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El martes 11 de noviembre, y para sorpresa de todos, Wallander quedó libre de la acusación de haber agredido a Eva Persson durante un interrogatorio. Fue Ann-Britt quien le comunicó la noticia y quien había contribuido de un modo decisivo a que así fuese. Sin embargo, Wallander no supo cómo hasta mucho después.

Pocos días antes Ann-Britt había ido a visitar a Eva Persson y a su madre. Nunca se supo, no obstante, sobre qué versó aquella conversación. En efecto, no se redactó acta alguna ni se contó con la presencia de ningún testigo, según era preceptivo por tratarse de una menor. En cualquier caso, Ann-Britt le dio a entender a Wallander que había ejercido una «variante suave de chantaje sentimental». Sin embargo, jamás le explicó qué significaba aquello exactamente. Aunque, a raíz de otros comentarios de Ann-Britt, intuyó que Eva Persson había empezado a pensar en su futuro: si bien se veía ya libre de toda sospecha de haber participado activamente en el asesinato del taxista Lundberg, una falsa acusación contra un policía podía tener consecuencias funestas en el futuro. Los pormenores de la charla permanecieron en secreto para Wallander y para el resto de los colegas. Pero lo cierto fue que, al día siguiente de la misma, Eva Persson y su madre retiraron, a través de su abogado, la acusación contra Wallander. Reconocieron, finalmente, que la bofetada había respondido a los motivos aducidos por Wallander y que se había producido en las circunstancias que él expuso. Eva Persson reconoció haber atacado a su madre y, pese a que podría haberse dictado un auto de procesamiento contra Wallander por delitos perseguibles de oficio, el asunto se sobreseyó con premura, como si todos se sintiesen aliviados por ello. Ann-Britt había procurado además que una serie de periodistas por ella elegidos quedasen debidamente informados de todo. Sin embargo, la noticia de que Wallander hubiese sido declarado inocente al ser retirada la denuncia no obtuvo mención especial alguna en los periódicos, si es que llegó a mencionarse alguna vez.

Aquel martes fue, en cualquier caso, un día inesperadamente frío en Escania, que sufrió el azote de vientos del norte casi huracanados. Wallander se había despertado temprano tras una noche de inquieto sueño a causa de las malévolas ensoñaciones que habían visitado su subconsciente. En realidad, no fue capaz de rememorar con detalle qué había soñado. Pero sí sabía que había sido perseguido y había estado a punto de morir ahogado por las sombrías figuras y cuerpos extraños que intentaban aplastarlo.

Llegó a la comisaría hacia las ocho de la mañana, pero no se quedó allí más que unos minutos. El día anterior había tomado la decisión de obtener respuesta, de una vez por todas, a una pregunta que llevaba tiempo rondándole la cabeza. Tras haber revisado algunos documentos y haberse cerciorado de que a Marianne Falk le habían devuelto el álbum de fotos que ella le había cedido, salió de la comisaría y se dirigió al domicilio de la familia Hökberg, donde lo esperaban, pues había concertado la cita con Erik Hökberg el día anterior. Emil, el hermano de Sonja, estaba en el colegio y la esposa había ido a visitar, una vez más, a la hermana que tenía en Höör. A Wallander no le pasó inadvertida la palidez de Erik Hökberg, que había adelgazado bastante desde la última vez que se vieron. Según los rumores que le habían llegado, el entierro de Sonja había sido desgarrador. Wallander entró en la casa no sin antes prometer que su visita no se prolongaría demasiado.

—Decías que querías ver la habitación de Sonja otra vez… —comentó Erik Hökberg—. Pero yo no alcanzo a comprender por qué.

—Ya te lo explicaré cuando estemos allí. Porque quiero que tú me acompañes, claro.

—No hemos cambiado nada. Aún no hemos tenido fuerzas.

Subieron al piso superior y entraron en la habitación rosa que, desde el primer momento, produjo en Wallander la extraña sensación de que allí había algo que no encajaba en absoluto.

—No creo que esta habitación haya tenido siempre el mismo aspecto. Lo cierto es que sospecho que Sonja la cambió en un momento determinado de su vida, ¿me equivoco?

Erik Hökberg lo observó atónito.

—¿Cómo lo sabías?

—No lo sabía. Te pregunto.

Erik Hökberg tragó saliva. Wallander aguardó.

—Sí, bueno, fue después de aquel suceso —comenzó el hombre—. Después de la violación. De repente, retiró cuantos adornos tenía en las paredes y sacó otros que había usado cuando era más pequeña que guardaba en el desván, en cajas de cartón. La verdad es que nosotros nunca comprendimos por qué lo hizo. Y ella tampoco nos explicó nada.

«Algo entrañable le fue arrebatado y ella decidió huir de dos formas: una, volviendo a su niñez, cuando todo estaba aún intacto; la otra, poniendo en práctica una venganza ejemplar», concluyó el inspector.

—Eso era lo que quería saber, nada más.

—¿Y por qué es tan importante saberlo ahora que ya nada importa? Sonja no volverá. Tanto para mí como para Ruth y Emil la vida será, en el mejor de los casos, una vida a medias.

—Bueno, hay ocasiones en que uno debe tener claro dónde poner el punto final. Las preguntas sin respuesta pueden convertirse en un tormento permanente. Pero, sin lugar a dudas, tienes razón. Por desgracia, nada cambiará.

Salieron de la habitación y bajaron las escaleras. Erik Hökberg le ofreció un café, pero Wallander rechazó la invitación, pues deseaba abandonar el luto de aquel hogar lo antes posible.

Se dirigió entonces al centro, donde aparcó el coche en la calle de Hamngatan y subió andando hasta la librería que estaba abriendo sus puertas en aquel momento, con la intención de recoger el libro sobre el tapizado de muebles que tanto tiempo llevaba esperando ser retirado. Quedó sorprendido ante el precio, pidió que se lo envolvieran para regalo y regresó al coche. Linda iría a verlo a Ystad al día siguiente y tenía pensado regalárselo.

Poco después de las nueve, estaba de vuelta en la comisaría. A las nueve y media había reunido sus papeles y carpetas y se dirigía a una de las salas de reuniones. Precisamente aquella mañana iban a revisar cuanto había acontecido desde la noche en que Tynnes Falk había caído muerto ante el cajero cercano al centro comercial. Repasarían todo el material una vez más antes de entregárselo al fiscal. Puesto que el asesinato de Elvira Lindfeldt era también asunto de los colegas de Malmö, el inspector Forsman, responsable de la investigación de dicho asesinato, también participaría en la reunión.

Ahora bien, a aquellas alturas, Wallander aún ignoraba que estuviese libre de las sospechas de agresión, pues Ann-Britt no lo informaría de ello hasta más tarde. Sin embargo, aquello no le causaba el menor desasosiego. Lo más importante para él seguía siendo que Robert Modin estuviese vivo. De hecho, suponía para él un consuelo ante la idea que aún lo asaltaba a veces de que tal vez también la muerte de Jonas Landahl hubiese podido evitarse si él hubiese llegado a las últimas consecuencias de sus razonamientos. Bien sabía él que, en el fondo, aquello era una carga desproporcionada para su conciencia, pues habría sido pedir lo imposible. Pero allí estaba la idea, pese a todo, yendo y viniendo sin dejarlo en paz de una vez por todas.

Por una vez, Wallander fue el último en entrar en la sala. Saludó a Forsman, al que reconoció de algún seminario o ciclo de conferencias en que ambos habían participado. Hans Alfredsson había regresado ya a Estocolmo y Nyberg estaba en la cama con gripe. Wallander tomó asiento y empezaron a revisar el ingente montón de material. A la una de la tarde, tras haber releído la última página, dieron por concluida la reunión. Ya podían poner punto final.

Durante las tres semanas que habían transcurrido desde que se produjo el tiroteo ante el cajero automático, todo aquello que se les había presentado como impenetrable o poco claro había ido esclareciéndose hasta convertirse en información susceptible de ser procesada. En varias ocasiones, Wallander había tenido la ocasión de constatar hasta qué punto habían acertado en sus hipótesis, pese a que éstas habían sido, las más de las veces, resultado de aventuradas suposiciones sin fundamento, en lugar del fruto de un análisis programático de los hechos. Por otro lado, nadie dudaba de la importancia que la intervención de Robert Modin había significado para la resolución del caso. Él había identificado el cortafuegos, él había hallado las vías alternativas de acceso. Durante aquellas semanas, además, habían recibido un flujo constante de información procedente del extranjero hasta que, por fin, había sido posible desvelar todo aquel intrincado complot.

El último fallecido en aquellos días, que se llamaba Carter y había llegado de Luanda, había adquirido una identidad y una historia personal. Wallander halló finalmente la respuesta a la pregunta que tantas veces se había formulado: «¿Qué había sucedido en Angola?». Ahora, al menos, ya conocían el marco en que la conspiración se había fraguado. Falk y Carter se habían conocido en Luanda en la década de los setenta, probablemente de forma casual. Lo que entonces sucedió y lo que acordaran durante sus encuentros sólo podían imaginarlo, ciertamente. Pero algo había unido a aquellos dos hombres, que habían creado una asociación caracterizada por una mezcla de deseo de venganza personal, soberbia y unas figuraciones dignas de mentes perturbadas sobre el hecho de ser unos elegidos. Así, habían decidido atacar el sistema financiero mundial. Llegado el momento, lanzarían su misil electrónico. La situación privilegiada de Carter en las estructuras financieras y los innovadores conocimientos de Falk en materia de sistemas electrónicos a escala mundial constituían una combinación perfecta y, por ende, en extremo peligrosa.

Al tiempo que, paso a paso, planificaban el ataque, sus personalidades se desarrollaron hacia formas singulares de convincentes profetas capaces de crear una organización secreta y bien controlada por la que individuos como Fu Cheng, de Hong Kong, o Elvira Lindfeldt y Jonas Landahl, de Escania, se habían visto atraídos, antes de sucumbir convencidos y quedar atrapados sin remedio. La imagen de una secta de estructura jerárquica fue saliendo a la luz poco a poco. Carter y Falk tomaban todas las decisiones. Aquéllos a quienes se permitía ingresar en su comunidad eran elegidos. Y, por más que aún no contasen con las pruebas necesarias para demostrarlo, sospechaban que el propio Carter había ejecutado a varios de los que no habían dado la talla o habían manifestado su deseo de dejar de pertenecer a la organización.

Carter era el misionero. Si bien era cierto que se había despedido del Banco Mundial, había seguido realizando algún que otro trabajo de asesoría para la organización financiera. Y durante uno de esos trabajos, que realizó en Pakistán, conoció a Elvira Lindfeldt. Sin embargo, nunca supieron cómo habían conocido a Jonas Landahl.

Para Wallander, Carter se perfilaba como el guía loco de una secta, un dechado de sangre fría y crueldad. La imagen de Falk resultaba, en cambio, más compleja. En efecto, no habían podido detectar ningún rasgo de verdadera crueldad, aunque sí entreveían la silueta de un hombre movido por una velada necesidad de destacar. Un hombre que, durante un corto periodo de tiempo, durante los años sesenta, había pertenecido a varias organizaciones extremistas, tanto de derechas como de izquierdas, pero que no tardó en desligarse de todas ellas para iniciar su propia senda y acercarse al mundo con su profético desprecio por el ser humano.

En Angola y por pura casualidad, los senderos de Carter y de Falk se cruzaron y, al ver el uno el interior del otro, se reconocieron como almas gemelas.

Acerca de Fu Cheng, la policía de Hong Kong les envió interminables informes en los que descubrieron que, en realidad, se llamaba Hua Gang. La Interpol había identificado sus huellas en diversos delitos, como algunos asaltos a bancos de Frankfurt y Marsella, entre otros. Aunque tampoco esto pudo probarse, supusieron que el dinero se invirtió en la financiación de la operación que Falk y Carter preparaban. Hua Gang tenía sus raíces en el inframundo del crimen organizado y, pese que nunca llegó a ser condenado, sí fue sospechoso de varios asesinatos, cometidos tanto en Asia como en Europa y cada uno de ellos bajo una identidad distinta. No les cabía la menor duda de que él había sido el autor de los asesinatos de Sonja Hökberg y Jonas Landahl, pues tanto las huellas dactilares como los testimonios tardíos de algunos testigos apoyaban esta tesis. Como tampoco cuestionaban el hecho de que no hubiese sido más que un mercenario, dirigido por Carter y quizá también por el propio Falk. Las ramificaciones parecían conducir a todos los continentes y el trabajo que tenían por delante para lograr el total esclarecimiento del caso era, en verdad, ingente. Y, pese a todo, podían concluir que no debían temer ninguna continuación dado que, con Carter y Falk muertos, la organización había dejado de existir.

Jamás lograron averiguar por qué Carter asesinó a Elvira Lindfeldt pues, salvo la información fragmentaria que de las acusaciones de Carter contra ella refirió Robert Modin, no tenían más detalles de su relación. Probablemente, aquella mujer sabía demasiado y había dejado de ser necesaria. Por otro lado, Wallander suponía que, a su llegada a Suecia, Carter estaba poco menos que desesperado.

Comoquiera que fuese, aquellos dos hombres estaban decididos a sembrar el caos en el mundo financiero; y la conclusión a la que llegaron los investigadores era aterradora: estuvieron muy cerca de conseguirlo. Si Modin o Wallander hubiesen introducido la tarjeta y el código exactamente a las cinco y treinta y un minutos de aquel lunes 20 de octubre, un alud electrónico se habría desencadenado sin remedio. Los expertos que habían logrado esbozar un estudio preliminar del programa que Falk había instalado en los sistemas, palidecieron al comprender el alcance de sus consecuencias. La vulnerabilidad de la instituciones cuyos sistemas habían sido conectados en serie por Falk y Carter había resultado ser extraordinaria. En todo el mundo, distintos grupos de expertos trabajaban con denuedo para obtener una valoración del efecto de tal atentado informático.

Pero ni Modin había introducido la tarjeta Visa de Carter en la ranura del cajero ni Wallander había llegado a teclear el código. De modo que nada sucedió, salvo que unos cuantos cajeros de Escania se habían visto afectados, aquella mañana, por una serie de fallos técnicos tan repentinos como inexplicables. Varios de ellos se declararon fuera de servicio, aunque jamás se detectó avería alguna. Y de repente, todo empezó a funcionar de nuevo con total normalidad. Un muro de confidencialidad insalvable se alzó en torno a la investigación y a las conclusiones que, gracias a ella, iban tomando forma.

Los asesinatos de Sonja Hökberg, Landahl y Lindfeldt habían quedado aclarados. Fu Cheng se había suicidado, tal vez porque en los rituales de la misteriosa organización se incluyese el no dejarse atrapar jamás. Tampoco para aquella pregunta hallarían respuesta. A Carter le había disparado Wallander. Del mismo modo en que no pudieron aclarar las circunstancias misteriosas de por qué Sonja Hökberg había sido arrojada a una estación de transformadores o por qué Falk disponía de los planos de una de las instalaciones más importantes de Sydkraft. Sin embargo, sí que consiguieron esclarecer parcialmente el asunto de cómo abrieron la verja y la puerta de la estación de transformadores. En efecto, Hanson no se daba por vencido y averiguó que el técnico Moberg había sido victima de un robo en su domicilio durante una semana en la que estuvo de vacaciones. Las llaves estaban en casa cuando regresó pero, según Hanson, las habían copiado a cambio, seguramente, de una tentadora suma de dinero ofrecida al fabricante americano.

En el pasaporte de Jonas Landahl descubrieron que el joven había visitado Estados Unidos un mes después del robo en casa de Moberg y, como ya sabían, contaba con mucho dinero procedente de los asaltos a los bancos de Frankfurt y Marsella. Con no poco esfuerzo, lograron dar con las respuestas a cada uno de los cabos sueltos que salpicaban el material de la investigación. Resultó, entre otras cosas, que Tynnes Falk tenía un apartado de correos en Malmö, pero jamás supieron por qué le había dicho a Siv Eriksson que ella recibía toda su correspondencia. Tampoco encontraron nunca el diario de bitácora, ni los dedos seccionados de Falk, pero los patólogos consiguieron determinar que la muerte se había producido de hecho por causas naturales, si bien Enander tenía razón y no había sido a causa de un paro cardíaco, sino de una embolia cerebral difícil de detectar. Por otro lado, no quedaba ningún punto que aclarar sobre el asunto del asesinato del taxista. El factor desencadenante en ese caso había sido el irrefrenable deseo de venganza de Sonja Hökberg, una venganza ejemplar. No se explicaban, no obstante, por qué no eligió como blanco de su venganza al hombre que la había atacado, en lugar de a su padre, que era inocente. Ni alcanzaron a comprender las deficientes reacciones de Eva Persson, pese al exhaustivo análisis psicológico a que se la sometió. En cambio, sí que quedaron convencidos de que la muchacha jamás empuñó ni el martillo ni el cuchillo. Otra de las cuestiones sin respuesta quedó definitivamente aclarada: Eva Persson había decidido modificar su versión de los hechos por la sencilla razón de que no quería cargar con la responsabilidad de un delito que no había cometido y, cuando se retractó de su primera confesión, lo hizo en el desconocimiento de la muerte de Sonja. Lo único que la movió fue su deseo de contar la verdad acerca de su propia intervención. Nadie sabía qué sería de ella en el futuro.

Pese a las intensas pesquisas y ulteriores análisis, quedó algún que otro cabo suelto.

Un buen día, Wallander halló sobre su mesa un extenso informe redactado por Nyberg en el que el técnico explicaba con prolijidad modélica que la maleta vacía que habían encontrado en el transbordador había pertenecido, sin duda, a Jonas Landahl. El técnico no supo decir, en cambio, qué había sido de la ropa o qué otros objetos podía haber contenido la maleta. Lo más probable era que Hua Gang, su asesino, hubiese arrojado por la borda todas las pertenencias del joven en un intento de retrasar la identificación del cadáver, de modo que la única prueba era su pasaporte. El inspector dejó el informe sobre la mesa con un profundo suspiro.

Lo más importante fue, con todo, el esclarecimiento de las actividades de Carter y Falk. A Wallander no le quedó la menor duda de que ambos tenían otros planes tras el ataque a los sistemas financieros. Así pues, habían diseñado un proyecto de sabotaje de las centrales de suministro energético más importantes del mundo. Y la cuestión del relé que Hua Gang, en cumplimiento, sin duda, de las órdenes de Carter, había colocado en la camilla vacía del depósito o la de la conducción del cadáver, ya sin los dos dedos, al lugar en que se lo encontró en un principio, no habían sido sino manifestaciones de la vanidad de aquel guía sectario, pinceladas rituales y pseudorreligiosas de un mundo en el que Carter y Falk eran dioses.

Aun así, en medio de la brutalidad sin límites manifestada por dos perturbados con complejo de superhombres, Wallander hubo de admitir que Falk y Carter habían puesto de manifiesto un hecho importante: la fragilidad de la sociedad en que vivían era mayor de lo que ninguno de ellos habría podido sospechar.

Por otro lado y a raíz de todos aquellos sucesos, el inspector empezó a tomar conciencia de que el futuro necesitaría un tipo de policías bien distinto al que él representaba. No porque sus conocimientos y experiencias llegasen a resultar superfluos, sino porque había campos del saber decisivos para el trabajo policial y en los que él era un completo ignorante.

En un sentido más amplio, se había visto obligado a reconocer que él era ya viejo. Un perro viejo incapaz de aprender nada nuevo.

En su apartamento de la calle de Mariagatan se había sumido, a altas horas de la noche, en penosas reflexiones acerca de la vulnerabilidad; la que caracterizaba a la sociedad y la suya propia, que parecían enlazadas e interdependientes. Y así, llegó a una doble interpretación de sus reacciones. Por una lado, veía crecer a su alrededor una sociedad que le resultaba ajena. En su trabajo, se enfrentaba de forma constante a manifestaciones de fuerzas descarnadas que, inmisericordes, zarandeaban a los seres humanos arrojándolos a la marginalidad más periférica. Veía a gente joven que, antes de terminar sus estudios primarios, ya había perdido la fe en su propio valor; el consumo de drogas y de alcohol, siempre creciente, como en el caso de la joven Sofía Svensson, aquélla que vomitó en su asiento trasero… En la sociedad sueca los antiguos abismos se ensanchaban y otros nuevos veían la luz; y los cercados invisibles segregaban a los grupos, cada vez más reducidos, de los que vivían bien. Los muros se levantaban altos contra los que vivían en los fríos reductos marginales: los sin techo, los toxicómanos, los desempleados.

Y, al margen de todo aquello, se desarrollaba otra revolución, la de la vulnerabilidad en la que unos puntos de conexión cada vez más poderosos pero, al mismo tiempo, más frágiles regulaban la sociedad. La eficacia aumentaba a cambio de que las personas quedasen indefensas frente a las fuerzas que se dedicaban a perpetrar el sabotaje y a sembrar el terror.

Por otro lado, allí estaba también su propia vulnerabilidad, la soledad, la timidez, la falta de autoestima, la certeza de que Martinson lo superaría y le arrebataría el puesto. La sensación de inseguridad ante las innovaciones que no cesaban de modificar su trabajo y que ponían a prueba su capacidad de adaptación y de renovación.

Durante aquellas noches en la calle de Mariagatan, solía pensar que no aguantaba más. Pero sabía que debía hacerlo, al menos durante otros diez años. No le quedaba ninguna otra opción real. Era un investigador, un trabajador de campo. La idea de dedicarse a dar conferencias en las escuelas sobre los riesgos de la droga o enseñando las reglas de tráfico a los niños de las guarderías le resultaba impensable. Aquel mundo jamás sería el suyo.

La reunión finalizó a la una y el material quedó listo para su entrega al fiscal. Pero nadie sería condenado, puesto que todos los culpables habían muerto. No obstante, sobre la mesa del fiscal también dejaron lo que bien podría convertirse en una revisión de los hechos protagonizados por Carl-Einar Lundberg.

Y ya después de la reunión, poco antes de las dos, Ann-Britt fue al despacho de Wallander para hacerle saber que Eva Persson y su madre habían retirado la denuncia. Ni que decir tiene que Wallander se sintió aliviado, pero, en el fondo, no le sorprendió. Por más que dudase del funcionamiento de la justicia en Suecia, no le cupo nunca la menor duda de que, a la postre, resplandecería la verdad acerca de lo que realmente sucedió en la sala de interrogatorios.

Estuvieron sentados en su despacho discutiendo la posibilidad de que él contraatacase, en opinión de Ann-Britt, no sólo en beneficio de su propia imagen, sino también por la integridad de la del Cuerpo. Pero Wallander se negó, aduciendo que lo mejor que podía suceder era que todo quedase enterrado en el más absoluto silencio.

Cuando Ann-Britt se hubo marchado, él permaneció unos minutos sentado en su despacho, con la mente en blanco. Después, se levantó para ir por una taza de café.

Y en la puerta del comedor se topó con Martinson. Durante las semanas transcurridas, Wallander había experimentado una curiosa y para él desconocida falta de resolución. En condiciones normales, no era de los que se arredraban por lanzarse a un enfrentamiento abierto, pero la naturaleza de sus diferencias con Martinson era más compleja y más profunda. Se trataba, según él lo veía, de una pérdida de complicidad, de decepción, de una amistad quebrantada. Al encontrarse a Martinson en la puerta, supo que había llegado el momento: ya no podía posponerlo más.

—Deberíamos hablar —propuso—. ¿Tienes un momento?

—Sí, estaba esperándote.

Volvieron a la sala de reuniones que habían ocupado hacía poco más de una hora y, una vez allí, Wallander fue derecho al grano.

—Ya sé que actúas contra mí a mis espaldas. Sé que vas hablando mal de mí. Que has cuestionado mi capacidad para dirigir esta investigación. Sólo tú sabes por qué lo has hecho a escondidas en lugar de decírmelo a mí. Claro que yo tengo una teoría, ya me conoces. Sabes que suelo especular. Y la única explicación que se me ocurre para tu comportamiento es que, con él, estés cimentando tu futura carrera. Cosa que, por cierto, estás haciendo a cualquier precio.

Martinson respondió con total tranquilidad, como si hubiese estado ensayando su réplica.

—Yo sólo digo lo que hay. Has perdido el control. Tal vez pueda reprochárseme que no lo haya dicho antes.

—¿Y por qué no me lo dijiste a mi?

—Lo intenté, pero tú no querías escuchar.

—Yo siempre escucho.

—Tú crees que escuchas. Pero eso no es lo mismo.

—¿Por qué le dijiste a Lisa que yo te impedí que me acompañases a la plantación?

—Debió de malinterpretarme.

Wallander observó a Martinson. De nuevo lo asaltó el deseo de golpearlo, pero no lo hizo. Simplemente, no se sentía con fuerzas. Nadie sería capaz de amilanar a Martinson, pues estaba convencido de la veracidad de sus propias mentiras. De modo que jamás dejaría de defenderlas.

—¿Querías alguna otra cosa?

—No —respondió Wallander—. No tengo nada más que decirte.

Martinson se dio la vuelta y se marchó.

A Wallander le dio la sensación de que las paredes se derrumbaban a su alrededor. Martinson había elegido. La amistad había desaparecido, estaba muerta. Y Wallander se preguntaba con horror si habría existido alguna vez o si, por el contrario, Martinson había sido siempre de los que esperan el momento adecuado para atacar.

Oleadas de dolor se deslizaban en rodante vaivén por su paisaje interior, interrumpidas por una solitaria ola de ira.

No pensaba rendirse, no. Él sería, durante unos años más, el responsable de dirigir las investigaciones más complejas de Ystad.

Sin embargo, la sensación de pérdida era mayor que la de enojo y el inspector se preguntó una vez más cómo debía actuar para sobrellevar lo que le quedaba.

Wallander salió de la comisaría inmediatamente después de su conversación con Martinson. Dejó el móvil sobre el escritorio del despacho y nada le dijo a Irene sobre adónde iba o cuándo volvería. Se sentó al volante y se puso en marcha hacia la calle de Malmövägen. Al llegar al desvío hacia Stjärnsund, giró en aquella dirección. En realidad, no estaba muy seguro de por qué lo hacía. Tal vez la pérdida de dos amistades era una carga demasiado pesada para él. Pensaba a menudo en Elvira Lindfeldt. Aquella mujer había entrado en su vida bajo una apariencia falsa y él sospechaba que, a la larga, ella habría estado dispuesta incluso a matarlo. Y aun así, no podía evitar pensar en ella tal y como él la había conocido, como una mujer que supo escucharlo mientras compartían una cena; una mujer de piernas muy hermosas que, a ratos, lo arrancó de su soledad.

Cuando por fin llegó a la finca de Sten Widén, comprobó que estaba desierta. Un cartel que había fijado a la entrada anunciaba que la propiedad estaba en venta. Pero, además, había otro que informaba de que ya estaba vendida. De modo que había llegado a una casa abandonada. Se dirigió a los establos, abrió las caballerizas y comprobó que estaban vacías. Un gato solitario lo observaba reticente desde un fardo de heno.

Wallander se sintió embargado de un profundo malestar. Sten Widén se había marchado y ni siquiera se había tomado la molestia de despedirse.

Salió de los establos y se alejó del lugar a toda prisa.

Aquel día, Wallander no regresó a la comisaría. Por la tarde, se dedicó a recorrer en coche, sin destino fijo, los alrededores de Ystad. De vez en cuando se detenía a contemplar los campos desiertos. Ya anochecido, volvió a la calle de Mariagatan. Se detuvo a pagar la cuenta en el supermercado y, por la noche, se sentó a escuchar La Traviata dos veces consecutivas. Después, llamó por teléfono a Gertrud y acordó con ella que iría a visitarla al día siguiente.

Poco antes de la medianoche, sonó el teléfono. Wallander se sobresaltó. «Sólo espero que no haya pasado nada» deseó en silencio. «Todavía no. Ninguno de nosotros lo resistiría».

Pero era Baiba quien llamaba desde Riga. Wallander cayó en la cuenta de que hacía más de un año que no hablaban.

—Sólo quería saber cómo estás.

—Bien, ¿y tú?

—Bien.

A partir de ahí, los silencios deambularon de Ystad a Riga y viceversa durante un buen rato.

—¿Piensas en mí alguna vez?

—¿Y por qué iba a llamarte si no?

—No, me preguntaba…

—¿Y tú?

—Yo siempre pienso en ti.

Wallander comprendió que ella sabría enseguida que estaba mintiendo o, al menos, exagerando. No sabía por qué lo hacía pues Baiba pertenecía al pasado, su imagen se había desdibujado. Y, pese a todo, él no era capaz de olvidarla. O más bien no podía olvidar los recuerdos del tiempo que pasó con ella.

Intercambiaron algunas frases insulsas antes de concluir la conversación. Wallander colgó el auricular despacio.

¿La echaba de menos? No sabía qué responder. Se le antojaba que los cortafuegos no existían sólo en el mundo de los ordenadores. También él tenía uno en su interior que no siempre sabía cómo salvar.

Al día siguiente, el miércoles 12 de noviembre, los fuertes vientos habían amainado. Wallander se despertó temprano. Tenía el día libre. No recordaba cuánto tiempo hacía que no se tomaba libre un día laborable pero, puesto que Linda iba a visitarlo, había decidido consumir una parte de sus vacaciones. Iría a recogerla al aeropuerto de Sturup a la una. Y había decidido dedicar la mañana a comprarse un coche nuevo. Ya había acordado con el concesionario que estaría allí a las diez. Tenía que limpiar el apartamento, pero se quedó un rato más en la cama.

De nuevo había tenido un sueño. Había soñado con Martinson. Habían vuelto al mercado de Kiviks, a un suceso que se hallaba muy lejano en el tiempo. En su sueño, todo era como había sido en la realidad. Habían estado buscando a unos sujetos que habían asesinado a un viejo agricultor y a su mujer. De repente, dieron con ellos en un puesto donde vendían cazadoras de piel robadas. Se produjo un tiroteo. Martinson disparó contra uno de los hombres y lo alcanzó en el brazo, o puede que en el codo. Y Wallander le dio alcance al otro junto a la playa. Hasta aquel punto, el sueño había sido una reproducción exacta de lo sucedido entonces. Pero después, cuando estaban en la playa, de repente, Martinson alzó su arma y la dirigió contra él. Y en ese momento, se despertó.

«Estoy asustado», se dijo. «Tengo miedo de no saber qué piensan mis colegas de mí. Tengo miedo de que el tiempo se me escape de entre las manos. De estar convirtiéndome en un policía que ya no comprende ni a sus colegas ni a su país».

Se quedó tumbado un buen rato. Por una vez en la vida se sentía descansado. Pero, cuando empezaba a pensar en su propio futuro, un cansancio de otra índole se cernía sobre él. ¿Acaso empezaría a sentir angustia ante la idea de ir a la comisaría por las mañanas? Y, en ese caso, ¿cómo aguantaría los años que, pese a todo, le quedaban hasta la jubilación?

«Toda mi existencia está compuesta de una serie interminable de cercados», constató para sí. «No sólo se alzan en mi interior y existen en los ordenadores y en las redes de comunicación. También los hay en la comisaría, entre mis colegas y yo, sin que haya tomado conciencia de ello hasta ahora».

Se levantó hacia las ocho, se tomó un café, leyó el periódico y limpió el apartamento. Le preparó a Linda su antigua habitación y, poco antes de las diez, ya estaba guardando la aspiradora. Lucía el sol. Enseguida se puso de buen humor. Se fue al concesionario, que estaba en la calle de Industrigatan, y cerró el trato. Al final, se quedó con otro Peugeot. Un 306 del 96, poco kilometraje, un solo propietario. El comercial, que se llamaba Tyrén, le ofreció un buen precio por su viejo coche. A las diez y media, salía de allí en dirección al aeropuerto. Siempre que cambiaba de coche experimentaba una profunda satisfacción, como si se hubiese dado un buen baño.

Puesto que aún faltaba bastante para la llegada de su hija a Sturup, puso rumbo a la carretera de Österleden y, al llegar a Löderup, se detuvo ante la antigua casa de su padre. Cuando hubo comprobado que no había nadie, entró en el jardín. Dio unos golpecitos en la puerta, pero nadie acudió a abrirle. Entonces se encaminó hacia el cobertizo que había servido de taller a su padre. La puerta no estaba cerrada con llave, de modo que la abrió y entró. Todo estaba cambiado. Descubrió con no poca sorpresa que, en el suelo de cemento, habían empotrado una pequeña piscina. Del padre no quedaba ya el menor rastro, ni siquiera el penetrante olor a disolvente, ahora sustituido por el del cloro. Por un instante, lo interpretó como una humillación. ¿Cómo podían consentir que el recuerdo de una persona desapareciese tan por completo? Wallander salió del cobertizo y divisó un viejo trozo de chatarra. Se acercó a mirar: prácticamente enterrada bajo pegotes de cemento y montones de tierra, yacía la vieja cafetera de su padre. La desenterró con cuidado y se la llevó. Cuando salió de aquel jardín, lo hizo con el convencimiento de que jamás volvería.

Desde Löderup prosiguió hasta la casa de Svarte en la que Gertrud vivía en compañía de su hermana. Se tomó un café mientras escuchaba ausente el parloteo de las dos hermanas. Pero nada dijo acerca de su visita a Löderup.

A las doce menos cuarto, se despidió de ellas. Cuando entró en el edificio del aeropuerto de Sturup, faltaba aún media hora para que aterrizase el avión.

Como siempre que se encontraba con Linda, se sentía presa de un gran nerviosismo. Se preguntó si era normal que los padres, llegado cierto momento de sus vidas, se arredraran ante sus hijos. Pero no supo qué responder. Se sentó dispuesto a tomarse otro café. De repente, junto a otra mesa algo apartada, divisó al marido de Ann-Britt, con sus maletines de montador, seguramente camino de algún destino remoto. Iba acompañado de una mujer a la que Wallander no conocía. Y se sintió tan herido como Ann-Britt se habría sentido de estar allí. A fin de que el hombre no lo viese, se cambió de mesa y se sentó dándole la espalda. Se preguntó entonces por su reacción, pero tampoco aquí supo qué responderse.

Al mismo tiempo, empezó a pensar en el misterioso suceso que aconteció en el restaurante de István, cuando Sonja Hökberg cambió el sitio a Eva Persson, tal vez para poder ver a aquel hombre llamado Fu Cheng, que luego resultó llamarse Hua Gang. Él lo había discutido con Hanson y Ann-Britt, pero ellos no supieron qué responder cuando él planteó la cuestión de hasta qué punto estaría enterada Sonja Hökberg de la relación de Jonas Landabl y aquella organización secreta de Falk y Carter. ¿Por qué la vigilaba Hua Gang? Jamás lo supieron, pero, por otro lado, era un detalle que no revestía ya el menor interés. Una pequeña laguna en la investigación que se perdería en un abismo ignoto. Por cierto que, en la memoria de Wallander, se almacenaba una gran cantidad de ese tipo de lagunas. En toda investigación había un momento de oscuridad, algún detalle que se resistía a someterse. Siempre sucedía y nunca dejaría de suceder.

Wallander echó un vistazo por encima del hombro.

El marido de Ann-Britt y la mujer que lo acompañaba habían desaparecido.

El inspector estaba a punto de levantarse cuando un hombre de edad se le acercó de pronto.

—Creo que te conozco. Tú eres Kurt Wallander, ¿no es así?

—Así es.

—Perdona que te moleste. Mi nombre es Otto Ernst.

A Wallander le resultaba familiar su nombre, pero no lo había visto antes.

—Verás, yo soy sastre —prosiguió Ernst—. El caso es que tengo un par de pantalones en mi sastrería que encargó Tynnes Falk. Ya sé que, por desgracia, mi cliente falleció. Pero no sé qué hacer con los pantalones. Ya he hablado con su mujer, pero ella no quiere saber nada del asunto.

Wallander miró al hombre con extremo interés. ¿Estaría de broma? ¿De verdad creía que un policía podría ayudarle a deshacerse de unos pantalones que nadie había recogido? Pero Otto Ernst parecía de veras preocupado.

—Te sugiero que te pongas en contacto con su hijo —propuso Wallander—. Se llama Jan Falk. Tal vez él pueda ayudarte.

—Ya, y tú no tendrás su dirección, ¿verdad?

—Llama a la comisaría de Ystad. Pide que te pongan con la agente Ann-Britt Höglund y dile que yo te di su nombre. Ella puede facilitarte la dirección.

Ernst sonrió al tiempo que le tendía la mano.

—Ya sabía yo que me ayudarías. Perdona que te haya molestado.

Wallander lo siguió con la mirada.

Se sentía como si acabase de hablar con una persona procedente de un mundo que ya no existía.

El avión aterrizó puntual. Linda fue una de las últimas en salir. Cuando se saludaron, la angustia de Wallander se esfumó al punto. Su hija era la de siempre: contenta y abierta. Su actitud alegre se oponía a la de él. Por otro lado, la joven había desistido ya de la llamativa vestimenta que había utilizado últimamente. Recogieron el equipaje y se marcharon del aeropuerto. Wallander le mostró su nuevo coche. Si él no se lo hubiese hecho notar, ella no se habría dado cuenta de que había cambiado de vehículo.

Finalmente, partieron hacia Ystad.

—¿Cómo te va? —inquirió Wallander—. ¿A qué te dedicas? Has estado muy misteriosa de un tiempo a esta parte.

—Hace muy buen tiempo —comentó ella evasiva—. ¿No podríamos bajar a la playa?

—Te he hecho una pregunta.

—Y tendrás tu respuesta.

—¿Cuándo?

—Aún no.

Wallander giró a la derecha en dirección a la playa de Mossby. El aparcamiento estaba desierto y el puesto de perritos cerrado a cal y canto. Ella abrió la maleta y sacó un jersey grueso antes de iniciar el paseo hasta la orilla.

—Recuerdo que solíamos pasear por aquí cuando yo era muy pequeña. Es uno de mis primeros recuerdos.

—Sí, casi siempre tú y yo solos, cuando Mona quería estar a solas.

En el horizonte se vislumbraba el lento avance de un buque hacia el oeste. El mar estaba en calma.

—Oye, aquella fotografía del periódico… —comentó ella de repente.

Wallander sintió un nudo en el estómago.

—Ya es agua pasada —la tranquilizó el inspector—. La chica y su madre se han retractado de su declaración inicial. Ya pasó todo.

—Ya. El caso es que vi otra fotografía en una revista que había en el restaurante —insistió ella—. De algo que había sucedido a la puerta de una iglesia de Malmö. Decían que habías amenazado a un fotógrafo.

Wallander recordó el incidente acontecido en el entierro de Stefan Fredman y el carrete pisoteado y concluyó que debía de haber otro fotógrafo por allí. Él había echado aquel suceso en el olvido…, pero ahora le refirió a Linda su enfrentamiento con el fotógrafo.

—Hiciste lo correcto —opinó ella—. Quisiera pensar que yo habría actuado del mismo modo.

—Tú no tendrás que verte en semejantes situaciones. Tú no eres policía.

—Todavía no.

Wallander se paró en seco y la miró fijamente.

—¿Qué acabas de decir?

Ella se demoró un instante antes de contestar, y siguió caminando. Unas gaviotas aullaban en torno a sus cabezas.

—Dices que he estado muy misteriosa últimamente, ¿no? Y has estado preguntándome qué me traía entre manos. Pero no quería decirte nada hasta que no me hubiese decidido del todo.

—¿Qué has querido decir con «todavía no»?

—Pues que pienso hacerme policía. He solicitado mi admisión en la Escuela Superior. Y creo que me admitirán.

Wallander estaba atónito.

—¿Es verdad eso?

—Sí.

—¡Pero si nunca habías dicho ni una palabra!

—Lo he estado meditando durante mucho tiempo.

—¿Y por qué no comentaste nada?

—No quería.

—Pues yo creía que querías estudiar tapicería de muebles…

—Sí, yo también. Pero ahora ya sé lo que quiero. Y por eso he venido. Para contártelo. Y para preguntarte qué opinas y para que me des tu aprobación.

Tras la sorpresa inicial, habían reanudado el paseo.

—Pues, la verdad, es muy repentino —se excusó Wallander.

—Bueno, tú me has hablado de cómo reaccionó el abuelo cuando le contaste que habías decidido hacerte policía. Según dijiste, él contestó enseguida.

—Así es. Me dijo que no antes de que hubiese terminado.

—Y tú, ¿qué dices tú?

—Dame un minuto para meditarlo.

Ella se sentó sobre un viejo leño medio enterrado en la arena mientras Wallander bajaba hasta el borde del agua. Jamás se habría imaginado que, un día, Linda se decantase por seguir sus pasos. Y le costaba decidir qué opinaba de ello en realidad.

Contempló el mar y la luz del sol espejeando sobre el agua.

Ella le avisó de que ya había transcurrido un minuto y él regresó a su lado.

—Pues opino que es una buena idea. Creo que serás una de esas agentes que necesitaremos en el futuro.

—¿Lo dices en serio?

—Como lo oyes.

—Tenía miedo de contártelo. No sabía cómo reaccionarías.

—Pues no era necesario tener miedo.

Ella se incorporó.

—Tenemos mucho de que hablar —afirmó la joven—. Y, además, me muero de hambre.

Regresaron al coche y pusieron rumbo a Ystad. Tras el volante, Wallander se esforzaba por digerir la gran noticia. No dudaba que Linda llegase a ser una buena policía, pero ignoraba si ella sabía qué significaba dedicarse a aquella profesión, el abandono del que él se había sentido víctima durante tantos años.

Al mismo tiempo, experimentaba otra sensación más placentera. La resolución de su hija significaba, en cierto modo, que su propia elección se veía justificada. Era un sentimiento oscuro e impreciso, pero allí estaba, intenso y gratificante.

Aquella noche, se quedaron hasta tarde despiertos, charlando. Wallander le habló de la difícil investigación que había visto su principio y su fin ante un simple cajero automático.

—Sí, hablamos del poder en general. Pero, en realidad, nadie menciona instituciones como el Banco Mundial ni el poder que acumulan en sus manos en nuestro tiempo, ni cuánto sufrimiento humano provocan sus decisiones.

—¿Quieres decir que comprendes lo que Carter y Falk pretendían hacer?

—No —sostuvo ella—. Al menos, no el método que eligieron.

Wallander fue convenciéndose de que la decisión de su hija había ido madurando poco a poco, que no respondía a un impulso que lamentaría más tarde.

—Estoy segura de que tendré que pedirte consejo en más de una ocasión —comentó la muchacha justo antes de irse a la cama.

—Pero no estés tan segura de que yo tenga algún buen consejo que darte —advirtió Wallander.

El inspector permaneció un rato más en la sala de estar. Eran las dos y media de la mañana, tenía sobre la mesa una copa de vino y, a un volumen muy bajo, una de las óperas de Puccini.

Cerró los ojos y vio ante sí una pared de fuego. En su imaginación, tomó impulso.

Después, se precipitó contra ella. Se quemó superficialmente la piel y el cabello.

Cuando volvió a abrir los ojos, sonrió.

Había cerrado un capítulo.

Otro estaba a punto de comenzar.

Al día siguiente, el jueves 13 de noviembre, los mercados de la Bolsa asiáticos empezaron a hundirse de forma inesperada.

Las explicaciones de lo que estaba sucediendo fueron muchas y contradictorias.

Pero nadie logró jamás responder a la pregunta fundamental: ¿cuál había sido el factor desencadenante de aquel tremendo descenso de las cotizaciones?