35

Wallander se sentía como si se hallase ante una fortaleza inexpugnable cuyos muros no sólo eran altos sino, además, invisibles. «Los muros electrónicos», pensó. «Los cortafuegos. Todos hablan de la nueva tecnología como de un espacio insondable en el que las posibilidades son, a todas luces, ilimitadas. Pero para mí representa una plaza fuerte que no sé cómo atacar».

Habían localizado la ubicación de la terminal de correo electrónico llamada Vesuvius, situada en Angola. Por si fuera poco, Martinson se había enterado de que los responsables de la instalación y del servicio eran unos empresarios brasileños. Pero ignoraban quién era el remitente de Falk, por más que Wallander sospechaba con no poco fundamento que debía de ser aquel hombre que, hasta el momento, sólo habían identificado mediante la letra ce. Martinson, que poseía unos conocimientos más amplios que Wallander acerca de la situación en Angola, sostenía que allí imperaba el caos. El país se había independizado del dominio colonial portugués a mediados de la década de los setenta. Pero, a partir de entonces, había estallado una guerra civil que se había mantenido de forma prácticamente constante. Era más que dudoso, según el colega, que existiese un Cuerpo de Policía eficaz. Por otro lado no tenían la menor idea de quién podría ser aquel sujeto que se hacía llamar «C.» ni, por supuesto, de cómo se llamaba. «C.» podía designar, además, no a una sino a varias personas. Aun así, a Wallander le daba la impresión de que algo empezaba a fraguarse en todo aquello, por más que ignorase lo que eso implicaría para el caso. Lo que había sucedido, en Luanda durante los cuatro años en que Tynnes Falk estuvo desaparecido de Suecia seguía constituyendo un misterio. Lo único que, sin lugar a dudas, habían conseguido era lo que se logra al remover en un hormiguero: las hormigas corrían en todas direcciones, pero ellos seguían sin tener conocimiento de lo que se ocultaba en el hormiguero.

Mientras estaba allí de pie en el vestíbulo de los Modin con la mirada clavada en Martinson, Wallander sentía que el temor crecía inmenso en su interior a cada segundo. Lo único de lo que estaba seguro en aquellos momentos era que debían dar con el paradero de Robert Modin a cualquier precio, antes de que fuese demasiado tarde. Si es que no lo era ya. Las imágenes del cuerpo carbonizado de Sonja Hökberg y del cadáver destrozado de Jonas Landahl que conservaba en su memoria se le aparecían aún demasiado nítidas. De modo que el inspector no deseaba otra cosa que lanzarse entre la arrolladora bruma e iniciar la búsqueda. Pero todo estaba tan en el aire, tan poco claro… Robert Modin estaba allá fuera. Tenía miedo y se había dado a la fuga. Del mismo modo en que Jonas Landahl se había marchado a Polonia en un transbordador. Pero lo alcanzaron o lo atraparon en el camino de regreso.

Y ahora era el turno de Robert Modin. Mientras aguardaban a Ann-Britt, Wallander intentó presionar algo más a Axel Modin preguntándole si en verdad no tenía la más mínima noción de adonde podía haber ido su hijo. Aparte de sus amigos, que habían prometido ponerse en contacto con ellos si se enteraban de algo, ¿no habría algo más, algún refugio? Mientras el inspector luchaba por forzar la memoria de Axel Modin de modo que recordase algo parecido a una palabra clave, Martinson había vuelto a los ordenadores del piso superior. Wallander le había ordenado que siguiese en comunicación con los desconocidos amigos de Rättvik y California, con la esperanza de que ellos conociesen el supuesto escondite.

Axel Modin sólo hablaba de Sandhammaren y de Backåkra. Wallander miró más allá de su interlocutor, al corazón de la bruma que se alzaba ya muy espesa. Y con la bruma, el extraño silencio que Wallander jamás había percibido en ningún lugar fuera de Escania, siempre en los meses de octubre y noviembre. Meses en los que todo parecía contener la respiración ante el invierno que también se hallaba allá fuera, aguardando su hora.

Wallander oyó el ruido del motor al llegar el coche, de modo que abrió y salió al igual que Axel Modin había salido a recibirlo a él. Ann-Britt entró y se detuvo a saludar a Modin mientras Wallander fue a llamar a Martinson. Los tres colegas se sentaron en torno a la mesa de la cocina. Mientras tanto, Axel Modin se mantenía apartado, al lado de su esposa, que aún llevaba las bolitas de algodón en la nariz y que seguía presa de aquel misterioso temor.

Para Wallander todo era muy sencillo: tenían que encontrar a Robert Modin. Aquello era lo único importante. El que los coches patrulla estuviesen buscando en la bruma no era suficiente. Así que le dijo a Martinson que procurase que se diese la alarma regional de modo que todos los distritos enviasen sus efectivos a buscar el coche.

—No sabemos dónde puede estar —señaló Wallander—. Pero sí que huyó despavorido. Asimismo, desconocemos si el mensaje que recibió en su ordenador no era más que una amenaza. Y tampoco sabemos si la casa ha estado vigilada, aunque hemos de suponer que así ha sido.

—Deben de ser muy buenos —comentó Martinson, que estaba en el umbral de la puerta con el teléfono contra la oreja—. Estoy seguro de que Modin borró su rastro.

—Pero, al parecer, esa precaución no le valió de nada, si copió la información y se quedó toda la noche trabajando en su casa —objetó Wallander—, y eso, después de que nos hubiésemos despedido de él.

—Pues yo no he encontrado nada, pero es posible que tengas razón —repuso Martinson.

Una vez que se había dado la alarma regional, decidieron que Martinson permanecería en la casa de los Modin, ya convertida en una especie de cuartel general provisional, por si Robert volvía a ponerse en contacto con ellos. Ann-Britt se haría cargo de la zona de Sandhammaren junto con alguna de las patrullas, mientras Wallander se dirigiría a Backåkra.

Cuando se encaminaban a los coches, Wallander se dio cuenta que Ann-Britt iba armada. Una vez que la colega se hubo marchado, el inspector regresó a la casa. Axel Modin estaba sentado en la cocina.

—Dame la escopeta y algo de munición —pidió Wallander, sin dejar de notar la desazón en el rostro de Modin—. Es sólo por pura precaución —añadió en un intento de tranquilizarlo.

Modin se puso en pie y salió de la cocina. Cuando regresó, llevaba en la mano la escopeta y la caja de munición que Wallander le había pedido.

De nuevo en el coche de Martinson, puso rumbo hacia Backåkra. El tráfico se arrastraba lento por la carretera principal. Las luces de los faros se le acercaban de entre la bruma antes de perderse de nuevo en ella. No cesaba de preguntarse dónde podía haberse refugiado el joven ¿Cómo habría razonado cuando decidió darse a la fuga? ¿Tendría algún plano había sido una huida tan precipitada como la había descrito su padre? Pero Wallander era consciente de que no podía llegar a ninguna conclusión, puesto que no conocía a Robert Modin.

A punto estuvo de pasar de largo el desvío hacia Backåkra, pero giró a tiempo y, pese a que el camino se estrechaba, él aumentó la velocidad, seguro como estaba de que ningún vehículo le saldría al paso por allí. Backåkra debía de estar desierta en aquella época del año, y el edificio de la Academia sueca que allí se alzaba, cerrado a cal y canto. Cuando llegó al aparcamiento, se detuvo y salió del coche. Desde la distancia, el aire le traía el lamento de la sirena de un barco y el perfume del mar. La bruma era tan espesa, que no se veía a más de escasos metros de distancia. Recorrió el aparcamiento, pero no vio ningún otro turismo aparte del que lo había llevado hasta allí. Subió hasta el jardín cuadrangular, pero todo aparecía cerrado, clausurado. «¿Qué hago en este lugar?», se preguntó. «No hay más coches, así que tampoco Robert Modin estará aquí». Aun así, prosiguió caminando hacia la plantación y giró hacia la derecha, en dirección al jardín rocoso, escenario perfecto para la meditación. Desde algún lugar difícil de determinar, lejano o quizá muy próximo, se dejó oír el chillido de un pájaro. La niebla dificultaba su percepción de las distancias. Llevaba la escopeta bajo el brazo y la munición en el bolsillo. Cuando llegó a las rocas, pudo oír el murmullo del mar. Pero no había nadie allí ni tampoco parecía que el lugar hubiese recibido visitantes últimamente. Sacó el teléfono y llamó a Ann-Britt, que respondió desde Sandhammaren. Tampoco ellos habían dado con ninguna pista del coche de Modin, pero le dijo que había hablado con Martinson y que, según el compañero, todos los distritos policiales hasta el límite con Småland estaban participando en la búsqueda.

—El banco de niebla es local —lo informó ella—, pues los aviones despegan y aterrizan con normalidad en el aeropuerto de Sturup. Al norte de Brösarp está despejado.

—Sí, pero él no ha llegado tan lejos —sostuvo Wallander—. Yo sé que está por aquí, en alguna parte.

Tras la conversación, decidió desandar el camino y regresar al coche cuando, de repente, algo reclamó su atención. Aguzó el oído y comprendió que se trataba del motor de un vehículo que se acercaba al aparcamiento. Escuchó con gran atención. El coche en que Modin había emprendido aquella huida era un turismo normal, un Golf. Pero aquello sonaba diferente y, sin saber muy bien por qué, cargó la escopeta antes de seguir avanzando. El sonido del motor cesó. Wallander se detuvo justo antes de oír el ruido de una puerta que se abrió, pero que nadie cerró. Wallander estaba convencido de que no era Modin quien había llegado en aquel vehículo. Lo más probable era que se tratase de alguien que iba a cuidar de la casa o que quería averiguar de quién era el coche que había estacionado en el aparcamiento. De repente, algo lo hizo detenerse una vez más. Se esforzaba por ver a través de la neblina, de percibir algún sonido… Algo, no sabía qué, lo había alertado. Abandonó el sendero ascendente antes de describir un amplio semicírculo para regresar al edificio, hacia el lugar donde estaba el aparcamiento. De vez en cuando, detenía su marcha. Dedujo que si alguien hubiese abierto la cerradura del edificio y hubiese entrado, lo habría oído perfectamente.

«Pero aquí reina el silencio. Demasiado silencio».

Desde donde se encontraba ahora, ya se veía la casa. Estaba casi a la altura de la parte posterior. Dio unos pasos hacia atrás y comprobó que el edificio desaparecía de su vista. Lo rodeó después, en dirección al aparcamiento, hasta llegar a la valla, que saltó con gran dificultad. Intentó inspeccionar el aparcamiento desde allí, pero la visibilidad era aún más reducida ahora. Intuía que más le valía no acercarse al coche de Martinson, sino que debía dar otro rodeo antes, sin apartarse, eso sí, de la valla, con el fin de no desorientarse.

Prácticamente a la entrada del aparcamiento, se paró en seco. Allí había en efecto un vehículo. Una furgoneta para ser exactos. En un primer momento, no supo decir que tipo de vehículo tenía ante su vista. No obstante, tras unos segundos, pudo identificarlo sin dificultad: era una furgoneta Mercedes, de color azul oscuro.

Dio un raudo salto atrás, hacia la blanca espesura brumosa. Prestó atención con el corazón latiéndole en acelerado golpeteo. Comprobó el seguro de la escopeta. La puerta del conductor estaba abierta. El inspector se mantenía inmóvil, mientras pensaba que aquella era, sin duda, la furgoneta que ellos habían estado buscando, aquélla en la que habían transportado el cadáver de Falk desde el depósito hasta el cajero. Y ahora alguien que había llegado en ella avanzaba por entre la niebla en busca de Modin.

—«Pero Modin no está aquí», se dijo Wallander.

Y, en ese preciso momento, cayó en la cuenta de que existía otra posibilidad bien distinta. En efecto, era muy probable que no fuese a Modin a quien buscasen, sino a él.

Si habían visto a Modin abandonar la casa, también podían haberlo visto a él. Por otro lado, ignoraba si alguien lo había seguido, oculto al amparo de la bruma. Recordaba haber visto luces de los faros de algún vehículo, pero nadie lo había adelantado.

En aquel preciso momento, sonó el móvil en el bolsillo de su cazadora. Wallander dio un respingo, sobresaltado, y respondió en voz muy baja. Pero, ante su sorpresa, no eran ni Martinson ni Ann-Britt. Era Elvira Lindfeldt.

—Espero no llamar en mal momento —se excusó la mujer—. Estaba pensando si no podríamos quedar para mañana, si aún te apetece.

—Pues, en este momento, no te lo puedo decir —repuso Wallander.

Ella le pidió que elevase el tono de la voz pues no lo oía bien.

—¿Te importa que te llame más tarde? En estos momentos estoy ocupado —se disculpó Wallander.

—Perdón, ¿podrías repetirlo? —rogó ella—. Te oigo muy mal.

Él alzó la voz ligeramente.

—Ahora no puedo hablar. Te llamaré más tarde.

—Bien. Estoy en casa —aclaró ella.

Tras la conversación, Wallander desconectó el teléfono, irritado. «Esto no es normal», se dijo. «No me ha entendido y creerá que no quería quedar con ella. ¿Por qué ha tenido que llamar justo ahora que no podía hablar?».

Durante una décima de segundo, otra idea cruzó vertiginosa su mente, sin que él mismo pudiese asegurar su origen. Por otro lado, había atravesado su conciencia como un relámpago, sin que él supiese decir qué había sucedido en realidad. Pero allí había quedado el rastro, la sombra de la idea, como una negra corriente que discurriese por su cerebro. ¿Por qué lo habría llamado justo en aquel momento? ¿Habría sido pura coincidencia? ¿Sería otra la razón?

El inspector movió la cabeza desaprobando su propia ocurrencia. Aquello era absurdo. Expresión inequívoca del profundo cansancio que lo dominaba y de la creciente sensación de ser víctima de una maquinación. Se quedó de pie, teléfono en mano, incapaz de resolver si llamarla o no, cuando decidió que lo dejaría para más tarde. Estaba a punto de devolver el móvil al bolsillo, pero, sin saber cómo, el aparato se le escurrió de las manos, de modo que él se agachó para evitar que cayese sobre la tierra empapada.

Y aquello le salvó la vida pues, en el preciso momento en que flexionó las rodillas, un estallido atravesó el aire a su espalda. El teléfono quedó sobre el fango. Wallander se dio la vuelta al tiempo que levantaba la escopeta. Algo se movía en el corazón de la niebla, de modo que se arrojó a un lado y se marchó avanzando a trompicones, tan aprisa como pudo. Pero se había dejado atrás el teléfono. El corazón le sacudía el pecho con violencia. Ignoraba quién le habría disparado o por qué. «Pero tiene que haberme oído», se dijo. «Sólo a través de mi voz ha podido localizarme en la niebla. Si no se me hubiese caído el teléfono, ahora no estaría vivo». Aquella constatación lo llenó de pavor. El temblor de sus manos lo hacía agitar la escopeta de un lado a otro. Sabía que no lograría dar con el teléfono y desconocía la posición exacta del coche, pues había perdido el norte de dónde se encontraba realmente. Ya ni siquiera veía la valla. Lo único que deseaba era salir de allí. Se agazapó, escopeta en mano. En algún punto del banco de bruma se ocultaba el hombre que le había disparado. Wallander intentaba penetrar la fría blancura de la niebla, sin dejar de prestar la máxima atención. Pero reinaba el más absoluto silencio. Ya no se atrevía a permanecer allí por más tiempo. Tenía que marcharse de aquel lugar. De modo que, sin pensárselo dos veces, le quitó el seguro a la escopeta y lanzó al aire un disparo que sonó ensordecedor. Después, echó a correr hacia un lado y, tras varios metros, se detuvo a escuchar de nuevo. Había entrevisto la valla, lo que le permitió saber en qué sentido debía seguirla para alejarse del aparcamiento.

Pero, al mismo tiempo, percibió otro ruido. Un sonido inconfundible de sirenas que se aproximaban. «Alguien oyó el primer disparo», concluyó. «Las carreteras estarán llenas de policías». Se apresuró hacia el desvío al tiempo que experimentaba la sensación de que su situación empezaba a ser más ventajosa. Y aquella sensación convirtió el pánico en la más absoluta indignación pues, por segunda vez en un corto plazo de tiempo, alguien había disparado contra él. Hacía cuanto estaba en su mano por razonar con claridad: la furgoneta seguía aparcada en medio de la niebla, y no había más que una salida, con lo que si el hombre que le había disparado optaba por tomar la furgoneta y marcharse, no les resultaría difícil detenerlo; si, por el contrario, decidía huir a pie, se complicarían las cosas.

Wallander había llegado ya al desvío y echó a correr siguiendo la carretera.

Las sirenas se oían cada vez más próximas y comprendió que no venía sólo un coche, sino dos, tal vez tres. Cuando vio las luces de los faros, se detuvo y comenzó a hacer señales con las manos. En el primero de los vehículos iba Hanson, y Wallander no recordaba haberse alegrado nunca tanto de ver a su colega.

—¿Qué ha pasado? —gritó Hanson—. Nos llegó una alarma de que se habían oído disparos por aquí. Y Ann-Britt me dijo que tú estabas en la zona.

Wallander le refirió brevemente lo sucedido.

—Que nadie salga sin equipo de protección —ordenó—. Además, hemos de traer algunos perros policía. Pero antes nos prepararemos por si intenta huir en la furgoneta.

No les llevó mucho tiempo acordonar la zona y ponerse los chalecos antibalas y los cascos. Finalmente, llegó Ann-Britt y, poco después, también Martinson.

—La niebla irá dispersándose —aseguró Martinson—. Estuve hablando con el Instituto de Meteorología y me dijeron que era un banco muy local y transitorio.

Así pues, se dispusieron a aguardar. Había dado la una de aquel sábado 18 de octubre.

Mientras esperaban, Wallander le pidió prestado el teléfono a Hanson y, tras haberse apartado unos metros, marcó el número de Elvira Lindfeldt, pero cambió enseguida de idea y colgó antes de que ella hubiese podido responder.

Siguieron esperando, pero nada sucedía. Ann-Britt despachó a unos periodistas curiosos que habían dado con el lugar. Pero nadie había oído hablar de Robert Modin ni de su coche. Wallander intentaba bosquejar alguna explicación lógica. ¿Le habría ocurrido algo al joven o por el contrario, habría sabido escapar del peligro hasta aquel momento? El inspector lo ignoraba y no lograba dar con ninguna respuesta satisfactoria. En el corazón del banco de niebla se ocultaba, por si fuera poco, un hombre armado cuya identidad o motivos también desconocían.

Hacia la una y media de la tarde, la neblina empezó a disiparse con gran rapidez. De repente, comenzó a clarear esfumándose hasta desaparecer por completo. Salió el sol. Y allí seguía la furgoneta Mercedes, al igual que el coche de Martinson. Pero no se divisaba a nadie. Wallander se acercó a recoger su teléfono.

—Debe de haberse marchado a pie —concluyó el inspector—, pues ha abandonado aquí el vehículo.

Hanson llamó a Nyberg, que prometió acudir de inmediato. Registraron la furgoneta, aunque no hallaron nada que revelase la identidad de la persona que la había conducido. Lo único que encontraron fue una lata medio vacía de algo que parecía ser pescado. Una elegante etiqueta informaba de que la lata procedía de Tailandia y contenía arenque oriental.

—¡A ver si hemos dado con la pista del tal Fu Cheng! —aventuró Hanson.

—Es posible, pero no podemos dar nada por sentado —advirtió Wallander.

—¿No pudiste verlo?

La pregunta, que había sido formulada por Ann-Britt, provocó en Wallander una suerte de enojo inmediato, pues creyó percibir cierto velado ataque.

—No —replicó terminante—. No vi a nadie. Y tú tampoco habrías visto a nadie.

Ella se sintió molesta.

—Bueno, bueno. No era más que una pregunta —se defendió la colega.

«¡Vaya!, estamos todos más que hartos», se dijo Wallander. «Ella tanto como yo. Por no hablar de Nyberg. Tal vez se escape Martinson que, pese a todo, tiene aún fuerzas para andar conspirando por los pasillos».

Se entregaron a la búsqueda, asistidos por los perros policía. Los animales no tardaron en olfatear un rastro que los condujo hasta la playa. Entretanto, Nyberg ya había llegado acompañado de sus técnicos.

—Huellas dactilares —apuntó Wallander—. Eso es lo más importante. Y las posibles coincidencias con las halladas en los apartamentos de Falk, tanto el de la calle de Apelbergsgatan como el de la plaza de Runnerströms Torg. Sin olvidar la estación de transformadores, el bolso de Sonja Hökberg y, ni que decir tiene, el apartamento de Siv Eriksson.

Nyberg echó una ojeada al interior de la furgoneta.

—¡Uf!, doy gracias siempre que llego a un lugar en el que no hay ni rastro de cadáveres destrozados o tal cantidad de sangre que deba abrirme paso a nado.

Olisqueó en la cabina del conductor antes de concluir:

—Aquí han fumado marihuana.

Wallander fue a comprobarlo, pero él no notó nada.

—Hay que tener buen olfato —afirmó Nyberg satisfecho—. ¿Aprenderán eso hoy en la Escuela Superior de Policía? Me refiero a la importancia que puede tener un buen olfato.

—Lo dudo —repuso Wallander—. Pero mantengo que deberías presentarte allí y dar unas conferencias. Para demostrarles cómo se olfatea, entre otras cosas.

—¡Yo qué coño voy a ir allí! —barbotó Nyberg, concluyendo abruptamente la conversación.

Robert Modin seguía desaparecido por completo. A eso de las tres, los guías caninos regresaron con la noticia de que habían perdido el rastro detectado en la playa algo más al norte.

—Avisa de que quienes estén buscando a Robert Modin han de permanecer alerta por si se topan con un sujeto de aspecto asiático —advirtió Wallander—. Y es importante que, quienes lo encuentren, se abstengan de intervenir hasta que no dispongan de los refuerzos necesarios. Se trata de un individuo peligroso que no duda en disparar. Ya ha tenido mala suerte en dos ocasiones, pero no podemos esperar que se repita una tercera. Además, hemos de mantenernos atentos a las denuncias entrantes de coches robados.

Acto seguido, Wallander reunió en torno a sí a sus colaboradores más próximos. Lucía el sol y no soplaba la menor brisa.

—¿Sabéis si había policías en la Edad del Bronce? —inquirió Hanson.

—Seguro que sí —opinó Wallander—. Y también estoy seguro de que no existía el director nacional de la policía.

—Al parecer, tocaban el cuerno —explicó Martinson—. Yo estuve hace unos años en un concierto celebrado junto a las Piedras de Ale[22], y sonaban como sirenas marinas. Pero, claro está, podemos suponer que así sonaban las sirenas policiales de tiempos pretéritos.

—Bien, más vale que intentemos recapitular y aclarar dónde nos hallamos. La Edad del Bronce puede esperar —atajó Wallander—. De modo que Robert Modin recibe una amenaza en su ordenador y sale huyendo. Hasta el momento, lleva cinco o seis horas desaparecido. En algún lugar de la región hay un sujeto que va tras él. Por otra parte, creo que podemos contar con que también me persigue a mí. De lo que se deduce que lo mismo podéis aplicaros vosotros.

Dicho esto, guardó silencio y los miró a todos para subrayar la gravedad.

—Asimismo, opino que debemos preguntarnos por qué —continuó—. Y esa pregunta tiene preferencia sobre cualquier otra cosa en estos momentos. Existe, de hecho, una única explicación lógica: a alguien le preocupa que hayamos descubierto algo. Y, aún más, teme que estemos en disposición de impedir que otro algo suceda. Yo tengo el convencimiento de que cuanto ha sucedido hasta ahora guarda relación con la muerte de Falk y con lo que almacenaba en su ordenador.

Llegado a este punto, hizo una pausa y dirigió la vista a Martinson.

—¿Qué tal le va a Alfredsson?

—Pues opina que todo es de lo más extraño.

—¿Sí?, pues dile que en eso coincidimos todos con él. Pero habrá dicho algo más, ¿no?

—Que está impresionado por los conocimientos de Modin.

—Ahí también estamos de acuerdo. ¿No ha hecho ningún progreso?

—Hablé con él hace dos horas. Lo que me dijo entonces, ya lo sabíamos por Modin: una especie de dispositivo de relojería avanza en el interior del aparato hacia algún tipo de desenlace que ha de producirse en un momento dado. Está jugando con diversos cálculos de probabilidad y programas de reducción de alternativas para comprobar si puede filtrar algún tipo de patrón de comportamiento. Además, está en contacto permanente con diversas unidades informáticas de la Interpol para averiguar si en otros países han tenido alguna experiencia similar que pueda orientarnos. A mí me da la impresión de que es tan bueno como diligente.

—Bien, en ese caso, confiaremos en él —afirmó Wallander.

—Pero ¿qué pasará si en verdad ocurre algo el día 20? Eso será el lunes y tenemos menos de treinta y cuatro horas —intervino Ann-Britt.

—Mi sincera respuesta es que no tengo la menor idea —admitió el inspector—. Pero, puesto que ya no nos cabe la menor duda de que hay alguien dispuesto a matar para proteger ese secreto, hemos de convenir en que ha de tratarse de algo de suma importancia.

—En realidad, ¿cabe pensar que sea otra cosa que un acto terrorista? —apuntó Hanson—. ¿No deberíamos haber informado al SÄPO[23]?

La propuesta de Hanson despertó cierto ambiente festivo, pues la policía de seguridad sueca no inspiraba la menor confianza ni en Wallander ni en ninguno de sus compañeros. No obstante, el inspector comprendió que Hanson tenía razón y que él mismo, por su condición de jefe del grupo de investigación, debería haber pensado en ello, ya que sería su cabeza la primera en rodar si se produjese alguna catástrofe que los servicios de inteligencia pudiesen haber evitado.

—Llámalos —ordenó a Hanson—. Si es que abren los fines de semana…

—¡El corte de suministro eléctrico! —exclamó Martinson—. El que supieran qué transformador era el más importante…, ¿no será para inutilizar el suministro energético de todo el país?

—Todo es posible —admitió Wallander—. Por cierto, ¿sabemos algo de cómo llegaron los planos de la estación de transformadores a la mesa de Falk?

—Según los resultados de la investigación interna llevada a cabo por Sydkraft, el original que hallamos en el despacho de Falk había sido sustituido por una copia —aclaró Ann-Britt—. Además, me dieron una lista de las personas que tienen acceso a sus archivos, pero se la di a Martinson.

El agente alzó los brazos en gesto de impotencia.

—¡Es cierto, pero no he tenido tiempo de mirarla! —se excusó—. Comprobaré los nombres en nuestros registros en cuanto pueda.

—Pues deberías hacerlo cuanto antes —apuntó Wallander—. Puede que hallemos algo que nos permita avanzar.

Había empezado a soplar una leve brisa fresca que pasó peinando campos y plantaciones. Continuaron deliberando durante unos minutos acerca de cuáles eran los principales cometidos, además de encontrar a Robert Modin lo antes posible. Martinson fue el primero en marcharse con la intención de llevarse los ordenadores de Modin a la comisaría donde, además, aprovecharía para comprobar los nombres de la lista de Sydkraft en varios de los registros policiales. Wallander asignó a Hanson la dirección de la búsqueda de Modin mientras él revisaba con detenimiento el estado de la cuestión en compañía de Ann-Britt. En condiciones normales, habría preferido hacerlo con Martinson, pero ahora le resultaba imposible.

El inspector y la agente caminaron juntos hasta el aparcamiento.

—¿Has hablado con él? —inquirió Ann-Britt.

—Todavía no. Encontrar a Robert Modin y aclarar todo este embrollo es más importante, la verdad.

—Es la segunda vez que te disparan en una semana —le recordó ella—. No comprendo cómo puedes tomártelo con semejante calma.

Wallander se detuvo ante ella.

—¿Y quién dice que me lo tomo con calma?

—Bueno, al menos, ésa es la impresión que das.

—Pues, en ese caso, no es correcta.

Continuaron caminando mientras analizaban los hechos.

—Dime cómo ves tú la situación —pidió Wallander—. Tómate el tiempo que necesites. ¿Qué es lo que ha sucedido exactamente? ¿Qué podemos esperar que suceda?

La colega se encogía envuelta en la cazadora y Wallander se dio cuenta de que tenía frío.

—Yo no tengo mucho más que decir que tú mismo —se excusó ella.

—Pero puedes decírmelo a tu manera. Escuchándote a ti, obtengo una versión diferente de aquélla a la que yo ando dando vueltas.

—Bien, podemos estar seguros de que Sonja Hökberg fue violada —comenzó ella—. Y, por ahora, no se me ocurre ninguna otra explicación del asesinato de Lundberg. Si profundizamos lo suficiente en aquel suceso, creo que obtendremos la imagen de una joven cegada por el odio. Sonja Hökberg no es el guijarro que se lanza al agua, sino uno de los anillos últimos descritos por el impacto del mismo. Y, probablemente, sea por el momento lo más importante.

—A ver, a ver, explícame eso con más detalle.

—¿Qué habría ocurrido si Tynnes Falk no hubiese fallecido casi al mismo tiempo que se produjo la detención de Sonja Hökberg? Supongamos que hubiesen transcurrido un par de semanas entre una y otra circunstancia, y que no se hubiese producido en fecha tan próxima al 20 de octubre, si es que es válido ese dato.

Wallander asintió en señal de que aceptaba su razonamiento.

—¿Quieres decir que la inquietud creciente fue origen de una serie de actos incontrolados?

—En el fondo, no hay mucho margen. Sonja Hökberg está detenida en la comisaría. Alguien teme que ella sepa algo que nos pueda revelar. Y esa información procede de su entorno. Principalmente, de Jonas Landahl, que también resulta asesinado. Toda esta maraña de sucesos y relaciones hace pensar en una guerra en defensa de un secreto que se halla oculto en un ordenador. Una serie de huidizos animales electrónicos, como parece que los llamó Modin, dispuestos a funcionar en silencio a cualquier precio. Si dejamos al margen una serie de detalles inconexos, creo que es una hipótesis probable. El que Robert Modin recibiese una amenaza encaja tanto como el que te hayan atacado a ti.

—Pero ¿por qué a mí? ¿Por qué no a cualquiera de vosotros?

—Porque tú estabas en el apartamento cuando aquel sujeto llegó. Tú has estado más expuesto, simplemente.

—Hay grandes lagunas…, aunque pienso como tú. Lo que más me preocupa, no obstante, es la sensación de que tenemos un micrófono oculto entre nuestras paredes que los provee de la información necesaria en todo momento.

—¿Y si dieses orden de interrumpir toda comunicación por radio, de no escribir nada en los ordenadores y de no revelar ningún dato importante por teléfono?

Wallander dio un puntapié a una piedra del camino.

—Eso es imposible. Al menos, aquí en Suecia.

—Tú siempre dices que la periferia no existe ya; que, donde quiera que uno se halle, está en el centro del mundo…

—Pues cuando lo digo, exagero. Esto es demasiado.

Prosiguieron en silencio, azotados ya por un viento que empezaba a soplar racheado. Ann-Britt se acuclilló junto a Wallander.

—Hay algo más —apuntó—. Algo que nosotros sabemos pero que ignoran quienes andan nerviosos.

—¿A qué te refieres?

—Al hecho de que Sonja Hökberg jamás nos reveló nada. Y, desde ese punto de vista, su muerte fue del todo gratuita.

Wallander asintió, convencido de que su colega tenía razón.

—¿Qué será lo que se oculta en ese ordenador? —inquirió el inspector tras un momento de silencio—. Martinson y yo hemos aislado un único y, por lo demás, poco seguro denominador común: dinero.

—¿Tal vez un gran robo que planean cometer en algún lugar? ¿No es así como lo hacen hoy día? Los sistemas informáticos de un banco empiezan a comportarse de un modo inexplicable y a transferir sumas impensables de dinero a la cuenta equivocada…

—Es posible. Pero la única respuesta segura es, como hasta ahora, que no tenemos ni idea.

Ya en el aparcamiento, Ann-Britt señaló el edificio.

—Yo estuve aquí el verano pasado para asistir a la conferencia de un investigador de las condiciones sociales del futuro cuyo nombre no recuerdo. Lo que no he olvidado es su explicación de cómo nuestra sociedad moderna se vuelve cada vez más frágil. En la superficie, aumenta la velocidad a la que nos comunicamos, pero, según decía, existen unas profundidades que se nos ocultan y de las que depende el que un solo ordenador pueda colapsar el mundo entero.

—Tal vez sea el ordenador de Falk el que se ha programado para eso —sugirió Wallander.

Ella sonrió.

—Bueno, según aquel experto, aún no hemos llegado a ese punto.

Ann-Britt hizo ademán de querer añadir algo, pero Wallander se quedó con la incógnita, pues la colega cambió de opinión y guardó silencio. En aquel momento, divisó a Hanson, que se les acercaba a la carrera.

—¡Lo hemos encontrado! —gritó.

—¿A Modin o al autor de los disparos?

—A Modin. Está en Ystad. Una de las patrullas que se disponía a hacer el cambio de turno descubrió el coche.

—¿Dónde?

—Estaba estacionado en la esquina de la calle de Surbrunnsvägen con la de Aulingatan, junto al parque Folkets.

—¿Dónde está ahora el chico?

—En la comisaría.

Wallander miró a Hanson con gran alivio.

—Está ileso —prosiguió Hanson—. Se puede decir que llegamos a tiempo.

—Desde luego que sí.

En ese momento, eran las cuatro menos cuarto de la tarde.