37

La noche anterior al domingo 19 de octubre fue sin duda una de las peores en la vida de Wallander. Más tarde llegaría a pensar que, en el fondo, él había presentido algo extraño durante el trayecto a Malmö. En efecto, justo cuando acababan de pasar el desvío hacia Svedala, un conductor hizo un adelantamiento repentino y suicida. Al mismo tiempo, se toparon con un tráiler que circulaba por el centro de la calzada. Wallander giró de forma tan brusca que estuvieron a punto de salirse de la carretera. Por su parte, Robert Modin, que dormía en el asiento del acompañante, no se percató de nada. Pero a él el corazón le latía desaforado.

De repente, recordó que, hacía un año aproximadamente, se había quedado dormido al volante en una ocasión en la que poco faltó para que perdiese la vida, antes de descubrir que padecía diabetes y de tomar las medidas oportunas. Y aquella noche no anduvo lejos de que le ocurriese otro tanto. Después, el origen de su desasosiego se desplazó a la investigación que tenía entre manos y cuyo desenlace parecía cada vez más enigmático. Wallander se preguntó por enésima vez sí irían por el buen camino o si, como un marino ebrio, no habría hecho encallar el navío del grupo de investigación. ¿Qué pasaría si lo que contenía el ordenador de Falk no tenía nada que ver con el caso?, ¿si la solución estaba en otro lugar bien distinto?

Wallander pasó el último tramo hasta Malmö intentando encontrar una explicación alternativa. Seguía convencido de que algo había ocurrido durante los años en que Falk estuvo desaparecido en Angola. Pero ¿no sería algo del todo distinto a lo que él se había imaginado? ¿Algún asunto de drogas? Por otro lado, sus conocimientos sobre el país africano eran prácticamente nulos. Tenía la vaga idea de que se trataba de un país rico, con pozos de petróleo y grandes minas de diamantes. Pero ¿estaría allí la explicación, o sería más bien un grupo de desquiciados saboteadores decididos a emprender un ataque contra el suministro energético de Suecia? Y, en ese caso, ¿por qué se había producido aquel cambio radical en la personalidad de Falk, justo cuando se encontraba en Angola? Sumido en las sombras de la carretera, tan sólo desvanecidas por los focos de los vehículos con que se cruzaban rasgando con su luz la oscuridad, se esforzó, sin éxito, por hallar las respuestas a todos sus interrogantes. Parte fundamental de su desasosiego era, sin lugar a dudas, la reflexión que las palabras de Ann-Britt acerca de Martinson habían provocado en él y el juego sucio que el colega desplegaba a sus espaldas. Y la sensación de verse cuestionado, quizá con razón. La angustia que lo dominaba procedía de todos los flancos.

Cuando tomó el desvío hacia Jägersro, Robert Modin se despertó sobresaltado.

—Ya casi hemos llegado —lo tranquilizó Wallander.

—Estaba soñando que alguien me agarraba la nuca —explicó Modin.

Wallander dio con la dirección sin dificultad. La casa se alzaba en uno de los extremos de una zona residencial y Wallander calculó que se habría construido en el periodo de entreguerras. Detuvo el coche y apagó el motor.

—¿Quién vive aquí? —quiso saber Modin.

—Una amiga —aclaró Wallander—. Se llama Elvira. Aquí dormirás seguro esta noche. Alguien vendrá a buscarte mañana a primera hora.

—Ni siquiera he traído cepillo de dientes —se quejó el muchacho.

—Bueno, eso tendrá arreglo, ya verás.

Eran las once de la noche, aproximadamente, y Wallander había pensado que se quedaría hasta las doce, más o menos, se tomaría un café, admiraría las hermosas piernas de la improvisada anfitriona y partiría de nuevo hacia Ystad.

Sin embargo, nada sucedió según sus previsiones. Apenas habían llamado a la puerta cuando, mientras entraban en el vestíbulo, el teléfono de Wallander empezó a sonar. Cuando respondió, fue para oír la voz de Hanson que, presa de la mayor excitación, lo informó de que por fin habían dado con una pista del hombre que creían había sido el autor de los disparos efectuados contra Wallander en la niebla. Y de nuevo, fue un hombre que paseaba con su perro quien descubrió a un sujeto que parecía estar escondiéndose y que se conducía de un modo de lo más extraño. El dueño del perro había estado viendo los coches de la policía durante todo el día recorrer la zona de Sandhammaren y se le ocurrió que sería sensato llamar y comunicarles lo que había observado. Cuando habló con el ciudadano, Hanson se enteró de que el sujeto vestía algo que parecía una gabardina negra. De modo que Wallander sólo tuvo tiempo de agradecer a Elvira su hospitalidad, volver hacer las presentaciones entre Elvira y Modin y salir enseguida de regreso a Ystad pensando que los perros y sus dueños parecían estar extrañamente presentes en aquella investigación y que tal vez aquel tipo de personas constituyesen un recurso del que la policía debiera servirse más a menudo en el futuro… Hacia medianoche, tras haber conducido a demasiada velocidad, alcanzó el lugar situado justo al norte de Sandhammaren que Hanson le había indicado por teléfono, no sin antes haberse detenido en la comisaría para recoger su arma reglamentaria.

La lluvia había empezado a caer de nuevo. Martinson había llegado poco antes que Wallander, además de varias patrullas con equipos de protección y con perros policía. El individuo al que buscaban debía de hallarse en una zona boscosa delimitada por la carretera hacia Skillinge y los terrenos de cultivo de varias fincas. Pese a que Hanson no había tardado en organizar una cadena de vigilancia que rodeaba la zona, Wallander comprendió enseguida que el desconocido sospechoso tendría bastantes posibilidades de escapar gracias a la oscuridad. Se esforzaron por elaborar algo parecido a un plan de acción, aunque, de entrada, consideraron de alto riesgo enviar perros policía. Y allí estaban, bajo el oscuro cielo lluvioso, preguntándose qué otra cosa podrían hacer, salvo mantener la vigilancia y aguardar el alba. Y en ese momento la radio de Hanson empezó a carraspear. La patrulla apostada en el extremo norte de la zona vigilada había recibido lo que les parecía un contacto. Después se oyó un disparo y enseguida otro más. Del aparato se impuso un susurro: «Ese jodido de mierda está disparando». Acto seguido, nació un silencio que hizo que Wallander se temiese lo peor. Él y Hanson fueron los primeros en salir hacia el lugar, sin que el inspector hubiese podido percatarse de dónde se habría metido Martinson, dado el desconcierto reinante. Les llevó seis minutos ganar el punto del que procedía la llamada de socorro. Cuando divisaron las luces del coche de policía, se detuvieron y sacaron las armas antes de salir del vehículo. En medio de aquel silencio ensordecedor, Wallander lanzó un grito de llamada y, ante su propio alivio y el de Hanson, recibieron respuesta. Echaron a correr medio en cuclillas hasta llegar al coche, donde hallaron a dos agentes que, aterrados y pistola en mano, aplastaban el rostro contra el barro. Uno de ellos era El Sayed y el otro Elofsson. El hombre que había disparado se hallaba en un pequeño soto al otro lado de la carretera. Según los colegas, ellos estaban de pie junto al coche cuando, de repente, oyeron el crujido de una rama al quebrarse. Elofsson enfocó entonces el follaje con su linterna mientras El Sayed se ponía en contacto con Hanson por radio. Inmediatamente después, se oyeron los disparos.

—¿Qué hay al otro lado del soto? —inquirió Wallander en un susurro.

—Un sendero que baja hasta la playa —explicó Elofsson en el mismo tono.

—¿Hay casas por allí?

Nadie lo sabía.

—Bien, dispondremos un anillo en torno a la zona —decidió Wallander—. Al menos ahora sabemos dónde se esconde.

Hanson llamó a Martinson y le explicó dónde se encontraba. Mientras, Wallander, con el arma siempre a punto, preparado por si el individuo aparecía junto al vehículo, ordenó a El Sayed y a Elofsson que se alejasen del coche y se adentrasen en las sombras para ponerse a cubierto.

—¿Queréis que hagamos venir un helicóptero? —inquirió Martinson.

—Sí, que sobrevuele la zona y que venga provisto de buenos focos. Pero no antes de que todos estén en sus puestos.

Martinson volvió a ocuparse de la radio mientras Wallander quedaba observando desde el lugar en que estaba el coche, aunque era evidente que nada podría ver en medio de tan densa oscuridad. El murmullo del viento era ya tan intenso que también resultaba difícil discernir qué sonidos eran reales y cuáles imaginarios. De repente recordó la noche en que, en compañía de Rydberg, se adentró en un barrizal con el fin de capturar a un sujeto que había asesinado a su novia con un hacha. También aquello sucedió en otoño y, mientras tiritaban tendidos sobre el frío barro, Rydberg le explicó el difícil arte de distinguir los sonidos que uno oía realmente de los que no eran más que figuraciones. Desde aquella noche, a Wallander se le habían presentado varias ocasiones de recordar las palabras del admirado colega. Sin embargo, pensaba, él nunca había logrado adquirir aquella habilidad.

Martinson se le acercó agazapado.

—Ya están en camino. Hanson se encargará de pedir el helicóptero.

Pero Wallander no tuvo tiempo de responder pues, en aquel preciso momento, se oyó el estallido. Ambos se encogieron.

El disparo procedía del oeste, de algún punto indeterminado, sin que Wallander pudiese precisar qué o quién había sido el pretendido objetivo. Llamó a Elofsson, pero fue El Sayed quien respondió. Después, también Elofsson dio señales de vida. Wallander se sentía acuciado por la necesidad de actuar, de modo que vociferó en la oscuridad:

—¡Policía! ¡Arroja el arma!

Acto seguido, repitió sus palabras en inglés.

Pero el único que respondió fue el viento, con su sordo rugido.

—Esto no me gusta un pelo —declaró Martinson—. ¿Por qué sigue ahí, disparando al vacío? ¿Por qué no intenta huir? Debe de sospechar que los refuerzos están en camino.

Wallander no replicó palabra, pues él también se había hecho aquella pregunta.

En ese momento, empezaron a oírse los aullidos de las sirenas en la distancia.

—¿Cómo no les dijiste que acudieran en silencio?

Wallander fue incapaz de disimular su enojo.

—Eso tendría que haberlo dicho Hanson.

—No pidas demasiado.

Cuando acabó de pronunciar aquellas palabras, El Sayed lanzó un grito. Wallander entrevió una sombra que se esfumaba cruzando la carretera en dirección a la plantación situada a la izquierda del coche para desaparecer por completo.

—Se larga —susurró Wallander.

—¿Dónde está?

Wallander señaló hacia la oscuridad. Era inútil. Martinson tampoco veía nada. El inspector comprendió que debía hacer algo pues, si el sujeto lograba atravesar los campos, no tardaría en acceder a una zona boscosa aún más extensa, donde resultaría más ardua la tarea de acorralarlo. Le gritó a Martinson que se apartase, se metió en el coche de un salto, lo puso en marcha y lo orientó bruscamente en la dirección adecuada topándose en el giro con algo que no pudo ver. Pero, enseguida, los faros del coche iluminaron los campos.

Y allí estaba el hombre. Cuando el haz de luz le dio de lleno, se dio la vuelta, con la gabardina aleteando al viento. Wallander vio que el individuo levantaba un brazo y se arrojó a un lado. El disparo atravesó la luna delantera. Wallander salió rodando del coche al tiempo que les gritaba a los demás que se echasen al suelo. Se oyó otro disparo que, en esta ocasión, dio en uno de los faros del coche, cuya luz se extinguió de inmediato. El inspector se preguntó si el hombre no habría acertado por casualidad, dada la distancia. Entonces se dio cuenta de que había perdido su capacidad de visión. En efecto, al salir del coche, se había arañado la frente contra el suelo y la sangre se deslizaba ya sobre su ojo. Alzó la cabeza con cautela al tiempo que, una vez más, advertía a sus compañeros que permaneciesen contra el suelo. El sujeto avanzaba torpemente por el fango.

«¿Dónde coño estarán los perros?», se preguntaba Wallander.

El aullar de las sirenas se aproximaba. De repente, Wallander temió que alguno de los coches entrase en el radio de acción del perseguido, por lo que ordenó a Martinson que les avisase por radio para que no se acercasen hasta que no hubiesen recibido la señal.

—¡La he perdido! He perdido la jodida radio en medio de este follón —se lamentó Martinson.

El hombre estaba ya a punto de desaparecer del espacio iluminado por el único faro que quedaba. Wallander lo vio tropezar y casi caer y comprendió que debía tomar una decisión. Entonces se puso en pie.

—¿Qué cojones estás haciendo? —barbotó Martinson en la oscuridad.

—Vamos a por él —repuso Wallander.

—Ya, pero antes debemos rodearlo.

—Si esperamos, se escapará.

Wallander miró a Martinson, que mostró su desacuerdo con un gesto de la cabeza antes de echar a correr. El barro se le adhirió enseguida a las suelas de los zapatos. El hombre estaba ya fuera del haz de luz. Wallander se detuvo, sacó el arma y comprobó que el seguro no estaba echado. A sus espaldas oyó la voz de Martinson que llamaba a Elofsson y a El Sayed. El inspector intentaba mantenerse fuera de la zona bañada por la luz del faro. Apresuró la marcha, pero entonces uno de sus zapatos quedó incrustado en el barro. Wallander se agachó e, indignado, se arrancó también el otro. El frío y la humedad penetraron de inmediato las plantas de sus pies, aunque ahora podía moverse con más agilidad. De repente, divisó al individuo, que avanzaba a trompicones por la plantación embarrada y mantenía el equilibrio con dificultad. Wallander se adentró aún más en la espesa sombra, cuando cayó en la cuenta de que llevaba una cazadora blanca. Se la quitó y la arrojó al suelo fangoso. La camisa de color verde oscuro no sería tan fácil de distinguir en la oscuridad. El hombre al que perseguía no parecía haberse percatado de que Wallander le iba a la zaga, lo que le daba al inspector cierta ventaja.

La distancia que los separaba era aún tan grande que Wallander no se atrevía a dispararle en una pierna para ponerlo fuera de juego. En la distancia, se oía el motor de un helicóptero. Pero Wallander no lo oía acercarse, de lo que dedujo que estaría a la expectativa en algún lugar próximo. Para entonces, el hombre y él se hallaban en medio de la plantación y la intensidad de la luz del faro había disminuido de forma considerable. Wallander no dejaba de pensar que tenía que hacer algo, pero ignoraba qué. Sabía que no era buen tirador y, si bien el hombre al que perseguía había fallado ya en dos ocasiones, estaba convencido de que sabría manejar su arma mucho mejor que él. Por otro lado, había alcanzado el faro del coche desde una gran distancia. El inspector se esforzaba con denuedo por hallar una solución. El hombre no tardaría en ser engullido por las sombras y él no comprendía por qué Martinson o Hanson no enviaban el helicóptero.

De repente, el hombre dio un tropezón. Wallander se detuvo en seco y vio cómo el sujeto se inclinaba como si buscase algo. El inspector comprendió de inmediato que se le había caído el arma y que le costaba encontrarla. Los separaban unos treinta metros de distancia. «No me dará tiempo», sentenció para sí, antes de echar a correr intentando salvar los surcos húmedos y endurecidos, pero también él tropezó y estuvo a punto de perder el equilibrio. Entonces, el hombre advirtió su presencia. Pese a la distancia que aún los separaba, Wallander pudo ver que era asiático.

En aquel momento, el inspector resbaló. El pie izquierdo se deslizó como si se hallara sobre un bloque de hielo. No logró recobrar el equilibrio y cayó. En el mismo instante, el hombre dio con su arma. Wallander estaba ya de rodillas. El arma que el hombre sostenía ahora en su mano lo apuntaba implacable. Wallander apretó el gatillo. Pero su arma falló. Apretó de nuevo con el mismo resultado. En un último intento desesperado por escapar, se arrojó a un lado e intentó hundirse cuanto pudo en el fango. Entonces se oyó el disparo. Wallander se estremeció. Pero no había sido alcanzado. Permaneció allí tendido, inmóvil, aguardando un nuevo disparo. Pero nada sucedía. Wallander ignoraba cuánto tiempo estuvo allí tumbado, aunque tuvo tiempo de recrear en su mente su propia situación, como si la contemplase desde fuera. Así era, pues, como acabaría sus días: con una muerte absurda, solo en medio de una plantación a la que había llegado pleno de sueños y propósitos que quedarían en nada. Con el rostro aplastado contra el húmedo y frío barro, terminaría por fundirse con la sombra última. Y ni siquiera llevaría los zapatos puestos…

Sin embargo, cuando oyó que se aproximaba el helicóptero, se atrevió a confiar de nuevo en su supervivencia y, con extrema cautela, alzó la cabeza unos centímetros.

El hombre había caído y yacía tendido boca arriba sobre el fangoso terreno, con los brazos extendidos. Wallander se incorporó y se le acercó despacio. A lo lejos se divisaba el juego de luces de los focos del helicóptero sobre los campos, y el negro aire de la noche le trajo también el ladrido de los perros y los gritos de Martinson.

El hombre estaba muerto y Wallander supo enseguida por qué. En efecto, el disparo que acababa de oír no iba dirigido contra él. Aquel sujeto se había disparado a sí mismo. En la sien. Wallander experimentó un repentino mareo y sintió ganas de vomitar. Se acuclilló, traspasado de humedad y temblando de frío.

Después de aquello, pensó, no tendría que plantearse más la misma cuestión, pues el hombre de la gabardina negra que ahora yacía muerto a sus pies era, en efecto, de origen asiático. Ignoraba de qué país procedía, pero aquél era, sin duda, el hombre que, hacía un par de semanas, había hecho que Sonja Hökberg le cambiase el asiento a Eva Persson en el restaurante de István. El mismo que, antes de abandonar el local, había pagado con una tarjeta American Express falsa, expedida a nombre de Fu Cheng. El mismo que había irrumpido en el apartamento de Falk cuando Wallander se encontraba allí esperando a la viuda. El mismo, en fin, que había disparado en dos ocasiones contra Wallander, errando el tiro otras tantas.

El inspector ignoraba quién era aquel individuo y por qué había venido a Ystad. Pero su muerte le reportó un gran alivio, pues ya no tendría que preocuparse de la seguridad de sus colegas ni de la de Robert Modin.

Asimismo, sospechaba que aquél que ahora yacía allí cadáver había trasladado el cuerpo de Sonja Hökberg a la estación de transformadores y también había arrojado a Jonas Landahl en las grasientas aguas que rodeaban el eje de la hélice del transbordador de Polonia.

No eran pocas las incógnitas por despejar. Los puntos que aún precisaban de una explicación superaban en número a aquéllos que sí les habían quedado aclarados. Y, aun así, agazapado allí en el fango, Wallander sintió que algo había tocado a su fin.

Naturalmente, era imposible que él supiese que la realidad era otra bien distinta. De eso no tomaría conciencia hasta poco después.

El primero en llegar fue Martinson. Wallander se incorporó y vio que Elofsson lo seguía de cerca. El inspector le pidió que fuese a buscar sus zapatos y su cazadora.

—¿Le disparaste? —inquirió Martinson incrédulo.

Wallander negó con un gesto.

—Él mismo se pegó un tiro. De no ser así, yo estaría muerto a estas horas.

De repente, también Lisa Holgersson apareció de entre las sombras. Wallander dejó que Martinson le explicase lo ocurrido. Entretanto, Elofsson volvió con los zapatos y la cazadora del inspector, que no deseaba más que marcharse de allí, no sólo para ir a casa a cambiarse de ropa sino, en la misma medida, para alejarse del recuerdo de sí mismo allí tendido en el fango a la espera de un final miserable.

En algún rincón de su fuero interno latía, sin duda, un aliento de satisfacción. Pero la sensación de vacío era, por el momento, la que dominaba.

El helicóptero ya había desaparecido a instancias de Hanson y el gran despliegue empezaba a desmantelarse. Ya no quedaban en el lugar de los hechos más que los técnicos encargados de examinar el cadáver.

Hanson se les acercaba pateando el barro enfundado en un par de botas de goma de color amarillo fosforescente y con un gorro cubriéndole la cabeza.

—Deberías irte a casa —afirmó mientras observaba a Wallander.

Wallander asintió y comenzó a desandar el camino recorrido hasta el lugar en que se hallaba. Las luces de las linternas danzaban a su alrededor, pero él estuvo a punto de caer en varias ocasiones.

Justo antes de que hubiese llegado a la carretera, Lisa Holgersson le dio alcance.

—Creo que tengo una idea bastante clara de lo sucedido, pero, por supuesto, mañana tendremos que vernos y repasarlo todo a conciencia. Ha sido una suerte que las cosas no hayan ido peor.

—Pronto sabremos si fue él quien asesinó a Sonja Hökberg y a Jonas Landahl.

—¿No crees que también tuvo algo que ver en la muerte de Lundberg?

Wallander la miró atónito. En efecto, él solía pensar que la comisaria razonaba con agilidad formulando siempre preguntas inteligentes. Sin embargo, ahora lo sorprendía con una cuestión absurda.

—Fue Sonja Hökberg quien mató a Lundberg —replicó—. Eso es algo sobre lo que no cabe albergar la menor duda.

—Pero ¿por qué ha sucedido todo esto? ¿Cuál es el móvil?

—Aún no lo sabemos. Pero estoy convencido de que Falk, o, más bien, la información oculta en su ordenador, desempeña ahí un papel fundamental.

—Pues a mí sigue pareciéndome poco fiable esa hipótesis.

—Ya, pero no nos queda otra posibilidad.

Wallander no aguantaba más.

—Tengo que ir a cambiarme de ropa —comentó—. Si no te importa, pensaba irme a casa.

—Antes me veo en la obligación de decirte algo. Es imperdonable que te lanzases a su captura tú solo. Deberías haberte llevado a Martinson.

—Bueno, todo sucedió tan rápido…

—No deberías haberle impedido que te acompañase.

Wallander estaba retirando el barro de su ropa, pero, al oír su palabras, se detuvo y la miró fijamente.

—¿Impedirle yo?

—Así es. No deberías haberle impedido que te ayudase. Sabes que es una de las reglas de oro no actuar jamás en solitario. Deberías haberlo tenido en cuenta.

Wallander perdió por completo el interés por el barro adherido a su ropa.

—¿Y quién ha dicho que yo se lo impedí?

—Bueno, no ha sido difícil deducirlo.

Wallander sabía que no cabía más que una explicación: que el propio Martinson así lo hubiese dado a entender, puesto que tanto Elofsson como El Sayed se hallaban demasiado lejos.

—En fin, será mejor que hablemos de ello mañana —sugirió evasivo.

—De acuerdo, pero me sentía obligada a hacértelo notar. De lo contrario, también yo habría incurrido en una negligencia profesional. Por otro lado, tu situación es ya bastante delicada.

Dicho esto, la comisaría se dio la vuelta y se alejó hacia la carretera linterna en mano. Wallander sintió crecer la ira en su interior. Estaba claro que Martinson había mentido al decir que él le había impedido acompañarlo en la persecución a campo traviesa. Y él, que se había sentido abandonado, allá tendido en el barro, con el convencimiento de hallarse próximo a morir…

Mientras meditaba de este modo, descubrió que Martinson y Hanson avanzaban en dirección a él, precedidos del titubeo de las luces de sus linternas. Al fondo, Lisa Holgersson ponía en marcha su coche y partía en la oscuridad.

Los dos agentes se detuvieron ante el inspector.

—¿Podrías sostener la linterna de Martinson? —preguntó Wallander.

—Y eso, ¿por qué?

—¿Serías tan amable de hacer lo que te digo?

Martinson le tendió la linterna al colega y, entonces, Wallander tomó impulso y le propinó un puñetazo en la cara. Sin embargo, a la vacilante luz de las linternas, le costó tanto estimar la distancia que el golpe quedó en un roce.

—¿Qué coño estás haciendo?

—No, ¿qué coño estás haciendo tú? —vociferó Wallander antes de lanzarse sobre Martinson.

Ambos cayeron rodando sobre el barro mientras Hanson intentaba separarlos, pero el agente resbaló y cayó también. Una de las linternas se apagó y la otra quedó encendida en el suelo.

La ira de Wallander se esfumó tan rápido como se había originado. Recogió la linterna y enfocó con ella el rostro de Martinson, que sangraba por la boca.

—Le has dicho a Lisa que te impedí que me acompañases en la persecución, ¿no es así? Vas por ahí diciendo un montón de mentiras sobre mí.

Martinson se quedó sentado sobre el fango, pero Hanson ya se había levantado. El lejano ladrido de un perro les llegó atenuado por la distancia.

—Vas por ahí hablando a mis espaldas —prosiguió Wallander, cuyo tono de voz había recuperado la calma habitual.

—No sé de qué me hablas.

—Te dedicas a hablar mal de mí a mis espaldas. Piensas que no soy buen policía y le vas con el cuento a Lisa cuando crees que nadie te ve.

En aquel momento, Hanson intervino en la conversación.

—¿Puede saberse de qué estáis hablando?

—Estamos discutiendo cuál es el mejor modo de colaborar, si tratando de ser más o menos sinceros el uno con el otro o si, por el contrario, lo más apropiado no será andar criticándonos de la forma más cobarde —explicó Wallander.

—Pues yo sigo sin comprender una palabra —admitió Hanson.

Wallander se desanimó al punto. En el fondo, no tenía el menor sentido prolongar aquello más de lo necesario.

—No tengo nada más que decir —concluyó al tiempo que arrojaba la linterna a los pies de Martinson.

Después, se encaminó hacia uno de los coches patrulla y le pidió a sus colegas que lo llevasen a casa. Se dio un baño antes de sentarse a la mesa de la cocina. Eran casi las tres de la mañana. Se esforzaba en pensar, pero tenía la mente en blanco, de modo que se fue a la cama, aunque no pudo conciliar el sueño. Rememoró su vivencia en los campos, el pánico experimentado mientras yacía allí, con el rostro incrustado en el barro, la extraña sensación de vergüenza por haber estado a punto de morir sin zapatos y el enfrentamiento con Martinson.

«Llegué al límite», se dijo. «Y quizá no sólo en lo relativo al asunto pendiente con Martinson, sino con respecto a todo lo demás, a mi vida en general».

No eran pocas las ocasiones en que se había sentido hastiado y agotado, pero jamás con aquella intensidad. Intentó, para recobrar el ánimo, concentrarse en la figura de Elvira Lindfeldt, a quien suponía dormida a aquellas horas. Y en una habitación, cerca de donde ella descansaba, estaría Robert Modin, ya libre de la preocupación de que ningún hombre con unos prismáticos apareciese ante su vista.

Se preguntaba asimismo cuáles serían las consecuencias del hecho de haber agredido a Martinson. De nuevo se vería en la situación de una versión contra la otra, exactamente igual que en el caso de lo sucedido con Eva Persson y su madre. Y Lisa Holgersson ya había demostrado que confiaba más en Martinson que en él. Por si fuera poco, era indiscutible que había recurrido a la violencia dos veces en un plazo inferior a dos semanas: en una ocasión contra una adolescente durante un interrogatorio; en la otra contra uno de sus colegas más antiguos y con el que había compartido no pocas confidencias.

Y así, tendido como se hallaba en la oscuridad de la noche, se preguntaba si, en el fondo, se arrepentía de su acceso de cólera. Constató, no obstante, que no podía hacerlo pues, en última instancia, era su dignidad lo que estaba en juego. Y su reacción contra la traición de Martinson había sido justa. Lo que Ann-Britt le había confiado había de salir a la luz.

Estuvo allí tumbado largo rato, pensando en lo que consideraba era su umbral de aguante. Pero se le ocurrió asimismo que otro tanto le sucedía a la sociedad entera. Era incapaz de decir qué podía resultar de ello. Salvo que los policías del futuro, aquellos que, como El Sayed, iban terminando sus estudios en la Escuela Superior de Policía, partirían de premisas muy distintas a las suyas a la hora de enfrentarse a las formas de delincuencia derivadas de las oportunidades que brindaban las nuevas técnicas de la información. «Aunque no sea un anciano, sí que soy un perro viejo», se dijo. «Y a los perros viejos no se les pueden enseñar nuevos trucos a no ser con muchísimo esfuerzo».

Se levantó de la cama en dos ocasiones. Una para beber agua, la otra para orinar, Y en ambas ocasiones se detuvo junto a la ventana de la cocina para contemplar la calle solitaria.

Cuando, por fin, lo venció el sueño, habían dado ya las cuatro de la mañana.

Era el domingo, 19 de octubre.

***

El vuelo 553 de la compañía TAP, en el que volaba Carter, aterrizó en Lisboa a las seis horas y treinta minutos exactamente. El avión con destino a Copenhague no saldría hasta las ocho horas y quince minutos.

Como de costumbre, el desasosiego lo invadió tan pronto como puso los pies en Europa. En efecto, en África se sentía protegido, mientras que en el viejo continente se encontraba en terreno desconocido.

Para efectuar su entrada en Lisboa, eligió entre sus distintos documentos e identidades y cruzó el control de pasaportes como Lukas Habermann, ciudadano alemán nacido en Kassel en 1939, registrando en su memoria el rostro del funcionario que revisaba la documentación. Acto seguido, se dirigió a los servicios y destruyó el pasaporte arrojando los trozos al retrete hasta asegurarse de que el agua de la cisterna los arrastraba hacia el fondo. Tras buscar en su equipaje de mano, halló el pasaporte que le confería la identidad del ciudadano británico Richard Stanton, nacido en Oxford en 1940. Cambió entonces de chaqueta y se peinó hacia atrás con el pelo empapado en agua. Pasó de nuevo por facturación y se dirigió después al control de pasaportes, poniendo sumo cuidado en elegir una de las ventanillas más alejadas de aquélla en la que, no hacía ni media hora, había mostrado su pasaporte alemán. Todo transcurrió sin el menor contratiempo. Se encaminó entonces hacia un lugar algo apartado en el que estaban llevándose a cabo algunas reformas pero que, al ser domingo, aparecía desierto, y, tras haberse asegurado de que estaba solo, sacó su móvil.

Ella contestó casi en el acto. A él no le gustaba hablar por teléfono, por lo que no hizo más que unas preguntas concisas cuyas respuestas esperaba fuesen igual de concisas y escuetas.

Descubrió entonces que ella ignoraba dónde se encontraba Cheng, que él debería haberla llamado la noche anterior, pero que no lo hizo.

Después, Carter escuchó incrédulo las novedades que la mujer le tenía reservadas. Le costaba creer que hubiesen tenido tanta suerte.

Al final, no pudo por menos de convencerse de que así era: Robert Modin había caído directamente en la trampa. O, más bien, lo habían conducido a ella.

Concluida la conversación, Carter permaneció inmóvil un instante. Le preocupaba que Cheng no hubiese dado señales de vida. Algo debía de haberle ocurrido. Por otro lado, no tendrían ya el menor problema en dejar fuera de combate al joven llamado Modin, el que había resultado ser su único y mayor obstáculo.

Se guardó el teléfono en el maletín antes de tomarse el pulso.

Latía algo más acelerado de lo habitual, pero nada extraordinario.

Se dirigió después a la sala de espera reservada al descanso de los pasajeros de primera clase.

Una vez allí, se tomó una manzana y una taza de té.

El avión con destino a Copenhague despegó con cinco minutos de retraso, a las ocho horas y veinte minutos.

Carter ocupaba el asiento número tres, letra de. Pasillo. Detestaba quedar atrapado contra la ventanilla.

Le advirtió a la azafata que no deseaba que le llevasen el desayuno.

Hecho esto, cerró los ojos y no tardó en conciliar el sueño.