VERANO DE 1943 - FEBRERO DE 1944
A finales de junio de 1943, antes de que se iniciara la ofensiva de Kursk, se presentó en la «Guarida del Lobo» para transmitir un informe a Hitler, el comandante en jefe de las tropas alemanas en Italia, el mariscal de campo Kesselring. En ese momento se encontraban allí Göring, Keitel, Warlimont, Below y Günsche. Jodl estaba ausente por enfermedad.
En la reunión se abordó el peligro de un desembarco de fuerzas angloamericanas en Italia, tras la capitulación, aquel año, de las tropas alemanas e italianas en Túnez.
Kesselring explicó que el alto mando italiano, después de la caída de Túnez, se dedicaba a sabotear las medidas tomadas para la defensa de Italia. La flota italiana era retenida en los puertos de manera deliberada, con la excusa de la falta de petróleo. Kesselring propuso transferir a su persona el mando supremo de las unidades italianas y evitar de este modo las intrigas del alto mando de aquel país.
Hitler reaccionó de manera relajada al informe de Kesselring. Explicó que prefería que las tropas angloamericanas desembarcaran en Italia a que lo hicieran en Francia. Por lo que respectaba el comportamiento del alto mando italiano, Hitler propuso retirar las unidades italianas de las áreas donde se podían esperar los combates con las tropas angloamericanas y emplearlas tan sólo en la defensa de las costas. Después de la entrevista, Kesselring voló de vuelta a Italia.
Aquel mismo día, a altas horas de la madrugada, Hitler ordenó a Günsche preguntar si Göring ya dormía. Éste se encontraba en aquel momento en su búnker de la «Guarida del Lobo», a una distancia de apenas cien metros del búnker de Hitler.
A Günsche le dijeron por teléfono que Göring se disponía a acostarse justo en aquel momento. En compañía de Günsche y de Linge, Hitler se dirigió apresuradamente al búnker de Göring. El mariscal del Reich recibió a Hitler en ropa de dormir. Llevaba una bata de colores, atada con un cinturón azul, y alrededor del cuello un chal de seda. Sus pies calzaban unas zapatillas de charol, cerradas con hebillas de plata. Ofrecía la apariencia de un marajá y olía a perfume caro.
Hitler permaneció allí una media hora. Ambos discutieron la situación en Italia, tal como la había presentado Kesselring, y el plan de Hitler de encontrarse con Mussolini.
A la mañana siguiente, Hitler encargó a Ribbentrop organizar un encuentro con Mussolini. Todavía antes del mediodía, Hitler voló de Rastenburg a Salzburgo, en compañía de Keitel, Warlimont, Bormann, Hewel, así como de sus ayudantes y guardaespaldas personales.[285] Warlimont sustituía a Jodl, que continuaba enfermo.
El Führer se desplazó de Salzburgo al Obersalzberg en una columna de coches y con todo su séquito. Tenía la intención de verse con Eva Braun. Una vez allí, se encontró con los padres de ella, los cuales no solían dejarse ver en el Berghof cuando Hitler estaba presente. El dictador cenó en su compañía. El padre de Eva vestía el uniforme de capitán del servicio administrativo.
Al día siguiente, hacia las siete de la mañana, Hitler y su estado mayor se dirigieron otra vez al aeródromo de Salzburgo. Desde allí despegaron una hora más tarde y, escoltados por una escuadrilla de aviones de caza, se dirigieron hacia Italia. La aeronave de Hitler aterrizó en el aeródromo militar de Belluno, al norte de Venecia. Allí fueron recibidos por Mussolini, Cavalero —el jefe del estado mayor general italiano— y Kesselring. Desde el aeropuerto tuvieron que recorrer un largo trayecto en tren y luego en coche para llegar al lugar donde estaba previsto celebrar la reunión.[286] Se trataba de una mansión en una aldea aislada y perdida en las montañas. Hitler estaba fuera de sí a causa del largo viaje y porque su deseo había sido estar ese mismo día de vuelta en Alemania.
El automóvil en el que viajaba Warlimont se quedó rezagado, perdió el contacto con la columna y el conductor se extravió. Los oficiales italianos que acompañaban a Warlimont aseguraban desconocer el itinerario. El coche se detuvo en un cruce de caminos. Warlimont, Waizenegger —su mano derecha, y oficial de estado mayor general— y Günsche bajaron del vehículo con la intención de averiguar la dirección que había tomado la columna de coches de Hitler y Mussolini. Para ello se ayudaban de las huellas que los neumáticos habían dejado en el polvo de la carretera.
Warlimont ocultaba a duras penas su enfado. Dijo que era una desconsideración de los italianos tratarlo a él como si fuese un don nadie. Él tenía que estar inexcusablemente presente al comienzo de la reunión, ya que los documentos necesarios los llevaba en su maletín. Además, Keitel no estaba en condiciones de negociar con los italianos.
En el cruce, los oficiales italianos seguían gesticulando de un lado a otro, mientras Warlimont se mostraba cada vez más furioso. Consideraba todo el asunto una maniobra alevosa de los militares italianos con el fin de obstaculizar las negociaciones.
—No quieren ir a combatir y tampoco quieren que Kesselring sea su comandante en jefe —dijo.
Finalmente, apareció un coche que Keitel había enviado en búsqueda de Warlimont, que se presentó en la reunión con más de una hora de retraso.
A la guardia personal de Hitler le pareció sospechoso ese desplazamiento interminable desde el aeropuerto hasta las montañas y esa ausencia tan prolongada de Warlimont. En las visitas anteriores de Hitler a Mussolini sólo se habían alineado centinelas italianos. En esta ocasión, la escolta de Hitler distribuyó guardias propios, armados con ametralladoras, alrededor de la mansión y de las salas de conferencias. La atmósfera de las conversaciones era todo menos cordial, muy diferente de la que había reinado en el pasado. Esto lo evidenciaba el hecho de que, durante el bufete que se había dispuesto en el jardín de la residencia, los alemanes y los italianos se mantuvieron en grupos separados de forma ostensible.
La reunión duró más de tres horas. A su término, Hitler y Mussolini se retiraron para almorzar a solas. Ambos se dirigieron a continuación, con sus respectivas comitivas, hacia el aeródromo de Belluno, desde donde Hitler partió de vuelta a Alemania. En cuanto hubo tomado asiento en la nave, explicó a Bormann que durante el día había experimentado una sensación muy desagradable.
—Mussolini es un amigo leal —comentó—. De todos los italianos, él es el único romano de verdad. A la hora de despedirnos me ha dicho: «Führer, si algún día yo falto, el fascismo en Italia se vendrá abajo como un castillo de naipes».
Hitler pasó la noche en el palacete del Obersalzberg. A la mañana siguiente se trasladó en avión a su cuartel general de Rastenburg.
En los días posteriores, se mostró cada vez más preocupado por la lealtad de la familia real italiana. El Servicio de Seguridad informó desde Roma de que la monarquía italiana estaba negociando en secreto con Inglaterra. A comienzos de julio, Hitler convocó en su cuartel general al príncipe Felipe de Hesse, casado con la princesa Mafalda, una hija del rey Víctor Manuel. El príncipe de Hesse era por entonces teniente general de las SA, llevaba la insignia de oro del Partido nacionalsocialista y ostentaba el cargo de gobernador del estado de Hesse. El mismo tenía su residencia en la ciudad de Kassel.
Hitler explicó que pretendía sonsacarle al príncipe lo que tramaban sus reales parientes de Roma. Suponía que Felipe debía de estar enterado de los planes de la corte real italiana, ya que acudía frecuentemente a Roma. Según la opinión del Führer, la familia real italiana, y sobre todo el príncipe heredero, Humberto, era capaz de cualquier acto infamante contra Alemania.
—Humberto —comentó Hitler— es un enemigo personal del Duce, pues éste pretende imponer en Italia un régimen autocrático.
A su llegada al cuartel general, el príncipe de Hesse fue alojado en el búnker de los huéspedes. Hitler almorzaba todos los días con él al mediodía y le invitaba a sus tardes del té. Juntos contemplaron álbumes y fotografías de las excavaciones arqueológicas realizadas en Roma. En sus conversaciones con el príncipe, Hitler intentaba averiguar las intenciones que tenía la casa real italiana. Asimismo, había ordenado vigilar la correspondencia de su invitado.
El 10 de julio de 1943, las tropas angloamericanas desembarcaron en la isla de Sicilia. El 25 de julio se presentaron en el búnker de Hitler Keitel y Jodl, junto al teniente general de las SS Karl Wolff, el enlace de Himmler en el cuartel general. Todos estaban muy alterados y exigían ser anunciados al Führer de inmediato. Se les hizo pasar al salón. Unos minutos más tarde se presentó Hitler, acompañado de Günsche. Hitler miraba de una manera perturbada. Desde el fracaso de la ofensiva de Kursk, vivía con el miedo permanente de recibir malas noticias.
Keitel se acercó a Hitler y balbuceó:
—Mein Führer, el Duce…
—¿Qué pasa con el Duce? —le interrumpió Hitler.
—… el Duce ha sido derrocado.
Keitel hizo entrega a Hitler de una carta procedente del alto mando italiano. Éste se la arrancó de la mano, se puso las gafas y la leyó en voz baja: «El Gobierno de Mussolini ha dimitido. Su majestad el rey ha encargado al mariscal Badoglio la formación de un nuevo gabinete. Italia, que cumple lealmente su deber de aliado, continuará la lucha al lado de Alemania y hasta la victoria final».
Hitler se había puesto pálido. Intentaba tomar aire.
—¿Dónde está el Duce en estos momentos? ¿Qué se sabe de él? —preguntó finalmente.
—Nada —respondieron todos al mismo tiempo.
Hitler arrugó el papel y gritó, lleno de rabia:
—¡Lo van a matar! ¡Esos italianos! ¡Esa pandilla de traidores! ¡Roatta, ese canalla, ha sido nombrado jefe del estado mayor general![287]
Hacía mucho tiempo que el Führer profesaba un odio intenso contra el general Roatta, que había dirigido las tropas italianas en los Balcanes con la misión de combatir a los partisanos griegos, albaneses y yugoslavos. A Hitler le constaba que Roatta, llevado por la codicia, había vendido armas a los guerrilleros, lo que le había permitido amasar una fortuna.
—¡Todos éstos andan compinchados con los ingleses! —continuó gritando Hitler—. ¡Esa maldita casa real! ¡Y ese príncipe Felipe, el yerno del rey, está aquí sentado conmigo haciendo ver que es un tonto que no sabe nada! ¡Y estaba enterado de todo! ¡Me las pagará!
(El príncipe Felipe de Hesse fue entregado a la Gestapo de Königsberg para responder de sus actos. Su esposa Mafalda, la princesa italiana, acabó en un campo de concentración.)
Hitler golpeó la mesa con sus puños, incapaz de aplacarse.
—¡Se van a enterar! ¡Desarmaremos al Ejército italiano! Jodl, ¿qué unidades pueden encargarse de esa tarea?
Jodl respondió en voz baja:
—Mein Führer, podemos emplear los regimientos de reserva de los regimientos de montaña del Tirol y de Estiria. Ambos están destacados cerca de la frontera italiana. Aunque se trate de reclutas recién formados, nos bastan y sobran para hacer frente a los cobardes italianos.
Después de una breve pausa, Hitler respondió que las unidades que proponía Jodl no estaban en condiciones de desarmar a los italianos.
—De esto tiene que ocuparse mi Leibstandarte —afirmó—. Hay que reorganizarlo de todos modos.
Sin esperar, Hitler dio la orden de transferir el Leibstandarte Adolf Hitler desde el frente oriental hacia el área de Innsbruck, junto a la frontera que separaba Alemania de Italia. A continuación, Jodl informó a Hitler sobre los combates que se estaban librando con los angloamericanos en Sicilia. Con un movimiento brusco, Hitler se quitó las gafas, las revolvió una y otra vez entre las manos cruzadas a su espalda, hasta que finalmente se quebró uno de los cristales. Esto le solía pasar cuando estaba irritado y nervioso. Hitler lanzó los cristales y la montura sobre la mesa y espetó con un tono despectivo:
—¡Vaya par de cobardes, ese Churchill y ese Eisenhower! Si yo estuviera en su lugar, desembarcaría en Génova, incluso en Hamburgo, pero no en Sicilia, donde su amenaza es menor. El beodo de Churchill se alegra de que nos desangremos en Rusia, y se dedica a esperar…
Hitler sabía, por los informes del estado mayor general, que los ingleses estaban postergando deliberadamente la apertura de un segundo frente. Estas informaciones se basaban en su mayor parte en noticias que el estado mayor general alemán recababa de manera regular de fuentes inglesas oficiales y gracias a los diplomáticos españoles en Londres. El embajador español en Londres, el duque de Alba, y su agregado militar, el coronel Alfonso Barra, las transmitían al estado mayor general español en Madrid, que a su vez las remitía al agregado militar alemán. Los documentos contenían datos sobre la evaluación de la situación militar por parte del alto mando inglés y la distribución de las tropas inglesas. El estado mayor general alemán dedujo de ellos que Inglaterra continuaba manteniendo una actitud fundamentalmente defensiva. Pero Londres proporcionaba esta información de manera deliberada, para que Alemania continuase concentrando todas sus fuerzas en el frente oriental. En el estado mayor general alemán estos expedientes procedentes de los canales españoles llevaban el nombre cifrado de «informes Alba».
Himmler entró en la sala de reuniones. Hitler estaba tan alterado que no percibió su presencia. Al llamarle la atención Günsche, se dio rápidamente la vuelta, saludó a Himmler de manera breve y le preguntó:
—Himmler, ¿cómo ha podido pasar esto? No es posible que el Duce haya renunciado voluntariamente, es ridículo. Se habrá visto forzado a ello.
Himmler les dijo que hasta el momento sólo disponía de informaciones incompletas sobre los acontecimientos de Italia. Pero que de éstas podía deducirse que la mayoría de los líderes fascistas italianos estaban contra el Duce, incluso Ciano, su yerno. Éstos daban su apoyo a la decisión de la casa real de retirar a Italia de la guerra.
Hitler se sentó en el borde de la mesa y confesó a Keitel, Himmler, Wolff y Günsche, que lo rodeaban, que desde siempre había considerado a Ciano un charlatán. Hitler sabía que Ciano se había apropiado de las acciones de grandes minas durante la conquista de Albania. Como ministro de Exteriores, había dirigido un trust que mantenía burdeles por toda Italia. También calificó de fulana a la esposa de Ciano, Edda, la hija de Mussolini. Con ocasión de sus visitas a Alemania, siempre se había tenido que «destacar» para «entretenerla» a oficiales de las SS particularmente corpulentos. Hitler suspiró:
—Himmler, el Duce me da lástima. Si aún está con vida, descubra dónde se le retiene. ¡Tenemos que salvarle!
A los pocos días se presentó en el cuartel general del Führer el agregado militar italiano en Berlín, el general Marras, que había sido nombrado, tras la caída de Mussolini, representante diplomático del Gobierno Badoglio en Alemania. Se presentaba ante Hitler para hacer entrega de sus credenciales. Keitel y Dörnberg, el jefe de protocolo del Ministerio de Asuntos Exteriores, llevaron a Marras y a sus colaboradores de la embajada italiana al búnker de Hitler. Tuvieron que esperar en el corredor, delante del salón de reuniones donde Hitler se hallaba en aquel momento. Los ordenanzas recibieron sus abrigos. Linge comunicó a Hitler que Marras había llegado. El Führer se levantó de la mesa y puso la cara lóbrega que requería la situación. Linge abrió la puerta e invitó a entrar a Marras, que vaciló y quiso ceder el paso a Keitel. Pero éste le respondió que estaba en su casa y dejó que Marras entrara primero. En cuanto vio a Hitler, y presa del miedo, se volvió hacia sus acompañantes. Con las credenciales en la mano, entrechocó los talones ante Hitler, que le gritó, antes de que Marras pudiera decir una sola palabra:
—¡General! ¡No me costaría nada hacerle detener en el acto! ¡Su comportamiento raya en la traición!
Marras empalideció. La mano que sostenía las credenciales le temblaba. Linge abandonó el salón. Veinte minutos más tarde, Hitler pulsó el timbre para llamarlo y cuando Linge volvió a entrar, el rostro del Führer continuaba rojo de ira. Sobre la mesa se hallaban las credenciales, arrojadas con dejadez. Con un gesto de la mano, Hitler indicó a Marras que se marchara. Éste realizó una media vuelta militar y abandonó el salón a toda prisa. En el corredor cogió bruscamente el abrigo que le tendía el ordenanza y salió del búnker. Keitel, Dörnberg y los acompañantes de Marras apenas eran capaces de seguirle. Se introdujo en el coche y abandonó el cuartel general.
Hitler buscó entre los fascistas italianos a algún candidato que pudiera reemplazar al derrocado Mussolini. Con este fin, recibió en el cuartel general a representantes del fascismo italiano que se habían refugiado en Alemania tras la caída de Mussolini. Bormann era el encargado de presentar a Hitler los posibles sucesores de Mussolini. Hitler quería entrevistarse con ellos personalmente. Pero ninguno de los candidatos dio la impresión de tener una actitud combativa. Todos echaban de menos los placeres de la vida de los que habían gozado en Italia. Pavolini, el antiguo secretario del Partido Fascista italiano, se quejaba sobre todo de la pérdida de su fortuna personal. No dedicó ni una palabra al destino de Italia:
—Todos éstos son corruptos hasta la médula. No podemos confiar en que vayan a continuar la guerra.[288]
A principios de agosto de 1943, Himmler se presentó sin previo aviso en la «Guarida del Lobo». Pidió a Günsche que avisara de inmediato a Hitler, que lo recibió sin dilaciones. Con una cara radiante, Himmler declaró:
—¡Mein Führer, el Duce está vivo!
Hitler no podía creerlo. Estaba convencido de que si el Duce seguía con vida, debía de estar en Inglaterra en manos de los servicios secretos británicos. Himmler llevaba consigo un mapa de los Abruzos. Inclinado sobre éste, comenzó a explicar:
—Mein Führer, hemos averiguado con toda seguridad que el Duce está retenido en una casa aislada en estas montañas.[289]
Hitler iba nervioso de un extremo a otro de la habitación, mientras se rascaba la herida que tenía en el cuello. Convocó a Günsche, Keitel y Jodl. Junto a ellos y Himmler, deliberó sobre las posibilidades de sacar al Duce de allí. Decidieron liberar a Mussolini con un comando especial que se lanzaría en paracaídas cerca de la casa donde lo mantenían detenido. Himmler le explicó a Hitler que disponía para ello del hombre ideal, un esgrimidor. Hitler quiso que se lo presentaran.
Al atardecer, Himmler había hecho el viaje de ida y vuelta al cuartel de su estado mayor de Angerburg, a unos cuarenta y cinco minutos en coche de la «Guarida del Lobo». Le acompañaba un oficial de las SS, alto y de anchos hombros, una de cuyas mejillas estaba adornada con una cicatriz. En la manga izquierda de su chaqueta estaban cosidas con galones de plata las letras «SD» [Sicherheitsdienst]. Se trataba de Skorzeny, un austríaco que antes de la anexión de Austria había actuado como agente de los nazis y había cometido diversos asesinatos políticos. Skorzeny causó una buena impresión en Hitler, que ordenó a Jodl que le apoyara en la ejecución del plan para liberar a Mussolini. Jodl se encargó de indicar al comandante en jefe de las tropas de paracaidistas de Italia, el general Student, que pusiera a disposición de Skorzeny los paracaidistas necesarios. En el momento de despedirse, Hitler le pidió a Skorzeny:
—¡Diríjase de inmediato en avión a Italia! Estudie la situación sobre el terreno. Actúe de la manera que usted considere oportuna.[290]
El Ejército italiano, entretanto, había sido desarmado por las tropas alemanas. Esta acción la había llevado a cabo el Leibstandarte Adolf Hitler, que a mediados de 1943 había sido transferido desde sus posiciones cerca de Jarkov hacia la frontera de Alemania con Italia. Ahora no lo dirigía Sepp Dietrich sino Theodor Wisch.
Sepp Dietrich, después de la batalla de Kursk, había sido nombrado comandante del I cuerpo acorazado de las SS, compuesto por el Leibstandarte y por una división blindada bautizada con el nombre de «Juventudes Hitlerianas». Ésta se había organizado recientemente en Bélgica con jóvenes de las SS con edades comprendidas entre los 16 y los 17 años.
A comienzos de agosto el Leibstandarte llegó al Tirol y se trasladó al área de Milán, cruzando el paso del Brennero. Tenía la misión de desarmar a las unidades italianas emplazadas entre Milán, Turín y Como, que por su número equivalían casi a un ejército. Los soldados de las SS tenían la orden de tratar a los italianos como si fueran adversarios y traidores, y de reprimir con mano de hierro cualquier tipo de resistencia. Günsche, que por deseo expreso de Hitler había sido enviado a Italia como jefe de compañía, se presentó en el Leibstandarte antes de iniciarse la operación. En el momento de la despedida, Hitler le había dicho entre risas:
—No me asuste usted a los italianos con su estatura.
La mayor parte de los soldados italianos se habían atrincherado en sus cuarteles. Los oficiales, sin embargo, en su mayoría cambiaron sus uniformes militares por ropa civil. El desarme se desarrolló de la siguiente manera: un oficial de las SS se presentaba ante uno de los cuarteles y exigía a los italianos que depusieran las armas y que se rindieran. La respuesta era una y otra vez la misma:
—Jamás. Resistiremos hasta la última gota de sangre.
Sin embargo, bastaba el estruendo de una granada de mano para que los soldados izaran la bandera blanca y se dejaran desarmar sin ofrecer resistencia alguna. A continuación, los «aliados» marchaban en largas columnas a los campos de trabajo situados en Italia y Alemania. Allí se les trató según había mandado Hitler: si los italianos no tienen voluntad de luchar, entonces tendrán que trabajar para nosotros, hasta caer exhaustos.[291]
Así «luchó» el Leibstandarte en Italia. Los soldados de las SS comentaban con frecuencia la diferencia entre el horror de los combates en Rusia y esta «agradable guerra» en Italia. Cumplida la misión y después de haber enviado el botín requisado a Alemania (una enorme cantidad de material bélico), las unidades del Leibstandarte se instalaron en los numerosos balnearios situados junto a los lagos Mayor, Garda y Como. Allí se repusieron de los duros combates en Rusia y curaron las heridas que recientemente les habían infligido en Kursk.
El Leibstandarte volvió a rearmarse. Recibió sobre todo nuevos vehículos, fabricados por Fiat y Alfa Romeo. Además, se le agregó una nueva sección acorazada dotada de carros de combate Panther.[292] Con ello la unidad disponía ahora de casi trescientos blindados del tipo Tiger, Panther y Panzer IV.[293]
A finales de octubre de 1943, la buena vida del Leibstandarte en Italia tocó a su fin. Junto a otras unidades alemanas, se trasladó a toda prisa al sector meridional del frente oriental, donde la situación era preocupante. Con los ánimos abatidos, los soldados de las SS se dirigieron de nuevo a Rusia, a la guerra de verdad, con todos sus horrores.
En la segunda mitad de agosto de 1943, Wolff, el antiguo enlace de Himmler en el cuartel general, que había sido nombrado jefe superior de la Policía y las SS de Italia después de la caída de Mussolini, informó de que la operación de Skorzeny había sido un éxito.[294] Mussolini había sido liberado por paracaidistas del general Student, que se habían lanzado con planeadores cerca de la casa donde estaba retenido el Duce. Skorzeny rescató a Mussolini con un pequeño avión del tipo Fieseler-Storch.[295] Hitler envió de inmediato a su piloto personal, Baur, con el del Führer hacia el lugar de Italia adonde habían llevado a Mussolini. Baur lo trasladó sano y salvo al cuartel general de Hitler, que lo esperaba en el aeródromo de Rastenburg. Tras el aterrizaje, el Führer se acercó al avión. Detrás de la ventanilla delantera podía reconocerse a Mussolini. Vestía civil y el sombrero le cubría buena parte de la frente. El avión se detuvo. El personal del aeródromo acercó apresuradamente una escalerilla, junto a la cual tomó posición Hitler. Mussolini apareció en la puerta de la nave sosteniendo el sombrero en la mano. Estaba pálido y encogido. El Duce descendió por la escalerilla con dificultad. Hitler tomó sus manos entre las suyas y las apretó durante largo rato. El dictador italiano estaba completamente apático. Hitler le puso las manos en los hombros, lo sacudió y le dirigió algunas palabras. Ambos rieron. Keitel, Bormann, Dietrich y otros, que se habían mantenido aparte, se acercaron. Todos felicitaron a Mussolini por su rescate. Entretanto, también habían descendido Skorzeny y el hijo de Mussolini. Todo el grupo se dirigió al cuartel general. Una vez allí, Mussolini y su hijo se instalaron en el lujoso refugio de Göring. Skorzeny obtuvo por el rescate de Mussolini la más alta condecoración alemana, la cruz de caballero. Desde la «Guarida del Lobo», Mussolini se desplazó a Múnich. Allí, junto con su hijo y su esposa, también llegada de Italia, se trasladó a un castillo patrimonio los Wittelsbach, la dinastía real de Baviera.
A comienzos de 1943, Mussolini formó un nuevo Gobierno con el grupo de fascistas que habían huido de Italia y que le seguían siendo leales.[296] En Italia los alemanes se enfrentaban a las tropas angloamericanas que habían desembarcado el 10 de julio en Sicilia. A finales de agosto las unidades alemanas de Sicilia se vieron forzadas a retirarse a la Italia meridional cruzando el estrecho de Mesina.[297]
El 8 de septiembre el rey italiano y el Gobierno de Badoglio se refugiaron con los angloamericanos de Sicilia e hicieron pública la capitulación de Italia. En realidad, esto sólo representaba su propia capitulación, porque casi la totalidad de Italia continuaba ocupada por las tropas alemanas y porque el Ejército italiano había sido desarmado por los alemanes. Los angloamericanos sólo habían ocupado Sicilia y una porción minúscula de la Italia meridional.[298]
A la hora de capitular, Badoglio sólo pudo entregar al alto mando angloamericano el grueso de las fuerzas de la Marina italiana. Sin embargo, el alto mando alemán no le concedió importancia a este hecho, pues ya conocía el notorio «espíritu combativo» de la Marina italiana.[299]
Mussolini volvió con su Gobierno al norte de Italia, donde se estableció junto al lago de Garda, después de la huida del rey italiano Víctor Manuel y de su primer ministro Badoglio. Pero el de Mussolini no era más que un gobierno en la sombra. Los que mandaban en realidad eran las autoridades de la ocupación alemana. El gabinete de Mussolini se limitaba a ocuparse de la administración civil y del reclutamiento de fuerza de trabajo destinada a Alemania.
La peculiar relación que mantenía Hitler con los italianos explicaba estas limitaciones. El Führer había proclamado que de ninguna manera entregaría a los italianos el poder político, porque le habían traicionado. Había creado el Gobierno de Mussolini sólo para demostrar al mundo que el fascismo continuaba vivo en Italia. Por esta misma razón, Hitler autorizó a Mussolini a formar un ejército de cuatro o cinco divisiones, compuesto por soldados del Ejército italiano desarmado por los alemanes y que estaban en los campos de trabajo alemanes. El mariscal Graziani, una persona lealmente entregada a Mussolini, obtuvo el mando de las tropas. Éste no estaba destinado a luchar en el frente y sólo ejercía tareas de índole policial. Debía reprimir sobre todo los levantamientos antifascistas y perseguir a los patriotas italianos que atacaban a las tropas de ocupación alemanas. El Ejército de Graziani tan sólo recibió carabinas y metralletas ligeras para encargarse de estas tareas.
Hitler ya no depositaba esperanza alguna en Mussolini, al que tiempo atrás había calificado como «el único romano de verdad». A Mussolini no le interesaba el destino de Italia, después de lo que le había tocado vivir tras su detención. El teniente general Wolff, el jefe superior de la Policía y de las SS de Italia, cuyos agentes vigilaban a Mussolini, informó de que al Duce le eran completamente indiferentes los acontecimientos militares y políticos del país. El Servicio de Seguridad aseguraba desde Italia que Mussolini llevaba una vida disoluta, rodeado de mujeres con las que celebraba orgías nocturnas.
Hitler comentó a sus ayudantes al respecto:
—Al Duce ya tan sólo le interesa su harén de jóvenes y guapas italianas. Es lo único que llena su vida.
El contraataque de los rusos en Kursk acabó por convertirse en una ofensiva en toda regla. En los informes del frente emitidos por el alto mando alemán se hablaba siempre de un retroceso «planificado» de las tropas alemanas, realizado con la finalidad de «enderezar» el frente. Sobre estas fórmulas se hacían chistes amargos en el estado mayor de Hitler, porque todo el mundo sabía que el retroceso «planificado» le costaba al bando alemán decenas de miles de muertos y heridos.
Pero Hitler repetía de manera imperturbable después de cada una de las sesiones dedicadas al frente oriental:
—Todo acabará con el triunfo de Alemania.
Las tropas alemanas del frente oriental, mientras tanto, retrocedían todos los días un poco más ante la presión de los rusos. Los sueños del trigo, del carbón y de los minerales de Ucrania, del petróleo del Cáucaso eran cosa del pasado.
En el cuartel general se presentaron empresarios que mantuvieron largas entrevistas con Hitler. Los colaboradores del Führer comentaban que los amos de Alemania estaban preocupados. El primero en aparecer fue el doctor Röchling, el jefe de la Confederación del Hierro del Reich. Vino a continuación el rey de los cañones, Krupp, que llegó en su tren particular.[300] También Göring se presentó en aquellos días en el cuartel general. No obstante, ajeno a cualquier preocupación, dedicaba su tiempo a la caza en su hacienda de Rominten.
A Göring le preocupaban poco los sufrimientos y las horribles pérdidas de las tropas alemanas en el frente oriental. Trajo consigo piezas de caza y cerveza fabricada expresamente para él. Durante el almuerzo con Hitler, Göring le leyó una carta que había recibido de Schacht, quien escribía que en los círculos empresariales se consideraba la situación del frente oriental como una grave amenaza para el destino de Alemania. La opinión general era que en una situación de esta índole debería trabajarse por un tratado de paz con las potencias occidentales. Schacht daba a entender que gracias a sus contactos privados había llegado a enterarse de que unas negociaciones en este sentido podrían muy bien tener el éxito deseado.
La misiva de Schacht enfureció a Hitler. Sin ningún freno, comenzó a lanzar improperios rabiosos contra Schacht. Exclamó que quería engatusarlo y hacer política a sus espaldas. Consideraría un crimen de alta traición cualquier entrevista mantenida con los angloamericanos sin su conocimiento. Hitler amenazó con encerrar a Schacht en un campo de concentración.[301]
Göring conservó la calma mientras Hitler deliraba. Intentó distraerlo y logró cambiar de tema, explicándole al dictador que el anciano Schacht se había divorciado de su esposa y que había contraído matrimonio con una joven secretaria.
Cuando las tropas alemanas tuvieron que retirarse más allá del Dniéper, Hitler llamó a su cuartel general a los generales en jefe de los grupos de ejércitos y de los ejércitos del frente oriental. La reunión se celebró en el comedor de oficiales, emplazado a 500 metros del refugio de Hitler, que se dirigió en automóvil al lugar del encuentro, acompañado de Bormann, Schaub, Schmundt y Linge. Cuando hizo su entrada, los mariscales de campo y los generales reunidos lo recibieron con el saludo fascista. Hitler pronunció un discurso en el que exigía mantener el frente costara lo que costase.[302]
En su arenga indicó que las condiciones para la continuación de la guerra en el este eran favorables, ya que la apertura de un segundo frente en Francia se retrasaba a todas luces. Hitler leyó a los presentes dos informaciones de la Oficina Alemana de Noticias, en las que se indicaba la existencia de diferencias entre los angloamericanos y los rusos.
Al final de su discurso, Hitler declaró en un tono lleno de patetismo:
—¡Señores míos! ¡Cuando llegue la hora en que Alemania esté amenazada, espero verles a ustedes, mis generales, de pie junto a mí en la trinchera! ¡Y a ustedes, mis mariscales de campo, a mi lado, con la espada desenvainada!
Mientras pronunciaba estas palabras, el mariscal de campo Von Manstein, al mando por entonces del grupo de ejércitos del sur, dio un paso al frente y exclamó:
—¡Führer, ordena, nosotros te seguimos!
Hitler enmudeció y dirigió a Manstein una mirada de extrañeza. No acababa de creerse que fuera sincero. Manstein, un típico general de la escuela del emperador Guillermo II, era conocido como un monárquico de pura cepa, que sólo se había amoldado al régimen nazi. Pero, en ese momento Keitel exclamó:
—A nuestro admirado Führer un triple Heil!, Heil!, Heil!
Los mariscales de campo y los generales se levantaron de golpe y alargaron el brazo derecho. Keitel vociferó tres veces:
—Sieg Heil! Sieg Heil! Sieg Heil!
Todos los asistentes le corearon. Seguidamente entonó el himno nacional: Deutschland, Deutschland, über alles, y también la canción de Horst Wessel. Los presentes cantaron con él. El coro, que había sonado compacto con el himno nacional, se descompuso de manera manifiesta cuando se pasó a entonar la canción de Horst Wessel, porque los mariscales de campo y los generales a duras penas se sabían el texto y la melodía del himno nacionalsocialista. Cuando Hitler abandonó la sala, aún seguían cantando.
Un silencio gélido reinaba en el coche de Hitler durante el regreso al búnker.
—Indignante —masculló Bormann entre dientes.
Una vez llegados al búnker, Hitler se dirigió de inmediato a la sala de juntas. Schmundt, Schaub y Linge desaparecieron en la habitación de los ayudantes. Schaub puso una cara triste y se mostró cabizbajo, lo que indicaba que se preparaba una tormenta. Entonces entró Bormann en la habitación y se dirigió a Schmundt:
—¡Manstein ha de presentarse enseguida ante el Führer!
Schmundt fue a buscar a Manstein y lo llevó ante Hitler. De inmediato se oyó a éste vociferar en el interior de la estancia. Hitler le exigió a Manstein a gritos que no se atreviera a interrumpirle otra vez. Eso lo consideraba una falta de disciplina. Hitler abroncó a Manstein durante diez minutos. Seguidamente, éste abandonó la habitación como un colegial que hubiera cometido una infracción y recibido su castigo.
En los primeros días de diciembre, Günsche, que se hallaba en el frente oriental, fue convocado en el cuartel general de Hitler. Había llegado al frente cuando el Leibstandarte Adolf Hitler fue trasladado otra vez desde Italia a Rusia. Hitler invitó a comer a Günsche inmediatamente después de su llegada. Sentados frente a frente, el Führer le dijo:
—Günsche, he tomado la decisión de sacarlo de Rusia. Se me ha informado de que los rusos inyectan algo especial a sus prisioneros, con el fin de volverlos dóciles. No quiero correr riesgos con su persona. Usted ha estado mucho tiempo en mi estado mayor y sabe demasiadas cosas.
Hitler añadió que había dado instrucciones para llamar del frente oriental a todos aquéllos que habían estado en su estado mayor personal o que habían prestado servicio en su guardia personal.
Günsche tuvo la impresión de que, después de su breve ausencia, el dictador caminaba aún más encorvado y que el temblor de su mano izquierda se había incrementado. Hitler lo explicaba diciendo que siempre tenía frío. Los temblores habían comenzado después de la derrota de Stalingrado, aunque por aquel entonces apenas había sido perceptible. Hitler encaneció de manera paulatina. Sus movimientos parecían entrecortados y nerviosos. Durante la comida, bebió todo un vaso de slivovitz (aguardiente de ciruela), algo completamente inusual en él. En otros tiempos bebía en ocasiones un poco de licor digestivo. Al beberlo, hacía muecas y se sacudía, incluso se tapaba la nariz, porque no le gustaba el aroma del alcohol. Ahora, sin embargo, en todas sus comidas ingería una notable cantidad de licor o coñac.
Terminado el almuerzo, Hitler pidió a Günsche que le relatara sus vivencias en el frente. El oficial sabía que Hitler quería oír buenas noticias, por ello comenzó a comentar con palabras cautelosas que el espíritu bélico de los soldados alemanes en Rusia había decaído. No mencionó la tremenda dimensión de la contraofensiva rusa y se limitó a constatar la firmeza de los rusos durante el contraataque alemán. Pero incluso esto era demasiado para Hitler. Con enfado lo negó y aseguró:
—Se trata de casos aislados. Las informaciones que yo tengo dicen algo muy diferente.
Luego añadió, alterado, que pronto volvería a pasar al ataque, que avanzaría hasta el río Dniéper y que conquistaría Kiev. A continuación estrechó la mano de Günsche y dijo que tenía que dar de comer a Blondi. Tomó el cuenco con la comida que le había traído su ordenanza y abandonó pausadamente el comedor.
A mediados de febrero de 1944, Zeitzler informó a Hitler sobre la situación en el frente oriental. Hacía ya tiempo que había dejado de ser el hombre enérgico de antaño, aunque todavía hablaba con vivacidad. En esta ocasión daba la impresión de que quería acabar con su informe lo antes posible. El alto oficial comenzó presentando la situación del grupo de ejércitos del sur, como había sido habitual en los últimos tiempos. Aseguró que la situación de las tropas alemanas se había agravado de tal manera en el curso inferior del río Dniéper, que éstas se habían visto obligadas a evacuar la zona industrial de Nikopol. En vista de la situación, el alto mando del grupo de ejércitos, proseguía el general, pretendía retirar las tropas unos kilómetros hacia el oeste para enderezar el frente. Cuando escuchó estas palabras, Hitler se levantó de un salto y se lanzó sobre la mesa, agarró con su mano izquierda el mapa y exclamó:
—¡Si los generales comprendieran de una vez por qué me aferró a estos territorios! ¡Necesitamos a cualquier precio el manganeso de Nikopol! Insisten en no querer entenderlo. Y apenas echan a faltar unos cuantos carros de combate ya comienzan a enviar mensajes radiofónicos: «Sin tanques no podemos resistir. ¡Solicitamos autorización para retroceder!».[303]
Hitler había indicado en numerosas ocasiones que el manganeso de Nikopol era muy importante para la fabricación del acero fino. Había que defender por todos los medios la posesión de las materias primas. Nikopol tenía que convertirse en una plaza fuerte inexpugnable para los rusos.
El Führer se sentó pesadamente. Miró a Zeitzler con los ojos abiertos de par en par, como si esperara de él algún tipo de apoyo. Pero Zeitzler guardó silencio. Sabía que, de momento, eso era lo más adecuado.
El militar continuó sus explicaciones cuando la ira de Hitler se hubo calmado. Informó acerca de la difícil situación del 8.º ejército en el cerco de Korsun-Sevcenkivsky.[304] La operación iniciada días atrás con el objetivo de rescatar a aquellas tropas avanzaba con muchas dificultades debido a la encarnizada oposición que presentaban los rusos.
El general dedicó pocas palabras al sector medio del frente, que seguía la línea Babrujsk-Maguilov-Orsha-Vitebsk. Aquí se producían por entonces sólo combates de alcance local.
Luego informó de que en el sector norte del frente los ejércitos alemanes habían sido empujados hacia tierras estonias como consecuencia de la ofensiva rusa comenzada a mediados de enero en Leningrado y Voljov.
Cuando el general hubo terminado, Hitler mandó desplegar otra vez el mapa del sector meridional del frente. En un estado de gran excitación lo observó con detenimiento. Esforzándose ahora por mantener un tono tranquilo explicó que la guerra contra Rusia había entrado en una fase en la que iba a decidirse su resultado final: victoria o derrota. Todo ejército podía ser derrotado y obligado a retroceder, pero de manera inevitable llegaba el momento en el que todos estos golpes desembocaban en una catástrofe. En esta fase se hallaba ahora mismo el frente oriental alemán. Por ello era absolutamente indispensable mostrar una voluntad férrea. Un nuevo retroceso significaría la derrota definitiva de Alemania. A partir de ahora, Hitler castigaría rigurosamente o fusilaría a todo aquel oficial o general que le propusiera una nueva retirada. Lo que importaba en este momento no era la experiencia operativa, sino la firmeza y perseverancia de los comandantes. Por ello había decidido designar para los máximos puestos de mando a jóvenes oficiales y generales que poseían estas cualidades. A estos militares los quería ascender de inmediato en dos y tres grados. Las últimas palabras las pronunció Hitler con una voz completamente ronca. Había agotado sus fuerzas por completo. Se puso de pie y abandonó la habitación por una puerta lateral para retirarse a sus estancias privadas.
—Que venga Morell —le espetó a Linge, que había corrido tras el dictador.
Unos minutos más tarde se presentó el médico y Linge, como era habitual, le ayudó a preparar las inyecciones. Hitler se quitó la chaqueta y presentó el brazo para la inyección que Morell le dio de inmediato.