Cuando, tras una carrera vertiginosa, llegaron a Löderup, Wallander tuvo la oportunidad de conocer a la madre de Robert Modin. Era una mujer de extraordinario sobrepeso y parecía nerviosa en extremo. Lo más sorprendente era, no obstante, que la encontró tumbada en un sofá, con un paño húmedo sobre la frente y sendas bolitas de algodón en las narinas.
En efecto, tan pronto como entraron con el coche en el jardín de la casa, la puerta de entrada se abrió y tras ella apareció el padre de Robert Modin. Wallander rebuscaba en su memoria mientras se preguntaba si habría oído alguna vez su nombre. Se dio, al fin, por vencido y le preguntó a Martinson.
—Se llama Axel Modin —aclaró el colega.
Salieron del coche y fueron a su encuentro. Lo primero que dijo Axel Modin fue que Robert se había llevado el coche. El hombre repetía aquellas palabras una y otra vez.
—El chico se ha llevado el coche. ¡Y ni siquiera tiene permiso de conducir!
—Pero ¿sabe conducir? —inquirió Martinson.
—No exactamente. Yo he intentado enseñarle, pero, la verdad, no me explico cómo he podido tener un hijo tan poco dotado para todo lo práctico.
«Para todo menos para los ordenadores, por raro que parezca», precisó Wallander para sí.
Se apresuraron a cruzar el jardín para ponerse a cubierto de la abundante lluvia. Ya en el vestíbulo, el padre de Robert Modin les advirtió en un susurro que su mujer estaba en la sala de estar.
—Le sangra la nariz —explicó—. Suele ocurrirle cuando se impresiona.
Wallander y Martinson entraron a saludarla pero, al oír que eran policías, la mujer se echó a llorar de inmediato.
—Será mejor que nos sentemos en la cocina —sugirió Axel Modin—. Así la dejaremos tranquila. Es un poco nerviosa.
A Wallander no se le ocultó el tono apesadumbrado, quizás incluso triste, con que el hombre hablaba de su mujer. Se acomodaron en la cocina y, en lugar de cerrar la puerta, el hombre la dejó entreabierta. Por otro lado, a Wallander le dio la impresión de que en ningún momento, en el transcurso de la conversación, dejó de estar atento a cualquier ruido procedente de la sala de estar.
Axel Modin les ofreció un café que ellos rechazaron, embargados como estaban por la sensación de una indiscutible y justificada urgencia. Durante el trayecto hasta la casa, Wallander no dejó de pensar en el miedo que ahora sentía pues, si bien ignoraba lo que estaba sucediendo en realidad, tenía el firme convencimiento de que era más que probable que Robert estuviese en peligro. Ya se habían encontrado con dos jóvenes muertos en aquel caso y el inspector no creía estar preparado para soportar un tercero. Se sentía como si hubiesen pasado cuarenta días simbólicos en un desierto y corriesen el riesgo de quedar convertidos en monumentos a la ineptitud si no lograban proteger a aquel joven que había puesto a disposición de la policía sus amplios conocimientos informáticos. A aquel miedo, había que sumar también el no menos atroz provocado por la excesiva velocidad con que Martinson había conducido todo el camino, aunque, por supuesto, nada dijo al respecto. Ya en el tramo final, cuando el piso de la carretera estaba en tan mal estado que Martinson se vio obligado a reducir, se atrevió a formular algunas de las preguntas que le rondaban la cabeza.
—¿Cómo supo que estábamos en Runnerströms Torg? ¿Y cómo pudo enviar ese mensaje de correo electrónico al ordenador de Falk?
—Puede que intentase ponerse en contacto telefónico contigo —observó Martinson—. ¿Tienes el móvil encendido?
Wallander sacó el teléfono del bolsillo y lanzó una maldición al ver que estaba apagado.
—Debió de imaginarse dónde estábamos —prosiguió Martinson—. Y no me cabe la menor duda de que se había quedado con la dirección electrónica de Falk. Está claro que el chico tiene buena memoria.
Aquéllas fueron las únicas palabras que tuvieron tiempo de intercambiar antes de llegar a la casa de Modin y de hallarse, como estaban, en la cocina.
—¿Qué pasó? Recibimos lo que podría llamarse una llamada de socorro de Robert.
Axel Modin lo miró inquisitivo.
—¿Una llamada de socorro?
—Así es. Se puso en contacto con nosotros a través del ordenador. Pero lo más urgente en estos momentos es que nos cuentes lo que ocurrió de forma clara y sucinta.
—Pues, la verdad, yo no sé nada —admitió Axel Modin—. Ni siquiera sabía que estabais en camino. Lo único que puedo decir es que últimamente ha estado despierto hasta altas horas de la madrugada. Ignoro qué lo mantenía en vilo hasta tan tarde, aunque seguro que está relacionado con los malditos ordenadores. Esta mañana, cuando me desperté a las seis, oí que aún estaba despierto, de modo que, me dije, no había dormido en toda la noche. Toqué a su puerta y le pregunté si quería un café, a lo que respondió que sí. Cuando estuvo listo, le avisé desde abajo. Tardó casi media hora en bajar y, cuando lo hizo, parecía totalmente inmerso en sus pensamientos.
—¿Y eso no era habitual en él?
—Sí que lo era, sí. De modo que no me extrañó. Tenía muy mala cara por la falta de sueño.
—¿Te dijo qué había estado haciendo?
—No, jamás cuenta nada. Y lo cierto es que no tendría sentido: yo soy algo mayor y no entiendo de ordenadores.
—¿Y después?
—Apuró el café, se tomó un vaso de agua y subió de nuevo.
—¡Vaya! Yo creía que no tomaba café —intervino Martinson—. Sólo lo he visto tomar unas infusiones bastante especiales.
—Bueno, lo toma de forma excepcional. Pero es cierto, es vegano.
Wallander no tenía muy claro qué era lo que definía a un vegano. Linda había intentado explicárselo en alguna ocasión, en términos de conciencia del medio ambiente, alforfón y lentejas… Pero, en aquel momento, aquello carecía de importancia, de modo que continuó:
—Así que, decías, volvió a la planta alta…, ¿sobre qué hora?
—A las siete menos cuarto.
—¿Recibió alguna llamada por la mañana?
—Bueno, él tiene un teléfono móvil. Si fue así, yo no lo oí.
—¿Qué ocurrió después?
—Yo le subí el desayuno a mi mujer a las ocho y, cuando pasé ante su puerta, presté atención para comprobar si se había dormido.
—¿Y?
—No se oía nada, pero yo creo que más que dormir estaba pensando.
Wallander frunció el entrecejo.
—¿Cómo lo sabe?
—No lo sé, pero se nota cuando una persona está pensando tras una puerta cerrada, ¿no?
Martinson asintió, lo que provocó una inmediata irritación en Wallander. «¡Qué coño ibas tú a notar si yo estuviese pensando al otro lado de la puerta de mi despacho!», se dijo airado.
—En fin, sigamos. Le llevaste a tu mujer el desayuno a la cama, ¿no es así?
—No, ella no desayuna en la cama, sino en una mesita que tiene en el dormitorio. Siempre está muy nerviosa por las mañanas y necesita tomarse las cosas con calma.
—Ya. ¿Qué ocurrió luego?
—Bajé a fregar los platos y a dar de comer a los gatos y a las gallinas. Y a los gansos, claro, que también tenemos algunos. Luego fui al buzón a buscar el periódico y me puse a hojearlo mientras me tomaba otro café.
—¿Y todo seguía en silencio en el piso de arriba?
—Así es. Después… sucedió.
Martinson y Wallander prestaban atención. Axel Modin se levantó y se dirigió hasta la puerta entreabierta de la sala de estar. La cerró aún unos centímetros, de modo que no quedó más que un resquicio, antes de regresar a la mesa y volver a ocupar su asiento.
—Entonces…, bueno, de repente, oí que se abría la puerta de Robert, que apareció a todo correr escalera abajo. Yo estaba sentado aquí mismo, pero, antes de que él llegase a la cocina, ya me había puesto en pie. Su aspecto era de total desaliño y me clavó una mirada aterrada, como si hubiese visto un fantasma. Echó a correr hacia la calle y cerró la puerta sin darme ocasión a pronunciar palabra. Luego, regresó para preguntarme, o más bien gritarme, si había visto a alguien.
—¿Eso dijo? ¿Si habías «visto a alguien»?
—Eso mismo. Parecía totalmente fuera de sí y yo le pregunté cuál era el problema, pero él no escuchaba. Miró por las ventanas, tanto de la cocina como de la sala de estar. En ese momento, oí que mi mujer estaba llamándome desde el dormitorio. Estaba asustada. Fueron unos momentos terribles, de desconcierto absoluto. Pero la cosa fue a peor.
—¡Ajá! ¿Qué pasó?
—Robert volvió a la cocina con mi escopeta en la mano, gritando que le diese la munición. Me asusté y le pregunté qué sucedía, pero él no respondió. Quería la munición, a toda costa. Pero yo no se la di.
—¿Y entonces?
—Arrojó la escopeta sobre el sofá de la sala de estar y tomó las llaves del coche, que estaban en el vestíbulo. Yo intenté detenerlo, pero me dio un empujón y se marchó.
—¿A qué hora fue eso?
—No lo sé. Mi mujer estaba sentada sobre un peldaño, gritaba y tuve que acudir en su ayuda. Pero serían las nueve y cuarto, más o menos.
Wallander miró el reloj y comprobó que hacía más de una hora que se había producido el incidente, de lo que dedujo que el muchacho había enviado el mensaje justo antes de marcharse.
Wallander se puso en pie.
—¿Pudiste ver qué dirección tomaba?
—Fue hacia el norte.
—Por cierto, ¿viste a alguien ahí fuera cuando fuiste a recoger el periódico y a darles de comer a las gallinas?
—¿Quién iba a haber ahí fuera, con este tiempo?
—No sé, algún coche aparcado por ahí, tal vez. O que pasase por la carretera.
—No, no vi a nadie.
Wallander le hizo a Martinson un gesto para que lo siguiese.
—Tenemos que ver su habitación —afirmó Wallander.
Axel Modin parecía hundido en su silla.
—¿Podría alguien explicarme lo que está ocurriendo?
—Por ahora, será mejor que no —señaló Wallander—. Pero haremos lo posible por dar con Robert.
—El chico tenía miedo —declaró Axel Modin—. Jamás lo había visto tan asustado.
Tras un breve silencio, añadió:
—Estaba tan asustado como suele estarlo su madre.
Martinson y Wallander subieron al piso superior. Martinson señaló la escopeta que estaba apoyada contra la barandilla de la escalera. Cuando entraron en la habitación de Robert, vieron que los dos ordenadores estaban encendidos. Había varias prendas de ropa esparcidas por el suelo, y de la papelera, junto al escritorio, sobresalían los papeles.
—En algún momento justo antes de las nueve sucedió algo —especuló Wallander—. El muchacho se asusta, nos hace llegar el mensaje por correo electrónico y se marcha. Está desesperado y, literalmente, muerto de miedo. De hecho, le pide al padre munición para la escopeta, pero, al no conseguirla, mira por la ventana y se va con el coche.
Martinson le hizo notar que se había dejado el móvil junto a uno de los dos ordenadores.
—Puede que lo llamasen por teléfono —aventuró—. O puede que él mismo realizase una llamada cuyo contenido lo hiciese sentir un terror inmediato. Es una lástima que no llevase el móvil cuando salió a toda prisa.
Wallander señaló los ordenadores.
—Pero, si nos envió un correo electrónico, pudo ser porque él mismo hubiese recibido algún mensaje. De hecho, nos dijo que habían descubierto su rastro y que necesitaba ayuda.
—Si, pero no esperó. Se fue sin más.
—Claro, pero eso puede significar o bien que algo más ocurrió después de que hubiese enviado el mensaje, o bien que estaba tan excitado que no fue capaz de esperar.
Martinson se había sentado ante el escritorio.
—Por el momento, dejaremos éste —dijo el colega al tiempo que señalaba el más pequeño de los aparatos.
Wallander no le preguntó cómo sabía cuál de los dos ordenadores era el más importante. Comprendió que, en aquellos momentos, dependía de Martinson. No estaba habituado a poseer menos conocimientos que uno de sus colaboradores más cercanos, aunque fuese de un modo circunstancial y transitorio.
Martinson empezó a teclear. La intensa lluvia castigaba la ventana con su repiqueteo. Wallander echó un vistazo a la habitación. Un póster que representaba una zanahoria gigante adornaba una de las paredes, como testimonio solitario y anómalo de un mundo distinto del electrónico que reinaba en el resto de la estancia: libros, disquetes, equipamiento informático, cables que se perdían en intrincados nidos de serpiente, módems, impresoras, un aparato de televisión, dos reproductores de vídeo… Wallander se puso en cuclillas junto a Martinson preguntándose qué habría visto Robert Modin por la ventana mientras estaba sentado al ordenador. Desde donde él se encontraba en aquel momento, se divisaba a lo lejos la carretera. Era evidente que el muchacho podría haber visto un coche que pasase por allí. Echó una nueva ojeada a la habitación. Martinson seguía tecleando entre murmullos. Wallander levantó con cuidado un montón de papeles que había sobre la mesa, junto al que halló unos prismáticos. Miró a través de ellos la carretera envuelta en bruma. Una urraca solitaria aleteó atravesando el campo de visión de las lentes haciendo que Wallander diese un respingo. Por lo demás, no divisó nada especial. Una cerca medio derruida, varios árboles… Y un camino que serpenteaba abriéndose paso entre las plantaciones.
—¿Qué tal va eso? —inquirió.
Martinson no respondió más que con un susurro indescifrable. Wallander se puso las gafas dispuesto a mirar los papeles que había junto a los ordenadores. Robert Modin tenía una letra difícil de interpretar. Los folios estaban plagados de cálculos y de frases garabateadas a toda prisa, a menudo inconclusas, sin un principio claro y sin punto final. Pero había una expresión que se repetía. «La demora». Unas veces seguida de un signo de interrogación, otras subrayada. «La demora». Wallander siguió hojeando los papeles. En una de las cuartillas, Robert Modin había dibujado un gato negro de orejas largas y afiladas y cuya cola derivaba en un cable enredado. «Los típicos garabatos que uno plasma sobre el papel cuando está pensando», adivinó Wallander. «O quizá cuando escucha a la persona con la que está hablando». En la hoja siguiente, figuraba otra anotación del chico: «¿Programación finalizada cuándo?», seguida de dos palabras: «¿Insider necesario?».
«Demasiados interrogantes», concluyó Wallander. «Él también busca respuestas, como nosotros».
—¡Aquí está! —exclamó Martinson de repente—. Recibió un mensaje por correo electrónico y después nos pidió ayuda por la misma vía.
Wallander se acercó a la pantalla para leer el texto.
«You have been traced».
Ni una palabra más. Sólo eso. «Hemos rastreado tu ruta».
—¿Hay algo más? —inquirió Wallander.
—No, no ha recibido ningún otro mensaje después de ése.
—¿Quién es el remitente del mensaje?
Martinson señaló la pantalla.
—Lo que aparece en el campo del remitente es una sucesión alfanumérica de signos dispuestos en orden aleatorio. Es decir, que quien lo ha enviado no quería desvelar su identidad.
—Pero, de algún lugar vendrá, ¿no?
—El servidor se llama Vesuvius —aclaró Martinson—. Claro que podemos averiguar dónde se encuentra ubicado, pero nos llevará tiempo.
—¿Quieres decir que no está en Suecia?
—Lo dudo.
—Bueno, el Vesubio es un volcán que se encuentra en Italia —afirmó Wallander—. ¿No lo habrán enviado desde allí?
—No recibiremos una respuesta inmediata, pero podemos probar.
Martinson se preparó para componer una respuesta dirigida a las señas de configuración alfanumérica que aparecían en el campo del remitente.
—¿Qué quieres que escriba?
Wallander reflexionó un instante.
—Escribe: «Por favor, repite el mensaje» —decidió al final.
Martinson asintió conforme y escribió la solicitud en inglés.
—¿Firmo como Robert Modin?
—Exacto.
Martinson pulsó el botón de «Enviar» y el texto desapareció en el ciberespacio. De forma casi automática, apareció en la pantalla un mensaje en el que se los informaba de que no era posible acceder a aquel destinatario.
—Bueno, pues ya sabemos algo —se resignó Wallander.
—En fin, dime qué quieres que haga —rogó Martinson—. ¿Qué quieres que busque, dónde está localizado el servidor Vesuvius o qué?
—Lanza una pregunta a la red —propuso Wallander—. A ver si hay alguien que conozca la ubicación de Vesuvius.
Pero el inspector cambió enseguida de opinión.
—Espera. Formula la pregunta de otro modo. Intenta averiguar si alguien sabe si Vesuvius está en Angola —corrigió.
La modificación sorprendió a Martinson.
—¿Sigues en la creencia de que la postal de Luanda puede ser importante?
—Bueno, lo que creo es que la postal en sí carece de significado. Sin embargo, sí estoy persuadido de que Tynnes Falk conoció a alguien en Luanda hace ya muchos años. Y entonces ocurrió algo, no sé qué, pero intuyo que es importante. Incluso decisivo para el caso.
Martinson lo observó antes de asegurar:
—A veces creo que sobreestimas tu intuición, si me permites que sea tan sincero.
Wallander tuvo que realizar un esfuerzo para contenerse y no perder los estribos. La indignación por lo que le había hecho Martinson lo invadió al punto. Pero controló su animadversión, consciente de que lo más importante en aquellos momentos era localizar a Robert Modin. Pese a todo, almacenó cuidadosamente las palabras de Martinson en su memoria pues, si se lo proponía, también él sabía ser rencoroso. Y ahora estaba dispuesto a demostrarlo.
Sin embargo, hubo además otra razón por la que refrenó su ira. En efecto, en el mismo momento en que Martinson hacía su malévolo comentario, una idea cruzó su mente.
—Robert Modin estuvo consultando a un par de amigos, uno de California y otro de Rattvik. No anotarías sus direcciones, ¿verdad?
—Lo anoté todo —repuso Martinson con una acritud que Wallander atribuyó al hecho de que la idea no se le hubiese ocurrido a él.
El inspector experimentó cierta satisfacción anunciadora de una venganza que no tardaría en poner en práctica.
—No creo que se opongan a facilitarnos información acerca de Vesuvius —continuó Wallander—. Máxime si les explicamos que es por el bien de Robert Modin. Mientras tanto, yo empezaré a buscarlo.
—De todos modos, me pregunto qué significará este mensaje. ¿No será que no borró totalmente su rastro?
—Se supone que eres tú el que conoce bien el mundo electrónico —observó Wallander—. Yo no tengo ni idea. Pero sí una impresión cada vez más sólida. Ya me corregirás si me equivoco, aunque es una impresión que nada tiene que ver con mi intuición, sino con hechos puros y duros. Por ejemplo, a mí me da la sensación de que hay alguien en torno a este caso que parece estar muy bien informado de lo que estamos haciendo en cada momento.
—Bueno, sabemos que alguien estuvo vigilando la calle de Apelbergsgatan y la plaza de Runnerströms Torg. Además, otro o el mismo alguien lanzó un disparo en el apartamento de Falk.
—No, pero no es a eso a lo que me refiero. No estoy pensando en una persona que puede ser el tal Fu Cheng, el asiático. Al menos, no en primera instancia. Esto es más bien como si tuviéramos una fuga de información en la propia comisaría.
Martinson estalló en una estridente carcajada, sin que Wallander pudiese juzgar con exactitud sí respondía o no a una actitud de burla.
—No estarás sugiriendo seriamente que alguno de nosotros está implicado en esto, ¿verdad?
—En absoluto. Lo que me pregunto es si no habrá otro tipo de grieta por la que el agua se filtra en ambas direcciones.
Wallander señaló el ordenador.
—Recuerda que el ordenador de Falk es muy potente y avanzado. Simplemente, me pregunto si no habrá alguien que esté haciendo lo mismo que nosotros y se dedique a extraer información de nuestros ordenadores.
—Los registros de la central policial están muy protegidos.
—Si, pero ¿y los nuestros? ¿Están tan bien aislados que nadie, con los recursos técnicos necesarios y la voluntad precisa, pueda fisgar en ellos? Ann-Britt y tú escribís todos los informes en el ordenador. En cuanto a Hanson, no sé cómo lo hace. Hasta yo lo hago a veces, aunque no muy a menudo. Nyberg está siempre enganchado al ordenador. Los informes forenses nos llegan tanto en papel, a través del correo ordinario, como en soporte electrónico. ¿Qué ocurre si alguien se nos mete dentro y nos roba la información sin que seamos conscientes de ello?
—No me parece verosímil —objetó Martinson—. Piensa que las medidas de seguridad son muy estrictas.
—Era sólo una idea, como tantas otras —comentó Wallander.
Dejó a Martinson y se marchó escaleras abajo. A través de la puerta de la sala de estar, que seguía entreabierta, pudo ver a Axel Modin sentado y abrazado a su gigantesca esposa, que aún llevaba las bolitas de algodón en la nariz. Y aquella imagen lo hizo sentir tanto compasión como cierta imprecisa alegría, sin ser capaz de determinar cuál de los dos sentimientos era el dominante. Ya junto a la puerta, dio unos golpecitos discretos.
Axel Modin salió a su encuentro.
—Necesito usar el teléfono —pidió Wallander.
—¿Por qué no me dices lo que ha ocurrido? ¿Por qué estaba Robert tan asustado?
—Eso es lo que estamos intentando averiguar. Pero tú no te preocupes.
Wallander rezó una muda plegaria por que lo que acababa de decir se cumpliese en la realidad. Se sentó junto al teléfono que había en el vestíbulo. Antes de tomar el auricular, revisó mentalmente lo que debía hacer. Lo primero que tenía que decidir era si aquella inquietud creciente que sentía estaba en verdad justificada. Pero, por más que no supiesen quién había enviado el mensaje, éste era, sin duda, real. Por otro lado, aquella investigación se hallaba marcada por la característica innegable de algo que debía mantenerse oculto y en secreto y por unas manos que no dudaban en matar. Wallander resolvió, con la angustiosa esperanza de no estar haciendo una valoración errónea, que la amenaza dirigida contra Robert Modin era real. Así pues, tomó el auricular y llamó a la comisaría. Tuvo suerte, en esta ocasión, y pudo hablar enseguida con Ann-Britt, a quien puso al corriente de la situación. Lo más urgente era enviar algunos coches patrulla que diesen una batida por toda la zona de Löderup y alrededores. Si Robert Modin no era, tal y como sostenía su padre, un buen conductor, era probable que no hubiese llegado muy lejos. Además, existía el riesgo de que provocase un accidente, individual o colectivo. Wallander llamó a Axel Modin y le pidió una descripción del coche, así como el número de matrícula. Ann-Britt anotó la información y le prometió que enviaría varias patrullas. Wallander colgó el auricular y regresó al piso de arriba. Martinson seguía esperando noticias de los consejeros de Modin.
—Necesito que me prestes el coche —pidió Wallander.
—Las llaves están puestas —repuso Martinson sin retirar la vista de la pantalla.
Wallander atravesó encogido la distancia que lo separaba del vehículo para protegerse de la intensa lluvia. Había tomado la determinación de echarle un vistazo a la carretera que discurría serpenteante entre las plantaciones; la misma que Robert Modin podía ver desde la ventana. Lo más probable era que no hallase nada de interés, pero quería asegurarse de ello. Ya al volante, salió del jardín de la casa y comenzó a buscar el desvío.
Mientras tanto, algo horadaba la conciencia de Wallander, una idea que luchaba por emerger a la superficie.
Y era algo que él mismo había dicho, algo sobre una vía abierta conectada en secreto a la red de la comisaría. Finalmente, cayó en la cuenta en el preciso momento en que el desvío aparecía ante su vista.
Aquel día cumplía diez años. O quizá doce. Recordaba que era un número par; y ocho era demasiado poco. Fue su padre quien le regaló los libros, pero no recordaba cuál había sido el regalo de su madre, como tampoco sabía ya qué presente le dio su hermana Kristina. Pero los libros sí los recordaba, envueltos en un papel verde, sobre la mesa de la cocina a la hora del desayuno. Él abrió el paquete enseguida y comprobó que era casi lo que él quería. No exactamente, pero casi. En cualquier caso, no fue el regalo equivocado. Él había pedido Los hijos del capitán Grant, de Julio Verne, pues aquél era, en efecto, el título por el que se había sentido atraído. Y los libros que tenía ante sí contenían el relato de La isla misteriosa, en dos volúmenes. Venían, además, con la encuadernación que él quería, con la cubierta roja y las ilustraciones originales. Idéntico al ejemplar de Los hijos del capitán Grant que había visto. Así, empezó a leerlo aquella misma noche, y tuvo la oportunidad de conocer al maravilloso y misterioso benefactor de hombres solos que habían sido víctimas de un naufragio y arribado de este modo a la isla. El misterio se había extendido sobre ellos: ¿quién sería aquél que acudía en su ayuda cuando más lo necesitaban? De repente, allí estaba la quinina. Cuando el joven Pencroff yacía moribundo bajo el efecto devastador de la malaria y cuando nada en el mundo podría haberlo salvado, allí apareció la quinina. Y el perro Top, que se ponía a gruñir con la mirada fija en el fondo del pozo mientras ellos se preguntaban qué lo habría puesto tan nervioso. Finalmente, cuando el volcán entró en erupción, encontraron a su bienhechor. Y lo hicieron a través del conducto secreto conectado con el hilo telegráfico que iba desde la cueva hasta el corral. Siguieron el conducto hasta que se perdió en el fondo del mar. Y allí, en su embarcación y en su cueva submarinas, hallaron al capitán Nemo, su desconocido benefactor…
Wallander se había detenido en medio del embarrado camino. La lluvia empezaba a disminuir y una espesa bruma avanzaba arremolinada desde el mar. Recordó los libros; y al benefactor de las profundidades. «Y en esta ocasión, estamos ante la situación inversa, si no me equivoco», se dijo. «En esta ocasión, alguien aplica el oído a nuestras paredes y registra nuestras conversaciones. Sólo que no se trata de nadie que desee nuestro bien, no. Nadie que nos traiga quinina, sino un sujeto que elimina lo que más necesitamos».
Prosiguió su marcha, a demasiada velocidad. Pero iba en el coche de Martinson, y aún estaba bajo el efecto de la construcción de su venganza. Así que, en aquel momento, la pagaba con el coche. Cuando ganó el lugar que creyó era el que había divisado a través de los prismáticos, se detuvo y salió del coche. La lluvia había cesado casi por completo y la bruma se precipitaba rodando hacia el lugar en que él se hallaba. Echó una ojeada a su alrededor. Pensó que si Martinson levantaba la cabeza, vería su coche. Y también a Wallander. Se distinguían huellas en el camino y le pareció que un coche se había detenido en aquel lugar, pero las huellas eran poco claras, pues la lluvia casi las había borrado. «Sin embargo, alguien pudo haberse detenido aquí», insistió para sí. «De algún modo que yo aún no alcanzo a comprender, una persona envía un mensaje al ordenador de Robert Modin al mismo tiempo que otra se aposta en este camino para mantenerlo vigilado».
Wallander sintió miedo. Si en verdad ese alguien hubiese estado espiando desde la carretera, habría visto salir de la casa a Robert Modin.
Un sudor frío empezó a cubrir su frente. «Es culpa mía. Jamás debería haber mezclado al joven Modin en este asunto. Era demasiado peligroso y fue un acto irresponsable por mi parte».
Se obligó a pensar con calma. Robert Modin había sido víctima del pánico y quería llevarse una escopeta. Después tomó el coche, pero ¿hacia dónde se dirigió?
Wallander miró a su alrededor una vez más antes de ponerse en marcha de nuevo hacia la casa. Axel Modin salió a su encuentro y lo observó con mirada inquisitiva.
—No lo he encontrado —admitió Wallander—. Pero seguimos buscándolo. Y no hay motivo alguno de preocupación.
El inspector vio claramente en el rostro de Axel Modin que éste no daba crédito alguno a sus palabras. Pero el hombre no hizo ningún comentario. Apartó la mirada, como si su desconfianza hubiese podido resultar insultante. En la sala de estar reinaba el silencio.
—¿Se siente mejor tu mujer? —inquirió Wallander.
—Está dormida. Eso es lo mejor para ella, dormir. La asusta la bruma cuando avanza así, como a hurtadillas.
Wallander hizo un gesto al tiempo que señalaba la cocina y Modin lo siguió hasta allí. Un enorme gato negro que holgazaneaba sobre el alféizar de la ventana observó a Wallander con mirada avisada. El inspector se preguntó si no sería aquél el gato que había dibujado Robert Modin y cuya cola terminaba por convertirse en un cable enrollado.
—A ver, la cuestión es adónde puede haber ido tu hijo —preguntó Wallander al tiempo que señalaba hacia el corazón de la masa de bruma.
Axel Modin negó con la cabeza.
—No lo sé.
—Pero, tendrá amigos, ¿no? La primera vez que vine a esta casa estaba en una fiesta…
—Ya he llamado a sus amigos, pero ninguno de ellos lo ha visto. Me prometieron que me avisarían si aparecía.
—Tienes que pensar, es tu hijo —lo apremió Wallander—. Está asustado y se ha marchado, ¿dónde crees que puede tener un escondite?
Modin reflexionaba. El gato no perdía de vista a Wallander.
—El caso es que le gusta dar paseos por la playa —reveló Modin vacilante—. Suele bajar a Sandhammaren. O bien caminar por las plantaciones, allá por Backåkra. No sé de otros lugares.
Wallander dudaba. En efecto, una playa era un lugar demasiado despejado y abierto, al igual que las plantaciones de las proximidades de Backåkra. Sin embargo, ahora había bruma. Y en Escania no podía pensarse en un escondite mejor.
—Trata de recordar —lo exhortó Wallander—. Es posible que acabe por ocurrírsete algo más. Algún escondite que recuerde de su niñez…
El inspector volvió al teléfono y llamó a Ann-Britt. Los coches patrulla ya iban camino de la carretera de Österleden. La policía del distrito de Simrishamn estaba al corriente y también había salido en su búsqueda. Wallander le habló de Sandhammaren y de Backåkra.
—Yo me encargaré de Backåkra —afirmó—. Envía otro coche a Sandhammaren.
Ann-Britt le aseguró que así lo haría y le comunicó que ella misma iría a Löderup.
Wallander colgó el auricular y, en ese preciso momento, Martinson apareció por la escalera, bajando a grandes zancadas.
Wallander comprendió en el acto que había novedades.
—¡Hemos recibido respuesta de Rättvik! —exclamó—. Tenías razón: el servidor llamado Vesuvius está ubicado en Luanda, la capital de Angola.
Wallander asintió. La noticia no le causó la menor sorpresa.
En cambio, sí vino a incrementar su temor.