30

Wallander aparcó a la entrada del Hotel Savoy, en Malmö, cuando daban las ocho y veintisiete minutos. Había conducido demasiado rápido desde Ystad. Estuvo dando demasiadas vueltas a su vestimenta antes de salir. «A lo mejor espera que vaya vestido de uniforme», pensó. «De hecho, antes los cadetes resultaban muy populares como acompañantes». Sin embargo, él no se puso, como era de esperar, el uniforme, sino que eligió una camisa limpia, aunque arrugada, que sacó directamente del cesto de la ropa que había lavado aquel mismo día. Asimismo, dedicó demasiado tiempo a la elección de la corbata, hasta que resolvió por fin que no llevaría ninguna. Eso sí, los zapatos estaban muy sucios y exigían una intervención. El resultado de toda aquella operación fue que salió de la calle de Mariagatan demasiado tarde.

Por si fuera poco, Hanson lo había llamado en el peor momento para preguntarle por Nyberg, sin que Wallander llegase a comprender por qué era tan importante para Hanson averiguar el paradero del técnico. Sus respuestas fueron tan exiguas que Hanson le preguntó si tenía prisa, a lo que el inspector respondió afirmativamente y en tono tan confidencial que a Hanson no se le pasó por la cabeza preguntar por qué. Cuando por fin estuvo listo para salir, sonó el teléfono por segunda vez. Con la mano sobre la manivela de la puerta, consideró en un primer momento la posibilidad de no atender aquella llamada, cosa que, no obstante, hizo enseguida. Era Linda. No había mucho movimiento en el restaurante y su jefe estaba de vacaciones, de modo que, para variar, tenía tiempo y posibilidad de llamarlo para charlar un rato. Wallander se sintió tentado de contarle adonde iba. Después de todo, había sido Linda quien le había hecho aquella sugerencia que él rechazó en un principio. La muchacha notó enseguida, que su padre tenía prisa. Wallander sabía por experiencia que era casi imposible engañarla pero, aun así, adujo con tanta convicción como pudo que debía salir por cuestiones de trabajo. Acordaron que ella lo llamaría al día siguiente. Ya en el coche y con la ciudad de Ystad a sus espaldas, descubrió que el indicador del depósito de combustible se encendía. Suponía que tendría suficiente para llegar a Malmö, pero no quería correr el riesgo de quedarse a medio camino. Así pues, giró entre maldiciones hasta llegar a la gasolinera situada a las afueras de Skurup dudando ya de llegar a tiempo a la cita. De todas formas no fue capaz de explicarse por qué aquello había de ser tan importante. En cualquier caso, recordaba a la perfección el día en que Mona, al poco de conocerse, se marchó tras haber estado esperándolo diez minutos.

Pero allí estaba por fin, en Malmö. Echó una ojeada al espejo retrovisor para ver su aspecto. Estaba más delgado. Las facciones quedaban ahora mejor definidas que hacía unos años. Y la mujer que estaba a punto de conocer no sabía que cada vez se parecía más a su padre. Cerró los ojos y respiró profundamente, obligándose a desechar toda posible expectativa: no le cabía la menor duda de que ella quedaría decepcionada. Se verían en el bar, charlarían un rato y ahí acabaría la historia. Poco antes de las doce, él estaría durmiendo en su cama de la calle de Mariagatan. Y cuando despertase a la mañana siguiente, la habría olvidado por completo. Además, vería confirmada su fundada sospecha de que la persona que a él le convenía jamás se cruzaría en su camino gracias a la intervención de una de aquellas agencias.

Había llegado a tiempo a Malmö, pero se quedó sentado en el coche hasta las nueve menos veinte, hora a la que salió del vehículo, volvió a tomar aliento y cruzó la calle en dirección al bar.

Se identificaron el uno al otro sin dificultad. Ella estaba sentada junto a una mesa situada en un rincón del fondo. Aparte de algunos hombres que tomaban cerveza en la barra, no había muchos más clientes en el establecimiento. Por otro lado, ella era la única mujer sola que había en el bar. Wallander captó su mirada y ella se levantó sonriente. El inspector reparó enseguida en que era muy alta. Vestía un traje de chaqueta azul marino, la falda por encima de las rodillas. Tenía unas piernas bonitas.

—¿He acertado? —preguntó Wallander al tiempo que le tendía la mano.

—Si tú eres Kurt Wallander, yo soy Elvira.

—¿Lindfeldt?

—Así es, Elvira Lindfeldt.

Tomaron asiento, el uno frente al otro.

—Yo no fumo —advirtió ella—. Pero sí bebo.

—Igual que yo —señaló Wallander—. Sólo que ahora tengo que conducir, así que me conformo con un agua mineral con gas.

En realidad, le habría gustado tomarse una copa de vino. O varias. Pero en una ocasión, hacía ya muchos años y, por cierto, también en Malmö, bebió demasiado alcohol durante una cena. Había quedado con Mona. Ya estaban separados, pero él le rogó que volviese. Ella se negó, y cuando se marchó, él vio que había un hombre esperándola en un coche. Aquella noche, él durmió en el suyo y se puso en marcha por la mañana. Su inestable avance por la carretera se vio, no obstante, detenido por dos de sus colegas, Peters y Norén. Ellos guardaron silencio, pero su estado de embriaguez era tal que bien podrían haberlo despedido. Era aquél uno de los peores recuerdos de su vida y no sentía el menor deseo de volver a pasar por nada semejante.

El camarero acudió a la mesa y Elvira Lindfeldt apuró el resto del vino antes de pedir otra copa.

Wallander estaba preocupado ya que, desde los primeros años de la adolescencia, se había forjado la idea de que estaba más favorecido de perfil que visto de frente, motivo por el que giró la silla de modo que le ofreciese a su acompañante su mejor cara.

—¿No tienes sitio para los pies? —preguntó ella—. Si quieres puedo acercarme la mesa un poco más.

—No, no, en absoluto. Estoy bien.

«¿Y qué coño le digo ahora?», se preguntó. «¿Qué me enamoré de ella en el instante mismo en que crucé la puerta? O mejor, cuando recibí su carta…».

—¿Has hecho esto antes? —quiso saber ella.

—Jamás. De hecho, me lo pensé mucho.

—Pues yo sí —repuso ella en tono festivo—. Pero nunca dio resultado.

Wallander notó que era una mujer muy directa. A diferencia de él que, en aquel momento, se sentía más preocupado por su perfil.

—¿Y por qué no dio resultado? —inquirió el inspector.

—La persona equivocada, el sentido del humor equivocado, la actitud equivocada, las expectativas equivocadas, la formalidad equivocada, la manera de beber equivocada… Casi todo puede fallar.

—No habrás encontrado ya algún fallo en mí, ¿verdad?

—Tú pareces amable, por lo menos —aseguró ella.

—Bueno, he de admitir que no es frecuente que se me califique como el típico policía de la amable sonrisa, pero tampoco como el antipático.

Acababa de pronunciar estas palabras, cuando se acordó de la fotografía que había aparecido en el periódico. Aquella imagen ponía al descubierto al malvado policía de Ystad que se atrevía a atacar a menores indefensos. Se preguntaba si ella la habría visto.

Mas, durante las horas que compartieron aquella noche junto a aquella mesa del bar, ella no hizo ningún comentario al respecto, por lo que Wallander empezó a pensar que lo más probable era que no, que tal vez ella fuese una de esas personas que rara vez o incluso nunca leían los periódicos de la tarde. Allí estaban, pues, en animada conversación, él con su agua mineral, sediento de algo más consistente, mientras ella bebía vino. Ella le preguntó cómo era la vida de un policía y el inspector se esforzó por responder con tanta objetividad como le fue posible. Sin embargo, no se le ocultaba que, de vez en cuando, subrayaba los aspectos más duros de su trabajo, tal vez en un deseo de ganarse una comprensión justificada tan sólo parcialmente.

Por otro lado, sus preguntas estaban bien meditadas, inesperadas a veces, con lo que tuvo que esforzarse por hallar respuestas sensatas.

También ella le habló acerca de su trabajo. La compañía de transportes en la que trabajaba se encargaba, entre otras muchas cosas, de los portes de mudanzas de los misioneros suecos que se trasladaban a otros países o que volvían a casa. Poco a poco, él fue dándose cuenta de que aquella mujer tenía una gran responsabilidad dado que, además, su jefe siempre estaba de viaje. Era evidente que le gustaba su trabajo.

El tiempo pasó volando. Así, eran ya más de las once cuando Wallander se sorprendió hablando de su fracasado matrimonio con Mona y de cómo no se había percatado de lo que estaba ocurriendo hasta que no fue demasiado tarde. Y ello a pesar de que Mona se lo había advertido en numerosas ocasiones, tantas como él había prometido que todo cambiaría. Pero un buen día, aquello se acabó. Ya no había vuelta atrás, como tampoco existía la menor esperanza de un futuro común. Y allí estaba Linda, junto con una buena cantidad de recuerdos inclasificables y, en parte, tormentosos, con los que él aún no se había reconciliado por completo. Ella lo escuchaba atenta, grave, pero también alentadora.

—¿Y después? —inquirió Elvira cuando él guardó silencio—. Si no te he entendido mal, llevas ya separado muchos años, ¿no?

—Bueno, la mayor parte del tiempo mi vida ha sido bastante insulsa. Conocí a una mujer de Riga, Letonia. Se llama Baiba. Ella encarnó una esperanza y, durante unos años, creí que también ella la compartía. Pero, al final, aquello tampoco funcionó.

—¡Vaya! ¿Por qué?

—Ella no quería abandonar Riga y yo quería que viniese a vivir a Suecia. ¡Había hecho tantos planes…! Una casa en el campo, un perro, otra vida.

—Puede que fuesen demasiado, todos esos planes —comentó ella, reflexiva—. Eso siempre acaba pagándose.

Wallander experimentó la sensación de haber hablado de más, de haberse expuesto demasiado. Y quizá también a Mona y a Baiba. Pero la mujer que tenía frente a sí le inspiraba una enorme confianza.

También ella le habló de sí misma y de una vida que, en el fondo poco se diferenciaba de la de Wallander, salvo por el hecho de que, en su caso, eran dos los matrimonios fracasados, con un hijo de cada uno. Sin que ella lo mencionase abiertamente, él intuyó que su primer marido la golpeaba, tal vez no muy a menudo, pero lo suficiente como para que, al final, fuese insoportable. Su segundo marido era argentino. Elvira le refirió, de forma inteligente e irónica, cómo la pasión la había conducido en primer lugar por el buen camino para luego desviarla hacia un laberinto.

—Desapareció hace dos años —aseguró cerrando así su relato—. Me llamó desde Barcelona, donde se encontraba sin un céntimo. Le envié dinero para que, al menos, pudiese regresar a Argentina, y hace ya un año, si no más, que no he vuelto a saber de él. Y su hija pregunta por él, claro está.

—¿Qué edad tienen tus hijos?

—Alexandra tiene diecinueve y Tobias veintiuno.

A las once y media pidieron la cuenta. Wallander quería invitarla, pero ella insistió en pagar a medias.

—Mañana ya es viernes —comentó Wallander una vez en la calle.

—¿Sabes?, yo no he estado nunca en Ystad.

Wallander tenía pensado preguntarle si no podría llamarla algún día. Pero ahora, tras la charla, las cosas habían cambiado y no sabía cómo se sentía exactamente. Al parecer, ella no había detectado ninguna deficiencia inmediata en su persona y, por el momento, aquello le parecía más de lo que esperaba.

—Yo tengo coche —persistió ella—. Aunque también puedo tomar un tren. Si tienes tiempo, claro.

—Bueno, la verdad es que estoy liado con una investigación de asesinato muy complicada —aclaró él—. Pero hasta los policías necesitamos tomarnos un descanso de vez en cuando.

Ella vivía en una de las zonas residenciales de Malmö, en dirección a Jägersro, y Wallander se ofreció a llevarla en el coche. Pero Elvira Lindfeldt rechazó la oferta aduciendo que prefería caminar y tomar un taxi después.

—Yo suelo dar largos paseos —aseguró—. Detesto correr.

—Yo también —convino Wallander que, no obstante, nada dijo acerca de su diabetes.

Se dieron la mano a modo de despedida.

—Ha sido un placer conocerte —afirmó ella.

—Sí, lo mismo digo —replicó Wallander.

La vio desaparecer tras una de las esquinas del hotel, antes de encaminarse hacia su coche y partir rumbo a Ystad. Por el camino, se detuvo para buscar en la guantera una de sus cintas. Encontró una de Jussi Björling, cuya voz inundó el interior del vehículo durante el trayecto. Cuando pasó la salida hacia Stjärnsund, donde Sten Widén tenía su finca, pensó que el sentimiento de envidia que antes le inspiraba la situación de su amigo no era, ya, tan intenso.

Eran las doce y media cuando aparcó el coche. Ya en el apartamento, se sentó en el sofá embargado de una alegría que hacía años no experimentaba. La última vez, se decía, debió de ser cuando adivinó que sus sentimientos por Baiba eran correspondidos.

Al final, ya en la cama, se durmió sin detenerse a pensar en la investigación ni un segundo.

Por primera vez en mucho tiempo, aquello podía esperar.

La mañana del viernes, Wallander llegó a la comisaría desplegando una energía arrolladora. Lo primero que hizo fue retirar la vigilancia de la calle de Apelbergsgatan, aunque no así la de la plaza de Runnerströms Torg. Fue después al despacho de Martinson, que estaba vacío, al igual que el de Hanson, que tampoco había llegado. A Ann-Britt, sin embargo, sí que la vio por el pasillo. Hacía mucho tiempo que no la veía tan cansada e irritable, por lo que pensó que debería decirle algo para animarla; pero no se le ocurrió nada que pudiese sonar lo suficientemente espontáneo.

—La agenda que se supone que Sonja Hökberg llevaba en el bolso, ¿recuerdas? Pues no aparece por ninguna parte —lo informó la agente.

—Pero ¿podemos estar seguros de que tuviese una agenda?

—Eva Persson lo confirmó. Según ella, solía llevar en el bolso una agenda de color azul marino sujeta con una goma.

—Bien, en ese caso, podemos dar por supuesto que quien la mató y arrojó su bolso se llevó antes la agenda.

—Sí, es lo más probable.

—La cuestión es qué números de teléfono tendría anotados, qué nombres…

Ella se encogió de hombros. Wallander la observó con detenimiento.

—Oye, ¿estás bien?

—Tan bien como pueda estar… A menudo, estamos mucho peor de lo que merecemos —repuso ella.

Dicho esto, se fue a su despacho y cerró la puerta tras de sí. Wallander vaciló un instante. Pero, finalmente, se acercó, tocó a su puerta y entró al oír su respuesta.

—Tenemos algún otro tema pendiente —aseguró él.

—Lo sé. Lo siento.

—¿Por qué? Como tú bien has dicho, suele irnos peor de lo que merecemos.

Wallander tomó asiento. Reinaba allí, como de costumbre, un perfecto orden.

—Tenemos que aclarar lo de la violación —le advirtió Wallander—. Además, aún no he hablado con la madre de Sonja Hökberg.

—Es una mujer algo complicada —observó Ann-Britt—. Claro que siente la muerte de su hija, pero, al mismo tiempo, tengo la sensación de que le tenía miedo.

—¿Por qué crees eso?

—No sé, es sólo una impresión. No puedo explicártelo.

—¿Y su hermano Erik?

—Emil, no Erik. Parece tener un carácter sólido pero está muy afectado.

—Ya. Bueno, yo tengo una reunión con Viktorsson a las ocho y media —prosiguió Wallander—. Y luego había pensado ir a ver a la familia Hökberg. Supongo que la madre habrá vuelto ya de Höör, ¿no?

—Sí, están organizando el funeral. ¡Todo esto es tan desagradable!

Wallander se puso en pie.

—Si necesitas hablar…, no tienes más que decirlo, ¿vale?

Ella negó con un gesto.

—No, gracias. Ahora no.

Ya en la puerta, el inspector se dio media vuelta y añadió:

—¿Tienes idea de lo que sucederá con Eva Persson?

—No, no lo sé.

—Aunque, al final, Sonja Hökberg aparezca como culpable, la vida de esa chica quedará marcada y destrozada para siempre.

Ann-Britt pareció dudar.

—No sé hasta qué punto… Eva Persson parece pertenecer a esa clase de personas a las que todo les resbala. Y la verdad, no me explico cómo puede haber personas así.

Wallander consideró su observación en silencio. Tal vez llegase a comprender más tarde lo que ahora escapaba a su entendimiento…

—Por cierto ¿has visto a Martinson?

—Si, lo vi esta mañana, cuando llegué.

—Pues no estaba en su despacho.

—Ya, iba al despacho de Lisa.

—¿Sí? ¡Pero si ella no suele venir tan temprano!

—Por lo visto, tenían una reunión.

Algo en su tono de voz dejó a Wallander en suspenso. Ella lo observó vacilante y, al final, le hizo señas de que entrase de nuevo y cerrase la puerta.

—¿Qué clase de reunión?

—De verdad que a veces me sorprendes —confesó ella—. A ti no se te escapa nada, todo lo ves y lo oyes. Y eres un buen policía que sabe motivar a sus colegas. Y, sin embargo, al mismo tiempo parece que no te das cuenta de nada.

Wallander notó que se le hacía un nudo en el estómago. Pero no hizo ningún comentario, sino que aguardó a que ella continuase.

—Tú siempre hablas bien de Martinson y él sabe seguir tu ejemplo. Además, trabajáis muy bien juntos.

—Sí, me preocupa que se harte y presente la dimisión.

—No lo hará.

—Pues es lo que siempre me dice a mí. Y, como ya sabes, es muy buen policía.

Ella lo miró fijamente a los ojos.

—Yo no debería decirte esto, pero lo haré de todos modos: creo que confías demasiado en él.

—¿Qué quieres decir?

—Ni más ni menos, que se mueve a tus espaldas. ¿Qué crees que está haciendo en el despacho de Lisa? Están hablando de que tal vez haya llegado el momento de introducir ciertos cambios en esta casa; unos cambios que te afectarán a ti y que prepararán el camino para Martinson.

A Wallander le costaba creer lo que acababa de oír.

—¿Y cómo, exactamente, se mueve Martinson a mis espaldas?

Ella arrojó airada el abrecartas sobre la mesa.

—Si he de ser sincera, a mí me ha llevado bastante tiempo descubrirlo. Pero ahora sé que Martinson es un intrigante, es avieso y muy habilidoso. Y se dedica a quejarse ante Lisa de lo mal que estás llevando esta investigación.

—¿Pero, qué dice, que no me ocupo del caso?

—No, tan directo no es. Simplemente, va por ahí dando a entender que está ligeramente insatisfecho, aduciendo que la dirección es débil, las prioridades ilógicas… Además, fue y le contó a Lisa que querías utilizar los servicios de Robert Modin.

Wallander estaba atónito.

—De verdad, simplemente, no doy crédito a lo que me dices.

—Pues deberías hacerlo. Aunque espero que tengas presente que todo lo que te he revelado es confidencial.

Wallander asintió. El estómago le dolía ahora con más intensidad.

—Sencillamente, creí que debías saberlo —remató ella.

Wallander la observaba.

—¿Y tú no piensas como él?

—En ese caso, ya te habrías enterado. Te lo habría dicho personalmente y no a tus espaldas.

—¿Qué me dices de Hanson y Nyberg?

—No, esto es sólo cosa de Martinson. Nadie más. Va a la caza y captura del trono…

—¡Pero si no para de jurar y perjurar que no sabe si aguantará como policía!

—Ya lo sé, pero tú siempre dices que hay que ver más allá de las apariencias y buscar el fondo. Y lo único que tú mismo has visto de Martinson es la superficie. Yo veo más allá. Y no me gusta lo que veo, te lo aseguro.

Wallander se sentía paralizado. La alegría que experimentó aquella mañana al despertar se había esfumado y, poco a poco, una oleada de furia venía a sustituirla.

—Pues voy a ir a por él. Iré a buscarlo ahora mismo.

—Eso no sería muy sensato.

—¿Y cómo quieres que siga trabajando con una persona de esa calaña?

—No lo sé. Pero creo que no es el momento idóneo. Si te enfrentas a él ahora, le proporcionarás aún más argumentos en tu contra; dirá que estás desequilibrado, que la bofetada que le propinaste a Eva Persson no fue un accidente casual.

—Ya. Supongo que estarás enterada de que Lisa pretende suspenderme como responsable de esta investigación, ¿no?

—No ha sido idea de Lisa —declaró ella con amargura—. Sino de Martinson.

—¿Y tú cómo sabes todo eso?

—Martinson tiene un punto débil —confesó ella—. Y es que confía en mí. Él cree que yo comparto sus opiniones, por más que no me canso de decirle que deje de chismorrear a tus espaldas.

Wallander se puso en pie para marcharse.

—Espera un poco antes de hablar con él —insistió ella—. Lo que sí puedes hacer es utilizar la ventaja que te he dado al contártelo cuando llegue el momento.

Wallander comprendió que su colega tenía razón.

A continuación, se fue derecho a su despacho. Su indignación tenía un tinte de tristeza. En efecto, habría podido creer aquello de cualquier otro, pero no de Martinson. De él, jamás.

El teléfono interrumpió sus pensamientos. Era Viktorsson, que se preguntaba dónde se había metido. Wallander se dirigió a las dependencias de la fiscalía, temeroso de toparse con Martinson en el pasillo, aunque lo más probable era que el colega estuviese ya con Robert Modin en la plaza de Runnerströms Torg.

El encuentro con Viktorsson fue breve. Wallander se obligó a apartar todo pensamiento sobre lo que Ann-Britt acababa de revelarle y le ofreció al fiscal una escueta pero detallada síntesis de la investigación: en qué punto se encontraban, qué directrices les parecía más importante seguir… Viktorsson le hizo un par de preguntas, pero en general no tenía ninguna observación que hacerle.

—Si no te he interpretado mal, parece que no hay ningún sospechoso claro, ¿es correcto?

—Exacto.

—¿Qué crees que podéis encontrar en el ordenador de Falk?

—No lo sé, pero todo parece indicar que de allí sacaremos algo parecido a un móvil.

—¿Crees que Falk cometió algún tipo de delito?

—No, que nosotros sepamos.

Viktorsson se rascó la frente reflexivo.

—Pero ¿vosotros sabéis lo suficiente de estas cosas? ¿No crees que deberíamos pedir apoyo a los expertos de la brigada de Estocolmo?

—Ya tenemos el apoyo de un experto de esta zona, pero hemos decidido que también informaremos a Estocolmo.

—Hazlo cuanto antes. De lo contrario, nos van a hacer la vida imposible, ya sabes. Por cierto, ¿quién es ese experto local?

—Se llama Robert Modin.

—¿Y sabe de lo suyo?

—Más que la mayoría.

Wallander pensó que acababa de cometer un grave error, que debería haberle dicho a Viktorsson la verdad acerca de Robert Modin y que había sido condenado por un delito de piratería informática. Pero ya era demasiado tarde. Había optado por proteger la investigación en lugar de protegerse a sí mismo. Con ello había dado el primer paso hacia una vía que podía conducirlo directamente a su ruina profesional. Si no había ya motivos suficientes para que lo suspendiesen del servicio, en aquel momento acababa de agenciarse otro motivo para ello. Y Martinson, se decía, contaría con un argumento más, si es le faltaba alguno, para destruirlo.

—Doy por sentado que estarás al corriente de la investigación interna que se está llevando a cabo por aquella desagradable historia en la sala de interrogatorios —dijo Viktorsson de improviso—. Han presentado tanto una denuncia a la comisión de Justicia como una demanda en el juzgado.

—La fotografía no da cuenta fiel del contexto —precisó Wallander—. Yo estaba protegiendo a la madre, cualquiera que sea ahora su versión.

Viktorsson no replicó.

«¿Habrá alguien que crea en mis palabras, aparte de yo mismo?», se preguntó.

El inspector salió de la comisaría cuando habían dado ya las nueve. Fue directamente a la casa de la familia Hökberg, sin antes llamar siquiera para advertir de su llegada. Lo único que le importaba era dejar atrás aquellos pasillos en los que corría el riesgo de toparse con Martinson. Tarde o temprano, aquello sucedería, pero todavía le parecía demasiado pronto; aún no se creía capaz de controlarse.

Acababa de salir del coche cuando su móvil empezó a sonar. Era Siv Eriksson.

—Espero no molestar —dijo, a modo de disculpa.

—No, en absoluto.

—Te llamo porque necesito hablar contigo.

—Pues ahora estoy algo ocupado.

—Es algo que no puede esperar.

Wallander notó entonces que la mujer estaba muy alterada. Presionó el auricular contra la oreja y le dio la espalda al viento para oír mejor.

—¿Ha ocurrido algo?

—No quisiera hablar de ello por teléfono. Prefiero que vengas aquí.

Wallander sintió que hablaba en serio y le prometió que acudiría enseguida. La conversación con la madre de Sonja Hökberg tendría que esperar. Regresó al centro y aparcó el coche en la calle de Lurendrejargränd. Un viento racheado procedente del este había empezado a soplar inclemente, enfriando el aire. Wallander pulsó el botón del portero de la entrada y la puerta se abrió. Ella lo aguardaba y él comprobó enseguida que estaba asustada. Ya en la sala de estar, la mujer encendió un cigarrillo con mano temblorosa.

—Pero ¿qué ha pasado? —quiso saber Wallander.

Le llevó unos instantes encender el cigarrillo, dio una honda calada y lo apagó enseguida.

—Mi madre es una mujer de edad —comenzó—. Vive en Simrishamn, adonde acudí a visitarla ayer. Como se me hizo tarde, me quedé a pasar la noche. Cuando regresé esta mañana, vi lo que había sucedido.

En este punto, interrumpió su relato y se levantó nerviosa del sofá. Wallander la siguió al despacho, donde ella le señaló el ordenador.

—Me senté ante el aparato para empezar a trabajar, pero, cuando lo encendí, no pasó nada. Al principio creí que el cable del monitor estaba suelto, pero después comprendí… —afirmó al tiempo que señalaba la pantalla.

—La verdad, no estoy seguro de haberte entendido —confesó Wallander.

—Alguien ha vaciado el ordenador de todo su contenido. El disco duro está vacío. Más aún…

Se dirigió entonces al armario donde guardaba los documentos y abrió las puertas.

—Todos mis disquetes han desaparecido. No han dejado nada. Además, tenía otro disco duro, que tampoco está.

Wallander echó una ojeada a su alrededor.

—Es decir, que esta noche se ha cometido un robo en tu casa, ¿no es eso?

—Sí, pero ¡si no hay rastro de nada! Y, además, ¿quién sabía que iba a estar fuera esta noche, precisamente?

Wallander reflexionó un instante.

—¿No te habrías dejado abierta alguna ventana? ¿No había rasguños en la puerta?

—No, ya he mirado.

—¿Y no hay nadie más que tenga llave?

La mujer se demoró en responder.

—Bueno, sí y no —simplificó—. En realidad, Tynnes tenía unas llaves de reserva.

—¿Y eso por qué?

—Por si sucedía algo, no sé. Por si yo estaba fuera y necesitaba algún material… Pero nunca las usó.

Wallander asintió consciente de la causa de su agitación. En efecto, alguien había entrado en su apartamento abriendo la puerta con la llave. Y la única persona que tenía llave estaba muerta.

—¿Sabes dónde las guardaba?

—Cuando se las di, dijo que las guardaría en el apartamento de la calle de Apelbergsgatan.

Wallander asintió de nuevo ante el recuerdo del hombre que le disparó para luego desaparecer sin dejar rastro.

Ahora ya podía responder a la pregunta de qué era lo que buscaba aquel hombre en el apartamento.

Ni más ni menos que las llaves del apartamento de Siv Eriksson.