22

Poco después de las seis, Robert Modin sintió que no podía más. Además, empezó a quejarse de un fuerte dolor de cabeza.

Sin embargo, no tenía intención de abandonar. Aguzó la vista por encima de las lentes de sus gafas al tiempo que les aseguraba a Martinson y a Wallander que continuaría encantado al día siguiente.

—Pero necesito pensar —aclaró—. Tengo que diseñar una estrategia y consultar a unos amigos.

Martinson procuró que un coche llevase al joven a Löderup.

—¿Qué quiso decir? —inquirió Wallander cuando ambos hubieron regresado a la comisaría.

—Pues eso, que necesita pensar y elaborar una estrategia —repitió Martinson—. Exactamente igual que nosotros. Nosotros resolvemos problemas, y ése es el motivo por el que hemos solicitado la ayuda de Robert Modin, ¿no es cierto?

—Sí, claro. Pero es que sonaba como un viejo doctor al que se le hubiese presentado un paciente con una sintomatología extraña. Hasta dijo que quería consultar a unos amigos…

—Ya, bueno. Yo creo que lo que hará será consultar a otros hackers. O que hablará con ellos a través del ordenador. Pero el símil del doctor y los síntomas raros es realmente bueno.

Martinson parecía haber superado la anomalía de procedimiento que suponía haber recurrido a la colaboración de Robert Modin sin permiso de los superiores, de modo que Wallander decidió que no tenía sentido sacar a relucir el asunto de nuevo.

Tanto Ann-Britt como Hanson habían acudido a la comisaría, pero, por lo demás, reinaba una benefactora paz dominical. Wallander pensó fugazmente en el montón de casos que crecía sin cesar antes de convocarlos a todos a una breve reunión, persuadido de que, al menos de forma simbólica, estaban a punto de cerrar una semana de trabajo; por más que les quedase mucho por averiguar.

—Estuve hablando con uno de los guías caninos, con Norberg, que, por cierto, estaba planteándose cambiar de animal. Según él, Herkules está ya demasiado viejo —informó Hanson.

—¡Ah!, pero ¿sigue vivo ese perro? —inquirió Martinson incapaz de ocultar su asombro—. Recuerdo que ya estaba aquí cuando yo llegué.

—Pues, al parecer, sus días están contados, porque ha empezado a quedarse ciego.

Martinson rompió a reír, aunque sin ganas.

—¡Vaya!, sería un buen tema para un artículo: el destino de los perros policía cuando se quedan ciegos.

Pero a Wallander no le pareció en absoluto divertido, pues no podía negar que echaría de menos al viejo animal. Quizás incluso más de lo que añoraría a algún que otro colega.

—He estado pensando en el asunto de los nombres de los perros —prosiguió Hanson—. Con algo de esfuerzo, puedo comprender que le pongan a un chucho el nombre de Herkules, pero lo de Redbar ya se me escapa.

—¿Cómo? No hay ningún perro policía que se llame así, ¿no? —preguntó Martinson con cara de sorpresa.

Wallander dejó caer las palmas de las manos sobre la mesa en sonora palmada: el gesto más autoritario que era capaz de hacer en aquel momento.

—Bueno, bueno. Dejemos ese tema. ¿Qué dijo Norberg?

—Que sí, que es posible que cuando los cuerpos o los objetos están o han estado congelados dejen de despedir ningún tipo de olor. De hecho, a los perros les resulta mucho más complicado localizar cadáveres en invierno si las temperaturas son demasiado bajas.

Wallander pasó página rápidamente.

—¿Y el vehículo? El Mercedes, ¿has podido comprobar algo?

—Sí. Hace unas semanas que robaron en Ånge una furgoneta Mercedes, de color negro.

Wallander sondeaba su memoria en un intento de localizar Ånge geográficamente.

—¿Dónde está Ånge? —se rindió.

—Cerca de Luleå —afirmó Martinson sin el menor titubeo.

—¡Anda ya! —exclamó Hanson—. Está cerca de Sundsvall.

Ann-Britt se puso en pie y fue a mirar el mapa que había en la pared. Era Hanson quien estaba en lo cierto.

—Ni que decir tiene que ésa puede ser nuestra furgoneta —observó Hanson—. Suecia es un país pequeño.

—Ya, bueno, apenas si parece verosímil —objetó Wallander—. Puede que haya habido más coches robados cuya desaparición no se haya denunciado aún. Así que seguiremos pendientes del asunto.

Dicho esto, pasaron a escuchar la información recabada por Ann-Britt.

—Bien. Lundberg tenía dos hijos, distintos como la noche y el día. El que vive en Malmö, Nils-Emil, trabaja como conserje en un colegio. Intenté ponerme en contacto con él por teléfono, pero su mujer me dijo que estaba entrenando con un grupo que se dedicaba a hacer ejercicios de orientación en el campo. Es bastante habladora y me aseguró que su marido se había visto muy afectado por la muerte del padre. Si no la entendí mal, parece que Nils-Emil es cristiano practicante. De modo que el que puede resultar interesante para nosotros parece ser el mayor, Carl-Einar. En 1993, fue acusado de haber violado a una chica que se apellida Englund, vecina de Ystad. Pero jamás se demostró su culpabilidad.

—¡Ah, sí! Me acuerdo bien de aquel caso. Bastante desagradable, por cierto.

Wallander, a su vez, no tenía más recuerdo de aquella época que el de su deambular por las playas danesas de Skagen, hasta que, a raíz del asesinato de un abogado [15], se reincorporó a su puesto en la policía, aunque el primer sorprendido era él mismo.

—¿Llevaste tú el caso? —inquirió el inspector.

Martinson hizo una mueca de tristeza antes de responder:

—No, fue Svedberg.

Un denso silencio inundó la sala por un instante durante el que todos rememoraron en silencio la figura del colega muerto.

—Todavía no he terminado de revisar toda la documentación —continuó Ann-Britt—. Así que aún ignoro por qué no lo declararon culpable.

—Lo cierto es que nadie fue condenado por aquel delito —precisó Martinson—. Así que el autor quedó suelto, pues nunca encontramos otro sospechoso. Lo que sí recuerdo es que Svedberg siguió convencido de que, pese a todo, había sido Lundberg. Pero, la verdad, no se me había ocurrido que podía tratarse de ese Lundberg, del hijo del taxista.

—A ver, supongamos que hubiese sido él —propuso Wallander—. ¿Explicaría esa circunstancia, en realidad, el hecho de que su padre pierda la vida víctima de un robo, o que Sonja Hökberg muera carbonizada, o que a Tynnes Falk le corten dos dedos?

—Bueno, fue una violación de una brutalidad extrema —intervino Ann-Britt—. Es decir, que el autor era un hombre difícil de amedrentar. La joven Englund estuvo ingresada en el hospital durante mucho tiempo. Y presentaba heridas graves, tanto en la cabeza como en el resto del cuerpo.

—Bien, naturalmente, debemos investigarlo más a fondo —concedió Wallander—. Pero no creo que esté relacionado con este caso. Detrás de todo lo sucedido se esconde algo muy distinto cuya naturaleza aún desconocemos.

Llegó entonces el momento de dar paso al asunto de Robert Modin y el ordenador de Falk. Ni Hanson ni Ann-Britt parecieron reaccionar ante el hecho de que hubiesen buscado la ayuda de una persona condenada con anterioridad por un delito de pirateo informático del más alto nivel.

—A ver, creo que no lo entiendo bien —confesó Hanson una vez que Wallander puso punto final—. ¿Qué crees tú que podemos encontrar en ese ordenador? ¿Una confesión o una exposición aclaratoria de lo ocurrido? Y, en ese caso, ¿por qué habrían de figurar esos datos en el ordenador?

—Verás, no sé si encontraremos algo —admitió Wallander sin rodeos—, pero estoy convencido de que debemos averiguar a qué se dedicaba Falk exactamente. Al igual que debemos hacernos una idea lo más clara posible de quién era. Por cierto, que mucho me temo que tendremos que indagar en su pasado. Tengo la impresión de que era un hombre bastante especial.

Hanson no pareció ceder a los argumentos de Wallander, pues seguía sin ver con claridad la utilidad que podría tener el que dedicasen tanto tiempo a trastear en el ordenador de Falk. Sin embargo, no opuso más objeciones. Wallander intuyó que debía dar por finalizada la reunión lo antes posible: todos estaban agotados y necesitaban descansar.

—Bien, continuaremos como hasta ahora —prosiguió—. Sin descartar alternativas y adentrándonos hasta el fondo de cada brecha en la investigación. Aislaremos cada uno de los acontecimientos y nos comunicaremos los resultados para ver si hallamos algún otro denominador común. Hemos de recabar más información acerca de Sonja Hökberg. ¿Quién era, en realidad? Al parecer, estuvo trabajando en el extranjero, hizo un poco de todo. Los datos con que contamos son demasiado escasos.

En este punto, se interrumpió para preguntar a Ann-Britt:

—Por cierto, ¿qué pasó con su bolso?

—¡Ah, sí! Se me olvidaba —adujo ella en tono de disculpa—. La madre creía que era posible que faltase una agenda.

—¿Que «era posible»?

—Así es. Eso dijo. Y estoy por creerla, la verdad. Parece que la única persona a la que Sonja Hökberg facilitó el acceso a su intimidad fue Eva Persson. Según cree la madre de Sonja, su hija tenía una pequeña agenda de color negro en la que anotaba direcciones y números de teléfono. Y, de ser así, dicha agenda habría desaparecido del bolso. Pero ya te digo que no estaba segura.

—En fin, si es cierto, es un dato importante. Pero supongo que Eva Persson debe de saberlo. —Wallander meditó un momento antes de seguir adelante—. Bien, en mi opinión, debemos reorganizarnos en lo relativo a la distribución de tareas. A partir de este momento, quiero que tú, Ann-Britt, te dediques de forma exclusiva a investigar a Sonja Hökberg y a Eva Persson. Algún novio debió de existir en la vida de Sonja; alguien que pudiera llevarla en coche fuera de la ciudad, tal vez. Y quiero que indagues en su entorno y su pasado, que averigües quién era. Martinson se encargará de mantener a Robert Modin de buen humor. Del hijo de Lundberg puede responsabilizarse otra persona. Yo mismo, sin ir más lejos. Y también seguiré rebuscando en la vida de Falk. Hanson, por su parte, se dedicará a dar cohesión a cuanta información consigamos, informando a Viktorsson, por ejemplo, y capitaneando un grupo paralelo que se encargue de localizar más testigos y de buscar una explicación al hecho de que un cadáver desaparezca del depósito de Lund. Además, alguien debería ir a Växjö y hablar con el padre de Eva Persson, sólo por no tenerlo pendiente.

Antes de concluir la reunión, echó una ojeada a su alrededor para comprobar que todo había quedado claro.

—Todo esto nos llevará bastante tiempo, pero tarde o temprano daremos con algo que nos conduzca al extraordinario denominador común que, pese a todo, debe de existir.

—¿No estamos obviando algo? —observó Martinson una vez que Wallander hubo guardado silencio—. Alguien se tomó la molestia de disparar contra ti, ¿recuerdas?

—No, no lo he olvidado —corrigió Wallander—. Pero, a mi entender, ese disparo no es más que un índice inequívoco de la gravedad de este caso; de que, sin duda, debe de haber un fondo que resultará mucho más complejo de lo que hemos osado imaginar.

—Ya, claro. O tal vez sea tan simple que se nos escapa —apuntó Hanson.

Por fin, disolvieron la reunión. Wallander sentía la necesidad de salir de la comisaría lo antes posible. Eran ya las siete y media y, pese a haber comido muy poco durante el día, no estaba hambriento. Se dirigió a la calle de Mariagatan. El viento había amainado, pero la temperatura se mantenía. Antes de abrir la puerta y entrar en el portal echó una ojeada a su alrededor.

Una vez en casa, dedicó la hora siguiente a adecentar el apartamento y a seleccionar y amontonar la ropa sucia. De vez en cuando se detenía a mirar las noticias del telediario, de repente, un titular llamó su atención. En efecto, emitían una entrevista a un general americano al que preguntaron cómo creía él que serían las guerras del futuro. Según el oficial, la mayor parte de las operaciones bélicas se ejecutarían a través de ordenadores. Los días de las tropas de infantería estaban contados o, al menos, su importancia se vería considerablemente menguada.

Aquellas palabras suscitaron una duda en el inspector. Puesto que aún no habían dado las nueve y media, buscó un número de teléfono y se sentó a llamar junto a la mesa de la cocina.

Erik Hökberg respondió casi en el acto.

—¿Qué tal va todo? —inquirió—. Nosotros estamos de luto, como comprenderás. Y nos gustaría saber cuanto antes qué le ocurrió a Sonja con exactitud.

—Trabajamos a marchas forzadas, no lo dudes.

—Pero ¿tenéis algún resultado? ¿Sabéis ya quién la mató?

—No, aún no.

—Pues no me explico que sea tan difícil dar con alguien que ha sido capaz de quemar viva a una pobre chica en una central transformadora.

Wallander se abstuvo de hacer ningún comentario.

—Ya, bueno. Te llamaba porque quería preguntarte si Sonja sabía manejar un ordenador.

La respuesta fue inmediata y decidida.

—¡Pues claro que sabía! Como todos los jóvenes de ahora.

—¿Y le interesaban los ordenadores?

—Bueno, solía navegar por Internet. Y no se le daba mal. Pero no era tan buena como Emil.

A Wallander no se le ocurrían más preguntas. De pronto, sintió que sus conocimientos de informática eran insuficientes. En realidad, era Martinson quien debería haberle hecho aquel tipo de preguntas a Hökberg.

—Oye, supongo que habrás estado pensando en lo ocurrido y te habrás preguntado cómo pudo Sonja matar al taxista y por qué ella misma resultó asesinada después, ¿no es así?

La voz de Erik Hökberg sonó entrecortada al contestar:

—La verdad, yo suelo entrar en su habitación —confesó en tono lastimero—. Suelo quedarme allí sentado, contemplando sus cosas. Y, si he de ser sincero, no comprendo nada de nada.

—¿Cómo describirías a Sonja?

—Era una joven fuerte y algo obstinada. Tenía un carácter difícil. Creo que se las habría arreglado bien en la vida. Como se suele decir, estaba bien equipada para vivir. Sí, ella lo estaba, sin la menor duda.

Wallander revivió en su memoria la imagen de la habitación de la joven y su impresión de que aquella estancia había dejado de crecer mientras ella se hacía mayor. La habitación de una niña pequeña y no de la persona a la que el padrastro acababa de describir.

—¿No tenía novio? —continuó indagando Wallander.

—No, que yo sepa.

—¿Y no te resulta un tanto extraño?

—¿Por qué?

—Bueno, después de todo, tenía diecinueve años y era bastante guapa.

—Pues a casa no trajo nunca a nadie.

—¿Y tampoco recibía llamadas?

—No sé. Ella tenía su propio teléfono. Fue el regalo que pidió cuando cumplió los dieciocho. Lo cierto es que la llamaban continuamente, pero, como comprenderás, yo no sé quién.

—¿Tenía contestador?

—Sí, pero ya lo he escuchado y estaba vacío.

—Bien, si volviera a recibir alguna llamada, me gustaría escuchar el mensaje.

A Wallander lo asaltó de pronto el recuerdo del póster que había fijado en el interior del armario de la chica. Lo único, aparte de la ropa, que indicaba que allí vivía una adolescente, casi una mujer. Rebuscó en su memoria el nombre de la película…: El abogado del diablo.

—Höglund, la agente de la brigada judicial, se pondrá en contacto con vosotros. Tendrá muchas preguntas que haceros. Si de verdad deseáis que averigüemos qué le ocurrió a Sonja, debéis colaborar al máximo con vuestras respuestas.

—¿Acaso no te he dado las respuestas que pides? —le espetó Erik Hökberg en un tono inesperadamente agresivo que Wallander, no obstante, supo comprender.

—Vuestra colaboración es modélica —lo tranquilizó Wallander—. Bien, no te molesto más.

Se despidió antes de colgar el auricular y permaneció allí sentado sin poder apartar de su mente la imagen del póster cinematográfico que había hallado en el armario de Sonja. Miró el reloj y comprobó que eran las nueve y media. Entonces marcó el número del restaurante en el que trabajaba Linda. Un hombre muy estresado respondió en sueco con un fuerte acento extranjero y le prometió que iría a buscarla. La muchacha tardó varios minutos en contestar. Al oír que era su padre quien llamaba, se enojó.

—¡Ya sabes que no puedes llamar a estas horas, cuando más ocupados estamos! Lo único que consigues es que se cabreen conmigo.

—Sí, ya lo sé —repuso Wallander en tono de disculpa—. Es sólo una pregunta.

—Bueno, pero rápido.

—Claro. ¿Has visto una película que se llama El abogado del diablo? Es de Al Pacino.

—O sea, que me llamas y me molestas en medio del trabajo para preguntarme por una película, ¿no es eso?

—No tenía otra persona a la que preguntar…

—Bueno, pues cuelgo ahora mismo.

Al oír su respuesta, fue Wallander quien se indignó.

—¡No puede ser tan difícil responder a una simple pregunta! ¿La has visto o no?

—¡Sí, la he visto! —barbotó ella.

—¿Y de qué trata?

—¡Dios santo!

—¿Trata de Dios?

—Bueno, en cierto modo. Trata de un abogado que, en realidad, es el mismo diablo.

—¿Y eso es todo?

—¿No te parece suficiente? ¿Por qué quieres saberlo? ¿Acaso tienes pesadillas por las noches?

—No, estoy investigando un asesinato. Y necesito saber por qué una joven de diecinueve años tiene el póster de esa película en su dormitorio.

—Pues lo más probable es que Al Pacino le parezca guapo. O que adore al diablo. ¿Cómo coño quieres que lo sepa yo?

—¿Tienes que usar ese vocabulario?

—Pues sí.

—¿Y no trata de nada más?

—Oye, ¿por qué no vas y la alquilas? Seguro que ya está en vídeo.

Wallander se sintió como un imbécil. En efecto, debería habérsele ocurrido antes; podría ir a uno de los videoclubes de la ciudad y alquilar la película en lugar de andar irritando a Linda.

—Siento haberte molestado —se disculpó.

De repente, la cólera de la joven desapareció.

—No importa, pero ahora tengo que dejarte.

—Lo sé. Hasta luego.

El inspector colgó el auricular, pero el teléfono volvió a sonar enseguida. Descolgó de nuevo, en medio de grandes dudas, pues podía tratarse de algún periodista. Y si había algo que no estaba dispuesto a soportar en aquel momento era otra intromisión de los medios de comunicación.

Al principio, no reconoció la voz, pero enseguida cayó en la cuenta de que era Siv Eriksson.

—Espero no molestar —se disculpó ella.

—No, en absoluto.

—Verás, he estado pensando…, intentando recordar algo que pueda serte de ayuda.

«Invítame a ir a tu casa», sugirió Wallander para sus adentros. «Si de verdad deseas ayudarme, invítame. Tengo hambre y sed y no quiero pasar las horas en este asqueroso apartamento».

—¿Se te ha ocurrido algo? —inquirió, no obstante, con el tono más formal de que fue capaz.

—No, por desgracia. Supongo que era su mujer quien mejor lo conocía. O quizá sus hijos.

—Si no recuerdo mal, decías que los encargos que le hacían solían ser de la más diversa índole; le surgían tanto aquí en Suecia como en el extranjero y, al parecer, era bastante bueno, así que estaba muy solicitado. ¿No te hizo nunca ningún comentario sorprendente sobre su trabajo? ¿Algo que jamás habrías esperado oírle decir?

—Como te dije, no era muy hablador. Era muy cauto con las palabras. Lo cierto es que era muy cauto en general.

—¿Podrías ser un poco más explícita?

—Bueno, a veces me daba la impresión de que se encontraba en otro mundo. Por ejemplo, si estábamos comentando algún problema, él me escuchaba e incluso respondía a mis preguntas y comentarios, pero, pese a todo, era como si estuviese ausente.

—¿Y dónde crees que estaba?

—Lo ignoro. Era muy misterioso. Aunque no me había dado cuenta hasta ahora. De hecho, antes pensaba que su actitud reservada era una manifestación de su timidez. O a que estaba abstraído. Pero ya no. A decir verdad, la impresión que una tiene de una persona se modifica después de su muerte.

Wallander pensó fugazmente en su propio padre, aunque la imagen del anciano no se le antojaba, tras su muerte, muy distinta de como había sido en vida.

—Entonces, ¿no tienes ni idea de en qué podía estar pensando? —insistió el inspector.

—Pues, en realidad, no…

Dado que la respuesta le pareció algo inconclusa, se dispuso a esperar pacientemente a que la mujer se decidiese a completarla.

—En honor a la verdad, no tengo memoria más que de un recuerdo que puede interpretarse como anómalo. Lo cual, por otro lado, no es mucho, si tenemos en cuenta que nos conocíamos desde hacía varios años.

—Ajá. Cuéntame.

—Fue hace dos años, en octubre o a principios de noviembre. Una noche en que se presentó aquí alterado en extremo. Tanto, que no logró ocultar su indignación. Teníamos entre manos un trabajo de asesoría que era bastante urgente. Algo para el catastro. Ni que decir tiene que yo le pregunté qué había pasado. Y entonces me contó que había sido testigo de cómo unos adolescentes habían iniciado una pelea con un hombre de edad que, al parecer, estaba algo ebrio. Según dijo, cuando el hombre intentó defenderse, lo abatieron a golpes y, una vez que lo tenían tendido sobre la acera, la emprendieron a patadas con él.

—¿Y eso fue todo?

—¿No te parece suficiente?

Wallander meditó un instante. Tynnes Falk había reaccionado ante el hecho de que una persona hubiese sido víctima de un acto violento. Por más que pensaba en ello, no veía con claridad qué podía significar aquello, al menos en el contexto de la investigación en curso.

—¿Y él no intervino?

—No. Sólo se enfureció.

—¿Qué dijo exactamente?

—Que esto era un caos. Que ya no merecía la pena…

—¿Qué era lo que no merecía la pena?

—¡Yo qué sé! A mí me dio la sensación de que, en cierto modo, se refería al ser humano en sí. Como si la condición de animal se impusiera a la de racional. De todos modos, como era habitual en él, cuando intenté indagar un poco más en su comentario, me cortó. Y nunca más volvió sobre el tema.

—Y tú, ¿cómo interpretas su indignación?

—Bueno, a mí me pareció bastante natural. ¿Acaso tú no habrías reaccionado del mismo modo?

«Sí, tal vez sí», admitió Wallander para sus adentros. «Sólo que no estoy seguro de si yo habría llegado a la conclusión de que el mundo es un caos».

—Me figuro que no sabrás quiénes eran aquellos jóvenes, ni tampoco el hombre borracho que fue objeto de su agresión.

—¡Por Dios! ¿Cómo iba yo a conocer semejante dato?

—Bueno, yo soy policía. Mi misión es hacer preguntas.

—En fin, siento no haber podido contribuir con algo más de información.

Wallander notó que deseaba retenerla al teléfono, pero comprendió que ella lo descubriría enseguida si lo intentase.

—Bien, gracias por llamar. No dudes en hacerlo de nuevo si se te ocurre algo más. Yo te llamaré mañana, con toda probabilidad.

—De acuerdo. Ahora estoy preparando un trabajo de programación para una cadena de restaurantes, de modo que estaré todo el día en la oficina.

—¿Cómo afectará todo esto a tu trabajo?

—No lo sé. Sólo espero que mi fama sea lo suficientemente buena como para poder sobrevivir sin Tynnes. De lo contrario, ya se me ocurrirá algo.

—¿Como qué?

Ella lanzó una carcajada.

—¿Es algo que necesites saber para la investigación?

—No, es sólo curiosidad.

—Pues quizá me dedique a viajar.

«Todos se van de viaje», se lamentó Wallander con un punto de envidia. «Al final, no quedaremos en este país más que los malhechores y yo».

—Sí, yo también lo he pensado, pero estoy atado por muchos motivos, como el resto, supongo.

—Yo no estoy atada —objetó ella ufana—. Uno debe decidir por sí mismo.

Concluida la conversación, Wallander siguió pensando en sus últimas palabras: «Uno debe decidir por sí mismo». Claro que ella tenía razón. Tanta como Per Åkeson y Sten Widén.

De repente, sintió una gran satisfacción ante el hecho de haber enviado aquel anuncio a la sección de contactos del periódico. A pesar de que no contaba con recibir ninguna respuesta, al menos, había tomado alguna iniciativa.

Se puso una cazadora y se encaminó a uno de los videoclubes que había al final de la calle de Stora Östergatan. Sin embargo, al llegar vio que los domingos cerraban a las nueve. De modo que siguió subiendo en dirección a la plaza de Torget deteniéndose de vez en cuando ante algún que otro escaparate.

Ignoraba cuál podía ser el origen de aquella sensación, pero, de repente, se dio la vuelta. A excepción de algunos jóvenes y un guarda nocturno, no había nadie en la calle. Rememoró de nuevo la advertencia de Ann-Britt y su consejo de que procurase ser más cauteloso.

«¡Bah!, son imaginaciones mías», resolvió. «No hay nadie tan necio que intente atacar al mismo policía dos veces consecutivas».

Ya en la plaza de Torget, giró hacia la calle de Hamngatan para después tomar la de Österleden, camino a casa. El aire fresco le acariciaba el rostro. El inspector se dio cuenta de que necesitaba hacer ejercicio.

Eran las diez y cuarto cuando llegó a la calle de Mariagatan. Una vez en casa, vio que no le quedaba más que una cerveza en el frigorífico. Se preparó unos bocadillos y se sentó ante el televisor con la intención de seguir un debate sobre la economía sueca. Lo único que creyó comprender fue que las finanzas del país eran halagüeñas y deficientes al mismo tiempo. Enseguida empezó a dar cabezadas, deseando poder dormir por fin toda una noche, sin sobresaltos.

Al parecer, los problemas de la investigación habían decidido darle un respiro por un momento.

A las once y media, se fue a la cama y apagó la luz.

Apenas vencido por el sueño, sonó el teléfono. El timbre resonaba en la oscuridad.

Contó hasta diez, y el timbre cesó. Entonces desconectó el teléfono y decidió esperar: si lo buscaban de la comisaría, intentarían localizarlo a través del móvil, aunque él deseaba que no fuese el caso pero… En ese momento se oyó el zumbido del teléfono móvil que tenía sobre la mesilla de noche.

Era la patrulla que estaba de guardia en la calle de Apelbergsgatan y quien llamaba era el agente Elofsson.

—No sé si será importante —comenzó el colega excusándose—, pero hemos visto pasar el mismo coche varias veces por aquí durante la última hora.

—¿Pudisteis ver al conductor?

—Por eso llamo, como tú dejaste instrucciones claras…

Wallander aguardaba presa de renovada tensión.

—El caso es que podría ser chino —prosiguió Elofsson—, aunque comprenderás que no es fácil asegurarlo.

El inspector no tuvo que pensárselo dos veces. Su noche de reposo se había malogrado apenas comenzada.

—Voy para allá ahora mismo.

Colgó y miró el reloj.

Acababa de dar la medianoche.