24

En la primera fotografía aparecían los restos destrozados de un autobús que había sido pasto de las llamas. Estaba a uno de los lados de una carretera roja de arena y quizá también de sangre. La toma se había efectuado a cierta distancia y, más que a un autobús, aquello se asemejaba al cadáver de un animal. Junto a la imagen fijada sobre la página del álbum alguien había escrito a lápiz: «Nordeste de Huambo, 1975». Bajo la fotografía, había una mancha muy parecida a la que afeaba la postal. Wallander pasó la hoja. Un grupo de mujeres negras reunidas junto a una charca, en un paisaje árido y reseco. Era una fotografía sin sombras, de lo que dedujo que el sol debía de hallarse muy alto en el cielo cuando se tomó. Ninguna de las mujeres miraba al fotógrafo y la charca tenía muy poca profundidad.

Wallander observó la imagen. La intención aparente de Tynnes Falk al tomar la fotografía, si en verdad fue él quien la hizo, era retratar a aquellas mujeres, pero, en cierto modo, era la charca medio seca la que protagonizaba la foto. De hecho, pensaba Wallander, el fotógrafo quería llamar la atención sobre aquella charca. Y, de paso, sobre unas mujeres que, muy pronto, no tendrían ya más agua. Siguió pasando páginas mientras Marianne Falk lo observaba sentada y en silencio desde el otro extremo de la mesa. Wallander percibió el tictac de un reloj procedente de algún punto de la habitación. También las siguientes fotografías representaban un paisaje desértico; un poblado lleno de chozas redondeadas y de techos bajos. Niños y perros. Nadie miraba a la cámara.

Pero, de repente, desaparecieron los poblados, que dejaron paso a un campo de batalla. O a los restos de un campo de batalla. La vegetación era ya más espesa y más verde. Un helicóptero yacía boca arriba, cual insecto gigantesco aplastado por un pie inconsciente. Cañones abandonados cuyas bocas apuntaban a un enemigo invisible. Pero en las imágenes no aparecían más que las armas: ni rastro de seres humanos, vivos o muertos. Cada fotografía iba acompañada de las correspondientes fechas y nombres geográficos, nada más. Seguían a éstas una serie de instantáneas de torres de radio, algunas de ellas poco nítidas.

Después, de improviso, una foto de grupo. Wallander intentó distinguir los rostros de los nueve hombres apostados ante algo que se asemejaba a un búnquer. Nueve hombres, un niño y una cabra. El animal parecía haberse colado en la fotografía por la derecha y uno de los hombres estaba intentando espantarlo cuando se tomó. El niño miraba directamente a la cámara y reía. Siete de los hombres eran negros; los demás, blancos. Los negros parecían contentos; los blancos, adoptaban un gesto grave. Wallander le mostró la foto a Marianne Falk y le preguntó si reconocía a alguno de los hombres blancos, pero ella negó con un gesto. Junto a la fotografía se leían con dificultad el lugar y la fecha: «Enero, 1976». «Para aquel entonces, Falk debía de tener ya instaladas las torres de radio», concluyó Wallander. «De modo que debía de tratarse de una visita de inspección; habría vuelto a Angola para asegurarse de que aún estaban en pie. ¿O tal vez no abandonó nunca el país? Nada parece indicar que no permaneciese allí todo el tiempo. Por más que ignoremos su nuevo objetivo. Tampoco parece que nadie sepa de que vivía…». Wallander pasó la hoja de nuevo. Las fotografías que ahora tenía ante su vista eran de Luanda, un mes más tarde que las últimas, febrero de 1976. Alguien que aparecía pronunciando un discurso en un estadio deportivo mientras el público hacía ondear banderolas de color rojo. También agitaban banderas, y Wallander supuso que se trataba de los colores de Angola. Persistía allí el desinterés de Falk por los individuos en particular. En efecto, aquél era el retrato de una muchedumbre y la instantánea estaba tomada desde una distancia tal que resultaba difícil distinguir los rostros de los individuos. Pero parecía claro que Falk había estado en el estadio, quién sabe si en el día de la fiesta nacional del país, o en la celebración de la recién ganada independencia de Angola. ¿Por qué habría tomado Falk aquellas fotos que, por si fuera poco, no eran demasiado buenas, siempre a demasiada distancia? ¿Qué sería lo que quería conservar en la memoria?

Venían a continuación algunas fotografías urbanas. Luanda, abril de 1976. Wallander empezó a pasar las páginas más deprisa.

Hasta que, de pronto, se detuvo.

Ciertamente, una fotografía rompía con su motivo la sucesión argumental de las anteriores. Se trataba de una fotografía antigua, en blanco y negro. Representaba a un grupo de europeos de gesto severo que posaban para el retrato. Las mujeres estaban sentadas; los hombres, en pie. La foto era del siglo XIX y al fondo, sobre un paisaje rural, se recortaba un caserón enorme. Asimismo, se entreveían unos sirvientes negros vestidos de blanco. Alguno de ellos sonreía, pero quienes estaban en primer plano se mostraban muy serios. Junto a la fotografía, podía leerse: «Misioneros escoceses, Angola, 1894».

Wallander se preguntaba qué explicaba el que hubiesen incluido allí aquella fotografía. Un autobús carbonizado por el fuego, campos de batalla abandonados, mujeres a punto de quedarse sin agua, torres de radio y, finalmente, el retrato de unos misioneros.

Después, las imágenes volvían a transportar al espectador al periodo en que Falk se encontraba, sin lugar a dudas, en Angola. Y, por primera vez, habían fotografiado a las personas de cerca, de modo que ya sí eran el centro de la imagen. Se estaba celebrando una fiesta. Las fotos estaban tomadas con flash y sólo había blancos. La luz del flash les había enrojecido los ojos y les daba un aspecto animal allí donde alternaban entre copas y botellas. Entonces, Marianne Falk se inclinó sobre la mesa y señaló a uno de los hombres que sostenía una copa. En la fotografía, estaba rodeado de un grupo de hombres bastante jóvenes. La mayor parte de ellos estaban brindando y animando misteriosamente al fotógrafo. Pero Tynnes Falk aparecía sentado y en silencio. Y fue su rostro el que Marianne Falk señaló. No sólo estaba callado, sino también con la expresión grave. Estaba bastante delgado y vestía camisa blanca abotonada hasta el cuello. Los demás hombres estaban medio desnudos, enrojecidos por el alcohol y sudorosos. Wallander volvió a preguntarle a Marianne si no reconocía ningún rostro de los que allí había retratados, a lo que ella volvió a negar con un gesto.

«Bien, en algún lugar hay una persona cuyo nombre comienza por ce. Falk se quedó en Angola. La mujer a la que amaba lo abandonó. O tal vez fuese él quien la abandonó a ella… Y entonces aceptó un trabajo situado lo más lejos posible. Quién sabe si para olvidar o para curar sus heridas. Pero sucede algo que lo mueve a quedarse». Wallander pasó página de nuevo para, en la siguiente fotografía, ver a Tynnes Falk posando ante una iglesia encalada. El fotografiado mira e incluso sonríe al fotógrafo. De hecho, es la primera vez que aparece sonriente. Además, lleva abiertos un par de botones de la camisa. «¿Quién estará detrás de la cámara? ¿No será C.?».

En la página siguiente, Falk volvía a ser el fotógrafo. Wallander se acercó a la fotografía pues, por primera vez, apareció un rostro que se repetía. El hombre estaba bastante cerca de la cámara, un hombre alto, delgado y bronceado por el sol. Exhibía una mirada decidida, llevaba el cabello muy corto y, por su aspecto, podía ser del norte de Europa: alemán o ruso… Wallander se dispuso entonces a examinar el contenido. La fotografía había sido tomada en el exterior. Al fondo se perfilan unas lomas cubiertas de espesa y verdeante vegetación, pero, más cerca, justo a la espalda del fotografiado, hay algo que, en un principio, le recordó una máquina de grandes dimensiones. A Wallander le pareció reconocer la construcción. Sin embargo, hasta que no observó la foto a cierta distancia, no reconoció de qué se trataba. En efecto, era una central transformadora. Una central de tendido de cables de alta tensión.

«Bien, aquí tenemos un punto de contacto. Ignoro qué consecuencias tendrá. Pero, si fue Falk quien tomó la fotografía, su intención era, sin duda, retratar a un hombre que posa ante una central transformadora no muy diferente de aquélla en la que fue hallada muerta Sonja Hökberg». Pasó la hoja muy despacio, como si confiase en que la solución a la incógnita se encontrase en la página siguiente; como si albergase la esperanza de que aquel álbum de fotos pudiese revelarle la clave, el relato fiel de cuanto había sucedido. Pero, algo decepcionado, vio que era un elefante quien lo observaba desde la fotografía siguiente; así como algunos leones que dormitaban al borde del camino, de lo que dedujo que Falk iba en coche cuando hizo aquella toma. Junto a la imagen, pudo leer: «Parque Kruger, agosto, 1976». Falk tardaría un año más en regresar a Suecia y presentarse ante la puerta del hospital Sabbatsberg a esperar a que Marianne saliese del trabajo. Aquella ausencia de cuatro años no había concluido. Leones adormecidos, Falk desaparecido… Wallander recordaba que el parque Kruger se encontraba en Sudáfrica. Tuvo ocasión de enterarse cuando, hacía ya algunos años, una corredora de fincas apareció asesinada y él se vio envuelto en una investigación que desembocó en aquel país africano[17]. Recordaba, asimismo, que anduvo mucho tiempo dudando de su capacidad para llevar el caso a buen puerto.

«De modo que Falk salió de Angola y aquí lo tenemos en coche, fotografiando animales a través de la ventanilla. Ocho páginas, ni más ni menos, repletas de imágenes de pájaros y de animales; en especial, una ingente cantidad de hipopótamos bostezando. Esto no son más que recuerdos de turista. Falk no es ningún artista, precisamente». Tras aquellas páginas, Wallander se detuvo de nuevo a examinar las fotografías con más atención. En efecto, en las que venían a continuación, Falk estaba de vuelta en Angola. «Luanda, junio, 1976.» Y allí estaba la misma figura escuálida de las fotografías anteriores; la misma mirada imperturbable y el cabello corto sentado, en esta ocasión, en un banco junto al mar. Por una vez, había logrado componer una escena realmente afortunada. Y aquélla era la última fotografía. El álbum no estaba, por tanto, completo, sino que quedaban algunas páginas vacías sin rastro de que hubiesen retirado ninguna foto ni tachado anotación alguna. La fotografía que cerraba aquella serie era, sin duda, la del hombre que contempla el mar sentado en un banco. Y, al fondo, la misma silueta urbana de la postal.

Wallander se echó hacia atrás acomodándose en su silla mientras Marianne Falk lo observaba inquisitiva.

—Bien, no estoy seguro de cómo he de interpretar estas fotografías, pero tengo que llevarme el álbum unos días. Es posible que debamos ampliar alguna de ellas.

La mujer lo acompañó hasta el vestíbulo.

—¿Qué importancia puede tener lo que hizo durante aquellos años? Aquello sucedió hace tanto tiempo…

—Cierto, pero algo ocurrió entonces que lo marcó para toda su vida.

—¿Qué crees tú que pudo ser?

—No tengo la menor idea.

—¿Y quién disparó contra ti en su apartamento?

—Tampoco lo sabemos. No tenemos idea de quién era ni qué hacía allí.

Ya se había puesto la cazadora y estaba estrechándole la mano cuando Wallander le advirtió:

—Si lo deseas, podemos hacerte llegar un comprobante de que nos has cedido el álbum para su examen.

—No te preocupes, no es necesario.

Wallander abrió la puerta.

—Hay algo más… —lo retuvo ella.

Wallander la observaba expectante, sin dejar de advertir su falta de decisión.

—Es posible que a la policía sólo le interesen los hechos verificables —prosiguió ella, siempre vacilante—. Y ni siquiera yo veo con claridad lo que se me ha ocurrido.

—Bueno, lo cierto es que, dadas las circunstancias, cualquier aportación puede ser útil.

—Ya… El caso es que yo estuve viviendo con Tynnes durante muchos años —afirmó—. Y, como es natural, pensaba que lo conocía bien. Cierto que no podía decir qué había estado haciendo durante los años en que estuvo desaparecido, pero se me antojaba algo anecdótico. Además, no era un hombre de temperamento desigual y siempre nos trató bien, a los niños y a mí, de modo que tampoco me preocupaba.

En este punto, la mujer hizo una pausa algo brusca. Wallander se mantuvo a la espera.

—En cualquier caso… Había ocasiones en que me daba la impresión de que estaba casada con un fanático —reveló al fin—. De que mi marido tenía una doble personalidad.

—¿Con un fanático? ¿Qué quieres decir?

—Sí, en ocasiones…, ¡era capaz de manifestar opiniones tan extrañas!

—Ya. ¿Acerca de qué?

—Sobre la vida en general. Sobre las personas. Sobre el mundo. Prácticamente sobre todo lo habido y por haber. De repente, estallaba en violentas acusaciones que no parecían dirigidas a nadie en particular, como si enviase sus mensajes al vacío.

—¿Y no solía explicar con detalle a qué se refería?

—La verdad es que a mí me inspiraba un gran temor y no me atrevía a preguntar. Era como si, de pronto, se colmase de un intenso odio. Por otro lado, aquellos ataques pasaban de forma tan inopinada como repentino era el modo en que se producían. A mí me daba la impresión de que se arrepentía de haber hablado de más. O, al menos, él creía que había hablado demasiado; como si hubiese revelado algo que, en el fondo, deseaba mantener en secreto.

Wallander reflexionó un instante.

—Y estás completamente segura de que nunca fue políticamente activo, ¿no es así?

—Él despreciaba a los políticos. Creo que ni siquiera llegó a votar nunca.

—¿Y tampoco estaba ligado a ningún otro movimiento u organización?

—No.

—¿No había nadie por quien sintiese admiración?

—No, que yo sepa —afirmó Marianne para, de inmediato, cambiar de parecer—. Bueno, lo cierto es que parecía tener cierta predilección por la personalidad de Stalin.

Wallander frunció el entrecejo.

—¡Vaya! ¿Te explicó por qué?

—No, no lo hizo, Pero lo oí comentar en varias ocasiones que Stalin había estado en posesión de un poder ilimitado. O, más bien, se había adueñado de ese poder para poder gobernar sin límite.

—¿Eso decía?

—Así es.

—¿Y nunca llegó a explicártelo con más detalle?

—Pues no.

Wallander asintió.

—Bien, si se te ocurre algo más, me llamas enseguida.

Ella le prometió que así lo haría antes de cerrar la puerta.

Wallander se sentó al volante con el álbum de fotos en el asiento del acompañante. En la lejana Angola y hacía más de veinte años, un hombre había posado ante una central transformadora.

¿Sería el mismo que había enviado la postal? ¿Aquél cuyo nombre comenzaba por la letra ce?

Wallander hizo un gesto vehemente con la cabeza. Aquello no tenía ni pies ni cabeza.

Aun así, movido por un impulso difícil de caracterizar, salió de la ciudad y volvió a visitar el lugar donde habían hallado el cuerpo sin vida de Sonja Hökberg. La zona aparecía desierta; la verja, cerrada. Wallander miró a su alrededor. Campos de color canela, el graznar de las urracas en la distancia… Tynnes Falk yacía entonces muerto junto a un cajero automático, de modo que él no pudo asesinar a Sonja Hökberg. Había, pues, otros eslabones aún invisibles que se ramificaban, semejando una red que entretejiese los diversos sucesos.

Pensó en los dedos amputados de Falk, los mismos con los que solía escribir. Regresó al coche y puso la calefacción antes de ponerse en marcha de regreso a Ystad. Pero, al llegar a la rotonda que había justo antes de la entrada a la ciudad, sonó el móvil. Se desvió hacia el arcén y se detuvo antes de contestar la llamada, que era de Martinson.

—Estamos en ello —lo informó.

—¿Y cómo va la cosa?

—Bueno, esas series de cifras son como un muro infranqueable. Modin se esfuerza sin descanso por salvarlo, pero no sabría decirte qué está haciendo exactamente.

—Ya. Paciencia.

—Supongo que la policía le pagará el almuerzo, ¿no?

—Tú pide la factura y dámela a mí luego —lo tranquilizó Wallander.

—¿Sabes?, a pesar de todo, yo creo que deberíamos ponernos en contacto con la brigada nacional y con sus expertos informáticos. En realidad, no ganamos nada posponiendo algo que tendremos que hacer antes o después.

Wallander no pudo por menos de conceder que Martinson tenía razón, pero, aun así, él prefería esperar y darle algo más de tiempo a Robert Modin.

—Sí, lo haremos, pero más adelante —repuso el inspector.

Continuó rumbo a la comisaría, donde Irene le comunicó que Gertrud lo había llamado. Wallander fue a su despacho y le devolvió la llamada de inmediato. El inspector iba a visitarla algún que otro domingo, aunque no muy a menudo, por lo que solía sufrir un enorme y constante cargo de conciencia. No en vano había sido ella, Gertrud, quien se había compadecido de su fastidioso padre en los últimos años de su vida. Y estaba convencido de que sin ella el anciano no habría llegado a cumplir tantos como, pese a todo, llegó a celebrar. Pero, ahora que el padre había muerto, no tenían mucho de que hablar.

Fue la hermana de Gertrud quien atendió la llamada. Aquella mujer, habladora como pocas, pertenecía a la clase de las que quieren opinar sobre casi todo. Wallander intentó ser breve y la mujer fue a buscar a Gertrud, que tardó una eternidad en dejar oír su voz en el auricular.

No obstante, Wallander se había preocupado en vano, pues nada grave había sucedido.

—No, sólo quería saber cómo estabas —lo tranquilizó Gertrud.

—Mucho trabajo, pero, por lo demás, todo bien.

—¡Hace tanto tiempo que no vienes a verme…!

—Lo sé. En cuanto encuentre un hueco, me acercaré por allí.

—Ya, bueno. Puede que llegue el día en que sea demasiado tarde —le advirtió ella—. Cuando se tiene mi edad, no se sabe nunca cuánto tiempo queda de vida.

Gertrud no había cumplido aún los sesenta, pero Wallander comprendió que, a imitación de su padre, también ella la emprendía con el chantaje sentimental.

—Iré en cuanto pueda —prometió amable.

Dicho esto, se disculpó con la excusa de que había gente esperándolo para una reunión importante, pero, una vez hubo finalizado la conversación, fue a buscar un café al comedor, donde se topó con Nyberg, que estaba tomándose una infusión de una hierba muy especial y difícil de conseguir. Para variar, aquella mañana el técnico aparecía descansado. Incluso se había peinado el crespo cabello que, en condiciones normales, solía lucir alborotado.

—No encontramos ningún dedo —declaró Nyberg—. Los perros han estado buscando, Pero comprobamos otras huellas que hallamos en su apartamento y que han de pertenecer a Falk.

—¿Y disteis con algo?

—No figura en los registros suecos.

Wallander no tardó mucho en tomar una decisión.

—Envíalas a la Interpol. Por cierto, ¿sabes si Angola forma parte de esa organización?

—¿Y cómo voy a saberlo?

—No, era sólo una pregunta, hombre.

Nyberg se marchó con su infusión mientras Wallander sustraía unas cuantas tostadas de la bolsa de Martinson antes de encaminarse a su despacho. Eran las doce y Wallander pensó que la mañana se le había pasado demasiado rápido. Allí tenía el álbum de fotos, pero, en realidad, no tenía muy claro qué hacer con él. Cierto que ahora conocía más datos acerca de la persona de Falk de los que poseía horas antes. Pero, a decir verdad, ninguno de ellos lo había aproximado a nada que pudiese explicar aquella misteriosa relación con Sonja Hökberg.

Alzó el auricular y llamó a Ann-Britt, pero no obtuvo respuesta. Tampoco Hanson se encontraba en su despacho, y sabía que Martinson estaba con Robert Modin. Hizo un esfuerzo por imaginar qué habría hecho Rydberg y, en esta ocasión, le resultó más fácil oír la voz del colega. Rydberg, se decía, habría comenzado a pensar con la máxima atención. Eso es lo más importante que debía hacer un policía después de recabar datos. De modo que el inspector cruzó los pies sobre el escritorio y cerró los ojos. En esta postura, revisó mentalmente cuanto había ocurrido. En ningún momento cejó en su empeño de mantener su mirada interior fija en aquella suerte de espejo retrovisor que, de algún modo extraordinario, conducía a la Angola de hacía veinte años. De nuevo intentó abordar el caso de diversos modos y desde distintos puntos de vista. La muerte de Lundberg; y la de Sonja Hökberg. Sin olvidar el hecho de que se hubiese producido un importante corte en el suministro eléctrico.

Cuando, al cabo de un rato, volvió a abrir los ojos, no fue sino para experimentar la misma sensación de unos días atrás: la solución estaba allí, muy próxima; pero no era capaz de verla.

El sonido del teléfono vino a interrumpir el hilo de sus pensamientos. Era Irene, que le anunciaba que Siv Eriksson lo aguardaba en recepción. Se levantó de un salto, se pasó los dedos por el cabello y salió a recibirla. Se trataba, en verdad, de una mujer muy hermosa. Él había pensado pedirle que lo acompañase a su despacho, pero ella se adelantó con la excusa de que no tenía tiempo, de modo que, simplemente, le dejó un sobre, al tiempo que añadía:

—Aquí tienes la lista que me pediste.

—Gracias. Espero que no te haya supuesto demasiada molestia.

—No demasiada, pero una molestia sí que ha sido.

El inspector le ofreció una taza de café que ella rechazó.

—Tynnes dejó unos cuantos cabos sin atar —explicó—. Así que yo me dedico a rematar lo que quedó a medias.

—Pero, según tú misma me dijiste, no puedes asegurar que no tuviese otros encargos, ¿no es así?

—Pues, la verdad, no lo creo. Últimamente, no hacía otra cosa que rechazar ofertas. Lo sé porque solía pedirme que respondiera a las solicitudes.

—¿Cómo interpretabas tú su desinterés por aceptar trabajo?

—Bueno, yo pensaba que quizá necesitase un respiro.

—¿Era la primera vez que ocurría que declinase tantas ofertas de trabajo?

—Ahora que lo dices, sí. Era la primera vez que sucedía.

—¿Y no te explicó por qué?

—No.

Wallander no tenía más preguntas que hacer y Siv Eriksson desapareció por la puerta hacia el taxi que la aguardaba en la calle. Cuando el taxista le abrió la puerta, Wallander vio que, en torno a uno de los brazos, el hombre llevaba una cinta negra, en señal de luto.

Volvió a su despacho y abrió el sobre. La lista era bastante larga y comprobó que un buen número de las empresas para las que Falk y Siv Eriksson habían llevado a cabo diversos trabajos le resultaban desconocidas. Sin embargo, todas se encontraban en Escania, a excepción de una, con sede social en Dinamarca y que, según Wallander creyó deducir, se dedicaba a la fabricación de grúas de carga. Entre todas aquellas empresas desconocidas había, pese a todo, algunas que él sí pudo identificar, como, por ejemplo, varios bancos. Con todo, ni Sydkraft ni ninguna otra compañía de suministros energéticos figuraba entre ellas. Wallander apartó la lista a un lado y se sumió en una profunda meditación.

Tynnes Falk había sido hallado muerto junto a un cajero automático. Había salido por la noche para dar un paseo. Una mujer que paseaba a su perro lo había visto. Él se había detenido ante el cajero para solicitar un comprobante de movimientos; ningún reintegro. Y, después, cayó muerto. De repente, el inspector tuvo la sensación de que había obviado algo. Si no había sido víctima de un infarto ni tampoco de una agresión, ¿qué fue, entonces, lo que le pasó?

Tras otro momento de reflexión, hizo una llamada a la sucursal del banco Nordbanken en Ystad. Wallander se había visto obligado a solicitar un crédito en varias ocasiones, cada vez que tenía que cambiar de coche. Por este motivo, había llegado conocer a uno de los empleados del banco, llamado Winberg, de modo que pidió que lo pasasen con él. Sin embargo, la chica de la centralita le comunicó que estaba ocupado con un cliente. El inspector le dio las gracias y colgó el auricular. Salió entonces de la comisaría camino de la sucursal bancaria. Al entrar, vio que, en efecto, Winberg seguía ocupado. El empleado le indicó con un gesto que tomase asiento mientras él terminaba.

Cinco minutos más tarde, Winberg quedó libre y pudo atenderlo.

—Estaba esperándote —declaró—. Ha llegado el momento de cambiar de coche, ¿no es así?

A Wallander no dejaba de sorprenderlo que los empleados del banco fuesen tan jóvenes. La primera vez que acudió a aquellas oficinas para solicitar el préstamo ya se preguntó si Winberg, que aprobó la concesión personalmente, habría alcanzado siquiera la edad prescrita para obtener el permiso de conducir.

—No, el motivo de mi presencia aquí es distinto. Es más bien una visita profesional. El coche aún puede esperar.

Sus palabras borraron la sonrisa del rostro de Winberg que, según Wallander pudo comprobar, se puso algo nervioso.

—¿Ha sucedido algo aquí, en el banco?

—No, en tal caso, me habría dirigido a tus jefes, ¿no crees? He venido para recabar información sobre vuestros cajeros.

—Comprenderás que no puedo revelar gran cosa, por razones de seguridad.

Wallander pensó que, al igual que él, Winberg se expresaba con una verborrea rígida y estirada.

—En realidad, se trata más bien de cuestiones de carácter técnico. La primera de ellas, bien sencilla, por cierto: ¿se ha establecido la frecuencia con que un cajero expide un comprobante erróneo, ya sea de reintegro o de movimientos?

—Con una frecuencia mínima, aunque, como es lógico, en estos momentos no dispongo de los correspondientes datos estadísticos.

—Yo interpreto eso de la «frecuencia mínima» como que, en realidad, no sucede nunca.

Winberg asintió.

—Sí, yo también.

—¿Y tampoco existe el riesgo de que, por ejemplo, las indicaciones horarias de un comprobante sean erróneas?

—Jamás he tenido noticia de que ocurriese algo así. Supongo que es probable que suceda alguna vez, pero no puede ser muy frecuente. Como puedes figurarte, en todas las operaciones relativas al manejo del dinero, se extreman las medidas de seguridad.

—En otras palabras, que uno puede fiarse de los cajeros.

—En general, sí. ¿Has tenido algún problema?

—No. Pero necesitaba tener la certeza de que era así.

Winberg abrió uno de los cajones de su escritorio y rebuscó hasta hallar una copia de una viñeta que dejó sobre la mesa y que representaba a un hombre que, poco a poco, iba siendo engullido por un cajero.

—Puedes estar tranquilo, que no es tan grave… —comentó con una sonrisa—. Pero es un buen chiste. Y ni que decir tiene que los ordenadores del banco son tan vulnerables como cualquier otro.

«Ahí lo tenemos otra vez», se dijo Wallander. «El tema de la vulnerabilidad». Observó el dibujo y, ciertamente, también a él le pareció muy bueno.

—Bien, Nordbanken tiene un cliente llamado Tynnes Falk —prosiguió el inspector—. Y yo necesito una copia de todos los movimientos registrados en sus cuentas durante el último año, incluidos los reintegros realizados mediante cajero automático.

—Para ello tendrás que acudir a los directivos —le aconsejó Winberg—. En materia de seguridad, yo no tengo competencia.

—De acuerdo. ¿Y con quién he de hablar?

—Lo mejor será que te dirijas a Martin Olsson. Su despacho está en el piso de arriba.

—¿Podrías comprobar si está libre?

Winberg desapareció mientras Wallander se imaginaba el largo y penoso procedimiento burocrático que tendría que soportar.

Sin embargo, cuando Winberg lo condujo hasta la segunda planta, el inspector fue recibido por uno de los directivos del banco, tan sorprendentemente joven como el otro empleado, y que se puso a su disposición. Lo único que necesitaba, advirtió, era una petición oficial de las instituciones policiales. Con todo, al oír que el titular de la cuenta había fallecido, le reveló que también existía la posibilidad de que la viuda cursase la solicitud.

—Sí, bueno, pero estaba separado —aclaró Wallander.

—En ese caso, será suficiente con el documento de la policía —aseguró Martin Olsson—. Te prometo que me ocuparé de que se gestione con toda la rapidez deseable.

Wallander le dio las gracias y bajó de nuevo al despacho de Winberg, pues le había quedado una pregunta por formular.

—¿Podrías buscar en vuestros registros si Tynnes Falk tenía alquilada alguna caja fuerte?

—Lo cierto es que no sé si eso me está permitido… —objetó Winberg vacilante.

—Tu jefe dijo que sí —mintió Wallander.

Winberg se marchó para regresar minutos más tarde.

—No, bajo el nombre de Tynnes Falk no había ninguna.

Wallander se puso en pie pero volvió a sentarse enseguida; dado que, después de todo, estaba en el banco, podía aprovechar y pedir su crédito para el coche que no tardaría en verse obligado a comprar.

—Será mejor que arreglemos lo del coche ahora mismo —explicó—. Tienes razón, pronto tendré que comprar otro.

—¿Cuánto necesitas?

Wallander hizo un rápido cálculo mental y, dado que no tenía ninguna otra deuda que amortizar, pidió:

—Pues, unas cien mil coronas, si es posible.

—Sin problemas —repuso Winberg al tiempo que tomaba un impreso.

A la una y media, todo estaba listo. Winberg autorizó el préstamo personalmente, sin que fuese precisa la aprobación de instancias superiores. Wallander salió del banco con la incierta sensación de ser, de repente, un hombre rico. Al pasar ante la puerta de la librería próxima a la plaza se acordó de que tenían un libro sobre tapizado de muebles que debería haber recogido hacía ya varios días. Además, recordó que llevaba la cartera vacía, de modo que volvió sobre sus pasos y se encaminó al cajero que había junto a la oficina de Correos y se puso en la cola. Había cuatro personas delante de él: una mujer con un cochecito de bebé, dos jovencitas y un hombre mayor. Wallander miraba abstraído cómo la mujer introducía la tarjeta por la ranura, recogía el dinero y, acto seguido, el comprobante. Entonces, se puso a pensar en Tynnes Falk. Vio después cómo las dos muchachas sacaban un billete de cien coronas antes de ponerse a discutir acaloradamente el contenido del comprobante. El señor de edad echó una ojeada a su alrededor antes de introducir la tarjeta y teclear su número secreto. Retiró quinientas coronas y se guardó el comprobante en el bolsillo, sin leerlo. Llegó así el turno de Wallander, que sacó mil coronas y leyó detenidamente el comprobante. Todo parecía en orden, tanto las cantidades como las fechas y las indicaciones horarias. Arrugó el papel antes de arrojarlo a una papelera que halló a su paso. Pero entonces, de repente, se detuvo en seco. En efecto, se le vino a la mente el corte en el suministro eléctrico que había sumido en la oscuridad a gran parte de Escania. Alguien, se decía, conocía la localización de los puntos débiles de la cadena de suministro energético. Por más que la técnica hubiese avanzado, siempre había algún punto débil, alguna conexión más endeble en la que el flujo de aquello que todos daban por supuesto podía ser detenido sin dificultad. Recordó asimismo el plano que había sobre la mesa del despacho de Falk, junto al ordenador. Sabía que no estaba allí por casualidad, como tampoco era fortuito el hecho de que hubiesen hallado un relé en su camilla del depósito.

Aquellas constataciones no eran, por inmediatas, menos conocidas para él. Pero, de pronto, vio con total claridad algo que, hasta el momento, había estado flotando en una especie de nebulosa intangible.

Nada de cuanto había ocurrido era fruto de la casualidad. El plano estaba donde lo hallaron porque Tynnes Falk lo había utilizado. Lo que a su vez significaba que tampoco era producto del azar el que Sonja Hökberg hubiese sido asesinada justo en la central transformadora.

«La joven era una especie de víctima», concluyó el inspector. «En la cámara secreta de Tynnes Falk había un altar con el rostro del propio Falk como divinidad objeto de adoración. Sonja Hökberg no había sido asesinada, simplemente, sino que, en cierto modo, había sido sacrificada. Tal vez para poner de manifiesto la vulnerabilidad de los puntos débiles. Así habían puesto un velo sobre el rostro de Escania, para que cesase toda actividad».

La idea lo hizo estremecer. La sensación de que tanto él como sus colegas aún navegaban a la deriva en un enorme vacío se hizo más intensa.

Mientras observaba a las personas que se acercaban al cajero, se le ocurrió pensar que, si podían interrumpir el suministro energético, también podrían inutilizar un cajero. «¡Sabe Dios qué otras cosas podrían inutilizar, reprogramar o, simplemente, apagar! Una torre de control, el cambio de las vías del tren, el suministro de agua y de electricidad…, todo esto es posible. Con una sola condición: hay que conocer el punto débil, aquél en que la vulnerabilidad potencial se hace realidad».

Echó a andar de nuevo sin preocuparse ya de la librería. Regresó a la comisaría y, al entrar en recepción, Irene le hizo seña de que quería hablar con él, pero Wallander la rechazó con un gesto. Ya en su despacho, dejó la cazadora sobre la silla y sacó su bloc escolar al tiempo que se sentaba. Una vez más, hizo un nuevo intento de análisis de lo sucedido durante unos minutos de gran concentración. Pero, en esta ocasión, intentó aproximarse a los acontecimientos desde una perspectiva totalmente nueva. ¿No habría, pese a todo, algo que apuntase a que en todo aquello subyacía un intento de sabotaje estudiado y planificado al detalle? ¿No sería aquel sabotaje el fondo que él tan denodadamente buscaba? De nuevo le vino a la mente aquella ocasión en que Falk había sido detenido por liberar a unos visones de granja. ¿No se escondería, tras aquel suceso en apariencia anecdótico, algo de mayor envergadura? ¿No sería una especie de ensayo de otra intentona posterior?

Cuando dejó el bolígrafo y se echó hacia atrás en la silla, no tenía en modo alguno la certeza de haber encontrado el punto de arranque que les permitiera avanzar sin incidentes en la investigación. Pese a todo, sí que veía en ello una posibilidad, incluso aunque el asesinato de Lundberg quedase, a la luz de esta interpretación, por completo fuera de lugar. «Después de todo, es innegable que ahí comenzó todo» se dijo. «¿No cabría sospechar que, contra todo pronóstico, un suceso incontrolable empezase a desencadenarse? ¿Algo que en absoluto hubiese figurado en el plan inicial pero que después, una vez producido, tenía que corregirse? De hecho, ya sospechamos, o al menos así lo creemos, que Sonja Hökberg fue asesinada para evitar que revelase algo. ¿Y por qué le extirparían a Falk aquellos dos dedos? Tal vez para ocultar algo…».

Entonces cayó en la cuenta de que, de hecho, existía una tercera posibilidad. Si podían dar por cierta la sospecha de que Sonja Hökberg había sido sacrificada, también el hecho de que a Falk le hubiesen cortado los dos dedos con que escribía podía responder a una suerte de ritual.

De nuevo se entregó a desbrozar esta vía, de nuevo se empleó en el análisis bajo esta perspectiva, pero, en esta ocasión, intentando llegar más lejos. ¿Qué sucedería si el asesinato de Lundberg no estuviese en modo alguno relacionado con lo que aconteció después? ¿Si la muerte de Lundberg no hubiese sido, en el fondo, más que un error?

Media hora más tarde, comenzó a desesperar. Era demasiado pronto para extraer tales conclusiones. Nada encajaba, por ahora.

Aun así, experimentaba la sensación de haber avanzado un trecho más. No en vano había visto con claridad que existían varios códigos a partir de los cuales interpretar los sucesos y su relación interna, algunos más de los que había entrevisto hasta entonces.

Acababa de ponerse en pie para ir a los servicios cuando Ann-Britt llamó a la puerta.

La colega fue derecha al grano.

—Tenías razón —admitió la mujer—. Sonja Hökberg tenía, efectivamente, un novio.

—¡Ajá! ¿Cómo se llama?

—Sé cómo se llama, pero no dónde está.

—¿Y eso?

—Porque parece que ha desaparecido.

Wallander la observó incrédulo. Después, decidió posponer la visita a los servicios y volvió a tomar asiento. Eran las tres menos cuarto de la tarde.