26

En la madrugada del martes 14 de octubre, en Luanda, Carter se vio obligado a tomar una decisión muy importante. Abrió los ojos en la oscuridad y quedó atento al zumbido del aparato de aire acondicionado. Su oído le reveló enseguida que había llegado el momento de limpiar el ventilador, pues un leve sonido anómalo se confundía con el ronroneo del aire frío que invadía la habitación. Así pues, se levantó, sacudió las zapatillas, por si se había ocultado en ellas algún insecto, se puso la bata y bajó a la cocina. A través de las ventanas enrejadas pudo ver a uno de los vigilantes nocturnos, José, lo más probable, dormido y hecho un ovillo en la vieja hamaca. En cambio Roberto estaba inmóvil junto a la verja observando la noche, con el pensamiento fijo en alguna idea que sólo él conocía. Muy pronto tomaría uno de los grandes escobones y comenzaría a barrer la zona de la parte delantera de la casa. Y aquel sonido siempre le brindaba a Carter un profundo sentimiento de seguridad. En efecto, había algo atemporal y reconfortante en el hecho de que alguien repitiese la misma acción día tras día. Roberto y su escobón constituían una imagen emblemática de la vida en su mejor momento. Sin sorpresas, sin exigencias. Tan sólo aquella serie de movimientos reiterados, rítmicos, que producía la escoba cuando barría la arena y la gravilla y las hojas y ramas caídas. Carter sacó una botella del agua hervida que había conservado en el frigorífico durante la noche y bebió dos grandes vasos a tragos despaciosos. Después, subió la escalera y se sentó ante el ordenador, que siempre tenía encendido, y al que había conectado una potente batería de reserva, además de estar provisto de un estabilizador que equilibraba la fluctuante tensión de la red eléctrica.

Vio enseguida que había recibido correo electrónico de Fu Cheng. Abrió el mensaje y lo leyó con suma atención.

Después, permaneció como estaba, sentado en la silla.

Malas noticias. No, lo que Cheng le comunicaba no tenía buena pinta, En efecto, le aseguraba que había llevado a cabo cuantas tareas le había ordenado pero, al parecer, los policías persistían en su empeño de acceder al ordenador de Falk. En realidad, Carter no sentía, la menor preocupación por que de verdad lograsen acceder a los programas. Sí, contra todo pronóstico, lo consiguiesen, no alcanzarían a comprender absolutamente nada de lo que apareciese en la pantalla. Por no hablar de lo imposible que les resultaría adoptar cualquier tipo de medida al respecto. No obstante, en aquel mensaje que había recibido durante la noche, Cheng hacía una observación que sí era preocupante. Según el remitente del mensaje, la policía había solicitado la ayuda de un joven.

Y a Carter le inspiraban un gran temor los jóvenes con gafas sentados ante un ordenador. De hecho, Falk y él habían conversado en repetidas ocasiones acerca de aquellos nuevos genios del momento. Los que eran capaces de introducirse en las redes secretas y descifrar e interpretar los protocolos electrónicos más complejos.

Y resultaba que, a decir de Cheng, había motivos suficientes para sospechar que aquel joven caballero llamado, según decía, Modin era uno de esos genios. Por otro lado, Cheng señalaba en su mensaje que los hackers suecos habían logrado acceder en varias ocasiones a los sistemas de defensa de otros países.

De modo que, se decía, el tal Modin podía ser uno de esos peligrosos herejes. «Los herejes de nuestro tiempo, que se niegan a dejar en paz la electrónica y sus secretos. De haber vivido en otra época, Modin y los de su calaña habrían sido quemados en la hoguera».

Aquello no le gustaba lo más mínimo. Como tampoco lo satisfacían tantos otros imprevistos que se habían presentado últimamente. Falk había muerto demasiado pronto y lo había dejado solo con todos los preparativos y las decisiones que aún faltaban por tomar. Él se había visto obligado a hacer limpieza a su alrededor sin la menor dilación. Y no había tenido mucho tiempo para reflexionar. Había tomado todas y cada una de las decisiones tras haber hecho una valoración previa de las medidas adoptadas con ayuda de un programa informático que había sustraído de la Universidad de Harvard. Aun así, era obvio que era insuficiente. Había sido, en efecto, un error trasladar el cuerpo de Falk y empezaba a dudar de que hubiese sido acertado o necesario eliminar a la joven. Claro que ella podía haber empezado a hablar y… ¿Quién podía saberlo? Y, ahora, los policías no parecían dispuestos a darse por vencidos.

Carter reconocía aquella actitud. La de una persona que perseveraba en seguir la pista tras un ciervo herido que se había ocultado en algún lugar del bosque.

Hacía ya varios días que tenía la certeza de que era el agente llamado Wallander el que dirigía todas las operaciones. Las apreciaciones de Cheng eran muy claras; de ahí que hubiese decidido hacerlo desaparecer. Pero fracasaron. Y el hombre no parecía dispuesto a cejar en su denodado empeño.

Se levantó y se acercó a la ventana. La ciudad no había comenzado todavía a desperezarse. La noche africana, llena de perfumes, retenía aún la penumbra. «Cheng es de fiar», se tranquilizó. En efecto, poseía ese tipo de entregado fanatismo oriental que Falk y él habían sospechado que podrían necesitar un día. La cuestión era si aquello sería suficiente.

Se sentó al ordenador y comenzó a teclear. El programa informático le daría un consejo. No le llevó ni una hora introducir todos los datos, definir las que él consideraba eran sus alternativas y pedirle al ordenador que arrojase un pronóstico. Aquel programa era inhumano en el mejor de los sentidos: no había en él espacio para la duda ni tampoco para otros sentimientos que impidiesen la claridad más absoluta en la dirección o el rumbo a tomar.

La respuesta apareció transcurridos unos segundos.

Ni el menor asomo de duda. Carter había introducido la debilidad detectada en Wallander. Una debilidad que, al mismo tiempo, les abría una posibilidad de atraparlo sin problemas.

«Todo el mundo tiene secretos», constató Carter. «Y también este tal Wallander los tiene, claro está. Secretos y puntos débiles».

Comenzó a escribir de nuevo. El alba ya había despuntado y Celina llevaba un buen rato alborotando con sus cacharros en la cocina cuando él puso punto final. Leyó lo que había escrito tres veces, hasta que se encontró totalmente satisfecho con el resultado. Entonces pulsó la tecla de «enviar» y su mensaje desapareció en el ciberespacio.

Carter no recordaba con exactitud quién había sido el primero en utilizar aquella comparación; pero suponía que había sido Falk quien dijo que eran como una nueva especie de astronautas que se deslizaban por los no menos nuevos espacios de los que empezaban a verse rodeados los humanos. «Amigos en el espacio», decía. «Esos somos nosotros».

A continuación bajó a la cocina y se tomó el desayuno. Todas las mañanas observaba a Celina a hurtadillas para ver si estaba embarazada de nuevo, pues había decidido despedirla la próxima vez que eso ocurriese. Después, le dio la lista que había confeccionado la noche anterior para que fuese al mercado a hacer la compra. A fin de asegurarse de que la mujer lo había entendido todo, solía obligarla a memorizar y repetir en voz alta lo que él había escrito. Le dio el dinero y salió para cerrar con llave las dos puertas de la fachada principal. Tenía más que contado el número de cerraduras que, en total, había que abrir cada mañana: eran dieciséis.

Celina salió de la casa. La ciudad ya había despertado de su sueño pero aquella casa, construida hacía ya tiempo por un médico portugués, se sustentaba sobre gruesos muros. Carter regresó al piso de arriba con la sensación de estar rodeado de silencio. De aquel silencio omnipresente en el corazón de la alarma africana. En la pantalla parpadeaba una señal, lo que significaba que había recibido saludos del espacio, de modo que se sentó a leer el mensaje.

Aquélla era la respuesta que esperaba obtener. En un plazo de veinticuatro horas, empezarían a utilizar la debilidad descubierta en el agente Wallander.

Permaneció así largo rato, contemplando la pantalla. Luego se puso en pie y fue a vestirse.

No faltaba ni una semana para que la ola electrónica comenzase a rodar sobre el mundo entero.

***

Inmediatamente después de las siete de la mañana del lunes, tanto Wallander como Martinson sintieron como si todo el aire hubiese escapado de sus cuerpos. Habían dejado la casa de la calle de Snapphanegatan y estaban ya de vuelta en la comisaría. Mientras estuvieron allí, Nyberg anduvo inspeccionando el garaje, junto con otro de los técnicos, trabajando a su ritmo normal: exhaustivo pero impulsado por una especie de ira muda que rara vez emergía a la superficie. De hecho, Wallander solía imaginarse a Nyberg como una explosión ambulante que, por diversas razones, hubiese sido interrumpida en mitad de la cadena.

Habían estado intentando comprender qué había sucedido. ¿Habría sido Jonas Landahl quien vino, en persona, a borrar toda la información de su ordenador? Y, en tal caso, ¿por qué había dejado el disquete si, cualesquiera que fuesen las razones, lo que pretendía era ocultar dicha información? ¿No creería que el disquete estaba vacío? Pero, de ser así, ¿por qué se había tomado la molestia de devolverlo a su escondrijo, debajo de aquella librería inclinada? No eran pocas las preguntas. Cierto que tampoco resultaban tan difíciles, pero, en el fondo, no sabían cómo responderlas adecuadamente. Martinson lanzo al aire, en un tono bastante cauto, la teoría de que el mensaje «los visones han de ser liberados» formaba, en realidad, parte del plan, y tenía como objetivo, precisamente, el que ellos lo encontrasen y se dedicasen a buscar en el sentido equivocado. «Pero ¿cuál es, en el fondo, el sentido equivocado, si no hay aquí nada que tenga sentido?», se preguntaba Wallander con resignación. Además, habían estado discutiendo si deberían pedir o no la búsqueda y captura de Landahl aquella misma noche. Wallander se mostró, no obstante, poco decidido, pues, a su parecer, no podían aducir ninguna razón de peso. Al menos, no hasta que Nyberg hubiese examinado el coche a conciencia. Martinson, por su parte, no estaba de acuerdo. Y fue más o menos en este punto de las deliberaciones en el que se vieron incapaces de alcanzar una postura común, cuando ambos experimentaron un cansancio atroz. ¿O sería simplemente desidia? A Wallander lo atormentaba la idea de no poder dirigir la investigación con una orientación sensata. Y se temía que Martinson suscribía este temor, aunque en silencio. Camino de la comisaría pasaron ante la plaza de Runnerströms Torg. Wallander se quedó esperando en el coche mientras Martinson subía para decirle a Robert Modin que podía dejarlo hasta el día siguiente. El agente y el joven bajaron juntos y el coche que debía llevarlo a su casa no tardó en llegar. Martinson le reveló después a Wallander que el muchacho se opuso, en principio, a marcharse a casa y que de buena gana se habría quedado ante aquellos misterios electrónicos toda la noche. Seguía sin avanzar pero, según Martinson, persistía en su afirmación inamovible de que el número veinte era crucial.

Ya en la comisaría, Martinson se lanzó enseguida a buscar a Jonas Landahl en los archivos informáticos, según los diversos grupos que existían en los registros policiales. Uno de ellos era el constituido por quienes se dedicaban a combatir el comercio de pieles de animales y quizás incluso a liberar visones de las granjas. Sin embargo, la respuesta obtenida fue «acceso denegado». Tras apagar el ordenador, se topó en el pasillo con Wallander, que estaba allí como pasmado, con la mirada perdida y un café frío en la mano.

Decidieron entonces dar por terminada la jornada y marcharse a casa. No obstante, el inspector permaneció un rato más en el comedor, tan cansado para pensar como para irse a casa. Lo último que hizo fue intentar averiguar qué estaba haciendo Hanson. Al parecer y según le dijeron, había partido hacia Växjö poco después de mediodía. Llamó entonces a Nyberg, que no tenía novedades que contarle, salvo que los técnicos seguían analizando el coche.

De camino a casa, el inspector se detuvo a comprar algo de comida en una tienda de alimentación y, cuando llegó el momento de pagar, se dio cuenta de que había olvidado la cartera sobre el escritorio. Pero como la cajera lo reconoció, le fió la cuenta. Lo primero que hizo al llegar a casa fue escribir una nota con letras mayúsculas en la que se recordaba a sí mismo que debía pagar al día siguiente. Acto seguido, dejó el papel sobre la alfombra del vestíbulo, justo ante la puerta. Hecho esto, se preparó unos espaguetis que saboreó ante el televisor pensando que, por una vez en la vida, la comida le había salido buenísima. Cambió entre los diversos canales hasta que decidió quedarse con aquel en el que daban una película, pero, como ya estaba empezada, no tuvo fuerzas para interesarse por ella. Entonces cayó en la cuenta de que había olvidado aquella otra película que debería ver, la de Al Pacino. A las once de la noche ya estaba en la cama, no sin antes haber desconectado el teléfono. La farola parecía suspendida en el aire, inmóvil, al otro lado de la ventana. Wallander no tardó en caer vencido por el sueño.

Poco antes de las seis de la mañana del martes, el inspector se despertó recuperado de su cansancio del día anterior. Durante la noche había soñado tanto con su padre como con Sten Widén. Ambos se encontraban, en su ensoñación, en un extraordinario paisaje pedregoso la mayor preocupación de Wallander era no perderlos de vista. «Hasta yo soy capaz de interpretar ese sueño», se dijo. «Es una manifestación del miedo infantil que siento ante la idea de quedarme solo».

En ese momento, sonó el teléfono y, al contestar, oyó la voz de Nyberg que, como de costumbre, fue derecho al grano: cualquiera que fuera la hora del día o de la noche en que llamase, el técnico presuponía que la persona con la que deseaba hablar estaba ya despierta. Y aquella presuposición era para él tan natural como su queja ante la circunstancia de que anduviesen despertándolo siempre a las horas más intempestivas.

—Acabo de llegar al garaje de Snapphanegatan —comenzó—, y resulta que, entre el respaldo y el asiento trasero, he encontrado algo que no vi ayer.

—¿Y qué es?

—Un chicle de la marca Spearmint, con sabor a limón.

—¿Está pegado en el asiento?

—Ni siquiera está abierto. Si hubiera estado pegado, lo habría visto enseguida ayer mismo.

Wallander se había levantado de la cama y estaba en pie, descalzo sobre el frío suelo.

—Bien —repuso terminante—. Ya hablaremos luego.

Media hora más tarde, tras haberse dado una ducha y ya vestido, salió para dirigirse a la comisaría: el primer café del desayuno tendría que esperar. Aquella mañana en la que no corría la menor brisa, el inspector había decidido ir a pie al trabajo, pero, una vez en la calle, cambió de opinión y tomó el coche, resuelto a no prestar demasiada atención al consiguiente cargo de conciencia. La primera persona a la que buscó al llegar a la comisaría fue Irene. Pero la joven no había llegado aún. «Ebba ya habría estado en su puesto», pensó agriamente. «Aunque ella también empezaba a las siete, y no antes. Ebba habría intuido que, esta mañana, yo necesitaba hablar con ella lo antes posible». Se arrepintió enseguida, no obstante, de su reproche, convencido de que estaba siendo injusto con Irene: en efecto, nadie podía compararse con Ebba. Se dirigió al comedor en busca de una taza de café. Aquel día se llevaría a cabo un gran control en las carreteras y Wallander intercambió unas frases con los colegas de tráfico que se quejaban de que cada vez hubiese más personas que conducían con exceso de velocidad tras haber consumido alcohol y, en algunos casos, sin tener siquiera el permiso de conducir. Wallander los escuchaba ausente pensando que el Cuerpo de Policía siempre se había caracterizado por ser una raza de cascarrabias quejumbrosos. Regresó a la recepción, donde Irene ya estaba quitándose el abrigo.

—¿Recuerdas que te pedí prestado un chicle hace unos días?

—Bueno, nadie puede prestarte un chicle. Te lo di. O, mejor dicho, se lo di a aquella joven.

—¿De qué marca era?

—La más normal, Spearmint.

Wallander asintió.

—¿Eso es todo lo que querías saber? —preguntó Irene atónita.

—¿Te parece poco?

Se dirigió entonces a su despacho, con el café salpicando en la taza. En efecto, necesitaba con urgencia seguir su razonamiento. Ya ante el escritorio, marcó el número particular de Ann-Britt. Wallander oyó el lloriqueo infantil de fondo cuando ella contestó.

—Quiero que me hagas un favor —rogó—. Quiero que hables con Eva Persson y que le preguntes cuál es el sabor de chicle que más le gusta y si solía darle de sus chicles a Sonja.

—¿Puedo saber por qué es eso tan importante?

—Ya te lo explicaré cuando llegues.

Diez minutos más tarde, ella le devolvió la llamada, con el mismo alboroto de fondo.

—Estuve hablando con su madre. Según ella, su hija no tiene un sabor favorito, sino que va cambiando. Me imagino que no iba a mentirme al respecto.

—En otras palabras, que la madre sabe qué chicles suele mascar su hija, ¿no?

—Bueno, las madres pueden llegar a saberlo casi todo de sus hijas —señaló ella.

—Ya, o no saber nada en absoluto.

—Exacto.

—¿Y de Sonja?

—Creo que podemos suponer que Eva Persson le daba de sus chicles.

Wallander emitió un chasquido.

—¡Pero, por Dios! ¿Por qué son tan importantes ahora los dichosos chicles? —inquirió Ann-Britt impaciente.

—Ya te lo contaré cuando llegues.

—Pues yo tengo un buen lío aquí. Por alguna razón que se me escapa, las mañanas de los martes son siempre las peores.

Wallander colgó el auricular pensando que todas las mañanas eran «las peores». «Al menos, cuando te despiertas a las cinco y no puedes volver a dormirte», se dijo mientras se dirigía al despacho de Martinson. El colega no estaba allí, por lo que supuso que se encontraba ya en el despacho de la plaza de Runnerströms Torg, junto con Modin. Tampoco Hanson había regresado de lo que sospechaba había sido un viaje totalmente inútil a Växjö.

Se sentó en su despacho dispuesto a elaborar un balance por su cuenta. No cabía, se dijo, la menor duda de que Sonja Hökberg había hecho su último viaje en el Golf azul oscuro que había estacionado en el garaje de la calle de Snapphanegatan. Jonas Landahl la había conducido hasta la central transformadora donde fue asesinada, antes de marcharse en uno de los transbordadores a Polonia.

Claro que había lagunas y deficiencias en su reconstrucción. En efecto, Jonas Landahl no tenía por qué haber conducido el coche personalmente, como tampoco tenía por qué ser él quien mató a Sonja. Pero era, a todas luces, sospechoso. Y, en cualquier caso, debían localizarlo lo antes posible para interrogarlo.

El ordenador, por su parte, constituía un problema mucho más grave. Si Jonas Landahl no había borrado la información, habría que suponer la intervención de otra persona. Además, estaba el disquete con las copias de seguridad que había hallado oculto bajo la librería.

Wallander se esforzaba por obtener una interpretación plausible, pero, transcurridos unos minutos, cayó en la cuenta de que había, de hecho, otra posibilidad: que el propio Jonas hubiese borrado el contenido, pero que otra persona hubiese estado allí después para comprobarlo.

Wallander abrió su bloc escolar y buscó un bolígrafo, antes de escribir una línea cronológica provisional con los diversos nombres según el orden de la primera aparición en el caso.

Lundberg, Sonja y Eva.

Tynnes Falk.

Jonas Landahl.

Entre todos ellos se había establecido una conexión, pero no habían dado con el móvil lógico de los asesinatos. «Seguimos sin entrever el fondo», concluyó. «Aún no hemos llegado al fondo».

La aparición de Martinson en el umbral de la puerta interrumpió sus pensamientos.

—Robert Modin ya está en pleno trabajo —anunció—. Pidió que lo recogieran a las seis. Hoy se llevó la comida de casa. Unos tés muy raros y unas tostadas más raras todavía, elaboradas con materias primas de cultivo ecológico, procedentes de Bornholm… Además, se llevó un reproductor de cintas. Según dice, trabaja mejor con música de fondo. Le eché un ojo a sus casetes y anoté los nombres.

Martinson sacó del bolsillo un trozo de papel.

El Mesías de Händel y el Réquiem de Verdi —leyó—. ¿Te dice eso algo?

—Sí, que Robert Modin tiene un gusto musical exquisito.

Wallander le refirió sus conversaciones telefónicas con Nyberg y Ann-Britt y la conclusión de que, a aquellas alturas, podían asegurar, sin temor a equivocarse, que Sonja había viajado en aquel coche.

—Ya, pero no tuvo por qué ser en su último viaje —observó Martinson.

—Cierto, pero, por el momento, partiremos de esa base, apoyándonos en la circunstancia de que Landahl se marchó después de una forma, cuando menos, precipitada.

—¿Es decir, búsqueda y captura?

—Exacto. Tendrás que hablar con el fiscal.

Martinson hizo una mueca de disgusto.

—¿No podría hacerlo Hanson?

—Aún no ha vuelto.

—¿Y dónde coño está?

—Me dijeron que había ido a Växjö.

—¿Para qué?

—Parece que el padre de Eva Persson arrastra su vida de alcohólico por aquellos lares.

—¿Tan importante es hablar con él?

Wallander se encogió de hombros.

—Bueno, yo no puedo dedicarme a ir diciendo qué es lo prioritario.

Martinson se puso en pie.

—Está bien, hablaré con Viktorsson. Y veré qué puedo averiguar sobre Landahl en cuanto los ordenadores empiecen a funcionar.

Wallander lo retuvo un instante.

—Oye, en realidad, ¿qué sabemos de todos esos grupos? Los ecologistas, o esos que se hacen llamar «veganos» entre otros.

—Hanson sostiene que son una especie de bandas de moteros, pero más refinados porque a lo que se dedican, en definitiva, es a irrumpir en los laboratorios que hacen pruebas con animales.

—¡Vaya! Eso no es muy justo por parte de Hanson.

—¿Quién ha podido alguna vez acusar a Hanson de ser justo?

—En cualquier caso, yo creía que eran grupos «incruentos». Desobediencia civil sin violencia…

—Sí, y así es, en la mayoría de los casos.

—Pero Falk estaba involucrado en uno de ellos.

—Ya, pero no olvides que no hay ninguna prueba irrefutable de que lo asesinaran.

—Pero a Sonja Hökberg sí. Y a Lundberg.

—Cierto, pero lo que eso significa, sinceramente, es que no tenemos ni idea de lo que se esconde detrás de todo esto.

—¿Tú crees que Robert Modin lo conseguirá?

—No es fácil saberlo. Pero yo no pierdo la esperanza, claro está.

—¿Y sigue empeñado en que el número veinte es importante?

—Así es. Está seguro. Yo no entiendo sus explicaciones más que a medias, pero, créeme, es muy convincente.

Wallander echó una ojeada a su almanaque.

—Estamos a 14 de octubre. El 20 será dentro de una semana.

—Sí, pero no sabemos si se trata de «ese» número veinte.

De pronto, Wallander recordó una cuestión.

—¿Qué sabemos de Sydkraft? Me imagino que habrán iniciado una investigación interna. ¿Cómo pudo producirse el incidente? ¿Por qué estaba rota la verja, pero no la puerta?

—Hanson es quien se encarga de este asunto. Pero, al parecer, Sydkraft se lo ha tomado muy en serio. Según Hanson, van a rodar muchas cabezas.

—Ya, la cuestión es si nosotros nos lo hemos tomado con la suficiente seriedad —observó Wallander pensativo—. ¿Cómo consiguió Falk aquellos planos? ¿Y para qué los quería?

—Sí, todo esto es tan turbio… —se lamentó Martinson—. Claro que no podemos excluir la posibilidad de que fuese un sabotaje. La distancia entre liberar visones y cortar el suministro eléctrico de una región entera tal vez no sea insalvable…, sobre todo si uno cuenta con la dosis de fanatismo suficiente.

Wallander sintió una nueva punzada de desasosiego.

—Ese número veinte me tiene aterrado —confesó—. Si, pese a todo, fuese el 20 de octubre, ¿qué es lo que se supone que ocurrirá entonces?

—Sí, y yo comparto ese temor —admitió Martinson—. Pero, como tú, ignoro la respuesta.

—Me pregunto si no deberíamos celebrar una reunión con Sydkraft. Por lo menos, para que comprueben sus planes de prevención ante las emergencias.

Martinson asintió sin convicción.

—El caso es que cabe ver el asunto de este modo: primero fueron los visones; luego el transformador. ¿Qué será lo siguiente?

Ambos guardaron un pesado silencio.

Martinson salió del despacho y Wallander dedicó las horas siguientes a revisar las montañas de papeles que se habían acumulado sobre su escritorio, obsesionado con hallar algún detalle que le hubiese pasado inadvertido hasta entonces. Pero nada encontró, salvo la confirmación de que seguían a la deriva en un agujero negro.

El grupo de investigación se reunió a última hora de la tarde. Martinson había hablado con Viktorsson. Jonas Landahl estaba ya en búsqueda y captura, tanto dentro como fuera del país. La policía polaca respondió en el acto al télex que les enviaron: Landahl había viajado a Polonia, en efecto, el día en que el vecino lo vio salir por última vez de su domicilio en la calle de Snapphanegatan, aunque no habían registrado su salida del país. Pese a todo, Wallander no estaba convencido de que Landahl estuviese en Polonia: su intuición le decía que no era así. Ann-Britt, por su parte, había mantenido una conversación sobre chicles con Eva Persson justo antes de la reunión. La chica le confirmó que Sonja compraba a veces los de limón. Pero no recordaba cuándo había sido la última vez que la vio con uno de aquellos paquetes. En cuanto a Nyberg, había registrado el coche de arriba abajo y había enviado al laboratorio, para su análisis, un sinnúmero de bolsas de plástico con restos de fibras y cabellos. Pero tendrían que esperar los resultados para estar seguros de que Sonja Hökberg había viajado en el coche de Landahl. Precisamente este extremo originó una discusión, a ratos acalorada, entre Martinson y Ann-Britt. Si era cierto que Sonja Hökberg y Jonas Landahl eran novios, no debía resultar extraño que ella hubiese subido a su coche de vez en cuando y, aunque así hubiese sido, nada apuntaba al hecho de que lo hubiese hecho también el día de su muerte.

Wallander se mantuvo expectante, mientras ellos discutían. Ninguno de los dos tenía razón, pero ambos estaban cansados. El infructuoso intercambio de pareceres se extinguió, al fin, por sí solo. Por lo que a Hanson se refería, el agente había emprendido un viaje, ciertamente inútil, hasta Växjö. Fue en coche y, por si fuera poco, se equivocó de carretera y no lo descubrió hasta que fue demasiado tarde. El padre de Eva Persson vivía en una chabola increíble, a las afueras de Vislanda. Cuando Hanson logró dar con la dirección, lo encontró totalmente borracho e incapaz de proporcionarle la menor información de interés. Por otro lado, el hombre rompía a llorar cada vez que mencionaba el nombre de su hija ante la sola idea del porvenir de la joven, Hanson se marchó de allí tan pronto como pudo zafarse del sujeto.

Tampoco habían dado con ninguna furgoneta Mercedes que pudiese ser la que buscaban. Y Wallander había recibido un fax procedente de Hong Kong enviado desde las oficinas de American Express, en el que un jefe de policía llamado Wang le hacía saber que, en la dirección que les habían proporcionado, no vivía ningún Fu Cheng. Mientras ellos celebraban su reunión, recordaron que Robert Modin seguía manteniendo una lucha sin cuartel con el ordenador de Falk. Tras una prolongada y, en opinión de Wallander, absurda discusión, optaron por aguardar unos días antes de ponerse en contacto con los expertos informáticos de la brigada nacional.

A las seis de la tarde, ya no podían más. Wallander se vio rodeado de una serie de rostros ajados y ojerosos y supo que lo único que podían hacer era dar la reunión por terminada, no sin antes haber acordado que se verían de nuevo a las ocho del día siguiente. Wallander se quedó trabajando hasta las ocho y medía, hora a la que también él se marchó a casa. Se comió los restos de los espaguetis y se tumbó en la cama a leer un volumen sobre las guerras napoleónicas tan absolutamente aburrido que no tardó en dormirse con el libro sobre la cara.

Lo despertó el zumbido del teléfono. Al principio, no sabía ni dónde estaba ni qué hora era. Contestó a la llamada, que procedía de la comisaría.

—Han dado la alarma desde uno de los transbordadores que se dirigen hacia Ystad —anunció el agente de guardia.

—¿Qué ha ocurrido?

—Al parecer, tuvieron complicaciones en el eje de una de las hélices. Y, cuando intentaron localizar el fallo, encontraron también la causa.

—¿Qué era?

—Han encontrado un cadáver en la sala de máquinas.

Wallander contuvo la respiración.

—¿Dónde está ahora el transbordador?

—A unos minutos del puerto.

—Voy para allá.

—¿Quieres que llame a alguien más?

Wallander reflexionó un instante.

—Sí, a Martinson y a Hanson. Y también a Nyberg. Diles que nos veremos en la terminal.

—¿Alguien más?

—Avisa a Lisa Holgersson.

—Está en Copenhague, en un congreso de la policía.

—Me importa un bledo. Llámala.

—¿Y qué le digo?

—Que un sospechoso de asesinato está a punto de volver a Suecia desde Polonia. Pero que, por desgracia, está muerto.

El inspector concluyó la conversación con la certeza de que ya no tendría que elucubrar más acerca del paradero de Jonas Landahl.

Veinte minutos más tarde, reunidos en la terminal, esperaban abatidos a que el gran transbordador atracase en el muelle.