Poco después de las tres de la madrugada, la luz regresó a Ystad.
Wallander se hallaba todavía en la estación de transformadores junto con los técnicos cuando Hanson llamó desde la comisaría para comunicarles la noticia. Y de hecho, en la distancia, el inspector pudo observar la iluminación exterior de un establo que se alzaba en medio de los campos.
La forense había terminado su trabajo, el cuerpo había sido trasladado y Nyberg pudo continuar con su inspección técnica. Había recurrido a los conocimientos de Olle Andersson, que en el interior de la caseta le explicó los entresijos de la intrincada red de conexión de los transformadores. Entretanto, continuaban los trabajos de detección de posibles huellas en los alrededores de la zona vallada y ya acordonada. Pero la lluvia, que no cesaba, hacía que la tarea resultase más que ardua. En efecto, Martinson había resbalado antes de caer de lleno en el barro y recibir un fuerte golpe en el codo. Wallander tenía tanto frío que no cesaba de tiritar y de añorar sus botas de goma.
Minutos después de que el suministro se hubiese restablecido en Ystad, Wallander se llevó a Martinson a uno de los coches policiales donde, los dos juntos, revisaron la información de que disponían hasta el momento. Sonja Hökberg había huido de la comisaría unas trece horas antes de morir en la estación de transformadores, a la que bien podía haber llegado a pie, pues había contado con el tiempo suficiente. Sin embargo, ni Wallander ni Martinson consideraban verosímil aquella posibilidad, pues no en vano eran ocho los kilómetros que separaban la estación de la comisaría.
—Tiene que haberla visto alguien —sostuvo Martinson—. Y nuestros coches estuvieron recorriendo toda la zona en su busca.
—Bien pero, para más seguridad, deberíamos comprobar que, en efecto, ningún coche cubrió este tramo sin advertir su presencia —observó Wallander.
—¿Qué otra posibilidad hay?
—Que alguien la hubiese traído hasta aquí en coche. Alguien que la dejó en este lugar y luego se marchó en su vehículo.
Ambos sabían lo que aquello implicaba. El averiguar cómo había muerto Sonja Hökberg era decisivo: ¿se había suicidado o la habían asesinado?
—¿Y lo de las llaves? —apuntó Wallander—. La verja estaba forzada, pero no la puerta interior. ¿Por qué?
Tanto uno como otro rebuscaban taciturnos en sus mentes una posible explicación.
—Hemos de procurarnos una lista de todas las personas que tienen acceso a las llaves —ordenó Wallander—. Quiero un informe sobre cada una de las llaves, quiénes las tienen y dónde se encontraban ayer noche.
—A mí me cuesta ver algo de lógica en todo esto —admitió Martinson—. Sonja Hökberg comete un asesinato y después ella misma resulta asesinada. La verdad es que, pese a todo, para mí es mucho más plausible el suicidio.
Wallander no hizo ningún comentario. Un mar de ideas se agitaba en su mente, pero no lograba engarzar unas con otras. Revisaba mentalmente, una y otra vez, la conversación mantenida con Sonja Hökberg, una conversación que había sido la primera y la última.
—Tú fuiste el primero en hablar con ella —comentó Wallander—. ¿Cuál fue tu impresión?
—La misma que la tuya, que no se arrepentía de nada: tan fácil le resultaba matar a un insecto como a un viejo taxista.
—Pues eso no concuerda con la hipótesis del suicidio. ¿Por qué habría de quitarse la vida si no estaba arrepentida?
Martinson paró los limpiaparabrisas. A través de la luna delantera, divisó a Olle Andersson sentado inmóvil en su coche y, unos metros más allá, distinguió a Nyberg, entregado a la tarea de desplazar uno de los potentes focos. Sus movimientos eran bruscos, de lo que Wallander dedujo que el técnico se sentía tan enfadado como impaciente.
—De modo que tú te inclinas por pensar que se trata de un asesinato, pero, en realidad, ¿qué apoya esa hipótesis?
—Nada —atajó Wallander—. Tiene el mismo fundamento que la del suicidio, de modo que, por el momento, habremos de tener en cuenta ambas posibilidades. Lo que sí podemos descartar es que se haya producido un accidente.
El tema de conversación se agotó y, al cabo de un rato, Wallander le pidió a Martinson que se encargase de reunir al grupo de investigación a las ocho de la mañana. Dicho esto, salió del coche. La lluvia había cesado. Tomó conciencia de su cansancio, del frío que sentía y de lo mucho que le dolía la garganta. Se dirigió hacia Nyberg, que estaba a punto de concluir su trabajo en la estación de transformadores.
—¿Has encontrado algo?
—No.
—¿Qué opina Andersson?
—¿Sobre qué, sobre mi modo de trabajar?
Wallander contó mentalmente hasta diez antes de proseguir. Nyberg estaba de muy mal humor y, si lo provocaba, resultaría imposible seguir hablando con él.
—Él no es capaz de decir qué ha sucedido —explicó Nyberg tras un instante—. Sabe que fue el cuerpo lo que provocó el corte del suministro, pero no puede determinar si fue un cadáver o una persona viva lo que arrojaron entre los cables. Eso es algo que sólo los forenses podrán establecer. Si es que alguien puede.
Wallander asintió. Miró el reloj de pulsera. Eran las tres y media y su presencia allí no era ya de ninguna utilidad.
—Bien. Yo me marcho ya, pero nos reuniremos a las ocho.
Nyberg barbotó una respuesta inaudible, que Wallander interpretó como su confirmación de que acudiría a la hora prevista, antes de regresar al coche en que Martinson seguía ocupado con sus notas.
—Nos vamos —anunció—. Tendrás que llevarme a casa.
—¿Qué le pasa a tu coche?
—El motor está en las últimas.
Regresaron a Ystad sin decirse nada durante el trayecto. Una vez en el apartamento, Wallander se preparó un baño. Mientras llenaba la bañera, se tomó los últimos analgésicos que le quedaban, por lo que lo añadió a la lista que seguía sobre la mesa de la cocina y que no cesaba de crecer. Resignado, se preguntó de dónde sacaría el tiempo para ir a la farmacia.
Su cuerpo, sumergido en el agua caliente del baño, recuperó la temperatura normal. Con la mente en blanco, se adormeció durante unos instantes. Pero las imágenes de Sonja Hökberg y de Eva Persson acudieron enseguida a su conciencia. Con morosidad premeditada, recorrió mentalmente los acontecimientos. Procuraba avanzar con cautela con el fin de no pasar por alto ningún detalle. Aquello no tenía ni pies ni cabeza. ¿Por qué habían asesinado a Johan Lundberg? ¿Cuál había sido el móvil auténtico de Sonja Hökberg? ¿Qué había movido a Eva Persson a participar en el crimen? Estaba convencido de que no se trataba de una urgencia inopinada y repentina por obtener algo de dinero. En todo caso, el dinero había de invertirse en algo muy concreto. A menos que el trasfondo de la historia fuese otro muy distinto.
En el bolso de Sonja Hökberg, que habían hallado junto a la unidad de transformadores, no había más que treinta coronas, pues la policía se había incautado del dinero del robo.
«La joven huyó», recapituló para sí. «De repente, se le presentó una oportunidad de escapar. Eran las diez de la mañana. Es imposible que lo hubiese planeado. De modo que abandonó la comisaría y estuvo desaparecida durante trece horas, al cabo de las cuales hallamos su cadáver a ocho kilómetros de Ystad».
Se preguntaba cómo pudo llegar hasta allí. «Claro que pudo haber hecho autostop, pero también cabe la posibilidad de que se hubiese puesto en contacto con alguien para que la recogiese. ¿Y qué sucedió después? ¿Le pidió a esa persona que la llevase a un lugar en el que había decidido suicidarse, o resulta asesinada? ¿Quién puede tener las llaves de la puerta interior de acceso a la caseta, pero no de la verja exterior?».
Wallander salió de la bañera. «Hay dos porqués», resolvió. «Dos cuestiones que, en estos momentos, resultan decisivas y que apuntan en dos direcciones distintas. Si realmente había decidido quitarse la vida, ¿por qué eligió para ello una unidad de transformadores? ¿Y de dónde sacó las llaves? Si, por el contrario, fue asesinada, ¿por qué la mataron?».
Sumido en aquella reflexión, el inspector se acurrucó en la cama. Eran las cuatro y media de la mañana. Las ideas se precipitaban en su cabeza, pero estaba demasiado cansado para pensar con un mínimo de eficacia. Tenía que dormir, pero antes de apagar la luz puso la alarma del despertador, que colocó en el suelo, tan lejos como pudo, de modo que se viese obligado a levantarse para pararlo.
Cuando despertó, lo hizo con la sensación de no haber dormido más que unos minutos. Probó a tragar y comprobó que la garganta seguía molestándole, aunque menos que el día anterior. Se tocó la frente, pero no tenía fiebre. La nariz, sin embargo, seguía taponada. Se dirigió al cuarto de baño para sonarse, aunque evitó mirarse al espejo. Le dolía todo el cuerpo de puro cansancio. Mientras se calentaba el agua para el café, se puso a mirar por la ventana. El viento seguía soplando, pero los nubarrones habían desaparecido y estaban a cinco grados. De modo fugaz, se preguntó cuándo tendría un momento para arreglar lo del coche.
Poco después de las ocho, se hallaban reunidos en una de las salas de la comisaría. Wallander observó los rostros estragados de Martinson y de Hanson sin dejar de preguntarse cuál sería el aspecto que él mismo presentaba. Por el contrario, Lisa Holgersson, que tampoco había podido dormir mucho más, no parecía afectada por la falta de sueño. Ella fue quien abrió la sesión.
—Hemos de tener presente que el corte de suministro sufrido la pasada noche en Escania ha sido uno de los más graves y de mayor envergadura hasta la fecha. Lo que revela el grado de vulnerabilidad. Lo que sucedió era, supuestamente, imposible. Pero sucedió. Las autoridades, las compañías eléctricas y protección civil volverán a revisar las mejoras que conviene introducir en materia de seguridad. Esto no ha sido más que una introducción.
Dicho esto, hizo a Wallander una señal para que continuase y el inspector les ofreció una síntesis de los hechos.
—En otras palabras —dijo para concluir—, ignoramos lo que aconteció realmente y si la muerte se produjo por accidente, suicidio o asesinato; aunque, claro está, por lógica, creo que podemos excluir el accidente. Ya fuese ella sola o en compañía de alguien, la joven forzó la verja exterior. Pero, para la puerta siguiente, sí tenía llaves. Lo cual es, cuando menos, bastante curioso.
Observó los rostros congregados en torno a la mesa, Martinson los informó de que le habían confirmado que hubo varios coches patrulla circulando por aquella carretera en busca de Sonja Hökberg.
—Bien, en ese caso ya sabemos que alguien la condujo hasta allí —dedujo Wallander—. ¿Había alguna huella de neumático?
Aquella pregunta iba dirigida a Nyberg, que se encontraba sentado ante uno de los extremos de la mesa, con los ojos enrojecidos y el cabello desordenado y crespo. Wallander sabía que el técnico deseaba ver el día de su jubilación.
—Aparte de las nuestras y las de Andersson, el operario de la compañía eléctrica, hallamos dos, pero con la jodida lluvia las marcas no estaban muy claras.
—Es decir, que otros dos coches estuvieron por allí.
—Así es, pero Andersson cree que unas podían pertenecer al coche de su colega Moberg, así que lo estamos investigando.
—Bien, en tal caso nos queda un coche con conductor desconocido.
—Exacto.
—Y me figuro que no pudisteis establecer a qué hora llegó ese coche al lugar de los hechos…
Nyberg lo observó perplejo.
—¿Cómo íbamos a averiguar tal cosa?
—Ya sabes que tengo plena confianza en tu capacidad.
—Sí, pero todo tiene un límite.
Ann-Britt Höglund, que había permanecido en silencio hasta el momento, alzó la mano para intervenir.
—¿De qué podría tratarse, si no de asesinato? —preguntó—. En realidad, a mí me cuesta tanto como a vosotros imaginar que Sonja Hökberg se quitase la vida. Incluso si hubiese decidido poner fin a su existencia, no creo que hubiese recurrido jamás al procedimiento de achicharrarse hasta morir.
Al oír sus palabras, el recuerdo de un suceso acontecido años atrás asaltó la memoria de Wallander. En efecto, una muchacha de Centroamérica se había suicidado en un campo de colza prendiendo fuego a su propio cuerpo tras haberlo rociado con gasolina[7]. De hecho, aquél era uno de sus recuerdos más horrendos, pues él mismo había presenciado el suceso y había visto arder a la joven sin poder hacer nada por evitarlo.
—Las mujeres se suicidan con pastillas —prosiguió Ann-Britt—. Rara vez se pegan un tiro y, desde luego, tampoco parece verosímil que se arrojen entre un montón de cables.
—Sí, creo que tienes razón —admitió Wallander—. Pero también opino que hacemos bien en aguardar el resultado de los forenses antes de pronunciarnos. Quienes estuvimos allí anoche fuimos incapaces de determinar qué sucedió realmente.
Nadie tenía más preguntas.
—Lo más importante son las llaves —prosiguió el inspector—. Hemos de controlar que no hayan robado ningún juego. Ése ha de ser nuestro primer objetivo. Por otro lado, tenemos una investigación de asesinato a medias, Sonja Hökberg está muerta, pero no Eva Persson. Aunque sea menor de edad, tenemos que poner punto final a ese trabajo.
Martinson se hizo responsable de averiguar el asunto de las llaves y la reunión se disolvió, Wallander se encaminó a su despacho, no sin antes acudir al comedor para hacerse con una taza de café. Ya ante su escritorio, sonó el teléfono. Era Irene, que llamaba desde la recepción.
—Tienes visita —anunció.
—¡Vaya! ¿De quién?
—Se llama Enander y es médico.
Wallander rebuscó en su memoria sin caer en quién podía ser aquel sujeto.
—¿Qué quiere?
—Hablar contigo.
—¿Sobre qué?
—Se niega a decírmelo.
—Pues remítelo a otro agente.
—Sí, ya lo he intentado, pero insiste en que quiere hablar contigo. Y asegura que es importante.
Wallander suspiró.
—Está bien, ya salgo —prometió antes de colgar el auricular.
El hombre que lo aguardaba en la recepción era de mediana edad. Llevaba el pelo cortado al cepillo y vestía un chándal. Wallander tomó nota de su poderoso apretón de manos cuando el individuo se presentó como David Enander.
—Lo cierto es que estoy muy ocupado —se excusó Wallander—. ¿De qué se trata?
—No nos llevará mucho tiempo, pero es muy importante.
—Ya, bueno. El fallo eléctrico de anoche ha originado un buen lío, así que no podré concederte [8] más de diez minutos. ¿Deseas presentar una denuncia?
—No, sólo quería aclarar un malentendido.
Wallander aguardaba una continuación que no se produjo, de modo que lo invitó a su despacho. Cuando Enander tomó asiento, el brazo de la silla cayó al suelo.
—Déjalo, la silla está rota —dijo el inspector a modo de disculpa.
David Enander fue derecho al grano.
—Bien, se trata de Tynnes Falk, que falleció hace unos días.
—Ese caso está archivado por lo que a nosotros respecta. Murió por causas naturales.
—Ya, ése es precisamente el malentendido que deseo aclarar —señaló Enander al tiempo que se mesaba el cabello.
Wallander percibió la preocupación del hombre que tenía sentado frente a sí.
—Bien, te escucho.
David Enander se tomó el tiempo necesario antes de comenzar y eligió sus palabras con gran esmero.
—Yo fui el médico de Tynnes Falk durante muchos años. Acudió a mí por primera vez en 1981, es decir, hace más de quince años. Lo que lo llevó a mi consulta en aquella ocasión fue un brote alérgico que le produjo eccemas en las manos. Por aquel entonces, yo trabajaba en la sección de dermatología del hospital. Sin embargo, en el año 1986 abrí mi propia consulta, cuando se estableció la clínica Nya. Tynnes Falk siguió solicitando mis servicios en el nuevo local. Nunca o tan sólo rara vez se ponía enfermo. Los problemas de alergia habían desaparecido, pero se sometía a controles y revisiones periódicas. Él quería conocer en todo momento cuál era su estado de salud. Por otro lado, su estilo de vida era, en ese sentido, ejemplar y se cuidaba bien: comida sana, ejercicio y vida ordenada.
Wallander comenzaba a preguntarse adonde quería ir a parar Enander. Su impaciencia crecía por momentos.
—El caso es que yo estaba de viaje cuando falleció —prosiguió Enander—. Me enteré de la noticia ayer, cuando llegué a casa.
—¿Cómo te enteraste?
—Recibí una llamada de su ex mujer.
Wallander le hizo un gesto animándolo a continuar.
—Y ella me dijo que la causa de la muerte había sido un infarto agudo.
—Sí, ésa es la información que nosotros tenemos.
—Ya, claro, lo que ocurre es que eso no puede ser cierto.
Wallander alzó las cejas lleno de asombro.
—Y, ¿por qué no?
—Muy sencillo. No hace más de diez días que examiné a fondo el estado de salud de Falk. Su corazón se hallaba en excelentes condiciones, como el de un joven de veinte años.
Wallander reflexionó un instante.
—¿Qué insinúas, que los médicos cometieron un error?
—Sé bien que, en casos excepcionales, una persona completamente sana también puede sufrir un infarto. Pero me niego a creer que eso le sucediese a Falk.
—Entonces, ¿cuál crees tú que fue la causa de su muerte?
—No lo sé. Sólo quería que quedase claro el error, que no pudo ser el corazón.
—Bien, transmitiré tu mensaje. ¿Alguna otra cosa?
—Tiene que haber ocurrido algo —sugirió Enander—. Si no me equivoco, presentaba una herida en la cabeza. Yo creo que lo atacaron y lo asesinaron.
—Ya, pero no hay nada que respalde esa versión. Ni siquiera le habían robado.
—Bueno. Pero el corazón no fue —repitió Enander resuelto—. No soy médico forense ni experto en medicina legal, de modo que no puedo afirmar de qué murió. Pero sé que no fue el corazón. Estoy convencido de ello.
Wallander hizo algunas anotaciones y escribió en un papel la dirección y el número de teléfono de Enander. Hecho esto, se puso en pie dando así por concluida la conversación. Ya no tenía más tiempo que perder.
Se despidieron en la recepción.
—Estoy totalmente seguro de lo que digo —insistió Enander—. No fue el corazón lo que mató a mi paciente Tynnes Falk.
Wallander regresó al despacho donde, tras haber dejado las notas sobre Tynnes Falk en un cajón del escritorio, se aplicó a redactar un informe sobre los sucesos de la pasada noche.
El año anterior le habían instalado un ordenador en su despacho. Dedicó una jornada completa a asistir a un curso para aprender a manejarlo. Sin embargo, le llevó mucho tiempo conocer siquiera superficialmente los diversos usos y posibilidades de aquel aparato. De hecho, hasta hacía poco más de un mes solía observarlo con displicencia, pero de repente, un buen día, se dio cuenta de que, en el fondo aquella máquina le facilitaba el trabajo. Su escritorio ya no quedaba enterrado bajo las montañas de los papeles sueltos en los que solía garabatear las ideas que se le ocurrían y las observaciones que hacía. Gracias a la computadora, todo estaba más ordenado. Claro que aún seguía escribiendo con dos dedos y se equivocaba con frecuencia pero, al menos, no tenía que corregir los fallos con el lápiz. Y eso ya era un alivio más que suficiente.
A las once de la mañana apareció Martinson con la lista de las personas que tenían llaves de la unidad de transformadores, y que eran un total de cinco. Wallander ojeó los nombres.
—Todos están en condiciones de dar cuenta de sus llaves —le adelantó Martinson—. Ninguno las ha perdido de vista y, salvo Moberg, ninguno ha ido a los transformadores en los últimos días. ¿Quieres que averigüe lo que estuvieron haciendo durante las horas en que Sonja Hökberg estuvo desaparecida?
—No, lo dejaremos por ahora —rechazó Wallander—. Hasta que los forenses no se hayan pronunciado, no podemos hacer nada más que esperar.
—¿Qué quieres que hagamos con Eva Persson?
—Tendremos que someterla a interrogatorios exhaustivos.
—¿Piensas encargarte tú mismo?
—No, gracias. Yo pensaba más bien dejar esa tarea en manos de Ann-Britt. Hablaré con ella personalmente.
Poco después de las doce, Wallander había terminado de revisar con la colega el informe sobre la investigación de Lundberg. La garganta no le molestaba tanto, pero aún se sentía cansado. Tras haber intentado, en vano, poner en marcha el motor de su coche, llamó a un taller para pedirles que enviasen una grúa. Así pues, dejó las llaves a Irene, la recepcionista, y se puso en marcha en dirección al centro para comer en alguno de los restaurantes que servían almuerzos. En las mesas aledañas los comensales comentaban el corte eléctrico de la noche anterior. Después de comer fue a la farmacia, donde compró jabón y analgésicos. De vuelta a la comisaría, se acordó del libro que tenía que haber recogido en la librería. Sopesó brevemente si volver sobre sus pasos e ir a buscarlo, pero el viento soplaba con fuerza y decidió dejarlo para otro momento. El coche había desaparecido del aparcamiento. Llamó al taller, donde le comunicaron que aún no habían detectado el fallo. Preguntó entonces si el importe de la reparación sería elevado, pero no obtuvo ninguna respuesta clara al respecto. Cuando por fin dio por concluida la conversación, estaba decidido a cambiar de coche.
Quedó pues allí sentado, meditabundo. De repente supo que Sonja Hökberg no había ido a parar a aquella unidad de transformadores por casualidad, como tampoco era fortuito el que se tratase de uno de los nodos eléctricos más vulnerables de la red de suministro de Escania.
«Esas llaves…», se decía. «Alguien la condujo hasta allí. Alguien que tenía las llaves más importantes».
La cuestión era por qué habían forzado la valla.
Sacó la lista que le había dejado Martinson. Cinco personas y cinco juegos de llaves.
Olle Andersson, técnico en reparaciones eléctricas.
Lars Moberg, técnico en reparaciones eléctricas.
Hilding Olofsson, jefe de mantenimiento.
Artur Wahlund, responsable de seguridad.
Stefan Molin, director técnico.
Los nombres seguían siendo tan poco reveladores como la primera vez que ojeó la lista. Marcó el número de Martinson, que respondió al instante.
—Esta gente de las llaves…, me preguntaba si, por casualidad, no habrías comprobado si están o no en nuestros principales registros.
—¿Me lo habías pedido?
—No, en absoluto. Pero estoy acostumbrado a que seas tan meticuloso…
—Si quieres, puedo hacerlo ahora mismo.
—No, déjalo, esperaremos. ¿Alguna novedad de los forenses?
—Dudo mucho de que puedan enviar ningún informe antes de mañana, como muy pronto.
—Bien, en ese caso, comprueba los nombres, si tienes tiempo.
En contra de lo que le sucedía a Wallander, Martinson adoraba los ordenadores y, de hecho, si alguien en la comisaría tenía problemas con las nuevas tecnologías, siempre acudía a preguntarle a él.
Wallander prosiguió con su examen del material relativo a la muerte del taxista. Cuando dieron las tres, fue por una taza de café. La congestión había cedido y ya no le dolía la garganta. Supo por Hanson que Ann-Britt estaba interrogando a Eva Persson. «Vaya, esto funciona», se felicitó. «Por una vez en la vida no se nos acumulan las tareas».
Acababa de inclinarse sobre sus documentos cuando Lisa Holgersson se presentó en el umbral de la puerta. La jefa sostenía en la mano uno de los diarios vespertinos y la expresión de su rostro le indicó a Wallander que algo grave había sucedido.
—¿Has visto esto? —inquirió al tiempo que le tendía el periódico abierto por las páginas centrales.
Wallander clavó una mirada incrédula en la fotografía, donde aparecía Eva Persson tendida en el suelo de la sala de interrogatorios, como si se hubiese caído.
Al leer el texto, se le hizo un nudo en el estómago: CONOCIDO INSPECTOR DE POLICÍA MALTRATA A UNA ADOLESCENTE. ÉSTAS SON LAS IMÁGENES.
—¿Quién pudo tomar esta foto? —preguntó sin dar crédito a lo que veía—. Allí no había ningún periodista, ¿verdad?
—Alguno estuvo allí.
Wallander recordó vagamente que la puerta estaba entreabierta y que él vislumbró la sombra de alguien que pasaba por detrás.
—Esto fue antes de la conferencia de prensa —precisó Lisa Holgersson—. Tal vez fue alguien que se presentó antes de tiempo y que se escurrió pasillo adentro.
Wallander estaba destrozado. Durante sus treinta años de servicio se había visto envuelto en un buen número de enfrentamientos violentos, aunque siempre en relación con detenciones peligrosas. Jamás la había emprendido con nadie durante un interrogatorio, por más que lo hubiesen provocado.
Aquello había sucedido una sola vez. Y resultó ser en presencia de un fotógrafo.
—Esto nos acarreará problemas —sentenció Lisa Holgersson—. ¿Por qué no nos lo dijiste?
—La chica atacó a su madre. La golpeé para proteger a su madre.
—Pues eso no es lo que se ve en la fotografía.
—Pero fue así como sucedió.
—¿Por qué no lo dijiste?
Wallander no sabía qué responder.
—Comprenderás que tenemos que iniciar una investigación sobre este asunto.
Wallander percibió la decepción en el tono de su voz. Y eso lo llenó de indignación. «Vaya, ahora resulta que sospecha de mí», se dijo.
—¿Acaso piensas expedientarme y suspenderme?
—No. Pero quiero saber qué sucedió exactamente.
—Ya te lo he dicho.
—Pues la versión que Eva Persson ofreció a Ann-Britt es bien distinta. Según la chica, tu ataque fue totalmente gratuito.
—Ya, pues has de saber que miente. Pregúntale a su madre.
Lisa Holgersson se demoró un instante antes de responder.
—Sí, ya lo hemos hecho —reveló—. La mujer niega que la hija la hubiese golpeado.
Wallander enmudeció. «Lo dejo. Dejo la policía y me marcho de aquí para no volver más».
Lisa Holgersson aguardaba una reacción, pero Wallander seguía sin pronunciar palabra.
La comisaria jefe abandonó el despacho.