Wallander jamás supo explicarse cómo logró sobrevivir aquella noche, aunque se figuraba que tanto los reproches que él mismo se hacía como la ira desatada en su interior debieron de ayudarle a ello. Sin embargo, el sentimiento predominante fue en todo momento el temor ante la idea de lo que pudiera haberle sucedido a Robert Modin. Su primer pensamiento exterminador, al ver a Elvira Lindfeldt muerta en el sofá, fue que también Robert aparecería asesinado por algún rincón de la casa. Sin embargo, una vez que se hubo asegurado de que la vivienda estaba vacía, adivinó que era posible que el joven aún estuviese con vida. Todo aquello parecía orientado a lograr que algo se mantuviese en secreto o a impedir que algo sucediese; y ésta debía de ser la razón por la que se habían llevado a Robert Modin. El inspector tenía bien presente lo que les había ocurrido a Sonja Hökberg y a Jonas Landahl. Pero tenía el convencimiento de que no podían establecerse paralelismos totales entre lo acontecido a los dos jóvenes y lo que ahora se le presentaba, pues ignoraban por completo los entresijos de aquellos dos casos. A estas alturas, en cambio, ya tenían establecidas unas conexiones bien claras entre hechos y actores, lo que implicaba a su vez que su situación inicial era más favorable, pese a continuar desconociendo qué le habría sucedido a Modin.
De cualquier modo, otra de las causas de la actividad que él desplegó aquella noche fue la cólera que le produjo la certeza de haber sido traicionado. Y, cómo no, el dolor que le producía el hecho de que, una vez más, la vida le había arrebatado una posibilidad de huir de la soledad. No podía añorar a Elvira Lindfeldt, por más que lo atemorizase su muerte. Ella había robado su anuncio del ordenador y se le había aproximado bajo una apariencia totalmente falsa. Y él se había dejado engañar. Habían tejido la trampa con gran habilidad. Y la humillación había sido inaudita. La cólera sacudía su interior a oleadas violentas desde muchos frentes.
Pese a todo y según Hanson, Wallander se había comportado con normalidad inusitada. Su valoración de la situación y sus propuestas de acción fueron de una claridad paradigmática.
Wallander comprendió que debía regresar a Ystad lo antes posible pues allí era donde se encontraba el núcleo que buscaban, si es que tal núcleo existía. Hanson se quedaría en Malmö, avisaría a la policía del distrito y los pondría en antecedentes.
Pero además él le había asignado a Hanson otro cometido que no admitía objeciones. Así, pese a que era medianoche, Hanson debería averiguar quién era Elvira Lindfeldt, si había algo en su vida que pudiesen relacionar con Angola y cuáles eran sus amistades en Malmö.
—Pues no creo que pueda conseguirlo a estas horas de la noche —opuso Hanson.
—Ya, pero lo harás de todos modos —insistió Wallander—. Poco me importa si tienes que llamar a la gente y despertarla. Y no sucumbas a los posibles intentos de posponer nada para mañana. En caso necesario, te personarás en el domicilio de sus conocidos para ponerles los pantalones. Quiero saberlo todo acerca de esta mujer antes de que llegue el día.
—¿Quién era y por qué estaba Modin aquí? —quiso saber Hanson—. ¿Tú la conocías?
Wallander no respondió y Hanson se abstuvo de repetir las preguntas. Sin embargo, cuando aquella historia empezó a pertenecer al pasado y Wallander no andaba cerca, el agente seguía aún preguntando si alguien sabía quién era aquella misteriosa mujer. Suponía que Wallander la conocía, pues había sido él quien había enviado a Modin a su casa. Pero en el prolijo informe que resultó de la investigación sólo se abordaba de forma muy superficial el tema de cómo Wallander había llegado a conocerla. Y nadie supo jamás cómo fue.
Wallander dejó a Hanson y partió de regreso a Ystad. Durante el viaje, no cesaba de pensar en una única pregunta: ¿qué le habría ocurrido a Modin?
El inspector atravesaba el paisaje nocturno con la sensación de que la catástrofe era inminente. Pero él desconocía la forma que ésta adoptaría y cómo evitarla. Lo más importante era, con todo, salvar la vida de Modin. Conducía a la velocidad del rayo y sabía que lo esperaban, pues le había pedido a Hanson que llamase para avisar de su llegada y despertar a los que, por casualidad, estuviesen ya durmiendo. No obstante, a la pregunta de Hanson de si aquella orden afectaba también a Lisa Holgersson, el inspector acompañó su respuesta de un estentóreo rugido: a ella no debía llamarla. A lo largo de toda aquella noche, éste había sido el único acceso que había desvelado la gran presión a la que se veía sometido.
Cuando frenó antes de estacionar el coche en el aparcamiento de la comisaría, había dado la una y media de la noche. Se estremeció al contacto con el frío de la calle mientras se dirigía hacia la puerta.
Allí lo aguardaban los tres, Martinson, Ann-Britt y Alfredsson, sentados en una de las salas de reuniones. Nyberg estaba en camino. Wallander observó a sus colegas, que más parecían miembros de un batallón vencido que una tropa presta a combatir. Ann-Britt le ofreció una taza de café, pero él no tardó en arreglárselas para volcarla y derramar el contenido sobre sus pantalones.
Enseguida fue derecho al grano. Robert Modin había desaparecido. La mujer en cuya casa se había alojado la noche anterior había sido hallada muerta.
—La primera conclusión es, pues, que el hombre de la plantación no estaba solo —sostuvo Wallander—. Y fue un error funesto pensar que lo estaba, claro. Yo, al menos, debería haberlo sospechado.
Entonces, Ann-Britt formuló una pregunta que Wallander sabía inevitable:
—¿Quién era?
—Se llamaba Elvira Lindfeldt —aclaró Wallander—. Una conocida.
—Pero ¿cómo sabía nadie que Modin iría allí esta noche?
—Esa cuestión quedará pendiente para más tarde.
Wallander se preguntaba si lo habrían creído. Él mismo consideraba que había mentido con convicción. Sin embargo, en aquellos momentos no tenía demasiada confianza en su propio juicio. Sabía que debería haberles dicho la verdad, que había escrito una carta a una agencia de contactos en su ordenador. Y que alguien se había metido en su disco duro, había leído su carta y, acto seguido, había procurado que Elvira Lindfeldt se cruzase en su camino. No obstante, no dijo una palabra de todo aquello porque, según se justificaba ante sí mismo, lo más importante en aquella situación era encontrar a Robert Modin, si no era ya demasiado tarde.
En aquel punto de la reunión, se abrió la puerta y entró Nyberg, ataviado con una chaqueta bajo la que se atisbaba la camisa del pijama.
—¿Qué cojones ha ocurrido? —vociferó el técnico—. Hanson me llamó desde Malmö y no parecía estar en su sano juicio. De hecho, me fue imposible entender lo que decía.
—Será mejor que te sientes —aconsejó Wallander—. Nos espera una larga noche.
Después, le hizo un gesto a Ann-Britt, quien, en pocas palabras, lo puso en antecedentes de los recientes sucesos.
—Ya, pero la policía de Malmö cuenta con sus propios técnicos criminalistas y peritos, ¿no? —inquirió Nyberg sorprendido.
—Sí, pero yo quiero que esta noche estés tú —declaró Wallander—. No sólo para que estés disponible si surge alguna novedad en Malmö, sino también para que nos des tu opinión.
Nyberg asintió en silencio antes de sacar un peine con el que intentó poner orden en su encrespado cabello.
—En cualquier caso, hay otra conclusión que nos es fácil extraer —prosiguió Wallander—. Aunque es, ciertamente, menos segura. Pero hemos de afinar cuanto podamos. Es una conclusión muy sencilla: aquí va a pasar algo que, por lo visto, tiene su punto de partida en Ystad.
Miró entonces a Martinson, antes de preguntar:
—¿Se ha mantenido la vigilancia en la plaza de Runnerströms Torg?
—No, se retiró.
—¿Y quién coño tomó esa decisión?
—Viktorsson era de la opinión de que estábamos malgastando recursos.
—Pues quiero que la vigilancia se reanude de inmediato. La de la calle de Apelbergsgatan la anulé yo mismo. Y quién sabe si no fue también un error. De modo que quiero otro coche allí ahora mismo.
Martinson salió de la sala y Wallander quedó convencido de que haría que los coches patrulla acudiesen a los lugares precisos lo antes posible.
Todos aguardaban en silencio y, entretanto, Ann-Britt le ofreció un espejo de bolso a Nyberg, que seguía entregado a la tarea de domeñar sus cabellos. Pero la agente no recibió más que un gruñido por respuesta. Martinson regresó.
—Listo.
—Lo que buscamos es un factor desencadenante —observó Wallander—. Que bien puede ser la muerte de Falk. Yo, al menos, lo interpreto así. Mientras Falk estaba vivo, él era quien tenía el control. Pero, de improviso, el hombre muere y desata con ello un nerviosismo tal que pone en marcha todos estos sucesos.
En este punto, Ann-Britt alzó la mano.
—¿Tenemos pruebas de que Falk muriese de muerte natural?
—No pudo ser de otro modo. Mis conclusiones se apoyan en la suposición de que la muerte de Falk fue totalmente inesperada. Su médico vino a decirme que la posibilidad de un infarto era prácticamente impensable, dada la excelente salud de su paciente. Pese a todo, falleció. Y eso fue lo que desencadenó el alud de acontecimientos. Si Falk hubiese seguido con vida, como debía haber sucedido, Sonja Hökberg nunca habría sido asesinada, sino que habría sido condenada por el homicidio cometido contra un taxista. Y tampoco habría corrido esa suerte Jonas Landahl, que habría podido seguir cumpliendo las órdenes de Falk. Y en cuanto a lo que Falk y los que lo apoyaban tenían planeado, se habría producido sin que nosotros hubiésemos tenido la menor idea de ello.
—En otras palabras, según tú, gracias a la muerte repentina pero natural de Falk hemos sabido que va a suceder algo cuyas consecuencias podrían afectar al mundo entero.
—Pues sí. A mí no se me ocurre ninguna otra interpretación. Si alguien tiene otra hipótesis más lógica, me gustaría oírla ahora mismo.
Pero, como era de esperar, nadie tenía nada que decir.
Wallander volvió a formularse la pregunta de cómo Falk y Landahl habrían llegado a conocerse, y aunque seguían sin saber cuál había sido la naturaleza de su relación, Wallander había empezado a intuir la silueta de una organización oculta que, sin rituales y sin fetiches externos, actuaba a través de sus simbólicos animales nocturnos con intervenciones imperceptibles que podían conducir al caos del mundo informático. Y en algún punto de esta intrincada realidad se habían conocido Falk y Landahl. El que Sonja Hökberg hubiese estado enamorada de éste en otro tiempo había significado su muerte. Pero esto era cuanto podían suponer. Al menos, por ahora.
Alfredsson tomó su maletín y sacó un montón de papeles sueltos y doblados.
—Son las anotaciones de Modin —aclaró—. Estaban en un rincón, así que las recogí. ¿No creéis que merecería la pena revisarlas?
—Sin duda. Os encargaréis Martinson y tú, que sois quienes entendéis de esto —convino Wallander.
En ese momento, sonó el teléfono que había sobre la mesa. Ann-Britt, que fue quien respondió, se lo tendió a Wallander, que oyó enseguida la voz de Hanson.
—Un vecino asegura que oyó un coche que arrancaba a toda prisa hacia las nueve y media —informó el colega—. Pero eso es cuanto hemos podido averiguar. Nadie ha visto ni oído nada. Ni siquiera los disparos.
—¡Ah!, pero ¿hubo más de uno?
—Según la forense, tiene dos proyectiles alojados en la cabeza. Y sus correspondientes orificios.
Wallander se sintió mareado y tuvo que tragar saliva.
—¿Sigues ahí?
—Sí, aquí estoy. ¿Y nadie oyó los disparos?
—No, al menos ninguno de los vecinos más cercanos. Son los únicos a los que hemos podido despertar hasta ahora.
—¿Quién dirige la operación?
—Se llama Forsman. Es la primera vez que lo veo.
Tampoco a Wallander le resultaba familiar aquel nombre.
—¿Y qué dice?
—Como comprenderás, le cuesta comprender lo que le cuento. Para empezar, no hay ningún móvil.
—Bueno, tú mantén el tipo lo mejor que puedas. Ahora no tenemos tiempo de darle explicaciones.
—Hay algo más —lo retuvo Hanson—. Se supone que Modin vino hasta aquí para recuperar unos disquetes, ¿no es así?
—Exacto, eso fue lo que dijo.
—Pues creo que sé en qué habitación pasó la noche, pero allí no había ningún disquete.
—Así que se los han llevado.
—Eso parece.
—¿Has encontrado alguna otra cosa que le pertenezca?
—Nada.
—Según uno de los vecinos, un hombre llegó aquí en taxi a eso del mediodía.
—Pues ésa puede ser una pista importante. Localizad el taxi. Procura que Forsman le dé prioridad a ese asunto.
—Bueno, lo cierto es que no tengo la menor capacidad de decidir sobre lo que hacen o dejan de hacer los colegas de Malmö.
—Pues, en ese caso, tendrás que localizar el taxi tú mismo. ¿Tienes la descripción del pasajero?
—Verás, al vecino le pareció que iba demasiado ligero de ropa para esta época del año.
—¿Eso te dijo?
—Sí, si no lo entendí mal.
«El hombre de Luanda», adivinó Wallander. «Ese cuyo nombre comienza por la letra ce».
—El taxi es importante —insistió Wallander—. Tuvo que venir de una de las terminales de los transbordadores o del aeropuerto de Sturup.
—Veré qué puedo hacer.
Wallander puso a sus colegas al corriente de la conversación mantenida con Hanson.
—Sospecho que han llegado refuerzos —afirmó Wallander—. Y lo más probable es que procedan nada menos que de Angola.
—A mí no me ha llegado ni una sola respuesta a las consultas acerca de grupos dedicados al sabotaje ni sobre conspiraciones terroristas contra los sistemas financieros del mundo —intervino Martinson—. Nadie parece haber oído hablar de ninguna maquinación de los que tú llamaste «veganos estructurales». Por cierto, que sigo pensando que el nombre o el concepto resulta equívoco.
—Alguna vez tiene que ser la primera —replicó Wallander.
—Ya, pero ¿aquí, en Ystad?
Nyberg, que ya había dejado el peine sobre la mesa, dedicó a Wallander una mirada displicente. Al verlo, el inspector pensó que tenía un aspecto muy envejecido. Y que tal vez los demás lo viesen a él del mismo modo.
—En una finca de las inmediaciones de Sandhammaren hallamos muerto a un hombre asiático, de Hong Kong, que había viajado con identidad falsa. Eso tampoco es fácil que ocurra aquí, pero es lo que ha ocurrido —atajó Wallander—. Ya no hay lugares remotos y perdidos. Ni siquiera creo que haya diferencias entre la ciudad y el campo. Incluso yo he sido capaz de comprender que las nuevas tecnologías de la información son capaces de poner el centro del mundo en cualquier lugar.
El teléfono volvió a sonar, pero esta vez fue el propio Wallander quien respondió. Era Hanson de nuevo.
—Forsman es bueno —sostuvo Hanson—. Aquí están pasando cosas. El taxi ya está localizado.
—¿De dónde vino?
—De Sturup, del aeropuerto. Tenías razón.
—¿Has hablado con el taxista?
—Aquí lo tengo. Parece que tiene turnos muy largos. Por cierto, Forsman te manda saludos. Al parecer, os conocisteis la primavera pasada, en alguna conferencia.
—Pues salúdalo de mi parte. ¿Puedo hablar con el taxista?
—Sí, se llama Stig Lunne. Ya se pone.
Wallander pidió lápiz y papel con un gesto.
El taxista tenía un acento de Escania tan marcado, que incluso para el entrenado oído de Wallander resultaba incomprensible. Por suerte, las respuestas del hombre eran de una parquedad ejemplar. Stig Lunne no parecía ser de aquellos que prodigaban sus palabras sin necesidad. Wallander se presentó y le explicó el asunto.
—¿Qué hora era cuando te pidieron la carrera?
—Las doce y treinta y dos.
—¿Cómo puedes recordarlo con tanta precisión?
—El ordenador.
—¿La habían reservado?
—No.
—O sea, que estabas en la parada del aeropuerto, ¿no?
—¿Podrías describir al pasajero?
—Era alto.
—¿Algo más?
—Delgado.
—¿Eso es todo?
—Bronceado.
—Es decir, que era un hombre alto, delgado y bronceado.
—Sí.
—¿Hablaba sueco?
—No.
—Ya, ¿y qué lengua hablaba entonces?
—No lo sé. Simplemente, me mostró un papel con la dirección.
—¿No dijo nada durante el trayecto?
—No.
—¿Cómo te pagó?
—Al contado.
—¿En coronas suecas?
—Sí.
—¿Qué equipaje llevaba?
—Una bolsa colgada al hombro.
—¿Nada más?
—No.
—¿Era blanco o tenía la piel oscura? ¿Parecía europeo?
La respuesta a aquella pregunta sorprendió a Wallander, no sólo por ser la más larga de todas las de Stig Lunne.
—Mi madre dice que yo parezco español. Pero nací en el materno de Malmö, de padres suecos.
—¿Quieres decir que mi pregunta es difícil de contestar?
—Sí.
—¿Era rubio o moreno?
—Calvo.
—¿Pudiste verle los ojos?
—Azules.
—¿Cómo iba vestido?
—Desabrigado.
—¿Qué quieres decir exactamente?
Stig Lunne hizo un nuevo esfuerzo.
—Ropa de verano. Sin abrigo.
—Pero ¿quieres decir que llevaba pantalón corto?
—Traje blanco de tela fina.
A Wallander no se le ocurrían más preguntas que hacer, de modo que le dio las gracias a Stig Linne y le pidió que lo llamase enseguida si recordaba algún otro detalle.
Habían dado las tres. El inspector expuso brevemente la descripción que Lunne había dado de su pasajero. Martinson y Alfredsson se marcharon para revisar las anotaciones de Modin y, poco después, también Nyberg se levantó y dejó la sala, donde no quedaban ya más que Ann-Britt y Wallander.
—¿Qué crees que habrá ocurrido?
—No lo sé, pero me temo lo peor.
—¿Quién será ese hombre?
—Refuerzos. Un individuo que sabe que Modin es la persona que más ha profundizado en el mundo secreto de Falk. Pero sigo sin saber quién es exactamente, claro.
—Pero ¿por qué mató a esa mujer?
—No lo sé. Y tengo miedo.
Martinson y Alfredsson volvieron media hora más tarde, así como Nyberg, que se sentó en su lugar sin decir una sola palabra.
—No es fácil sacar ninguna conclusión sensata de las notas de Modin —anunció Alfredsson—. En especial cuando dice que «tenemos que encontrar una máquina de café que tenemos ante nuestras narices».
—Quiere decir que lo que desencadenará ese proceso es algo tan cotidiano como una máquina de café —aclaró Wallander—. Algo que hacemos sin pensar, una tecla que solemos pulsar sin reflexionar. Cuando apretemos esa tecla en un momento o en un lugar predeterminados y en cierto orden, algo sucederá.
—Pero ¿qué tecla es ésa? —quiso saber Ann-Britt.
—Eso es lo que tenemos que averiguar.
Mientras se esforzaban por descifrar el enigma, dieron las cuatro. ¿Dónde estaría Robert Modin? Poco antes de las cuatro y media, Hanson llamó de nuevo. Wallander lo escuchaba sin dejar de tomar notas. De vez en cuando, interrumpía al colega con una pregunta. La conversación se prolongó más de quince minutos.
—Hanson ha conseguido dar con una de las amigas de Elvira Lindfeldt, que le reveló algunos datos muy interesantes. Para empezar, que estuvo trabajando algunos años en Pakistán, en la década de los setenta.
—Pues yo creía que las pistas nos llevaban a Luanda —comentó Martinson lleno de asombro.
—Lo importante es qué hizo en Pakistán.
—¿Por cuántas partes del mundo se ramifican las pistas? —preguntó Nyberg—. Hace un instante hablábamos de Angola. Y ahora de Pakistán. ¿Qué vendrá después?
—No lo sabemos —admitió Wallander—. Y yo estoy tan sorprendido como tú. Pero la mujer con la que Hanson habló nos ha proporcionado una especie de respuesta parcial al enigma.
Antes de proseguir, se detuvo a descifrar las notas que él mismo había tomado en el reverso de un sobre.
—Veamos, según esta señora, Elvira Lindfeldt trabajó allí para el Banco Mundial. Lo que nos da un eslabón. Pero aún hay más. Según ella, se dejaba caer a veces con opiniones más que curiosas. Así, tenía el convencimiento inamovible de que la organización económica mundial tenía que rehacerse, y la única vía era la destrucción del sistema dominante.
—Vaya, pues ya sabemos algo —comentó Martinson—. Al parecer, no son pocos los que están involucrados en esto. Pero seguimos sin poder decir dónde están y qué va a ocurrir.
—A ver, lo que buscamos es un botón, ¿no es así? —intervino Nyberg—. O una palanca o un interruptor…, pero ¿en la calle o en una casa?
—Tampoco lo sabemos.
—O sea, que no sabemos nada.
El ambiente se espesaba en la sala y Wallander observó a sus colegas con un sentimiento muy próximo al abatimiento. «No lo conseguiremos», sentenció para sí. «No podremos impedirlo y encontraremos a Modin muerto».
De nuevo sonó el teléfono y, por enésima vez, era Hanson que deseaba hablar con Wallander.
—Deberíamos haber pensado en el coche de Lindfeldt —advirtió el colega.
—Tienes razón.
—Solía tenerlo aparcado aquí en la calle, pero ahora no está. Ya hemos dado la alarma para que lo localicen. Un Golf azul oscuro, matrícula efe hache ce, ochocientos tres.
«Vaya, todos los coches de este caso son de color azul oscuro», pensó Wallander. Hanson quiso saber si había novedades, pero el inspector sólo pudo responder con una negativa.
A las cinco menos diez reinaba una expectación marcada por el hastío y la pesadumbre en la sala de reuniones. A Wallander se le antojó que estaban vencidos, sin saber qué hacer. Martinson se puso en pie.
—Necesito ir a comer algo —confesó—. Pensaba ir a un bar de Österleden que está abierto por la noche. ¿Queréis que os traiga algo?
Wallander negó con un gesto. Martinson garabateó una lista con los encargos de los demás antes de salir para volver a entrar al minuto.
—Oye, no tengo dinero —advirtió—. ¿Alguien puede ponerlo?
Wallander tenía veinte coronas, pero, curiosamente, ninguno de los demás llevaba ni un céntimo encima.
—Pues tendré que ir a un cajero —observó Martinson al tiempo que se daba la vuelta y se marchaba.
El inspector miraba fijamente al vacío víctima de un incipiente dolor de cabeza.
Sin embargo, desde algún punto anterior al malestar, una idea cobró vida en su conciencia, sin que él mismo pudiese explicársela. De repente, dio un respingo. Sus colegas lo miraban inquisitivos.
—¿Qué ha dicho Martinson?
—Que iba a comprar comida.
—No, eso no. ¿Qué dijo después?
—Que tendría que ir a un cajero.
Wallander asintió despacio.
—¿Es posible que sea eso? ¿Un cajero? —inquirió—. Es algo que solemos tener ante nuestras narices, sin ser conscientes de ello… ¿No será ésa la máquina de café que buscamos?
—Me parece que no te entiendo muy bien, la verdad… —confesó Ann-Britt.
—Algo que hacemos sin pensarlo siquiera.
—¿Comprar comida?
—No, introducir una tarjeta en un cajero, obtener dinero y un comprobante…
Wallander se dirigió a Alfredsson.
—Habéis revisado las notas de Modin, ¿no? ¿No mencionaba nada sobre cajeros automáticos?
Alfredsson se mordió el labio cabizbajo y alzó después la vista hacia Wallander.
—Pues, la verdad, creo que sí.
Wallander se estiró con renovado interés.
—¿Y qué decía?
—Verás, no lo recuerdo. Ni Martinson ni yo lo consideramos importante.
Wallander dio una palmada sobre la mesa.
—¿Dónde están esas notas?
—Se las llevó Martinson.
Wallander ya se había incorporado e iba camino de la puerta.
Alfredsson lo siguió hasta el despacho de Martinson.
Los papeles arrugados de Modin yacían junto al teléfono. Alfredsson empezó a hojearlos mientras Wallander aguardaba impaciente.
—¡Aquí lo tenemos! —exclamó Alfredsson al tiempo que le tendía las notas a Wallander.
El inspector se encajó las gafas y comenzó a leer. El folio estaba repleto de dibujos de gatos y de gallos. En la parte inferior, entre complejas y en apariencia absurdas combinaciones numéricas, Modin había anotado una frase subrayada tantas veces que había perforado el papel con el bolígrafo. «Momento de ataque oportuno. ¿No será un cajero?».
—¿Era esto lo que buscabas? —quiso saber Alfredsson.
Pero el experto de Estocolmo no recibió respuesta alguna, pues Wallander ya iba camino de la sala de reuniones.
De pronto, se había convencido. Así era, sin duda. La gente iba y venía de los cajeros, las veinticuatro horas del día. Y, en alguno de ellos y en algún momento de aquel día, una persona iría a sacar dinero y, sin querer, pondría en marcha un proceso que todos temían por más que ignorasen en qué consistiría. En realidad, tampoco podían excluir la posibilidad de que ya se hubiese desencadenado.
Wallander estaba de pie junto a la mesa.
—¿Cuántos cajeros automáticos hay en Ystad?
Por supuesto que nadie lo sabía con certeza.
—Seguro que lo encontramos en la guía telefónica —sugirió Ann-Britt.
—De no ser así, tendrás que despertar a alguien de algún banco y preguntárselo.
Nyberg alzó la mano.
—¿Cómo podemos estar tan seguros de que lo que acabas de decir es cierto?
—No podemos —admitió Wallander—. Pero cualquier cosa es mejor que esperar de brazos cruzados.
Nyberg no se rindió.
—Pero ¿qué crees que podemos hacer?
—Aunque yo esté en lo cierto, no podemos saber de qué cajero se trata —convino Wallander—. Ni siquiera estamos seguros de que no sean varios. Y tampoco conocemos la circunstancia de cuándo o cómo ocurrirá lo que tenga que ocurrir. Lo único que podemos hacer es procurar que no suceda nada en absoluto.
—O sea, que lo que tú propones es que nadie pueda sacar dinero de los cajeros, ¿no es eso?
—Así es. Hasta nueva orden.
—¿Te das cuenta de lo que eso significa?
—Pues, probablemente, que la gente se indignará con la policía como nunca antes; y que habrá problemas.
—Pero no puedes adoptar esa medida tú solo, sin una orden del fiscal. Y tras haber consultado con algunos directores de banco, claro.
Wallander se sentó en una silla frente a Nyberg.
—En estos momentos, eso me trae sin cuidado. Aunque sea lo último que haga como policía en Ystad. O como policía, simplemente.
Ann-Britt había estado hojeando la guía de teléfonos mientras ellos discutían y Alfredsson guardaba silencio sin saber qué hacer.
—Hay cuatro cajeros en Ystad —anunció la agente—. Tres en el centro urbano y uno en la zona comercial, donde encontramos a Falk.
Wallander reflexionó un instante.
—Lo más probable es que Martinson haya acudido a alguno de los situados en el centro, pues son los más cercanos a Österleden. Llámalo. Alfredsson y tú vigilaréis los otros dos. Yo iré a la zona comercial.
Dicho esto, se volvió a Nyberg.
—Estaba pensando que tú podrías encargarte de llamar a Lisa Holgersson. Despiértala y cuéntale la verdad, para que ella haga lo que considere oportuno.
Nyberg negó con la cabeza.
—Ella detendrá la operación.
—Llámala —insistió Wallander—. Pero espera hasta las seis.
Nyberg le dedicó una sonrisa cómplice.
El inspector tenía algo más que añadir.
—No podemos olvidar a Robert Modin ni al hombre que nos han descrito como alto, delgado y bronceado. No sabemos en qué lengua se expresa. Es posible que hable sueco, pero también cualquier otro idioma. Pero hemos de suponer que él estará vigilando el cajero de que se trate, si no estoy en un error. A la menor duda, a la más mínima sospecha, os ponéis en contacto con los demás.
—No han sido pocas las cosas que he tenido que vigilar en mi vida —comentó Alfredsson—. Pero un cajero, jamás.
—Bueno, alguna vez ha de ser la primera. ¿Vas armado?
Alfredsson negó con un gesto.
—Pues arréglalo —ordenó a Ann-Britt—. Estamos en marcha.
Cuando Wallander dejó la comisaría habían dado ya las cinco y nueve minutos. De nuevo había empezado a soplar el viento y el frío se había recrudecido. Salió hacia la zona comercial presa de no poca angustia. Todo apuntaba, sin duda, a que él estaba equivocado. Pero, por el momento, habían llegado tan lejos como era posible ante una mesa de reuniones. Wallander aparcó el coche ante el edificio de la Agencia Tributaria. Todo aparecía desierto y oscuro a su alrededor. Aún no se atisbaba el amanecer. Se subió la cremallera de la cazadora y echó un vistazo antes de dirigirse al cajero. No había motivo alguno para ocultarse. Mientras caminaba, se oyó el carraspeo procedente de la radio que llevaba en el bolsillo. Ann-Britt le comunicaba que todos estaban en sus puestos y que a Alfredsson se le habían presentado problemas de inmediato. Al parecer, unos borrachos habían insistido en sacar dinero, de modo que la colega había llamado a un coche patrulla para que le prestase apoyo.
—Diles que sigan circulando por allí —recomendó Wallander—. La cosa irá a peor dentro de una hora, cuando la gente empiece a despertar.
—Martinson llegó a sacar dinero, pero no sucedió nada —continuó Ann-Britt.
—Ya, bueno. Eso no lo sabemos —advirtió Wallander—. Pase lo que pase, no lo descubriremos hasta que sea demasiado tarde.
La comunicación por radio concluyó. Wallander contemplaba un carrito de la compra que yacía tumbado en el aparcamiento y, salvo un pequeño camión, no había allí nada más. Un anuncio publicitario aleteaba al viento su oferta de costillas de cordero. Eran ya las cinco y veintisiete minutos. Por la calle de Malmövägen pasó un tráiler traqueteando en dirección oeste. Wallander empezó a pensar en Elvira Lindfeldt, pero enseguida resolvió que no se sentía con fuerzas para ello. Ya lo haría más tarde. Ya reflexionaría más adelante sobre cómo había podido dejarse engañar, verse humillado de aquel modo. El inspector le dio la espalda al viento y empezó a mover los pies para que no se le helasen. Entonces oyó el ruido del motor de un coche que se acercaba. Era un turismo que llevaba estampada en las puertas una leyenda publicitaria de una empresa de reparaciones eléctricas y que se detuvo ante el cajero. El hombre que salió del vehículo era alto y delgado. Wallander dio un respingo y echó mano de la pistola, pero se relajó enseguida al reconocer al individuo que, en varias ocasiones, había reparado la instalación en casa de su padre, en Löderup. El hombre asintió a modo de saludo.
—¿Está estropeado?
—Lo siento, pero ahora no puedes sacar dinero.
—Entonces tendré que ir al centro.
—Me temo que allí tampoco será posible.
—¿Qué ha pasado?
—Un fallo técnico transitorio.
—Ya, que tiene que vigilar la policía, ¿verdad?
Wallander no respondió. El hombre volvió malhumorado a su coche y se marchó. El inspector era consciente de que aquello era lo único que podían hacer: remitir a un fallo técnico. Pero la sola idea de lo que sucedería cuando todo se descubriese lo atormentaba. ¿Cómo podría justificarlo? Lo más probable era que Lisa Holgersson detuviese aquella operación, pues sus argumentos eran más que endebles. En ese caso, él no podría hacer nada. Y Martinson añadiría, a los que ya esgrimía, otro argumento para descalificarle.
Transcurridos unos minutos, descubrió la figura de un hombre que, a pie, se aproximaba cruzando el aparcamiento. Era un hombre joven que había aparecido desde uno de los lados del pequeño camión solitario. Caminaba despacio hacia Wallander, que tardó varios segundos en percatarse de quién era. En efecto, se trataba de Robert Modin. Wallander quedó petrificado, conteniendo la respiración. No comprendía nada. De improviso, Modin le dio la espalda y el inspector intuyó, más que supo, cuál debía ser su reacción y se arrojó a un lado. El hombre que había tras él se le había acercado desde la parte posterior del centro comercial. Era alto y delgado, estaba bronceado por el sol y llevaba un arma en la mano. Estaban a una distancia de diez metros aproximadamente. Y no había ningún lugar en el que Wallander pudiese buscar protección. Cerró los ojos presa de la misma sensación que lo había embargado en la plantación: la de tener los minutos contados; la de haber llegado hasta aquí, pero ni un metro más. El inspector aguardaba el disparo, pero éste no se produjo. Abrió los ojos y comprobó que el individuo lo apuntaba con su pistola. Pero, al mismo tiempo, miraba el reloj. «La hora», se dijo Wallander. «Ha llegado la hora. Yo tenía razón. No sé en qué, pero tenía razón».
El hombre le hizo señas a Wallander de que se acercase y levantase los brazos. Lo desarmó y arrojó la pistola reglamentaria a la papelera que había junto al cajero. Con la mano izquierda, le tendió una tarjeta al tiempo que, en un mal sueco, le decía unos números:
—Uno, cinco, cinco, uno.
Dejó caer la tarjeta sobre el asfalto y la señaló con la pistola. Wallander la recogió y el hombre se hizo a un lado mientras volvía a mirar el reloj. Entonces, señaló el cajero con un movimiento violento. El sujeto parecía nervioso. Wallander avanzó hasta el cajero. Cuando volvió la cabeza, vio a Robert Modin que observaba inmóvil. En aquellos momentos, no le importaba lo más mínimo qué sucedería cuando introdujese la tarjeta y teclease el código. Robert Modin estaba vivo. Aquello era lo más importante. Pero ¿cómo se las arreglaría para proteger su vida? Wallander buscaba ansioso una salida. Si intentaba atacar a aquel hombre, éste le dispararía en el acto. Y Robert Modin no tendría tiempo de ponerse a salvo. Wallander introdujo la tarjeta en la ranura. En ese preciso momento, sonó un disparo que dio en el asfalto y desapareció con un silbido. El hombre se dio la vuelta. Entonces Wallander vio a Martinson al otro lado del aparcamiento, a más de treinta metros de distancia. Wallander se echó a un lado y rebuscó en la papelera hasta que dio con su arma. El hombre le devolvió a Martinson un disparo que falló. Wallander disparó a su vez. Y alcanzó al hombre en medio del pecho. El individuo cayó sobre el asfalto y quedó allí tendido. Robert Modin seguía sin moverse.
—¿Qué ha pasado? —se oyó gritar a Martinson.
—Ya puedes venir —respondió Wallander también a gritos.
El hombre que yacía a sus pies estaba muerto.
—¿Qué haces tú aquí? —inquirió Wallander.
—Si tenías razón, tenía que ser este cajero —explicó Martinson—. Lo lógico es que Falk hubiese elegido el cajero que quedaba más cerca de su domicilio, aquel ante el que solía pasar cuando daba sus paseos nocturnos. Le pedí a Nyberg que se hiciese cargo del mío.
—Pero ¿él no iba a llamar a Lisa?
—¿Y para qué están los móviles?
—Bien, encárgate de esto —pidió Wallander—. Yo hablaré con Modin.
Martinson señaló el cadáver.
—¿Quién es?
—No lo sé. Pero creo que su nombre empieza por la letra ce.
—¿Crees que ya ha pasado todo?
—Tal vez. Aunque no tengo ni idea de qué es lo que ha pasado.
Wallander pensó que debería mostrarle a Martinson su agradecimiento, pero no dijo nada. Antes al contrario, se marchó en dirección a Robert Modin, que seguía tan estático como antes. Él y Martinson, se decía, se encontrarían en algún pasillo desierto llegado el momento y aclararían las cosas.
Robert Modin tenía lágrimas en los ojos.
—Me dijo que caminase hacia ti, que de lo contrario mataría a mis padres.
—No importa, ya hablaremos de ello más tarde —lo tranquilizó Wallander—. ¿Cómo estás?
—Él me ordenó que me quedase en Malmö y concluyese mi trabajo. Luego la mató. Y nos marchamos de allí. Me metió en el maletero, casi no podía respirar…, ¡pero teníamos razón!
—Así es —convino Wallander—. Teníamos razón.
—¿Encontraste mis notas?
—Sí, las encontré.
—Al final, empecé a tomarme en serio la idea de que pudiese ser un cajero de cualquier parte. Un lugar al que la gente acude, teclea sus códigos y saca dinero a todas horas.
—Tendrías que habérmelo dicho —advirtió Wallander—. Pero también yo debería haber caído en el detalle mucho antes. Desde un principio, estábamos convencidos de que todo esto tenía como trasfondo el dinero. Y yo tendría que haber pensado que un cajero es un escondite ideal.
—Una rampa de lanzamiento para un misil cargado de virus —sintetizó Modin—. No puede decirse que fueran unos necios.
Wallander observó al joven que tenía a su lado. ¿Aguantaría mucho más tiempo? De repente, lo invadió la sensación de que había estado así, con un muchacho de pie, a su lado, en otra ocasión anterior. Después cayó en la cuenta de que estaba pensando en Stefan Fredman, un niño que estaba muerto y enterrado.
—¿Qué pasó? ¿Tienes fuerzas para contármelo?
Modin asintió.
—Cuando ella me dejó entrar, él ya estaba en la casa. Empezó a amenazarme y me encerró en el cuarto de baño. De repente, oí cómo le gritaba a la señora Lindfeldt. Lo hacía en inglés, de modo que comprendía lo que decía, cuando podía oírlo.
—¿Qué era lo que le gritaba?
—Que había descuidado su cometido, que había dado muestras de debilidad.
—¿Oíste algo más?
—Sólo los disparos. Cuando abrió la puerta del baño, creí que iba a dispararme a mí también. Llevaba la pistola en la mano. Pero me dijo que yo era su rehén. Y que tenía que obedecer sus órdenes. De lo contrario, mataría a mis padres.
Wallander notó que al joven se le quebraba la voz.
—Bien, ya continuaremos después. Por ahora, es suficiente. Es más que suficiente —repitió el inspector.
—Aseguró que iban a sabotear el sistema financiero de todo el mundo. Y que empezarían desde este cajero.
—Lo sé, pero ya hablaremos de eso más tarde. Creo que ahora necesitas dormir. Te irás a casa y hablaremos más tarde.
—En realidad, es algo fantástico.
Wallander lo observó con curiosidad.
—¿A qué te refieres?
—Que se puedan hacer tantas cosas. Simplemente, instalando un pequeño misil de relojería en un cajero perdido.
Wallander no respondió. Los coches de la policía habían empezado a llegar con las sirenas a toda marcha. Cuando echó a andar, Wallander descubrió un pequeño Golf de color azul oscuro aparcado tras el camión que no había podido ver desde la posición anterior. El anuncio publicitario de las costillas giraba en torbellino a sus pies.
Tomó conciencia de lo cansado y aliviado que estaba.
En ese momento, vio que Martinson se acercaba caminando.
—Tú y yo tendríamos que hablar —propuso el colega.
—Sí —aceptó Wallander—. Pero no ahora.
Habían dado las seis menos diez del lunes 20 de octubre. Wallander se preguntó distraído cómo se presentaría el invierno.