3

Cuando Wallander entró en su despacho, había empezado a dolerle la cabeza, de modo que se puso a revolver en los cajones en busca de algún analgésico. Según pudo oír desde el interior, Hanson atravesaba el pasillo silbando una cancioncilla. En el fondo del cajón inferior encontró por fin una caja arrugada de pastillas. Se dirigió entonces al comedor en busca de un vaso de agua y una taza de café. Algunos de los agentes más jóvenes, los nuevos que habían llegado a Ystad durante los últimos años, conversaban animadamente en torno a una mesa acerca de sus años en la Escuela Superior de Policía. Wallander les hizo un gesto de asentimiento a modo de saludo antes de regresar al despacho para quedar allí ocioso, mirando fijamente el vaso de agua en el que las dos pastillas efervescentes se deshacían en abundantes burbujas.

Pensaba en Anette Fredman e intentaba imaginar cómo se las arreglaría en el futuro aquel pequeño que, en el suelo del apartamento de Rosengård, se afanaba en su mudo juego como queriendo ocultarse a los ojos del mundo, marcado por el recuerdo de un padre y dos hermanos muertos.

El inspector apuró el vaso y le pareció que el dolor empezaba a remitir de inmediato. Sobre el escritorio ante el que se hallaba había un archivador que Martinson le había dejado con el rótulo de «Jodidamente urgente» garabateado sobre una etiqueta de color rojo. Wallander conocía el contenido del archivador, pues habían hablado de ello antes del fin de semana. Se trataba de un suceso acontecido la noche del martes de la semana anterior, cuando él se encontraba en Hässleholm. En efecto, había acudido allí por orden de Lisa Holgersson, con objeto de asistir al seminario en el que la Dirección General de la Policía presentaría las nuevas directrices para la coordinación del control y la vigilancia de una serie de bandas de moteros; Wallander le había rogado que lo eximiese de tal cometido, pero Lisa Holgersson no cedió un ápice: nadie más que él seguiría aquel seminario. Una de las bandas había adquirido una gran finca situada a las afueras de Ystad, de modo que era de esperar que les causasen problemas en un futuro próximo.

Wallander tomó la resignada determinación de volver a adoptar su papel de policía, de modo que abrió el archivador y leyó el contenido para constatar que Martinson había redactado un informe claro y completo de lo ocurrido. Se retrepó en la silla dispuesto a reflexionar sobre el contenido de su lectura.

Dos jovencitas, una de diecinueve años y la otra de poco más de catorce, habían pedido un taxi desde uno de los restaurantes de la ciudad la noche del martes, a eso de las diez. Pidieron al taxista que las condujese hasta Rydsgård. Una de las chicas ocupaba el asiento del acompañante y ya a la salida de Ystad, le pidió al taxista que se detuviese, pues deseaba cambiarse al asiento trasero. El taxista detuvo el vehículo en el arcén pero, entretanto, la chica que iba sentada en el asiento posterior había sacado un martillo con el que lo golpeó en la cabeza al tiempo que la primera le clavaba en el pecho un cuchillo que había sacado del bolso. Hecho esto, tomaron el dinero y el móvil del taxista y abandonaron el coche. Pese a las heridas, el taxista, que respondía al nombre de Johan Lundberg y tenía poco más de sesenta años, logró dar la alarma. El hombre había trabajado en aquel oficio durante toda su vida adulta y pudo ofrecer una descripción bastante precisa de las dos muchachas. Martinson, que acudió a la llamada del agredido, no tuvo la menor dificultad en averiguar los nombres de las dos atacantes, preguntando a los clientes del restaurante. Ambas fueron detenidas en sus respectivos hogares y, mientras la mayor de ellas fue arrestada y sometida a prisión preventiva, la más joven quedó retenida y a disposición policial, en razón de la gravedad del delito. Johan Lundberg, por su parte, estaba consciente cuando ingresó en el hospital. No obstante, su estado empeoró de forma repentina, había perdido la conciencia y los médicos no estaban seguros de cuál sería su evolución. A decir de Martinson, las dos adolescentes habían aducido «penuria económica» como móvil de su agresión.

Wallander hizo un gesto de extrañeza. Jamás había oído nada semejante. Dos jóvenes, casi dos niñas, que se mostraban capaces de tal violencia incontrolada… Según las anotaciones de Martinson, la menor de ellas iba al instituto y sus calificaciones eran sobresalientes. La mayor, a la que tenían bajo arresto, había trabajado como recepcionista de un hotel y como niñera en Londres, y pretendía comenzar en breve sus estudios en lenguas extranjeras. Ninguna de las dos tenía antecedentes ni en los registros de la policía ni en los de las autoridades de Asuntos Sociales.

«No me lo explico», admitió Wallander derrotado. «Ese desprecio absoluto por la vida humana… Podrían haber matado al taxista. Quizás incluso lo hayan hecho, si el hombre acaba por fallecer en el hospital. ¡Dos niñas! Si hubieran sido niños, tal vez me habría resultado más comprensible, aunque no hubiese sido más que por tradición».

Unos golpecitos en la puerta interrumpieron el hilo de su discurrir. Era Ann-Britt Höglund, con la palidez y expresión de cansancio habituales en ella. Wallander pensó en la transformación que la colega había sufrido desde su llegada a Ystad. Había sido una de las mejores alumnas de su promoción en la Escuela Superior de Policía y, cuando la destinaron a Ystad, se presentó llena de energía y ambiciones. Aquella voluntad pervivía, pero, pese a todo, había cambiado. De hecho, en opinión de Wallander, su palidez emanaba del interior.

—¿Ocupado? —inquirió Ann-Britt Höglund.

—No.

Tomó asiento, con mucho cuidado, en la desvencijada silla que Wallander tenía para las visitas. Éste le señaló el archivador abierto.

—¿Qué te parece esto? —inquirió.

—¿Las niñas del taxi?

—Sí.

—Pues he estado hablando con la que está en prisión preventiva, Sonja Hökberg. Una chica despabilada y dispuesta. Responde con claridad y precisión a todas las preguntas y no parece arrepentida en absoluto. La otra está en manos del Ministerio de Asuntos Sociales desde ayer.

—Pero ¿tú lo comprendes?

Ann-Britt Höglund permaneció un buen rato en silencio, antes de pronunciarse.

—Bueno, sí y no. A estas alturas, ya sabemos que la violencia no respeta fronteras de edad.

—Tú dirás lo que quieras, pero yo no puedo recordar que nos hayamos tenido que enfrentar antes al hecho de que dos adolescentes hayan atacado a nadie con un martillo y un cuchillo. ¿Estaban bajo los efectos del alcohol?

—No. La cuestión es quizá si debe sorprendernos; si no deberíamos haber previsto que, más tarde o más temprano, estas cosas terminarían por suceder.

Wallander se inclinó hacia delante apoyado sobre la mesa.

—A ver, eso tendrás que explicármelo.

—Pues no sé si podré.

—Inténtalo.

—No sé…, las mujeres ya no son necesarias en el mercado laboral. Eso es agua pasada.

—Ya, pero eso no explica que dos muchachas echen mano de un martillo y un cuchillo para atacar a un taxista.

—Es decir que, si buscamos otra razón, la hallaremos. Ni tú ni yo creemos en la maldad innata.

Wallander asintió con la cabeza.

—Bueno, yo lo intento, aunque a veces me cueste.

—Yo creo que basta con echar un vistazo a las revistas que suelen leer las chicas de esas edades. Lo que vuelve a estar de moda es estar guapo, buscarse un novio y realizarse a través de sus sueños.

—Ah, pero ¿eso no ha sido siempre así?

—¡Claro que no! Tu propia hija es un ejemplo de ello. ¿Acaso no tiene ella sus ideas particulares acerca de lo que quiere hacer en la vida?

Wallander sabía que su compañera estaba en lo cierto. Aun así, siguió negando con la cabeza.

—Continúo sin comprender por qué atacaron a Lundberg.

—Pues deberías. Cuando estas chicas empiezan a ver con claridad que no sólo son superfluas en la sociedad, sino además rechazadas, reaccionan exactamente igual que los chicos y recurren, entre otras vías, a la de la violencia.

Wallander permanecía en silencio, pues comenzaba a comprender a qué se refería Ann-Britt Höglund.

—No creo que pueda explicarlo mejor —se excusó ella—. Yo creo que deberías hablar con ella tú mismo.

—Sí, Martinson opina de igual forma.

—Bien, en realidad, venía por algo muy distinto. Necesito tu ayuda.

Wallander aguardó a que continuase.

—Verás, me comprometí a dar una conferencia en una asociación de mujeres de Ystad el jueves por la noche. Pero no voy a poder. Me resulta imposible concentrarme con tanto lío.

Wallander sabía que estaba pasando por una difícil separación. Los viajes de su marido no tenían fin, pues trabajaba en un buque como montador de bombas de agua que instalaba por todo el planeta, con lo que los trámites se prolongaban más de lo deseado. De hecho, hacía ya un año que ella le había confesado a Wallander su decisión de poner fin a su matrimonio.

—¡Oh, vamos! Díselo a Martinson. Ya sabes que yo no sirvo para dar conferencias.

—¡Si no será más de media hora! —insistió ella—. Has de hablar sobre la profesión de policía. Habrá unas treinta mujeres. Las conquistarás a todas.

Wallander negó con determinación.

—A Martinson le encantará hacerlo. Además, él se ha dedicado a la política y está acostumbrado a hablar en público.

—Ya le he preguntado, pero no puede.

—Y Lisa Holgersson, ¿se lo has pedido a ella?

—Claro. Y tampoco le es posible. Así que sólo quedas tú.

—¿Y qué ocurre con Hanson?

—Empezaría a hablar de caballos enseguida, de modo que no me vale.

Wallander comprendió que no le quedaba más remedio que aceptar, pues se sentía obligado a ayudarla.

—¿Y qué asociación de mujeres es ésa?

—Es una especie de grupo de tertulia literaria que ha llegado a convertirse en una asociación de mujeres. Hace más de diez años que se reúnen.

—Ya, y lo único que tengo que hacer es contarles cómo es el trabajo de policía, ¿no es eso?

—Exacto. Sólo eso. Claro que es posible que deseen hacerte alguna pregunta después.

—Pues no quiero hacerlo. Pero lo haré, puesto que me lo has pedido.

Ella pareció aliviada mientras dejaba una nota sobre el escritorio.

—Aquí tienes el nombre y la dirección de la persona de contacto.

Wallander tomó el papel, donde figuraba la dirección de un edificio del centro de la ciudad, no muy lejos de la calle de Mariagatan. Ann-Britt Höglund se puso en pie.

—No te pagarán, pero te invitarán a café y galletas.

—Yo no como galletas.

—En cualquier caso, es algo totalmente acorde con los deseos del director general de la policía: que nuestras relaciones con los ciudadanos sean óptimas y que no cejemos en el empeño de buscar nuevas vías a través de las que informar de nuestro trabajo.

Wallander pensó que debería preguntarle cómo se encontraba; pero no lo hizo, convencido de que si necesitaba hablar de sus problemas, ella misma tomaría la iniciativa.

Ya en el umbral, la colega se volvió.

—¿No decías que ibas a asistir al funeral de Stefan Fredman?

—Sí, acabo de regresar de allí. Y ha sido tan espantoso como quepa imaginar.

—¿Cómo se encontraba la madre? Ya no recuerdo cómo se llamaba.

—Sí, Anette. Pues no parece que exista un límite para las pruebas que ha de soportar en la vida, pero creo que, pese a todo, logrará cuidar bien al hijo que le queda. Al menos, hará cuanto esté en su mano.

—Ya veremos.

—¿Qué quieres decir?

—¿Cómo se llama el niño?

—Jens.

—Pues ya veremos si un tal Jens Fredman no comienza a figurar en nuestros informes policiales dentro de diez años.

Wallander asintió, consciente de que cabía esa posibilidad.

Ann-Britt Hoglund abandonó el despacho. El café se había enfriado, de modo que Wallander fue a buscar otro. Los agentes jóvenes se habían marchado. El inspector recorrió el pasillo hasta llegar al despacho de Martinson. Halló la puerta abierta de par en par, pero el despacho estaba vacío, por lo que volvió al suyo. Ya no le dolía la cabeza. Unas urracas graznaban posadas cerca del depósito de agua y él intentó en vano contarlas desde la ventana.

En ese momento sonó el teléfono, que atendió sin tomar asiento. Llamaban de la librería para comunicarle que ya habían recibido el libro que había encargado. Wallander no recordaba haber encargado ningún libro, pero guardó silencio al respecto y aseguró que iría a recogerlo al día siguiente.

Una vez que hubo colgado el auricular, se acordó de que lo había encargado para regalárselo a Linda. Era un libro francés acerca de la restauración de muebles antiguos. Wallander había leído la reseña en una revista que había en la sala de espera de su médico. Como aún confiaba en que, pese a sus aventuradas escapadas a otras orientaciones profesionales, Linda mantendría su interés por la restauración de muebles antiguos, pidió el libro, olvidándose después del asunto. Apartó la taza de café y decidió que llamaría a Linda aquella misma noche, pues no había hablado con ella desde hacía varias semanas.

Martinson entró en la habitación, apresurado como de costumbre y sin llamar a la puerta. Con los años, Wallander había adquirido el convencimiento de que Martinson era un buen policía. Su única debilidad consistía en que, en realidad, él quería dedicarse a otra cosa. En varias ocasiones a lo largo de los últimos años había sopesado en serio la posibilidad de dejar el Cuerpo. En especial tras aquel suceso en que su hija resultó atacada en el patio del colegio por el simple hecho de tener un padre policía. Ni más ni menos. Pero aquello había bastado. Aquella vez, Wallander logró convencerlo para que continuase. Martinson era un hombre tenaz y podía sorprender con cierto grado de genialidad, pero la tenacidad se tornaba fácilmente en impaciencia y la genialidad resultaba infructuosa debido a que, de vez en cuando, no trabajaba a fondo desde el principio.

Martinson se apoyó contra el marco de la puerta.

—He estado intentando llamarte —se quejó—, pero tenías el teléfono desconectado.

—Sí, lo apagué cuando entré en la iglesia y olvidé conectarlo de nuevo al salir.

—¿En el funeral de Stefan?

Wallander repitió lo que ya le había referido a Ann-Britt Höglund: que había sido una experiencia sobrecogedora.

Martinson señaló con un gesto el archivador que aparecía abierto sobre el escritorio.

—Sí, ya lo he leído. Y no acabo de explicarme qué pudo mover a esas dos chicas a emprenderla a martillazos y cuchilladas.

—Pues ahí lo dice; por dinero.

—Pero ¿esa violencia? Por cierto, ¿qué tal está él?

—¿Quién, Lundberg?

—¿Quién si no?

—Sigue inconsciente. Han asegurado que llamarán si se produce algún cambio. Puede que se salve, pero también puede suceder que muera.

—¿Tú entiendes todo esto?

Martinson tomó asiento.

—No —confesó—. No lo comprendo. Ni siquiera sé si quiero comprenderlo.

—Pues es nuestro deber, si queremos seguir siendo policías.

Martinson clavó en Wallander una mirada elocuente.

—Ya sabes que he considerado la posibilidad de dejarlo en varias ocasiones. La última vez lograste convencerme de que me quedase. Pero la próxima, no sé si podrás. Al menos, no te será tan fácil.

Martinson podía muy bien tener razón, y aquello preocupaba a Wallander, pues no quería perderlo como colega. Como tampoco deseaba que llegase un día en que también Ann-Britt Höglund manifestase su deseo de abandonar la profesión.

—Tal vez debamos hablar con la chica —sugirió Wallander—. Con Sonja Hökberg.

—Sí, pero hay algo más que deberías ver antes.

Wallander, que ya se había puesto en pie, volvió a sentarse, atento a los documentos que Martinson le presentaba.

—Quería que leyeses este informe. Ocurrió anoche. Yo tomé nota de la alarma y no hallé motivo para despertarte.

—¿Qué ocurrió?

Martinson se rascó la frente.

—Pues, hacia la una de la madrugada, un guarda nocturno dio aviso de que un hombre yacía muerto junto al cajero automático del centro comercial.

—¿Qué centro comercial?

—El que aloja la oficina de la Agencia Tributaria.

Wallander asintió.

—Acudimos allí y, ciertamente, hallamos a un hombre tendido de bruces sobre el asfalto. Según el médico, no llevaba muerto mucho tiempo, un par de horas como máximo. Como es natural, tendremos los datos precisos dentro de unos días.

—¿Qué había sucedido?

—Ésa es precisamente la cuestión. Tenía una buena herida en la cabeza, pero no pudimos establecer a primera vista si lo habían golpeado o si aquélla se había producido como consecuencia de la caída.

—¿Le habían robado?

—No, conservaba la cartera, con el dinero.

Wallander reflexionaba.

—¿No hubo testigos?

—No.

—¿Quién era?

Martinson hojeó sus papeles.

—Se llamaba Tynnes Falk, cuarenta y siete años. Vivía muy cerca, en la calle de Apelbergsgatan, número diez. En un apartamento de alquiler situado en el último piso del edificio.

Wallander interrumpió a Martinson alzando la mano.

—¿Has dicho Apelbergsgatan diez?

—Así es.

Wallander asintió despacio. Recordaba que, hacía unos años, justo después de su separación de Mona, conoció a una mujer en un baile al que había acudido en el hotel de Saltsjöbaden. Wallander estaba muy ebrio y la acompañó a su casa a altas horas de la noche. A la mañana siguiente, despertó en cama ajena junto a una mujer a la que, ya sobrio, apenas si era capaz de reconocer y de la que ignoraba hasta el nombre. Se vistió, pues, a toda prisa, salió de allí y no volvió a verla jamás. Sin embargo, por algún motivo que se le ocultaba, estaba seguro de que vivía en la calle de Apelbergsgatan, número diez.

—¿Pasa algo con esa dirección? —quiso saber Martinson.

—En absoluto. Es sólo que no te había entendido bien.

Martinson lo observó lleno de asombro.

—¡Vaya! No sabía que fuese tan poco claro al hablar.

—Bueno, continúa.

—Bien, al parecer vivía solo. Estaba separado. Su ex mujer sigue viviendo en la ciudad, pero los hijos están repartidos por el mundo. El hijo, de diecinueve años, estudia en Estocolmo. La hija, que tiene diecisiete, trabaja como monitora infantil en una embajada, en París. Ni que decir tiene que la mujer ya está avisada de la muerte de su ex marido.

—¿A qué se dedicaba?

—Por lo visto, tenía una empresa unipersonal de consultoría informática.

—¿Y dices que no le habían robado?

—No. Pero sacó un comprobante con los últimos movimientos de su cuenta justo antes de morir. Aún lo llevaba en la mano cuando lo encontramos.

—Es decir, que no había sacado dinero.

—No, según el comprobante.

—Claro, de lo contrario habríamos podido suponer que alguien, que había estado observándolo, lo atacó cuando hubo terminado la operación.

—Sí, yo ya había pensado en esa posibilidad, pero la última vez que solicitó una retirada de efectivo, y se trató de una cantidad pequeña, fue el sábado pasado.

Martinson le tendió a Wallander una bolsa de plástico que contenía el papel salpicado de sangre. Wallander comprobó que el cajero había registrado la consulta a las doce de la noche y dos minutos y le devolvió la bolsa a Martinson.

—¿Qué opina Nyberg?

—Que no hay nada, salvo la herida de la cabeza, que indique que se haya cometido ningún delito. Lo más probable es que haya muerto al sufrir un infarto.

—Cabe la posibilidad de que él esperase que hubiese más dinero del que había —aventuró Wallander meditabundo.

—¿Por qué?

El propio Wallander ignoraba por qué había propuesto tal hipótesis, de modo que se levantó de nuevo, antes de añadir:

—En fin, aguardaremos a ver qué dicen los médicos. Partiremos de la base de que no se ha cometido delito alguno. Y lo archivaremos con los demás casos.

Martinson reunió sus papeles.

—Voy a llamar al abogado asignado a Hökberg. En cuanto sepa cuándo puede venir, te avisaré para que vayas a hablar con ella.

—Bueno, no es que esté deseándolo… —aseguró Wallander—. Pero no me queda otro remedio.

Martinson abandonó el despacho y Wallander fue a los servicios feliz ante la idea de que, por fortuna, la época en que su nivel de glucemia lo obligaba a ir a orinar constantemente pertenecía ya al pasado.

La hora siguiente la dedicó a continuar trabajando con el abominable material acerca del contrabando de cigarrillos. En su subconsciente, la promesa que había hecho a Ann-Britt Höglund lo atormentaba sin cesar.

A las cuatro y dos minutos, recibió una llamada de Martinson, que le comunicaba que Sonja Hökberg y su abogado estaban dispuestos.

—¿Quién es el abogado? —quiso saber Wallander.

—Herman Lötberg.

Wallander lo conocía y sabía que era un hombre maduro con el que resultaba fácil colaborar.

—Estaré ahí dentro de cinco minutos —prometió antes de colgar.

Volvió a colocarse junto la ventana. Las urracas habían volado y el viento soplaba ahora con más intensidad. Le vino a la mente la imagen de Anette Fredman; la del niño jugando en el suelo; el temor que reflejaba su mirada. Hizo un leve gesto con la cabeza para desechar aquella visión e intentó concentrarse en las preguntas que le haría a Sonja Hökberg. Según constaba en el informe de Martinson, era ella la que ocupaba el asiento trasero y la que había golpeado a Lundberg en la cabeza con un martillo. Varias veces, no una sola. Como si hubiese sido víctima de un ataque de cólera incontrolada.

Wallander buscó hasta encontrar un bloc y un bolígrafo. Ya en el pasillo, cayó en la cuenta de que no llevaba las gafas, de modo que volvió por ellas al despacho. Estaba listo.

«En el fondo, sólo hay una pregunta», resolvió mientras se dirigía a la sala de interrogatorios. «Sí, sólo una cuya respuesta es importante obtener.

»¿Por qué lo hicieron?

»Eso de que buscaban dinero no es suficiente.

»Debe de existir otra respuesta, una cuya explicación se halla en un abismo más profundo».