7

Olle Andersson estaba durmiendo. Y sonó el teléfono.

Cuando intentó encender la lámpara de la mesilla, comprobó que no había luz. Entonces comprendió el significado de la llamada. Encendió la potente linterna que siempre tenía junto a la cama y tomó el auricular. Tal y como había supuesto, la llamada procedía de la central de suministro energético Sydkraft, que contaba con la presencia de personal especializado las veinticuatro horas. El autor de la llamada era Rune Ågren que, como Olle Andersson ya sabía, tenía el turno de guardia aquella noche del 8 de octubre. Era oriundo de Malmö, llevaba más de treinta años trabajando para diversas empresas de suministro energético y el año siguiente sería el de su jubilación. Ågren fue derecho al grano.

—Tenemos caída de tensión y corte de suministro eléctrico en una cuarta parte de Escania.

Olle Andersson no salía de su asombro. En efecto, si bien los vientos habían empezado a soplar hacía ya unos días, no habían alcanzado la velocidad suficiente como para que pudiese calificárselos de huracanados.

—A saber qué coño ha pasado —continuó Ågren—. Algo ha fallado en la unidad de transformadores situada a las afueras de Ystad, así que ya puedes vestirte y salir hacia allá como un rayo.

Olle Andersson conocía la urgencia del problema pues, en la compleja red de suministro a través de la cual la electricidad se distribuía por zonas urbanas y rurales, la unidad de transformadores de Ystad constituía, precisamente, uno de los nodos principales. De modo que si algo fallaba en aquella unidad, una gran parte de Escania se quedaba sin suministro eléctrico. Por supuesto que siempre había personal de guardia designado de antemano, por si se presentaba algún imprevisto en la red, justo aquella semana, la responsabilidad sobre el distrito de Ystad había recaído sobre Olle Andersson.

—¡Vaya! Me había dormido —confesó—. ¿Cuándo se produjo el corte?

—Hace catorce minutos. Nos llevó un buen rato localizar el fallo. Ya puedes darte prisa. Por si fuera poco, a la policía de Kristianstad le ha fallado también el generador de reserva, así que las instalaciones de alarma están fuera de servicio.

Olle Andersson era muy consciente de las consecuencias que aquello podía tener, de modo que colgó el auricular y comenzó a vestirse. Berit, su mujer, se había despertado.

—¿Qué ocurre?

—Tengo que salir. Media Escania está sumida en las sombras.

—¿Tan fuerte sopla el viento?

—No, la causa debe de ser otra. Duérmete, anda.

Linterna en mano, bajó la escalera. Puesto que vivía en Svarte llevaría unos veinte minutos llegar a la unidad de transformadores de Ystad. Se puso la ropa de abrigo sin dejar de preguntarse qué podía haber sucedido.

Ni que decir tiene que también lo inquietaba la posibilidad de que la avería fuese tan complicada de reparar que no pudiese restablecer la normalidad él solo. Si la zona afectada por el corte de corriente era lo suficientemente amplia, tendría que recuperar la tensión lo antes posible.

Cuando salió al jardín, se encontró con que el viento soplaba con violencia. Pese a ello, tenía la certeza de que no había sido el viento el causante de los daños. Se metió en el coche, un auténtico taller ambulante, encendió el transmisor por radio y llamó a Ågren.

—Voy para allá.

Diecinueve minutos más tarde, se hallaba ante la unidad de transformadores. Todo estaba sumido en la más absoluta oscuridad. Cada vez que aquello ocurría, cada vez que se producía un corte de corriente y que él salía para localizar y reparar la avería, lo asaltaba el mismo pensamiento: hacía no más de cien años, aquella oscuridad compacta era lo natural. De hecho, la electricidad lo había transformado todo. En la actualidad, no quedaba ninguna persona viva que pudiese recordar cómo transcurría la existencia entonces. Sin embargo, solía añadir a su reflexión, la sociedad también se había vuelto más vulnerable. Así, si las cosas venían mal, un simple fallo en uno de los nodos fundamentales del suministro energético podía poner en peligro a medio país.

—Ya estoy aquí —anunció.

—Pues date prisa —lo apremió Ågren.

La unidad de transformadores se encontraba en medio de una plantación y estaba rodeada de una alta valla, provista de numerosas señales que advertían de que el acceso no sólo estaba prohibido a toda persona no autorizada, sino que, además, comportaba peligro de muerte. Con varios manojos de llaves en las manos, se encogió para protegerse del fuerte viento. Se había puesto unas gafas de fabricación propia en las que, en lugar de lentes, había colocado un par de pequeñas y potentes linternas sobre los ojos. Buscó hasta localizar el manojo que necesitaba y, al llegar a la verja, se detuvo en seco. En efecto, había sido forzada y abierta. Echó un vistazo a su alrededor, pero no vio ningún coche y tampoco vislumbró a nadie. Tomó de nuevo el transmisor y llamó a Ågren.

—La cerradura de la verja está forzada y abierta —anunció.

Ågren tenía cierta dificultad en entender sus palabras a causa del viento, de modo que se vio obligado a repetir lo que acababa de decir.

—No parece que haya nadie, así que voy a entrar —continuó.

No era la primera vez que le ocurría que, al llegar a una unidad de transformadores, hallaba la verja forzada. En esos casos, siempre se presentaba una denuncia ante la policía que, en algunas ocasiones, lograba dar con los asaltantes. Con no poca frecuencia, se trataba de puras gamberradas cometidas por pandillas de jóvenes. Pero a veces habían comentado lo que podría ocurrir si alguien decidiese sabotear de verdad la red de suministro eléctrico. Él mismo había asistido en septiembre a una reunión en la que uno de los técnicos responsables de la seguridad en Sydkraft les había referido los proyectos de implantación de nuevas normas.

Volvió la cabeza. Puesto que también llevaba la linterna grande en la mano, eran tres los puntos de luz que danzaban sobre el esqueleto de acero de la unidad de transformadores. En el centro de las torres, había una pequeña caseta gris que constituía el núcleo de la estación. Se accedía a ella por una puerta de acero que se abría con dos llaves y que sólo podía forzarse con una fuerte carga explosiva. Él había marcado las llaves con cintas adhesivas de diversos colores. La llave con la cinta roja abría la verja. La amarilla y la azul, la puerta de acero. Miró de nuevo a su alrededor. Todo aparecía desierto. Tan sólo el silbido del viento quebraba el silencio. Comenzó a caminar, pero, tras haber avanzado varios pasos, se detuvo. Algo había llamado su atención. ¿Habría algo a su espalda? La voz entrecortada de Ågren surgió del transmisor que llevaba enganchado del chaquetón. Pero él no respondió. ¿Qué sería lo que lo había hecho detenerse? No había allí nada más que oscuridad. Al menos, nada que él pudiese divisar. Lo que sí había era un intenso olor. «Debe de venir de las plantaciones», supuso. «Algún agricultor que ha estado abonando los campos». Continuó así su avance en dirección a la caseta. El hedor no desaparecía. De repente, se paró en seco. La puerta de acero estaba abierta. Retrocedió unos pasos y tomó el transmisor.

—La puerta está abierta —anunció—. ¿Me oyes?

—Sí, te oigo. ¿Qué significa eso de que está abierta?

—Pues lo que te acabo de decir.

—Pero ¿hay alguien ahí?

—No lo sé. El caso es que no parece forzada.

—Y, entonces, ¿cómo es que está abierta?

—No lo sé.

El silencio se adueñó también del transmisor. De pronto, experimentó una sensación de profunda soledad. La voz de Ågren se dejó oír de nuevo.

—¿Quieres decir que la han abierto con llave?

—Eso parece. Además, aquí huele muy raro.

—Tendrás que mirar a ver qué es. Y date prisa. Tengo a los jefes encima llamando como condenados para saber lo sucedido.

Así pues, respiró hondo y comenzó a caminar hasta llegar a la puerta. La abrió y enfocó la linterna hacia el interior. Una terrible pestilencia le azotó el rostro. Pero ya sabía lo que había ocurrido. El corte de electricidad que había sumido a Escania en tinieblas aquella noche de octubre lo había provocado un cadáver carbonizado que se extendía a sus pies entre las barras de alta tensión. En efecto, era una persona que había provocado la avería.

Reculó tambaleándose hasta salir de la caseta y llamó a Ågren.

—Hay un cadáver en la unidad de transformadores.

Ågren tardó unos segundos en responder.

—Repíteme lo que acabas de decir.

—Te digo que hay un cuerpo calcinado ahí dentro. Eso es lo que ha provocado el corte en la zona.

—Pero, no es posible…

—¡Ya me has oído! El dispositivo de protección del relé debe de haber fallado.

—Bien, en ese caso, llamaremos a la policía. Quédate donde estás. Tendremos que volver a conectar la red desde aquí.

La transmisión se cortó. Notó que todo su cuerpo comenzaba a temblar con violencia. Aquello era inexplicable. ¿Por qué iba nadie a entrar en una unidad de transformadores para quitarse la vida con una descarga eléctrica de semejante magnitud? Era como sentarse en la silla eléctrica.

Sentía un fuerte mareo y regresó al coche con la esperanza de evitar el vómito.

El viento soplaba racheado y a gran velocidad. Además, había empezado a llover.

La alarma alcanzó las tinieblas de la comisaría de Ystad poco después de la medianoche. El agente que atendió la llamada de Sydkraft anotó lo que se le decía e hizo una rápida valoración. Puesto que el cuadro incluía un cadáver, llamó a Hanson, que estaba de servicio aquella noche y que prometió acudir de inmediato. A la vacilante luz de la vela que tenía junto al teléfono, marcó el número de Martinson, que sabía de memoria. Tardó un buen rato en obtener respuesta, pues su colega estaba durmiendo y no se había percatado del corte eléctrico. Martinson escuchó con atención cuanto le transmitía Hanson y comprendió enseguida la gravedad de la situación. Concluida la conversación, fue tanteando las teclas del teléfono hasta componer otro número que no necesitaba consultar.

Wallander había caído vencido por el sueño en el sofá, mientras aguardaba que volviese la luz. Cuando el timbre del teléfono lo despertó, seguía rodeado de oscuridad. Al intentar descolgar el auricular, se le cayó el teléfono al suelo.

—Soy Martinson. Hanson acaba de llamar.

Wallander intuyó de inmediato que se trataba de algo grave y contuvo la respiración.

—Han hallado un cadáver en una de las instalaciones que Sydkraft tiene a las afueras de Ystad.

—¿Ha sido ésa la causa del corte?

—No lo sé, pero pensé que deberías estar al corriente de ello, aunque estés enfermo.

Wallander tragó saliva. El dolor de garganta persistía, pero ya no tenía fiebre.

—Tengo el coche estropeado, así que tendrás que venir a recogerme —advirtió el inspector.

—Me tendrás ahí dentro de diez minutos.

—Que sean cinco —lo apremió Wallander—. Ni uno más. Estamos sin luz en toda la zona.

Se vistió a tientas en la oscuridad y bajó a la calle, donde lo recibió una fina lluvia. Transcurridos siete minutos, apareció Martinson. Atravesaron la ciudad a oscuras hasta que localizaron a Hanson, que los aguardaba en una de las rotondas de salida de la ciudad.

—Es una de las unidades de transformadores, justo al norte del vertedero municipal —aclaró Martinson.

Wallander sabía dónde se encontraba el lugar. De hecho, había estado paseando por un bosque cercano hacía algunos años, cuando recibió la visita de Baiba.

—¿Qué es lo que ha ocurrido exactamente?

—No sé mucho más de lo que ya te he dicho. Recibimos una llamada de Sydkraft. Hallaron un cadáver cuando se disponían a reparar el corte del suministro.

—¿Qué sabemos del alcance de la avería?

—Según Hanson, afecta a casi una cuarta parte de Escania.

Wallander lo miró incrédulo, pues no era frecuente que un fallo en la red eléctrica alcanzase tal envergadura. Cierto que podía suceder en alguna ocasión, en épocas en que violentos vendavales azotaban la región o, como tras el otoño de 1969, cuando se desató el huracán, pero nunca con los vientos que soplaban ahora.

Cuando se desviaron de la carretera principal, la lluvia ya había arreciado, de modo que el limpiaparabrisas de Martinson trabajaba a toda potencia. Wallander lamentó no haberse puesto un impermeable, y tampoco podía ponerse las botas de agua, pues estaban en el maletero del coche, que había quedado estacionado junto a la comisaría.

Finalmente, Hanson frenó. A la luz de las linternas, Wallander vio a un hombre que les hacía gestos con las manos.

—Esto es una estación de alta tensión —observó Martinson—. Así que, si es cierto que alguien ha quedado carbonizado ahí dentro, no debe de ofrecer un espectáculo muy agradable.

Salieron a la intemperie. Allí, en campo abierto, el viento azotaba con más violencia. Cuando ganaron la caseta, hallaron a un hombre conmocionado. Wallander vio disipadas sus dudas de que en verdad hubiese acontecido algo grave.

—Está ahí dentro —señaló el hombre.

Wallander fue el primero en entrar. La intensidad de la lluvia que le castigaba el rostro le impedía ver con claridad. Martinson y Hanson se situaron a su espalda mientras el técnico, aterrado, se mantenía algo apartado.

—Ahí, ahí dentro —repitió el hombre ya ante la puerta de la unidad de transformadores.

—¿Hay algún transmisor de corriente que aún funcione? —inquirió Wallander.

—Ya no. Ya no hay nada.

Tomó la linterna que llevaba Martinson y la enfocó hacia el interior. Empezaba a percibir el olor. La pestilencia que emanaba de la carne humana carbonizada. Era un hedor al que no acababa de acostumbrarse, por más que lo hubiese experimentado en múltiples ocasiones en los casos de incendio en que las personas acababan ardiendo en el interior de los edificios. Una idea le pasó rauda por la mente: seguro que Hanson terminaría por vomitar, pues no soportaba el olor a cadáver.

El cuerpo estaba totalmente calcinado, ya sin rostro. Tenían ante sí un montón de hollín. Los restos humanos yacían atrapados entre cables y fusibles.

Se hizo a un lado, con el fin de que Martinson pudiese verlo.

—¡Joder! —gimió éste.

Wallander le ordenó a Hanson que llamase a Nyberg y que pidiese la intervención de todas las unidades.

—Por cierto que tendrán que traerse un generador, si quieren ver algo —advirtió.

Se volvió entonces a Martinson, antes de preguntar:

—¿Cómo se llama el hombre que descubrió el cadáver?

—Olle Andersson —declaró el colega.

—¿Y qué había venido a hacer aquí?

—Lo habían enviado de Sydkraft. Es uno de sus técnicos de emergencias, de los que están disponibles las veinticuatro horas, y esta noche estaba de guardia.

—Habla con él y procura que te dé las indicaciones horarias precisas. Y, sobre todo, no andéis pisándolo todo por aquí: ya sabes que Nyberg se pone frenético.

Martinson se llevó a Olle Andersson a uno de los coches. Una vez solo en el lugar de los hechos, el inspector se puso en cuclillas al tiempo que enfocaba la linterna hacia los restos humanos. Nada quedaba de la vestimenta y su aspecto era tal que Wallander creyó estar contemplando una momia, o un cuerpo de hacía mil años hallado en una turbera. Sólo que aquello era una unidad de transformadores moderna. Concentró sus esfuerzos en figurarse lo ocurrido. El corte de luz se había producido a eso de las once de la noche. Y ya era casi la una de la madrugada. Si aquella persona había sido la causante del cortocircuito, debía de haber ocurrido hacía dos horas, aproximadamente.

Se puso en pie, pero dejó la linterna sobre el suelo de cemento. ¿Qué había podido suceder? Una persona entra en una estación de transformadores apartada de la ciudad y provoca un corte en el suministro quitándose la vida. Wallander hizo un gesto con la cabeza. No, no podía ser así de sencillo. Las incógnitas se le acumulaban en la mente en precipitado tumulto. Se agachó entonces para recuperar la linterna y echó un vistazo a su alrededor. Lo único que podía hacer era aguardar la llegada de Nyberg.

Y, no obstante, se sentía presa del desasosiego. Dejó vagar la luz de la linterna sobre el cuerpo abrasado. Ignoraba la procedencia de aquella sensación y, sin embargo, le parecía reconocer en el cadáver algo que ya no se encontraba allí, pero que le había pertenecido.

Salió de la caseta y observó la imponente puerta de acero, pero no detectó en ella daño alguno, como tampoco había indicios de que hubiesen intentado forzar ninguna de las dos robustas cerraduras. Retrocedió sobre sus propios pasos para regresar al punto de partida, procurando pisar sólo donde la tierra estaba intacta y no presentaba huellas, llegar a la valla, inspeccionó con atención la verja, que sí aparecía forzada. ¿Qué podía significar aquello? La verja sí presentaba indicios de violencia, mientras que habían podido abrir la puerta de acero sin dañarla. Martinson se había acomodado en el coche del técnico reparador, en tanto que Hanson hablaba por teléfono desde el suyo. Wallander se sacudió el agua de lluvia antes de sentarse en el de Martinson. El motor estaba encendido y los limpiaparabrisas funcionaban a toda velocidad. Puso la calefacción más fuerte, pues le dolía la garganta. Y encendió después la radio, para escuchar un espacio informativo extraordinario que estaban emitiendo en aquellos momentos. Mientras prestaba atención al locutor, fue tomando conciencia de la gravedad de la situación.

Una cuarta parte de Escania carecía de suministro. Desde Trelleborg hasta Kristianstad, todo se hallaba sumido en la oscuridad. Los hospitales habían recurrido a sus propios generadores, pero en el resto de la zona la falta de corriente era absoluta. Entrevistaron a uno de los responsables de Sydkraft, quien informó de que la avería había sido localizada y que contaban con restablecer la situación en un plazo de media hora, aproximadamente, si bien algunas zonas se verían obligadas a esperar algo más.

«No creo que tengamos luz dentro de media hora», auguró Wallander, que, por otro lado, se preguntaba si el hombre al que estaban entrevistando tenía idea de lo ocurrido.

«Hay que avisar a Lisa Holgersson», se dijo al tiempo que tomaba el móvil de Martinson y marcaba el número. La comisaria jefe tardó en atender la llamada.

—Hola, aquí Wallander. Ya te habrás dado cuenta de que no hay luz, ¿verdad?

—¿Qué pasa? ¿Se ha producido un corte? No sé, estaba durmiendo.

Wallander le refirió lo esencial, que fue suficiente para hacerla despertar del todo.

—¿Quieres que vaya?

—Creo que deberías ponerte en contacto con Sydkraft para hacerles ver que este corte eléctrico llevará aparejada, sin remedio, una investigación policial.

—Pero ¿qué ha sucedido exactamente? ¿Ha sido suicidio?

—No lo sé.

—¿Puede tratarse de un sabotaje o una acción terrorista?

—Es pronto para juzgar. Lo cierto es que no podemos excluir ninguna posibilidad.

—Está bien, llamaré a Sydkraft. Mantenme informada.

Concluyeron la conversación y Wallander vio que Hanson se acercaba a la carrera bajo la lluvia. El inspector le abrió la puerta.

—Nyberg está en camino. ¿Qué aspecto tenía?

—No quedaba nada, ni el rostro…

Sin pronunciar palabra, Hanson se apresuró de nuevo bajo la lluvia en dirección a su coche.

Veinte minutos más tarde, Wallander atisbó en el espejo retrovisor las luces del coche de Nyberg. El cansancio se reflejaba en el rostro del técnico.

—Bien, ¿qué ha sucedido? Como de costumbre, Hanson se ha explicado de forma impenetrable.

—Tenemos un cadáver ahí dentro. Calcinado. Prácticamente reducido a cenizas.

Nyberg echó una ojeada a su alrededor.

—Sí, es lo que suele ocurrir cuando uno se quema por una descarga de alta tensión. ¿Es ésa la razón por la que nos hemos quedado a oscuras?

—Es lo más probable.

—¿Quiere eso decir que media Escania está pendiente de que yo termine con esto, para recuperar la normalidad?

—Bueno, no podemos tener en cuenta esta circunstancia. En cualquier caso, creo que están intentando restablecer el suministro, aunque no hayan empezado por aquí.

—Vivimos en una sociedad ciertamente vulnerable —sentenció Nyberg— al tiempo que empezaba a movilizar al perito ayudante.

«¡Vaya! Eso mismo dijo Hökberg», recordó Wallander. «Que vivimos en una sociedad vulnerable. Sus ordenadores estarán fuera de servicio, si es que se dedica a teclear por las noches para ganarse el sueldo».

Nyberg trabajaba con su habitual rapidez y eficacia, como delataban los focos ya instalados y conectados al generador de traqueteo tan familiar. Wallander se había sentado en el coche con Martinson, que hojeaba sus notas.

—A ver, parece ser que recibió la llamada de uno de los responsables de la estación de Sydkraft llamado Ågren, que ya tenía localizada la avería. Andersson vive en Svarte y le llevó veinte minutos llegar hasta aquí. Enseguida comprobó que la verja había sido forzada, pero la puerta de acero la habían abierto con llave. Cuando entró, descubrió el panorama.

—¿Te hizo algún comentario, alguna observación?

—Bueno, cuando él llegó, no había nadie por aquí.

Wallander meditó un instante.

—Bien, esto de las llaves tenemos que aclararlo —afirmó.

Cuando Wallander entró en el coche, Andersson, que estaba allí sentado hablando con Ågren, interrumpió enseguida su conversación.

—Supongo que estarás conmocionado —comenzó Wallander solícito.

—Jamás he visto algo tan espantoso. ¿Qué ha pasado?

—Aún no lo sabemos. Tengo entendido que encontraste la verja forzada al llegar, pero, al parecer, la puerta de acero estaba entreabierta y no presentaba daños. ¿Cómo te lo explicas?

—De ninguna manera.

—¿Quién o quiénes tienen llaves de esa puerta?

—Aparte de yo mismo, otro técnico reparador apellidado Moberg que vive en Ystad. Por supuesto que también hay un juego en la oficina principal. Aquí llevamos un control exhaustivo.

—Ya, pero, al parecer, alguien ha abierto la puerta con las llaves.

—Sí, eso parece.

—Me imagino que no es fácil hacer copias de estas llaves.

—Las cerraduras están fabricadas en Estados Unidos y se supone que no se pueden forzar con llaves falsas.

—¿Cuál es el nombre de pila de Moberg?

—Lars.

—¿Es posible que alguien haya olvidado cerrar con llave?

Andersson movió la cabeza con vehemencia.

—Eso implicaría el despido inmediato. Ya te he dicho que el control es exhaustivo, pues se trata de normas de seguridad básicas que, además, se han endurecido en los últimos años.

Wallander no tenía más preguntas que formular por el momento.

—Lo mejor será que esperes aquí —recomendó—. Por si surgen más dudas. Además, quiero que llames a Lars Moberg.

—Y eso, ¿por qué?

—Por ejemplo, para pedirle que compruebe si tiene las llaves de esta puerta.

Ya fuera del coche, Wallander comprobó que la lluvia era menos intensa. La conversación mantenida con Andersson había acentuado su desasosiego. Claro que el hecho de que una persona hubiese decidido quitarse la vida justo en aquella estación de transformadores podía tratarse de una pura casualidad. Pero no eran pocas las circunstancias que contradecían aquella hipótesis. Y una de ellas era, sin duda, que hubiesen abierto la puerta con las llaves. Wallander comprendió que aquello apuntaba más bien en otro sentido: alguien había resultado asesinado antes de ser arrojado entre la maraña de cables de alta tensión para ocultar lo que había sucedido en realidad.

Ocupado en aquellas reflexiones, acudió al lugar iluminado por los potentes haces de luz de los focos. El fotógrafo acababa de terminar con sus tomas y grabaciones. Nyberg estaba en cuclillas, realizando un primer análisis de los restos. Irritado, masculló algo ininteligible cuando Wallander se interpuso entre la luz y el cadáver, ensombreciéndolo.

—Bien, ¿qué te parece?

—Pues que el médico está tardando en venir más de lo deseable. Y yo necesitaría desplazar un poco el cuerpo para ver qué hay detrás.

—¿Qué crees que puede haber ocurrido?

—Como ya sabes, a mí no me gustan las adivinanzas.

—Ya, pero eso es lo que solemos hacer en todo momento, adivinar. Bueno, ¿qué piensas?

Nyberg reflexionó unos segundos antes de responder.

—Bien, lo cierto es que se trata de una manera de suicidarse, cuando menos, macabra, si es que ha sido un suicidio. Si, por el contrario, se trata de un asesinato, es uno de singular crueldad. Como ejecutar a alguien en la silla eléctrica.

«Exacto», convino Wallander para sí. «Lo que nos conduce a la posibilidad de que nos hallemos ante la ejecución de una venganza perpetrada en una silla eléctrica de índole más que especial».

Nyberg regresó a su trabajo. Uno de los técnicos criminalistas había empezado a estudiar la zona delimitada por la valla. Entonces, apareció el forense, que resultó ser una mujer a la que Wallander ya conocía de otras muchas ocasiones. Se llamaba Susan Bexell y era parca en palabras. De hecho, se puso manos a la obra sin más preámbulo, mientras Nyberg iba por su termo para servirse un café. El técnico le ofreció uno a Wallander, que aceptó agradecido pues ya se había figurado que no tendría ocasión de dormir más aquella noche. Pero, en aquel momento, apareció Martinson, empapado y aterido de frío, y el inspector le cedió su taza.

—Ya han empezado a restablecer el suministro por los alrededores de Ystad —anunció Martinson—. ¡A saber cómo se las han arreglado!

—¿Sabes si Andersson ha hablado con su colega Moberg? Por lo de las llaves…

Martinson lo ignoraba, de modo que fue a consultar mientras Hanson, según Wallander pudo comprobar, permanecía inactivo tras el volante de su coche. Habida cuenta que el centro de Ystad seguía a oscuras y, según sospechaba, Hanson podría ser de más utilidad en la comisaría, Wallander le recomendó que volviese allí. El colega asintió lleno de gratitud y se marchó en el acto. Entonces Wallander se dirigió al lugar en que trabajaba la médico forense.

—¿Puedes decirnos algo sobre él?

Susan Blexell alzó la mirada hacia Wallander.

—Bueno, al menos puedo decirte que has errado tu suposición: no se trata de un hombre, sino de una mujer.

—¿Estás segura?

—Sí. Pero no pienso responder a más preguntas.

—Ya, pues yo tengo una más, por el momento. ¿La trajeron aquí ya cadáver o murió a consecuencia de la descarga eléctrica?

—No lo sé todavía.

Wallander se dio la vuelta meditabundo y contrariado. En efecto, él había supuesto en todo momento que el cadáver pertenecía a un hombre.

En aquel instante, advirtió que el técnico que había estado explorando la zona se encaminaba hacia Nyberg con un objeto en la mano Cuando el inspector se unió a los dos técnicos, comprobó que se trataba de un bolso.

Wallander se quedó mirándolo con fijeza.

En un primer momento pensó que estaba confundido.

Pero, al fin, supo con certeza que ya había visto aquel bolso antes. El día anterior, para ser exactos.

—Lo encontré en el tramo norte de la valla —aclaró el técnico, que se apellidaba Ek.

—¿No será el cadáver de una mujer lo que tenemos ahí dentro? —inquirió Nyberg perplejo.

—Más aún —puntualizó Wallander—. Incluso conocemos su identidad.

De hecho, aquel bolso había estado, hacía tan sólo unas horas, sobre la mesa de la sala de interrogatorios de la comisaría. Lo recordaba por el broche en forma de hoja de encina.

No, no se equivocaba.

—Este bolso pertenecía a Sonja Hökberg —declaró—. De modo que es ella quien yace muerta en el interior de esa caseta.

Eran ya las dos y diez minutos. La lluvia volvía a arreciar.