31

Por primera vez desde el inicio de la investigación, Wallander creyó ver una clara conexión entre los diversos acontecimientos. Tras haber inspeccionado la puerta y las ventanas del apartamento, quedó convencido de que Siv Eriksson tenía razón. La persona que había vaciado el ordenador había tenido que utilizar una llave para entrar. Pero, además, había otra conclusión que se atrevió a sacar sin reservas. Siv Eriksson había estado sometida a algún tipo de vigilancia, ya que la persona que tuvo acceso a aquellas llaves había esperado el momento oportuno para utilizarlas. Y aquí también intuía Wallander la intervención de aquella sombra que pasó veloz ante él tras el disparo en el apartamento de Falk. Sin embargo, pensó igualmente en lo que Ann-Britt le había dicho acerca de su falta de precaución. Y el temor lo invadió de nuevo.

Regresaron a la sala de estar, ella aún en visible estado de agitación, encendiendo y apagando sus cigarrillos sin cesar. Wallander optó por esperar antes de llamar a Nyberg ya que había algo que deseaba tener aclarado cuando llegase el técnico. Se sentó en el sofá, frente a ella.

—¿Tienes alguna idea de quién puede haber hecho esto?

—No. Es absolutamente inexplicable.

—Supongo que tus ordenadores son caros, pero el ladrón no se ha molestado en llevárselos. Lo único que parecía interesarle era el contenido.

—Sí, lo han borrado todo —repitió ella—. Todo. La base de mi subsistencia. Como te dije, tenía copia de todo en otro disco duro, pero ése también ha desaparecido.

—¿No tenías ninguna clave de acceso para evitar que pudiese suceder algo así?

—¡Pues claro que la tenía!

—Es decir, que el ladrón debía de conocerla, ¿no?

—Bueno, debe de haberla sorteado de alguna manera.

—Lo que significa que no se trata de un simple ladronzuelo, sino de alguien que entiende de ordenadores.

Ella empezaba a seguir su razonamiento y a comprender adonde quería llegar.

—La verdad es que no había caído en la cuenta. Estaba tan nerviosa…

—Claro, es normal. ¿Cuál era tu código de acceso?

—«Galleta». Era como me llamaban cuando era pequeña.

—¿Y quién lo conocía?

—Nadie.

—¿Ni siquiera Tynnes Falk?

—No.

—¿Estás totalmente segura?

—Sí.

—¿Lo tenías anotado en algún sitio?

Ella hizo memoria antes de responder.

—No, no lo tenía escrito en ningún papel. Estoy segura.

Wallander sospechaba que aquello podía resultar decisivo y siguió preguntando con cautela.

—¿Quiénes sabían cómo te llamaban de niña?

—Mi madre, claro. Pero está tan mayor…

—¿Alguien más?

—Bueno, tengo una amiga que vive en Austria. Ella lo sabe.

—¿Te escribías con ella?

—Sí. Pero durante los últimos años casi siempre nos comunicábamos por correo electrónico.

—¿Y solías firmar con tu apodo?

—Así es.

Wallander reflexionó un instante.

—Yo no sé cómo funcionan estas cosas —admitió—. Pero supongo que esos mensajes se almacenan en tu ordenador, ¿no es así?

—Exacto.

—O sea, que alguien que haya tenido acceso al ordenador ha podido ver las cartas y, en consecuencia, tu apodo, e intuir que ése era tu código, ¿no es así?

—¡Eso es imposible! Es imprescindible tener el código para poder acceder a las cartas, nunca al revés.

—A eso precisamente me refiero —aclaró Wallander—. Si esa persona no habrá accedido a tu ordenador para vaciarlo de su contenido.

Ella negó con un gesto vehemente.

—¿Por qué haría alguien algo así?

—Tú eres la única que puede responder a esa pregunta; la única capaz de comprender la importancia de una pregunta crucial: ¿qué era lo que tenías en el ordenador que pudiera despertar tanto interés?

—Yo no trabajaba con proyectos secretos.

—Es muy importante que medites bien la respuesta.

—No es preciso que me recuerdes algo que ya sé.

Wallander aguardaba paciente mientras ella se esforzaba cuanto podía por recordar.

—No, no tenía nada —reiteró.

—¿Crees que podía haber allí algo que fuese importante sin que tu lo supieras?

—¿Como qué?

—Eso sólo puedes decirlo tú.

Ella respondió tajante:

—Siempre he tenido a gala mantener un orden absoluto en mi vida —aseguró—. Y eso incluía mi ordenador. Lo limpiaba a menudo y nunca tenía proyectos demasiado complicados. Ya te lo dije.

Wallander meditó aún unos minutos antes de proseguir.

—Bien, hablemos de Tynnes Falk. A veces trabajabais juntos. ¿Jamás utilizó tu ordenador?

—¿Por qué había de hacerlo?

—Es una pregunta necesaria. ¿Pudo suceder que lo hicieran sin que tú lo supieses? Después de todo, tenía las llaves, ¿no?

—Yo lo habría notado.

—¿Cómo?

—De muchas maneras. No sé hasta qué punto me entenderás si me explico en términos técnicos.

—No mucho. Pero ya sabemos que Falk sabía mucho. Tú misma lo dijiste. De modo que debe de ser posible que utilizase tu equipo sin dejar ningún rastro. Se trata de quién es el más habilidoso, ¿no?, si el que sabe piratear o el que sabe hacerlo sin que se note.

—En cualquier caso, no alcanzo a comprender por qué haría tal cosa.

—Supón que quisiese ocultar algo. El cuco pone sus huevos en los nidos ajenos.

—Pero ¿por qué?

—Eso es algo que ignoramos. Pero alguien puede haber creído que lo hizo. Y ahora que está muerto, deseaba comprobar que no había en tu ordenador nada que tú pudieses descubrir tarde o temprano.

—¿Quién haría algo así?

—Sí, yo también me hago esa pregunta.

«Tiene que haber sucedido de este modo», se dijo Wallander. «No se me ocurre otra explicación plausible. Falk está muerto. Y por alguna razón muy concreta están haciendo limpieza en torno a su persona y a su actividad. Se trata de ocultar algo a cualquier precio, está claro».

Repitió mentalmente aquellas palabras, «se trata de ocultar algo a cualquier precio». Aquélla era la principal incógnita. Si lograban despejarla, todo se resolvería.

Wallander intuía que el tiempo apremiaba.

—¿Habló Falk contigo en alguna ocasión del número veinte? —inquirió.

—¿¡Cómo!? ¿Del número veinte? ¿Por qué?

—Limítate a responder, por favor.

—Pues no, que yo recuerde.

Wallander marcó el número de Nyberg, pero no obtuvo respuesta, de modo que llamó a Irene y le pidió que intentase localizarlo.

Siv Eriksson lo acompañó al vestíbulo.

—Vendrá un técnico —anunció el inspector—. Te agradecería que no tocases nada. Puede que encuentren alguna huella.

—No sé qué voy a hacer —se lamentó abatida—. Lo han borrado todo. El trabajo de toda mi vida ha desaparecido en una noche.

Wallander no sabía cómo consolarla. En cambio, sí que rememoró una vez más las palabras de Erik Hökberg sobre la vulnerabilidad de la sociedad.

—¿Sabes si Tynnes Falk era creyente? —preguntó.

El asombro de la mujer era evidente.

—Jamás dijo nada que indicase tal cosa.

No le quedaban ya más preguntas que formular, así que se despidió no sin antes prometerle que la llamaría de nuevo a lo largo del día. Ya en la calle, quedó un momento pensativo. Lo que más necesitaba en aquellos momentos era hablar con Martinson. Y se le planteaba la cuestión de si debía seguir el consejo de Ann-Britt o si, por el contrario, no sería más conveniente abordar el asunto con él de inmediato. Por un instante, experimentó una sensación de profundo cansancio por todo aquello. La decepción había sido tan grande y tan inesperada… Seguía costándole creer que fuese cierto, pero, en el fondo, él sabía que así era.

No habían dado aún las once de la mañana y decidió posponer el encuentro con Martinson. En el mejor de los casos, su ánimo se calmaría y su juicio mejoraría si dejaba pasar unas horas. Iría, en primer lugar, a visitar a la familia Hökberg. Al mismo tiempo, recordó algo que había echado en el olvido y que estaba en cierto modo relacionado con su última visita a los Hökberg. De modo que aparcó el coche ante el videoclub que había encontrado cerrado el domingo anterior y donde, en esta ocasión, logró alquilar la película de Al Pacino que deseaba ver. Hecho esto, prosiguió rumbo a la casa de los Hökberg, aparcó y, justo cuando se disponía a llamar al timbre, se abrió la puerta de la calle.

—Te vi llegar —aclaró Erik Hökberg—. También te vi antes, hace una hora más o menos, pero no entraste en el jardín.

—Es cierto. Sucedió algo inesperado que tuve que solucionar.

Entraron en la casa. No se oía el menor ruido.

—En realidad, yo quería hablar con tu mujer.

—Está arriba, descansando. O llorando. Tal vez ambas cosas.

Wallander se percató de que Erik Hökberg presentaba un aspecto de profundo agotamiento, la piel sin brillo y los ojos enrojecidos.

—El chico ha vuelto a ir a la escuela. Creo que es lo mejor para él.

—Seguimos sin saber quién asesinó a Sonja —admitió Wallander—. Pero tenemos esperanzas fundadas de poder atraparlo.

—¿Sabes? Yo pensaba que me oponía a la pena de muerte —aseguró Erik Hökberg—. Pero ahora…, no estoy tan seguro. Me has de prometer que no tendré a mano al que lo hizo. Te aseguro que no sé cómo respondería.

Wallander se mostró comprensivo con aquellas palabras y el hombre desapareció escaleras arriba. El inspector paseaba por la sala de estar mientras aguardaba. El silencio era como una losa. Transcurrieron quince minutos hasta que volvió a oír pasos en la escalera, pero era Erik Hökberg, que venía solo.

—Está agotada, pero bajará en un momento —explicó.

—Siento no poder retrasar esta entrevista —se disculpó Wallander.

—Sí, los dos somos conscientes de ello.

Esperaron en silencio hasta que, de repente, ella apareció, descalza y vestida de negro. Comparada con el marido, era menuda. Wallander le estrechó la mano y le presentó sus condolencias. Ella fue a sentarse con paso vacilante. Al inspector le recordó vagamente a Anette Fredman[20]. No en vano, también ella había perdido a un hijo y, al observarla, el inspector se preguntó cuántas veces no se había visto él en una situación similar: la de tener que hacer preguntas que reavivarían una dolorosa herida.

Aunque en realidad aquella situación era peor que otras, no sólo por el hecho de que Sonja Hökberg estuviese muerta, sino porque, además, se veía obligado a hacer preguntas sobre un suceso violento del que la joven parecía haber sido víctima hacía ya unos años.

Se concentró para encontrar el modo más adecuado de abrir la entrevista.

—Para que podamos atrapar al criminal que le quitó la vida a Sonja hemos de indagar en su pasado. Y hay un suceso sobre el que necesito conocer más datos. Lo más probable es que vosotros seáis los únicos que podáis dar cuenta de lo que ocurrió realmente.

Tanto Hökberg como su mujer lo observaban con atención.

—Retrocedamos unos tres años en el tiempo, digamos a 1994 o 1995 —propuso Wallander—. ¿Recordáis que le hubiese ocurrido algo anormal por aquella época?

La mujer enlutada hablaba en un susurro tan imperceptible que Wallander se vio obligado a inclinarse hacia delante para oír lo que decía.

—¿Algo como qué?

—Me refiero a si, en alguna ocasión, llegó a casa con aspecto de haber sufrido un accidente, con contusiones o algo así.

—Bueno, se fracturó un pie una vez.

—Se torció el tobillo, no hubo fractura —precisó Hökberg.

—Me refiero más bien a si apareció con contusiones en la cara o en otras partes del cuerpo —insistió Wallander.

La respuesta de Ruth Hökberg fue rauda e inesperada.

—Mi hija jamás se paseó desnuda por la casa.

—Ya, bien. Tal vez llegó conmocionada o asustada.

—Ella tenía un humor muy variable.

—Es decir, que no recordáis nada especial.

—No comprendo por qué nos haces estas preguntas.

—Tiene que hacerlas —aclaró Erik Hökberg—. Es su trabajo.

Wallander agradeció en silencio su intervención.

—No recuerdo que llegase nunca a casa llena de moratones.

Wallander comprendió que no podía seguir dando rodeos, de modo que fue derecho al grano.

—Se nos ha informado de que Sonja fue violada en aquella época, aunque nunca presentó ninguna denuncia.

La mujer dio un respingo en la silla, visiblemente sobresaltada.

—Eso no es cierto.

—¿Ella nunca le habló del tema?

—¿De que la hubiesen violado? Jamás.

De repente, la mujer, impotente, estalló en una risotada.

—¿Quién ha dicho algo semejante? Eso es falso. Una mentira y nada más.

Pese a todo, Wallander experimentó la sensación de que sí sabía alguna cosa o quizá lo había intuido cuando sucedió. Sus objeciones eran demasiado terminantes.

—Ya, el caso es que hay muchos indicios de que, efectivamente, aquella violación se produjo.

—¿Y quién lo dice? ¿Quién se atreve a mentir de ese modo sobre Sonja?

—Lo lamento, pero no puedo revelar la fuente de información.

—¿Por qué no?

Erik Hökberg lanzó la pregunta como una daga. Wallander creyó percibir cierto tono de agresividad contenida que emergió de forma repentina.

—Por razones técnicas de la investigación.

—Ya, ¿y qué significa eso?

—Que, por el momento, considero mi obligación proteger la identidad de la persona o personas que han proporcionado dicha información.

—¡Ya!, ¿y quién protege a mi hija? —gritó la mujer—. Ella está muerta. Y a ella nadie la defiende.

Wallander se dio cuenta de que la conversación se le escapaba de las manos y lamentó no haber dejado que Ann-Britt se hubiese hecho cargo del asunto. Erik Hökberg tranquilizó a su mujer, que había empezado a llorar. El inspector pensó que aquélla era una situación deplorable.

Transcurridos unos minutos, pudo retomar su interrogatorio.

—De modo que ella nunca mencionó el hecho de que la hubiesen violado.

—Jamás.

—¿Y ninguno de vosotros notó un comportamiento anormal por su parte?

—Era una joven difícil de comprender.

—¿En qué sentido?

—Era muy especial. Solía estar irritada, pero supongo que eso es normal en la adolescencia.

—¿Y lo pagaba con vosotros?

—Sobre todo con su hermano menor.

Wallander recordó la única conversación que él había mantenido con Sonja Hökberg, y cómo la joven se quejó de que su hermano siempre anduviese metiéndose en sus cosas.

—Bien, ¿qué tal si nos retrotraemos a los años 1994 y 1995? —insistió Wallander—. Sonja estuvo en Inglaterra y regresó de su estancia en aquel país. ¿No notasteis nada extraño, repentino?

Erik Hökberg se levantó de la silla con tal violencia que ésta cayó al suelo.

—Sonja llegó a casa una noche sangrando por la boca y por la nariz, Fue en febrero de 1995. Le preguntamos qué había ocurrido, pero se negó a responder. Tenía la ropa sucia y estaba conmocionada. Jamás nos contó lo sucedido. Dijo que se había caído y se había lastimado. Pero ambos comprendimos que aquello no era cierto. Y ahora sé por qué. Lo que no comprendo es por qué íbamos a mantener algo así en secreto.

La enlutada mujer lloraba de nuevo. Intentaba decir algo, pero Wallander no entendió sus palabras. Erik Hökberg le hizo señas de que lo siguiese hasta su despacho.

—No te dirá nada más.

—De todos modos, las preguntas que me quedan por hacer también puedes contestarlas tú.

—¿Sabéis quién la violó?

—No.

—Pero sospecháis de alguien, ¿no es así?

—Así es, pero no puedo darte nombres.

—¿Fue el mismo que la mató?

—De ninguna manera. Pero esto puede llevarnos a comprender lo ocurrido.

Erik Hökberg guardó silencio.

—Fue a finales de febrero —reiteró—. Un día en que todo aparecía nevado. Por la noche, la tierra estaba cubierta de un manto blanco. Y llegó a casa sangrando. A la mañana siguiente, los restos de sangre seguían plasmados en la nieve.

De repente, el hombre pareció experimentar la misma impotencia que la mujer que habían dejado llorando en la sala de estar.

—Quiero que atrapéis al que ha hecho esto. Una persona de esa calaña merece un castigo.

—Te garantizo que hacemos cuanto está en nuestra mano —aseguró Wallander—. Atraparemos al responsable, pero tenéis que ayudarnos.

—Compréndela, ha perdido a su hija —le recordó Hökberg—. ¿Cómo crees que va a sobrellevar la idea de que su niña hubiese sufrido una violación con anterioridad?

Wallander asintió.

—De modo que a finales de febrero de 1995. ¿Recuerdas algún otro detalle? ¿Sabes si tenía novio por aquel entonces?

—Nosotros nunca sabíamos en qué andaba metida.

—¿No la traían nunca en coche? ¿No la viste nunca en compañía de ningún hombre?

Hökberg le lanzó una mirada acerada.

—¿Un hombre? Acabas de hablar de un «novio», ¿no?

—Sí, eso es.

—¿Quieres decir que fue un hombre mayor quien la violó?

—No te revelaré ningún nombre, ya te lo he advertido.

Hökberg alzó las manos en señal de rechazo.

—Pues ya te he dicho cuanto sé. Creo que debería ir junto a mi esposa.

—De acuerdo. Pero antes de irme, quisiera ver de nuevo la habitación de Sonja.

—Está como la viste la primera vez. No hemos cambiado nada.

Hökberg se marchó a la sala de estar y Wallander subió la escalera. Cuando entró en el dormitorio de la joven, experimentó la misma sensación que la vez anterior. Aquélla no era la habitación que uno esperaba de una joven casi adulta. Abrió la puerta del armario y allí estaba el póster, El abogado del diablo. «Pero ¿quién será el diablo?», se preguntó el inspector. Tynnes Falk se adoraba a sí mismo como a un dios. Y Sonja Hökberg tenía una fotografía del diablo en el interior de su armario, pero Wallander jamás había oído hablar de la existencia de sectas satánicas en Ystad.

Volvió a cerrar el armario. No había nada más que inspeccionar allí. Estaba ya a punto de irse cuando un muchacho apareció en el umbral de la puerta.

—¿Qué haces tú aquí? —inquirió el chico.

Wallander se presentó y el muchacho lo miró displicente.

—Pues si eres policía, ya podrías pillar al tipo que mató a mi hermana.

—Sí, estamos en ello —afirmó Wallander.

El joven no se inmutó y el inspector no podía determinar si estaba asustado o a la expectativa.

—Tú eres Emil, ¿no es así?

El chico no respondió.

—Querías mucho a tu hermana, ¿no?

—A veces.

—¡Vaya! ¿Sólo a veces?

—¿No te parece suficiente? ¿Tiene uno que querer a las personas siempre?

—No, no es necesario.

Wallander sonrió, pero el muchacho no correspondió.

—Yo sé de una vez en que seguro que pensaste que la querías mucho —comentó Wallander.

—¿Ah, sí? ¿Cuándo?

—Hace unos años, una noche en que llegó a casa sangrando.

El muchacho dio un respingo.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Soy policía —le recordó Wallander—. Es mi deber saber cosas. ¿Te contó ella alguna vez qué le había pasado?

—No, pero alguien le había pegado.

—¿Y tú cómo lo sabes, si no te lo contó?

—Eso es un secreto.

Wallander reflexionó mucho antes de proseguir pues sabía que si se precipitaba, el chico se cerraría al diálogo.

—Acabas de preguntar por qué no habíamos atrapado al asesino de tu hermana. Pero, para hacerlo, necesitamos ayuda. Y lo mejor que puedes hacer es explicarme cómo sabías tú que alguien la había golpeado.

—Hizo un dibujo.

—Ah, ¿es que dibujaba?

—Sí, se le daba muy bien. Pero no se lo enseñaba a nadie. Hacía los dibujos y luego los rompía. Pero yo entraba en su habitación a veces, cuando no estaba en casa.

—¿Y entonces encontraste algo?

—Sí, había dibujado lo que pasó.

—¿Te lo dijo ella?

—No, pero ¿por qué si no iba a dibujar a un tío pegándole en la cara?

—No tendrás el dibujo guardado en alguna parte, ¿verdad?

El chico no respondió sino que desapareció para volver unos minutos después con un dibujo a lápiz en la mano.

—Pero quiero que me lo devuelvas.

—Te prometo que así lo haré.

Wallander se colocó junto a la ventana para observar mejor y el dibujo provocó en él un inmediato malestar, pero constató que Sonja era, verdaderamente, muy buena con el lápiz. Así, era fácil reconocer su rostro, aunque lo que dominaba la imagen era el hombre que se alzaba ante ella, el puño contra su cara. Wallander observó el rostro del hombre persuadido de que, si estaba plasmado con la misma precisión con que Sonja se había autorretratado, no debía de resultar demasiado difícil identificarlo. Además, había algo en la muñeca derecha del hombre que llamó la atención del inspector. Al principio creyó que se trataba de una pulsera o algo similar. Pero después comprendió que era un tatuaje.

De repente, el inspector sintió que urgía desentrañar aquello.

—Hiciste bien en conservar el dibujo —le dijo al chico—. Y te prometo que te lo devolveré en perfecto estado.

El muchacho lo acompañó escaleras abajo. Wallander había doblado el dibujo con cuidado y lo llevaba guardado en el bolsillo. Desde la sala de estar, aún se oían los suspiros.

—¿Crees que mi madre estará siempre así? —preguntó el chico.

A Wallander se le hizo un nudo en la garganta.

—No, se le pasará algún día, pero le llevará tiempo.

Wallander no entró a despedirse de Hökberg y su mujer. Pasó una mano rauda por la cabeza del muchacho y se marchó, no sin antes cerrar la puerta con sigilo. El viento había arreciado y también había empezado a llover. Se marchó directamente a la comisaría, donde intentó localizar a Ann-Britt, cuyo despacho estaba vacío. El inspector intentó entonces dar con ella a través del móvil, pero la colega no respondía a las llamadas. Por fin, Irene lo informó de que la agente se había visto obligada a marcharse a casa a toda prisa, pues uno de los niños se había puesto enfermo. Wallander no se lo pensó ni un segundo. Volvió al coche y se puso en marcha hacia la casa de la calle de Rotfruktsgatan, donde sabía que vivía ella. La lluvia empezaba a caer con más intensidad y el inspector intentaba proteger el dibujo con los brazos cruzados sobre la cazadora mientras se dirigía a la puerta. Ann-Britt fue a abrir con una niña en brazos.

—No se me habría ocurrido venir a molestar… Pero es muy importante —se excusó Wallander.

—No te preocupes. Es sólo un poco de fiebre. Y mi bendita vecina no puede quedarse con ella hasta dentro de unas horas.

Wallander entró. Había pasado ya mucho tiempo desde la última vez que la visitó. Ya en la sala de estar, comprobó que las máscaras japonesas que, según recordaba, habían adornado una de las paredes habían desaparecido. Ella se dio cuenta y explicó:

—Se llevó los recuerdos de sus viajes.

—¿Sigue viviendo en la ciudad?

—No, se trasladó a Malmö.

—¿Te quedarás con la casa?

—Ya veremos si puedo pagarla.

La niña que tenía en brazos estaba medio dormida y Ann-Britt la tendió en el sofá con mucho mimo.

—Quería enseñarte un dibujo —aclaró Wallander—. Pero antes me gustaría hacerte una pregunta sobre Carl-Einar Lundberg. Ya sé que no lo has visto en persona, pero sí en fotografía. Además, has leído antiguos informes suyos, ¿no? Pues bien, ¿recuerdas si decía en alguna parte que tuviese un tatuaje en la muñeca derecha?

Ella respondió sin vacilar.

—Así es, una serpiente.

Wallander dio una palmada sobre el brazo del sofá de modo que la niña se despertó sobresaltada y rompió en un breve lloriqueo, que cesó enseguida, y se volvió a dormir. Por fin habían dado con una pista que parecía consistente. Desplegó el dibujo sobre la mesa para que lo viese su colega.

—¡Vaya! Ése es Carl-Einar Lundberg, sin lugar a dudas. Aunque nunca lo he visto en persona, lo reconozco por las fotografías. Pero ¿de dónde has sacado este dibujo? —inquirió Ann-Britt.

Wallander le habló de Emil y del hasta entonces desconocido talento de Sonja Hökberg para el dibujo.

—En fin, lo más probable es que jamás podamos llevarlo a juicio —lamentó Wallander abatido—. Pero tal vez eso no sea lo más importante en estos momentos. Sin embargo, hemos obtenido una prueba que sustenta tus sospechas. Tu hipótesis está fundamentada y ha dejado de ser provisional.

—Ya, bueno… A pesar de todo, me cuesta creer que ella quisiese matar al padre de su agresor.

—Puede haber más hechos ocultos. Pero ahora podemos presionar a Lundberg. Partiremos de la base de que materializó su venganza en el padre. Después de todo, es posible que Eva Persson haya dicho la verdad y que fuese Sonja quien golpeó y acuchilló al taxista. El que Eva Persson siga mostrándose tan fría es un misterio sobre el que tendremos que indagar más adelante.

Ambos reflexionaron sin decir palabra acerca del nuevo giro que había tomado el caso, hasta que Wallander rompió el silencio con un replanteamiento de los hechos:

—Alguien se puso nervioso ante la eventualidad de que Sonja Hökberg nos revelase algo que ella sabía. Es decir, que hay tres preguntas cuya respuesta es crucial para nosotros en estos momentos: qué era lo que sabía, de qué modo estaba ese conocimiento relacionado con la persona de Tynnes Falk y quién fue la persona que se puso nerviosa.

La niña que dormitaba en el sofá comenzó a quejarse entre sueños y Wallander se puso en pie.

—¿Has visto ya a Martinson? —inquirió Ann-Britt.

—No. Iba a verlo ahora. Y creo que seguiré tu consejo: no le diré nada por el momento.

El inspector salió de la casa presuroso.

Bajo la recia lluvia, llegó a la plaza de Runnerströms Torg.

Una vez allí, permaneció largo rato sentado en el coche, haciendo acopio de todas sus fuerzas.

Hasta que, finalmente, subió, resuelto a hablar con Martinson.