, el cabo Ochs.

La mañana del 23 de abril la artillería del Ejército Rojo reanudó el ataque contra el sector gubernamental, que había interrumpido durante la noche. Diversos proyectiles hicieron blanco en unos camiones cisterna y barriles de gasolina que se hallaban en el patio de honor de la cancillería del Reich. Varios soldados resultaron muertos o gravemente heridos a causa de estos impactos.

Los aviones rusos rugían sobre el centro de la capital y, volando a baja altura, disparaban contra sus objetivos. De esta manera, quedaron inutilizados el cinturón de Berlín, la autovía que rodea la capital, así como el metro y las líneas de tranvía. En la Leipziger Straβe, en la Potsdamer Platz y en la Hermann-Göring-Straβe se veían vagones de tranvía abandonados. En casi toda la ciudad se había interrumpido el suministro de luz, gas y agua. Sólo continuaba funcionando la red telefónica.

Hitler fue despertado de nuevo: por el bombardeo cada vez más intenso de la artillería. Se vistió y llamó a Linge para que acudiera a su despacho. Le dijo que casi no había podido dormir durante la noche. Estaba muy pálido. Nervioso, volvió a preguntar por el calibre de la artillería rusa. A continuación le pidió a Morell su inyección. Cuando el médico hubo salido, Linge le puso a Hitler sus gotas en el ojo derecho. El Führer comentó que a Morell le temblaba la mano de miedo. También dijo sentirse feliz de que Linge supiera administrar con tanta habilidad las gotas para los ojos.

Después del desayuno, hacia las doce del mediodía, Hitler se reunió con los suyos. Las conferencias se celebraban ahora varias veces al día y a horas diferentes, dependiendo de los acontecimientos, y ya no duraban más de treinta o cuarenta minutos. El número de participantes se fue reduciendo de manera paulatina durante los días previos a la caída de Berlín.

Keitel, que el día anterior había ido a visitar al ejército de Wenck, aún no había vuelto. Por cautela, había hecho trasladar el cuartel del estado mayor del alto mando de la Wehrmacht desde Dahlem a Krampnitz, 20 kilómetros al oeste de la capital del Reich. Keitel quería así protegerse del fuego de la artillería soviética. A Jodl y Winter, los encargados de dar parte del frente occidental, Hitler ni tan sólo los invitaba a las reuniones. Ellos mismos preferían no desplazarse al búnker del Führer, dado el fuego artillero del enemigo.

Los representantes de la Luftwaffe, Koller y Christian, habían trasladado sus estados mayores desde Berlín a cotos de caza en Potsdam. Por este motivo, tampoco ellos hacían ya acto de presencia en las conferencias de evaluación militar. Lo justificaban por la enorme distancia de los desplazamientos. Sus informes los transmitían por teléfono al ayudante de la Luftwaffe, Below, que seguidamente anunciaba las novedades a Hitler.

Los generales Bodenschatz, Buhle y Scherff, que sólo tres días antes, durante el cumpleaños de Hitler, habían jurado lealtad hasta el final, abandonaron Berlín y se fueron al sur de Alemania. Göring había sido uno de los primeros en dejar Berlín y tampoco Himmler aparecía por el búnker.

A las reuniones ya tan sólo acudían aquellos que se habían instalado en el búnker de la nueva cancillería del Reich: Krebs, Bormann, Burgdorf, Voss, Fegelein, Hewel, Below, Johannmeyer, Günsche, Zander, Von Freytag-Loringhoven y Lorenz. Goebbels también asistió en los días finales. Lorenz había sido nombrado poco antes jefe de prensa. Hitler destituyó a Otto Dietrich por «inmovilismo», algo que pareció descubrir repentinamente después de quince años de servicio. También Dietrich se apresuró a viajar junto a su familia, en el sur de Alemania.

Hacia la una del mediodía, Hitler se presentó en la antesala y saludó a los asistentes que se habían reunido allí. No preguntó por los ausentes y se limitó a decirle a Below:

—Below, al parecer es usted ahora el único representante de la Luftwaffe.

En compañía de todos, Hitler se dirigió a la sala de juntas y se dejó caer lentamente en el sillón junto a la mesa de los mapas. En lugar de los ocho o diez grandes planos de los frentes oriental y occidental que solía haber, ahora sólo había dos pequeñas hojas: un mapa de Berlín y los alrededores, y otro de toda Alemania. Ya no se extendían mapas del frente occidental. Krebs y su ayudante se encargaban de las anotaciones.

Krebs anunció que la intención de los rusos de levantar un cerco alrededor de Berlín parecía ahora manifiesta. Desde el norte avanzaban en dirección a Oranienburg y en el oeste habían llegado hasta Nauen, a 30 kilómetros de Berlín. El contacto con el mundo exterior sólo se mantenía en el noroeste. Desde el sur y el este, además, se estaba presionando con fuerza sobre la capital. En estos sectores el Ejército Rojo estaba a punto de alcanzar los límites de la ciudad.

Hitler interrumpió a Krebs con la siguiente pregunta:

—¿Qué hay del ejército de Wenck?

Krebs respondió que esta unidad había iniciado su retirada del Elba la noche anterior. Los norteamericanos, sin embargo y por el momento, no se habían decidido a avanzar. El ejército de Wenck estaba concentrándose al sudeste de Magdeburgo.

En el instante en que Krebs se disponía a exponer otros detalles acerca del ejército de Wenck, se abrió la puerta y entraron Keitel y su ayudante John von Freyend. El primero iba sin afeitar y su uniforme estaba cubierto de polvo. Quería demostrar a Hitler que traía entre manos un asunto que podía decidir la salvación de su Führer. Hitler estrechó la mano de Keitel con afecto.

John von Freyend extendió el mapa sobre la mesa. A continuación, Keitel explicó que el ejército de Wenck se había retirado del Elba y que en ese momento estaba reagrupando sus fuerzas.

—He estado conduciendo todo el día y toda la noche para movilizar a las tropas. Mein Führer! Wenck le envía reverentes saludos y espera poder estrecharle pronto la mano en la cancillería del Reich.

Keitel se puso en posición de firmes y exclamó:

—¡Voy a quedarme con usted, mein Führer! No podría mirar a la cara a mi mujer y a mis hijos si lo abandonara en estas circunstancias.

Hitler estaba visiblemente conmovido por esta nueva muestra de lealtad de Keitel. Se levantó del asiento y puso algunas flechas sobre el mapa. Mientras lo hacía, explicó que el 3.er ejército de Steiner tenía que atacar el 24 de abril desde el norte. El ejército de Wenck, por su parte, avanzaría desde el sur en dirección a Potsdam, como muy tarde el 25 de abril. El objetivo de la operación era, continuó Hitler, frenar el avance ruso hacia Berlín, dirigirse hacia el este, reunirse con el 9.º ejército y restablecer el frente del Oder.

Ninguno de estos planes delirantes, evidentemente, se hizo realidad.

Antes de acabar la reunión, Keitel pidió a Hitler permiso para desplazarse otra vez hasta el ejército de Wenck. Keitel creía que su presencia allí reforzaría el ardor guerrero de las tropas. Pocos minutos después, Keitel abandonó el búnker para dirigirse allí. De este viaje ya no regresó, a pesar de que acababa de jurar de manera ceremoniosa al Führer que jamás lo abandonaría.

Hacia la misma hora, sin haber pedido autorización, el jefe del batallón de transmisiones del Führer, el mayor Lohse, también se marchó de la cancillería del Reich.[436]

Mientras Hitler estaba en la reunión, Linge ordenó a la doncella de Eva Braun, Liesl, y al ordenanza de Hitler, el cabo de las SS Wauer, embalar los enseres de la habitación de Hitler. Linge mismo se encargó de ordenar el escritorio del despacho. Sobre la mesa había un mensaje radiotelegráfico de Göring con el siguiente contenido: «¡Mi muy amado Führer! En el camino hacia el sur de Alemania he podido constatar que aún hay suficientes fuerzas como para continuar la lucha desde aquí. Por ello le ruego que abandone Berlín y acuda a Berchtesgaden. Su leal Göring».[437]

Cuando el despacho estuvo recogido y cerrado, Eva Braun apareció en la puerta de su estancia con un perro. El bombardeo del centro de la ciudad había remitido un poco. Eva Braun, que tenía un aspecto muy pálido, pidió a Linge que la llevara a los jardines, donde pensaba pasear al animal. Linge la acompañó y paseó con ella delante del búnker, de un costado al otro. Eva Braun declaró con aire serio que ahora todo parecía haber acabado, si no se producía un milagro. Linge asintió pero recalcó que el ejército de Wenck traería ese milagro. En la conversación que siguió, Eva Braun comentó con tristeza que la muerte iba a ser la única salida si aquel milagro no se producía. En ese caso deseaba morir como la esposa legítima de Hitler.[438]

Durante la reunión Bormann llegó a la antesala con los mapas de operaciones del frente germano-soviético y los extendió sobre la mesa. Bormann, Zander y Loringhoven se inclinaron sobre ellos. Linge, que había estado de pie junto a los oficiales de las SS de guardia delante de las estancias de Hitler, se acercó asimismo a la mesa. Loringhoven señaló a Bormann un itinerario que aún estaba libre, en dirección a Dresde, por el que se podía llegar al sur de Alemania. Se trataba de una banda estrecha, de unos quince o veinte kilómetros, que en cualquier momento podía ser cortada por los carros de combate rusos. Bormann ordenó a su consejero Zander cargar en autobuses y todoterrenos a todos los colaboradores de la cancillería del Partido, incluidos su consejero Müller y sus seis secretarias, para llevarlos de inmediato al Obersalzberg siguiendo aquel itinerario. En Berlín sólo debían permanecer Zander y su secretaria Else Krüger, una mujer de treinta años que era amiga de Eva Braun y a la que Hitler, durante los últimos días y por deseo de ésta, invitaba al té junto con sus propias secretarias.

Justo cuando acababa la reunión se presentó ante Linge un Morell completamente abatido. Preguntó si Hitler podría dedicarle unos minutos. Este, que se había quedado solo en la estancia, le hizo pasar. En presencia del Führer, aquel coloso se precipitó en un asiento y comenzó a llorar como una criatura, convertido en un ser lastimoso. Hitler intentó calmarlo, pero el médico no paró de sollozar. Entonces le preguntó con impaciencia:

—Pero, bueno, ¿se puede saber qué es lo que quiere, profesor?

Finalmente, todavía entre sollozos, Morell pudo articular:

Mein Führer, sencillamente ya no soporto esto. ¡Por favor, por favor, por favor, deje que me vaya!

Morell le explicó a Hitler los ataques al corazón que había sufrido en los últimos días. Cuando Linge escuchó aquellas palabras, cerró la puerta con una sensación de repugnancia. Morell salió poco después. Había obtenido de Hitler la autorización para volar al Obersalzberg. A toda prisa le dio unas cuantas instrucciones apenas comprensibles al doctor Stumpfegger, que quedaba encargado de inyectar a Hitler sus estimulantes. Aquella misma tarde, en cuanto hubo oscurecido, Morell abandonó el búnker, entre gemidos y temblores, para dirigirse en automóvil al aeródromo de Gatow. Desde allí, un avión lo llevó al Obersalzberg.

Así partió el que durante tantos años fuera médico personal de Hitler, la persona a la que éste había nombrado catedrático, a la que había distinguido con la insignia de oro del Partido y con la cruz de caballero.

Durante los años de guerra, Morell había comprado grandes fábricas en Hamburgo y en la ciudad checa de Olomouc (Olmütz), donde hacía elaborar sus preparados hormonales, su concentrado vitamínico Vitamultin y los polvos Russla contra piojos que había desarrollado el propio Morell para la Wehrmacht. El nombre del preparado evidenciaba una notable «capacidad inventiva»: «Russla» se compone de las primeras sílabas de las palabras alemanas «russische Laus» (piojo ruso). Los soldados rechazaban aquel tratamiento porque no servía para nada y además olía mal. Bromeaban diciendo que el preparado multiplicaba los piojos y apestaba tanto que mataba a los soldados. La Wehrmacht se vio obligada a comprar por decreto del Führer y esto hizo que Morell ganara millones.[439]

Morell adquirió una mansión de lujo en Schwanenwerde, junto al Wannsee, en Berlín, y luego otra más en el balneario de Heringsdorf, junto al mar Báltico. En los últimos años se estaba haciendo construir una tercera residencia en Berchtesgaden. En el año 1944, Morell comenzó a desarrollar un explosivo especial con el que creía poder aniquilar al Ejército Rojo. Para su proyecto exigió un microscopio electrónico, pero sólo había dos o tres de aquellas características en toda Alemania y estaban siendo empleados para la investigación atómica. Cuando sus esfuerzos fracasaron, acudió a Hitler, que al instante ordenó que a su «favorito» le fuera proporcionado uno de esos aparatos de tanto valor. Morell instaló el microscopio en un laboratorio que se había construido expresamente con esta finalidad en Berchtesgaden.[440] Sin embargo, en el momento del hundimiento, este especulador de la guerra huía de ella.

Después de la marcha de Morell, Goebbels se mudó a la habitación que estaba situada frente a la de Hitler. Su esposa se quedó junto con sus hijos en el antiguo búnker de Hitler.

Por la tarde, Hitler mandó a Günsche presentarse en el salón de reuniones. Goebbels y Bormann ya se encontraban allí. Los tres se inclinaban sobre un plano urbano de Berlín extendido sobre la mesa. Hitler tenía una mirada lúgubre. Le explicó a Günsche que acaba de recibirse un parte que decía que la población de los distritos del norte de Berlín, incluido el barrio proletario de Weissensee, estaba colgando banderas rojas y blancas en las ventanas; en algunos puntos, los soldados alemanes retrocedían sin luchar y muchos desertaban. Hitler ordenó a Günsche que enviara un destacamento de soldados de las SS hacia allí y que, en aplicación de la ley marcial, se fusilara a todo aquel que huyera. Goebbels intervino al instante:

Mein Führer, le prometo que las banderas rojas y blancas desaparecerán pronto de las casas. He ordenado que se fusile a los culpables o que se les cuelgue en lugares públicos de la ciudad. Eso será una advertencia para todos.[441]

Günsche salió de la estancia de Hitler y sin perder tiempo formó dos pelotones móviles con soldados de las SS de la guardia personal de Hitler y con los chóferes de la cancillería del Reich. Estos pelotones fueron enviados a los distritos del norte de Berlín con la orden de hacer volver a las trincheras a los soldados y a los oficiales que huían. El que ofreciera resistencia debía ser llevado a la cancillería del Reich. Al poco tiempo, los dos pelotones regresaron con un grupo de oficiales y soldados, a los que colgaron en la estación de Friedrichstraβe. Sobre el pecho llevaban un letrero donde se leía: «¡Colgado por no cumplir con las órdenes del Führer!».

El 24 de abril, a las cinco de la mañana, el fuego de la artillería rusa se hizo considerablemente más intenso. Una serie de potentes granadas hicieron blanco sucesivamente en la cancillería del Reich y su entorno.

Una hora más tarde, la situación se volvió a tranquilizar un poco. Hitler se acostó para dormir cuando el bombardeo remitió. Hacia las diez de la mañana, la artillería reanudó los disparos. Varios proyectiles explotaron con estruendo en el techo del búnker de Hitler. La ventilación se interrumpió. El atronador sonido de las granadas volvió a despertar a Hitler, que se vistió a toda prisa y pulsó el timbre para llamar a Linge. Al entrar en el despacho, éste observó que con cada detonación, Hitler se estremecía y se quedaba mirando el techo fijamente y lleno de miedo. Linge intentó tranquilizarlo y le explicó que el estruendo de la explosión probaba justamente la resistencia del cemento armado con el que estaba recubierto el búnker.

Aquella mañana, el doctor Stumpfegger proporcionó a Hitler la inyección con el estimulante. Era la primera vez que lo hacía después de la huida de Morell. La reunión informativa se había convocado para las diez y media.

Cuando Günsche llegó al búnker, hacia las once, la reunión ya había comenzado. Además de Hitler sólo asistían Krebs, Burgdorf, Bormann, Goebbels, Johannmeyer, Below y Loringhoven. Krebs informó:

—Las tropas rusas atacan Berlín por el sur y el norte desde la mañana. El cerco está a punto de cerrarse. Berlín sólo está conectada con el mundo exterior a través de un estrecho pasillo al sur de Spandau. Es de esperar que los rusos cierren también este pasillo. El ejército de Steiner no ha logrado aún avanzar más allá del norte de Oranienburg. Carecemos de informaciones precisas de Steiner.[442]

La cara de Hitler se deformó por la rabia. Profirió insultos contra el ejército de Steiner, calificó al comandante de general fatuo y arrogante. Steiner, que con anterioridad había dirigido la 5.ª división acorazada de las SS, conocida como Wiking, y luego el III cuerpo acorazado de las SS, llamado Germanische, había gozado hasta el final del favor de Hitler, que le había concedido hacía poco el mando del 3.er ejército. Ahora ordenaba que se le comunicara a Steiner que su ejército, con todas sus fuerzas, debía atacar como muy tarde al día siguiente, el 25 de abril, y restablecer el contacto con Berlín a última hora de la tarde.

Tampoco se sabía nada del ejército de Wenck. La situación de las unidades alemanas emplazadas a lo largo del río Oder se había tornado catastrófica. Las tropas rusas habían ampliado la brecha al sur de Stettin, en el sector correspondiente a la Marina,[443] y habían avanzado entre cincuenta y sesenta kilómetros hacia el oeste. El 9.º ejército, que aún seguía junto a Frankfurt del Oder, estaba cercado por las tropas del Ejército Rojo y era atacado desde todos los flancos. Su comandante, el general Busse, pidió a Hitler en repetidas ocasiones, y por mediación de su cuñado Burgdorf y de Krebs, la autorización para retirar sus tropas hacia Berlín. Hitler rechazó una y otra vez la petición, a pesar de que algunas unidades rusas ya habían penetrado profundamente en la retaguardia del 9.º ejército. Sencillamente no quería renunciar a la idea de reconquistar las posiciones anteriores a lo largo del Oder.

Fegelein, que había sido enviado en busca de Steiner el día anterior, volvió el 24 de abril. Informó a Hitler de que el ejército de Steiner no podía atacar porque sus fuerzas eran demasiado débiles. Steiner quería esperar hasta reunir un número suficiente de soldados de los muchos que estaban desperdigados al haberse quedado sin sus unidades.

La vacilación de Steiner provocó la reacción iracunda de Hitler:

—¡Steiner ha de entrar en acción mañana como muy tarde! —gritó—. ¡Ha de estar en Berlín después del mediodía!

Luego ordenó a Fegelein que partiera nuevamente hacia la posición de Steiner para entregarle personalmente esa orden. Fegelein se puso en marcha el mismo día.

Hitler almorzó en su despacho y en compañía de Eva Braun y sus secretarias, como de costumbre. A continuación, hizo llamar a Schaub. La puerta del dormitorio estaba abierta cuando Linge hizo pasar a éste al despacho.

Hitler, de pie delante de la caja fuerte abierta, le explicó a Schaub y a Linge que todos los documentos que se habían quedado en la cancillería del Reich debían ser quemados. Linge recibió la orden de traer maletas. Cuando éste se presentó otra vez en el dormitorio con dos valijas, Hitler comenzó a sacar documentos de la caja fuerte. Se trataba de papeles secretos, que el Führer había recibido de Keitel, Jodl, Dönitz o del alto mando del Ejército de Tierra después del traslado de su cuartel general a Berlín. La caja contenía además la correspondencia personal de Hitler y varios fajos de billetes de cincuenta y cien marcos. Linge puso todo esto en cuatro maletas. Schaub, Linge y los ordenanzas que fueron llamados para que ayudasen arrastraron las maletas al parque. Allí se vació el contenido, se formaron varios montones, se roció todo con gasolina y se le prendió fuego. La hoguera ardió a unos diez metros de la salida de emergencia. Linge esperó hasta que todo estuvo completamente quemado.

Entretanto, Schaub se dedicó a vaciar todas las cajas fuertes en las estancias privadas de Hitler de la cancillería vieja. Eran un total de cinco. Contenían papeles y documentos políticos y militares de los años de la guerra y de los años previos, entre los que se incluían los bocetos corregidos personalmente por Hitler de las cartas enviadas durante el conflicto a Mussolini, Antonescu, Pétain y otros, además de sus respuestas. Schaub, con la ayuda de su ordenanza, el suboficial Mandtal, lo empaquetó todo en grandes maletas, hizo que soldados de las SS de la guardia personal de Hitler las arrastraran al jardín y les prendió fuego. Después de haber quemado todos los documentos que se habían guardado en la cancillería del Reich, Schaub, en presencia de Linge, dio parte a Hitler, que ordenó a Schaub que volara de inmediato al Obersalzberg para destruir también las actas que se conservaban en el Berghof. En el palacete había tres cajas fuertes que contenían documentos de los años de la guerra y preguerra. En el búnker del Berghof se apilaban las actas de las reuniones informativas militares. Allí también se hallaba el «archivo militar» trasladado desde la «Guarida del Lobo». Hitler ordenó destruir todos esos papeles y entregó a Schaub las llaves de las cajas fuertes del palacete del Berghof. Hasta entonces jamás se había desprendido de esas llaves. Al atardecer, Schaub se despidió de Hitler. A continuación abandonó el búnker junto al suboficial Mandtal, que le acompañaría. A los que se quedaban les gritó:

—¡En un par de días estaré otra vez de vuelta!

Pero nadie se lo creyó. Schaub despegó del aeródromo de Gatow, que ya estaba siendo bombardeado y que sería ocupado al día siguiente por las tropas rusas. Schaub no regresó a Berlín. Con él abandonaron la capital también los dos taquígrafos que no habían sido evacuados el 21 de abril y que habían redactado las actas hasta el final. A partir de entonces, ya no se les necesitaba.

Al atardecer de aquel día, en la sala de estar del búnker, Goebbels dictó al funcionario del Ministerio de Propaganda que llevaba su correspondencia una proclama dirigida a la población de Berlín. Las alocuciones de Goebbels se publicaban en el diario Der Bär.[444] Este periódico, impreso en los talleres del Ministerio de Propaganda, era el único que, en un formato reducido, se imprimía en la ciudad de Berlín. Cuando Linge pasó por la estancia que llevaba al dormitorio, pudo oír cómo Goebbels, sentado en un banco junto a la mesa, dictaba con su voz monótona:

—¡Berlineses, resistid! ¡Defended vuestra capital! ¡Dentro de las murallas de vuestra ciudad el Führer está trabajando por vosotros! ¡El Führer ha asumido personalmente la defensa de la capital! ¡Lealtad a cambio de lealtad! ¡Sólo pasando por encima de nuestros cadáveres podrá el enemigo llegar hasta nuestro Führer![445]

Mientras Goebbels dictaba su proclama, en virtud de la cual exigía nuevos sacrificios a la población de Berlín y afirmaba que el Führer sólo vivía para la defensa de Berlín, éste se hallaba de pie ante su caja fuerte, sacando documentos para lanzarlos al fuego, porque ya no creía en la salvación. Goebbels informó a Hitler, después de dictar su arenga, que Berlín no tenía reservas de alimentos para más de catorce días.[446]

Hitler estuvo recibiendo informes durante toda la tarde. En éstos se afirmaba que la situación en Berlín y en los alrededores de la capital continuaba deteriorándose. Los ánimos estaban por los suelos entre los ocupantes del búnker.

Al principio se decía: «Los rusos avanzan a ambos lados de la carretera de Zossen a Berlín y han abierto una gran cuña en el anillo defensivo exterior de la capital». A ello siguió otro informe: «Gatow, el último aeródromo de Berlín, está siendo bombardeado por la artillería rusa. Ya no es posible utilizarlo».

Krebs informó:

—Los tanques de los rusos han llegado a la carretera de Berlín a Nauen.

Entonces se supo la noticia:

—Los rusos han cerrado el cerco alrededor de Berlín.

El comunicado cayó como una bomba en el búnker. Incluso los más optimistas, los que habían confiado hasta el último momento en que saldrían de Berlín, se vinieron abajo. El piloto de Hitler, Baur, había rondado durante todo el día alrededor de las habitaciones de Hitler a la espera de la orden de llevarse a Hitler. Muy entrada la noche, abandonó el búnker del Führer y se retiró a sus propios aposentos, completamente abatido.

El 25 de abril la artillería rusa comenzó a hostigar a la capital desde las primeras horas de la mañana. Las granadas volvieron a caer en la cancillería del Reich y en los ministerios vecinos. En varios puntos se produjeron incendios. Grandes nubes de humo oscurecían el cielo. Hacia las nueve y media se recibió una comunicación radiofónica de Keitel en la que anunciaba que el ejército de Wenck se había puesto en movimiento. Sus avanzadillas habían alcanzado la localidad de Treuenbrietzen, a 40 kilómetros al oeste de Potsdam. La noticia corrió como un reguero de pólvora por todo el búnker: «¡Wenck está a punto de llegar, Wenck ha venido a liberarnos!». Los ánimos volvieron a levantarse. Y lo hicieron más aún cuando se supo que el ejército de Steiner, en el norte, junto a Oranienburg, había salido al combate con el objetivo de romper el asedio de Berlín.

Hacia las diez y media Krebs se presentó ante Hitler para rendir parte acerca de la situación. Hitler ya ni siquiera lo convocaba. Krebs se presentaba cuando le parecía, cuando tenía que comunicar alguna novedad. Los otros asistentes tampoco eran llamados. No obstante, permanecían el día entero en el búnker y acudían a la sala de juntas cuando veían a Krebs con sus mapas dirigirse al encuentro de Hitler.

Cuando el Führer salió de su habitación y entró en el salón de reuniones, pudo encontrarse allí a Krebs, Bormann, Lorenz, Boldt, Loringhoven y Günsche. Algo más tarde también se presentó Goebbels, y a continuación llegaron Below, Hewel, Voss y Burgdorf. El informe era interrumpido una y otra vez, pero Hitler ya no tomaba nota. Se limitaba a levantar brevemente la mirada y volvía a clavar los ojos en la mesa. Krebs empleaba el plano urbano de Berlín como mapa de operaciones, desde que las tropas rusas habían alcanzado los suburbios de la ciudad. Aseguró que no tenía noticias recientes del ejército de Wenck, ni tampoco del ejército de Steiner, que había pasado al ataque aquella misma mañana. Los rusos estaban ejerciendo presión desde el sur, en dirección a Tempelhof, pero también desde el este y el norte. Los depósitos de municiones, que en su mayoría estaban emplazados en los suburbios de la ciudad, se daban por perdidos. La escasez de municiones, especialmente de granadas antitanque, ya se hacía notar.

Krebs continuó informando de los combates en Berlín y comentó que el comandante de la 18.ª división de infantería mecanizada se había disparado un tiro, al verse en una situación difícil combatiendo en la parte meridional de la capital.

—Los nervios han podido con él —comentó Burgdorf.

A lo que Hitler respondió:

—Por fin un general que tiene la valentía de sacar las conclusiones necesarias.

Pero esto era una excepción.[447] Otros generales y muchos oficiales de las unidades que combatían en Berlín prefirieron ponerse ropa de civil y esconderse en casas particulares. Los comandos móviles de las SS y de las «Juventudes Hitlerianas» descubrieron a muchos de ellos y los fusilaron en el acto.

Hitler, al que la comunicación radiofónica de Keitel había animado algo al principio, volvió a desplomarse. Hablaba con una voz apenas audible. La atmósfera deprimida se contagió también al resto. De vez en cuando, reinaba un silencio sepulcral y todos miraban mudos el plano. Bormann no había dicho aún una sola palabra durante toda la reunión. Caminaba agitado de un extremo al otro de la mesa, salía de la estancia y volvía a entrar. También Goebbels había enmudecido casi por completo. Sólo preguntó por los kilómetros que podía recorrer el ejército de Wenck en una jomada y cuándo se le podía esperar en Berlín.

Hitler se retiró a su despacho tan pronto como Krebs hubo acabado su informe. Los demás se fueron a sus respectivas habitaciones o se dirigieron al búnker viejo de Hitler.

Hacia las dos y media de la tarde, Bormann, Burgdorf y Krebs llegaron nerviosos al búnker de Hitler. De inmediato irrumpieron en la estancia, en la que justamente en ese momento entraba Hitler. Alterado, Krebs explicó a Hitler que a la altura de Torgau, junto al Elba, las tropas rusas se habían encontrado con las tropas americanas.

Bormann estalló:

—¡Mein Führer, ya es hora de que entre usted personalmente en contacto con los americanos!

Hitler movió la cabeza y respondió a Bormann:

—Ya no tengo autoridad para hacer eso. Tendrá que encargarse otro. En lo que concierne a mi persona, he de sacar las conclusiones que me corresponden.

Hitler abandonó la sala en silencio y cruzó el camino hacia su despacho. Bormann, Burgdorf y Krebs salieron del búnker de Hitler, moviendo la cabeza y encogiéndose de hombros. También ellos se dirigieron a sus aposentos.

Hitler hizo venir a Linge después de la comida del mediodía. Cuando éste entró, vio al Führer completamente descompuesto, con la cabeza gacha, junto al escritorio, sobre el que se apoyaba pesadamente con ambas manos.

Mein Führer, ¿me ha llamado, usted? —preguntó y Hitler levantó cansadamente los ojos.

Tenía una expresión sombría y estupefacta. Su cara estaba demacrada y tenía un color céreo. Hitler murmuró:

—Linge, me gustaría dejarle ir con su familia…

Linge lo interrumpió:

Mein Führer, permanecí junto a usted en los buenos tiempos y pienso permanecer también junto a usted en los tiempos difíciles.

Hitler se incorporó y lo miró fijamente, como si quisiera averiguar si estaba hablando realmente en serio. A continuación replicó:

—Linge, tengo una misión especial para usted.

La mirada de Hitler era la mirada de la muerte.

—Yo y la señorita Braun nos dispararemos un tiro en la entrada del búnker, en los jardines de la cancillería del Reich. No hay otra salida.

Linge quiso hacer alguna objeción, pero Hitler se le adelantó:

—Consiga gasolina para rociar nuestros cadáveres y quemarlos. Bajo ninguna circunstancia debe usted permitir que mi cadáver caiga en manos de los rusos. Estoy seguro de que les gustaría llevarme a Moscú y exhibirme en un gabinete de curiosidades. No quiero que suceda algo así —dijo con énfasis.

Linge sólo pudo responder que ejecutaría la orden dada por Hitler hasta el último detalle.

El Führer añadió:

—Destruya todo lo que encuentre en mis habitaciones. Nada aquí ha de recordar a mi persona. Aquel cuadro —señaló un retrato de su amado Federico II que colgaba por encima del escritorio—, sáquelo del marco y entrégueselo a Baur. Y que éste lo lleve a algún lugar seguro en Baviera.

Linge prometió a Hitler ejecutar todo tal como él lo había ordenado, con la ayuda del mayordomo de Hitler, el sargento mayor de las SS, el comandante de su guardia personal, el comandante de las SS Franz Schädle, y el jefe de la unidad policial, el teniente coronel de las SS Peter Högl.

Linge encargó a Kempka, el chófer de Hitler, traer 120 litros de gasolina. Se llenaron seis bidones, que se depositaron a la salida del búnker que daba al jardín. A continuación, Linge llamó a Krüger, Högl y Schädle, y los hizo partícipes del secreto. Los tres quedaban abrumados por la noticia. Pero, al igual que Linge, sabían que no se podía contradecir al Führer. Acordaron que Schädle y Linge incinerarían los cadáveres y que Högl y Krüger se encargarían de destruir los objetos personales de Hitler que se hallaban en sus habitaciones. Una vez repartidas las respectivas tareas, Linge pidió a Krüger una botella de aguardiente. Había que pasar el mal rato antes de que éste se les atragantara.

Por la tarde, el teniente de navío Kuhlmann se presentó en la cancillería del Reich ante el vicealmirante Voss. Cumpliendo una petición de Dönitz, Kuhlmann había llegado de Flensburg con varios Ju-52 repletos de «pilotos suicidas» de la Marina de Guerra. Los aviones habían aterrizado a la caída de la tarde en el eje Este-Oeste, entre la Puerta de Brandemburgo y la Siegessäule, ya que el aeródromo de Gatow había sido ocupado por los rusos. El aterrizaje se había tenido que realizar bajo el fuego de la artillería rusa. El eje Este-Oeste estaba sembrado de cráteres causados por las granadas. Por esta razón más de un avión acabó destrozado después de haber tomado tierra. Entre los marinos hubo muchos muertos y heridos.[448]

Voss llevó a Kuhlmann al búnker de Hitler y pidió a Linge que el Führer lo recibiera, teniendo en cuenta que éste había logrado llegar a Berlín en condiciones tan adversas. Hitler estaba en su dormitorio, tumbado sobre la cama. Linge le comunicó la petición de Voss. Hitler, sin embargo, la rechazó. Voss pidió a Hitler por segunda vez, y con insistencia, que recibiera a Kuhlmann, que había acudido a Berlín en defensa del Führer. Sólo entonces Hitler se dirigió a la antesala. Cuando Kuhlmann vio a Hitler, adoptó un porte militar, levantó el brazo y dio parte de la llegada de su unidad. Hitler le tendió una mano floja y le dijo que Kuhlmann sería asignado al grupo de batalla de Mohnke, encargado de defender el distrito gubernamental. A continuación volvió a desaparecer detrás de la puerta.

Antes de abandonar el búnker de Hitler, Kuhlmann también fue presentado brevemente a Goebbels. Kuhlmann se instaló junto a su unidad en los sótanos del Ministerio de Asuntos Exteriores, situado junto a la cancillería del Reich.

Aquella misma tarde, Linge recibió una llamada telefónica de Speer desde Hamburgo. Speer se interesaba por las intenciones de Hitler y Eva Braun. Cuando Linge le expuso que ambos se quedaban en Berlín, Speer respondió que «organizaría» varios Fieseler-Storch para enviarlos a Berlín y evacuar al menos a Eva Braun y a las secretarias de Hitler.

Durante toda la tarde y hasta muy entrada la noche se vio a Krebs y a sus ayudantes correr una y otra vez hacia Hitler para llevarle las últimas noticias. La situación en Berlín y sus alrededores se agravaba con cada hora que pasaba. El ataque del 3.er ejército de Steiner había quedado atascado bajo las andanadas de la artillería soviética después de haber logrado algunos éxitos iniciales sin mayor relevancia. Unidades acorazadas rusas habían dejado a un lado Berlín para penetrar profundamente en dirección oeste, conquistando Rathenow. La guarnición de Potsdam, comandada por el general Reymann, había sido asediada y estaba librando una desesperada batalla defensiva. Asimismo ya se combatía en los distritos occidentales de Berlín, en Zehlendorf, Nikolasee y Dahlem. Las tropas rusas habían penetrado en Spandau y avanzaban asimismo a lo largo de la amplia carretera que llevaba de Zossen a Berlín. Se acercaban ya a los grandes puentes del río Havel, junto a Pichelsdorf. Para defender estos puentes se envió a varios pelotones de las «Juventudes Hitlerianas» al mando de Axmann.

Los ánimos volvieron a desplomarse al empeorar cada vez más la situación en Berlín. En el búnker antiguo se formaban por todas partes pequeños grupos desperdigados. Se bebía aguardiente y se discutía a gritos sobre la posibilidad de frenar a los rusos. Otros hablaban en voz baja e intentaban calcular hasta cuándo podría resistir Berlín y si aún existía alguna posibilidad de abandonar la ciudad.

La inquietud y el nerviosismo de Hitler adquirieron dimensiones amenazadoras. Por las mañanas ya no era necesario despertarlo. Atormentado por sus preocupaciones, se despertaba muy temprano. Además, los impactos sobre el búnker no le dejaban dormir. Hitler vagaba por las estancias del búnker arrastrando los pies después de que Stumpfegger le hubiera proporcionado su inyección y que Linge le hubiera puesto sus gotas. Hitler había encanecido aún más. Parecía un anciano, casi un cadáver andante. Ya no podía permanecer quieto en ningún sitio. Apenas había tomado asiento en la centralita y ya se levantaba para acudir a la sala de máquinas, donde estaban las instalaciones de la ventilación. Nunca se le había visto en aquellas estancias. O bien se arrastraba hasta la caja en la que descansaba Blondi, buscaba a su amado Wolf e intentaba jugar con él en el pasillo. Hablaba muy poco.

Después de la comida del mediodía, se sentaba sobre el banco acolchado de la antesala del salón de reuniones. En esos momentos lo acompañaban Bormann, Burgdorf, Fegelein, la señora Christian, la señorita Krüger y Eva Braun, que aquellos días bebía grandes cantidades de coñac. Apenas se la oía reír. En las conversaciones, que en la mayoría de los casos iniciaban Bormann, Fegelein o la señora Christian, Eva Braun sólo participaba cuando ya estaba embriagada de aguardiente. Los otros bebían champán, coñac y aguardiente, todo revuelto, sin hacer caso de la presencia de Hitler. Bormann, Burgdorf y Fegelein se repantigaban libremente en los sillones. Sus conversaciones giraban por lo general en tomo a la lujosa vida y a los alegres momentos del pasado. Intentaban incorporar a Hitler en aquellas charlas, pero éste seguía sentado allí, apático, con la mirada fija, pasaba la mano por encima de Wolf o lo cubría con caricias histéricas.

Durante el té nocturno, al cual asistían Eva Braun, las secretarias Christian y Junge, a veces también su dietista y cocinera Manziarly y la secretaria de Bormann, Else Krüger, Hitler ya sólo hablaba de cuál era la mejor manera de quitarse la vida. También pintaba con los colores más siniestros lo que les sucedería a los demás si caían en manos de los rusos. Con todo detalle discutía si era mejor pegarse un tiro, tomar veneno o cortarse las venas. Estos coloquios nocturnos podían prolongarse hasta las seis o las siete de la mañana y poco a poco llevaron a las secretarias a un estado de verdadera histeria.

La señora Christian, después de tomar el té con Hitler, se presentó en la centralita telefónica, donde estaban sentados los oficiales de las SS de Hitler, y tomó un trago de champán. Una mañana, Linge apareció allí y la señora Christian le lanzó su copa de champán. Más tarde se disculpó y explicó que sus nervios ya no soportaban aquellas maquinaciones de Hitler sobre las diferentes maneras de suicidarse. También el ánimo de los soldados de las SS comenzó a deteriorarse. Intentaron aturdirse bebiendo grandes cantidades de aguardiente y champán. La única esperanza que quedaba era el ejército de Wenck.

Durante la noche del 25 al 26 de abril, los rusos cortaron la última línea telefónica subterránea que unía Berlín con el mundo exterior. Ahora sólo se disponía de comunicación por radio, mantenida por dos aparatos de 100 vatios cada uno. Pero tampoco representaban una gran ayuda, ya que las antenas eran continuamente dañadas por el impacto de las granadas.

El 26 de abril, hacia las siete de la mañana, la artillería rusa castigó el distrito gubernamental con una tormenta de fuego. La cancillería del Reich y el búnker de Hitler recibieron una lluvia de proyectiles de gran calibre. La cobertura del pasillo subterráneo que unía la nueva cancillería con el búnker fue perforada en varios puntos. En el suelo del pasillo se formaron grandes charcos sobre los que hubo que colocar tablas de madera. Había que cruzarlos guardando el equilibrio para no caer. A través de los agujeros en el techo se podían ver negras columnas de humo y el fuego que quemaba el techo de la cancillería del Reich. La luz mortecina que entraba producía una atmósfera amenazante en el pasillo.

El fuego de la artillería remitió algo hacia las nueve. Günsche se instaló en la centralita. Al poco rato también se presentó Goebbels. En su cara lívida, de color ceniciento, se veían manchas rojas y sus ojos brillaban como los de un animal acosado. Daba la impresión de ser aún más pequeño, enjuto y frágil que de costumbre. Al instante comenzó a hablar sobre la situación en Berlín. Le preguntó a Günsche cómo estimaba él la situación, cuánto tiempo se podría mantener Berlín, si Wenck lograría avanzar hasta la capital, si éste no llegaba ya demasiado tarde. Goebbels ya había planteado estas preguntas en un sinfín de ocasiones a lo largo de los dos días anteriores. Su miedo al final inminente era manifiesto. Con furia echaba pestes de los jefes del Partido nacionalsocialista que habían abandonado a Hitler a su destino:

—Si alguna vez logramos salir de aquí, voy a realizar una limpieza del partido como corresponde. Muchos altos funcionarios se han comportado como unos canallas y unos cobardes.

Goebbels continuó diciendo, dirigiéndose a Günsche, que ya hacía tiempo que la dirección nazi se había desmoronado y burocratizado, sobre todo desde que había comenzado la guerra. Sus más altos funcionarios se escondían de la guerra en sus haciendas, se iban de caza y llevaban una existencia de parásitos. ¿Cómo pudo Hitler apoyarse en personajes como Ley o los Gauleiter Streicher, Koch y Wächtler? Ellos y muchos otros habían causado un gran daño al partido y lo habían arruinado. En la hora más dura de Hitler, éstos mostraban su verdadera faz. Todos lo abandonaban: Göring, Himmler, Ribbentrop, Rosenberg, Ley y Funk.

A las diez de la mañana llegó Krebs para rendir parte. Sólo quedaban Goebbels, Burgdorf, Lorenz, Günsche y Zander. Krebs no pudo dar noticias del ejército de Wenck ni del ataque frustrado de Steiner, dado que las líneas telefónicas habían sido cortadas y las antenas radiofónicas habían sido dañadas por el fuego de artillería y aún no las habían reparado. Krebs explicó que los combates en Berlín habían remitido algo durante la noche, pero que se habían reanudado con renovada vehemencia desde las primeras horas del alba. Los rusos habían penetrado otra vez en las posiciones alemanas. En la parte occidental de Berlín ya habían llegado a los barrios de Zehlendorf-Mitte y Dahlem. Los carros de combate rusos habían alcanzado el Lichterfelde. En los barrios del noreste de Berlín, a ambos lado de la Frankfurter Allee, los rusos habían avanzado hasta llegar a la Alexanderplatz, y se acercaban peligrosamente al centro de la ciudad.

Estas noticias tuvieron un efecto terrible sobre Hitler. Por momentos, su mirada erraba sin meta, mientras Krebs proseguía su informe.

Hacia las dos del mediodía, el jefe de servicio del batallón de transmisiones de la cancillería del Reich, el sargento primero Adam (el mismo que el día del atentado contra Hitler, el 20 de julio de 1944, había sido el primero en denunciar a Stauffenberg), entregó a Günsche un mensaje radiotelegráfico para Hitler. Venía de Göring, del Obersalzberg. El mensaje había tenido que dar un rodeo por varias unidades de la aviación porque ya no existía ninguna línea directa que comunicara con Berlín.

El contenido del mensaje era más o menos el siguiente:

«Mein Führer, considerando que el cerco de Berlín no le permite estar en condiciones de ejercer todo el poder y que su margen de actuación es limitado, opino que ha llegado el momento de que yo asuma como su sucesor la responsabilidad de liderar el Reich alemán en los asuntos interiores y exteriores, en virtud de la resolución aprobada por el Reichstag el 1 de septiembre del año 1939. Si a las 22 horas del día de hoy, es decir, el 26 de abril de 1945, no he recibido una respuesta negativa de su parte, consideraré que da su consentimiento a mi proceder».[449]

Günsche entró directamente y sin previo anuncio en el despacho de Hitler para llevarle el mensaje de Göring. Hitler estaba sentado junto a Eva Braun en el sofá que se hallaba frente a la puerta. Cuando Günsche le dijo que tenía que hablar urgentemente con él, Hitler le dirigió una mirada desconfiada. Hizo un gesto con la cabeza a Eva Braun y ésta abandonó la estancia. A una señal de Hitler, Günsche leyó el texto en voz alta. Pero aún no había acabado con la primera frase, cuando Hitler se abalanzó sobre él y le arrancó el mensaje. Con manos temblorosas se puso las gafas. Su cara se hinchó y se puso roja.

—¡Oh, este Göring! —gimió—, ¡la responsabilidad en el interior y en el exterior! ¡Plantearme un ultimátum, a mí!

Hitler arrugó el mensaje, se sentó pesadamente y entre gemidos se tapó la cara con ambas manos. Un minuto más tarde comenzó a vociferar:

—¡Llame de inmediato a Göring! ¡Tome nota! —Hitler comenzó a dictar con voz entrecortada—: Dispongo como siempre de todo el poder y no me siento en absoluto limitado en mi margen de acción. Le prohíbo toda actuación por cuenta propia. Adolf Hitler.[450] A continuación enmudeció y miró fijamente al frente.

Günsche le dijo a Hitler que él y otros hacía tiempo que sospechaban de Göring. Le recordó la carta que le había enviado tiempo atrás el jefe superior administrativo de zona Petter en relación con Göring. Hitler ordenó agitado:

—Ahora mismo, que venga Bormann.

Günsche abandonó el despacho y dio parte a Bormann del mensaje radiotelegráfico de Göring. Bormann entró en el despacho de Hitler. Günsche se dirigió a la habitación que albergaba la estación de radio y ordenó que se enviara de inmediato el mensaje de Hitler a Göring.

Linge estaba en la antesala cuando Bormann, rojo como un cangrejo, se precipitó por delante de él hacia el despacho de Hitler.

—Ese canalla de Göring —murmuró mientras caminaba.

Bormann atizó aún más la cólera de Hitler y la llevó hasta la incandescencia.

—¡Göring, ese cerdo, sabe perfectamente que no hay modo de que llegue alguna respuesta antes de las diez de la noche! —gritó.

Hitler deliraba de furia. Golpeando con los puños sobre la mesa aullaba:

—¡Bormann, transmítale a la Policía Criminal del Obersalzberg la orden de detener en el acto a Göring! ¡Envíe el mensaje ahora mismo! ¡Si trata de huir, que se le ejecute en el acto!

Bormann salió corriendo. En el instante de pasar por delante de Linge le gritó al oficial de la guardia personal que estaba de servicio que le enviara inmediatamente a Högl. A continuación fue al encuentro de Goebbels. Cuando Högl se presentó en el búnker, Bormann se dirigió con él a la estación de radio para enviar el mensaje de Hitler. La detención de Göring fue encomendada a Frank, el teniente coronel de las SS y comandante del Obersalzberg.

Hitler salió de su despacho para reunirse con Goebbels en cuanto Bormann hubo abandonado el búnker. Goebbels se dirigía en ese preciso momento al encuentro de Hitler por lo que ambos coincidieron en la antesala del salón de reuniones. Goebbels se acercó cojeando a Hitler y le dijo con voz monótona, a pesar de que también él hervía de rabia:

—Esta puñalada, mein Führer, se la clava Göring, al que usted había considerado uno de los más leales.

Hitler se dirigió con Goebbels al salón de reuniones, donde ambos permanecieron a solas por un largo rato.

Al poco salió Eva Braun de su habitación y se acercó a la antesala a la que había vuelto Günsche. Ella no sabía nada de los últimos acontecimientos y preguntó a Günsche acerca de lo sucedido. Günsche la informó del mensaje de Göring. Eva Braun comentó que ya había tenido un presentimiento extraño el 20 de abril, el día que Göring partió de Berlín. Ella había hablado con Hitler sobre el asunto:

—Ese renegado de Göring había abandonado entonces al Führer porque su intención era traicionarlo. Pobre Führer

En el búnker se debatió con gran irritación la acción de Göring. Pero, poco después, el continuo avance de los rusos volvió a reclamar toda la atención.

El búnker de la nueva cancillería del Reich albergaba algunas unidades militares que, presionadas por los rusos, habían retrocedido hacia el centro de Berlín. Junto a las tropas se habían instalado también unos grupos de la Liga de Muchachas Alemanas (Bund Deutscher Mädchen) nacionalsocialistas.

Por la tarde Hitler mandó llamar a Linge. Cuando entró en el despacho, encontró a Hitler y a Eva Braun sentados a la mesa. Articulando con dificultad las palabras, Hitler dijo que Eva Braun había visto en el búnker a muchachas desconocidas. Linge explicó que aquellas jóvenes pertenecían a la Liga de Muchachas Alemanas que habían huido de los rusos. Sus papeles habían sido revisados y se las empleaba en el antiguo búnker para labores diversas. Eva Braun comentó que las había visto en el búnker de Hitler. Linge respondió que las muchachas seguramente habían venido por curiosidad, porque querían ver al Führer. Entonces Hitler exclamó:

—Los rusos harán cualquier cosa para capturarme vivo. Utilizarán todos los medios para lograr su objetivo. También pueden disfrazar a muchachas con el uniforme de la Liga de Muchachas Alemanas y darles un carnet, para que ellas me adormezcan con alguna sustancia química.

Hitler ordenó a Linge que echara a todas esas jóvenes del búnker.

La misma tarde aterrizó en el eje Este-Oeste el general de aviación, Robert von Greim, a bordo de su Fieseler-Storch. Hitler le había ordenado presentarse mediante un mensaje radiotelegráfico, con el fin de nombrarlo comandante en jefe de la Luftwaffe en lugar de Göring. El avión era pilotado por la aviadora Hanna Reitsch. El aterrizaje junto a la Puerta de Brandemburgo se realizó bajo un intenso fuego de la artillería rusa. A causa de ello, Greim fue herido de bastante gravedad en una pierna. Se le llevó a la enfermería del búnker, donde fue operado y donde se le puso un vendaje de yeso. Hacia las ocho lo condujeron en camilla al salón de reuniones, donde lo esperaba Hitler. Junto a la camilla iba Hanna Reitsch, una persona sencilla y delgada, que lucía la cruz de hierro de primera clase sobre su vestido azul marino. Una vez depositada la camilla de Greim, Hitler los saludó a ambos, se acercó una silla y pidió que se le dejara a solas con él. Durante la conversación, Hitler transfirió al general el cargo de Göring y lo ascendió al grado de mariscal de campo.

Ya en el otoño de 1944, mientras Hitler aún permanecía en la «Guarida del Lobo», se había designado a Greim comandante en jefe de la Luftwaffe en lugar de Göring. En aquellos días, el general de división de la aviación Peltz, el hombre que estaba al frente de las escuadrillas de bombarderos en el frente occidental, había pedido la destitución de Göring invocando su incompetencia. Lo mismo había hecho el teniente coronel Baumbach, uno de los pilotos de bombarderos más reconocidos del arma aérea. La propuesta había sido apoyada por el ayudante de Hitler de la Luftwaffe, Below, y por el anterior ayudante de Göring, el teniente coronel del estado mayor general, Boehm-Tettelbach. Este último era el consejero de la Luftwaffe en el alto mando de la Wehrmacht. En aquel momento, Hitler no se había decidido a dar el paso.

Greim permaneció en la enfermería del búnker de Hitler después de la entrevista. Hanna Reitsch, su compañera sentimental desde hacía muchos años, estaba a su lado. Desde su lecho, Greim hizo enviar mensajes radiotelegráficos en todas las direcciones y tocó todos los resortes para movilizar los últimos restos de la Luftwaffe para la batalla de Berlín. Al anochecer, Hanna Reitsch entonó junto a los hijos de Goebbels canciones infantiles y de cuna junto a la cama del herido.

El 27 de abril, Greim tenía que volar a Rechlin, en el norte de Alemania, para supervisar personalmente la concentración de las fuerzas de la Luftwaffe para la batalla de Berlín. Pero el intento de Hanna Reitsch de despegar junto al piloto fracasó debido al intenso bombardeo del eje este-oeste por parte del Ejército Rojo. Hasta el 28 de abril no pudieron despegar y abandonar juntos Berlín.

Hanna Reitsch era la única mujer alemana que había recibido la cruz de hierro de primera clase. Servía en la Luftwaffe como instructora y piloto de pruebas. Se ganó una gran fama durante la guerra cuando, a los mandos de un avión a cuyo morro se había ensamblado unos filos cortantes, había roto los cables que sujetaban los globos aerostáticos que servían de observatorio.[451] Hanna Reitsch era una nacionalsocialista leal, muy apreciada por Hitler, cuya compañía había compartido en diversas ocasiones. La última vez había sido en 1944, cuando visitó a Hitler en el Obersalzberg. A la hora del café, que tomó en compañía de Hitler y Below, la conversación desembocó en Churchill. Hanna Reitsch propuso atentar contra el dirigente británico, en el que ella misma quería participar. Hitler había respondido entre risas:

—No creo que Churchill esté peor protegido que yo.

A medida que los rusos se acercaban a la cancillería del Reich, crecía el nerviosismo de Hitler. En ocasiones daba la sensación de estar perdiendo el juicio. Hacia las nueve de la noche hizo llamar a Günsche y se le echó encima:

—¿Dónde están sus tropas?

—¿Qué tropas, mein Führer?

Hitler vociferó:

—¡Sus tropas, sus seis mil u ocho mil soldados de las SS!

Günsche respondió que él no disponía de esas tropas, que la defensa del distrito gubernamental la dirigía Mohnke, cuyas tropas de combate contaban con sólo cuatro mil hombres. Pero Hitler continuó con su delirio:

—¡Guarde usted silencio! ¡Todos me están engañando! ¡Nadie me dice la verdad!

Cuando Günsche abandonó el despacho, le siguió Bormann, que había estado presente en la conversación, y le gritó asimismo:

—¿Cómo se atreve usted a engañar al Führer?

También éste parecía estar perdiendo poco a poco el dominio de sí mismo. Günsche le contestó:

Reichsleiter, yo sé lo que le he dicho al Führer. ¿Qué quiere decir usted con «engañar»?

Pero Bormann sólo replicó apocado:

—Discúlpeme. Aquí es fácil perder los nervios.

Hacia las once de la noche se presentó en el búnker el general Weidling, el comandante del LVIII cuerpo acorazado. Günsche lo guió hasta Hitler, que lo esperaba en la sala de juntas. Días atrás, Weidling y los restos de su unidad habían sido empujados hacia Berlín por los rusos tras sufrir numerosas bajas. Toda su artillería y los demás equipos se habían perdido.

Dado que el comandante de la ciudad de Berlín había sido gravemente herido el 25 de abril y que no había todavía un sucesor, Burgdorf propuso nombrar a Weidling.[452] En la sala de juntas se hallaban, además de Hitler, Goebbels, Bormann, Krebs y Burgdorf cuando Günsche entró con Weidling, cuya cara reflejó enseguida el escaso entusiasmo que le producía asumir el mando de Berlín en aquella situación desesperada. Weidling declaró que era consciente de la gravedad de la tarea y que asumía la responsabilidad con la condición de que sólo él daría órdenes a la guarnición y que nadie se entrometería en sus asuntos. Hitler se lo prometió, pero intervino sin consideración alguna en sus competencias cuando Weidling apenas llevaba dos horas en su puesto de mando en la Bendlerstraβe. Esto sucedió de la siguiente manera: hacia la una y media de la madrugada apareció en el búnker el comandante de uno de los distritos de Berlín, el teniente coronel Bärenfänger, cuyas tropas luchaban en la Alexanderplatz y en la Frankfurter Allee. Respondía a una invitación de Goebbels, y fue recibido por Hitler en presencia de éste y de Günsche. Su uniforme estaba cubierto de aceite y suciedad. Estaba sin afeitar y negro por el hollín. Venía directamente del campo de batalla, de su puesto de combate en el túnel del metro de la Alexanderplatz.

Bärenfänger relató a Hitler las feroces escaramuzas que se estaban desarrollando en las calles de Berlín. Los combates se desplazaban cada vez más hacia los sótanos y los túneles del metro. Las escenas que se podían presenciar allí eran horribles, porque una parte importante de la población civil había buscado refugio en aquellos lugares.

Hitler interrumpió a Bärenfänger y le preguntó si se estaba empleando gas detonante en los túneles del metro y en los otros conductos subterráneos. El empleo de gas detonante contra la población había dado excelentes resultados cuando se aplastó el levantamiento de Varsovia, en el curso del cual se había luchado sobre todo en los sótanos.[453] Los efectos habían sido extremadamente devastadores. Bärenfänger respondió que no disponía de aquel armamento. Además, se quejó de su superior inmediato, un general de división, que le había dado la estúpida orden de atenerse a las reglas de la guerra. Al escuchar estas palabras, Goebbels exclamó:

Mein Führer! ¡Tiene que deponer de inmediato a ese general![454]

—¡Está depuesto! Y usted, Bärenfänger, ocupará su lugar. ¡Lo asciendo a general de división! —declaró Hitler.

Luego estrechó la mano del joven oficial al que acababa de promover y se retiró a su despacho. Allí tomó el té con Eva Braun y las secretarias; también volvió a deliberar sobre la mejor manera de suicidarse.

Fegelein volvió aquel día de su visita al ejército de Steiner. Con un Fieseler-Storch aterrizó en el eje este-oeste. Informó a Hitler de que el ataque del 3.er ejército de Steiner había fracasado definitivamente. En su parte resaltó que personalmente lo había intentado todo para que el ataque tuviera éxito, y que también Steiner había hecho lo humanamente posible. Hitler no dejó que Fegelein acabara de hablar y gruñó:

—Steiner no quiere atacar. Ésa es la cuestión.

Después de transmitir el parte a Hitler, Fegelein le confió a Günsche, que a la vuelta de su visita a Steiner había visitado a Himmler, cuyo tren especial aún seguía al oeste de Hohenlychen, en Mecklemburgo y se había entrevistado con él. Con la promesa de guardar el secreto, Fegelein le comunicó a Günsche que el ataque del ejército de Steiner había sido impedido por Himmler. Con esta medida, quería lograr que Hitler abandonara la esperanza de que el cerco a Berlín aún podía ser roto y se decidiera a dejar por fin la capital. El general de las SS Steiner gozaba desde hacía tiempo de la protección de Himmler y le era sumiso. Günsche ocultó a Hitler lo que Fegelein le había comunicado, porque él mismo no deseaba otra cosa con mayor ansiedad que Hitler abandonase Berlín.

Pero Fegelein había mentido a Günsche. El verdadero motivo por el que Himmler había impedido el ataque del ejército de Steiner se hizo manifiesto al día siguiente.

En la mañana del 27 de abril, la cancillería del Reich fue otra vez objeto de intensos bombardeos. Los obuses estallaron uno tras otro sobre el techo del búnker. Después de los primeros impactos, Hitler pulsó el timbre para llamar a Linge. Éste se encontró a Hitler vestido en el despacho. Al zumbido acostumbrado de los ventiladores se había sumado otro ruido nuevo. Hitler miró a Linge con irritación y le preguntó qué significaba aquel ruido. El mecánico Hans Hentschel explicó a Linge que los fuegos que ardían en los jardines habían reforzado las corrientes de aire, lo que daba origen a esos ruidos en los ventiladores. Los barracones de los chóferes y los ordenanzas estaban ardiendo. Estas construcciones se habían levantado en los jardines cuando el cuartel general fue trasladado a la cancillería del Reich.

Cuando la lluvia de bombas remitió, Hitler le dijo a Linge que quería salir a los jardines para ver el aspecto que tenían ahora. Con paso lento, la mano fuertemente agarrada al pasamanos, Hitler se arrastró escaleras arriba, hacia la salida de emergencia. Linge se mantenía cerca, tras él, porque temía que, muy debilitado últimamente, pudiera caer de espaldas. Llegados a los últimos peldaños, Linge pasó delante de Hitler para abrir la puerta acorazada que daba a los jardines. En ese momento explotó una granada justo en los aledaños del búnker. Cuando Linge se volvió hacia donde había estado Hitler, éste ya había dado media vuelta e intentaba regresar lo más rápidamente posible a sus habitaciones. Una vez allí, cayó sin fuerzas en un asiento. En sus ojos se leía el miedo puro. Respirando con dificultad le dijo a Linge:

—He cambiado de idea. Yo y la señorita Braun nos pegaremos un tiro en el búnker, no en los jardines. Prepare usted unas mantas para envolver nuestros cadáveres, llevarlos a los jardines y quemarlos allí.

Acto seguido, Linge dispuso unas mantas en la antesala y en el dormitorio de Hitler.

Entre las diez y las once se recibió un mensaje de Wenck. El general comunicaba que las unidades avanzadas de su ejército habían alcanzado Ferch, junto al Schwielowsee, a unos diez o doce kilómetros al oeste de Potsdam. La noticia corrió como un reguero de pólvora por el búnker. En todas partes se podían escuchar risas y voces alegres. Se sacaron mapas y planos urbanos de Berlín para averiguar la distancia que separaba Potsdam de la capital del Reich. La gente se daba amistosas palmadas en los hombros. Todos esperaban que el ejército de Wenck se uniera al mediodía en Potsdam con el cuerpo de ejército de Reymann. De allí a Berlín había 20 kilómetros.

Cada uno decía lo que el resto quería oír, como suele suceder en situaciones semejantes:

—Wenck estará en Berlín al atardecer.

Se hacían apuestas sobre si Wenck llegaría a la cancillería del Reich antes del anochecer. En esta ocasión el aguardiente corrió con alegría.

Goebbels salió del despacho de Hitler y se dirigió a toda prisa a su estancia, donde lo aguardaba Naumann:

—El ejército de Wenck se acerca y nos liberará. ¡Tengo que anunciar esto a todo el mundo! —le gritó Goebbels a Naumann, y comenzó a redactar de inmediato el texto para una octavilla.

El periódico Der Bär ya no se publicaba. La octavilla tenía que reproducir de manera literal el mensaje de Wenck y se acompañaría de su firma. Todo iría adornado con los «añadidos» de Goebbels. Con palabras mendaces y vacías exhortaba a los habitantes de Berlín a resistir. Goebbels escribía que el ejército de Wenck ya estaba a las puertas de la ciudad. Se acercaba la hora de la liberación de la capital del Reich.

Llenos de impaciencia, los habitantes del búnker, entre ellos el propio Hitler, se dispusieron a esperar nuevas noticias de Wenck. Hitler iba de un lado a otro y ordenaba cada par de minutos que se preguntara a Krebs la situación del ejército de Wenck. En la antesala se sentaban en aquellos momentos Below, Günsche y Johannmeyer, intentando valorar la situación de una manera sobria.

En el frente oriental los rusos habían infligido a las tropas alemanas una derrota tras otra. A pesar de haber concentrado allí unas enormes reservas y casi la totalidad de los efectivos germanos, a pesar de haber levantado imponentes dispositivos defensivos a lo largo del Dniéper, junto al Vístula, en las fronteras de Prusia Oriental, a lo largo de los ríos Narew y Oder, a pesar de todo ello, las embestidas de los rusos obligaron a las tropas alemanas a retroceder cada vez más hacia el oeste. ¡Y ahora se pretendía que el ejército de Wenck detuviera aquel alud!

Sólo se pudieron recibir informes fragmentarios de Wenck, porque aquel día las comunicaciones radiotelefónicas se interrumpían una y otra vez. Hasta el atardecer no se aclaró algo la situación. El ataque de Wenck se había encallado. Su ejército estaba detenido al noroeste de Potsdam.

El Ejército Rojo estaba atacando al ejército de Wenck, avanzaba desde el área de Michendorf y Beelitz contra sus flancos, lo obligaban a adoptar posiciones defensivas y en algunos sectores habían logrado hacerlo retroceder.

A las doce y media del mediodía se congregaron en el salón de reuniones Krebs, Burgdorf, Weidling, Johannmeyer, Loringhoven y Günsche. Minutos después se presentó Hitler, seguido de Bormann. Todos los días decaía más. Al caminar ya sólo movía las piernas haciendo un gran esfuerzo. Ni tan sólo advertía ya que se fumaba en su presencia. Su apretón de mano era flácido. Mientras el dictador tomaba asiento, llegaron Lorenz y, tras él, Goebbels y Naumann, que ahora también asistían a las conferencias informativas.

Krebs no podía aportar novedades acerca de Wenck. Pidió la autorización de Hitler para que el 9.º ejército de Busse, envuelto al oeste de Frankfurt del Oder en fuertes combates defensivos contra los rusos, avanzara hacia Berlín. En lugar de ello, Hitler dio la orden de que el 9.º ejército se uniera al ejército de Wenck para romper conjuntamente el cerco alrededor de Berlín. Los presentes intercambiaron miradas de sorpresa. ¡El 9.º ejército, que llevaba cercado por las tropas rusas más de una semana y que no había recibido ningún tipo de suministro, debía avanzar hacia el ejército de Wenck! Si los soldados aún estaban en condiciones de salir del asedio, sería al precio de abandonar todo el utillaje pesado y sus equipos, con lo que su valor militar se reducía a cero. ¡Y con estos soldados quería Hitler reforzar el ataque del ejército de Wenck!

A Weidling le llegó el turno después de Krebs. Explicó la desesperada situación de la ciudad de Berlín. Las tropas rusas ocupaban ya las afueras y todos los suburbios de la capital. La defensa exterior había sido empujada en muchos enclaves hacia el anillo defensivo interior.

Como parte de los preparativos para la defensa se habían instalado dos anillos defensivos. El exterior transcurría por la periferia urbana y el interior rodeaba el centro de la ciudad. Se habían emplazado posiciones artilleras fuertemente fortificadas en el Tiergarten, en el Humboldthain y en el Friedrichshain. Además, se habían colocado baterías antiaéreas en la torre Schell, junto al Tirpitzufer. Éstas desempeñaban un importante papel en la defensa del anillo defensivo interior y se utilizaban exclusivamente en los combates terrestres.

Weidling informó además de que en el noreste de la ciudad las tropas rusas habían avanzado hasta llegar a la Alexanderplatz. En el norte habían avanzado hasta la estación de cercanías de Wedding y en el oeste habían ocupado Lichterfelde y Zehlendorf, para dirigirse luego hacia los barrios de Steglitz, Wilmersdorf, Friedenau y Halensee. A continuación Weidling relató la ferocidad de los combates que se estaban produciendo en Berlín. En el cielo de la capital, en las calles, en los túneles del metro y en los sótanos de las casas se desarrollaba una lucha salvaje. Soldados, policías, Volkssturm, «Juventudes Hitlerianas», todo era lanzado a la batalla. Como los enfrentamientos ya habían llegado al centro de la ciudad, las tropas rusas tenían la posibilidad de penetrar en los túneles del metro para poder atacar a las unidades alemanas por la espalda. Se producían de este modo situaciones ciertamente críticas.

Hitler, que había estado escuchando el informe de Weidling en calma, ordenó con aire impasible que se abrieran las compuertas del río Spree y se inundaran los túneles del metro con el fin de hacerlos intransitables. Se le objetó a Hitler que en los túneles había miles de berlineses y soldados heridos que habían encontrado allí refugio y que éstos se ahogarían si se abrían las compuertas. Esto no impresionó a Hitler en absoluto.[455]

Hitler mandó llamar a Mohnke después de que Weidling se hubiera marchado. El anillo defensivo alrededor del distrito gubernamental, encargado a las tropas de combate de Mohnke, estaba siendo hostigado por los blindados rusos en varios puntos. Los rusos empujaban sobre todo hacia los puentes que cruzaban el Spree, en el Tirpitzufer y en la Potsdamer Straβe, junto a la Hallesche Tor y el Lustgarten. Hitler ordenó a Mohnke que hiciera volar los puentes sobre el río Spree.

Axmann se presentó ante Hitler después del almuerzo. Los rusos habían cercado las unidades de las «Juventudes Hitlerianas» que luchaban en los puentes de Pichelsdorf a ambos lados de la Heerstraβe, y junto al estadio olímpico. Por este motivo Axmann, que visitaba a Hitler todos los días, se había instalado en el búnker de la cancillería del partido en la Wilhelmstraβe. En esta ocasión trajo consigo a un muchacho enjuto de 13 años y explicó a Hitler que el pequeño había abatido un blindado T-34 ruso con un bazuca en una emboscada. El muchacho llevaba un uniforme del Afrika-Korps alemán que le iba demasiado grande. Hitler lo recibió como a un general con méritos y le colocó con gesto ampuloso la cruz de hierro sobre el pecho. Axmann exclamó con tono patético:

—¡Mein Führer, puede usted confiar en sus muchachos!

Hitler saludó alzando el brazo y envió a aquella criatura, casi un niño, de vuelta al infierno del campo de batalla, donde se esperaba que siguiera luchando con la misma bravura. A continuación, Hitler volvió arrastrando los pies a su habitación.

Hacia las nueve Weidling se presentó de nuevo para informar acerca de la situación en Berlín. En la antesala explicó a Burgdorf, Krebs, Johannmeyer y Günsche que para llegar desde su puesto de mando en la Bendlerstraβe a la cancillería del Reich había tardado una media hora en coche, para un trayecto que normalmente se cubría en tres o cuatro minutos. Las calles estaban cubiertas de ruinas y sembradas de cráteres causados por las bombas. De las alturas colgaban los cables del tranvía.

A este cuadro había que añadir el fuego continuo de la artillería rusa y los ataques de los bombarderos.

Hitler apareció en la antesala, apretando los labios. Le siguieron Bormann y Goebbels. El Führer saludó a Weidling y entró en la sala de juntas. Algo más tarde aparecieron Naumann, Axmann y el Gauleiter adjunto de Berlín, Schach, quienes también participaron en los encuentros de los últimos días. En esta ocasión sólo informó Weidling. Nuevamente dio parte de los fuertes combates que se libraban en todos los distritos de Berlín. Seguidamente, describió la horrible situación de los habitantes de la ciudad. Los berlineses no se podían mover de los sótanos y las estaciones de metro desde hacía una semana. La población no tenía ni agua ni comida. Las enfermerías y los hospitales estaban colapsados con miles de militares y civiles. Sólo había víveres para uno o dos días, ya que los rusos habían ocupado tanto el muelle oriental como el occidental del río Spree, los puertos donde se hallaban los más importantes depósitos de alimentos destinados a la población.

Krebs comunicó que los rusos habían rechazado definitivamente el ataque del ejército de Wenck. Ya no cabía confiar en un rescate de la ciudad. La caída de Berlín era, por lo tanto, sólo una cuestión de días. Weidling rogó a Hitler que se decidiera a romper el cerco con los restos de la guarnición de Berlín hacia el sudoeste, en dirección a Potsdam, donde estaba el ejército de Wenck.

Mein Führer, le prometo que lo sacaré de Berlín sano y salvo. ¡De esta manera podríamos evitar que la población de la capital del Reich sea aniquilada!

En la estancia se hizo un silencio sepulcral. Todos miraban llenos de esperanza a Hitler, quien, sin embargo, se limitó a mascullar entre dientes:

—¡No!

Weidling intentó por segunda vez convencer a Hitler, explicándole su plan para romper el cerco. Propuso sentar a Hitler en un blindado pesado del tipo Tiger, que, acompañado por otros carros de combate, lo sacaría de Berlín. Pero Hitler le respondió:

—Weidling, mi decisión es firme. Me quedo en Berlín.

Dicho esto, abandonó la estancia.

Aquella tarde dos ordenanzas de las SS contrajeron sendos matrimonios en el viejo búnker. Estas bodas se celebraron hacia las siete de la tarde en la sala de estar del viejo búnker, donde estaba instalada la guardia personal de Hitler. Las ceremonias fueron oficiadas por el secretario de Estado del Ministerio de Propaganda, el general de brigada Werner Naumann. Linge y Schädle hicieron de testigos. Ambos llevaban el casco de acero y la pistola al cinto. Como invitados a la boda asistían los ayudantes de Hitler, los oficiales de su guardia personal y de su servicio de seguridad, así como los ordenanzas de las SS. Naumann, que también llevaba el casco, declaró con aire ceremonioso que los matrimonios se celebraban en un momento memorable, bajo la lluvia de las bombas rusas, en medio de la lucha por Berlín. Pero el rescate de la ciudad estaba cerca y las jóvenes parejas tendrían ante sí muchos años de felicidad que nada alteraría.

Después de la ceremonia, Linge ofreció a los recién casados una comida en el viejo búnker.

Krebs, Bormann y Burgdorf se dirigieron a toda prisa al búnker de Hitler y atravesaron el pasillo del viejo búnker, donde estaban sentados a la mesa los invitados. Volvieron a los veinte minutos con las mismas prisas. Gracias a ellos se supo que los rusos habían rechazado definitivamente al ejército de Wenck. Se extendió entonces una desesperación general. Linge volvió a toda prisa al búnker de Hitler para ver qué hacía el Führer. Vio cómo éste caminaba perdido por el pasillo, con la cabeza gacha y mirando fijamente al suelo. Hitler no advirtió la presencia de Linge hasta que éste se dirigió a él y le informó de que en el viejo búnker dos ordenanzas estaban celebrando sus respectivas bodas. Linge le preguntó a Hitler si no quería dar la enhorabuena a las dos parejas. El Führer asintió con la cabeza y el oficial dio media vuelta y fue a buscar a las dos parejas, así como a la madre de uno de los novios, para llevarla hasta el pasillo que unía el búnker viejo con el nuevo. Hitler ya los esperaba allí. Saludó a los recién casados con un apretón cansino de la mano y declaró:

—Os deseo lo mejor, hijos míos —una vez dicho esto, se retiró.

Los huéspedes se deprimieron aún más después de estas felicitaciones. Sobre todo las mujeres se mostraron consternadas por el aspecto que ofrecía Hitler. Estaban silenciosas y pensativas. Linge hizo traer champán y coñac. La boda acabó convertida en una borrachera. El alcohol volvió a elevar los ánimos y la celebración y los bailes duraron hasta la mañana siguiente.

Aquel día se interceptó una noticia de una emisora de radio extranjera, posiblemente sueca. La emisora anunciaba que Himmler, por mediación del conde sueco Bernadotte, había entablado negociaciones con los ingleses y los norteamericanos para llegar a una paz por separado. Lorenz transmitió el comunicado a Hitler, que hizo llamar de inmediato a Bormann y Hewel. Ese mismo día se conocieron en el búnker los detalles de las negociaciones: Hitler iba a ser depuesto; Himmler lo reemplazaría y la lucha contra la Unión Soviética se continuaría con el apoyo de Inglaterra y Estados Unidos. Himmler quería deponer a Hitler por la fuerza. Esto explicaba por qué había detenido el ataque del ejército de Steiner. Lo quería mantener en la reserva para el caso de negociar una paz por separado con los angloamericanos. En los días previos a la caída de Berlín, y bajo la presión de las tropas rusas, el ejército de Steiner se había retirado al oeste, y terminó por entregarse finalmente a los angloamericanos.

La noticia de las negociaciones de Himmler con Bernadotte provocó un terrible ataque de cólera en Hitler, que vociferó:

—¡No permitiré que se deshagan tan fácilmente de mí!

Hitler destituyó en el acto a Himmler de todos sus cargos y lo expulsó del partido. Bormann, que había mantenido durante años una amistad con Himmler y al que tuteaba le confesó con voz llorosa a Günsche:

—El destino no le ahorra nada al Führer. Primero Göring y ahora Himmler.

Transcurrido un tiempo, Hitler llamó a Fegelein. Pero éste no podía ser localizado, ni en el búnker de la nueva cancillería del Reich ni en el de Hitler. Entre los pocos que aún aguantaban junto a Hitler surgió de inmediato la sospecha de que Fegelein pudiera haber abandonado Berlín sin autorización. Bormann y Burgdorf, ambos buenos amigos del desaparecido, corrieron al encuentro de Günsche y le preguntaron si Fegelein le había dicho algo acerca de sus planes. Günsche respondió que no.

El Fieseler-Storch con el que Fegelein había volado a Berlín el día anterior, había sido alcanzado de lleno en el eje Este-Oeste. No podía, por lo tanto, haber abandonado Berlín con el avión. En ese momento, Günsche recordó que Fegelein tenía una casa en la Bleibtreustraβe, cerca de la Kurfürstendamm. Al atardecer se envió a dicha dirección un comando de la guardia personal de Hitler, al mando del teniente coronel de las SS Helmuth Frick. Llegados allí, encontraron a Fegelein. Vestía de civil y estaba tumbado en la cama, completamente ebrio. Había ocultado su uniforme detrás de la estufa. Además, se encontraba en la casa el teniente coronel de las SS de la división de caballería Florian Geyer, que tiempo atrás había estado a las órdenes de Fegelein. Este oficial también estaba completamente ebrio y se presentó como un militar encargado de los asuntos especiales de Fegelein.

En la vivienda se halló una maleta llena de relojes de oro y otros objetos de valor. La tarde anterior Fegelein había mostrado esta maleta a Linge y a otros oficiales de las SS en el búnker, explicándoles que se la había encontrado al jefe de la «Liga de Médicos del Reich» (Reichärztebund), el médico y teniente general de las SS Grawitz,[456] que había matado a su familia y se había disparado un tiro en su residencia ante la inminente irrupción de los soldados rusos.

Fegelein y el oficial fueron llevados esa misma noche al refugio de la nueva cancillería por orden de Hitler. Durante el interrogatorio, el oficial confesó sin dilaciones que Fegelein había tenido la intención de huir de Berlín. Éste había querido aguardar a que los tanques rusos hubieran dejado atrás la Bleibtreustraβe para escapar a continuación en dirección al oeste.

Hitler quiso castigar a Fegelein y lo destinó a la tropa de combate de Mohnke, donde «lucharía para probar así su lealtad». Bormann le comunicó a Günsche la orden de Hitler y la petición que había recibido de entregárselo. Günsche estaba estupefacto: Hitler castigaba al desertor Fegelein con una pena que sólo lo condenaba a servir en el frente. Unos días atrás, había ordenado que los desertores fueran colgados y que sobre su pecho se pusiera un letrero que rezara: ¡COLGADO POR NO CUMPLIR LAS ÓRDENES DEL FÜHRER![457] Ahora, sin embargo, dejaba que Fegelein, su cuñado, se escabullera con una condena muy leve. Günsche respondió a Bormann que no ejecutaría esta orden hasta que no hubiera hablado previamente con el Führer. A continuación, entró en la estancia de éste.

Hitler estaba sentado en su despacho junto a Eva Braun, que sollozaba con fuerza mientras él hacía todo lo posible por tranquilizarla. Al entrar Günsche al despacho, ésta se marchó a su habitación. Günsche explicó a Hitler que, aunque se enviase a Fegelein con Mohnke, aquél acabaría huyendo de todas maneras. Günsche intentó convencer a Hitler de que no asignara a Fegelein a la tropa de Mohnke, sino que, como desertor que era, lo pusiera a disposición de un tribunal militar. Hitler guardó silencio por unos instantes. Se notaba con claridad que estaba indeciso y que quería perdonar a Fegelein por consideración a Eva Braun. Pero entonces exclamó disgustado:

—Que se degrade a Fegelein y que sea entregado a un tribunal. Lo presidirá Mohnke.

Günsche transmitió esta orden de manera inmediata a Mohnke, quien se dirigió con varios oficiales de las SS en busca de Fegelein. Éste había vuelto a vestir su uniforme de las SS después de la detención. Mohnke le arrancó las hombreras. Fegelein no llevaba condecoraciones.

El 28 de abril los lanzacohetes rusos del tipo Katyusha[458] comenzaron a disparar sus proyectiles sobre el distrito gubernamental y el búnker. El exterior era un verdadero infierno. Hitler saltó de la cama y pulsó el timbre para llamar a Linge. Al entrar éste, se encontró a Hitler agachado junto a la mesa de su despacho, mirando el techo fijamente y con los ojos muy abiertos. Hitler preguntó de nuevo:

—¿Qué calibre es ése?

—Es el órgano de Stalin.

Con este nombre habían bautizado los soldados alemanes los temidos lanzacohetes rusos Katyusha. Durante las conferencias se había hablado en muchas ocasiones de estos «órganos de Stalin». Repetidas veces y de manera detallada se había informado a Hitler sobre estos lanzacohetes. En todas esas ocasiones se resaltó el poder destructor de los proyectiles, que eran capaces de cubrir una enorme superficie y que provocaban el pánico de los soldados alemanes. El emplazamiento de los lanzacohetes resultaba siempre difícil de determinar, ya que estaban montados sobre camiones, lo que les permitía cambiar rápidamente de posición y abrir fuego desde diferentes puntos.

Cuando Linge hizo referencia a los órganos de Stalin, Hitler lo miró intrigado y le preguntó:

—¿A qué se refiere usted con eso del órgano de Stalin? ¿A la columnata de la nueva cancillería?

Por lo visto, ya todo se mezclaba en la mente de Hitler. Evidentemente sabía lo que eran los órganos de Stalin. Además, su segunda pregunta no tenía nada que ver con la primera, acerca del calibre de los proyectiles. Linge intentó explicarle otra vez el significado de aquella expresión. Hitler se mantuvo en silencio.

Hacia las nueve, Mohnke llamó a Günsche por teléfono. Con la voz atropellada por la agitación, le anunció que las tropas rusas habían pasado a la ofensiva en el área de la Hallesche Tor. Combates feroces se estaban dirimiendo en la Belle-Alliance-Platz y en la esquina de la Wilhelmstraβe. Mohnke añadió que se había interrumpido la comunicación telefónica entre su puesto y los regimientos de su grupo de batalla. Había enviado a Melder y esperaba tener pronto una idea más clara de la situación.

Günsche transmitió a Hitler el parte de Mohnke y le mostró sobre el plano urbano los enlaces donde se estaban produciendo en ese preciso momento los enfrentamientos. Hitler se estremeció cuando oyó que el Ejército Rojo se aproximaba a la Wilhelmstraβe. Su mirada absorbía literalmente el plano urbano. Desde allí hasta la cancillería del Reich no había más que 1.200 ó 1.300 metros. En un estado de gran nerviosismo, Hitler preguntó si los rusos ya habían logrado llegar a la Wilhelmstraβe y sobre las fuerzas de las que aún disponía Mohnke en la Belle-Alliance-Platz. Caminó de una esquina a otra de la estancia, hasta sentarse finalmente y ordenar que se llamara a Mohnke. Éste no tardó en presentarse y explicó a Hitler que se había logrado detener el asalto de las tropas rusas en la esquina de la Belle-Alliance-Platz con la Wilhelmstraβe. Los rusos avanzaban ahora en dirección del Gleisdreieck y de la estación Anhalter.

La noticia de la proximidad de las tropas rusas se difundió rápidamente por el búnker. En todos los rincones, los habitantes del refugio formaban pequeños grupos en los que se hablaba sin control. Goebbels iba de un grupo a otro y hacía preguntas. También interrogó a Linge:

—Dígame, ¿es realmente tan preocupante la situación?

Aquella mañana se presentó en el despacho de Hitler el doctor Stumpfegger para pedirle una firma. Linge estaba de pie junto a Stumpfegger cuando puso la hoja sobre el escritorio. Se trataba de una orden dirigida al hospital militar del búnker de la nueva cancillería del Reich, para que le fueran enviadas a Stumpfegger doce ampollas de cianuro. Hitler firmó con mano temblorosa. Las ampollas de cianuro estaban destinadas a envenenar a Eva Braun, las secretarias de Hitler, Christian y Junge, la dietista Manziarly, la secretaria de Bormann, Krüger, la doncella de Eva Braun, Liesl, los hijos de Goebbels y Blondi, la perra pastor alemán de Hitler.

Durante el almuerzo se comunicó a Hitler que las reservas de alimentos dietéticos se habían agotado. A partir de aquel momento sólo se le podrían preparar sopas de verduras, a no ser que quisiera comer lo mismo que los demás.

Hitler respondió:

—Pronto ya no será necesario comer nada más. Tráigame usted la sopa.

Por la tarde se informó de que la situación empeoraba también en los otros distritos de la ciudad de Berlín. Weidling ya sólo venía una vez al día desde su puesto de mando en la Bendlerstraβe para dar su parte, pues el distrito gubernamental estaba siendo bombardeado con intensidad. Entre una visita y la siguiente, le comunicaba a Krebs por teléfono las noticias que le llegaban, y éste, por su parte, se las transmitía a Hitler. En diversas ocasiones también se presentó Mohnke para exponer a Hitler la situación en el distrito gubernamental. La amenaza más inmediata a la cancillería del Reich procedía ahora de la Belle-Alliance-Platz y de la Hallesche Tor. En estos dos puntos los rusos habían logrado los avances más importantes. La segunda de las amenazas procedía del Tiergarten y del jardín zoológico.

Weidling informó de que blindados rusos habían avanzado por ambos márgenes de la Heerstraβe hasta la Straβe am Knie,[459] con lo que habían alcanzado el eje Este-Oeste. Charlottenburg estaba ocupado por el ejército soviético. El cerco en tomo al distrito gubernamental se estrechaba cada vez más. En el búnker ya nadie se acordaba del ejército de Wenck.

«¿Hasta cuándo podremos resistir?», «¿Existe aún alguna posibilidad de salir de Berlín?», éstas eran las preguntas que todo el mundo se hacía.

Hacia las seis de la tarde apareció Axmann. En presencia de Bormann y Günsche, explicó a Hitler que disponía de doscientos integrantes seleccionados de la unidad que él dirigía y que conocían Berlín como la palma de su mano. Con la ayuda de éstos le sería posible sacar a Hitler de la ciudad sano y salvo. También él, como berlinés de nacimiento, conocía cada rincón de la capital y se encargaría de dirigir los diversos grupos. Hitler rechazó la propuesta de Axmann de la misma manera que había rechazado la de Weidling el día anterior. Le estrechó la mano y le agradeció su lealtad.

A última hora de la tarde, Bormann le comunicó a Linge la noticia, del todo inesperada, de que Hitler y Eva Braun querían contraer matrimonio. La ceremonia se celebraría en el salón de reuniones. En aquella estancia se había hablado hasta entonces sólo de las feroces y sangrientas luchas en los alrededores y en las calles de Berlín. Allí mismo, Hitler había dado la orden de abrir las compuertas del río Spree, lo que habría supuesto la muerte de miles de civiles y soldados. Allí mismo había ordenado ahorcar a los habitantes de Berlín que hubiesen colgado en sus ventanas banderas rojas y blancas ante la inminente llegada del Ejército Rojo. Justamente ese recinto iba a ser ahora el lugar donde Hitler y Eva Braun se casaran.

Bormann indicó a Linge que cambiara de sitio algunos muebles. La mesa, donde se extendían habitualmente los mapas de operaciones, se desplazó al centro de la sala. Delante de la misma se dispusieron cuatro sillones: los dos de la primera línea para Hitler y Eva Braun; los dos de la segunda línea para Goebbels y Bormann, que habían sido designados testigos de la boda. Goebbels hizo llamar a un funcionario del Ministerio de Propaganda para que certificase el acto de manera oficial. Su lugar estaba junto a la mesa. Bormann anunció a Hitler, que aguardaba sentado en su despacho, que todo estaba preparado para el acto.

Hitler y Eva Braun salieron de sus habitaciones cogidos de la mano y se dirigieron a la sala donde iba a producirse el enlace. A Hitler le costaba un gran esfuerzo caminar. Su semblante estaba lívido, su mirada erraba de un lugar a otro. Llevaba puesto el traje arrugado con el que se tumbó en la cama durante el día. Lucía la insignia de oro del Partido, la cruz de hierro de primera clase y la insignia de los heridos de la primera guerra mundial.

Eva Braun, también pálida por las noches de insomnio, vestía un traje azul marino y se cubría la cabeza con una gorra de piel de color gris.

En la antesala les esperaban Goebbels y Bormann. Este último se había puesto su uniforme gris de teniente general de las SS. Goebbels llevaba el uniforme de color pardo del Partido. Una vez en el salón de reuniones, Hitler y Eva Braun saludaron al funcionario que les aguardaba junto a la mesa. A continuación, ambos tomaron asiento en los sillones de la primera fila. Bormann y Goebbels se dirigieron asimismo a los lugares que se les habían asignado. Se cerró la puerta. La ceremonia no duró más de diez minutos. Bormann volvió a abrir la puerta en el momento en que Hitler y Eva Braun firmaban el certificado de matrimonio. Hitler besó la mano de Eva Braun, que ahora se había convertido en su esposa.

Hitler ordenó preparar en su despacho la mesa para ofrecer un té, al que fueron invitados Goebbels y su esposa, Bormann y las secretarias Christian y Junge.

Mientras Hitler contraía matrimonio con Eva Braun, se desarrollaba en la nueva cancillería del Reich otro acto: el consejo de guerra contra Hermann Fegelein, el cuñado de Hitler, general de división de las SS y enlace permanente de Himmler en el cuartel general del Führer. El juicio fue presidido por Mohnke. Como vocales ejercieron los oficiales de su grupo de batalla, el teniente coronel de las SS Krause, el capitán de las SS Kaschula y otros. Mohnke y sus oficiales condenaron a Fegelein a muerte.

Aquella misma noche lo sacaron del búnker de la nueva cancillería del Reich, con la excusa de que Hitler quería verlo. Por el camino, un colaborador del Servicio de Seguridad lo mató de un disparo por la espalda.

Cuando acabó el té para celebrar la boda, durante la noche del 28 al 29 de abril, Hitler mandó llamar a la secretaria, la señora Junge, a su despacho y le dictó su testamento. Ella lo pasó a máquina junto a la secretaria de Bormann, la señora Krüger, en la sala de estar del búnker. Hitler lo rehízo varias veces hasta que se logró fijar el texto definitivo en tres ejemplares.

En su testamento, el Führer afirmaba que en ningún momento había querido la guerra y que había entregado toda su vida al pueblo alemán. Asimismo, estableció la composición del nuevo Gobierno alemán. Como sucesor suyo (no como Führer, sino como Presidente) designaba al gran almirante Dönitz. Goebbels era nombrado canciller del Reich; el conde Schwerin von Krosigk pasaba a ser ministro de Exteriores; Giesler, el Gauleiter de Baviera, se convirtió en ministro del Interior, y a Schörner lo nombró comandante en jefe de la Wehrmacht. Bormann debía seguir ocupando el cargo de Reichsleiter del Partido, cargo al que se atribuyó rango ministerial.[460]

Hitler mandó que su ayudante del Ejército de Tierra, Johannmeyer, llevara uno de los ejemplares de su testamento a Checoslovaquia y lo entregara a Schörner. El teniente coronel de las SS Lorenz debía llevar un segundo ejemplar a Schleswig-Holstein, para entregarlo a Dönitz.

Y el consejero de Bormann, el coronel de las SS Zander, debía entregar el tercer ejemplar a Giesler, que se hallaba en el Tegemsee, en la Alta Baviera. Johannmeyer, Lorenz y Zander se despidieron de Hitler aquella misma noche. Éste les comunicó que recibirían el testamento de manos de Bormann la mañana del 29 de abril.

Aquel día, a las cuatro de la madrugada, Johannmeyer, Lorenz y Zander se presentaron ante Bormann, que los recibió junto a Günsche en la antesala del salón de reuniones del búnker de Hitler. Los tres llevaban uniforme de camuflaje y casco de acero e iban armados con metralletas. Bormann entregó a cada uno de ellos un sobre con el sello del Führer que contenía el testamento de Hitler. Los tres tenían que atravesar las líneas rusas. Mohnke y Weidling —el comandante de Berlín— recibieron órdenes para que se les permitiera pasar sin impedimentos a través de las posiciones alemanas.

A las cinco de la madrugada se hizo el silencio en el búnker. Sólo se oía el ruido monótono de los ventiladores y el zumbido del generador diésel. Günsche tomó asiento. Sin embargo, la calma duró poco. Con gran estruendo, entraron Bormann, Burgdorf y, un poco después, también Krebs. Los tres habían bebido más de la cuenta. Bormann agitaba una botella de coñac y no tardó en servir varios vasos. Con un fuerte ataque de hipo le dijo a Burgdorf:

—Tengo mi cápsula, para el caso de que los rusos me cojan vivo…

Con un gesto inquieto sacó de su bolsillo un tubito de unos tres o cuatro centímetros, desenroscó la tapa y mostró a Burgdorf una ampolla que contenía cianuro de color verdoso.[461] Entre lamentos, los tres se dejaron caer en los sillones y al poco comenzaron roncar a pleno pulmón.

A las seis de la mañana, la artillería rusa y los lanzaminas volvieron a desatar una tormenta de fuego sobre el distrito gubernamental. Proyectiles de todos los calibres caían sobre la cancillería del Reich y explotaban con estruendo sobre la cobertura del búnker.

Hitler se levantó de inmediato y fue rápidamente a reunirse con Goebbels. Allí se encontró también con la esposa de éste, que acababa de llegar del refugio antiguo, donde estaba instalada con los niños. La señora Goebbels sollozaba fuertemente y apenas se podía mantener en pie.

Pocos minutos más tarde se presentó ante Linge el oficial de servicio de la guardia personal de Hitler y le comunicó la orden del Führer de llevarle su insignia de oro del partido a la estancia de Goebbels. Linge quitó la insignia de la chaqueta de Hitler y se la llevó. El Führer entregó su propia insignia a la señora Goebbels, diciéndole que la condecoraba por su «valiente comportamiento».

Hacia las diez de la mañana, el fuego de los rusos se desplazó en dirección al área de Friedrichstraβe-Unter den Linden. Mohnke llamó a Günsche y le informó de que los carros de combate rusos continuaban avanzando en la Wilhelmstraβe y la estación Anhalter.

Günsche dio parte a Hitler, que estaba sentado con Eva Braun, Goebbels y Bormann en el banco de la antesala. La conversación se extinguió. Todos se miraban en silencio. Hitler ordenó que se presentara Mohnke, pero no le dejó decir una palabra. Le preguntó al instante cuánto tiempo pensaba que sería capaz de resistir. Mohnke respondió después de titubear durante unos momentos que aún era capaz de resistir algunos días. Todavía no había abandonado el búnker, cuando ya llegaron nuevas y terribles noticias:

—Los rusos han pasado al ataque en los dos márgenes del eje Este-Oeste.

Y al poco rato:

—¡Los tanques rusos están delante de la Universidad Técnica!

Hitler se tumbó vestido en la cama, pero no pudo calmarse. Una y otra vez salía de su estancia, preguntaba por las novedades, hacía venir a Mohnke, hablaba con Krebs y Burgdorf y volvía a retirarse. Por la tarde llegó otra novedad.

—Los rusos intentan llegar hasta la cancillería del Reich avanzando por los túneles del metro.

Hitler, Eva Braun, Goebbels, Bormann y las secretarias se habían congregado en la antesala. Hitler jugueteaba con Wolf para disimular su nerviosismo. Bormann bebía aguardiente. Goebbels, que en aquellos días había encanecido completamente, fumaba sin parar y miraba fijamente al frente. Eva Braun murmuraba de vez en cuando alguna palabra con las secretarias.

De repente se oyó un grito espantoso que venía del pasillo:

—¡Los rusos disparan con metralletas sobre la puerta de la salida de emergencia!

—¡Francotiradores rusos han tomado posiciones en los tejados de los ministerios de alrededor!

Todos se incorporaron de un salto. Los soldados de las SS de la guardia personal de Hitler y los integrantes del Servicio de Seguridad, con sus cascos puestos, atravesaron corriendo la antesala del salón de reuniones y se dirigieron a la salida de emergencia.

El nerviosismo en el búnker alcanzó niveles de paroxismo. Sólo hacia última hora de la tarde los ánimos se calmaron un poco. A las ocho aparecieron Weidling y Mohnke para dar sus partes. Éstos eran muy breves porque las acciones bélicas en Berlín se limitaban a un área reducida y porque las líneas alemanas se reducían a sólo unos pocos kilómetros.

Weidling y Mohnke se marcharon después de la reunión y Hitler mandó convocar a Axmann. Éste se había trasladado aquel mismo día al búnker de la nueva cancillería del Reich. En presencia de Bormann, Goebbels y Günsche, Hitler otorgó a Axmann la orden alemana de segunda clase, que sólo se concedía a los más altos funcionarios del Partido nacionalsocialista y en contadas ocasiones. Además lo condecoró con la cruz de hierro de primera clase.[462] En esa ocasión Hitler le dijo a Axmann que era uno de los pocos que aún le guardaban fidelidad.

A las doce de la noche, el Führer se dirigió por el pasillo subterráneo hacia el búnker antiguo. Allí Mohnke y Günsche habían puesto en fila a las secretarias y mecanógrafas del cuerpo de ayudantes de Hitler y del puesto de mando de Mohnke. Hitler estrechó la mano de cada una y les dijo con voz baja:

—Os doy las gracias, hijas mías.

Voces ebrias salían de las estancias vecinas. Günsche explicó a Hitler que Rattenhuber (el jefe del Servicio de Seguridad) estaba celebrando su cumpleaños. En ese preciso instante, éste salió y se abalanzó sobre Hitler, le agarró de las manos y comenzó a besarlas. Hitler felicitó a Rattenhuber con palabras escuetas y se arrastró otra vez de vuelta a su habitación.

La noche transcurrió a la espera de los rusos. En todas partes la gente se entregaba a la bebida. El bombardeo remitió algo hacia la medianoche.

En el pasillo del búnker estaban el profesor Haase y el adiestrador de perros de Hitler, el sargento primero Tornow. Haase sujetaba en su mano una ampolla de cianuro y unos alicates. Hitler le había pedido que envenenara a Blondi. Quería probar los efectos del veneno con su perra. A medianoche, envenenaron al animal en los retretes. Tornow le abrió el hocico para que Haase introdujera la ampolla de cianuro y la partiera con la ayuda de los alicates. El tóxico tuvo unos efectos fulminantes. Al poco, Hitler se presentó en los retretes para comprobar que Blondi estaba efectivamente muerta. No pronunció una sola palabra. Tampoco su cara expresó ningún tipo de sentimiento. Un minuto más tarde volvió a retirarse a su despacho.

Mohnke y Günsche estaban sentados en la centralita telefónica mientras estos hechos tenían lugar. Estaban callados, bebían café fuerte que habían mezclado con coñac y se abismaron en sus pensamientos.

Los rusos, entretanto, habían avanzado desde el zoo en dirección al Tiergarten. Blindados rusos habían alcanzado el Reichstag. En la Prinz-Albrecht-Straβe, entre la estación Anhalter y la Potsdamer Platz, sus posiciones estaban situadas a unos trescientos metros de la cancillería del Reich. Se estaba combatiendo en la Friedrichstraβe, en la Prinzenstraβe y junto al Spitelmarkt. Éste era el panorama que se ofrecía la noche del 29 al 30 de abril. Al día siguiente, todo iba a decidirse.

«¿A qué está esperando Hitler?», se preguntaba una y otra vez Günsche. Entonces le vinieron a la memoria las palabras que el Führer había dirigido hacía un año y medio a sus mariscales de campo y generales: «¡Cuando llegue la hora de que Alemania esté amenazada, espero verles a ustedes, mis mariscales de campo, de pie en las barricadas, a mi lado, con la espada desenvainada!».[463]

No había sido más que palabrería. Hitler ni tan sólo tenía la valentía para mirar hacia el exterior del búnker. Se aferró a las últimas horas que el destino aún le estaba otorgando, siempre atenazado por el miedo a que los rusos pudieran penetrar en cualquier momento en su refugio.

Hitler y sus generales estaban desamparados por igual, a la vista de su fracaso en el frente oriental. Los generales hicieron cuanto pudieron para conservar el favor de Hitler durante toda la guerra y hasta el final. Reverencias y lisonjas, sólo noticias positivas sobre la situación en los frentes, ninguna objeción. Un día sí y otro también la misma cantinela: «¡En efecto, mein Führer!», «¡Por supuesto, mein Führer!», «¡A sus órdenes, mein Führer!», «Puede usted confiar en mí, mein Führer!».

Gozosos y agradecidos recibían de la mano de Hitler condecoraciones y obsequios. Pero no fueron capaces de ofrecerle a cambio la victoria sobre los rusos.

El mariscal de campo Manstein, el mismo que después del discurso de Hitler había exclamado «¡Hitler, ordena, nosotros te seguiremos!», no tuvo ningún reparo en aceptar la más alta de las condecoraciones militares, la cruz de caballero con hojas de roble y espadas, además de un aumento de sus emolumentos diarios en 4.000 marcos.[464] Manstein, en compañía de su familia, se retiró a una vida relajada en su hacienda, después de que Hitler lo hubiera destituido como comandante en jefe del grupo de ejércitos del sur en el verano de 1944 a causa de los tremendos fracasos en Ucrania y en Crimea.

En la puerta de la centralita telefónica apareció la enjuta figura de Goebbels. Lentamente y cojeando mucho se acercó a Mohnke y Günsche y les ofreció cigarrillos. Se había vuelto muy silencioso y ya apenas hablaba. Pocos días atrás había mentido a los berlineses, cuando les llamó a continuar una resistencia sin sentido. Ahora preguntó con voz baja y aturdida:

—¿Qué piensan ustedes, señores míos, podré dormir tranquilo esta noche? ¿O llegarán los rusos?

Ni siquiera la noche del 29 al 30 de abril renunció Hitler a la costumbre de prolongar el té vespertino hasta altas horas de la madrugada. Aquella noche le hicieron compañía Eva Braun, ahora señora Hitler, la señora Christian, la señora Junge y la señorita Manziarly. Fue el último té nocturno de Hitler. Hacia las cinco de la madrugada, las secretarias y la señorita Manziarly abandonaron el despacho de Hitler cariacontecidas. La señora Junge explicó a Günsche que Hitler quería pegarse un tiro aquel mismo día, porque los soldados rusos podían presentarse en el búnker de un momento a otro.

Hitler se había despedido de ellas. También Eva Braun lo había hecho, porque tenía asimismo la intención de quitarse la vida. La señora Junge explicó que Eva Braun le había regalado varios objetos de valor: vestidos y la prenda de piel que había llevado con ocasión de su casamiento. Además, le había dado una pequeña pistola que Eva Braun había recibido de Hitler tiempo atrás. La señora Junge entregó la pistola a Günsche.

El resto de la noche discurrió a la espera de los rusos. La premonición de la muerte cercana inundó el ambiente. Bormann, Burgdorf, Krebs, Hewel y Voss estaban recostados en los sofás. Las secretarias dormían sobre unos colchones dispuestos en el salón de reuniones. Los demás se echaron vestidos sobre las camas, cada uno con su pistola cargada.

El 30 de abril, a las ocho de la mañana, en su despacho, Hitler dictó a Bormann la orden dirigida al grupo de batalla de Mohnke para que abandonara el distrito gubernamental. Después del suicidio de Hitler, esta unidad debía abandonar Berlín en pequeños grupos, para sumarse a las tropas alemanas que aún seguían combatiendo. La orden la pasó a máquina la secretaria de Bormann, la señorita Krüger, y fue escrita sobre los «folios del Führer» y firmada por Hitler. Hacia las once de la mañana, el Führer hizo venir a Mohnke. Cuando éste volvió a salir del despacho, le mostró a Linge la orden firmada, al tiempo que ponía una cara radiante de alegría.

Durante la madrugada se había reanudado el fuego infernal de la artillería rusa sobre la cancillería del Reich. El bombardeo se prolongó toda la jornada y parecía un trueno pesado que se repetía sin cesar.

Bormann, pálido y confuso, salió del despacho de Hitler a la antesala del salón de reuniones hacia las dos del mediodía. Fue a buscar a Günsche y con nerviosismo le susurró al oído:

—Celebro encontrarle aquí. Ahora mismo quería hacer que lo llamaran.

Casi sin voz le dijo que Hitler y Eva Braun querían poner fin a sus vidas aquel mismo día. Sus cadáveres debían ser rociados con gasolina y quemados en los jardines de la cancillería del Reich. Ésa era la orden categórica de Hitler. Bajo ninguna circunstancia su cadáver debía caer en manos de los rusos.

Aquello era, por lo visto, el final, pensó Günsche con un escalofrío: rociar al Führer con gasolina y quemarlo. En todo caso, lo que le dijo Bormann en realidad ya no podía impresionarlo demasiado. Tenía que acabar de aquella manera. Hitler no tenía ni la valentía ni la fuerza para morir como los oficiales y soldados alemanes, o incluso las mujeres o los niños, tal y como él les había exigido a todos éstos hasta el último momento. Detrás de los gruesos muros de su refugio se empeñaba de manera lastimera en aplazar en lo posible la sentencia que le había impuesto el destino. Tan sólo cuando los rusos alcanzaron los umbrales de la cancillería del Reich, quiso suicidarse de forma ignominiosa, y no sin antes ordenar la quema de su cadáver.

Bormann pidió a Günsche que se encargara de que la gasolina para quemar los cadáveres estuviera preparada en el peldaño superior de la escalera que daba a la salida de emergencia.

—Nosotros, los leales al Führer, que hemos permanecido junto a él hasta el final, le prestaremos también este último servicio —declaró con hipocresía.

Arrastrando sus pies abandonó la antesala. Günsche se quedó a solas. De inmediato llamó a Mohnke y le pidió que se presentara en el búnker de Hitler. Unos minutos más tarde irrumpieron en la antesala Rattenhuber, Baur y Betz, muy alterados y descompuestos. Acababan de encontrarse con Bormann y habían sabido por éste que Hitler quería suicidarse. Ahora acosaban a Günsche con preguntas. Günsche estaba a punto de responder, cuando se abrió la puerta y Hitler hizo su entrada. Rattenhuber, Baur, Günsche y Betz saludaron alzando el brazo. Hitler no reaccionó. Tan sólo les pidió con voz abatida que se acercaran un poco. Betz se mantuvo un poco al margen. Hitler se dirigió a él:

—Acérquese usted también. Ya puede usted enterarse de lo que vamos a decir.

Los ojos de Hitler, que antaño habían despedido fuego, estaban ahora apagados. Su cara tenía un color terroso. Bajo los ojos tenía oscuras ojeras. El temblor de su mano izquierda parecía haberse extendido a la cabeza y a todo el cuerpo. Las palabras salían casi sin voz de su boca:

—He ordenado que se me queme después de mi muerte. Encárguense ustedes de que mis instrucciones se cumplan con exactitud. No quiero que mi cadáver sea llevado a Moscú y exhibido en un gabinete de curiosidades.

Con gran esfuerzo, intentó algo parecido a un gesto de despedida y dio media vuelta. Baur y Rattenhuber lanzaron un grito. Rattenhuber quiso agarrar la mano de Hitler, pero éste lo esquivó y desapareció detrás de la puerta de su despacho.

Con gestos mecánicos, pero a toda prisa, Günsche se dedicó a la tarea de ejecutar la orden impartida por Hitler y Bormann en cuanto a la quema de los cadáveres de Hitler y Eva Braun. Llamó por teléfono al chófer de Hitler, Kempka. Éste estaba instalado en el búnker situado al lado de la cochera de la cancillería del Reich, junto a la Hermann-Göring-Straβe. Günsche le ordenó a Kempka que trajera de inmediato diez bidones con gasolina al búnker del Führer y que los dejara preparados junto a la salida de emergencia que daba a los jardines.

Cuando esto estuvo hecho, Günsche explicó a Kempka la intención de Hitler de matarse. A continuación, ordenó a los soldados de las SS de la guardia personal y del Servicio de Seguridad, que ocupaban la pequeña estancia junto a la salida de emergencia, que la evacuaran de inmediato y que se mudaran a otra parte. También a los guardias que estaban delante de la puerta acorazada que daba a la escalera de la salida de emergencia les ordenó que volvieran al interior del búnker. Sólo dejó delante de la salida de emergencia a un único hombre, el subteniente de las SS Hofbeck, con la orden de que no permitiese la entrada a persona alguna. Günsche se dirigió seguidamente al pasillo del búnker y tomó posición junto a la puerta de la antesala del salón de reuniones, para esperar el fatídico disparo. Las agujas del reloj señalaban las tres de la tarde y diez minutos.

Al poco rato salió a la antesala Eva Braun procedente del despacho de Hitler. Con aire triste dio la mano a Linge al tiempo que le decía:

—Hasta luego, Linge. Le deseo que pueda usted salir de Berlín. Si llega usted a encontrarse con mi hermana Gretl, no le diga usted nada acerca del final que tuvo su marido.

A continuación, fue a ver a la señora Goebbels, que se encontraba en la habitación de su marido. Unos minutos más tarde Eva Braun salió de la habitación de Goebbels y se dirigió a la centralita telefónica, donde se hallaba Günsche. Ella le pidió:

—Hágale saber al Führer, por favor, que la señora Goebbels le ruega que la venga a ver otra vez.

Günsche fue hasta el despacho de Hitler. Como en ese momento Linge no estaba por allí, Günsche llamó él mismo a la puerta y entró. Hitler estaba de pie junto a la mesa y se estremeció al ver a Günsche de forma tan inesperada.

—¿Y ahora qué pasa? —gruñó enfurruñado.

Günsche le informó:

Mein Führer, su esposa quiere que sepa que la señora Goebbels le quiere ver una vez más. La señora está junto a su esposa, en la habitación de aquélla.

Hitler estuvo meditando durante unos instantes y luego se dirigió a la habitación de Goebbels. A las 03:40 horas, Linge acudió a la centralita telefónica. Allí se hallaba Krüger, el criado de Hitler, acompañado por un guardia. Al lado, en la sala de estar que había ante el dormitorio de Goebbels, Hitler y Goebbels hablaban de pie. Éste debía de estar intentando convencer por última vez a Hitler para que abandonara Berlín.

Pero Hitler respondió con tono histérico:

—¡No, doctor! ¡Usted sabe cuál es mi decisión! ¡Es una decisión inamovible!

Luego se dirigió al dormitorio de Goebbels, donde se hallaban la señora Goebbels y Eva Braun, y se despidió de aquélla. A continuación volvió a sus habitaciones. Linge y Krüger lo siguieron. En la puerta del despacho, Linge pidió poder despedirse de Hitler, que le respondió agotado y con indiferencia:

—He dado órdenes de que se vayan de aquí. Intente usted reunir a un pequeño grupo y abrirse camino hacia el oeste.

Linge preguntó:

Mein Führer, ¿en el nombre de quién vamos a abrirnos camino?

Hitler se dirigió a Linge, lo miró un momento en silencio y proclamó entonces empleando un tono patético:

—¡En el nombre de aquel que ha de venir!

El Führer se despidió de Linge y de Krüger con un blando apretón de manos y alzando el brazo derecho. Linge y Krüger se pusieron en posición de firmes y alzaron el brazo para rendir a Hitler el último saludo. Entonces cerraron la puerta y cruzaron juntos el camino que llevaba al antiguo búnker.

—¡No ver nada, no oír nada, sólo eso! —le gritó Linge a Krüger mientras caminaban.

Eva Braun dejó pasar dos o tres minutos antes de abandonar la habitación de Goebbels. Con paso lento se dirigió al despacho de Hitler. Pocos minutos más tarde salió Goebbels y se dirigió al salón de reuniones, donde entretanto se habían reunido Bormann, Krebs, Burgdorf, Naumann, Rattenhuber y Axmann.

Sólo habían transcurrido unos cuantos minutos, cuando Linge volvió a presentarse en el refugio de Hitler. Delante de la puerta acorazada abierta que daba a la antesala del salón de reuniones estaban de pie Günsche y el teniente de las SS de servicio, Frick. Faltaban unos pocos minutos para que dieran las cuatro de la tarde. Cuando Linge pasó por delante de Günsche comentó:

—Creo que ahora ya ha acabado todo. —Y entró apresuradamente en el vestíbulo.

Una vez en el interior, pudo oler un tufo de pólvora, como suele haber cuando se efectúa un disparo. Linge volvió a dirigirse a la antesala del salón de reuniones, donde se encontró inesperadamente con Bormann. Éste, con la cabeza gacha, estaba de pie junto a la puerta que daba a la estancia y se apoyaba con el brazo en la mesa. Linge informó a Bormann de que en el vestíbulo de Hitler olía a pólvora. Bormann se incorporó y, junto a Linge, acudió deprisa al despacho de Hitler. Linge empujó la puerta y entró junto a Bormann. A los dos se les ofreció el panorama siguiente: a la izquierda del sofá aparecía Hitler, sentado. Muerto. A su lado se veía, también muerta, a Eva Braun. En la sien derecha de Hitler se podía observar una herida del tamaño de una pequeña moneda y sobre su mejilla corrían dos hilos de sangre. En la alfombra, junto al sofá, se había formado un charco del tamaño de un plato. La pared y el sofá también estaban salpicados con chorros de sangre. La mano derecha de Hitler descansaba sobre la rodilla, con la palma mirando hacia arriba. La mano izquierda colgaba inerte. Junto al pie derecho de Hitler había una pistola del tipo Walther, calibre 7,65 mm. Al lado del pie izquierdo, otra del mismo modelo, pero de calibre 6,35 mm. Hitler vestía su uniforme militar gris y llevaba puestas la insignia de oro del Partido, la cruz de hierro de primera clase y la insignia de los heridos de la primera guerra mundial (condecoraciones que había llevado habitualmente en los últimos días). Además llevaba puesta una camisa blanca con una corbata negra, un pantalón de color negro, calcetines y zapatos negros de cuero.

Eva Braun estaba sentada en el sofá con las piernas encogidas. Sus zapatos claros con tacones altos estaban en el suelo. Sus labios estaban apretados. Se había envenenado con cianuro.

Bormann salió a la antesala para llamar a los soldados de las SS que debían llevar los dos cuerpos sin vida al jardín. Linge trajo de la antesala las mantas que allí había dispuesto para envolver a Hitler. Una de éstas la extendió en el suelo del despacho. Con la ayuda de Bormann, que ya había vuelto, Linge colocó el cuerpo aún caliente de Hitler en el suelo y lo envolvió con la manta.

Günsche corrió a la sala de juntas. Abrió la puerta de manera tan abrupta que hizo estremecerse a Goebbels, Krebs, Burgdorf, Axmann, Naumann y Rattenhuber, que se hallaban de pie alrededor de la mesa. Günsche exclamó:

—¡El Führer ha muerto!

Todos se abalanzaron hacia la antesala.

Linge salía del despacho en ese preciso momento, cargando el cadáver de Hitler. Le seguían los soldados de las SS Lindloff y Reisser. Por debajo de la manta asomaban los pies de Hitler con sus calcetines negros y sus zapatos. El cadáver fue trasladado, pasando por la antesala del salón de reuniones, hacia la salida de emergencia y los jardines. Goebbels, Burgdorf, Krebs, Axmann, Naumann, Günsche y Rattenhuber, que aún continuaban de pie en la antesala, levantaron el brazo para el saludo.

A continuación, salieron del despacho de Hitler Bormann y detrás de él Kempka, llevando en sus brazos el cuerpo de Eva Braun. Goebbels, Axmann, Naumann, Rattenhuber, Krebs y Burgdorf siguieron el cadáver de Hitler hacia la salida de emergencia. Günsche se acercó a Kempka, recogió el cadáver de Eva Braun, que seguía sin haber sido envuelto en ninguna manta, y lo llevó hacia la salida de emergencia. Eva Braun desprendía un penetrante olor a cianuro. Günsche se apresuró a subir las escaleras, pasando por delante de Goebbels, Axmann, Naumann, Burgdorf, Krebs y Rattenhuber, que se habían detenido en el último peldaño.

No salieron al jardín a causa del intenso bombardeo de la artillería. El cadáver de Hitler, envuelto en la manta, estaba ahora tumbado en el suelo, a dos metros de la entrada del búnker. Günsche depositó a Eva Braun a la derecha de Hitler. Bormann se inclinó sobre Hitler, lo volvió a descubrir y lo observó durante algunos segundos. A continuación, volvió a cubrirlo con la manta.

Las granadas caían ululando sobre el jardín y el refugio de la cancillería del Reich. Por encima de los árboles destrozados del jardín se desplazaban gruesas columnas de humo. El fuego devoraba la cancillería del Reich y los edificios que lo rodeaban.

Bormann, Günsche, Linge, Lindloff, Kempka, Schädle y Reisser fueron a buscar los bidones y vaciaron los doscientos litros de gasolina sobre los cadáveres de Hitler y Eva Braun. Durante un buen rato no pudieron prender la gasolina. Los fuertes vientos que provocaban los incendios apagaban una y otra vez las cerillas. Günsche decidió finalmente recurrir a una de las granadas de mano que estaban abandonadas en la entrada. Pretendía de esta forma prender fuego a la gasolina. Pero, antes de que pudiera intentarlo, Linge lanzó un trozo de papel ardiendo sobre los cadáveres. La gasolina se inflamó y los restos de Hitler y Eva Braun pronto estuvieron envueltos en llamas. Hubo que cerrar la puerta del refugio apresuradamente, porque las llamas penetraban por el resquicio. Bormann, Goebbels, Axmann, Naumann, Krebs, Burgdorf, Günsche, Linge, Kempka, Reisser y Lindloff permanecieron aún unos momentos en los peldaños superiores, hasta que volvieron a descender en silencio al refugio.

Günsche se dirigió al despacho de Hitler. Allí todo seguía tal como lo habían dejado. En el suelo, junto al charco de sangre, estaban las dos pistolas. Günsche las recogió y las descargó. Mientras lo hacía, descubrió que el tiro mortal había salido del arma de 7,65 mm. La otra arma también estaba cargada y sin seguro. Günsche se guardó ambas en el bolsillo y las entregó, más tarde, al ayudante de Axmann, el alférez Hamann. A éste le entregó asimismo las fustas que Hitler usaba para los perros. Hamann quería conservar ambos artefactos como reliquias de las «Juventudes Hitlerianas».

Günsche se dirigió a continuación al salón de reuniones. Allí se habían vuelto a reunir Bormann, Goebbels, Axmann, Burgdorf, Krebs, Mohnke y Naumann. Había llegado la hora de decidir un plan de actuación. Bormann, Axmann, Mohnke y Günsche insistían en intentar romper el cerco. Goebbels se oponía. Con gesto teatral explicó:

—Voy a salir a la Wilhelmplatz ahora mismo. ¡A ver si me alcanza una bala!

Bormann estaba tan agitado que no era capaz de parar quieto. Una y otra vez exclamaba:

—¿Es que nadie me puede conseguir un Storch? Tengo que encontrarme con Dönitz cueste lo que cueste. Es un asunto muy importante.

En la mirada de Bormann se podía ver el pánico. Salir de aquel infierno, éste era su único pensamiento y su deseo más vehemente. Nadie se acordaba ya de Hitler. Sólo había una preocupación: «¿Cómo vamos a salir de aquí?».

Goebbels, finalmente, y como nuevo «canciller del Reich», propuso tomar contacto con el alto mando ruso e intentar lograr un alto al fuego, al menos por algunas horas. Estaba claro que Goebbels quería retrasar el final un par de horas, porque era imposible que creyera que tal propuesta tuviera alguna posibilidad de éxito. Krebs propuso esperar a que se presentara el general Weidling en el búnker, que había anunciado su llegada a las cinco y media para rendir parte a Hitler.

Günsche se dirigió a la centralita telefónica. Desde el dormitorio de Goebbels, con la puerta entreabierta, se podían oír los sollozos de la esposa de éste.

—¿Qué será ahora de los niños y de nosotros? El Führer no debería habernos hecho algo así…

Entretanto, Linge había dado orden a Krüger y a los ordenanzas de retirar del despacho de Hitler la alfombra salpicada de sangre. Los tres buscaban el casquillo que tuvo que haber saltado al dispararse el arma. Pero no lograron dar con él. Arrastraron la alfombra hacia el exterior y le prendieron fuego en los jardines. El mismo Linge quemó todos los papeles que se hallaban sobre el escritorio, entre ellos los comunicados de la Oficina Alemana de Noticias. En las estancias de Hitler ahora sólo quedaban los muebles vacíos. Linge sacó del marco el retrato del rey Federico II, que había colgado sobre el escritorio, y lo entregó, como había querido Hitler, al piloto Baur, quien se lo guardó debajo de la chaqueta.

El adiestrador de los perros de Hitler, el sargento Tornow, vagaba por el búnker de la nueva cancillería del Reich totalmente borracho y exclamaba:

—¡El Führer ha muerto, sálvese quien pueda!

El pánico estalló entre los habitantes del refugio, sobre todo entre los heridos. Más tarde se supo que en los jardines Tomow había matado de un disparo a los cachorros de Blondi, entre ellos a Wolf. También había matado a los perros de Eva Braun y de la señora Christian, así como a su propio perro. Tornow fue detenido.

Weidling apareció en el búnker hacia las cinco y media de la tarde. Goebbels le informó de la muerte de Hitler y de la composición del nuevo Gobierno. En la reunión informativa que siguió participaron Bormann, Goebbels, Axmann, Krebs, Burgdorf, Weidling, Mohnke, Günsche y Naumann. Durante ésta se discutió un plan para evadirse de la cancillería del Reich o para pedir a los rusos una tregua de las acciones bélicas. Después de un largo tira y afloja, se aprobó el segundo de los planes. Se decidió enviar al coronel Dufving, el jefe de la sección de operaciones del estado mayor de Weidling, para parlamentar con el estado mayor ruso más cercano.

Dufving abandonó el búnker hacia las siete y media de la tarde y, atravesando las posiciones alemanas de los alrededores de la cancillería del Reich, se dirigió hacia las líneas rusas. Regresó alrededor de las once. Explicó que los rusos no habían querido escucharle porque era un subordinado. Esa misma noche, Goebbels y Bormann enviaron a Krebs al alto mando ruso, donde, en su calidad de jefe del estado mayor general, tenía la misión de iniciar las negociaciones con los rusos. Todos aguardaban con impaciencia su retorno.[465]

La mañana del 1 de mayo, al salir de su estancia, Linge se encontró con Goebbels en la antesala del salón de reuniones del búnker. Después de los saludos, Goebbels preguntó a Linge con voz queda:

—Dígame, Linge, ¿no pudo usted haber convencido al Führer de que no se suicidara?

Linge le respondió:

—Doctor, si ni siquiera usted pudo convencerlo, ¿cómo quiere que lo consiguiera yo?

Goebbels prosiguió:

—He pasado una noche horrible. También yo he decidido acabar con mi vida. Pero se trata de un momento muy difícil. He luchado mucho conmigo mismo, pero me falta valor.

Krebs volvió hacia el mediodía con la noticia de que el alto mando ruso exigía la capitulación incondicional.

A las seis de la tarde Burgdorf hizo que Mohnke y Günsche se presentaran en el búnker de la nueva cancillería del Reich. Con él se encontraban Weidling y Dufving. En el momento en que se presentaron Mohnke y Günsche, Weidling extraía una nota del bolsillo de su chaqueta y decía a Dufving:

—Antes de que se me olvide. El Führer lo ha ascendido a coronel. Reciba usted mis felicitaciones.

Weidling extendió sobre una mesita un plano urbano de Berlín y le explicó a Mohnke y Günsche que esa noche, a las diez, los restos de la guarnición de la capital del Reich intentarían abrir una brecha en las líneas rusas y salir de la ciudad. Tras demorarse todavía con otros detalles, interrogó a Mohnke acerca de la dirección que pensaba tomar con su grupo de batalla. Mohnke le señaló sobre el mapa la ruta prevista. Ésta se dirigía hacia el noroeste, pasando por el barrio de Tegel. Con ello se dio por concluida la reunión. Mohnke y Günsche abandonaron la habitación. En la sala de enfrente se oyeron fuertes golpes de martillo. Allí, los soldados responsables de las comunicaciones estaban destrozando los equipos de la estación de radio y de la centralita telefónica del cuartel general del Führer, tal como les había sido ordenado.

Mohnke volvió a su puesto de mando para redactar las instrucciones de la evasión. Günsche informó a Linge, Schädle, Högl y Kempka de que la guarnición intentaría aquella noche romper el cerco ruso. A Bormann, Voss, Hewel y Stumpfegger les dijo que tenían que prepararse para la partida. La decisión fue comunicada también a las mujeres: Christian, Junge, Krüger y Manziarly. Incapaces de seguir el consejo del Führer, no se habían quitado la vida y querían sumarse al grupo de los hombres.

Günsche, Linge, Schädle y Kempka se dirigieron hacia las ocho de la tarde al puesto de mando de Mohnke. Los soldados del grupo de batalla estaban acampados en los corredores, pasillos y estancias del búnker, sentados sobre cajas, bancos o en el suelo mismo. Agotados por los duros combates que habían librado sin tregua, dormían en cualquier postura, el casco y el arma junto a ellos. En medio de ellos se desparramaban los heridos.

Los breves instantes en que el fuego de los rusos remitía un tanto se aprovechaban para llevar a los heridos en camillas al sótano del Adlon Unter den Linden, el hotel semiderruido donde se había instalado un hospital de campaña. Los heridos que morían en el búnker eran enterrados en los jardines de la cancillería del Reich. El flujo de heridos era inacabable. Las estancias se llenaban de gemidos y alaridos de dolor. El aire estancado y nauseabundo se mezclaba con el olor de humo de tabaco y con el vapor de azufre y el hedor procedente de los retretes desbordados.

En el puesto de mando de Mohnke se habían presentado Axmann, Naumann, Albrecht, Rattenhuber y varios oficiales del grupo de batalla. Mohnke leyó la orden de evasión, que fijaba asimismo los turnos para abandonar el edificio. La evasión se llevaría a cabo formando varios grupos. Al primero, que quería comandar el propio Mohnke, pertenecían Günsche, Hewel, Voss, la señora Christian, la señora Junge, la señorita Krüger, la señorita Manziarly, así como la escolta personal de Hitler, al mando del teniente de las SS Doose. El segundo grupo, al mando de Naumann, lo integraban Bormann, Schach, los funcionarios de la dirección berlinesa del Partido nacionalsocialista y un batallón del Volkssturm del Ministerio de Propaganda. El tercer grupo, que lideraba Kempka, estaba compuesto por Linge, los ordenanzas, los guardias personales de Hitler y los chóferes de la cancillería del Reich. Un cuarto grupo, que era comandado por el ayudante personal de Hitler, el general de brigada Albrecht, lo componían los colaboradores de la ayudantía de Hitler. El quinto grupo, comandado por Rattenhuber, lo formaban Baur, Betz, Högl y los colaboradores del Servicio de Seguridad. El sexto grupo, dirigido por Axmann, se componía de doscientos adolescentes berlineses que aquél había traído al refugio unos días atrás para sacar a Hitler de la ciudad de Berlín. Ante la negativa de Hitler, Axmann los retuvo consigo para disponer de ellos según su propio criterio.

La huida del asedio se llevaría a cabo según el plan siguiente: desde la cancillería del Reich se recorrería, en un primer momento, el trayecto del túnel del metro hasta llegar a la estación de Kaiserhof. A partir de allí, se avanzaría lo más lejos posible en dirección al barrio de Wedding. En grupos reducidos se seguiría por las calles laterales, pasando por la estación de Stettin y Tegel, para dirigirse a continuación en dirección noroeste, donde tratarían de alcanzar a las unidades alemanas que allí combatían.

Günsche abandonó el puesto de mando de Mohnke para comunicar los detalles del plan a Linge, Schädle, Kempka y Högl. A las diez de la noche, se despidió de Burgdorf, el ayudante personal de Hitler, y de Krebs, el jefe del estado mayor general del Ejército de Tierra, quienes no querían participar en el intento de fuga. Preferían pegarse un tiro en el patio de honor en el instante en que los soldados rusos se presentaran en la cancillería del Reich. Burgdorf le aclaró:

—Yo viví en 1918 la derrota de Alemania en la primera guerra mundial cuando era un joven oficial. Entonces tenía fuerzas, pero ahora soy un hombre viejo y desilusionado.

A continuación, Günsche dijo adiós al jefe de la Gestapo, el general de división de las SS Müller, quien le aseguró que se mataría de un balazo, pues por nada del mundo quería caer en manos de los rusos.

Hacia las diez de la noche Günsche fue a ver a Goebbels, para despedirse de él y de su esposa. La señora Goebbels estaba sentada en un sillón, desesperada. En silencio, estrechó la mano de Günsche y se retiró al dormitorio. La cara de Goebbels tenía un color ceniciento. Con voz apenas audible comentó:

—Yo y mi esposa nos pegaremos un tiro aquí en el búnker. Le deseo que pueda salir de Berlín sano y salvo.

Goebbels encendió un cigarrillo, dio un apretón de manos a Günsche y desapareció asimismo en su dormitorio.

Seguidamente, Günsche cruzó el camino hacia el búnker de la nueva cancillería del Reich. Allí, desde las nueve y media ya se estaban formando los grupos para la huida. A las diez llegaron, procedentes del búnker de Hitler, el ayudante de Goebbels, Schwägermann, y el ayuda de cámara, Ochs, para sumarse a su respectiva formación. Los dos explicaron a Linge los hechos siguientes: Goebbels y su esposa acababan de pegarse un tiro en el búnker de Hitler. Naumann, Schwägermann, Ochs y otros rociaron los dos cadáveres con gasolina y en el interior mismo del dormitorio de Goebbels les prendieron fuego.[466] Seguidamente tuvieron muchas dificultades para salir del refugio, ya que la fuerte corriente de aire provocada por las llamas había cerrado las puertas de acero de un golpe.

El médico personal de Hitler, Stumpfegger, a petición de Goebbels, había envenenado a los cinco hijos de éste pocas horas antes, hacia las cuatro de la tarde, mientras Linge aún seguía en el búnker. El veneno lo había mezclado con el café. La señora Goebbels se quedó esperando a Stumpfegger detrás de la puerta de la estancia. Al salir, Stumpfegger le hizo un gesto con la cabeza, para señalarle que los niños habían muerto.[467] La mujer cayó desmayada y dos soldados de las SS de la guardia personal de Hitler cargaron con ella hasta el dormitorio de su esposo.

Unas dos mil personas abandonaron la cancillería del Reich. La mayoría iban armadas con metralletas, pistolas y bazucas. A éstas se sumaba el grupo de batalla de Mohnke, unos tres mil hombres con varios tanques Tiger, cureñas motorizadas, y equipados con cañones antitanque, lanzaminas y ametralladoras.

El hospital militar permaneció en el búnker de la nueva cancillería del Reich, bajo la dirección del profesor Haase.

El primer grupo, al mando de Mohnke, abandonó el refugio pocos minutos después de las diez de la noche. En él iban, además de un centenar de soldados, Günsche, Hewel, Voss, las secretarias Christian, Junge y Krüger, la cocinera dietista Manziarly y varios oficiales del grupo de batalla de Mohnke. En pequeños grupos cruzaron el patio de honor de la nueva cancillería del Reich, salieron por el gran portal de la Wilhelmplatz y caminaron hasta la parada de metro de Kaiserhof. Desde allí prosiguieron el camino por el túnel del suburbano hasta llegar a la estación de Friedrichstraβe. En los túneles y sobre todo en las estaciones se amontonaban los soldados, los civiles, las mujeres y niños. En todas partes había criaturas que lloraban, mujeres que gritaban histéricas y soldados que daban órdenes o despotricaban. La situación era especialmente desastrosa en la parada de metro de Friedrichstraβe. En este punto se habían levantado barricadas, por lo que era imposible seguir avanzando. Sólo se podía salir en pequeños grupos, pues la artillería rusa disparaba contra los accesos.

Algunos integrantes del grupo de Mohnke se perdieron entre el gentío. Finalmente, Mohnke logró salir del metro con una parte de su séquito y cruzar el puente Weidammer hacia el otro margen del río Spree. Desde allí atravesó los patios de la Charité y, a través de los sótanos comunicados de la Chauseestraβe y pasando delante del cuartel de Maikäfer, llegó a la estación de metro de Wedding. Su grupo se había reducido a unas veinticinco personas, entre las que se contaban el propio Mohnke, Günsche, Hewel, así como las cuatro mujeres, Christian, Junge, Krüger y Manziarly. No se veía un alma en las calles. Muchas casas ardían. Este barrio de la ciudad no había sufrido bombardeos muy intensos. De manera inesperada, la avanzadilla se topó con dos carros de combate T-34 que vigilaban un cruce de calles y que abrieron fuego con sus ametralladoras. Se vieron obligados a retirarse. Intentaron avanzar por las calles laterales. Pero todo era en balde. El pequeño grupo se iba deshaciendo cada vez más. Al final sólo quedaban Mohnke, Günsche, Hewel y las cuatro mujeres.

Lograron alcanzar un refugio antiaéreo junto a la cervecería de la Schönhauser Allee antes del mediodía del 2 de mayo. Allí se escondían varios centenares de soldados alemanes de todas las armas. En este sótano se había instalado el puesto de mando del comandante de la división, el general de división Rauch, y del comandante de una división de paracaidistas, el coronel Herrmann. Mohnke y Günsche, junto con Rauch, Herrmann y otros oficiales, intentaron agrupar otra vez a los soldados y reanudar la marcha. Poco a poco fueron llegando otros oficiales y soldados del grupo de batalla de Mohnke. A ellos se sumaron oficiales de las SS de la guardia personal de Hitler y del Servicio de Seguridad, así como diversos colaboradores del estado mayor personal de Hitler que habían formado parte de los otros grupos. Entre ellos figuraba Rattenhuber, el jefe del Servicio de Seguridad, herido levemente en una pierna.

Hacia las tres de la tarde se acercaron al refugio antiaéreo de la Schönhauser Allee unas unidades rusas.

Al puesto de mando de Rauch y Hermann llegaron oficiales del Ejército Rojo y explicaron que la guarnición de Berlín ya había capitulado la noche anterior.[468] Para evitar más derramamiento de sangre, exigieron a los alemanes que depusieran las armas y se rindiesen. Se ofrecieron para llevar a Rauch y Mohnke al estado mayor ruso más cercano. Allí se les confirmaría la capitulación de Berlín.

Günsche propuso a las secretarias de Hitler y a la señora Manziarly salir del refugio antiaéreo y continuar por sí mismas. Ellas se mostraron de acuerdo. Mohnke entregó a la señora Christian un saquito que contenía unos brillantes. Burgdorf había custodiado aquellas piedras, destinadas a adornar las más altas condecoraciones. Luego, Burgdorf se las había entregado a Mohnke en el momento de abandonar la cancillería del Reich.

Hacia las cuatro de la tarde, Mohnke, Rauch y Günsche, acompañados por uno de los oficiales rusos, se dirigieron en coche al estado mayor del Ejército ruso. Una vez allí, un general soviético les informó de que el comandante de Berlín, el general Weidling, había capitulado durante la noche del 1 al 2 de mayo.

El general declaró:

—Por fin se ha acabado esta horrible guerra. Todos deberíamos felicitamos por ello.

Mohnke, Rauch y Günsche volvieron al refugio antiaéreo de la Schönhauser Allee en compañía del mismo oficial. Entretanto, habían dado ya casi las diez de la noche. Los soldados y oficiales habían caído en manos de los rusos. El refugio antiaéreo y los espacios vecinos habían sido ocupados por las tropas del Ejército Rojo. Cuando llegaron Mohnke, Rauch y Günsche, se encontraron con Hewel, el profesor y coronel de las SS Schenck, un teniente coronel y varios oficiales más jóvenes, que se habían ocultado del enemigo en el interior de una pequeña cámara. Mohnke les explicó a éstos que todo había acabado. Entraron entonces unos oficiales rusos y les exigieron que depusieran las armas y que les siguieran. En ese momento, Hewel sacó su pistola y con ella se pegó un tiro. Los demás entregaron sus armas y siguieron a los oficiales soviéticos.

El tercer grupo, el de Kempka y Linge, no abandonó el búnker de la nueva cancillería del Reich hasta las diez y media de la noche aproximadamente. A él pertenecían también otros miembros de las SS de la guardia personal de Hitler así como los chóferes y los ordenanzas.

Cuando Linge, Kempka y el resto del grupo salieron a la Vossstraβe, el distrito gubernamental aún seguía bajo el fuego permanente de la artillería rusa. En la oscuridad sólo se podían reconocer ruinas. Por todas partes se levantaban hacia el cielo las fachadas medio derruidas de las casas. De las ventanas salían gruesas columnas de humo. En las calles perforadas por las bombas y granadas se amontonaban vigas, restos de las fachadas y ladrillos. El cielo se iluminaba por el reflejo de los innumerables incendios. Linge, Kempka y los demás se encaminaron a la estación de metro de Wilhelmplatz pasando por delante de las ruinas. Luego siguieron por un túnel hasta llegar a la estación de Stadtmitte. De allí se dirigieron caminando por la destrozada Friedrichstraβe, hasta la estación del mismo nombre. En el otro extremo del puente de Weidendammer, los soldados del grupo de Mohnke se enfrentaban a tiros con los rusos, que los tenían bajo fuego de barrera desde las casas de la Chausseestraβe. Los soldados alemanes intentaban abrir una brecha con la ayuda de sus blindados. Pero no lo lograban.

Linge pudo ver desde su lado del puente cómo Bormann y Naumann saltaban encima de un tanque alemán que pasaba por delante de ellos, para intentar atravesar de esta manera las líneas rusas. También vio que se lanzaba una granada contra el carro de combate. En aquellos mismos instantes cayeron en el puente de Weidendammer Albrecht, Högl y muchos otros colaboradores del servicio personal de Hitler. Linge, que en la confusión había perdido a Kempka, se sumó con los restos de su grupo a un pelotón del grupo de batalla de Mohnke. Éste, junto a centenares de civiles, logró llegar desde la Friedrichstraβe hasta la Seestraβe atravesando los túneles del metro. Entre ellos estaba también Schach, el Gauleiter adjunto de Berlín.

La mañana del 2 de mayo, los soldados rusos comunicaron a los integrantes de este grupo que en el transcurso de la noche Berlín había capitulado. Les exigieron que se rindiesen. En vista de ello, Schach se suicidó de un disparo.[469] Linge y los restantes integrantes del grupo partieron al cautiverio.

El 8 de mayo de 1945, Alemania capituló. Así acabó el «Tercer Reich», que según Hitler estaba destinado a durar mil años. A su llegada al poder, el Führer había prometido al pueblo alemán:

—Cuando lleve diez años en el poder, nadie será capaz de reconocer a Alemania.[470]

Y en efecto, Alemania era irreconocible después de haber tenido que padecer a Hitler: un país en ruinas y reducido a escombros. Hasta Hitler se había quitado la vida con sus propias manos por temor a los rusos.