Cuando Wallander despertó, poco después de las seis de la mañana del martes 7 de octubre, sintió que le costaba tragar. Estaba empapado en sudor y no le cabía la menor duda de que estaba incubando un buen resfriado. Permaneció en la cama pensando que debería quedarse en casa; pero la sola idea de la muerte del taxista Lundberg, que se produjo la noche anterior como consecuencia de la brutal agresión sufrida, lo hizo salir de la cama. De modo que se dio una ducha y se tomó un café y un par de comprimidos antipiréticos antes de guardarse el frasco en el bolsillo. Además, no se marchó de casa sin antes obligarse a ingerir un tazón de yogur. La farola que divisaba desde la ventana de la cocina se balanceaba al fuerte viento otoñal. Estaba nublado y la temperatura no debía de ser muy alta. De ahí que Wallander fuese a su armario en busca de un jersey grueso. Después, permaneció unos instantes con la mano sobre el auricular del teléfono, indeciso sobre si llamar de nuevo a Linda; finalmente decidió que era demasiado temprano. Ya en la calle y sentado al volante, recordó que había dejado una nota sobre la mesa de la cocina. Había anotado en ella algo que debía comprar, pero no se acordaba de qué podía ser. Tampoco tenía ganas de pensar siquiera en volver a subir al apartamento para recoger la nota, por lo que decidió que, en lo sucesivo, dejaría un mensaje en su contestador de la comisaría cuando tuviese que comprar algo. De este modo, tan pronto como llegase al trabajo, podría escuchar qué necesitaba comprar.
Recorrió en automóvil el camino habitual hasta la comisaría, por la carretera de Österleden. Cada vez que tomaba el coche, sentía remordimientos de conciencia. En efecto, para mantener a raya sus niveles de glucemia, debería acudir al trabajo a pie. Y tampoco se encontraba tan enfermo que no pudiese dejar el coche e ir caminando.
«Si hubiese tenido un perro, jamás se me habría presentado este problema», reflexionaba. «Pero no tengo perro». El año anterior, había visitado un club canino a las afueras de Sjöbo y vio algunos cachorros de labrador. Pero aquello quedó en nada. «Ni casa ni perro ni Baiba. Nada de nada».
Aparcó el coche a la puerta de la comisaría y, cuando entró en su despacho, eran ya las siete de la mañana. Al poco de sentarse ante el escritorio, recordó lo que había escrito en la nota de la cocina. Jabón. De modo que lo anotó enseguida en su bloc escolar. Acto seguido comenzó a reflexionar sobre lo ocurrido. Un taxista había resultado asesinado. Tenían a las dos chicas, que habían confesado la autoría; tenían, además, una de las dos armas empleadas. Una de las niñas era menor de edad, mientras que la otra había sido acusada y sería sometida a prisión preventiva a lo largo de aquel día.
De nuevo lo invadió el malestar del día anterior. La absoluta frialdad de Sonja Hökberg… Intentó convencerse de que la muchacha sentía, pese a todo, algo de compasión, la cual él, simplemente, no había tenido la sensibilidad de detectar. Pero fue en vano, pues la experiencia le decía que, por desgracia, no se había equivocado. Wallander se levantó, fue al comedor por una taza de café y se encaminó hacia el despacho de Martinson, que solía ser tan madrugador como él. En efecto, halló la puerta abierta, lo que movió a Wallander a preguntarse cómo era posible que su colega pudiese trabajar sin cerrar nunca la puerta del despacho. Para él, en cambio, si quería concentrarse, constituía un requisito indispensable el que su puerta estuviese, casi siempre al menos, cerrada.
Martinson le indicó que entrase con un gesto de asentimiento.
—Sabía que vendrías —aseguró.
—Pues la verdad es que no me encuentro muy bien —señaló Wallander.
—¿Un resfriado?
—Bueno, a mí siempre me duele la garganta en el mes de octubre.
Martinson, constantemente preocupado por caer enfermo, apartó unos centímetros la silla que ocupaba.
—En realidad, podrías haberte quedado en casa —comentó—. Esta horrenda historia de Lundberg está ya zanjada.
—Puede, pero sólo parcialmente —corrigió Wallander—. De hecho, no tenemos el móvil. Eso de que lo único que buscaban era dinero no me lo creo. Por cierto, ¿habéis encontrado el cuchillo?
—Eso lo lleva Nyberg, y todavía no lo he llamado.
—Pues llámalo.
Martinson torció el gesto.
—¡Como tiene ese mal humor por las mañanas…!
—Bien, en ese caso, lo llamaré yo.
Wallander tomó el teléfono de Martinson y probó, en primer lugar en el domicilio de Nyberg. Tras un instante de espera, la llamada fue desviada a un teléfono móvil. Nyberg contestó, pero la conexión era bastante deficiente.
—Hola, soy Kurt. Sólo quería saber si habéis encontrado el cuchillo.
—¿Cómo coño vamos a encontrar nada si es de noche? —vociferó el técnico, indignado.
—Ah, bueno. Yo creía que Eva Persson os había indicado dónde lo había arrojado.
—Claro, pero resulta que hemos de buscar en una superficie de varios kilómetros cuadrados. Según ella, debe de estar en algún lugar del barrio de Gamla Kyrkogården.
—¿Y por qué no os lleváis a la chica con vosotros?
—Si está aquí, lo encontraremos —atajó Nyberg.
Dicho esto, dio por finalizada la conversación.
—No he dormido bien esta noche —declaró Martinson—. Mi hija Terese sabe perfectamente quién es Eva Persson. Tienen casi la misma edad. Esa niña también tiene padres. ¿Cómo se sentirán ahora? Por lo que yo sé, es su única hija.
Ambos meditaban en silencio lo que Martinson acababa de decir, hasta que Wallander comenzó a estornudar. Entonces abandonó el despacho a toda prisa y la conversación quedó, por tanto, en el aire.
A las ocho de la mañana, todos estaban ya instalados en una de las salas de reuniones. Wallander se sentó, como de costumbre, en uno de los extremos. Tanto Hanson como Ann-Britt Höglund estaban presentes. Martinson se hallaba al teléfono junto a una de las ventanas hablando con su mujer, según comprendieron todos, a juzgar por la parquedad de sus respuestas y lo inaudible de su tono de voz. En no pocas ocasiones se había preguntado Wallander cómo podían tener tanto que decirse cuando no hacía más que unas horas que habían compartido el desayuno. Era muy posible que Martinson sintiese la necesidad de comentar su preocupación por el hecho de que el resfriado de Kurt Wallander acabase por afectarle a él mismo. El cansancio y la somnolencia imperaban en la sala. De pronto apareció Lisa Holgersson, por lo que Martinson concluyó la conversación y Hanson se levantó para cerrar la puerta.
—¿Y Nyberg? Pensé que él también participaría en la reunión —inquirió.
—Está buscando el cuchillo —aclaró Wallander—. Confiamos en que lo encuentre.
Entonces, miró a Lisa Holgersson. Ella le indicó con un gesto que tenía la palabra. Wallander se preguntó fugazmente cuántas veces no habría vivido aquella misma situación de verse rodeado de colegas, a hora tan temprana y ante un caso que había que desenmarañar. A lo largo de los años, la comisaría se había trasladado a un nuevo edificio con muebles nuevos y nuevas cortinas ante las ventanas. Los aparatos de teléfono tenían otro aspecto, al igual que los proyectores. Por si fuera poco, todo estaba ahora informatizado. Y aun así parecía que todas aquellas personas se hubiesen sentado siempre en aquel lugar. Y él mismo, durante más tiempo que nadie.
Él tenía la palabra.
—Bien, Johan Lundberg ha muerto. Por si alguien lo ignoraba aún os lo comunico —comenzó al tiempo que señalaba el ejemplar del diario Ystads Allehanda, cuya portada dedicaba grandes titulares a la noticia de la muerte del taxista—. Lo que significa sencillamente que las dos muchachas, Hökberg y Persson, han cometido un homicidio. Un atraco con resultado de muerte, para ser exactos. En especial Hökberg ha sido muy clara en sus respuestas: lo tenían planeado, se habían provisto de armas, pensaban atacar al taxista que la casualidad les enviase. Habida cuenta de que Eva Persson es menor de edad, será no sólo asunto nuestro, sino también de otras instituciones. Tenemos el martillo, además de la cartera vacía y el teléfono móvil de Lundberg. Lo único que nos falta es el cuchillo. Ninguna de las dos ha negado nada, y ninguna ha inculpado a la otra. Supongo que podremos hacer llegar todo el material al fiscal mañana mismo, a más tardar. Como es lógico, la investigación forense está aún por concluir pero, por lo que a nosotros respecta, esta historia nefanda puede darse por resuelta.
Wallander guardó un silencio que nadie interrumpió.
—¿Por qué lo hicieron? —intervino al fin Lisa Holgersson—. Todo esto parece tan innecesario.
Wallander asintió lleno de gratitud, pues había confiado en que alguien hiciese esa pregunta para no tener que formularla él mismo.
—Sonja Hökberg parece muy resuelta. Tanto en mi interrogatorio como en el de Martinson siempre adujo la misma razón: «Necesitábamos dinero». Eso es todo.
—Dinero, ¿para qué? —quiso saber Hanson.
—Eso es algo que aún desconocemos. Se resisten a responder a esa pregunta. A decir de Hökberg, ni ellas mismas lo sabían. Sencillamente necesitaban dinero así, en general, y no para un objetivo concreto.
Wallander observó en silencio a cuantos se encontraban sentados en torno a la mesa antes de proseguir.
—Pero yo no lo creo. Hökberg, por lo menos, está mintiendo. Estoy convencido de ello. Con Eva Persson no he hablado todavía, pero estoy completamente seguro de que pensaban invertir el dinero en algo muy concreto. Por otro lado, sospecho que Eva Persson obedecía en todo a Sonja Hökberg. Esa circunstancia no reduce su culpa, pero sí ofrece una clara imagen de la relación entre ellas.
—¿Tiene eso alguna importancia? —inquirió Ann-Britt Höglund—. Me refiero a si querían el dinero para comprar ropa o para cualquier otra cosa.
—Bueno, en realidad, no mucha. El fiscal tendrá pruebas y motivos más que suficientes para condenar a Hökberg. En lo que concierne a Eva Persson, ya sabemos que no es sólo asunto nuestro.
—Ninguna de las dos tiene antecedentes —apuntó Martinson—. Lo he estado investigando. Y nunca les ha ido mal en los estudios.
Wallander se vio de nuevo invadido por la sensación de que tal vez se hallasen tras una pista errónea. O quizá, sin más, habían descartado de forma prematura la posibilidad de que existiese una explicación totalmente distinta a la muerte de Lundberg. Sin embargo, dado que por el momento le resultaba imposible cifrar en palabras aquel presentimiento, optó por guardar silencio. Les quedaba aún una cantidad considerable de trabajo por realizar y, si bien cabía la posibilidad de que la verdad se hallase en la simple urgencia de obtener dinero, no tenía por qué ser menos probable que el móvil hubiese sido otro bien distinto. En consecuencia, debían seguir contemplando el caso a la luz de varias alternativas.
El teléfono sonó y vino a interrumpir su callado razonar. Fue Hanson quien respondió, prestó atención a lo que se le decía y, al final, colgó el auricular.
—Era Nyberg —anunció—. Han encontrado el cuchillo.
Wallander asintió al tiempo que cerraba el archivador que tenía ante sí.
—No cabe duda de que debemos hablar con los padres y procurar que se investigue a fondo la identidad de todos los implicados. Pero el informe para el fiscal podemos redactarlo ahora mismo.
En ese punto, Lisa Holgersson alzó la mano.
—Hemos de ofrecer una conferencia de prensa —advirtió—. Los medios de comunicación no dejan de presionarnos. A decir verdad, resulta bastante insólito que dos chicas tan jóvenes cometan este tipo de delitos violentos.
Wallander miró a Ann-Britt Höglund, pero ella negó con la cabeza. Durante los últimos años, ella lo había relevado de la responsabilidad de las conferencias de prensa que tan engorrosas resultaban para Wallander. Sin embargo, en esta ocasión, la colega no deseaba prestarse a ello y Wallander la comprendía.
—Bien, yo me haré cargo —aceptó el inspector—. ¿Está ya fijada la hora?
—Yo propondría la una de la tarde.
Wallander lo anotó en su bloc.
Una vez distribuidas las tareas, la reunión no tardó en concluir. Todos compartían la sensación acuciante de lo urgente que sin duda resultaba elaborar cuanto antes el informe policial. Aquel crimen resultaba deprimente, y nadie deseaba hurgar en él más de lo necesario. Así, Wallander iría a visitar a los padres de Sonja Hökberg mientras que Martinson y Ann-Britt Höglund hablarían con Eva Persson y con sus padres.
La sala quedó desierta. Wallander notaba que el resfriado estaba a punto de brotar con toda su intensidad. «En el mejor de los casos, me las arreglaré para contagiar a alguno de los periodistas», se animó mientras buscaba un pañuelo de papel en los bolsillos.
Ya en el pasillo, se topó con Nyberg, enfundado en sus botas y vistiendo un grueso mono. Llevaba el crespo cabello desordenado y exhibía su consabido mal humor.
—Oí que habíais encontrado el cuchillo —comentó Wallander.
—Sí, parece ser que el municipio no puede permitirse ya la habitual limpieza de otoño —refunfuñó el técnico—, así que nos hemos visto en la necesidad de bucear entre miles de hojas caídas. Pero acabamos encontrándolo.
—¿Qué tipo de cuchillo es?
—Pues es un cuchillo de cocina. Bastante largo, por cierto. La chica debió de clavarlo con tal ahínco que le partió la punta contra una costilla. Por lo demás, es un cuchillo de pésima calidad.
Wallander hizo un gesto de abatimiento con la cabeza.
—Es difícil de creer, la verdad —se lamentó Nyberg—. ¿Qué queda del respeto por la vida humana? Me pregunto cuánto dinero conseguirían robar.
—La cifra exacta todavía no la sabemos, pero debieron de ser tan sólo unas seiscientas coronas, no creo que mucho más. Lundberg acababa de salir con el taxi y no solía llevar mucho cambio cuando empezaba el turno.
Nyberg masculló una maldición imperceptible antes de marcharse. Wallander regresó a su despacho y permaneció allí sentado, indeciso. Le dolía la garganta pero, pese al malestar, lanzó un suspiro y abrió el archivador que contenía el material de la investigación. Sonja Hökberg vivía en la zona oeste de la ciudad. Anotó la dirección, se puso en pie y tomó su chaquetón pero, cuando ya iba pasillo arriba, sonó el teléfono, de modo que se apresuró a volver al despacho. Era Linda quien llamaba. De fondo, se oía el estrépito de los cacharros de una cocina.
—Oí tu mensaje esta mañana —explicó la joven.
—¿Esta mañana?
—Así es. No dormí en casa anoche.
Wallander fue lo suficientemente sensato como para no preguntar dónde había pasado la noche, pues sabía que aquello no podía conducir más que a que su hija se indignase y le colgase el auricular.
—Bueno, no era nada importante. Tan sólo quería saber cómo estabas.
—Yo bien, ¿y tú?
—Pues un poco resfriado. Por lo demás, como siempre. Quería preguntarte si no piensas hacerme una visita un día de éstos.
—Es que no tengo tiempo.
—Puedo pagarte el billete.
—Ya te digo que no tengo tiempo, no es cuestión de dinero.
Wallander sabía que no lograría convencerla, pues Linda era tan tozuda como él mismo.
—¿De verdad que estás bien? —insistió ella—. ¿No has vuelto a tener contacto con Baiba?
—Eso se acabó hace ya tiempo, como sabes.
—Pues yo creo que no te hace ningún bien ir así por la vida.
—¿A qué te refieres?
—Ya sabes a qué me refiero. ¡Hasta empiezas a hablar con voz quejumbrosa…! Antes no sonabas así.
—¿No querrás decir que soy un cascarrabias?
—Ahí lo tienes, ¿ves? Pero tengo una propuesta: yo creo que deberías buscar una agencia matrimonial.
—¿Una agencia matrimonial?
—Claro, ahí encontrarás a alguien. De lo contrario, te convertirás en un viejo protestón y empezarás a preguntarme por qué paso las noches fuera de casa.
«¡Vaya! Parece que me adivine el pensamiento», concluyó Wallander «Como si fuese transparente para ella».
—¿Estás sugiriendo que ponga un anuncio en un periódico?
—Exacto, O que te pongas en contacto con alguna agencia.
—Eso jamás.
—¿Y por qué no?
—Pues porque no creo en esas cosas.
—Pero ¿por qué?
—¡Yo qué sé!
—Es un buen consejo, así que piénsatelo. Bueno, ahora debo seguir trabajando.
—¿Dónde estás?
—En el restaurante. Abrimos a las diez.
La joven se despidió concluyendo así la conversación. Wallander se preguntaba dónde habría dormido aquella noche. Hacía algunos años, Linda había estado saliendo con un chico de Kenya que estudiaba Medicina en Lund. Pero aquello se terminó y, desde entonces él había tenido escaso conocimiento, por no decir ninguno, acerca de las parejas de su hija. Salvo que, al parecer, solían cambiar con asiduidad. Sintió un pinchazo de celos y mal humor. Ya algo repuesto, abandonó el despacho. A decir verdad, aquella idea de poner un anuncio en el periódico o de dirigirse a una agencia ya se le había pasado a él por la cabeza en alguna ocasión, pero siempre la había rechazado por absurda. De hecho, se le antojaba que acceder a tal recurso sería como rebajarse muy por debajo del valor que él se atribuía a sí mismo.
El viento racheado le azotó el rostro. Se sentó al volante, puso el motor en marcha y aplicó el oído al traqueteo que sonaba cada vez peor. Tras un instante, partió hacia la casa adosada en que Sonja Hökberg había vivido en compañía de sus padres. En el informe que Martinson le había proporcionado, constaba la profesión del padre de Sonja, que era «trabajador autónomo». Sin embargo, nada se decía acerca de en qué consistía su actividad con exactitud. Ya ante la casa, Wallander salió del vehículo. Al entrar en el jardín, comprobó que, aunque pequeño, estaba cuidado con esmero. Llamó al timbre y, tras un instante, un hombre acudió a abrir la puerta. Wallander supo enseguida que lo había visto con anterioridad, pues tenía buena memoria para los rostros. En cambio, era incapaz de recordar cuándo o dónde. Por su parte, el hombre que tenía ante sí en el umbral de la puerta también reconoció a Wallander en el acto.
—¡Vaya! ¿Tú por aquí? —exclamó—. Ya sabía yo que la policía vendría tarde o temprano, pero no imaginé que te enviarían a ti, precisamente.
Se apartó para permitir el paso a Wallander, que entró en la casa. Desde algún lugar difícil de precisar se oía el ruido de un televisor. El inspector seguía sin recordar quién era aquel hombre.
—Supongo que me has reconocido —comentó Hökberg.
—Así es, pero debo confesar que no recuerdo dónde nos hemos visto —admitió Wallander.
—Pero hombre, ¿no te dice nada el nombre de Erik Hökberg?
Wallander rebuscaba en vano entre sus recuerdos.
—¿Y el de Sten Widén?
Entonces lo recordó. Sten Widén, el dueño del picadero de Stjärnsund. Y Erik, claro. Los tres habían compartido, hacía ya muchos años una profunda pasión por la ópera. El más aficionado era sin duda Sten, pero Erik, amigo suyo de la infancia, había participado en no pocas ocasiones, cuando se reunían en torno a un gramófono dispuestos a gozar de alguna de las obras de Verdi.
—Sí, ya me acuerdo —afirmó Wallander—. Pero entonces tú no te llamabas Hökberg, ¿no es así?
—No, es cierto, adopté el apellido de mi esposa. Yo me llamaba Erik Eriksson.
Erik Hökberg era un hombre alto y corpulento en cuya mano resultaba diminuta la percha que tendía a Wallander para que éste colgase el chaquetón. Wallander lo recordaba muy delgado, pero ahora sufría un sobrepeso considerable. De ahí que al inspector le hubiese costado identificarlo.
Wallander se quitó el chaquetón y siguió a Hökberg hasta la sala de estar. Había allí un televisor, pero el ruido procedía de un aparato conectado en otra de las habitaciones de la casa. Tomaron asiento. Wallander se sentía algo turbado, pues el asunto era de por sí bastante delicado.
—Es terrible lo que ha sucedido —comenzó Hökberg—. Como comprenderás, no acabo de explicarme lo que pudo pasársele por la cabeza.
—¿Es la primera vez que manifiesta una actitud violenta?
—En efecto, la primera vez.
—¿Y tu mujer? ¿Está en casa?
Hökberg se había hundido en la silla. Tras aquel rostro de gruesos pliegues, Wallander adivinaba aquel otro semblante, el que le recordaba un tiempo que, a aquellas alturas, se le antojaba infinitamente lejano.
—No, se fue con Emil a casa de su hermana, que vive en Höör. Ya no soportaba estar aquí, con todos esos periodistas y sus constantes llamadas intempestivas, sin ningún tipo de miramiento; llaman incluso a medianoche, si a ellos les viene bien.
—Ya. Pues me temo que tendré que hablar con ella también.
—Claro, lo comprendo. Ya le dije yo que la policía vendría a vernos.
Wallander se sentía inseguro, indeciso sobre cómo continuar.
—Tu mujer y tú habréis hablado del asunto, imagino.
—Sí, pero ella sabe tan poco como yo. Fue algo tan totalmente inesperado que nos dejó atónitos.
—Ya. Y tu relación con Sonja, ¿era buena?
—Excelente, jamás tuvimos el menor enfrentamiento.
—¿Qué me dices de su madre?
—Tampoco. Bueno, a veces discutían, pero sobre asuntos sin importancia, lo normal entre madre e hija. Durante todos los años que he vivido con ella, jamás causó ningún problema.
Wallander frunció el entrecejo.
—¿Qué quieres decir?
—Creí que sabías que es mi hijastra.
Aquel dato no constaba en el informe pues, de lo contrario, Wallander habría tomado buena nota de ello.
—Emil es hijo de Ruth y mío —explicó Hökberg—. Sonja tendría dos años cuando yo aparecí en sus vidas. En diciembre hará diecisiete años. Ruth y yo nos conocimos en una cena de Navidad.
—¿Y quién es el padre de Sonja?
—Se llamaba Rolf. Nunca se preocupó por ella y Ruth y él nunca estuvieron casados.
—¿Sabes dónde vive?
—Murió hace unos años, alcoholizado.
Wallander buscaba ahora un bolígrafo en los bolsillos pues, según había comprobado, había olvidado llevarse el bloc de notas y las gafas. Sobre la hoja de cristal de la mesa había un montón de periódicos.
—¿Puedo rasgar una hoja? —preguntó al tiempo que señalaba los diarios.
—¡Vaya! ¿Acaso la policía ya no puede permitirse comprar blocs de notas?
—Quizá, pero en este caso es culpa mía: lo olvidé en el despacho.
Wallander tomó uno de los periódicos como base sobre la que escribir, sin dejar de notar que se trataba de un periódico financiero en lengua inglesa.
—¿Puedo saber a qué te dedicas?
La respuesta lo dejó perplejo.
—Me dedico a la especulación.
—¿Y con qué especulas?
—Acciones, opciones, moneda extranjera… Además, tengo una buena fuente de ingresos con las apuestas. Críquet inglés, en especial; algo de fútbol americano de vez en cuando.
—O sea, que juegas.
—Sí pero no a los caballos. Ni siquiera hago la quiniela. Pero supongo que el mercado de la Bolsa bien puede describirse como una especie de juego.
—¿Y llevas el negocio desde tu domicilio?
Hökberg se levantó y le hizo una señal de que lo siguiese. Wallander quedó de pie, atónito, en el umbral de la habitación contigua. En efecto no era sólo un televisor el que estaba encendido, sino tres. En sus pantallas parpadeaban, pasando a toda velocidad, infinidad de columnas de cifras. Además, aparecían sobre las mesas unos cuantos ordenadores e impresoras. Fijados a una de las paredes, pendían relojes con indicaciones horarias de diversas partes del mundo. Wallander experimentó la sensación de haber accedido a la torre de control de un aeropuerto.
—Dicen que las nuevas técnicas han hecho que el mundo resulte más pequeño —comentó Hökberg—. Pero eso es, en mi opinión, claramente cuestionable. En cualquier caso, no cabe duda alguna de que al menos mi mundo ha crecido. Desde esta casa adosada de pobre construcción y situada a las afueras de Ystad puedo participar en todos los mercados mundiales. Así, puedo conectarme con agencias de apuestas de Londres o de Roma. Puedo adquirir opciones en la Bolsa de Hong Kong o vender dólares americanos en Yakarta.
—¿En serio que es así de fácil?
—Bueno, no exactamente. Es preciso tener licencias, contactos y conocimientos. Pero en esta habitación me siento como en el centro del mundo. En cualquier momento. La fortaleza y la vulnerabilidad van codo con codo.
Tras la exhibición, regresaron a la sala de estar.
—Quisiera ver la habitación de Sonja —pidió Wallander.
Hökberg lo condujo escaleras arriba, dejaron atrás un dormitorio que Wallander supuso pertenecería al niño llamado Emil, hasta que Hökberg señaló una puerta.
—Te esperaré abajo —aseguró—. A menos que necesites mi ayuda.
—No, gracias.
El sonido de los pesados pasos de Hökberg se atenuó hasta desaparecer por la escalera. Wallander abrió la puerta. La habitación tenía el techo abuhardillado y había una ventana entreabierta. Las cortinas, de un tejido fino, se mecían al viento. Wallander permaneció inmóvil e inspeccionó con calma el recinto. Sabía por experiencia lo importante que resultaba la primera impresión. En posteriores observaciones podían revelarse detalles escénicos imperceptibles a primera vista. Pese a todo, él siempre recurría en su conciencia a la primera impresión.
En aquella habitación vivía una persona cuya identidad él ansiaba conocer. La cama estaba hecha. Cojines de color rosa o de floridos estampados aparecían por doquier. Una de las paredes quedaba oculta por completo tras una estantería atestada de todo tipo de ositos de peluche. Una de las puertas del armario estaba cubierta por un espejo y, extendida sobre el suelo, había una gruesa y mullida alfombra. Bajo la ventana se alzaba una mesa de escritorio sobre cuyo tablero no había nada en absoluto. Wallander permaneció largo tiempo en el umbral, observando la habitación. De modo que allí vivía Sonja Hökberg. Entró en la habitación, se arrodilló y miró bajo la cama. El suelo estaba sucio, pero en algún punto, un objeto había dibujado un rastro en el polvo. Wallander se estremeció ante la sospecha de que aquél había sido, a todas luces, el lugar donde la chica había ocultado el martillo. Se incorporó para sentarse sobre el borde de la cama, que era de una dureza sorprendente. Entonces, se aplicó la mano a la frente intuyendo que la fiebre había vuelto a subir; la garganta aún estaba inflamada, pero el frasco de pastillas seguía en su bolsillo. Se puso en pie con la intención de abrir los cajones del escritorio. Comprobó que ninguno de ellos estaba cerrado con llave. Ni siquiera halló una para cerrarlos. No podía decir qué estaba buscando, tal vez un diario, una fotografía… Pero nada de lo que descubrió en los cajones atrajo su atención. De nuevo tomó asiento sobre la cama y se entregó a rememorar su encuentro con Sonja Hökberg.
La sensación se había manifestado de forma inmediata, ya en el umbral de la puerta.
Allí había algo que no encajaba. Sonja Hökberg y su habitación no encajaban. Por más que se esforzaba, era incapaz de imaginársela allí, entre aquella multitud de ositos de color rosa. Pese a todo, era su habitación, de modo que trató de dilucidar qué podía significar aquello. ¿Qué versión era más fiel a la verdad? ¿La de la Sonja Hökberg con la que él se entrevistó en la comisaría, o tal vez la de la propietaria de aquel dormitorio, en el que un martillo ensangrentado había yacido oculto bajo la cama?
Rydberg le había enseñado a escuchar, hacía ya muchos años. Cada habitación tiene su forma de respirar. Debes aplicar el oído. Una habitación es capaz de desvelar buena parte de los secretos de la persona que la habita.
Al principio, Wallander había albergado serias dudas acerca de la eficacia del consejo de Rydberg. Sin embargo, con el paso del tiempo, comprendió que el viejo colega le había transmitido una valiosísima enseñanza.
Wallander empezaba a sufrir un fuerte dolor de cabeza y sentía un tremendo zumbido en las sienes. Se levantó de nuevo para mirar, en esta ocasión, en el interior del armario. Ropa en las perchas, zapatos en el suelo. De hecho, no había allí más que zapatos y un oso de peluche algo maltrecho. En la cara interna de la puerta del armario había fijado un cartel con un fotograma de la película El abogado del diablo, en que Al Pacino interpretaba el papel protagonista. Wallander recordaba haberlo visto actuar en El padrino. Cerró luego la puerta y se sentó en la silla que había ante el escritorio, desde la cual podía observar la habitación desde otra perspectiva.
«Aquí falta algo», resolvió. Recordaba el aspecto de la habitación de Linda cuando era adolescente. Cierto que había peluches, pero lo que primaba eran las fotografías de los ídolos sagrados, a veces modificados pero siempre presentes bajo alguna forma.
En la habitación de Sonja Hökberg no había nada. Tenía diecinueve años y tan sólo un cartel de una película dentro del armario.
Wallander permaneció sentado todavía unos minutos antes de abandonar la habitación y descender los peldaños de la escalera. Erik Hökberg lo aguardaba en la sala de estar. Wallander le pidió un vaso de agua y se tomó las pastillas mientras Hökberg lo observaba inquisitivo.
—¿Has encontrado algo?
—Bueno, sólo quería echar un vistazo.
—¿Qué va a ocurrirle?
Wallander hizo un gesto con la cabeza.
—Tiene la mayoría de edad de responsabilidad penal y ha confesado, de modo que no va a tenerlo fácil.
Hökberg no hizo ningún comentario, pero Wallander notó que estaba sufriendo.
El inspector anotó el número de teléfono de la cuñada del hombre, en Höör.
A continuación abandonó la casa. El viento había arreciado en oleadas que iban y venían. Emprendió el regreso a la comisaría, aunque se encontraba bastante mal. Después de la conferencia de prensa, se marcharía a casa y se metería en la cama.
Cuando cruzó las puertas de la comisaría y entró en la recepción, Irene le hizo señas de que se acercase. Wallander la notó algo pálida.
—¿Qué ha sucedido? —inquirió el inspector.
—No lo sé —repuso ella—, pero han estado buscándote. Y, como de costumbre, no llevabas el móvil.
—¿Quién ha estado buscándome?
—Todos.
Wallander perdió la paciencia.
—¿Quiénes son todos? ¿No puedes ser un poco más precisa?
—Martinson y Lisa.
Wallander se dirigió al despacho de Martinson, donde también halló a Hanson.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó de nuevo el inspector.
—Sonja Hökberg ha huido —lo informó Martinson.
Wallander fijó en él una mirada incrédula.
—¿Que ha huido?
—Hace menos de una hora. Todo el personal disponible está fuera entregado a su búsqueda. Pero parece haberse esfumado.
Wallander observaba a sus colegas.
Después, tras quitarse el chaquetón, tomó asiento.