38

Wallander y Martinson se encontraron a las ocho de la mañana del domingo. Como si hubiesen acordado verse a una hora y lugar determinados, ambos llegaron a la comisaría exactamente al mismo tiempo. Se tropezaron en el pasillo, a la entrada del comedor, y puesto que habían llegado cada uno de un extremo, a Wallander le dio la impresión de que iban a batirse en duelo. No obstante, nada anormal sucedió salvo que ambos entraron juntos en el comedor tras hacer un gesto con la cabeza a modo de saludo. Una vez en la sala, comprobaron que de nuevo se había estropeado la máquina del café. Martinson presentaba un moratón en la parte superior del ojo y tenía el labio inferior hinchado. Ambos observaban el mal garabateado cartelito que anunciaba que la máquina estaba fuera de servicio.

—Pagarás lo que has hecho —amenazó Martinson—. Pero antes aclararemos la situación.

—Golpearte no estuvo bien —replicó Wallander—. Pero eso es lo único que lamento.

Dicho esto, no hubo más comentarios acerca de lo ocurrido. Hanson, que acababa de entrar en el comedor, observaba inquieto a los dos hombres.

Wallander propuso que mantuviesen el encuentro allí mismo, pues el comedor estaba vacío, en lugar de acudir a una de las salas de reuniones. Hanson puso agua a hervir en una cacerola y los invitó a compartir con él el desayuno. Acababan de servirse el café cuando apareció Ann-Britt. Wallander ignoraba si Hanson la habría llamado aquella mañana para referirle lo sucedido la noche anterior. Pero resultó que había sido Martinson quien le había proporcionado toda la información relativa al sujeto que se había suicidado en la plantación, si bien comprendió que el agente nada había comentado acerca del violento enfrentamiento. Por otro lado, el inspector se percató enseguida de que Martinson la miraba con frialdad, de lo que cabía deducir que su compañero había pasado la noche meditando acerca de quién le habría ido con el cuento a Wallander.

Transcurridos unos minutos, también Alfredsson se les unió. Hanson explicó que Nyberg seguía en la plantación.

—¿Y qué cree que va a encontrar? —inquirió Wallander con extrañeza.

—Bueno, se marchó a casa para dormir unas horas —aclaró Hanson—. Pero aseguró que estaría listo dentro de una hora, como mucho.

La reunión no se prolongó mucho tiempo. Wallander ordenó a Hanson que hablase con Viktorsson, pues tal y como estaba la situación, era de capital importancia que el fiscal estuviese al corriente en todo momento. Por otro lado, se haría necesario convocar una conferencia de prensa a lo largo del día, aunque de eso tendría que hacerse cargo Lisa Holgersson, y, si había tiempo para ello, Ann-Britt podría asistir.

—Pero ¡si yo ni siquiera estuve presente anoche en el lugar de los hechos! —protestó asombrada.

—Tú no tienes que decir ni una palabra. Pero quiero que acudas para ver qué dice Lisa, no sea que se le pase por la cabeza dejarse caer con algún comentario absurdo.

La reacción general ante sus últimas palabras fue de un silencio fruto de la sorpresa. En efecto, nadie lo había oído jamás expresar una crítica tan manifiesta contra su jefe. Sin embargo, aquella observación no respondía a ninguna intención concreta por parte de Wallander. Simplemente era el resultado de sus reflexiones de la noche anterior: la sensación de estar agotado, de sentirse mayor y criticado. Pero, si era cierto que tenía ya una edad respetable, debería poder permitirse decir lo que pensaba sin ningún tipo de contemplaciones con respecto al pasado o al futuro.

Así, pasó a tratar de lo que revestía importancia en aquellos momentos.

—Hemos de concentrarnos en el ordenador de Falk. Si es cierto que se ha programado de modo que algo se desencadene el día 20, contamos con menos de dieciséis horas para averiguar qué es exactamente.

—¿Dónde está Modin? —inquirió Hanson.

Wallander apuró el último trago de café antes de ponerse en pie.

—Yo iré a buscarlo. En marcha todos.

Cuando salieron del comedor, Ann-Britt le hizo señas de que deseaba hablar con él, pero el inspector la rechazó con un gesto de la mano.

—Ahora no.

He de ir en busca de Modin.

—¿Dónde está?

—En buenas manos.

—¿Y no puede ir otro a recogerlo?

—Pues sí. Pero yo necesito pensar acerca de cuál será la mejor manera de invertir las horas de este día y de cuáles pueden ser las consecuencias de que ese individuo esté muerto.

—Pues precisamente de eso quería yo hablarte.

Wallander se detuvo junto a la puerta.

—Te doy cinco minutos.

—Nadie parece haber formulado la pregunta más importante.

—¿Y cuál es, según tú?

—Por qué se disparó a sí mismo en lugar de dispararte a ti.

Wallander notó que su voz rezumaba indignación. De hecho, estaba muy enojado con todo y con todos. Y además, no hacía el menor esfuerzo por ocultarlo.

—¿Y qué te hace pensar que yo no me he preguntado lo mismo?

—Porque lo habrías mencionado durante la reunión.

«¡Menuda sabelotodo!», exclamó Wallander para sí, aunque se guardó de decir lo que pensaba pues, pese a todo, había una especie de límite invisible que no era capaz de transgredir.

—Ya, en fin. ¿Qué crees tú?

—Bueno, yo no estuve allí y no sé qué ocurrió exactamente, pero creo que debe de haber una razón de mucho peso para que un individuo de esa calaña se quite la vida.

—¿Qué te hace pensar eso?

—La verdad, creo que, por raro que parezca, yo también he atesorado algo de experiencia durante mis años de policía.

Wallander no pudo evitar un tono aleccionador al responder:

—Ya, claro. Pero la cuestión es si la experiencia de que hablas puede tener algún valor en este caso concreto. Con toda probabilidad, aquel hombre había matado, como mínimo, a dos personas. Y no habría vacilado de haber querido matar a una tercera. Aún no podemos decir qué hay tras todo esto, pero no cabe duda de que era un hombre sin escrúpulos y de una crueldad poco habitual. Una crueldad oriental, como suele decirse. De modo que este hombre oyó el helicóptero y comprendió que no lograría escapar. Según venimos sospechando, las personas involucradas en este caso son fanáticos y quizá su obsesión se le volvió en contra en aquel momento.

Ann-Britt quiso replicar, pero Wallander, que estaba ya camino de la puerta, no le dio oportunidad.

—He de ir a recoger a Modin —atajó—. Ya hablaremos más tarde. Si es que el mundo sigue existiendo entonces.

Wallander abandonó la comisaría a las nueve menos cuarto, con algo de prisa. Aunque la lluvia había cesado, soplaba ahora un frío viento racheado. El banco de nubes se deshacía con gran rapidez mientras él salía rumbo a Malmö. La carretera aparecía desierta aquella mañana de domingo. Conducía a demasiada velocidad y, en algún punto entre Rydsgård y Skurup, atropello a una liebre. Pese a que había intentado esquivarla, el animal fue a parar sin remedio bajo su rueda trasera. Unos metros más adelante, pudo ver en el espejo retrovisor cómo sus patas traseras se estremecían sobre el asfalto. Pero el inspector no frenó.

Y, de hecho, no se detuvo hasta llegar a la casa de Jägersro a eso de las diez menos veinte de la mañana. Elvira Lindfeldt le abrió enseguida al oír el timbre y Wallander entrevió a Robert Modin sentado a la mesa de la cocina ante una taza de té. La mujer se presentó vestida, pero a Wallander le dio la impresión de que estaba cansada y, de algún modo que no pudo determinar, parecía distinta a la última vez que la vio. Su sonrisa era, pese a todo, la misma. Ella le ofreció un café y Wallander pensó que eso era lo que necesitaba. Aun así, lo rechazó, pues el tiempo apremiaba. Ella insistió, lo tomó del brazo y lo llevó casi a empujones hasta la cocina. Al inspector no se le escapó su rápida ojeada al reloj de pulsera, que lo puso en guardia de inmediato. «Quiere que me quede», concluyó. «Pero no demasiado. Como si algo o alguien la esperasen tras mi partida». Le agradeció el ofrecimiento pero le pidió a Modin que se preparase para partir.

—Me ponen nerviosa las personas que andan con prisas —se lamentó la mujer cuando Modin hubo salido de la cocina.

—Pues acabas de dar con mi primer fallo —declaró Wallander—. Pero lo cierto es que hoy, precisamente, no puedo hacer nada por evitarlo. Necesitamos a Modin en Ystad.

—¿Por qué tanta prisa?

—Ni siquiera tengo tiempo de explicártelo, pero te diré que estamos algo preocupados por el 20 de octubre, que es mañana.

Pese a su cansancio, Wallander notó la débil sombra de inquietud que abatió el semblante de la mujer por un instante, antes de lucir de nuevo su flamante sonrisa. Wallander se preguntó si no estaría asustada, pero enseguida rechazó la idea suponiendo que eran figuraciones suyas.

Transcurridos unos minutos, Modin apareció escaleras abajo, listo para salir, con sus aparatos bajo el brazo.

—¿Volverá mí huésped esta noche? —inquirió ella.

—No, ya no es necesario.

—¿Volverás esta noche?

—Ya te llamaré. Cuando lo sepa.

Regresaron a Ystad. Wallander aminoró la velocidad durante el camino de vuelta, aunque no demasiado.

—Hoy me levanté temprano —comentó Modin—. He estado pensando y se me han ocurrido algunas ideas que me gustaría poner en práctica cuanto antes.

Wallander se preguntaba si debía desvelarle los sucesos de la noche anterior, pero decidió que sería mejor esperar pues, por ahora, lo más importante era que Modin se mantuviese concentrado. Así pues, prosiguieron el trayecto en silencio. El inspector era consciente de lo absurdo que sería que el joven malgastase su energía en explicarle en qué consistían aquellas nuevas ideas.

Dejaron atrás el lugar en que Wallander había atropellado a la liebre. Una bandada de cuervos se desperdigó en diversas direcciones cuando el coche se acercaba. La liebre estaba ya tan aplastada que resultaba difícil reconocerla. Wallander le contó a Modin que la había atropellado de camino a Malmö.

—En realidad, las hay a cientos por las carreteras —observó el inspector—. Pero hasta que no la atropellas tú mismo, no la ves de verdad.

De repente, Modin miró a Wallander.

—¿Podrías repetir lo que acabas de decir sobre la liebre?

—Sí, que hasta que no la atropellas tú mismo, no la ves de verdad. Pese a que suele haber cientos de ellas muertas en la carretera.

—¡Exacto! —exclamó Modin reflexivo—. Eso es lo que nos pasa, naturalmente.

Wallander le lanzó una mirada inquisitiva.

—Tal vez debamos ver lo que buscamos en el ordenador de Falk del mismo modo —aclaró Modin—. Como algo que hemos visto varias veces con anterioridad sin habernos percatado de ello.

—Creo que no te entiendo bien.

—Tal vez hayamos profundizado demasiado de forma innecesaria. Tal vez lo que estamos buscando es algo que tenemos ante nuestros propios ojos, simplemente.

Dicho esto, Modin se hundió en honda reflexión mientras Wallander seguía sin comprender del todo.

A las once, aparcaron el vehículo ante el edificio de la plaza de Runnerströms Torg. Modin subió a la carrera cargado con los dos ordenadores. Wallander lo seguía jadeante con un piso de retraso. Era consciente de que, a partir de aquel momento, debía confiar en la capacidad de Alfredsson y de Modin de sacar algo en claro. Eso sí, con la ayuda de Martinson. Y lo mejor que él podía hacer era intentar mantener una visión de conjunto de lo que sucediese, y en modo alguno pensar que él podría bucear y nadar en el océano electrónico al mismo ritmo que los demás. No obstante, se sintió obligado a recordarles la naturaleza de la situación en la que se hallaban inmersos y a señalar lo que era importante y lo que podía esperar. Asimismo, confiaba en que Martinson y Alfredsson tuviesen la cantidad suficiente de sentido común como para ocultarle a Modin lo acontecido durante la noche. En realidad, Wallander debería haber llamado a Martinson y, a solas, haberle explicado que Modin no estaba aún al corriente y que así debía seguir, por el momento. Sin embargo, no era capaz de hablar con Martinson más de lo absolutamente imprescindible ni de compartir con él ningún tipo de confidencia.

—Son las once —comenzó cuando hubo recuperado el aliento tras la acelerada marcha escaleras arriba—. Lo que quiere decir que disponemos de trece horas hasta la medianoche anterior al 20 de octubre. En otras palabras, el tiempo apremia.

—Nyberg ha llamado —interrumpió Martinson.

—¿Qué novedades tenía?

—No mucho. El arma era una Makarov, calibre de nueve milímetros. Esperaba poder confirmar que se trataba de la misma arma utilizada en el apartamento de la calle de Apelbergsgatan.

—¿Llevaba el tipo alguna documentación encima?

—Tenía tres pasaportes. Uno coreano, otro tailandés y, por curioso que parezca, otro rumano.

—¿Ninguno angoleño?

—Pues no.

—Bien. Hablaré con Nyberg.

Acto seguido, pasó a comentar la situación a grandes rasgos mientras Modin aguardaba impaciente sentado ante sus aparatos.

—Dentro de trece horas será 20 de octubre —reiteró—. Por ahora, no nos interesan más que dos cuestiones. Todo lo demás tendrá que esperar hasta nueva orden. Las respuestas a esas dos preguntas nos conducirán necesariamente a una tercera, a la que volveré más adelante.

Wallander echó una ojeada a su alrededor mientras Martinson se mantenía inmóvil, con la mirada clavada en el vacío y el rostro inexpresivo. La hinchazón del labio había empezado a adquirir un tono violáceo.

—Por otro lado, la respuesta a la primera pregunta puede eliminar las otras dos —prosiguió el inspector—. ¿Es realmente el 20 de octubre la fecha que nos interesa? Y, de ser así, ¿qué sucederá entonces? Si la respuesta a la primera pregunta es afirmativa, la tercera será qué debemos hacer para detener el proceso, cualquiera que sea. Esto es lo único importante.

Tras haber pronunciado aquellas palabras, Wallander guardó silencio.

—Aún no hemos recibido ninguna respuesta del extranjero —intervino Alfredsson.

Wallander recordó entonces que tendría que haber firmado aquel documento antes de que fuese enviado a las organizaciones policiales internacionales.

Martinson pareció leerle el pensamiento, cuando aclaró:

—Lo firmé yo, para ahorrar tiempo.

Wallander asintió.

—Y qué hay de las instituciones que logramos identificar. ¿Ninguna de ellas ha reaccionado todavía?

—No, por ahora. Pero apenas si han transcurrido unas horas. Y además, es domingo.

—Lo que significa que, por ahora, estamos solos —concluyó Wallander antes de dirigir la mirada a Modin—. Robert me comentó durante el viaje de vuelta de Malmö que se le habían ocurrido algunas ideas. Sólo nos cabe esperar que nos lleven por buen camino.

—Estoy convencido de que es el día 20 —afirmó Modin.

—En ese caso, a ver si nos convences a nosotros también.

—Necesitaré una hora, más o menos.

—Disponemos de trece —le recordó Wallander—. Si partimos de la base de que, ciertamente, no contamos con un solo minuto más.

Dicho esto, Wallander se marchó. Lo mejor que podía hacer en aquellos momentos era dejarlos tranquilos. Así pues, se dirigió a la comisaría. Lo primero que hizo fue ir a los servicios. Durante los últimos días había sentido una necesidad casi permanente de orinar y una molesta sequedad en la boca, indicios inequívocos de que había empezado a descuidar su diabetes de nuevo. Tras la visita a los servicios, se encaminó a su despacho y se acomodó en la silla.

«¿Debo de haber estado obviando alguna cosa?», se preguntó. «¿No habrá algo en toda esta historia que pueda proporcionarnos de un plumazo la explicación que buscamos?». El cerebro no cesaba de ronronear, como un motor en punto muerto. Durante unos segundos, volvió a Malmö con el pensamiento. Elvira Lindfeldt se había comportado de forma distinta aquella mañana. Wallander tenía el convencimiento de que así era, por más que no fuese capaz de explicarlo. Aquello lo inquietaba. Lo que menos deseaba en el mundo era que ella empezase ya, en un estadio inicial, a detectar fallos en su personalidad. ¿No la habría introducido en su profesión de un modo demasiado rápido y brusco al pedirle que alojase a Robert por la noche?

Desechó aquellos pensamientos y se dirigió al despacho de Hanson, que se encontraba ante el ordenador comprobando en los diversos registros los nombres de una lista que Martinson le había facilitado. Wallander le preguntó qué tal iba todo, pero el colega hizo un gesto displicente con la cabeza.

—Aquí no hay nada que cuadre —se lamentó con resignación—. Es como tomar varias piezas de distintos rompecabezas y esperar que se produzca un milagro que las haga encajar. El único denominador común es que todas ellas son instituciones financieras. Además de la empresa de telefonía y un contratista de satélites.

Wallander dio un respingo.

—Sí, un contratista de satélites de Atlanta: Telsat Communications.

—Es decir, que no es un fabricante, ¿no es cierto?

—Según he visto, se trata de una empresa que ofrece en alquiler espacios de emisión a través de varios satélites de comunicación.

—Pues eso al menos encaja con la empresa de telefonía —apuntó Wallander.

—Bueno, si afinamos un poco, podemos decir que también encaja con todo lo demás. De hecho, el dinero se envía hoy día de un lado a otro por vía electrónica. Ya no se traslada en una caja fuerte ni nada parecido. Al menos, no cuando se trata de transacciones de envergadura.

De repente, una idea cruzó la mente de Wallander.

—¿Podemos ver si alguno de los satélites de esa compañía cubre emisiones en Angola?

Hanson volvió al teclado y Wallander comprobó que el colega era mucho más lento que Martinson.

—Sus satélites cubren el mundo entero, incluido el círculo polar.

Wallander asintió.

—Bueno, eso puede ser importante —vaciló—. Llama a Martinson y explícaselo, a ver qué opina.

Hanson no desaprovechó la oportunidad de indagar:

—¿Qué os pasó anoche en la plantación?

—Martinson va por ahí propagando una sarta de mentiras sobre mí —sintetizó Wallander—. Pero no es éste el mejor momento para hablar de ello.

El inspector veía transcurrir los minutos de aquel domingo sin que ellos avanzasen lo más mínimo. Pasó las primeras horas en la comisaría, con la vana esperanza de que la llamada liberadora que tanto ansiaba recibir del apartamento de Runnerströms Torg se produjese en un momento u otro. Pero el silencio reinaba pertinaz en las dependencias policiales. Lisa Holgersson celebró una improvisada conferencia de prensa a las dos de la tarde. La jefa había manifestado su deseo de mantener una charla previa con Wallander, pero el inspector se había mantenido al margen y le había dado a Ann-Britt instrucciones estrictas de que le hiciese saber que estaba fuera. A ratos, se apostaba junto a la ventana a contemplar, estático, el depósito del agua. El banco de nubes había desaparecido y hacía un claro y fresco día de octubre.

Hacia las tres de la tarde, ya no podía soportar la espera en la comisaría por más tiempo, de modo que tomó el coche y se marchó a la plaza de Runnerströms Torg, donde irrumpió en medio de una acalorada discusión acerca de cómo interpretar unas combinaciones de cifras. Modin hizo amago de querer involucrar a Wallander en la conversación, pero éste negó con la cabeza.

A las cinco salió a tomarse una hamburguesa y, cuando regresó a la comisaría, llamó a Elvira Lindfeldt. No obtuvo respuesta y ni siquiera tenía conectado el contestador. De nuevo se adueñaron de él las sospechas, pero se sentía demasiado cansado y disperso como para dejar que sus dudas tomasen el mando.

Hacia las seis y media, Ebba los sorprendió con su presencia en la comisaría. Venía, según aseguró, a dejar la comida de Modin, que llevaba en un recipiente de plástico. Wallander le pidió a Hanson que la llevase a la plaza de Runnerströms Torg y, cuando ya se habían marchado y ya era demasiado tarde, cayó en la cuenta de que no le había dado las gracias debidamente.

En torno a las siete, él mismo llamó al apartamento. Fue Martinson quien atendió la llamada y la conversación resultó bastante breve. Aún no habían hallado la respuesta a ninguna de las preguntas de Wallander. Tras colgar el auricular, se dirigió al despacho de Hanson que, con los ojos enrojecidos, seguía mirando la pantalla de su ordenador. Wallander quiso saber si continuaban sin llegar noticias del extranjero, a lo que Hanson respondió con una sola palabra: «Nada».

Wallander sufrió un repentino acceso de cólera: asió la silla que Hanson tenía para las visitas y la estrelló contra la pared, antes de dar media vuelta y marcharse.

A las ocho de la tarde se asomó de nuevo en el umbral de la puerta de Hanson.

—Nos vamos a Runnerströms Torg —ordenó—. Esto no puede seguir así. Hemos de hacer una síntesis de la situación.

Fueron a recoger a Ann-Britt, a la que hallaron dormitando en su despacho, y partieron en silencio hacia el despacho de Falk. Ya en el apartamento, encontraron que Modin estaba sentado en el suelo, con la espalda contra la pared, en tanto que Martinson ocupaba su silla plegable y Alfredsson yacía en el suelo cuan largo era. Wallander se preguntaba si se las había visto antes con un grupo de investigación en el que el desánimo y el agotamiento hubiesen hecho presa tan segura. Sabía que el cansancio físico se debía a que, a pesar de los hechos acaecidos durante la noche, veían que sus actuaciones no les reportaban el menor éxito. Con que hubiesen logrado un solo paso adelante, si hubiesen logrado atravesar el muro, la suma de sus energías sería aún suficiente. Pero el abatimiento y la resignación reinantes eran prácticamente infinitos.

«Pero ¿qué hago? ¿Cómo articular nuestro último esfuerzo, antes de que suenen las doce?», se preguntaba.

Tomó asiento en la silla que había junto al ordenador. Los demás se agruparon en torno a él, salvo Martinson, que se mantuvo algo apartado.

—A ver, una síntesis —los exhortó—. ¿En qué punto nos hallamos?

—Bueno, contamos con numerosos indicios de que algo sucederá el día 20 —comenzó Alfredsson—. Pero ignoramos si será justo a medianoche. Parece, pues, probable que las instituciones que hemos identificado detecten algún tipo de problema informático en sus ordenadores. Y entre todas las que aún nos quedan por identificar, puede ocurrir otro tanto. Puesto que todas ellas son gigantes financieros con gran poder económico, hemos de presuponer que el móvil aquí ha sido el dinero. No obstante, desconocemos igualmente si pretenden perpetrar un asalto a un banco por vía electrónica o si es algo distinto por completo.

—¿Qué sería lo peor que cupiera imaginar? —inquirió Wallander.

—Que surja el caos en los mercados financieros mundiales.

—Pero ¿tú crees de verdad que eso es posible?

—Ya hemos hablado de esto con anterioridad, pero si, por ejemplo, lo que persiguen es inocular la inseguridad o provocar un cambio inesperado en el curso del dólar, podrían desatar una situación de pánico difícil de controlar.

—Pues eso es lo que yo creo que sucederá —intervino Modin.

Todas las miradas se dirigieron al joven que, con las piernas cruzadas y sentado en el suelo, había estado guardando silencio a los pies de Wallander.

—Ya. Y eso, ¿por qué? ¿Podrías demostrarlo?

—En mi opinión, es algo de tal envergadura que no podemos ni imaginarlo. Lo que a su vez significa que ni mediante una argumentación lógica ni recurriendo a nuestra imaginación podríamos descubrir lo que va a suceder hasta que sea demasiado tarde.

—Pero ¿cuál es el origen de todo esto? ¿No es necesario un factor desencadenante? No sé, alguien que pulse un botón…

—Lo más probable es que el desencadenante sea algo tan cotidiano que ni se nos ocurra.

—Ahí tenemos otra vez la simbólica máquina de café —apuntó Hanson.

Wallander guardó silencio y echó una ojeada a su alrededor.

—Lo único que podemos hacer es continuar como hasta ahora. No tenemos más opciones.

—Olvidé unos disquetes en Malmö —advirtió Modin—. Y los necesito para poder continuar.

—Pues enviaremos un coche a buscarlos.

—Yo iré con ellos —propuso Modin—. Tengo que salir un rato a que me dé el aire. Además, en Malmö hay una tienda que abre por las noches donde venden el tipo de alimentos que yo puedo comer.

Wallander asintió y se puso en pie mientras Hanson llamaba para reclamar una patrulla que pudiese llevar a Modin a Malmö. El inspector marcó el número de Elvira Lindfeldt, pero el teléfono estaba ocupado. Cuando lo intentó por segunda vez, ella contestó enseguida. Él no le ocultó la verdad, sino que le explicó que Modin iría a Malmö a recoger unos disquetes que se había dejado allí olvidados. Ella le prometió que lo recibiría y Wallander notó que su voz volvía a tener el tono afable del primer encuentro.

—¿Lo acompañarás tú? —inquirió ella.

—No tengo tiempo.

—Está bien. No te preguntaré por qué.

—Sí, será lo mejor. Me llevaría demasiado explicártelo.

Alfredsson y Martinson se inclinaron de nuevo sobre el ordenador de Falk. Wallander regresó a la comisaría en compañía de los demás colegas, pero se detuvo al llegar a la recepción.

—Nos veremos dentro de media hora —ordenó—. Para entonces, cada uno de vosotros habrá reflexionado sobre lo sucedido. Ya sé que treinta minutos no son muchos, pero no hay más. Después, lo retomaremos todo desde el principio una vez más para examinar la situación.

Todos se marcharon a sus respectivos despachos y, tan pronto como Wallander llegó al suyo, sonó el teléfono de la recepción, desde donde le anunciaban que tenía visita.

—¿Quién es y qué quiere? —quiso saber el inspector—. No tengo mucho tiempo, la verdad.

—Una mujer que dice vivir en la calle de Mariagatan y ser vecina tuya. Una tal señora Hartman.

Wallander se sintió presa de un súbito temor ante la eventualidad de que hubiese ocurrido algún accidente. Hacía ya algunos años había sufrido una fuga de agua en su apartamento y la señora Hartman, que era viuda y que vivía en el piso de abajo, había sido quien había llamado a la comisaría para avisar del siniestro en aquella ocasión.

—Dile que voy ahora mismo —respondió Wallander antes de colgar.

Una vez en la recepción, la señora Hartman le dio la alentadora noticia de que no había detectado en su techo ninguna fuga de agua procedente de su apartamento. En cambio, le tendió una carta.

—El cartero debió de echarla al buzón equivocado —se excusó ella—. Lo más probable es que la recibiese el viernes pasado, pero he estado fuera unos días y no la he visto hasta esta mañana. Se me ocurrió que podía ser importante y…

—No tenías por qué haberte molestado —replicó Wallander en tono amable—. No suelo recibir correo tan importante que no pueda esperar.

Ella le dejó la carta, que no llevaba remite. La señora Hartman se marchó y Wallander regresó a su despacho. Abrió la carta y, para su sorpresa, comprobó que era de la agencia Datamötet, que le agradecía su interés y le prometía reenviarle las posibles respuestas tan pronto como se produjesen.

Wallander arrugó la carta y la arrojó a la papelera. Durante unos segundos su cerebro quedó desierto de la menor idea, pero, de pronto, con el entrecejo fruncido, recuperó la carta de la papelera y leyó el contenido una vez más. Buscó después el sobre entre los papeles desechados y, sin saber por qué, se quedó observando el matasellos con detenimiento. La carta había sido enviada el jueves de la semana anterior.

Su cerebro seguía vacío de todo pensamiento.

Y el desasosiego parecía proceder de ninguna parte. El matasellos era del jueves de la semana anterior. Y en la carta le daban la bienvenida a la agencia Datamötet. Pero, para entonces, él ya había recibido una respuesta, la de Elvira Lindfeldt, una carta que alguien había introducido directamente en su buzón. Una carta sin matasellos.

Las ideas se sucedieron súbitamente en su cabeza.

Después se dio la vuelta y miró el ordenador que tenía sobre el escritorio. Se quedó allí sentado incapaz de moverse. Los pensamientos se agitaban ahora como en un torbellino, veloces, al principio, después de forma cada vez más pausada. Se preguntaba si no estaría perdiendo el juicio. Pero intentaba obligarse a reflexionar con calma y frialdad absolutas.

Todo ello sin dejar de observar su ordenador. Una imagen empezó a tomar forma en su mente, un contexto en el que encajarlo todo. Y dicho contexto se le antojó terrible. Salió como una tromba hacia el pasillo y echó a correr en dirección al despacho de Hanson.

—¡Llama al coche patrulla! —gritó ya dentro del despacho. Hanson dio un respingo y lo miró aterrado.

—¿Qué coche patrulla?

—El que ha ido a Malmö con Modin.

—¿Por qué?

—¡Haz lo que te digo, rápido!

Hanson levantó el auricular y en menos de dos minutos obtuvo respuesta.

—Ya están volviendo —dijo mientras colgaba el auricular.

Wallander respiró tranquilo.

—Pero, al parecer, Modin se quedó en Malmö.

Wallander sintió que se le hacía un nudo en el estómago.

—¿Dijo por qué?

—Según los compañeros, salió a decirles que seguiría trabajando desde allí.

Wallander quedó petrificado. El corazón le latía con violencia y no terminaba de dar crédito a las palabras de Hanson. Pese a todo, había sido él quien había caído en la cuenta de que existía el riesgo de que los ordenadores de la policía también fuesen saqueados y vaciados de su contenido.

Y aquello afectaba no sólo al material de investigación, sino también, por ejemplo, a una carta que alguien hubiese enviado a una agencia de contactos.

—Salimos dentro de un minuto. Llévate el arma —ordenó.

—¿Adónde vamos?

—A Malmö.

Por más que durante el trayecto Wallander intentó explicarle lo que sucedía, Hanson no alcanzaba a comprenderlo. El inspector no cesaba de pedirle que marcase el número de Elvira Lindfeldt, pero nadie respondía. Wallander había puesto la sirena sobre el techo del automóvil. En silencio, rogaba a todos los dioses cuyo nombre conocía que no permitiesen que le sucediese nada a Modin. Pero, en el fondo, él se temía lo peor.

Frenaron ante la casa poco después de las diez. Todo estaba a oscuras. Salieron del vehículo al silencio de la noche. Wallander le pidió a Hanson que aguardase al abrigo de las sombras, junto a la verja. Después le quitó el seguro a su arma y tomó el sendero que conducía hasta la puerta principal. Una vez allí, prestó atención. Llamó, aguardó y escuchó de nuevo. Volvió a llamar, pero nadie acudió a abrirle, de modo que tanteó la manivela y comprobó que la puerta no estaba cerrada con llave. Con un gesto, le indicó a Hanson que se acercase.

—Deberíamos esperar refuerzos —susurró Hanson.

—No tenemos tiempo.

Wallander abrió la puerta con suma cautela. De nuevo volvió a prestar la máxima atención. No tenía idea de qué podía haber en la oscuridad. Recordaba que el interruptor estaba a la izquierda de la puerta y fue a tientas, siguiendo la pared con la mano, hasta encontrarlo. En el momento en que se hizo la luz, el inspector dio un salto hacia un lado y se agazapó.

El vestíbulo estaba vacío.

El haz de luz entraba en la sala de estar y vio a Elvira Lindfeldt sentada en el sofá. La mujer lo miraba. Wallander respiró hondo. La mujer no se movía y él supo que estaba muerta. Llamó a Hanson y ambos entraron cautelosos en la sala.

Le habían dado un tiro en la nuca. El espaldar del sofá de color amarillo claro estaba impregnado de sangre.

Inspeccionaron la casa, pero no hallaron a ninguna otra persona.

Robert Modin había desaparecido. Wallander sabía que aquello sólo podía tener un significado.

En efecto, alguien distinto de la mujer lo esperaba en aquella casa.

El hombre de la plantación no estaba solo.