27

Cuando Wallander bajó por la escalerilla que conducía a la sala de máquinas, lo hizo con la sensación de estar descendiendo al mismo infierno. Por más que la embarcación yacía inmóvil junto al muelle y que no se oía ya más que un sordo zumbido, él estaba persuadido de que lo que lo aguardaba allá abajo no era sino el averno. Un alteradísimo primer oficial y dos maquinistas no menos pálidos los recibieron en el barco. Wallander sabía ya que el cuerpo que flotaba en las aguas oleosas estaría tan destrozado que sería imposible reconocerlo. Alguien, quizá Martinson, lo había informado de que la forense estaba en camino. Y el coche de bomberos con personal de salvamento ya había acudido a la terminal de transbordadores.

Pero, pese a todo, era Wallander quien debía bajar primero. Martinson prefería no hacerlo en absoluto y Hanson no había llegado todavía. Wallander le pidió a Martinson que intentase hacerse una idea de lo sucedido, con la promesa de que Hanson le ayudaría tan pronto como apareciese.

Dicho esto, se puso en marcha, seguido muy de cerca por Nyberg. Descendieron por la escalerilla, acompañados por el maquinista que había descubierto el cadáver, que había recibido órdenes de guiarlos. En el último tramo, los desvió hacia la popa de la embarcación. Wallander se sorprendió de que la sala de máquinas fuese tan amplia. El maquinista se detuvo junto a la última escalerilla y señaló las profundidades. Wallander descendió. Cuando se encontraban en el último peldaño, Nyberg le pisó la mano. Wallander lanzó una maldición de dolor y estuvo a punto de perder el equilibrio, pero logró mantenerse. Finalmente, llegaron abajo y allí, en la sentina de aguas relucientes por el aceite, estaba el cuerpo.

El maquinista no había exagerado lo más mínimo. Wallander experimentó la sensación de que aquello que contemplaba no era, en el fondo, una persona. Era como si alguien hubiese arrojado al fondo del barco el cuerpo de un animal recién sacrificado. Nyberg lanzó un rugido a su espalda y Wallander creyó entender que el técnico gritaba algo así como que quería jubilarse de inmediato. El inspector, por su parte, estaba atónito, pues ni siquiera se había mareado. Durante su vida como policía, se había visto obligado a soportar espectáculos tremendos. Restos humanos tras violentas colisiones de vehículos, o los cuerpos de personas que habían yacido muertas en sus casas durante meses o años… Pero aquello era, ciertamente, de lo peor a lo que se había enfrentado nunca. En la pared del dormitorio donde halló la librería inclinada había una fotografía de Jonas Landahl. Un chico joven de aspecto normal. Ante aquella visión, Wallander intentaba ahora dilucidar si debía dar por confirmados los temores que empezó a albergar en cuanto sonó el teléfono. ¿Serían los restos de Landahl aquello que flotaba en el aceitoso líquido? El rostro estaba deshecho casi por completo, reducido a un sangriento muñón sin rasgos perceptibles.

El chico de la fotografía tenía el cabello rubio. Y la cabeza que sobresalía allá abajo, a sus pies, casi por completo desgajada del cuerpo, conservaba aún algunos mechones que ni se habían desprendido del cuero cabelludo ni se habían impregnado de aceite. Y aquellos mechones eran rubios. Wallander estaba seguro, aun sin poder probar nada, de que era Landahl. Se hizo a un lado para permitir que Nyberg viese el cuerpo y, en ese preciso momento, apareció la forense, Susan Bexell, escaleras abajo acompañada de dos bomberos.

—¿Cómo cojones pudo ir a parar ahí abajo? —rugió Nyberg.

Pese a que las máquinas estaban en ralentí, se vio obligado a gritar para hacerse oír. Wallander negó con un gesto, sin pronunciar palabra. Entonces sintió que debía salir de allí, alejarse de aquella pesadilla cuanto antes para poder pensar con claridad. Dejó a Nyberg, a la forense y a los bomberos y subió de nuevo por la escalerilla hasta llegar a cubierta, donde pudo, por fin, respirar hondo. De repente, sin saber cómo, se dio cuenta de que Martinson estaba a su lado.

—¿Qué tal?

—Peor de lo que puedas imaginar.

—¿Es Landahl?

No habían intercambiado ningún comentario acerca de aquella posibilidad, pero era evidente que Martinson también la había contemplado. El cuerpo de Sonja Hökberg en la central transformadora había provocado un corte de electricidad. Landahl moría bajo la sala de máquinas de uno de los transbordadores que iban a Polonia.

—Es imposible decirlo a simple vista —explicó Wallander—. Pero creo que podemos dar por supuesto que es Jonas Landahl.

Dicho esto, intentó rehacerse y organizar el trabajo policial. Martinson había sido informado de que el transbordador debía partir de nuevo a la mañana siguiente, por lo que para entonces la inspección técnica había de quedar terminada y el cuerpo retirado del lugar.

—Pedí que me entregasen una copia de la lista de pasajeros —le adelantó Martinson—. El nombre de Jonas Landahl no figuraba en la de hoy.

—Es él —afirmó Wallander convencido—. Esté o no en esa lista, es él.

—Pues yo pensaba que, tras la catástrofe del Estonia, se habían endurecido las normas de control del número exacto de pasajeros y sus nombres.

—Ya, aunque puede haber subido a bordo bajo otro nombre —advirtió Wallander—. En cualquier caso, necesitamos esa lista de pasajeros. Y la de todos los componentes de la tripulación. Ya veremos si figura en ellas algún nombre que nos suene familiar o que podamos relacionar con el de Landahl.

—Es decir, que excluyes por completo la posibilidad de que haya sido un accidente, ¿estoy en lo cierto?

—Así es —repuso Wallander—. Es el mismo tipo de accidente que el ocurrido a Sonja Hökberg. Y los responsables son los mismos.

El inspector quiso saber si Hanson había llegado y Martinson le explicó que estaba hablando con el personal de la sala de máquinas.

Abandonaron la cubierta y pasaron al interior. La embarcación aparecía desierta. Tan sólo algunos miembros del personal de limpieza trabajaban en la gran escalinata que unía las diversas cubiertas. Wallander condujo a Martinson hasta la cafetería, que estaba tan solitaria como el resto de la embarcación. No había allí ni un alma, pero Wallander oyó el soniquete de los cacharros en la cocina. A través de los ojos de buey, se veían las luces de la ciudad de Ystad.

—Ve a ver si puedes conseguir un par de cafés —lo animó—. Tenemos que sentarnos a hablar.

Martinson se encaminó a la cocina mientras Wallander tomaba asiento ante una de las mesas. ¿Qué significaba que Jonas Landahl hubiese muerto? Poco a poco, fue construyendo en su mente las dos teorías provisionales que tenía intención de exponerle a su colega.

De repente, un hombre vestido de uniforme apareció junto a él.

—¿Podría explicarme por qué no ha abandonado usted la embarcación?

Wallander observó a aquel hombre de poblada barba larga y rostro enrojecido. En las hombreras lucía unas bandas amarillas. «Estos transbordadores son grandes», se dijo el inspector. «Seguro que no todo el mundo se ha enterado de lo ocurrido en la sala de máquinas».

—Soy policía —aclaró Wallander—. ¿Quién eres tú?

—Soy el tercer oficial de la nave.

—Muy bien. Pues ve a hablar con el capitán o con el primer oficial, y sabrás por qué estoy aquí.

El hombre pareció dudar, pero resolvió que lo más probable era que Wallander estuviese diciendo la verdad y no fuese un pasajero despistado, de modo que desapareció. En ese momento, apareció Martinson abriéndose paso con una bandeja a través de las puertas abatibles.

—Estaban comiendo —aclaró—. Y no sabían nada de lo ocurrido, aunque sí habían notado que la embarcación navegó a velocidad de crucero durante gran parte de la travesía.

—Sí. Por aquí ha pasado un oficial y tampoco él estaba enterado —comentó Wallander.

—¿No crees que hemos cometido un error?

—¿A qué te refieres?

—¿No deberíamos haber impedido que nadie abandonase el barco? Al menos, hasta que hubiésemos comprobado los nombres y revisado los vehículos.

Wallander comprendió que Martinson tenía razón, pero una operación de tal envergadura habría requerido la intervención de demasiadas personas. Por otro lado, dudaba de que les hubiese proporcionado ningún resultado positivo.

—Tal vez —repuso lacónico—. Pero ya es tarde.

—Yo soñaba con la mar cuando era joven —declaró Martinson.

—Claro, y yo también. Como todo el mundo, ¿no? —replicó el inspector antes de ir derecho al asunto—. Hemos de buscarle una interpretación a lo sucedido —comenzó—. Ya estábamos dispuestos a creer que fue Landahl quien condujo a Sonja Hökberg a la central transformadora antes de asesinarla. Y que ése fue el motivo por el que se marchó huyendo de su domicilio de la calle de Snapphanegatan. Pero resulta que ahora también él ha sido asesinado. Y la cuestión es en qué forma modifica el cuadro esa circunstancia.

—Es decir, que tú excluyes la posibilidad del accidente.

—¿Y tú no?

Martinson removió el café en la taza.

—A mi modo de ver, existen dos teorías probables —prosiguió Wallander—. Una, que Jonas Landahl acabase realmente con la vida de Sonja Hökberg por razones que ignoramos pero que intuimos que están relacionadas con la necesidad de silenciar a la joven. Ella sabía algo que Landahl no deseaba que saliese a la luz. Entonces Landahl se marcha, sin que nos sea dado determinar si lo hizo presa del pánico o según un plan prefijado. Y entonces él mismo resulta muerto, ya sea en venganza, ya porque el propio Landahl, de repente, constituye un riesgo para alguien que desea eliminar toda posible huella.

Wallander guardó silencio, pero Martinson no hizo comentarios por lo que el inspector continuó.

—La otra posibilidad es, claro está, que todo se haya desarrollado de modo distinto por completo, que sea un desconocido quien haya asesinado tanto a Sonja Hökberg como a Landahl.

—Pero, entonces, ¿cómo explicas que Landahl se marchase de forma tan precipitada?

—Pues porque se dio cuenta de lo sucedido a Sonja, se asustó e intentó desaparecer. Pero alguien lo alcanzó.

Martinson asintió y Wallander pensó que, en aquellos momentos, estaban dilucidando juntos una posible solución.

—Sabotaje y asesinato —sintetizó Martinson—. Electrocutan a Hökberg, cortando así el suministro en Escania. Y después arrojan a Landahl entre los ejes de las hélices.

—Recuerda lo que dijimos antes: primero los visones liberados; después el corte eléctrico; ahora un transbordador con destino a Polonia: ¿qué será lo siguiente?

Martinson movió la cabeza con resignación.

—Bien, pero todo esto es un despropósito —sentenció—. Puedo comprender lo de los visones. Me imagino a una banda de defensores de los animales que se oponen al uso comercial de las pieles y decide atacar. Incluso puedo explicarme lo del corte eléctrico como un deseo de demostrar el grado de vulnerabilidad de la sociedad en que vivimos. Pero ¿qué quieren demostrar provocando el caos en la sala de máquinas de un transbordador?

—Sí, es como un juego de dominó. Si una ficha cae, todo se derrumba, como una reacción en cadena. Falk era la primera ficha.

—¿Dónde encajas el asesinato de Lundberg?

—Sí, ése es el problema. No logro encajarlo. Lo que me está sugiriendo otra posibilidad.

—Que no debamos incluir a Lundberg en el plan general.

Wallander asintió, satisfecho al comprobar la rapidez mental del colega.

—En efecto. Ya nos ha ocurrido con anterioridad que nos hemos topado con dos sucesos que se interfieren de modo fortuito —le recordó Wallander—. Y, en general, nos ha costado detectar la colisión y nos hemos empeñado en que estaban relacionados cuando, en el fondo, todo era pura casualidad.

—¿Quieres decir que deberíamos establecer dos investigaciones distintas? Claro que Sonja Hökberg desempeña un papel importante en ambas.

—Exacto. Ésa es la cuestión —precisó Wallander—. Supón que no sea ése el caso, que sea todo lo contrario que su papel sea mucho menor de lo que hemos estado creyendo.

En ese preciso instante, Hanson entró en la cafetería y miró con envidia sus tazas de café. Iba acompañado de un hombre de cabello gris y mirada cálida, cuyas hombreras estaban repletas de bandas amarillas. Wallander se puso en pie y saludó al que le presentaron como capitán Sund. Para su sorpresa, Sund se expresaba en un dialecto que Wallander reconoció como propio de la región de Dalarna.

—¡Es terrible! —se lamentó Sund.

—Nadie ha visto nada —explicó Hanson—. Pero de algún modo debió de llegar Landahl hasta la sala de máquinas.

—En otras palabras, no hay testigos.

—No. He estado hablando con los dos maquinistas que estuvieron de servicio durante el viaje desde Polonia. Pero ninguno de los dos se percató de nada.

—Y las puertas de la sala de máquinas, ¿se mantienen bajo llave o no? —inquirió Wallander.

—Pues no, las normas de seguridad lo prohíben. Lo que sí hay, como es lógico, son indicadores con la leyenda de «prohibida la entrada». Cuantos trabajan allí reaccionarían de inmediato si viesen a alguien ajeno a la zona. Ni que decir tiene que algún que otro pasajero más cargado de la cuenta se deja caer de vez en cuando, pero jamás pensé que pudiese ocurrir nada semejante —confesó Sund.

—Me figuro que, en estos momentos, el transbordador estará vacío, que no habrá quedado ningún coche, ¿no? —inquirió Wallander.

Sund llevaba en la mano un radioteléfono y lo utilizó para ponerse en contacto con la cubierta de vehículos. Un carraspeo se dejó oír junto con la respuesta:

—Todos los vehículos han salido del barco y la cubierta está vacía —afirmó.

—¿Qué hay de los camarotes? ¿No habrán encontrado ninguna maleta olvidada?

Sund se marchó, dispuesto a averiguar si era así. Hanson tomó asiento y Wallander reconoció que había sido extremadamente exhaustivo a la hora de recabar la información sobre lo sucedido.

Según sus pesquisas, cuando el transbordador salió de la ciudad de Swinoujscie, la duración estimada de la travesía hasta Ystad era de unas siete horas. Wallander quiso saber si los maquinistas habían podido determinar la hora aproximada a la que el cuerpo fue a caer en los ejes de la hélice. ¿Cabía la posibilidad de que hubiese ocurrido mientras el transbordador estaba aún atracado en aguas polacas, o habría ocurrido poco antes de que notasen las primeras anomalías? Pero Hanson, que ya les había hecho la misma pregunta a los maquinistas, cuyas respuestas, por otro lado, coincidieron, le aclaró que, según ellos, el cuerpo podría haber caído allí mientras estaban en Polonia.

Aparte de aquella información, no tenían mucho más que añadir. Nadie había visto nada ni parecía haber reparado en Landahl. A bordo de la nave viajaban unos cien pasajeros, la mayor parte de ellos camioneros polacos. Además, había una delegación de representantes de la industria sueca del cemento que había estado de visita en Polonia con el fin de realizar un estudio sobre futuras inversiones.

—Necesitamos saber si Landahl iba solo o acompañado —aseguró Wallander una vez que Hanson hubo concluido—. Eso es lo más importante. Necesitamos, además, una fotografía de Landahl. Alguien tendrá que hacer un viaje de ida y vuelta en el transbordador y mostrar la fotografía a los trabajadores del barco por si alguno lo reconoce.

—Sólo espero que no me mandes a mí: yo me mareo muchísimo en alta mar.

—Pues elige tú mismo al afortunado. Busca a un cerrajero y vete a la casa de Snapphanegatan para recoger la fotografía del chico. Después, pregunta a la persona que trabaja en la ferretería si reconoce en ella a Jonas Landahl —ordenó Wallander.

—¿Te refieres al chico que se llama Ryss?

—Exacto. Supongo que habrá visto a su rival en alguna ocasión, ¿no?

—El barco sale mañana, a las seis de la mañana.

—Pues déjalo todo listo esta misma noche —le advirtió el inspector.

Hanson estaba ya a punto de marcharse, cuando a Wallander se le ocurrió otra pregunta.

—¿Había algún pasajero asiático en el transbordador?

Ambos comenzaron a buscar en la lista que les había proporcionado Martinson, pero no vieron ningún nombre asiático.

—Bien, pues quien vaya mañana a Polonia tendrá que preguntar si alguien vio a bordo a un pasajero de aspecto oriental.

Hanson se fue, pero Wallander y Martinson permanecieron sentados aún un instante, transcurrido el cual apareció Susan Bexell, que fue a hacerles compañía. El rostro de la forense era de una palidez extrema.

—Jamás había visto nada parecido —aseguró—. Primero, una chica carbonizada en unas instalaciones de alta tensión. Y ahora, esto.

—¿Podemos presuponer que se trata de un hombre joven? —quiso saber Wallander.

—Sin lugar a dudas.

—Pero imagino que no puedes aventurar la causa ni la hora de la muerte, ¿no es así?

—¡Tú mismo has visto el aspecto que tenía aquello! Ese pobre chico está totalmente machacado. Uno de los bomberos llegó a vomitar. Y la verdad es que lo comprendo.

—¿Sabes si Nyberg sigue allí?

—Creo que sí.

Susan Bexell se marchó y el capitán Sund no había vuelto aún cuando el teléfono de Martinson empezó a sonar. Era Lisa Holgersson, que llamaba desde Copenhague. Martinson le tendió el teléfono a Wallander, pero éste lo rechazó con un gesto.

—No, habla tú con ella.

—¿Y qué le digo?

—Pues la verdad. ¿Qué le vas a contar si no?

Wallander se levantó y se puso a recorrer la cafetería desierta. La muerte de Landahl había obstruido una vía que parecía practicable, pero lo que más lo inquietaba era la sospecha de que podían haberla evitado. Si Landahl había huido porque tenía miedo, porque otra persona, y no él, había cometido un crimen…

Wallander se reprochaba no haber reflexionado a conciencia y haberse contentado con el motivo más fácil en lugar de establecer desde el principio varias teorías alternativas. Ahora Landahl estaba muerto y, aunque no estaba seguro, se preguntaba si no habría sido posible evitarlo.

Martinson concluyó su conversación y el inspector regresó a la mesa.

—Te aseguro que no parecía estar del todo sobria… —le confió Martinson.

—¿Y qué quieres? Está en una fiesta de jefes de policía —le recordó—. En cualquier caso, ahora ya está al corriente de lo que nos traemos entre manos.

En ese momento, el capitán Sund entró en la cafetería.

—Bueno, pues resulta que se han olvidado una maleta en uno de los camarotes.

Los dos agentes se pusieron en pie al mismo tiempo, dispuestos a seguir al capitán a través de los inestables pasillos, hasta que llegaron a un camarote donde aguardaba una mujer polaca que vestía el uniforme de la compañía naviera y que no hablaba muy bien el sueco.

—Según la lista de pasajeros, este camarote había sido reservado alguien llamado Jonasson.

Wallander y Martinson intercambiaron una mirada elocuente.

—¿Hay alguien que pueda describir a esa persona?

El capitán hablaba el polaco casi con la misma fluidez que su propio dialecto de Dalarna, y le preguntó a la mujer en su lengua, pero tras haberlo escuchado, ella negó con un gesto.

—¿Reservó el camarote él solo?

—Así es.

Wallander entró en el habitáculo, que era de dimensiones muy reducidas y no tenía ojos de buey. El inspector se estremeció ante la sola idea de tener que pasar una noche de tormenta encerrado en semejante reducto. Sobre la litera que había fijada a la pared había una maleta con ruedas. Martinson le dio a Wallander un par de guantes de plástico, que éste se enfundó antes de abrirla. Pero, contra todo pronóstico, ésta estaba vacía. En vano rebuscaron por el camarote.

—Nyberg tendrá que echarle un vistazo —afirmó cuando ya habían perdido toda esperanza de encontrar nada—. Y el taxista que llevó a Landahl al transbordador también. Puede que la reconozca.

Wallander salió de nuevo al pasillo mientras Martinson daba instrucciones al capitán para que no limpiasen aquel camarote. Entretanto, el inspector observaba las puertas de los camarotes situados a uno y otro lado de aquél, el trescientos nueve y el trescientos once. Ante ambas puertas yacía un bulto de toallas y sábanas.

—Intenta averiguar quiénes ocupaban estos camarotes —ordenó—. Es posible que hayan oído algo, o que hayan visto a alguien salir o entrar.

Martinson tomó nota en su bloc antes de ponerse a hablar con la mujer polaca. Como en tantas otras ocasiones, Wallander le envidió su buen inglés. El suyo era, desde luego, pésimo, e incluso Linda solía burlarse de él cuando viajaban juntos al extranjero, por su deficiente pronunciación. El capitán Sund acompañó a Wallander escaleras arriba.

Se acercaba ya la medianoche.

—¿Me permites que te invite a una copa después de este plato tan exquisito? —preguntó el capitán.

—Lo siento, no puede ser —repuso Wallander.

En ese momento, el radioteléfono de Sund volvió a carraspear. El hombre contestó y, tras disculparse, se marchó. Wallander se sintió aliviado al verse solo. Le remordía la conciencia. Se preguntaba, en efecto, si Landahl no habría estado aún con vida de haber razonado él de otro modo. No obstante, sabía que no había respuesta; tan sólo aquella monódica acusación que él dirigía contra sí mismo y ante la que no encontraba el modo de defenderse.

Veinte minutos más tarde, apareció Martinson de nuevo.

—En el camarote trescientos nueve se alojaba un noruego llamado Larsen que a estas horas estará en su coche camino de Noruega. Pero tengo el número de teléfono de su domicilio en la ciudad de Moss. El trescientos once lo ocupaba una pareja de Ystad, el señor y la señora Tomander.

—Bien, mañana mismo hablarás con ellos —le advirtió Wallander—. Por si acaso.

—Me topé con Nyberg en la escalera y tenía manchas de grasa hasta la cintura. Pero me prometió venir a ver el camarote en cuanto se hubiese puesto un mono limpio.

—Bien, aunque me pregunto si avanzaremos mucho más esta noche —se lamentó Wallander.

Fueron juntos a través de la solitaria terminal. Unos jóvenes dormían a pierna suelta sobre un par de bancos. Las ventanillas de venta de billetes estaban cerradas. Cuando llegaron al coche de Wallander, se despidieron.

—Mañana hemos de estudiarlo todo desde el principio —aseguró—. Nos vemos a las ocho.

Martinson lo observaba atento.

—¿Te ocurre algo? Pareces preocupado.

—Y lo estoy. Como siempre que no alcanzo a comprender lo que está sucediendo.

—¿Sabes algo de la investigación interna?

—No, no he oído nada más al respecto. Ni tampoco he recibido más llamadas de periodistas. Pero eso quizá dependa de que suelo tener el teléfono de casa desconectado.

—Es triste que ocurran esas cosas —comentó Martinson.

Wallander intuyó que las palabras de Martinson tenían un doble sentido y no sólo se puso en guardia enseguida sino que, además, se enojó.

—¿Qué quieres decir exactamente?

—Pues eso, que es lo que más solemos temer, que perdamos el control y nos dé por agredir al personal, ¿no?

—Le di una bofetada para proteger a su madre.

—Ya. Pero aun así…

«¡Vaya! Él no me cree», constató para sí ya sentado ante el volante. «Tal vez nadie lo haga».

Aquel pensamiento lo conmocionó por dentro, jamás le había ocurrido algo semejante; jamás se había sentido traicionado o, al menos, abandonado por sus colegas más próximos. Permaneció sentado en el coche, sin poner el motor en marcha. De repente, aquel sentimiento dominaba sobre todos los demás. Incluso sobre el que le provocaba la imagen del joven que había muerto destrozado bajo el eje de una hélice.

Y, por segunda vez durante aquella semana, se sintió herido y lleno de amargura. «¡Bah, me retiro!», exclamó para sí. «Entregaré mi solicitud de despido mañana mismo. Y que se las arreglen ellos solos para aclarar este maldito caso».

Cuando llegó a casa, aún se sentía indignado; tanto más cuanto que no veía el fin de la acalorada conversación que, mentalmente, había entablado con Martinson.

Y, de hecho, le costó conciliar el sueño.

A las ocho de la mañana del miércoles se hallaban todos en la sala de reuniones. Incluido Viktorsson y hasta Nyberg, que aún llevaba restos de grasa en los dedos. Wallander se había despertado con un estado de ánimo algo más halagüeño que el que sufría en el momento de dormirse, por lo que había mudado de parecer y ya no pensaba dejar su puesto de trabajo ni dar lugar a un enfrentamiento con Martinson. En todo caso, aguardaría hasta que los resultados de la investigación interna demostrasen lo que en verdad había ocurrido en aquella sala de interrogatorios. Después, escogería el momento más adecuado para hacer partícipes a sus colegas de la opinión que le había merecido su desconfianza.

De modo que examinaron con detenimiento los sucesos de la noche anterior. Martinson ya había hablado con el señor Tomander, pero ni él mismo ni su mujer habían visto ni oído nada en el camarote contiguo. El noruego llamado Larsen, vecino de Moss, aún no había llegado a casa. La mujer que respondió al teléfono y que debía de ser la señora Larsen le había asegurado, no obstante, que esperaba el regreso de su marido aquella misma mañana.

Wallander, por su parte, desarrolló las dos teorías que había elaborado durante su conversación con Martinson. Nadie parecía tener objeción alguna que oponer y la reunión del grupo de investigación se desarrollaba a un ritmo lento y metódico. Sin embargo, Wallander percibía la urgencia que todos sentían por volver cuanto antes a sus respectivos cometidos.

Cuando por fin terminaron, Wallander estaba resuelto a concentrar todas sus energías en la persona de Tynnes Falk. En efecto, hasta tal punto estaba convencido de que aquel hombre era el origen de todo el enredo. Les quedó, eso sí, por determinar la relación existente entre el asesinato del taxista y el resto de los acontecimientos. Las cuestiones cuyas respuestas Wallander se había propuesto encontrar eran bien sencillas: ¿qué fuerzas misteriosas debieron de desencadenarse la noche en que Falk cayó muerto durante su paseo nocturno, justo en el momento en que acababa de obtener el comprobante de un cajero automático? ¿Habría sido aquélla una muerte natural? Llamó de nuevo a la sección de Patología de Lund y no cejó en su empeño hasta que logró hablar con el forense que había practicado la autopsia. ¿Cabía la posibilidad de que, pese a todo, Falk hubiese fallecido víctima de algún acto violento? ¿Habían examinado todas las opciones? Llegó incluso a llamar al doctor Enander, el médico que había ido a visitarlo a la comisaría. Las opiniones de las causas que podían considerarse como verosímiles y las que ni siquiera eran discutibles se enfrentaban entre sí. Pero, al final, cuando ya pasado el mediodía Wallander se sentía tan hambriento que le crujía el estómago, decidió que había suficientes elementos de juicio como para asegurar que la muerte se había debido a causas naturales. Pese a todo, era incuestionable que aquella muerte natural ante un cajero había puesto en marcha una serie de procesos diversos.

Se hizo con un bloc escolar y anotó:

«Falk».

«Visones».

«Angola».

Tras contemplar un instante lo que había plasmado en el papel, añadió aún otra línea:

«20».

Hecho esto, se quedó mirando fijamente aquellas palabras, que parecían agotarse en sí mismas. ¿Qué era lo que su mente era incapaz de ver con claridad? Con el fin de paliar su irritación y su impaciencia, salió de la comisaría para dar un paseo y despejarse. Se detuvo a almorzar en una pizzería antes de regresar a su despacho y, a las cinco de la tarde, estaba ya dispuesto a abandonar. Por alguna razón, no conseguía ver a través de los acontecimientos para vislumbrar el móvil, aquella guía que tanto necesitaban. No, no lograba acceder a aquel punto.

Acababa de regresar al despacho con una taza de café, cuando sonó el teléfono, que le trajo la voz de Martinson.

—Estoy en la plaza de Runnerströms Torg —aclaró—. Ya está.

—¿El qué?

—Robert Modin acaba de desbloquear el código. Y ha accedido al ordenador de Falk. No quiero contarte la de cosas extrañas que aparecen en la pantalla.

Wallander colgó el auricular bruscamente.

«Por fin», se felicitó. «Lo conseguimos».