Wallander se quedó en casa hasta cerca de las diez de la mañana del jueves. Se despertó temprano tras haber disfrutado de un sueño reparador. Era tal la satisfacción que experimentaba por haber dormido sin interrupciones durante toda una noche, que enseguida sintió un punto de cargo de conciencia ante el convencimiento de que, en lugar de descansar, debería haber estado trabajando. Tendría que haberse levantado a las cinco de la mañana, se decía, y haber invertido las primeras horas matinales en hacer algo útil. Él solía preguntarse de dónde procedía esta inclinación por el trabajo. Su madre había sido siempre ama de casa y jamás le oyó una queja por no tener una vida laboral fuera del hogar. O, al menos, él no lo recordaba.
En cuanto a su padre, tampoco había abordado jamás ninguna empresa que lo llevase a transgredir el límite que él mismo se había propuesto como deseable. En las contadas ocasiones en que había recibido encargos de mayor envergadura, solía mostrarse irritado ante la idea de no poder pintar a su propio ritmo. Después, cuando alguno de aquellos señores trajeados llegaba para retirar el pedido, todo volvía de inmediato al cadencioso compás habitual. Cierto que solía acudir a su taller muy temprano cada mañana, y que allí permanecía hasta bien entrada la noche, sin compartir con el resto de la familia más que las pausas para las comidas. Pero Wallander, que gustaba de mirar a hurtadillas por la ventana, había descubierto en más de una ocasión que su padre no siempre se hallaba trabajando ante el caballete. Antes al contrario y según él mismo había comprobado, pasaba más de un rato tendido sobre un sucio colchón, entregado bien al sueño, bien a la lectura. Incluso lo había visto sentado ante la desvencijada mesa de su lugar de trabajo, haciendo solitarios. De modo que al inspector no le resultaba fácil identificarse con ninguno de sus progenitores por lo que a su actitud ante el trabajo se refería. En el físico, sin embargo, se parecía cada vez más a su padre, por más que su energía interior se componía, sin duda, de una serie de furias malévolas siempre insatisfechas.
Hacia las ocho de la mañana, llamó a la comisaría, donde sólo pudo contactar con Hanson. Dedujo que los demás miembros del grupo de investigación estaban ocupados en llevar a término sus respectivos cometidos, por lo que decidió que la reunión matinal bien podía aplazarse hasta el mediodía. Bajó a la lavandería de su edificio y comprobó, sorprendido, que estaba vacía y que nadie se había inscrito para las próximas horas, así que anotó allí su nombre rápidamente y volvió al apartamento para recoger la primera tanda de ropa sucia.
Cuando, tras haber puesto en marcha la lavadora, subió de nuevo a buscar más ropa, encontró que había una carta en el suelo del vestíbulo. El sobre no llevaba remite y el nombre y la dirección de Wallander estaban escritos a mano. La dejó sobre la mesa de la cocina en la creencia de que sería alguna invitación o algún colegial interesado en cartearse con un policía. De hecho, no era insólito que le dejasen correspondencia directa, sin mediación del servicio de Correos. Tendió las sábanas a secar en el balcón y comprobó que las temperaturas habían vuelto a bajar, aunque aún no había escarcha por las mañanas. Soplaba una leve brisa y una capa de nubes pendía sobre el cielo de la ciudad. Así pues, no se decidió a abrir la carta hasta algo más tarde, cuando se sentó a tomar la segunda taza de café de la mañana. Entonces descubrió que, dentro del sobre, había otro sobre cerrado y más pequeño, éste sin el nombre del destinatario. Lo abrió para leerlo. Al principio no comprendió nada, pero al final cayó en la cuenta de que, efectivamente, acababa de recibir una respuesta al anuncio que había enviado al periódico para la agencia de contactos Datamötet. Dejó la carta a un lado, dio unas cuantas vueltas alrededor de la mesa y volvió a leer la misiva.
La mujer que le escribía se llamaba Elvira Lindfeldt, pero a él se le ocurrió que la llamaría Elvira Madigan[19]. Su corresponsal no había incluido en el sobre ninguna fotografía, pero el inspector decidió imaginar que sería sin duda muy hermosa. Tenía una letra derecha y clara, sin torceduras ni garabatos. Según decía, el periódico le había hecho llegar a ella el anuncio que él había enviado para Datamötet. Y ella lo había leído, le había resultado interesante y había contestado enseguida. Además, le hacía saber que tenía treinta y nueve años, también estaba separada y residía en Malmö. Trabajaba en una compañía de transportes llamada Heinemann & Nagel y concluía el mensaje con su número de teléfono, con la esperanza, según confesaba, de que no tardarían en verse. Wallander se sentía como un lobo hambriento que, por fin, daba alcance a una presa. Lo invadía un acuciante deseo de llamarla de inmediato, pero se contuvo y, en cambio, optó por desechar la carta, persuadido de que el encuentro estaba abocado al más estrepitoso fracaso pues, según sospechaba, ella quedaría decepcionada al verlo tras habérselo imaginado distinto a como en realidad era.
Por si fuera poco, no tenía tiempo, inmerso como estaba en una de las investigaciones de asesinato más complejas de cuantas había tenido a su cargo. Dio unos cuantos paseos más en torno a la mesa para llegar finalmente a la certeza de lo absurdo que había sido enviar aquel anuncio a la agencia Datamötet. Tomó la carta, la hizo trizas y la arrojó a la basura. Hecho esto, se dispuso a procesar todas las hipótesis que había diseñado la noche anterior, tras la llamada de Ann-Britt. Antes de salir camino de la comisaría, bajó a recoger la colada y a poner otra lavadora. Lo primero que hizo al llegar al trabajo fue dejarse una nota donde se recordaba a sí mismo que tenía que sacar la ropa de la lavadora y de la secadora a las doce, a más tardar. En el pasillo, se cruzó con Nyberg, que llevaba una bolsa de plástico en la mano.
—Hoy obtendremos algunos resultados definitivos —anunció el técnico—. Entre otras cosas, hemos estado comprobando un montón de huellas dactilares por si aparecen en varios escenarios de forma recurrente.
—¿Qué fue lo que pasó exactamente en la sala de máquinas del transbordador?
—No puedo decir que envidie al forense. El cuerpo estaba tan aplastado que no creo que quedase un solo hueso entero. Ya lo viste tú mismo.
—Sonja Hökberg estaba muerta o inconsciente cuando la dejaron en la estación de transformadores —le recordó Wallander—. La cuestión es si no ocurriría otro tanto con Jonas Landahl. Si es que era él.
—Sí, sí, era él —confirmó raudo Nyberg.
—O sea, que se ha comprobado.
—Exacto. Al parecer, fue posible identificarlo por un lunar de lo más curioso que tenía en el tobillo.
—¿Quién se ocupó de que identificaran el cadáver?
—Creo que fue Ann-Britt. Al menos, fue ella quien me lo comunicó.
—Entonces, no cabe la menor duda de que era él, ¿no?
—Así lo interpreté yo. Por lo visto, también habían logrado dar con los padres.
—Bien, una incógnita menos —se alegró Wallander—. Primero Sonja Hökberg y luego su novio.
Nyberg pareció sorprendido.
—¿¡Cómo!? Yo pensaba que sospechabais que fue él quien la asesinó. En tal caso, su muerte debería interpretarse como un suicidio, ¿no? Por más que sea una forma insensata de quitarse la vida.
—Ya, bueno… Puede haber más opciones —señaló Wallander—. Pero lo importante por ahora es que sepamos con certeza que era él.
El inspector se encaminó a su despacho. Acababa de quitarse la cazadora y empezaba ya a lamentar el haber roto la carta de Elvira Lindfeldt cuando sonó el teléfono. Lisa Holgersson quería verlo lo antes posible. Embargado de un sinfín de malos presentimientos, se dirigió al despacho de la comisaria jefe. En condiciones normales, le gustaba hablar con ella, pero, desde que la comisaría le había mostrado su desconfianza manifiesta hacía poco más de una semana, él procuraba evitar encontrarse con ella, convencido de que no podrían invocar el buen tono que solía existir entre ambos. Lisa estaba sentada tras su escritorio y lucía una sonrisa imperceptible y algo forzada que en nada recordaba a aquella otra tan sincera y habitual en ella. Wallander tomó asiento preparado, gracias a su enojo, a responder a los ataques, cualquiera que fuera su naturaleza.
—Bien, iré derecha al grano —comenzó ella—. La investigación interna iniciada a propósito de lo sucedido entre Eva Persson, su madre y tú está ya en marcha.
—¿A cargo de quién?
—De un hombre de Hässleholm.
—¿Un hombre de Hässleholm? Suena como el título de una serie de televisión.
—Es agente de la brigada judicial. Además, se ha presentado una denuncia contra ti y, por cierto, contra mí también, ante la comisión de Justicia.
—Pero tú no le diste ninguna bofetada a la chica, ¿no?
—No, pero soy responsable de lo que sucede aquí.
—¿Quién ha presentado la denuncia?
—El abogado de Eva Persson. Un tal Klas Harrysson.
—Bien, bueno es saberlo —aseguró Wallander al tiempo que se ponía en pie. Estaba terriblemente irritado y no tenía la menor intención de permitir que se disipase la energía con que había comenzado aquella mañana.
—Aún no he terminado.
—Ya, es que tenemos una investigación muy complicada de la que hacernos cargo…
—Estuve hablando con Hanson esta mañana. Y estoy al corriente de lo que está pasando.
«¡Vaya, Hanson no me comentó nada de eso cuando hablé con él por teléfono!», exclamó para sí, de nuevo presa de la desagradable sensación de que sus colegas actuaban a sus espaldas o, al menos, no le contaban toda la verdad.
Wallander se dejó caer pesadamente sobre la silla.
—Ésta es una situación difícil —puntualizó ella.
—Bueno, en realidad, no tanto —la interrumpió Wallander—. Lo que sucedió en aquella sala entre Eva Persson, su madre y yo fue exactamente lo que yo dije desde el principio. Yo no he modificado ni una sola palabra de mi declaración y debe de notarse que ni transpiro ni me inquieto ni me indigno siquiera al hablar de ello. Lo único que me altera es que no me creas.
—¿Y qué quieres que haga?
—Sólo quiero que me creas.
—Pero tanto la muchacha como su madre sostienen otra versión de los hechos. Y ellas son dos.
—Podrían haber sido mil. Tú tendrías que haber dado crédito a mis palabras, no a las suyas. Además, ellas tienen motivos para mentir.
—Tantos como tú.
—¿Yo? ¿Por qué habría de mentir yo?
—Si la golpeaste sin razón.
En este punto, Wallander se levantó por segunda vez, con más vehemencia en esta ocasión.
—Me ahorraré los comentarios sobre lo que acabas de decir. Pero has de saber que lo interpreto como una clara ofensa.
Ella hizo amago de protestar, pero él volvió a interrumpirla.
—¿Alguna otra cosa que decir?
—Pues sí, sigo sin haber terminado.
Wallander permaneció en pie en esta ocasión. La tensión y la aspereza se respiraban en el ambiente. Pero él no tenía intención de ceder un ápice. Lo único que deseaba era salir de allí cuanto antes.
—Verás, resulta que la gravedad de la situación es tal que debo adoptar una medida muy concreta —explicó Lisa Holgersson—. Mientras la investigación interna esté en curso, quedarás suspendido de tus funciones.
Wallander escuchó sus palabras y las comprendió a la perfección. De hecho, tanto el ya fallecido Svedberg como Hanson habían quedado temporalmente suspendidos del servicio en sendas ocasiones mientras se desarrollaban las investigaciones internas correspondientes a supuestos delitos de agresión cometidos por ellos. Wallander recordaba haber estado convencido de que las acusaciones eran falsas en el caso de Hanson. En cuanto a Svedberg, tuvo sus dudas… Sin embargo, en ninguno de los dos casos estuvo de acuerdo con Björk, entonces comisario jefe, sobre la conveniencia de impedir que los dos colegas continuasen con su trabajo, pues consideraba que no era de su competencia el declararlos culpables antes de que la investigación interna hubiese concluido.
De repente, la ira abandonó su espíritu y le embargó la calma más absoluta.
—Puedes hacer lo que quieras —declaró—. Pero si me suspendes del servicio, presento mi dimisión en el acto.
—Eso suena como una amenaza.
—Me importa dos cojones cómo lo interpretes, pero te aseguro que lo haré. Y no retiraré esa dimisión cuando lleguéis a la conclusión de que eran ellas las que mentían y yo quien decía la verdad.
—Piensa que la fotografía es una circunstancia en tu contra.
—Ya, bueno. Yo creo que en lugar de escuchar a Eva Persson y a su madre, el hombre de Hässleholm y tú deberíais investigar si el individuo que tomó la fotografía no estaba haciendo algo ilegal cuando se paseaba por nuestros pasillos.
—Me gustaría que te mostrases más colaborador en lugar de amenazar con despedirte.
—He sido policía durante muchos años —replicó Wallander—. Y sé lo suficiente de esta profesión como para asegurar que no es en absoluto necesario adoptar esa medida de que hablas. Lo que ocurre es que alguien de las altas esferas se ha puesto nervioso por una fotografía que apareció en un periódico vespertino, de modo que hay que sentar un claro precedente. Y tú has optado por no oponerte.
—Estás totalmente equivocado —protestó ella.
—Sabes tan bien como yo que no. ¿Cuándo habías pensado suspenderme del servicio? ¿Ahora mismo? ¿Cuándo salga del despacho?
—El hombre de Hässleholm trabajará tan aprisa como pueda. Y yo había pensado retrasarlo, dada la complejidad de la investigación de asesinato en que nos hallamos inmersos.
—Ya. Y eso, ¿por qué? Pon a Martinson al frente. Él lo hará de maravilla.
—Yo pensaba dejar las cosas como están esta semana.
—No —rechazó Wallander terminante—. Nada es como debe ser. O me suspendes ahora mismo, o no me suspendes en absoluto.
—Te aseguro que no acabo de comprender por qué me amenazas. Yo creía que tú y yo manteníamos una relación cordial.
—Sí, yo también lo creía. Pero parece que estaba equivocado.
Tras un breve silencio, añadió:
—Estoy esperando. ¿Estoy o no suspendido?
—No, no lo estás. Al menos, todavía no.
Wallander salió al pasillo y notó que estaba empapado en sudor. Volvió a su despacho, cerró la puerta y echó la llave. Y entonces dio rienda suelta a su indignación. Tanto daba si redactaba su renuncia allí mismo, recogía sus cosas y abandonaba la comisaría para siempre. La reunión del grupo de investigación fijada para aquella tarde tendría que celebrarse sin su participación. Nunca más volvería a asistir a ninguna.
No obstante, había algo en su interior que lo obligaba a oponer resistencia. En efecto, si se marchaba, todos lo interpretarían como prueba evidente de su culpabilidad. Y poco importaría después cuál fuese el resultado de la investigación interna. Siempre lo considerarían culpable.
Una resolución fue, poco a poco, tomando cuerpo en su mente. Por ahora, se quedaría en su puesto. Pero informaría a sus colegas en la reunión de la tarde. Lo más importante era, pese a todo, que se había opuesto a Lisa Holgersson. Y no pensaba doblegarse, ni amilanarse ni pedir clemencia.
Una suerte de paz interior empezó a colmarlo despacio. Abrió la puerta de par en par en un gesto ostensivo y continuó con su trabajo. A las doce del mediodía, se marchó a casa, sacó la ropa de la lavadora y metió las camisas en la secadora. Acto seguido, subió al apartamento, donde recuperó de la basura los restos de la carta que había destrozado, sin saber muy bien por qué. Al menos, Elvira Lindfeldt no era policía.
Almorzó en el restaurante de István mientras charlaba con uno de los contados amigos de su padre que aún seguían con vida, un comerciante de pinturas jubilado que había provisto al artista de cuantos lienzos, pinceles y pinturas había necesitado para su labor artística. Poco después de la una, salió del restaurante y regresó a la comisaría.
Atravesó las puertas de cristal presa de cierta tensión. Lisa Holgersson podría haber mudado de parecer, irritada, tal vez, por su actitud, y podría haber resuelto suspenderlo del servicio con efecto inmediato. La cuestión era, en tal caso, cómo debía reaccionar él. En el fondo, la sola idea de presentar su dimisión le parecía aterradora. No osaba imaginar cómo se desarrollaría su existencia a partir de aquel momento. Sin embargo, una vez en su despacho, comprobó que lo único que tenía sobre la mesa eran unos avisos de llamadas que podían esperar. Lisa Holgersson no había preguntado por él. Wallander respiró aliviado, al menos de momento, y llamó a Martinson, que seguía en el apartamento de la plaza de Runnerströms Torg.
—Esto va lento, pero seguro —afirmó Martinson—. Ha conseguido descifrar otros dos códigos.
Wallander oyó el crujir de unos papeles antes de que la voz de Martinson regresase al auricular:
—Uno nos ha conducido a lo que parece ser un agente de Bolsa de Seúl y el otro a una compañía inglesa llamada Lonrho. Llamé al grupo de delincuencia económica de Estocolmo y hablé con un compañero que, según dicen, lo sabe casi todo sobre empresas extranjeras. Me dijo que Lonrho tiene su sede en África y que realizó no pocas operaciones ilegales en Rodesia del Sur durante el periodo de las sanciones.
—Ya, pero, todo eso ¿adónde nos lleva? —inquirió Wallander interrumpiendo su exposición—. Un agente de Bolsa en Corea y esa otra empresa, comoquiera que se llame ¿qué significa todo eso?
—Sí, es una buena pregunta. Pero según Robert Modin aquí hay unas ochenta ramificaciones en la red, como mínimo. Quizá debamos aguardar un poco más para poder encontrar algo que las una a todas.
—Sí, pero imagina que estás pensando en voz alta, ¿qué dirías entonces?
Martinson resopló.
—Dinero. Eso es lo que yo veo.
—¿Y qué más?
—¿No te parece bastante? El Banco Mundial, los agentes de Bolsa coreanos y las compañías inglesas con sede en África tienen, a mi entender, ese denominador común: el dinero.
Wallander se mostró de acuerdo.
—Sí, quién sabe, quizás el papel protagonista de esta representación lo tenga el cajero automático ante el que murió Falk.
Martinson lanzó una risotada y Wallander concluyó la conversación no sin antes proponerle que se viesen a las tres.
Una vez que hubo colgado el auricular, el inspector siguió sentado, meditabundo… Pensaba en Elvira Lindfeldt e intentaba imaginarse cuál seria su aspecto. Pero era la imagen de Baiba la que acudía a su memoria. Y la de Mona. Incluso le pareció atisbar en sus figuraciones el rostro de otra mujer, aquélla a la que había conocido en un café a las afueras de Västervik.
Hanson apareció entonces en el umbral de la puerta, y truncó de este modo sus evocaciones. Wallander se sobresaltó, como si su mente hubiera sido transparente y sus pensamientos evidentes.
—Las llaves están controladas —irrumpió el colega. Wallander lo miró inquisitivo, pero no hizo comentario alguno, pues intuía que debería saber de qué llaves le hablaba.
—He recibido un informe de Sydkraft según el cual todos los empleados que estaban en posesión de un juego de llaves de acceso a la estación de transformadores pudieron dar cuenta de ellas.
—¡Estupendo! —exclamó Wallander—. Cuantos más puntos podamos borrar de la lista, más se simplifica todo.
—Lo que no he conseguido es dar con ninguna furgoneta Mercedes —se lamentó Hanson.
Wallander se balanceaba sentado en la silla.
—Creo que, por el momento, puedes dejarlo. Aunque nos veremos en la necesidad de identificarla tarde o temprano, ahora hay asuntos más urgentes.
Hanson asintió y trazó una línea en su bloc de notas, Wallander lo informó de que celebrarían la reunión a las tres y el agente se marchó.
De este modo se disiparon las evocaciones de Elvira Lindfeldt. Se inclinó sobre sus papeles al tiempo que reflexionaba acerca de lo que Martinson le había contado. En ese momento, sonó el teléfono. Era Viktorsson, que deseaba saber cómo iba la investigación.
—Creía que Hanson te mantenía constantemente informado.
—Así es, pero tú eres el responsable de las pesquisas, ¿no?
El comentario de Viktorsson lo llenó de asombro. En efecto, él creía que las palabras de Lisa Holgersson eran producto de un acuerdo entre ella y Viktorsson. Pero ahora tenía la sensación de que el fiscal no estaba fingiendo y de que, en verdad, consideraba a Wallander el jefe de los trabajos de investigación. Y aquella sensación le inspiró una disposición favorable hacia Viktorsson.
—Iré a verte mañana por la mañana.
—A las ocho y media no tengo ningún compromiso.
Wallander tomó nota de la hora.
—Pero adelántame algo, ¿cómo va todo en estos momentos?
—Va despacio —declaró Wallander.
—¿Qué sabemos de lo sucedido ayer en el transbordador?
—Sabemos que el fallecido era Jonas Landahl. Además, hemos logrado establecer una conexión entre él y Sonja Hökberg.
—Según Hanson, parecía probable que Landahl hubiese asesinado a Hökberg, pero no supo motivar la sospecha.
—Ya te lo explicaré mañana —adujo Wallander esquivo.
—Eso espero. Tengo la impresión de que andáis dando palos de ciego.
—¿Quieres cambiar nuestras directrices?
—No, pero sí quiero un informe exhaustivo.
Concluida la conversación, el inspector dedicó media hora más a preparar la reunión. A las tres menos veinte, fue al comedor a hacerse con un café, pero la máquina estaba estropeada, lo que provocó en él una reflexión sobre lo que Erik Hökberg había dicho acerca de la vulnerabilidad de la sociedad en que vivían. Y aquello, a su vez, le sugirió otra idea, así que decidió que llamaría a Hökberg antes de que comenzase la reunión. Regresó a su despacho, aún con la taza vacía en la mano. Hökberg respondió enseguida a su llamada y Wallander le ofreció un prudente resumen de lo acontecido desde la última vez que estuvieron en contacto, antes de preguntarle si había oído hablar de Jonas Landahl. Pero Hökberg le dio un rotundo no por respuesta que sorprendió al inspector.
—¿Estás completamente seguro?
—Con ese nombre tan poco habitual… Lo recordaría si lo hubiera oído con anterioridad. ¿Fue él quien mató a Sonja?
—Aún no lo sabemos. Pero se conocían. Incluso creemos, por los datos de que disponemos, que mantuvieron una relación.
Wallander consideró la posibilidad de comentarle lo de las violaciones, pero no le pareció el momento más oportuno, pues prefería no tratar aquel asunto por teléfono. Así pues, pasó a formular la pregunta que había motivado su llamada:
—El día que estuve en tu casa, me hablaste de todos los negocios que puedes hacer desde tu ordenador, y me dio la impresión de que, en realidad, no hay límites.
—Si uno puede conectarse a las grandes bases de datos del mundo, siempre está en el centro, muy cerca del núcleo, sin importar dónde resida.
—Lo que significa que puedes hacer negocios con un agente de Bolsa de Seúl, por ejemplo, si se te ocurre.
—Así es, en principio.
—Ya. ¿Y qué es lo que hay que saber para hacer tal cosa?
—En primer lugar, necesito su dirección de correo electrónico. Después, nuestras credenciales deben estar normalizadas, de modo que ellos puedan identificarme a mí y yo a ellos. Pero, por lo demás no hay ningún impedimento. Al menos no desde el punto de vista técnico.
—¿A qué te refieres?
—Pues que, como es natural, cada país cuenta con una legislación que regula el comercio de acciones. Y es preciso conocerla, a menos que uno pretenda dedicarse a hacer negocios fuera de la ley.
—Ya, pero, puesto que suele haber mucho dinero en juego, me imagino que la seguridad será extrema.
—Lo es.
—¿Y a ti te parece que sea imposible romper los sistemas de seguridad?
—No creo que yo sea la persona adecuada para responder a esa pregunta, la verdad. Mis conocimientos son muy limitados. Pero tú, que eres policía, deberías saber que uno puede hacer cualquier cosa, si lo desea con la fuerza suficiente. Como se suele decir, si alguien desea de verdad asesinar al presidente de Estados Unidos, lo consigue. Oye, ¿por qué me haces todas estas preguntas?
—Bueno, parecías muy al corriente cuando hablamos la última vez.
—De un modo muy superficial. El mundo de la electrónica es tan complicado y avanza a tal velocidad que tengo serias dudas de que haya nadie que de verdad comprenda lo que sucede. Y mucho menos que lo controle.
Wallander prometió volver a llamarlo más tarde, o a la mañana siguiente, y colgó antes de encaminarse a la sala de reuniones. Hanson y Nyberg ya estaban allí, enfrascados en una acalorada conversación en torno a aquella máquina de café que no paraba de estropearse. Wallander los saludó con un gesto y tomó asiento. Ann-Britt y Martinson acudieron al mismo tiempo, mientras Wallander sopesaba la alternativa de si comenzaría o, por el contrario, finalizaría la reunión revelándoles el contenido de su conversación con Lisa Holgersson. Al final, decidió que aguardaría. A pesar de todo, se hallaba allí rodeado de un grupo de colegas que trabajaban duramente para sacar adelante una compleja investigación de asesinato, por lo que no quería abatirlos más de lo estrictamente necesario.
Abrieron la reunión con un repaso a los sucesos acaecidos en torno a la muerte de Jonas Landahl. Los testimonios con los que contaban eran escasos en extremo. Nadie parecía haber visto nada. Ni los movimientos de Jonas Landahl en el interior de la embarcación ni cómo llegó a la sala de máquinas. Ann-Britt aportó un informe elaborado por el policía que había hecho el viaje a Polonia en el transbordador, y, al parecer, una camarera creyó reconocer a Landahl en la foto que el agente le mostró y declaró no sin cierta reserva que el joven había entrado en la cafetería tan pronto como abrieron las puertas y había pedido un bocadillo. Y eso era todo.
—¡Vaya! Esto es de lo más extraño —exclamó Wallander—. Nadie lo vio, ni a la hora de pagar el pasaje ni a bordo del barco, en cubierta. Y nadie lo vio entrar en la sala de máquinas. A mí no me parece lógico ese vacío de información.
—Es imposible que estuviese solo —intervino Ann-Britt—. Antes de venir estuve hablando con uno de los maquinistas para asegurarme. Según aquel hombre, es imposible que Landahl quedase atrapado bajo el eje de la hélice por voluntad propia.
—En ese caso, alguien lo obligó —remató Wallander—. Lo que significa que hay, como mínimo, otro implicado, y puesto que no parece verosímil que ninguno de los empleados de la sala de máquinas sea culpable, ha de tratarse de otra persona. Alguien a quien nadie vio ni llegar en compañía de Landahl ni abandonar el barco. Lo que a su vez nos conduce a extraer otra conclusión: Landahl acudió al lugar por voluntad propia. Nadie lo obligó, pues, en tal caso, alguien lo habría notado. Por otra parte, habría sido imposible hacer bajar a Landahl por las angostas escalas en contra de su voluntad.
Durante otras dos horas estuvieron argumentando cada punto de la investigación. Cuando Wallander expuso sus hipótesis fruto, a su vez, de las reflexiones de Ann-Britt, la discusión alcanzó a ratos cotas de acaloramiento significativas. No obstante, nadie podía negar que la pista que tal vez los condujese a Carl-Einar Lundberg y, de ahí, hasta su padre pudiese abrirles nuevas vías. Pese a que apenas contaba con argumentos sólidos a favor de su tesis, Wallander insistió en que la clave de todo lo ocurrido era la persona de Tynnes Falk. Él tenía el convencimiento de estar en lo cierto. A las seis de la tarde consideró que ya era suficiente. El cansancio había empezado a dejarse notar y las pausas para despejarse se producían cada vez con más frecuencia. De modo que el inspector decidió que no haría mención alguna de su conversación con Lisa Holgersson. Simplemente, no le quedaban fuerzas.
Martinson se marchó a la plaza de Runnerströms Torg, donde Robert Modin seguía trabajando en solitario. Según Hanson, habría que proponer a la Dirección General de la Policía que condecorasen a ese joven con algún tipo de medalla. O, al menos, que le abonasen unos honorarios de consultoría. Nyberg se quedó sentado en la silla, entre bostezos. Wallander observó que aún tenía grasa en los dedos. El inspector permaneció unos minutos en el pasillo, en compañía de Ann-Britt y Hanson, con quienes repasó lo que debían hacer en las próximas horas antes de repartirse los diversos cometidos. Hecho esto, Wallander fue a su despacho y se aseguró de cerrar bien la puerta.
Permaneció largo rato sentado, contemplando el teléfono sin alcanzar a comprender el porqué de su extrema indecisión. Finalmente, levantó el auricular y marcó un número de Malmö: el de Elvira Lindfeldt.
Tras el séptimo tono de llamada, alguien respondió:
—Lindfeldt.
Wallander colgó enseguida. Lanzó una maldición y aguardó unos minutos antes de volver a marcar. En esta ocasión, la mujer respondió de inmediato, con una voz que le agradó desde el primer momento.
Wallander se presentó y empezaron a conversar sobre cosas cotidianas. Al parecer, el viento soplaba más fuerte en Malmö que en Ystad. Elvira Lindfeldt se quejaba de que gran parte de sus compañeros de trabajo estuviesen resfriados. Wallander convino con ella en que el otoño era una época del año muy molesta. Él acababa de recuperarse de un resfriado.
—Sería estupendo que nos viésemos un día de éstos —propuso ella.
—Bueno, en el fondo, yo no tengo mucha fe en esto de las agencias de contactos —confesó Wallander arrepintiéndose de inmediato de sus palabras.
—Bueno, es una forma tan buena como cualquier otra —precisó ella—. Uno debe ser adulto, con todas sus consecuencias.
Entonces, la mujer añadió algo que dejó a Wallander estupefacto.
En efecto, le preguntó qué pensaba hacer aquella noche, y si no podían quedar en Malmö.
«No, no puedo», se dijo Wallander. «Tengo demasiadas cosas que hacer y esto va demasiado deprisa».
Wallander aceptó.
Acordaron que se verían a las ocho y media en el bar del Hotel Savoy.
—Nada de flores de identificación —bromeó ella antes de concluir la conversación—. Estoy segura de que nos reconoceremos sin problemas el uno al otro.
Wallander se preguntaba atemorizado en qué se habría embarcado con aquella cita. Pero no dejaba de sentir la excitación.
Eran ya las seis y media y debía darse prisa.