33

El sábado por la mañana, Wallander llamó a Linda.

Se había despertado muy temprano, como de costumbre. Pero logró dormirse de nuevo y no se levantó hasta pasadas las ocho. Después del desayuno, marcó el número de la casa de su hija en Estocolmo…, y la despertó. La joven le preguntó enseguida por qué no había estado en casa la noche anterior y le aseguró que había intentado llamar al restaurante, que había probado dos veces, pero que siempre comunicaba. Wallander decidió, tras una corta reflexión, que le diría la verdad. La muchacha lo escuchó sin interrumpir.

—No te creía capaz, la verdad —admitió una vez que él hubo concluido—. Jamás pensé que serías tan sensato que me harías caso.

—Pues estuve dudando mucho tiempo.

—Pero ya has dejado de dudar, ¿no?

Ella le pidió que le hablase de Elvira Lindfeldt. Y la conversación se prolongó bastante. La muchacha se alegraba por su padre, por más que él no dejaba de advertirle que no se hiciese ilusiones pues, según decía, era demasiado pronto aún. Él se sentía más que satisfecho de no haber tenido que cenar solo por una vez.

—Eso es mentira —atajó ella vehemente—. Te conozco bien. Y sé que, en el fondo, tienes la esperanza de que esto se convierta en algo más. Y, la verdad, yo también lo espero.

Entonces, la joven cambió de conversación y fue derecha al grano.

—Quiero que sepas que vi tu fotografía en el periódico. Desde luego que me impresionó. Alguien del restaurante me la enseñó y me preguntó si tú eras mi padre.

—Ya. ¿Y qué le dijiste?

—Pues, al principio pensé decir que no. Pero no lo hice.

—Vaya, gracias.

—Simplemente, decidí que no podía ser verdad.

—Y no lo era.

El inspector le describió lo que había sucedido en realidad, le habló de la investigación interna que estaba llevándose a cabo y le confesó que, en el fondo, él contaba con que la verdad saliese a la luz.

—Es muy importante que yo sepa estas cosas —sentenció ella—, precisamente ahora, es muy importante.

—Y eso, ¿por qué?

—Aún no puedo decírtelo.

Wallander quedó lleno de curiosidad. Durante los últimos meses había ido creciendo en él la sospecha de que Linda empezaba a divagar de nuevo sobre sus ambiciones de futuro, que no tenía claro a qué quería dedicarse en la vida, y pese a sus intentos de sonsacarle lo que pensaba, ella había saldado las preguntas con respuestas vagas y evasivas.

Finalmente, hablaron sobre la próxima visita de la joven a Ystad. Ella le aseguró que no podría antes de mediados de noviembre.

Cuando Wallander colgó el auricular, se le vino a la memoria el libro sobre la historia del tapizado de muebles que debía recoger en la librería. Y se preguntaba si su hija lograría realizar sus sueños de completar sus estudios y establecerse en Ystad.

«Ha cambiado de parecer, tiene otros planes», se dijo Wallander. «Y, por alguna razón, no quiere hacerme partícipe de ellos».

Comprendió que era inútil darle vueltas, de modo que se puso su uniforme invisible y adoptó su personalidad de policía. Comprobó que eran las ocho y veinte minutos y dedujo que Martinson no tardaría en llegar a Sturup para recibir al experto informático llamado Alfredsson. El inspector recordó la forma tan repentina en que Robert Modin se había presentado en el restaurante la noche anterior y lo seguro que parecía estar de su hallazgo. Wallander no dejaba de darle vueltas a qué hacer.

En su fuero interno, se resistía a ponerse en contacto con Martinson más de lo absolutamente imprescindible. De hecho, seguía vacilando entre varias posturas acerca de lo que pudiese haber de verosímil en las observaciones de Ann-Britt. Aunque respondiese más a sus deseos que a la realidad, él se figuraba que la colega se había equivocado ya que el perder a Martinson como amigo crearía una situación laboral insostenible. La traición se le haría demasiado dura de soportar. Al mismo tiempo, se sentía inquieto ante la posibilidad de que estuviese cociéndose algo, acciones de las que él no sabía nada y que pasaban inadvertidas pero que podían implicar un cambio radical en su posición laboral. Y aquello lo indignaba tanto como lo entristecía. Y, por supuesto, hería su vanidad. De hecho, él le había enseñado a Martinson cuanto sabía, al igual que Rydberg lo había instruido a él convirtiéndolo en el que era hoy. Pero a Wallander jamás se le pasó por la cabeza entregarse a sucias intrigas para menguar o cuestionar la evidente autoridad de su maestro.

«El Cuerpo es un nido de víboras», pensó indignado. «Podrido de envidias, descalificaciones indirectas e intrigas. Y yo he estado persuadido de que había conseguido sustraerme a todo ello. Sin embargo, ahora parece que, de repente, soy el centro, como un príncipe cuyo heredero estuviera empezando a perder la paciencia».

Pese a todo, marcó el número de móvil de Martinson. Robert Modin había ido a Ystad desde Löderup la noche anterior, obligando a su padre a llevarlo a la ciudad. Debían tomarse en serio la excitación del muchacho. Cabía la posibilidad de que él ya hubiese llamado a Martinson, pero, de lo contrario, Wallander le pediría al agente que lo llamase cuanto antes. Martinson respondió enseguida. Acababa de aparcar y se disponía a entrar en el edificio del aeropuerto. Según le dijo, Modin no lo había llamado. Wallander no se extendió en explicaciones y fue muy breve.

—Vaya, ¡qué raro! —exclamó Martinson—. ¿Cómo ha podido descifrar ninguna clave sin tener acceso al ordenador?

—Eso pregúntaselo a él.

—Es un tramposo —concluyó Martinson—. Seguro que ha copiado parte de la información en su propio disco duro.

Martinson le prometió que llamaría al joven y acordaron que hablarían a lo largo de la mañana.

Concluida la conversación, Wallander pensó que el colega parecía comportarse como siempre. «O bien tiene más habilidad para disimular de lo que yo creía, o algo no encaja en lo que me contó Ann-Britt», se dijo.

Wallander atravesó la entrada de la comisaría a las nueve menos cuarto. Ya en su despacho, vio sobre el escritorio una nota según la cual Hanson deseaba hablar con él lo antes posible. «Ha surgido algo», rezaba el mensaje plasmado en la picuda letra de Hanson. Wallander lanzó un suspiro de impotencia ante la falta de precisión de su colega. Lo que surgía siempre era «algo», la cuestión era qué.

Fue al comedor, donde la máquina del café ya funcionaba, y halló a Nyberg sentado junto a una mesa ante un tazón de yogur. Wallander fue a sentarse frente a él.

—Si me preguntas por los mareos, me marcho ahora mismo —amenazó Nyberg.

—Pues entonces no te pregunto.

—Me encuentro bien —aseguró el técnico—. Pero ya tengo ganas de jubilarme, aunque mi pensión sea pequeña.

—¿Y a qué vas a dedicarte entonces?

—Tejer alfombras. Leer libros. Ir a la montaña.

Wallander sabía que aquello no era cierto. No dudaba de que el técnico estuviese cansado, agotado, pero sabía igualmente que temía la jubilación más que ninguna otra cosa en el mundo.

—¿Tenemos alguna novedad del patólogo acerca de Landahl?

—Murió unas tres horas antes de que el transbordador atracase en el muelle. Lo que significa que quien lo asesinó estaba en el barco, a menos que hubiese saltado por la borda, claro está.

—Sí, eso fue un error por mi parte —admitió Wallander—. Deberíamos haber comprobado la identidad de cuantos pasajeros había a bordo.

—Tendríamos que haber elegido otra profesión —atajó Nyberg—. Yo a veces, por las noches, cuando no puedo conciliar el sueño, me entretengo en calcular cuántas veces no habré recogido los restos mortales de personas que se han ahorcado, por ejemplo. Sólo los ahorcados, ¿sabes? No los que se han pegado un tiro, ni los que se han ahogado, ni los que se han arrojado desde una ventana, los que se han reventado con una bomba ni los que se han envenenado. Exclusivamente los que se han colgado de una soga, de las cuerdas de la ropa o de un alambre; incluso de un alambre con púas, en una ocasión. Y no recuerdo cuántos son. Sé que no recuerdo a la mayor parte de ellos. Entonces me doy cuenta de que es una locura. ¿Por qué iba yo a esforzarme por rememorar todo el horror en el que me he visto obligado a bucear en busca de pistas?

—No, eso no conduce a nada bueno —subrayó Wallander—. Corre uno el riesgo de sufrir un colapso.

Nyberg dejó la cuchara y observó al inspector.

—¿Quieres decir que tú no estás colapsado todavía?

—Espero que no.

Nyberg asintió, pero no pronunció palabra. Wallander decidió que más valía dejarlo en paz. Por otro lado, jamás había sido necesario dirigir al técnico en la ejecución de sus tareas, pues era un profesional exhaustivo perfectamente capaz de organizar su trabajo. Él siempre sabía lo que era urgente y lo que, en cada situación particular, podía esperar.

—¿Sabes? He estado pensando en todo un poco —comentó de repente.

Wallander conocía la capacidad de brillantez del técnico, incluso en campos que no pertenecían del todo a su especialidad profesional, y recordaba que, en más de una ocasión, las reflexiones de Nyberg habían provocado un giro radical y habían orientado la investigación en el sentido correcto.

—¿Y qué es lo que has pensado?

—El relé ese que había en el depósito de cadáveres; el bolso arrojado junto a la valla; el cuerpo que volvieron a dejar ante el cajero automático, con dos dedos seccionados, por cierto. En nuestra aspiración a dar cuenta de lo que significa todo eso, pretendemos hacerlo encajar en un modelo de actuación, ¿no es así?

Wallander asintió.

—Lo intentamos, pero con éxito más que dudoso. Al menos, por ahora.

Nyberg apuró los restos de yogur que quedaban en el tazón antes de proseguir.

—Estuve hablando con Ann-Britt sobre la reunión a la que yo no pude asistir. Y me dijo que tú habías hecho referencia a la naturaleza ambigua de lo sucedido. Que dijiste que los hechos parecían responder tanto a un programa como a una serie de casualidades; que podían calificarse tanto de despiadados como de metódicos. No la interpreté mal, ¿verdad?

—No, algo así dije, en efecto.

—Pues a mí me parece que es lo más sensato que se ha dicho hasta el momento a propósito de esta investigación. ¿Qué sucede si profundizamos en ello, en el hecho de que hay trazos de acciones calculadas y azarosas a un tiempo en este caso?

Wallander movió la cabeza. No se le ocurría qué responder, pero deseaba seguir escuchando.

—Pues a mí me asaltó la idea de que tal vez nos empeñemos en interpretar demasiados detalles. De hecho, hemos descubierto que la muerte del taxista quizá no guarde relación alguna con este caso, salvo por el hecho de que Sonja Hökberg es culpable. En realidad, creo que nosotros, la policía, hemos empezado a desempeñar un papel protagonista.

—¿Te refieres a que alguien se puso nervioso por lo que ella pudiera habernos revelado?

—No, no sólo eso. ¿Qué sucede si empezamos a cribar todos estos acontecimientos y nos preguntamos si algunos de ellos, en realidad, no están totalmente al margen del caso? ¿Y si no fuesen más que una serie de falsas pistas, dispuestas para desorientarnos?

Wallander comprendió que Nyberg estaba desarrollando una hipótesis que podía revestir no poca importancia.

—A ver, ¿en qué estás pensando en concreto?

—En primer lugar, claro está, en el relé que sustituyó al cadáver en la camilla del depósito.

—¿Quieres decir que Falk no tenía nada que ver con el asesinato de Sonja Hökberg?

—No exactamente. Pero creo que alguien tiene sumo interés en hacernos creer que la relación entre Falk y la muerte de Sonja es mucho más estrecha de lo que es en realidad.

Wallander empezaba a escucharlo con creciente interés.

—O el detalle del cadáver que reaparece de pronto —continuó el técnico—. Con dos dedos amputados. Tal vez estemos dedicando demasiado tiempo a averiguar por qué, pero supongamos que eso no tiene el menor significado. ¿Adónde nos conduce esa suposición?

Wallander meditó un instante antes de responder:

—Pues a una ciénaga en la que no sabemos dónde pisar.

—Ése es un buen símil —aceptó Nyberg satisfecho—. Nunca pensé que nadie fuese capaz de superar a Rydberg en su habilidad para hallar imágenes plásticas con las que calificar diversas situaciones, pero ahora empiezo a preguntarme si tú no serás mejor incluso. O sea, que estamos pateando una ciénaga, en la que, se me ocurre, alguien desea que permanezcamos a toda costa.

—En otras palabras, debemos subir a tierra firme, ¿no es eso?

—Verás, estaba pensando en la verja de la estación de transformadores. Estaba destrozada, pese a que la puerta interior había sido abierta con llave.

Wallander empezaba a comprender el alcance de su razonamiento. Nyberg se había aproximado a algo realmente importante y el inspector experimentó cierta irritación ante el hecho de no haber reaccionado así él mismo mucho antes.

—Quieres decir que la persona que abrió la puerta con la llave, abrió la verja del mismo modo, pero que la forzó y la rompió después para crear confusión entre nosotros.

—No creo que exista otra explicación más sencilla.

Wallander corroboró su tesis con un gesto.

—Bien pensado —lo felicitó—. La verdad, me avergüenzo de que no se me haya ocurrido a mí.

—Claro, pero tú no puedes pensar en todo —apostilló Nyberg evasivo.

—¿Algún otro detalle que creas debemos considerar como escoria y cuya única función sea la de sembrar el desconcierto entre nosotros?

—Conviene ir con cuidado, no sea que desechemos algún hecho fundamental y nos quedemos con lo accesorio —apuntó Nyberg.

—Todos los ejemplos que te vengan a la cabeza pueden ser significativos.

—Bueno, yo creo que esto era lo más importante. Y tampoco estoy diciendo que yo tenga razón. Simplemente, estaba pensando en voz alta.

—Bueno, al menos, es una excelente idea que nos proporciona otra atalaya a la que encaramarnos y desde la que examinar lo ocurrido.

—A mí se me antoja a veces que nuestro trabajo es similar al del pintor ante su caballete —explicó Nyberg—. Trazamos unas líneas, rellenamos con algo de color y damos un paso atrás para contemplar el resultado con algo de perspectiva. Después, nos adelantamos de nuevo dispuestos a proseguir. Y me pregunto si ese paso atrás no será el decisivo, el que nos permite ver con claridad qué se expone a nuestra mirada.

—El arte de ver lo que uno ve —concretó Wallander—. ¡Vaya! Eso es algo que deberías proponer en la Escuela Superior de Policía.

Las palabras de Nyberg rezumaron un profundo desprecio:

—¿Y tú crees que a los jóvenes aspirantes a policía les importa un carajo lo que diga un viejo perito criminalista acabado?

—Puede que más de lo que tú crees. A mí me prestaron gran atención cuando di la conferencia hace unos años.

—Pues yo pienso jubilarme —sentenció Nyberg—. Me dedicaré a tejer alfombras y a pasear por la montaña. Y eso es todo.

«¡Y un cuerno!», rechazó Wallander para sí, aunque, claro está, no dijo nada. Nyberg se levantó dando a entender que allí concluía la charla y fue a lavar el tazón. Lo último que Wallander oyó antes de salir del comedor fueron las maldiciones del técnico por el mal estado del estropajo.

Wallander reemprendió su interrumpido paseo. Era a Hanson a quien deseaba ver. La puerta del despacho del colega estaba entreabierta y Wallander vislumbró su figura: sentado ante su escritorio, se dedicaba a rellenar uno de los innumerables cupones de apuestas con los que siempre andaba enredado. En efecto, Hanson vivía en una espera cada vez más impaciente de que alguno de los complejos sistemas de acierto funcionase algún día convirtiéndolo en un hombre rico. El día que los caballos corriesen como él quería, sus sueños se verían colmados.

Wallander dio unos golpecitos en la puerta antes de empujarla con el pie y entrar en el despacho, lo que ofreció a Hanson la oportunidad de ocultar los cupones a tiempo.

—He visto tu nota.

—Ha aparecido la furgoneta Mercedes.

Wallander se apoyó en el dintel de la puerta mientras Hanson rebuscaba en su caótica y creciente montaña de papeles.

—Procedí tal y como me recomendaste. Volví a mirar en los registros y ayer una pequeña empresa de alquiler de coches de Malmö denunció su sospecha de que una de sus furgonetas había sido robada: una Mercedes de color azul oscuro. Tendrían que haberla devuelto el miércoles pasado. La compañía se llama Bil-och Lastvagnsservice. Tanto las oficinas como el parque móvil están en Frihamnen.

—¿Quién la había alquilado?

—Te gustará la respuesta: un hombre de aspecto asiático.

—A ver, se llamaba Fu Cheng y pagó con American Express, ¿me equivoco?

—Exacto.

Wallander asintió nervioso.

—Alguna dirección tuvo que dar, ¿no?

—Si, hotel S:t Jörgen, pero en la compañía la comprobaron, como es natural, en cuanto empezaron a sospechar que había algo raro. Y en el hotel les dijeron que nunca habían tenido un huésped con ese nombre.

Wallander frunció el entrecejo: allí había algo que no encajaba.

—¿No te parece curioso? No es verosímil que el individuo que se hace llamar Fu Cheng se arriesgue a que alguien compruebe si es o no cierto que se aloja donde ha dicho.

—Bueno, existe una explicación —aclaró Hanson—. En el hotel S:t Jörgen se había hospedado un ciudadano danés de nombre Andersen, pero de origen asiático. Una descripción comparativa realizada por teléfono indica que puede tratarse de la misma persona.

—¿Cómo pagó ese danés su habitación?

—Al contado.

Wallander reflexionó un instante.

—Lo normal, en cualquier caso, es que uno facilite la dirección del domicilio. ¿Qué anotó Andersen al inscribirse?

Hanson hojeó sus papeles y uno de los cupones de apuestas cayó al suelo sin que él lo notase siquiera, pero Wallander tampoco comentó nada.

—A ver, aquí lo tenemos. Andersen escribió una dirección de Vedbæk.

—¿Se ha comprobado ese dato?

—La compañía de alquiler de coches tenía gran interés; supongo que el vehículo es muy valioso. Pero resultó que no existía ningún cliente con ese nombre.

—Y ahí se acaba el rastro —sentenció Wallander.

—Y la furgoneta sigue sin aparecer.

—Bien, pues algo sabemos.

—Claro, pero la cuestión es cómo seguir adelante con el asunto de la furgoneta.

Wallander tomó una decisión sobre la marcha.

—Esperaremos. No malgastes tus fuerzas en eso: hay cosas más importantes que hacer.

Hanson hizo un molinete de desaliento al tiempo que señalaba el montón de papeles.

—¡No sé cómo voy a tener tiempo de ver todo esto!

Pero Wallander no soportaba la idea de verse envuelto en otra de las recurrentes conversaciones sobre los menguados recursos policiales.

—Bien, hablaremos luego —atajó antes de salir raudo del despacho. Tras haber revisado algunos de los documentos que yacían sobre su escritorio, tomó la cazadora dispuesto a dirigirse a la plaza de Runnerströms Torg para conocer a Andersson, el experto de la brigada de Estocolmo. Además, tenía curiosidad por saber cómo iría el encuentro entre él y Robert Modin.

Sin embargo, una vez en el coche, aguardó un instante antes de poner en marcha el motor. Con la mente distraída en los recuerdos de la noche anterior, se dijo que hacía mucho tiempo que no se sentía tan animado. Aún le costaba creer que aquello hubiese sucedido de verdad. Pero Elvira Lindfeldt existía en el mundo de los sentidos y no era sólo un espejismo.

De repente, no pudo controlar el impulso de llamarla. Sacó el móvil del bolsillo y marcó el número que había memorizado enseguida. Al tercer tono, ella respondió. Pese a que la mujer pareció alegrarse de oír su voz, a Wallander le dio la impresión de que su llamada era inoportuna. En realidad, no habría sabido decir cuál era el origen de aquella sensación, pero allí estaba, sin lugar a dudas. Una imprevista oleada de celos lo atravesó al punto, pero logró mantener el control e impedir que se dejase traslucir en su tono de voz.

—Hola, sólo llamaba para darte las gracias por la cena.

—Bueno, no hay de qué.

—¿Fue bien el viaje?

—Sí, sólo que estuve a punto de atropellar a una liebre.

—Ya. Yo estaba aquí sentado imaginando qué haces un sábado por la mañana, pero lo más probable es que te haya importunado con mi llamada.

—No, en absoluto. Estaba limpiando.

—Bien, tal vez no sea el mejor momento, pero quería preguntarte si podemos vernos otra vez este fin de semana.

—A mí me iría mejor mañana. ¿Por qué no me llamas esta tarde y concretamos?

Wallander le prometió que así lo haría.

Una vez hubo colgado, se quedó allí, teléfono en mano. Estaba seguro de que había llamado en mal momento. Había algo distinto en su tono de voz. «Son figuraciones mías», se recriminó. «Ya cometí el mismo error en otra ocasión, con Baiba. Incluso viajé hasta Riga sin avisar de antemano para comprobar si estaba en lo cierto, si había otro hombre en su vida. Pero no era así».

De modo que optó por confiar en ella y creer que, simplemente, tal y como le había dicho, estaba limpiando. Estaba seguro de que, cuando la llamase por la tarde, su voz sonaría diferente.

Bajó hacia la plaza de Runnerströms Torg. El viento se había calmado casi por completo.

Acababa de entrar en la calle de Skansgatan cuando se vio obligado a frenar en seco y a girar con rapidez. En efecto, una mujer había resbalado de la acera y había caído en medio de la calzada, justo delante de su coche. El inspector logró detener el vehículo a tiempo, pero se estrelló contra una farola. Notó que empezaba a temblar. Abrió la puerta y salió del coche. Estaba seguro de que no la había atropellado, pero la muchacha había caído al suelo de todos modos. Cuando el inspector se inclinó para verla mejor, descubrió que era muy joven, apenas catorce o quince años. Y que estaba muy ebria, aunque fue incapaz de determinar si por consumo de alcohol o de drogas. Wallander intentó hablar con ella, pero no obtuvo más que algunos balbuceos ininteligibles por respuesta. Entretanto, otro coche se había detenido junto a ellos y el conductor se les acercaba presuroso para preguntar si había ocurrido un accidente.

—No —respondió Wallander—. Pero ayúdame, a ver si podemos ponerla en pie.

No lo lograron, pues las piernas no la sostenían.

—¿Está borracha? —preguntó el hombre, incrédulo y con disgusto.

—Si me ayudas a trasladarla a mi coche, la llevaré al hospital —repuso Wallander haciendo caso omiso de su pregunta.

Consiguieron acomodarla en el asiento trasero del automóvil de Wallander, adonde la trasladaron a rastras y a empellones. El inspector le dio las gracias al solícito ciudadano y se marchó rumbo al hospital. La chica lanzó un gemido antes de vomitar, cuando el propio Wallander también empezaba a sentirse algo mareado. Hacía ya tiempo que se había insensibilizado ante el espectáculo que podía ofrecer un niño borracho, pero el estado de aquella muchacha era demasiado critico. Giró hasta la entrada de urgencias y echó una ojeada por encima del hombro. Tanto su cazadora como el asiento trasero estaban llenos de vómito. Cuando detuvo el coche, la chica empezó a tironear de la manivela para abrir la puerta y salir.

—¡Quédate donde estás! —rugió Wallander—. Iré a buscar ayuda.

Cuando llegó a urgencias, una ambulancia aparcaba a su lado. Wallander reconoció al conductor, un hombre llamado Lagerbladh que llevaba muchos años trabajando allí. Se saludaron y Wallander le preguntó:

—¿Llevas a algún paciente o vas a buscar a alguien?

En ese momento, el compañero de Lagerbladh salió del vehículo y se les acercó. Wallander le hizo una seña a modo de saludo, pero no lo conocía.

—No, vamos a recoger —aclaró Lagerbladh.

—Pues antes tendréis que ayudarme —afirmó Wallander expeditivo.

Los dos hombres lo acompañaron hasta el coche. La chica había conseguido abrir la puerta, pero no había sido capaz de salir, de modo que la mitad de su cuerpo pendía fuera del coche. Wallander no había presenciado jamás un espectáculo semejante: el pelo sucio extendido sobre el asfalto empapado, la cazadora impregnada de vómito y los balbucientes esfuerzos de la chica por hacerse entender.

—¿Dónde la has encontrado? —quiso saber Lagerbladh.

—Por poco la atropello.

—Pues no suelen estar tan borrachos hasta más tarde.

—La verdad, yo no estaría tan seguro de que sea alcohol —señaló Wallander.

—Sí, puede tratarse de cualquier cosa. En esta ciudad puede uno encontrar lo que desee: heroína, cocaína, éxtasis…, lo que busques.

El colega de Lagerbladh había ido a buscar una camilla.

—Me parece que la conozco —comentó Lagerbladh—. A saber si no la he traído aquí en alguna ocasión.

Se inclinó y, sin la menor consideración, le arrancó la chaqueta. La muchacha dejó oír una débil protesta. Tras rebuscar un buen rato, Lagerbladh halló un documento de identidad.

—«Sofía Svensson» —leyó en voz alta—. Pues el nombre no me dice nada, pero la he visto antes. Tiene catorce años.

«La misma edad que Eva Persson», pensó enseguida Wallander. «¿Adónde vamos a ir a parar?».

El compañero de Lagerbladh llegó con la camilla, donde tendieron a la joven. Hecho esto, el conductor de la ambulancia echó al asiento trasero un vistazo que acompañó de una elocuente mueca.

—No te será fácil limpiar eso —auguró.

—Llámame —pidió Wallander—. Quiero saber cómo evoluciona y qué ha tomado.

Lagerbladh prometió mantenerlo informado y los dos hombres desaparecieron con la camilla. La lluvia había arreciado. Wallander clavó la mirada en el asiento trasero. Después, alcanzó a ver cómo se cerraban las puertas de entrada a urgencias. Un repentino e intenso cansancio hizo presa en él. «Estoy asistiendo al espectáculo de la destrucción de una sociedad», sentenció para sí. «Hubo un tiempo en que Ystad era un ciudad de provincias, rodeada de fértiles campos de cultivo. Una ciudad portuaria cuyos transbordadores nos mantenían unidos al continente, aunque no demasiado cercanos a él. Malmö quedaba entonces muy lejos y los horrores que sucedían allí resultaban impensables aquí. Pero esa época ha llegado a su fin. Ya apenas hay diferencias. Ystad no está en el sur, sino en el corazón de Suecia. Y llegará el día en que se encuentre en el centro del mundo. De hecho, Erik Hökberg puede negociar con países remotos desde su despacho y sus ordenadores.

»Y, al igual que en cualquier metrópoli, una adolescente de catorce años va dando tumbos por las calles tan ebria o drogada que no puede tenerse en pie un sábado por la mañana. Creo que no tengo ni idea de qué es lo que estoy presenciando, en realidad. Lo que sí sé es que éste es un país marcado por el desarraigo y herido por su propia vulnerabilidad. De hecho, si sobreviene un corte en el suministro, todo se detiene. Y esta vulnerabilidad ha penetrado en lo más hondo del ser humano, de cada individuo. Eso es precisamente lo que representa Sofía Svensson. Tanto como Eva Persson, desde luego. Y, por otra parte, también Sonja Hökberg. La cuestión es qué puedo hacer yo, aparte de llevarlas en mi asiento trasero, el real o el imaginario, hasta el hospital o la comisaría».

Wallander se acercó hasta un contenedor donde halló unos periódicos mojados. Con ellos, limpió lo mejor que pudo el vómito del asiento. Después, rodeó despacio el coche y observó indiferente la parte abollada del radiador. La lluvia había empezado a caer con fuerza. Pero a él no le importaba mojarse.

Se sentó al volante y, por segunda vez aquella mañana, puso rumbo a la plaza de Runnerströms Torg. De repente, le vino a la mente el recuerdo de Sten Widén, con sus planes de venderlo todo y marcharse del país. «Suecia se ha convertido en un país del que todos huyen», resolvió. «Todos aquellos que tienen la menor posibilidad, se marchan. Y no quedamos más que la gente como yo. Y Sofía Svensson. Y Eva Persson». Se sintió indignado, no sólo por ellas, sino por sí mismo. «Estamos arrebatándole el futuro a toda una generación», prosiguió su discurrir. «A multitud de personas jóvenes, que terminan sus estudios en institutos donde los profesores se esfuerzan en vano, con clases demasiado numerosas y recursos cada vez más reducidos y obsoletos. Personas jóvenes que no llegarán ni a los aledaños de un trabajo digno. Jóvenes que se sentirán no sólo superfluos en la sociedad sino, simplemente, rechazados en su propio país».

Ignoraba cuánto tiempo había estado sumido en tan lúgubre meditación cuando, de repente, alguien lo hizo reaccionar con un suave golpeteo en la ventanilla. El inspector dio un respingo y levantó la vista para comprobar que era Martinson quien, con su sonrisa habitual y con una bolsa de bollos de merengue en la mano, le hacía señas a modo de saludo. Wallander se alegró al verlo, aun a su pesar. En condiciones normales le habría referido lo acontecido con la muchacha a la que acababa de dejar en el hospital. Sin embargo, en aquella ocasión, no mencionó una palabra sobre el incidente y salió del coche sin más.

—Creí que te habías dormido sentado en el coche.

—No, estaba pensando —rechazó Wallander en tono cortante—. ¿Ha llegado Alfredsson?

Martinson estalló en una estridente carcajada.

—Lo mejor de todo es que se parece bastante a su tocayo. Al menos, en el físico. Pero, desde luego, nadie podría calificarlo de divertido.

—Y Robert Modin, ¿está arriba?

—No, iré a recogerlo a la una.

Entretanto, habían cruzado la calle y subían ya la escalera.

—Un tal Setterkvist se presentó hoy en el despacho —comentó Martinson—. Un señor de edad bastante agrio. Quería saber cómo va a rescindirse el contrato de alquiler de Falk.

—Sí, ya lo conozco —explicó Wallander—. A decir verdad, él fue quien nos reveló que Falk tenía también este apartamento.

Continuaron escaleras arriba en silencio. A Wallander le vino a la cabeza el recuerdo de la chica a la que había llevado en el asiento trasero y sintió un profundo malestar. En el último rellano, se detuvieron.

—Alfredsson parece un hombre muy meticuloso —advirtió Martinson—. Pero estoy seguro de que es muy bueno. Por ahora, está analizando lo que hemos descubierto hasta el momento. Por cierto, que su mujer lo llama constantemente para quejarse de que no esté en casa…

—Bueno, yo sólo venía a saludarlo —comentó Wallander—. Después os quedaréis solos hasta que llegue Modin.

—¿Qué fue lo que dijo haber descubierto?

—No lo sé con exactitud. Pero estaba convencido de que había dado con la clave para penetrar más a fondo los secretos del ordenador de Falk.

Entraron, y Wallander comprobó de inmediato que Martinson tenía razón: el hombre de la brigada judicial de Estocolmo se asemejaba de forma sorprendente a su célebre homónimo. El inspector no pudo evitar una sonrisa. Además, dejó a un lado los tenebrosos pensamientos que habían ocupado su mente hacía tan sólo unos minutos. Al menos, por un instante. Se intercambiaron los saludos de rigor y Wallander le dio la bienvenida.

—Ni que decir tiene que te estamos muy agradecidos por haber acudido como apoyo pese a haberte avisado con tan poca antelación.

—¿Acaso tenía elección? —masculló Alfredsson con acritud.

—He comprado unos bollos de merengue —intervino Martinson—. A ver si nos animamos.

Wallander decidió retirarse sin más dilación pues, hasta que no llegase Modin, su presencia allí no era demasiado útil.

—Llámame cuando haya llegado Modin —le pidió a Martinson—. Yo me marcho.

En ese momento, Alfredsson, que estaba sentado ante el ordenador, lanzó un grito de victoria.

—¡Vaya, vaya! Falk ha recibido un mensaje.

Wallander y Martinson se le acercaron y observaron la pantalla. Una pequeña luz intermitente avisaba de que había entrado un nuevo mensaje por correo electrónico. Alfredsson entró y descargó la carta.

—Pero…, es para ti —dijo mirando a Wallander con una expresión de asombro en el rostro.

Wallander se puso las gafas y leyó el mensaje.

«Me han localizado. Necesito ayuda. Robert».

—¡Joder! —gritó Martinson—. Me aseguró que había borrado el rastro por completo.

«Otro más no», rogó Wallander desesperado. «No sería capaz de soportarlo».

Iba ya escaleras abajo con Martinson a escasa distancia.

El coche del colega era el que tenían más cerca. Wallander puso las luces de emergencia.

Habían dado las diez de la mañana cuando salieron de Ystad.

Una lluvia torrencial caía sobre la ciudad.