Cuando Wallander llegó a la plaza de Runnerströms Torg y cerró el coche, debió echar una ojeada a su alrededor. De haberlo hecho, habría tenido ocasión de entrever la silueta que, veloz, se esfumó adentrándose en las sombras hacia el final de la calle. Por otro lado, habría comprendido que no se trataba simplemente de que hubiese alguien que los tuviese sometidos a vigilancia constante, sino que, además, esa persona sabía en todo momento dónde se hallaban, qué hacían y casi hasta qué pensaban. Los coches que no cesaban de patrullar la calle de Apelbergsgatan y la plaza de Runnerströms Torg en modo alguno podían evitar que alguien se ocultase en la negrura.
Pero Wallander no miró en torno suyo sino que, simplemente, cerró el coche y se apresuró a cruzar la calle para alcanzar el edificio en el que, a decir de Martinson, estaban produciéndose en el ordenador una serie de acontecimientos dignos de admiración. Cuando entró en la habitación, comprobó que tanto Robert Modin como Martinson, en tensa concentración, miraban con fijeza la pantalla. Ante su sorpresa, observó que Martinson se había llevado algo que parecía una silla plegable de las que se usan en los safaris. Asimismo, había ahora dos ordenadores más en la sala. Modin y Martinson musitaban señalando aquí y allá en la pantalla. Wallander experimentó la sensación de estar accediendo a una sala en la que se desarrollaba una operación electrónica de gran complejidad…, o una especie de ritual religioso, que le trajo a la memoria el altar que Falk se había dedicado a sí mismo.
La pantalla tenía ahora un aspecto diferente. En efecto, nada quedaba ya de la incontrolada sucesión de cifras que, en las ocasiones anteriores, había visto pasar a velocidad de vértigo para luego desaparecer en un espacio desconocido, y aunque seguían siendo números lo que los dos expertos observaban, aquellos aparecían ahora estáticos. Robert Modin no tenía ya puestos los auriculares y sus dedos describían un curioso itinerario entre los tres teclados. Sus manos se movían con rapidez inusitada, como si se tratase de un virtuoso que interpretase una pieza sobre tres instrumentos a la vez. El inspector aguardaba paciente. Martinson sostenía en la mano un bloc de notas y, de vez en cuando, Modin le pedía que escribiese algo. Era éste quien, sin lugar a dudas, dominaba aquella situación. Diez minutos más tarde, parecieron advertir por fin la presencia de Wallander y cesó el traqueteo de los teclados.
—¿Qué pasa? —inquirió el inspector—. ¿Por qué tenéis varios ordenadores?
—Si uno no puede escalar la montaña, tendrá que rodearla —sentenció Modin, que tenía el rostro sudoroso pero satisfecho, con la expresión de aquél que ha logrado abrir una puerta que se resistía a todos.
—Será mejor que te lo explique Robert —advirtió Martinson.
—No conseguí dar con la contraseña que facilita el acceso, de modo que me traje mis ordenadores, los conecté al de Falk y me colé por la puerta trasera —explicó el joven.
Ya aquel comienzo se le antojó a Wallander demasiado abstracto: bien sabía él que los ordenadores tenían «ventanas», pero nunca antes había oído hablar de que tuviesen puertas…
—Yo pensaba que estaba entrándole de frente, pero después comprendí que lo que estaba haciendo en realidad era perforar poco a poco un acceso subsidiario.
—Ya, y eso ¿cómo se hace?
—Bueno, no es fácil de explicar. Además, es una especie de secreto profesional.
—Bien, en ese caso, pasemos a otra cosa. ¿Qué habéis encontrado?
En ese punto, Martinson tomó las riendas.
—Falk disponía, como comprenderás, de conexión permanente a Internet. En un fichero que, curiosamente, se llama «La ciénaga de Jakob», hallamos una serie de números de teléfono dispuestos en un orden de sucesión muy especial. Al menos, eso creíamos nosotros. Sin embargo, hemos llegado a la conclusión de que no se trata de números de teléfono, sino de códigos, distribuidos en dos grupos, una palabra y una combinación de cifras. Y en estos momentos estamos intentando averiguar qué significan.
—En el fondo, son tanto códigos como números de teléfono —apuntó Modin—. Además, hay una larga serie de números almacenados que son nombres codificados de diversas instituciones de todo el mundo: Estados Unidos, Asia y Europa. También hay algo en Brasil incluso en Nigeria.
—¿Qué tipo de instituciones?
—Eso es lo que estamos intentando averiguar —explicó Martinson—. Pero Robert reconoció el nombre de una de ellas. Por eso te llamé.
—¡Vaya! ¿Cuál es?
—El Pentágono —reveló Modin.
Wallander no supo determinar si fue un retintín de triunfo lo que resonó en la voz del joven al pronunciar aquellas palabras, o si era más bien cierto velado temor.
—¡Vamos a ver! ¿Qué es todo esto?
—Aún no lo sabemos —admitió Martinson—. Aunque sí podemos adelantarte que en este ordenador hay almacenada una gran cantidad de información de suma importancia, tal vez secreta. Simplemente, puede significar que Falk tenía acceso a todas estas instituciones.
—A mí me da la sensación de que quien ha estado manipulando este aparato era alguien como yo —declaró Modin de repente.
—¿Quieres decir que también Falk se dedicaba a piratear otros sistemas informáticos?
—Eso parece.
A Wallander todo aquello se le antojaba cada vez más inextricable. Y, aun así, notó cómo la preocupación volvía a reinar en su interior.
—¿Para qué puede utilizarse esa información? —inquirió el inspector—. ¿Puede deducirse alguna finalidad en todo esto?
—Es pronto todavía —lo frenó Martinson—. Lo primero que hemos de hacer es identificar a todas esas instituciones. Puede que entonces podamos forjarnos una idea más clara de la situación. Pero nos llevará tiempo. Todo esto es muy complejo. Ten en cuenta que se supone que ninguna persona ajena podrá acceder a la información o comprobar qué hay en el ordenador.
Dicho esto, se incorporó de la silla plegable donde estaba sentado, antes de añadir:
—Tengo que pasar por casa y quedarme allí durante una hora. Es el cumpleaños de Terese. Pero volveré —prometió al tiempo que le tendía su bloc de notas a Wallander.
—¡Vaya! Salúdala de mi parte —rogó—. ¿Cuántos cumple?
—Dieciséis.
El inspector la recordaba muy pequeña. En efecto, él mismo había estado en su quinto cumpleaños, en casa de Martinson, degustando una deliciosa tarta. Al mismo tiempo, se le ocurrió pensar que era dos años mayor que Eva Persson.
Martinson desapareció para regresar enseguida.
—Se me olvidaba comentarte que he estado hablando con Larsen, el noruego de Moss —aclaró.
A Wallander le llevó varios segundos descubrir de quién le hablaba el colega.
—Asegura que oyó ruido en el camarote contiguo. Se ve que las paredes no son muy gruesas. Pero no llegó a ver a nadie. Según declaró estaba muy cansado, de modo que pasó durmiendo toda la travesía desde Polonia.
—¿Qué fue lo que oyó?
—Eso mismo le pregunté yo, pero, al parecer, nada que indicase que se hubiese organizado una pelea.
—¿Oyó voces?
—Sí, pero no estaba seguro de cuántas personas pudo haber allí dentro.
—Bien, en cualquier caso no es frecuente que la gente hable sola —observó Wallander—. De lo que podemos deducir que, como mínimo, había dos personas.
—En fin. Yo le pedí que se pusiera en contacto con nosotros si recordaba algún otro detalle —señaló Martinson antes de marcharse.
Wallander tomó asiento, con gran cautela, en la silla plegable que había ocupado Martinson, mientras Robert Modin seguía trabajando. El inspector consideró que sería absurdo hacer preguntas. En su opinión, al tiempo que los ordenadores se adueñaban de los sistemas que dirigían la sociedad, ésta precisaría de otro tipo de policías muy diferente al tradicional. Así, el Cuerpo ya había empezado a preparar a los agentes según otros modelos en una medida, no obstante, insuficiente, ya que los delincuentes solían llevarles ventaja, como de costumbre. Las bandas del crimen organizado de Estados Unidos habían sido pioneras a la hora de descubrir los posibles usos de la electrónica y, si bien estaba aún por probar, se decía que los grandes carteles de la droga de Sudamérica contaban ya con medios de comunicación vía satélite que los mantenían al corriente del control aduanero americano y de los turnos de los aviones que vigilaban el espacio aéreo, entre otros datos. Por supuesto, también utilizaban redes de telefonía móvil que, en ocasiones, no servían más que para realizar una única llamada antes de ser desmanteladas, con el fin de que resultase imposible localizar a la persona que la había efectuado.
Robert Modin pulsó una tecla y se retrepó en la silla. El testigo del módem que había junto al ordenador empezó a parpadear.
—¿Qué estás haciendo? —quiso saber Wallander.
—Estoy intentando enviar un mensaje de correo electrónico para ver adonde va a parar. Pero lo estoy enviando desde mi ordenador.
—¡Pero si lo has escrito desde el aparato de Falk!
—Así es, pero los tengo en red.
La pantalla empezó a parpadear. Robert Modin se sobresaltó y se inclinó para ver mejor. Después, se puso a teclear de nuevo, mientras Wallander aguardaba.
De repente, cuanto había en la pantalla desapareció y, tras un instante, ésta se apagó. Poco después, las hileras de cifras volvieron a aparecer en alocada sucesión.
Robert Modin frunció el entrecejo.
—Y ahora, ¿qué?
—Pues no estoy seguro, pero me han negado el acceso. Tengo que borrar mis huellas, pero no me llevará más que unos minutos.
El monótono teclear prosiguió mientras la paciencia de Wallander comenzaba a agotarse.
—¡Vaya! Otra vez —masculló Modin.
Entonces, sucedió algo que movió al joven a saltar literalmente de su asiento. Durante un buen rato, se dedicó a estudiar la pantalla.
—El Banco Mundial —anunció por fin.
—¿Qué quieres decir?
—Que una de las instituciones cuya identidad está codificada en el ordenador es el Banco Mundial. Si no me equivoco, se trata de una de las secciones que se encargan de una especie de inspección financiera global.
—O sea, primero el Pentágono y ahora el Banco Mundial, que no son precisamente unas tenduchas de nada —ironizó Wallander.
—Bien, creo que es el momento de celebrar una pequeña reunión —declaró Modin—. Será mejor que consulte a mis amigos. Les pedí que estuviesen preparados.
—¿Y dónde están tus amigos?
—Uno de ellos vive a las afueras de Rättvik. El otro en California.
Wallander empezaba a tomar conciencia de la necesidad de ponerse en contacto con los expertos informáticos de la brigada de Estocolmo. Por otro lado, intuía ya con malestar la naturaleza de los problemas a los que se vería obligado a enfrentarse. No debía, en efecto, hacerse ilusiones respecto de las severas críticas que, con toda certeza, recibiría por haber recurrido a los servicios de Modin, por más que el joven hubiese dado muestras de gran profesionalidad.
Mientras Modin se comunicaba con sus amigos, Wallander se dedicó a pasear por la habitación y a pensar en Jonas Landahl, al que habían hallado muerto en la sentina de un barco; y en el cuerpo carbonizado de Sonja Hökberg. Y ahora, aquel extraordinario despacho de la plaza de Runnerströms Torg en el que se encontraba. Percibió asimismo una comezón, un incipiente temor a haber emprendido un camino totalmente erróneo. Era su cometido dirigir el trabajo del grupo de investigación, y ya no creía estar capacitado para ello. A todo aquello había que sumar, por cierto, el que sus colegas hubiesen comenzado a sospechar de él. Sospecha que, por otro lado, tal vez no sólo afectase a la cuestión de lo sucedido en la sala de interrogatorios cuando le propinó una bofetada a Eva Persson y aquel reportero gráfico acertó a tomar la fotografía. Él temía que, en el fondo, anduviesen murmurando a sus espaldas que ya no estaba a la altura de las circunstancias, que quizás había llegado el momento de que Martinson lo relevase en el cargo de director del grupo de investigación cada vez que tuviese entre manos crímenes de envergadura.
Se sentía herido e imbuido de un sentimiento de autocompasión que convivía, no obstante, con la ira que todo aquello alumbraba su interior. No entraba en sus planes rendirse tan blandamente, no. Además, él no tenía ningún lugar como el Sudán de Åkeson en el que comenzar una nueva vida ni tampoco una finca que vender, al igual que Widén. A lo único que podía aspirar era a una menguada pensión estatal.
En aquel punto de su meditar, cesó a sus espaldas el golpeteo del teclado. Modin se levantó para desentumecerse un poco.
—Tengo hambre —confesó el joven.
—¿Qué te dijeron tus amigos?
—Nos hemos tomado una pausa para la reflexión. Una hora, más o menos. Después retomaremos la charla.
Wallander también se sentía hambriento y le propuso que fuesen a comer una pizza. Pero le dio la impresión de que a Modin le resultó ofensiva la propuesta.
—Yo jamás como pizza —sentenció—. No es saludable.
—Y, entonces, ¿qué comes?
—Germen.
—¿Eso es todo?
—Bueno, unos huevos con vinagre tampoco están mal.
Wallander se preguntaba qué restaurante de Ystad sería capaz de ofrecer un menú que fuera del gusto de Robert Modin. En realidad, dudaba de que existiese alguno.
Modin empezó a mirar el interior de las bolsas de plástico en las que guardaba la comida que se había traído de casa, pero nada de lo que allí había pareció despertar su apetito.
—Bueno, en el peor de los casos, una ensalada normal y corriente puede valer —aclaró.
Salieron del edificio y Wallander preguntó si quería recorrer en coche las escasas manzanas que los separaban del centro, pero el muchacho aseguró que prefería caminar. Al salir, comprobó que el coche patrulla camuflado seguía en su puesto.
—Me pregunto qué esperan que suceda —comentó Modin una vez que dejaron atrás el vehículo.
—Sí, es una buena pregunta —replicó Wallander.
Acudieron al único restaurante vegetariano que éste conocía en Ystad. El inspector comió dando muestras de buen apetito. Modin, en cambio, inspeccionaba cada hoja de lechuga y cada trozo de verdura que se metía en la boca. Wallander jamás había visto a nadie masticar tan despacio.
—¡Vaya! Veo que eres muy cuidadoso con la cuestión de la comida —observó Wallander.
—Así es, quiero mantener la mente clara —explicó el joven.
«Y el culo limpio», pensó Wallander malicioso. «Sí, a eso tendré que dedicarme yo también».
A lo largo de la cena, se esforzó por mantener una conversación con Modin, cuyas respuestas fueron, no obstante, de lo más escueto. Wallander comprendió más tarde que se hallaba inmerso en sus elucubraciones en torno a las ristras de números y los secretos contenidos en el ordenador de Falk.
Poco antes de las siete, ya se encontraban de vuelta en la plaza de Runnerströms Torg. Martinson aún no había regresado y Robert Modin tomó asiento dispuesto a reanudar su conversación con los colegas de Dalarna y California. Wallander se los imaginaba con el mismo aspecto que el joven que tenía a su lado en aquellos momentos.
—Nadie me ha seguido la pista —aseguró tras haber realizado una serie de complejas maniobras sobre el teclado.
—¿Y cómo lo sabes?
—Lo sé.
Wallander se rebulló en la silla plegable hasta adoptar la posición más cómoda. «Esto es como estar de cacería», se dijo. «A la caza de alces electrónicos que se ocultan en alguna parte, aunque no podamos saber de antemano por dónde aparecerán».
En ese momento, su móvil empezó a sonar y Modin, sobresaltado, dio un respingo.
—¡Cómo detesto los teléfonos móviles! —exclamó con determinación.
Wallander salió al rellano de la escalera. Al responder, comprobó que era Ann-Britt. El inspector le reveló dónde se encontraba y lo que habían sacado en claro hasta entonces del ordenador de Falk.
—El Banco Mundial y el Pentágono —repitió admirada—. Dos de los centros de poder absoluto de todo el mundo…
—Bueno, el Pentágono sí sé lo que es, claro. Pero del Banco Mundial no tengo una idea muy clara. Aunque Linda se ha referido a él en varias ocasiones, en términos muy negativos.
—Pues es el banco de los bancos. El que concede créditos, en especial a países del Tercer Mundo, al tiempo que, según se dice, impide que florezcan otras economías. A decir verdad, recibe numerosas críticas, puesto que para aprobar la concesión de créditos suele imponer exigencias no demasiado razonables a los solicitantes.
—¿Y tú cómo sabes todo eso?
—Mi ex marido solía toparse con esa institución cuando viajaba por ahí instalando bombas y a veces me lo contaba.
—Ya. Bueno, el caso es que aún sabemos bien poco acerca de este asunto. ¡Es todo tan confuso! —se lamentó Wallander—. Pero ¿por qué llamabas?
—Sí, verás. Se me ocurrió que debía hablar de nuevo con el tal Ryss. Después de todo, él fue quien nos puso sobre la pista de Landahl. Por otro lado, empiezo a creer que, en el fondo, Eva Persson sabía bastante poco acerca de aquella Sonja Hökberg a la que ella, sin duda, admiraba. Está claro que miente, pero tengo la impresión de que también nos ha dicho una buena parte de verdad.
—¡Ajá! ¿Y qué dijo? ¿No se llamaba Kalle?
—Eso es, Kalle Ryss. Bueno, pensé que sería oportuno preguntarle por qué habían cortado Sonja y él. Supongo que no se esperaba semejante pregunta y opuso cierta resistencia a contestarla. Pero yo no cedí y, entonces, descubrí algo de lo más extraño: él la dejó porque ella jamás había mostrado el menor interés.
—¿Interés? Pero ¿interés por qué?
—¡Vamos, hombre! ¿A qué crees que se refería? ¡Interés por el sexo, naturalmente!
—¿De verdad que te dijo eso?
—Pues sí. Cuando por fin se desató, lo dijo todo de golpe. La chica le gustó en cuanto la conoció, pero, con el tiempo, resultó que ella no tenía el menor interés por mantener relaciones sexuales y, al final, se cansó. Claro está que lo interesante de todo esto son las causas de tal desinterés.
—Que son…
—Ella le había contado que había sido violada hacía unos años y que aún sufría las secuelas de aquella experiencia.
—¿Quieres decir que Sonja Hökberg había sido violada?
—Según él, así fue. De modo que me puse a mirar en los registros en busca de informes antiguos, pero no hallé absolutamente nada sobre Sonja Hökberg.
—¿Y te dijo que sucedió aquí, en Ystad?
—Exacto. Pero ni que decir tiene que yo empecé a pensar en algo totalmente distinto…
Wallander supo enseguida a qué se refería su colega.
—Ya, el hijo de Lundberg, Carl-Einar, ¿no es eso?
—Precisamente. Ya sé que es una idea algo aventurada, pero no me negarás que entra dentro de lo posible.
—Dime, ¿cómo lo ves tú?
—Pues yo me imagino que Carl-Einar Lundberg se vio envuelto en un asunto de violación como sospechoso. Fue absuelto, pese a que había bastantes indicios que lo señalaban como el autor de la violación. Lo que, además, significa que nada impide que ya hubiese cometido el mismo tipo de delito con anterioridad. Pero Sonja Hökberg no acudió a la policía.
—Ya, ¿y por qué no?
—Bueno, son muchas las razones por las que las mujeres no denuncian que han sido violadas. Deberías saberlo.
—De modo que has llegado a una especie de conclusión, ¿me equivoco?
—Sí, pero muy provisional.
—Claro, pero, aun así, yo quiero oírla.
—Ahora viene lo más complicado. Ya sé que la posible verdad puede resultar algo rebuscada, lo admito. Pero, a pesar de todo, Carl-Einar era hijo de Lundberg, ¿no?
—¿Estás sugiriendo que se vengó en el padre de su violador?
—Bueno, eso al menos nos da un móvil. Por otro lado, conocemos un rasgo muy importante de Sonja Hökberg.
—¿Cuál?
—Que era pertinaz. Según tú mismo nos referiste, eso era lo que había dicho su padrastro, ¿no?, que tenía un carácter muy fuerte.
—Ya, bueno. En cualquier caso, a mí me cuesta imaginar que haya sucedido como propones. Era imposible que las muchachas supiesen que sería justo el taxi de Lundberg el que acudiría a cubrir la carrera. Y, además, ¿cómo iban a saber que él era el padre de Carl-Einar?
—Recuerda que Ystad es una ciudad pequeña. Además, tampoco sabemos cómo reaccionó Sonja. Quién sabe si no estaba totalmente obsesionada con la idea de la venganza. Las mujeres que sufren una violación quedan tremendamente afectadas. Supongo que la mayoría acaban por aceptarlo. Pero hay ejemplos de mujeres que han queda dominadas por la idea de vengarse.
Antes de proseguir, la colega hizo una pausa.
—Nosotros mismos nos las hemos visto con una de ellas, ¿lo recuerdas?
Wallander asintió, antes de adivinar:
—¿Te refieres a Ivonne Ander[18]?
—¿A quién si no?
Wallander rememoró los sucesos acontecidos hacía ya algunos años, cuando una mujer sola cometió una serie de brutales asesinatos casi ejecuciones, contra otros tantos hombres que habían atacado a mujeres. Y fue precisamente durante aquella investigación cuando Ann-Britt resultó gravemente herida.
Wallander comprendió que cabía la posibilidad de que, con todo, Ann-Britt hubiese dado con una pista que pudiera resultar decisiva. Por si fuera poco, aquello venía en cierto modo a confirmar sus sospechas de que el asesinato de Lundberg era un crimen «periférico», ajeno a la investigación, cuyo centro estaba constituido por la figura de Falk, su cuaderno de bitácora y su ordenador.
—Bien, en cualquier caso, deberíamos comprobar cuanto antes si Eva Persson tenía conocimiento de todo esto —convino el inspector.
—Sí, soy de la misma opinión. Además, también habría que averiguar si Sonja Hökberg llegó a casa malherida en alguna ocasión. La violación cometida por Carl-Einar fue brutal.
—Sí, tienes razón.
—Bien, yo misma me encargaré de ello.
—De acuerdo, cuando tengas la información, nos sentaremos a comprobar los datos a la luz de esta hipótesis.
Ann-Britt prometió que volvería a llamarlo en cuanto supiese algo más. Wallander se guardó el teléfono en el bolsillo y quedó pensativo en el oscuro rellano. Una idea había ido emergiendo paulatinamente a su conciencia. Ellos buscaban, en efecto, un núcleo, un punto en torno al cual fuese lógico que los sucesos se desarrollasen. Entre todas las vías de acceso alternativas que Wallander había intentado hallar, le parecía ahora que tal vez hubiese una más. Así, se preguntaba por qué habría huido Sonja Hökberg de la comisaría. No consideraba que hubiesen indagado muy a fondo sobre aquella cuestión, sino que se habían contentado con detenerse ante la explicación más inmediata: que la joven deseaba marcharse, liberarse de la responsabilidad, pues ya tenían su confesión. Pero Wallander empezó a barruntar que, de hecho, existía otra posibilidad: Sonja Hökberg bien podría haber escapado porque tuviese aún alguna otra cosa que ocultar. Y la cuestión era qué podía ser. Wallander presentía que, con aquella hipótesis que acababa de formular, se había aproximado a algo decisivo. En realidad, había una idea más rondándole la cabeza, otra pista que no alcanzaba a fijar en su mente.
Al final, cayó en la cuenta de qué se trataba: Sonja Hökberg podría haber huido de la comisaría con la vana esperanza de poder escapar, y, hasta ese extremo, el razonamiento del equipo podía considerarse acertado. No obstante, cabía la posibilidad de que alguien que la aguardaba fuera anduviese preocupado por que ella hubiese confesado algo más que el asesinato de un taxista. Algo relacionado con una circunstancia que nada tenía que ver con la venganza por una violación.
«Bueno, yo creo que esto concuerda», se dijo ufano. «Así encajamos la figura de Lundberg en todo este meollo y contamos con una explicación plausible a lo ocurrido. Había que ocultar cierta información que Sonja Hökberg podría habernos desvelado o que podría desvelar en el futuro. De modo que es asesinada para garantizar su silencio. Después, su asesino resulta, a su vez, asesinado. Al igual que cuando Robert Modin se empeña en borrar sus huellas en el ordenador, podría decirse que la vía abierta por la muerte de Falk ha sido recorrida por otros. Además, ¿qué fue lo que sucedió en Luanda?», prosiguió razonando el inspector. «¿Quién se oculta tras la letra ce? ¿Qué significado puede tener el veinte? Y, sobre todo, ¿qué información secreta es la que se guarda en ese ordenador?».
En este punto, se dijo que, en honor a la verdad, la conversación mantenida con Ann-Britt lo había sacado del letargo que había dominado su ánimo hasta el momento. Y así, regresó al despacho en que trabajaba Robert Modin con renovada energía.
Un cuarto de hora más tarde, también Martinson volvió al apartamento, donde no los privó de una prolija descripción de la increíble tarta que acababa de degustar. Wallander lo escuchó impaciente hasta que llegó el momento de explicarle al colega los resultados obtenidos durante su ausencia.
—¿El Banco Mundial? ¿Y qué tenía que ver Falk con esa institución?
—Exacto, eso es lo que deberíamos averiguar.
Martinson se quitó la cazadora, se apoderó de la silla plegable y fingió que se escupía en las manos en un gesto simbólico. Wallander refirió la conversación mantenida con Ann-Britt y notó que su colega era consciente de que aquellas novedades revestían una inusitada gravedad.
—Bien, esa hipótesis nos abre, al menos, una vía de acceso —se consoló una vez que Wallander hubo concluido.
—Pues yo creo que nos abre algo más —puntualizó éste—. Yo creo que nos abre las puertas de la lógica de todo este embrollo.
—A decir verdad, jamás me había visto envuelto en nada parecido —confesó Martinson meditabundo—. Pero piensa en los agujeros que presenta esta red de sucesos: seguimos sin tener una explicación sensata del hecho de que aquel relé apareciese en la camilla de Falk, en el depósito; asimismo, ignoramos por qué razón se les ocurrió llevarse el cuerpo, pues me niego a creer que el móvil principal fuese amputarle los dos dedos con los que escribía en el ordenador…
—Sí, y ésos son los agujeros que pretendo ir tapando —anunció Wallander—. Me marcho. Quiero hacer una síntesis completa, pero si hay novedades, me llamas de inmediato.
—Estaremos aquí hasta las diez —dijo Modin—. Necesito dormir algo.
Una vez en la calle, Wallander se sintió indeciso ante la duda de si resistiría trabajando unas horas más o si, por el contrario, también él debería marcharse a casa.
Tras una breve reflexión, resolvió que haría las dos cosas pues, en realidad, nada le impedía elaborar aquel resumen sentado a la mesa de su cocina. Lo que necesitaba era, ante todo, tiempo para digerir las sugerencias y la información aportadas por Ann-Britt, de modo que se sentó al volante y puso rumbo a su apartamento.
Tras un largo y penoso sondeo de su despensa, halló una bolsa de sopa de tomate olvidada en el fondo. Siguió las instrucciones con sumo cuidado, pero aquello no sabía a nada. Le añadió entonces tanto tabasco que quedó demasiado fuerte. Decidió obligarse a ingerir la mitad, se preparó después un café bien cargado y extendió sus papeles sobre la mesa de la cocina. Muy despacio, comenzó a desbrozar de nuevo cada uno de los sucesos que, de un modo u otro, se habían rozado entre sí. Lo removió todo, avanzando y retrocediendo por el escabroso terreno que conformaban los hechos sin dejar de escuchar la voz de su intuición. En todo momento tenía presente la teoría de Ann-Britt, como una retícula invisible que matizase su razonar. El teléfono no lo molestó en ningún momento y, cuando dieron las once, se levantó para estirarse.
«Las inconsistencias son evidentes», concluyó. «Pero la cuestión es si Ann-Britt no nos habrá orientado, con su hipótesis, hacia una vía que nos permita avanzar».
Poco antes de las doce se fue a la cama. No tardó en caer vencido por el sueño.
A las diez en punto, Robert Modin anunció que lo dejaba. Recogieron los ordenadores del joven y Martinson lo condujo hasta Löderup y lo dejó en casa, no sin antes acordar con él que volvería a buscarlo a las ocho de la mañana siguiente. El agente se fue directamente a su casa. En el frigorífico lo esperaba un buen trozo de la celebrada tarta.
Pero, ya en casa, Robert Modin no se fue a la cama. Era consciente de que no debía acometer aquello que se había propuesto. No en vano aún sentía vivo el recuerdo de lo ocurrido el día que logró forzar los muros electrónicos del Pentágono. Pero la tentación era, simplemente, irresistible. Por otro lado, había aprendido desde aquella funesta ocasión. Ahora se conduciría con más cautela. Jamás olvidaría borrar definitivamente su rastro tras cada intromisión.
Sus padres ya dormían. Un denso silencio se había apoderado de Löderup. Y Martinson no se percató de que el muchacho grababa en sus ordenadores parte de la información a la que había logrado acceder en el aparato de Falk. Así pues, volvió a conectar sus dos ordenadores y comenzó a revisar los archivos una vez más en busca de nuevas vías de acceso; a la caza de otras grietas en el cortafuegos.
***
Una borrasca había ido cerniéndose sobre Luanda a lo largo de la tarde.
Carter se había dedicado a leer un informe en el que, con mirada critica, se examinaba la actuación del Fondo Monetario Internacional en algunos países del este africano. El análisis era duro y estaba bien formulado. El propio Carter no lo habría redactado mejor. Y aquello le había reafirmado en su convicción: ya no había otra salida; ningún cambio radical se cosecharía mientras se mantuviese el sistema financiero mundial.
Cuando dejó el informe, se apostó junto a la ventana a contemplar los rayos que rasgaban el firmamento. Los vigilantes nocturnos se acuclillaban en las sombras, al abrigo de un improvisado refugio.
A punto estaba de irse a la cama cuando un presentimiento lo hizo dirigirse al despacho. El aire acondicionado emitía su sordo silbido.
Nada más entrar, comprobó en la pantalla que alguien estaba irrumpiendo en su servidor. Sin embargo, se había producido cierto cambio. Se sentó ante la pantalla y, tras unos minutos, comprendió de qué se trataba.
En efecto, de repente, ese alguien se había descuidado.
Carter se secó las manos con un pañuelo.
Hecho esto, se dio a la caza de la persona que amenazaba con desvelar el secreto.