A las cinco, hora local de Luanda, Carter recibió la llamada telefónica que había estado esperando. La conexión no era muy buena y le costó comprender lo que Cheng quería decirle en aquel inglés suyo de acento tan marcado. A Carter se le ocurrió que era como volver a los lejanos años ochenta, cuando las comunicaciones con África aún eran pésimas. Recordaba el tiempo en que, en ocasiones, resultaba imposible algo tan sencillo como enviar o recibir un fax.
No obstante, pese al eco del retraso en la recepción del sonido y al carraspeo de las líneas, Carter había comprendido a la perfección el mensaje que Cheng deseaba transmitirle. Una vez concluida la conversación, salió al jardín decidido a reflexionar. Celina ya no estaba en la cocina. Y la cena que la sirvienta le había preparado lo esperaba en el frigorífico. Le costaba controlar su irritación. Cheng no había colmado sus expectativas; y nada lo exasperaba más en este mundo que verse obligado a admitir que las personas no eran capaces de llevar a cabo las misiones que él les había encomendado. El mensaje telefónico que le había transmitido era ciertamente inquietante y lo había forzado a concienciarse de que debía tomar una determinación.
Cuando dejó el interior de la casa y la frescura del aire acondicionado, el calor del exterior le resultó agobiante. Las lagartijas se deslizaban raudas por entre sus pies. Posado sobre una jacaranda, un pájaro lo observaba impasible. Al llegar a la fachada principal en su paseo en torno a la casa, descubrió que José estaba dormido, lo que provocó en él una ira tan repentina e intensa como imposible de dominar. Despertó al sirviente a brutales patadas antes de advertirle:
—La próxima vez que te pille durmiendo, te echo de aquí.
José abrió la boca con la intención de replicar, pero Carter alzó la mano amenazante: no soportaba la idea de oír sus excusas. Regresó luego a la parte posterior de la vivienda. El sudor empezaba ya a empaparle la camisa. Sin embargo, su causa primera no era el calor, sino la preocupación que lo embargaba. Se esforzó por pensar con total calma y claridad. Cheng había fracasado. Aunque su perra guardiana había cumplido su cometido, al menos hasta el momento, tal y como él esperaba. No obstante, su capacidad de actuación era limitada. Carter permaneció estático observando la lagartija que, boca abajo, se había detenido sobre el brazo de uno de los sillones del jardín. Sabía que no le quedaba otra posibilidad. Pero aún no era demasiado tarde. Miró el reloj. A las once en punto había un vuelo a Lisboa, de modo que le quedaban seis horas. «No puedo arriesgarme a que surja ningún imprevisto», se dijo. «Por lo tanto, he de partir en ese vuelo».
La decisión estaba tomada. Volvió entonces al interior de la casa y se dirigió al despacho donde, sentado ante el ordenador, redactó y envió un mensaje por correo electrónico en el que anunciaba su llegada, no sin indicar las escasas instrucciones necesarias.
Hecho esto, llamó al aeropuerto para reservar una plaza. Le anunciaron entonces que no quedaba ya ninguna, contratiempo que no tardó en resolver, tras pedir que lo pasaran con uno de los jefes de la compañía aérea y haber intercambiado con él unas palabras.
Se tomó la cena que Celina le había dejado preparada y se dio una ducha antes de hacer la maleta. La sola idea de tener que viajar para enfrentarse al otoño y al frío lo hizo estremecer de disgusto.
Poco después de las nueve, partió hacia el aeropuerto de Luanda.
A las once y diez minutos, es decir, con diez minutos de retraso, el avión de la compañía TAP despegaba y se perdía en la negrura del cielo rumbo a Lisboa.
***
Llegaron a la comisaría de Ystad poco después de las cuatro. Por alguna extraña razón, habían acomodado a Robert Modin en el despacho que una vez perteneció a Svedberg y que, en la actualidad, sólo utilizaban los agentes desplazados a Ystad para misiones concretas. Cuando Wallander cruzó la puerta, Modin estaba sentado tomándose un café. Al ver al inspector, exhibió una tímida sonrisa. Pero Wallander supo interpretarla como la expresión de un temor que el joven se esforzaba por ocultar.
—Vayamos a mi despacho —propuso Wallander.
Modin tomó la taza de café y acompañó a Wallander. Acababa de sentarse en la silla de las visitas, cuando el brazo cayó al suelo con sordo estrépito. El joven se sobresaltó, pero Wallander lo tranquilizó enseguida:
—Sí, eso le ocurre a todo el mundo. Déjalo donde está.
El inspector tomó asiento y apartó los papeles que tenía esparcidos por el escritorio.
—Tus ordenadores están en camino —anunció—. Martinson fue a buscarlos.
Modin lo siguió cauteloso con la mirada.
—Cuando nadie te observaba, copiaste parte de la información que había en el ordenador de Falk y la pasaste a tu propio ordenador ¿Cierto?
—Quiero hablar con mi abogado —repuso Modin con un tono de forzada resolución.
—No te hará falta ningún abogado —lo tranquilizó Wallander—. No has cometido delito alguno. Al menos, no a mis ojos. Pero necesito saber qué ha ocurrido exactamente.
Modin no parecía confiar en sus palabras. Aún no.
—Estás aquí para que podamos ofrecerte la protección que precisas —prosiguió Wallander—. Ése es el único motivo. No estás detenido ni eres sospechoso de ningún acto delictivo.
Modin parecía seguir sopesando la posibilidad de confiar en el inspector, mientras éste aguardaba paciente.
—¿Puedes ponerlo por escrito? —preguntó Modin.
Wallander sacó uno de sus blocs escolares y plasmó en una de las hojas unas líneas en las que garantizaba la veracidad de sus palabras antes de estampar debajo su firma.
—No te pondré el sello, pero aquí lo tienes, por escrito.
—Esto no es suficiente —insistió el joven.
—Pues tendrá que serlo, entre nosotros —objetó Wallander decidido—. De lo contrario, te arriesgas a que cambie de opinión.
Entonces Modin comprendió que hablaba en serio.
—¿Qué sucedió? —repitió Wallander—. Recibiste un mensaje amenazante que yo mismo leí. Después, descubriste de repente que había un coche aparcado en medio de la carretera que discurre entre las fincas, ¿me equivoco?
Modin lo miró atónito.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Lo sé y basta —atajó Wallander—. Cómo lo haya averiguado es secundario. Te asustaste y saliste huyendo. La cuestión es por qué sentiste tanto miedo.
—Porque me habían seguido la pista.
—Es decir, que no habías borrado tus huellas de forma tan exhaustiva como creíamos; cometiste el mismo error que en la ocasión anterior, ¿no es así?
—Son muy buenos.
—Ya, pero tú también lo eres.
Modin se encogió de hombros.
—El problema es más bien que te descuidaste. Al copiar la información del ordenador de Falk en el tuyo, algo sucedió. No pudiste resistir la tentación y continuaste trabajando en ello por la noche. Y, de algún modo que se me oculta, ellos te siguieron la pista hasta Löderup.
—No entiendo por qué preguntas si ya lo sabes todo.
Wallander pensó que aquél era el momento de apretar las tuercas.
—Debes comprender que todo esto es muy grave.
—Ya estoy enterado. Si no, ¿por qué crees que me fui de casa? ¡Si ni siquiera sé conducir!
—Bien, en ese caso, estamos de acuerdo. Eres consciente de que se trata de una situación peligrosa. De modo que, a partir de ahora, harás lo que yo te diga. Por cierto, ¿has llamado a casa para avisar de que estás aquí sano y salvo?
—¡Yo creía que vosotros habríais llamado!
Wallander le señaló el teléfono.
—Pues llama ahora mismo y diles que todo está en orden, que te encuentras en la comisaría y que, por el momento, te quedarás aquí.
—Es posible que mi padre necesite el coche…
—Pues se lo haremos llegar.
Wallander salió del despacho mientras Modin llamaba a casa. No obstante, el inspector permaneció a la escucha al otro lado de la puerta, pues no estaba dispuesto a correr ningún riesgo. La conversación se prolongó bastante. Wallander oyó cómo Robert preguntaba por la salud de su madre, de lo que el inspector dedujo que la vida de la familia Modin giraba en torno a una madre que padecía serios problemas psíquicos. Una vez que Modin hubo colgado el auricular, Wallander aguardó aún unos minutos antes de entrar de nuevo.
—¿Te han traído algo de comer? —inquirió solícito—. Ya sé que tú no te comes cualquier cosa…
—Una empanada de soja no estaría nada mal —pidió Modin—. Y zumo de zanahoria.
Wallander llamó a Irene.
—Necesitamos una empanada de soja y un zumo de zanahoria.
—¿Podrías repetírmelo? —repuso Irene, sin poder dar crédito a lo que acababa de oír.
«Ebba no habría hecho preguntas», lamentó Wallander en silencio.
—Empanada de soja.
—¿Y eso qué es?
—Comida. Comida vegetariana. Espero que no tarde mucho en llegar.
Antes de dar a Irene la oportunidad de seguir preguntando, el inspector colgó el auricular.
—Bien, empecemos por lo que viste a través de la ventana —propuso Wallander—. Viste un coche, ¿no es así?
—Sí, y casi nunca pasa ninguno por aquella carretera.
—Ya. Así que tomaste los prismáticos para ver quién era.
—¡Pero si ya lo sabes todo!
—No todo, pero sí una parte. ¿Qué viste?
—Un coche azul oscuro.
—¿Un Mercedes?
—No sé nada sobre marcas de coches.
—¿Era grande, como una furgoneta?
—Eso es.
—Y alguien había salido del vehículo y estaba mirando la casa, ¿no?
—Sí. Y creo que eso fue lo que me infundió tanto miedo. Dirigí los prismáticos y regulé las lentes y, entonces, vi a un hombre que hacía lo propio, pero en dirección a mí.
—¿Pudiste verle la cara?
—Me asusté.
—Sí, claro, lo comprendo. Pero ¿y la cara, la viste?
—Vi que tenía el pelo oscuro.
—¿Cómo iba vestido?
—Llevaba una gabardina negra, creo.
—¿Te percataste de algo más? ¿Lo habías visto con anterioridad?
—No. Era la primera vez. Y no vi nada más.
—Bien. Así que saliste huyendo con el coche. ¿Viste si el hombre te siguió?
—Creo que no. Tomé un desvío que está justo al otro lado de nuestra casa y en el que nadie suele reparar.
—¿Qué hiciste después?
—Te había enviado el correo electrónico con el mensaje de socorro. Pensé que necesitaba ayuda, pero no me atrevía a regresar a la plaza de Runnerströms Torg. No sabía qué hacer. Primero pensé irme a Copenhague, pero me asustaba la idea de atravesar en coche todo Malmö por si pasaba algo; como no soy muy buen conductor…
—Bien. De modo que te fuiste a Ystad. ¿Qué hiciste después?
—Nada.
—¿Te quedaste sentado en el coche hasta que los policías te encontraron?
—Así es.
Wallander reflexionó un instante sin saber cómo proseguir. En realidad, le habría gustado tener allí a Martinson. Y también a Alfredsson, claro. Así que se levantó y salió del despacho camino de la recepción, donde halló a Irene. La joven movió la cabeza al verlo.
—¿Cómo va lo de la comida? —preguntó en tono acerado.
—A veces me da por pensar que no estáis bien de la cabeza…
—Sí, y seguro que tienes razón. Pero resulta que ahí dentro tengo a un chico que no come hamburguesas. Al parecer, también existe esa clase de jóvenes. Y tiene hambre.
—Llamé a Ebba —aclaró Irene—. Y me dijo que ella lo arreglaría.
Wallander adoptó enseguida una disposición de ánimo mucho más favorable hacia la chica. En efecto, si había hablado con Ebba, todo iría bien.
—Quiero que Martinson y Alfredsson vengan cuanto antes —ordenó—. Haz el favor de llamarlos.
En ese preciso momento, Lisa Holgersson cruzó apresurada las puertas de la comisaría.
—¿Es cierto lo que me han dicho? ¿Ha habido otro tiroteo?
Lo último que Wallander deseaba hacer era detenerse a hablar con Lisa Holgersson. Pero sabía que era inevitable, de modo que le refirió brevemente lo sucedido.
—¿Se ha dado la alarma?
—Sí, ya está todo en marcha.
—¿Cuándo me daréis cuenta de todo con detalle?
—Tan pronto como los demás hayan vuelto a la comisaría.
—Tengo la sensación de que este caso está escapándosenos de las manos.
—Todavía no —repuso Wallander sin ocultar su enojo—. Pero, como es lógico, tú puedes sustituirme cuando gustes como jefe del grupo. El responsable de la búsqueda es Hanson.
Lisa Holgersson tenía más preguntas que hacerle, pero Wallander ya le había dado la espalda y se alejaba pasillo arriba.
Tanto Martinson como Alfredsson llegaron a las cinco. Wallander se había llevado a Modin a una de las salas de reuniones más pequeñas. Mientras, Hanson había llamado para avisarles de que aún no habían localizado ninguna pista que los condujese hasta el hombre que, al abrigo de la bruma, había disparado contra Wallander. Pero nadie sabía dónde se encontraba Ann-Britt. El inspector se atrincheró, literalmente, en la sala de reuniones donde había acomodado a Modin, cuyos ordenadores ya estaban encendidos. Enseguida comprobaron que había recibido varios mensajes nuevos.
—Veamos. Lo revisaremos todo a fondo una vez más —comento Wallander cuando todos se hubieron sentado—. Desde el principio hasta el final.
—Me parece que no va a ser posible —objetó Alfredsson—. La mayor parte de la información sigue resultándonos inaccesible.
Wallander se volvió hacia Robert Modin.
—Dijiste que habías descubierto algo, ¿no es así?
—Sí, pero no creo que sea capaz de explicarlo. Además, tengo hambre.
Wallander se irritó con el joven por primera vez. El hecho de que Modin estuviese en posesión de importantes conocimientos acerca del mágico mundo de los ordenadores no excusaba todas las manifestaciones de su carácter.
—Tu comida está en camino —replicó Wallander—. Si no puedes esperar, te habrás de conformar con simples panecillos suecos. O con una pizza.
Modin se puso en pie y fue a sentarse ante sus ordenadores, mientras los demás se agrupaban a su alrededor.
—Estuve cavilando durante mucho tiempo acerca de en qué consistiría todo este lío —comenzó—. Lo más probable sería, pensaba yo, que el número veinte que no paraba de aparecer por todas partes guardase relación con el año 2000. Ya sabéis que dicen que muchos sistemas informáticos complejos dejarán de funcionar entonces si no se toman las medidas oportunas. Pero nunca encontré los dos ceros que faltaban. Además, la programación parece estar confeccionada de modo que el proceso se ponga en marcha en breve. Aunque no tengo ni idea de qué proceso se trata, claro. Así que llegué a la conclusión de que, a pesar de todo, se trata del día 20 de octubre.
Alfredsson negó con la cabeza e hizo ademán de ir a protestar, pero Wallander lo detuvo.
—Continúa.
—Así que empecé a buscar otros detalles del patrón que había seguido para hallar la cifra. Ya sabemos que hay algo que deambula de izquierda a derecha. Y que hay un punto de salida. Y eso nos hace pensar que algo va a suceder. Pero no qué. Entonces entré en Internet y empecé a buscar información sobre las instituciones que habíamos identificado: el Banco Nacional de Indonesia, el Banco Mundial, el agente de Bolsa de Seúl…, para averiguar si había algún denominador común. Ese punto que todos aspiramos a localizar.
—¿Qué punto?
—El punto en que algo falta, aquél en que el hielo es frágil, donde podríamos suponer que un ataque, de producirse, pasaría inadvertido, hasta que fuese demasiado tarde.
—Recuerda que hay grandes contingentes de reservas y de expertos preparados para cualquier eventualidad —objetó Martinson—. Además, también dispondrán de la protección necesaria para defenderse de cualquier virus que puedan enviarles para dañar sus sistemas.
—En Estados Unidos ya tienen la capacidad suficiente como para dirigir una guerra mediante ordenadores —apuntó Alfredsson—. Y hace un momento hablábamos de misiles dirigidos por vía informática y de ojos electrónicos capaces de controlar robots y de orientar su ataque hacia un determinado objetivo. Pero todo esto no tardará en ser más antiguo que un avance bélico de infantería. Lo que harán será enviar componentes dirigidos por radio a las redes del enemigo para desarticular todos los sistemas informáticos. O redirigirlos contra los objetivos que uno desee.
—¿Es verdad todo eso? —inquirió Wallander con no poco escepticismo.
—Eso no es más que lo que sabemos —precisó Alfredsson—. Pero hemos de ser conscientes de que ignoramos la mayor parte. Lo más verosímil es que los sistemas de armamento actuales sean todavía más avanzados.
—Bien, bien. Volvamos al ordenador de Falk —exhortó Wallande—. ¿Encontraste alguno de esos puntos débiles de que hablabas?
—No estoy seguro —repuso Modin vacilante—. Pero podríamos decir que todas esas instituciones son como perlas de un collar. Y al menos una característica sí que tienen en común.
—¡Ajá! ¿Y cuál es?
Modin movió la cabeza como si dudase de sus propias conclusiones.
—Son piedras angulares de los centros financieros mundiales. Si alguien impusiese el caos a sus sistemas, se originaría una crisis económica capaz de poner fuera de juego los sistemas financieros de todo el mundo. Los índices de la Bolsa se moverían sin ton ni son. Cundiría el pánico. La gente limpiaría sus cuentas bancarias. Las divisas tendrían un comportamiento tan inexplicable que nadie sería ya capaz de determinar su valor.
—¿Y a quién le interesaría algo así?
Martinson y Alfredsson respondieron casi al unísono.
—¡A mucha gente! —afirmó Alfredsson—. Sería el mayor sabotaje que podrían perpetrar un grupo de personas que estuviesen interesadas en desbaratar el orden y concierto en el mundo.
—Hay quien libera visones —observó Martinson—. Y en este caso, podríamos figurarnos que lo que se libera es el dinero. El resto no es difícil de imaginar.
Wallander intentaba seguir el razonamiento.
—¿Estáis hablando de una especie de veganos de las finanzas, o comoquiera que los queráis llamar?
—Algo así —convino Martinson—. La gente libera a los visones porque no quiere que los maten para utilizar su piel. Otros se dedican a destruir los más avanzados aviones de combate. Y son actitudes comprensibles, claro. Pero, a la larga, se puede decir que la locura está al acecho. El más terrible de los sabotajes sería, claro está, desarticular los sistemas financieros de todo el mundo.
—¿Estamos de acuerdo todos los presentes en que nos hallamos ante una acción de esta naturaleza? ¿Y que, por raro que parezca, todo esto puede tener su origen en un ordenador que se encuentra en Ystad?
—Algo de eso hay —admitió Modin—. Jamás me he enfrentado a un sistema de seguridad tan complejo.
—¿Quieres decir que es más difícil acceder a él que al del Pentágono? —quiso saber Alfredsson.
Modin le dedicó una sonrisa ladina.
—Bueno, por lo menos, no es menos complejo.
—Pues no sé cómo seguir adelante en esta situación —confesó Wallander.
—Hablaré con Estocolmo —decidió Alfredsson—. Les enviaré un informe que, a su vez, haremos llegar al mundo entero. En especial, a esas instituciones cuya identidad hemos averiguado, con el fin de que puedan adoptar las medidas pertinentes.
—Si es que no es ya demasiado tarde —murmuró Modin.
Pese a que todos oyeron sus palabras, nadie hizo el menor comentario. Alfredsson abandonó la sala a toda prisa.
—Pues, por extraordinario que se nos antoje, estoy por creerlo —admitió Wallander.
—No resulta fácil imaginar otra explicación.
—Algo sucedió en Luanda hace veinte años —insistió Wallander—. Falk vivió allí una experiencia que cambió su vida. Tuvo que conocer a alguien…
—Con independencia de lo que pueda haber en el ordenador de Falk, está claro que hay gente dispuesta a matar por mantener la información intacta y el proceso en marcha.
—Jonas Landahl estaba involucrado —afirmó Wallander reflexivo—. Y, puesto que Sonja Hökberg y él mantuvieron una relación durante un tiempo, también ella murió.
—El corte en el suministro eléctrico pudo ser una especie de prueba previa —observó Martinson—. Y no debemos olvidar que ahí fuera hay un hombre que ha intentado matarte en dos ocasiones.
Wallander señaló a Modin advirtiéndole así a Martinson que debía medir sus palabras.
—La cuestión es qué podemos hacer —prosiguió Wallander—. ¿Acaso hay algo que podamos hacer?
—Yo creo que podemos imaginarnos una especie de rampa de lanzamiento —sugirió Modin de repente—. O una tecla que haya que pulsar. Para infectar un sistema informático y evitar que te descubran, suele ocultarse el virus tras un comando de apariencia inofensiva pero que se repite de forma regular. Y hay que hacerlo de modo que varias acciones se realicen de un modo concreto a una hora concreta.
—¿Puedes darnos un ejemplo?
—Pues podría ser cualquier cosa…
—Lo mejor que podemos hacer es continuar como hasta ahora, desvelando la identidad de las instituciones que se ocultan en el ordenador de Falk, y procurar que queden avisadas para que mantengan vigilados sus sistemas de seguridad —opinó Martinson—. Del resto puede ocuparse Alfredsson.
De repente, Martinson se sentó a la mesa, escribió unas líneas sobre un trozo de papel y dirigió una mirada elocuente a Wallander, que se inclinó para leer el texto:
«Hemos de tomar en serio la amenaza dirigida contra Modin».
Wallander mostró su acuerdo con un gesto. Quienquiera que fuese la persona que se había apostado en la carretera comarcal sabía que Modin era una pieza importante. Y aquello lo colocaba en la misma situación de riesgo en que se había hallado Sonja Hökberg.
El teléfono de Wallander sonó de improviso para traerle la voz de Hanson, que lo informó de que, pese a que seguían sin localizar al responsable de los disparos, la búsqueda continuaba con la misma intensidad.
—¿Qué tal le va a Nyberg?
—Ya está contrastando las huellas dactilares.
Hanson se encontraba aún en la zona de Backåkra donde, por otro lado, permanecería el resto de la jornada. Pero el colega seguía sin saber dónde se había metido Ann-Britt.
Tras concluir la conversación, Wallander intentó localizarla por teléfono, pero no había manera de conectar con ella.
Entonces, alguien llamó a la puerta, que enseguida dejó paso a Irene. La recepcionista se presentó con un paquete entre las manos.
—Aquí está la comida esa… —anunció—. A propósito, ¿quién tenía que pagarla? Por ahora, lo he puesto de mi bolsillo.
—Dame el recibo y ya lo arreglaré —la tranquilizó Wallander.
Modin se sentó dispuesto a consumir su almuerzo mientras Wallander y Martinson lo observaban en silencio, hasta que el teléfono del inspector volvió a sonar. En esta ocasión era Elvira Lindfeldt, de modo que Wallander salió al pasillo y cerró la puerta tras de sí.
—Oye, he oído en la radio que se ha producido un tiroteo a las afueras de Ystad con algunos agentes de policía de por medio. No serías tú uno de ellos, ¿verdad? —inquirió solícita.
—No exactamente —mintió Wallander evasivo—. Pero la verdad es que estamos muy ocupados en estos momentos.
—Bueno, es que me preocupé un poco; pero ahora ya estoy más tranquila, aunque llena de curiosidad… En fin, no voy a ponerme a hacer preguntas ahora, claro.
—De todos modos, no puedo decir gran cosa —se excusó Wallander.
—Me figuro que no tendrás tiempo para vernos este fin de semana.
—Es pronto para decidirlo, pero ya te llamaré.
Finalizada la conversación, Wallander se recreó en pensar que hacía mucho tiempo que nadie se acordaba de él o, menos aún, se preocupaba por él sinceramente.
Regresó a la sala cuando eran ya las seis menos veinte. Modin seguía dando cuenta de su comida y Martinson hablaba con su mujer. Wallander tomó asiento con la intención de repasar mentalmente toda la situación por enésima vez. Así, rememoró las palabras escritas en el cuaderno de bitácora de Falk, aquello de que «el espacio estaba en silencio». Hasta el momento, él había pensado que Falk aludía al espacio exterior. Ahora, en cambio, empezaba a tomar conciencia de que lo que Falk tenía en mente era otro espacio, el cibernético. Asimismo, recordaba que el asesor informático hablaba de unos «amigos» que no respondían a sus llamadas. ¿A qué amigos estaría refiriéndose? Alguien había hecho desaparecer el diario de bitácora porque éste contenía algún dato decisivo. Lo habían quitado de en medio, al igual que habían hecho con Sonja Hökberg y con Jonas Landahl. Tras todo aquello, se apostaba alguien que se hacía llamar C. Alguien a quien Tynnes Falk había conocido en Luanda.
Mientras Martinson concluía la charla con su mujer, Modin se limpiaba la comisura de los labios antes de beberse el zumo de zanahoria. Wallander y Martinson fueron a buscar unos cafés.
—Por cierto, olvidé decirte que comprobé los nombres de Sydkraft en los registros, pero sin resultado.
—Eso era de esperar —atajó Wallander.
La máquina del café empezaba a atascarse de nuevo. Martinson la desconectó y volvió a conectarla, y el aparato comenzó a funcionar con normalidad.
—¿Está controlada la máquina del café por algún programa informático?
—Me sorprendería —repuso Martinson con extrañeza—, pero seguro que existen complejas cafeteras con un chip incorporado y cuyas instrucciones de funcionamiento van cifradas con detalle.
—Pero, a ver. ¿Podría alguien manipular este aparato de modo que expidiese té en lugar de café y leche en lugar de expreso?
—Podría ser.
—Ya. Y, entonces, ¿cómo empieza la manipulación? ¿Qué es lo que pone en marcha el proceso? ¿Cómo se desencadena el alud en el interior del mecanismo?
—Pues, por ejemplo, programando la fecha y hora exactas, digamos, un espacio de tiempo de una hora. La undécima vez que alguien pulse el botón en ese espacio de tiempo, se desata el alud.
—¿Por qué la undécima?
—No era más que un ejemplo. Podría ser la novena o la tercera.
—¿Y qué pasa después?
—Pues que uno desconecta la máquina y pone un letrero con el aviso de que está estropeada —ironizó Martinson—. Y luego habría que cambiar el programa que controla el aparato.
—¿Es eso lo que intentaba explicarnos Modin?
—Así es, aunque a mayor escala.
—Pero nosotros no tenemos ni idea de dónde está la máquina de café de Falk.
—Exacto. Y podría estar en cualquier lugar.
—Lo que a su vez significa que quien desencadene el alud no tiene por qué ser consciente de ello, ¿me equivoco?
—Claro. Y para el responsable del sabotaje, lo idóneo es estar ausente cuando éste se ponga en marcha.
—En otras palabras, que lo que buscamos es una especie de máquina de café —resolvió Wallander.
—Bueno, podríamos llamarlo así, pero yo creo que el símil de una aguja en un pajar es mucho mejor. Y, para colmo, ni siquiera sabemos dónde está el pajar.
Wallander se acercó a mirar por la ventana. Ya había anochecido. Martinson fue a colocarse a su lado.
—Si nuestras suposiciones son ciertas, nos enfrentamos a un grupo de saboteadores bien conjurados y muy eficaces —apuntó Wallander—. Son crueles y expertos y no parecen detenerse ante nada.
—Pero ¿qué es lo que persiguen en realidad?
—Es posible que Modin tenga razón y que lo que pretenden sea desatar un cataclismo económico.
Martinson consideró en silencio sus palabras.
—Quiero que hagas algo —prosiguió Wallander—. Quiero que te vayas a tu despacho y escribas una memoria de todo esto. Llévate a Alfredsson para que te eche una mano. Después, la envías a Estocolmo y a todas las organizaciones policiales que se te ocurran.
—Piensa que si nos equivocamos, seremos el hazmerreir de todo el mundo.
—Tendremos que correr ese riesgo. Pásame los documentos cuando estén listos y yo los firmaré.
Martinson se marchó dispuesto a obedecer mientras Wallander se quedaba en la sala, sumido en profunda reflexión. Ann-Britt entró sin que él lo notase y, al verla de repente a su lado, dio un respingo.
—He caído en un detalle —anunció ella—. ¿No dijiste que habías visto un póster en el dormitorio de Sonja Hökberg?
—Exacto, de la película El abogado del diablo. La tengo en casa, pero aún no he tenido tiempo de verla.
—Ya, pero no es tanto la película lo que me ha hecho pensar, sino Al Pacino. Se me ha ocurrido que hay una similitud.
Wallander la miró expectante.
—¿Una similitud con qué?
—Con el dibujo que ella había trazado sobre el papel con la escena del hombre que la golpeaba en el rostro. Hay algo indiscutible.
—¿Qué?
—Pues que Carl-Einar se parece a Al Pacino. Por más que sea una variante poco agraciada del famoso actor.
Wallander admitió que la colega tenía razón. Él mismo había estado hojeando un informe que ella le había dejado sobre el escritorio, pero no había caído en el parecido. De pronto, otro detalle encajaba en el entramado.
Ambos se sentaron ante una mesa y el inspector comprobó que el rostro de Ann-Britt denotaba cansancio.
—Estuve en casa de Eva Persson —informó ella—. Con la infundada esperanza de que tuviese algo más que decir.
—¿Cómo estaba?
—Lo peor de todo es que parece impertérrita. ¡Si al menos hubiese tenido los ojos enrojecidos por el llanto o por el insomnio! Pero allí está, tan fresca, mascando chicle y dando muestras de enojo por verse en la necesidad de responder a tanta pregunta.
—Seguro que la procesión va por dentro —afirmó Wallander con determinación—. Tengo el convencimiento cada vez más firme de que, en su fuero interno, ha estallado un volcán de sentimientos contenidos. Sólo que no es visible para nosotros.
—Me gustaría creer que tienes razón.
—A ver, entonces, ¿tenía algo más que contarnos?
—Pues no. Ni ella ni Sonja Hökberg tenían la menor idea del proceso que desencadenarían cuando pusieron en práctica su venganza.
Wallander le refirió lo que había sucedido a lo largo de la tarde.
—De ser tal y como lo expones, sería la primera vez que nos enfrentamos a algo semejante —señaló ella.
—El lunes sabremos si es cierto o no, a menos que logremos impedirlo antes.
—¿Crees que seremos capaces?
—Es posible. El que Martinson se ponga en contacto con las organizaciones policiales de todo el mundo puede resultar útil. Por otro lado, Alfredsson está intentando hablar con todas las instituciones cuya identidad hemos logrado determinar.
—Apenas nos queda tiempo, si es cierto que el lunes es la fecha límite. Además, tenemos el fin de semana de por medio.
—Sí, siempre andamos cortos de tiempo —repuso Wallander.
A las nueve, Robert Modin ya no podía más. Habían acordado que no iría a dormir a su casa de Löderup las próximas noches. Pero el joven se negó a aceptar la propuesta de Martinson de que pasara la noche en la comisaría. Wallander sopesó la posibilidad de llamar a Sten Widén y pedirle que le hiciese un hueco, pero desistió de la idea. Por diversos motivos, tampoco les parecía apropiado que se quedase en casa de ninguno de los agentes. Nadie sabía hasta dónde podrían llegar las amenazas y Wallander los conminó a protegerse y mantenerse atentos.
Mientras discutían, se le ocurrió que, ¿por qué no?, podría preguntarle a Elvira Lindfeldt. Ella era una persona ajena a todo aquello. Y, por si fuera poco, eso le brindaría la oportunidad de verla, aunque no fuese más que unos minutos.
Sin mencionar el nombre de la mujer, les hizo saber que él se encargaría de acomodar a Robert Modin.
El inspector la llamó poco antes de las nueve y media.
—Quería hacerte una pregunta que seguro te resulta de lo más extraño.
—No te creas, estoy acostumbrada a todo tipo de preguntas.
—¿Podrías acomodar a una persona en tu casa por esta noche?
—¿A quién?
—¿Recuerdas el joven que entró en el restaurante en el que estuvimos cenando?
—¡Ah, sí! Un tal Kolin.
—Sí, más o menos. Se llama Modin.
—¿Es que no tiene donde pasar la noche?
—Sólo puedo decirte que necesita un lugar en el que pasar las próximas noches.
—Pues claro que puede dormir aquí, pero ¿cómo vendrá hasta Malmö?
—Yo lo llevaré. Y saldremos ahora mismo.
—¿Quieres que tenga preparado algo de comer para cuando llegues?
—No, gracias, sólo café.
Así, abandonaron la comisaría poco después de las diez. Una vez que hubieron pasado Skurup, Wallander tenía ya la certeza de que nadie los seguía.
***
En la ciudad de Malmö, Elvira Lindfeldt colgó morosamente el auricular. Se sentía más que satisfecha. Aquel golpe de suerte era casi una impertinencia. Pensó en Carter, que no tardaría en despegar en el aeropuerto de Luanda.
Carter estaría encantado.
Se habría salido con la suya.