Eran las nueve cuando Wallander despertó aquella mañana del domingo 12 de octubre. Pese a no haber podido dormir más de seis horas, se sentía descansado. Antes de dirigirse a la comisaría, dio un paseo de media hora. La llovizna de la noche anterior había cesado y el cielo prometía un claro y hermoso día otoñal. Por si fuera poco, la temperatura había ascendido a nueve grados. A las diez y cuarto, cruzó las puertas de la comisaría. Antes de ir a su despacho, se asomó a la central de alarmas para preguntar qué tal había ido la noche. Aparte de un robo perpetrado en la iglesia de Sankta María, donde los ladrones huyeron asustados por una alarma, la guardia nocturna había sido inusualmente tranquila. Los coches camuflados que vigilaban la calle de Apelbergsgatan y la plaza de Runnerströms Torg tampoco habían observado ningún movimiento digno de mención.
Wallander le preguntó al agente de servicio quiénes de sus colegas habían llegado ya.
—Martinson está aquí y Hanson ha ido a recoger a alguien. Pero a Ann-Britt no la he visto.
—¡Aquí estoy! —la oyó gritar entonces detrás de él—. ¿Me he perdido algo? —quiso saber la colega.
—No, nada —repuso Wallander—. Podemos ir a mi despacho.
—Espera, voy a dejar mi abrigo.
Wallander le explicó al agente que necesitaba que alguien fuese a Löderup a buscar a Robert Modin a las doce. Le explicó el camino antes de añadir:
—Ha de ser un coche civil —precisó—. Es muy importante.
Minutos después, Ann-Britt entró en el despacho del inspector. Tenía mejor aspecto que los últimos días y parecía menos cansada. Wallander pensó que debería interesarse por la marcha de sus asuntos familiares, pero, como era habitual en él, no estaba muy seguro de que aquél fuese el momento oportuno. En cambio, le reveló que Hanson estaba a punto de llegar con un testigo y le habló acerca del joven de Löderup y de que tal vez él pudiese ayudarles a acceder a la información que contenía el ordenador de Tynnes Falk.
—Sí, recuerdo a ese muchacho —comentó ella una vez que Wallander hubo concluido.
—Según me dijo, vinieron policías de la brigada nacional. ¿Por qué harían tal cosa?
—Lo más probable es que se pusieran nerviosos en Estocolmo. No creo que las autoridades suecas tengan ningún interés en alardear de que un ciudadano sueco pueda leer los secretos de las medidas de defensa americanas desde el ordenador de su casa.
—Ya, pero me resulta más que extraño que yo no hubiera oído hablar del tema siquiera.
—¿No estarías de vacaciones?
—Sí, claro, es posible. Pero, aun así, es muy raro.
—Pues yo no creo que aquí suceda nada importante de lo que tú no estés al corriente.
Wallander recordó la sensación que había experimentado la noche anterior, cuando intuyó que Hanson estaba ocultándole algo. Incluso estuvo a punto de preguntarle a Ann-Britt, pero no llegó a hacerlo. En realidad, sus presentimientos no eran muy halagüeños pues se trataba de una joven de corta edad que, con el apoyo de su madre, lo acusaba de agresión. Los policías solían ser muy corporativistas, pero, por otro lado, si un colega se buscaba problemas, también podían reaccionar dándole la espalda.
—En otras palabras, tú crees que la solución está en el ordenador, ¿me equivoco? —adivinó Ann-Britt.
—Yo no creo nada de nada, pero opino que sería interesante averiguar a qué se dedicaba Falk y quién era exactamente. Parece que, en la actualidad, la gente empiece a adquirir identidades electrónicas.
Pasó entonces a referirle el hallazgo de la mujer con la que Hanson no tardaría en aparecer por la comisaría.
—¡Estupendo! Desde luego, es la primera persona que parece haber visto algo en este caso —se congratuló Ann-Britt.
—Sí, si tenemos suerte.
La colega estaba apoyada contra el dintel de la puerta, según una costumbre de reciente adquisición; en efecto, antes solía entrar en el despacho y sentarse directamente.
—Ayer noche estuve intentando reflexionar acerca de todo esto —reveló ella—. Estaba sentada ante el televisor. Daban algún programa de humor, pero no podía concentrarme; y los niños estaban ya dormidos.
—¿Y tu marido?
—Mi ex marido. Está en Yemen, creo. El caso es que apagué el televisor y me fui a la cocina, me serví una copa de vino e intenté revisar todo lo ocurrido con la mayor sencillez posible, excluyendo los detalles secundarios.
—Eso es misión imposible —opuso él—. En la medida en que ignoramos por completo lo que es relevante y lo que es accesorio en todo este asunto.
—Cierto, pero tú me has enseñado que no podemos sustraernos al deber de probar diversas alternativas, a separar lo que es importante de lo que no lo es.
—Bien, ¿y cuál fue tu conclusión?
—Pues resolví que, ciertamente, hay circunstancias que podemos dar por supuestas. Para empezar, no creo que debamos poner en duda la conexión entre Tynnes Falk y Sonja Hökberg. En este sentido, el descubrimiento del relé es decisivo. Por otro lado, existe una característica en todas las indicaciones horarias de que disponemos que apunta a una posibilidad inadvertida hasta el momento.
—¡Ajá! ¿Cuál?
—Que la relación entre Tynnes Falk y Sonja Hökberg no fuese directa, sino tangencial.
Wallander comprendió enseguida su razonamiento y lo relevante que podía resultar.
—A ver, quieres decir que la relación entre ellos no era inmediata, sino indirecta, a través de otra persona, ¿no es así?
—Exacto. El móvil puede tener cualquier otro origen, dado que, de hecho, Tynnes Falk había fallecido cuando Sonja Hökberg murió carbonizada. Sin embargo, puede que quien cambiase de lugar el cadáver de Tynnes Falk fuese la misma persona que la mató a ella.
—Sí, quizá. Pero el caso es que seguimos sin saber qué buscamos —se lamentó Wallander—. No hemos detectado ningún móvil que los vincule a ambos. Ningún denominador común, salvo la oscuridad que afectó a todos por igual cuando se produjo el corte en el suministro.
—Y la pregunta es: ¿fue una casualidad que ese corte se produjese en una de las unidades de transformadores más importantes?
Wallander señaló el mapa que tenía fijado a la pared.
—Veamos, es la unidad eléctrica más próxima a Ystad, que, a su vez, es la ciudad de la que huyó Sonja Hökberg.
—Pero estamos de acuerdo en que tuvo que ponerse en contacto con alguien que decidió conducirla hasta allí.
—Si es que ella misma no se lo pidió a ese alguien —sugirió Wallander despacio—. No cabe duda de que pudo ser así, ¿no crees?
Ambos observaban el mapa en silencio.
—Me pregunto si no deberíamos empezar por Lundberg, el taxista —apuntó Ann-Britt meditabunda.
—¿Sabes si hemos encontrado algo sobre él?
—En nuestros registros no aparece y, además, he estado hablando con algunos de sus compañeros y con su viuda. Pero nadie tiene ningún dato extraordinario que aportar sobre él. Al parecer, era un hombre que trabajaba con el taxi y que dedicaba el tiempo libre a su familia. Un hermoso y corriente destino existencial sueco con desenlace dramático y brutal. Lo cierto es que, después de haber hablado con todas esas personas, anoche, mientras reflexionaba en la cocina, se me ocurrió pensar que era «demasiado bonito». El panorama de su vida era inmaculado… Así que, a menos que tengas algo en contra, pienso seguir indagando un poco más en la vida de Lundberg.
—No, en absoluto. De hecho, creo que haces bien. Hemos de perforar el caparazón hasta el núcleo, hasta el corazón de la roca, dondequiera que esté. ¿Tenía hijos el taxista?
—Sí, dos varones. Uno de ellos vive en Malmö. El otro sigue en la ciudad. Quiero intentar localizarlo hoy mismo.
—Muy bien, hazlo. En cualquier caso, no estaría nada mal que, de una vez por todas, pudiésemos cerrar su caso como un robo normal y corriente, con resultado de muerte.
—¿Tenemos alguna reunión para hoy?
—No, por ahora. Pero te avisaré si cambian los planes.
La colega se marchó dejando a Wallander sumido en una profunda reflexión acerca de sus palabras. A continuación, el inspector se dirigió al comedor para hacerse con una taza de café. Había un periódico sobre una de las mesas. Se lo llevó a su despacho y empezó a hojearlo distraído. De repente, algo atrajo su atención. En efecto, alguien anunciaba allí sus excelencias y sus servicios. Con proverbial falta de imaginación, la persona en cuestión había elegido darse el apodo de «Cita cibernética». Wallander leyó el anuncio y, sin pensárselo dos veces, encendió el ordenador y redactó un anuncio, consciente de que, si no lo escribía en aquel momento, no lo haría jamás. Nadie tenía por qué saberlo. Y él podría permanecer en el anonimato todo el tiempo que quisiera. Por otro lado, las respuestas que recibiese llegarían a su casa sin la identidad del remitente. Se esforzó por formular su propuesta con la mayor sencillez posible: «Policía, cincuenta años, separado, una hija, busca compañía. No matrimonio, pero sí amor». En lugar de «Perro viejo», como había pensado en un principio, tomó el apodo de «Labrador». Imprimió una copia y guardó el texto en el ordenador. En el primer cajón del escritorio tenía sobres y sellos, de modo que escribió la dirección y cerró el sobre con el anuncio dentro. Después, se lo guardó en el bolsillo de la cazadora. Cuando hubo terminado, no pudo por menos de admitir para sí que, verdaderamente, experimentaba cierta tensión ante las consecuencias. Dudaba de que las respuestas a su anuncio fuesen muchas. Tal vez incluso fuesen de tal naturaleza que tuviese que desecharlas en el acto. Pero era innegable que la idea se le antojaba de lo más emocionante.
De repente, Hanson apareció en el umbral de la puerta.
—Alma Högström ya está aquí —anunció—. La dentista jubilada, ¿recuerdas? Nuestro testigo.
Wallander se puso en pie y acompañó a Hanson hasta una de las salas de reuniones más pequeñas. En el suelo, junto a la silla que ocupaba la mujer, yacía un pastor alemán que observaba su entorno con mirada atenta. Wallander la saludó con la sensación de que la señora se había vestido para la ocasión: visita a la comisaría.
—Me complace enormemente que haya accedido a venir, pese a que sea domingo —comenzó Wallander agradecido, al tiempo que se preguntaba cómo era posible que, después de todos aquellos años en la policía, fuese capaz de seguir expresándose con tanto formalismo.
—Uno debe cumplir con su deber de ciudadano, si sus observaciones pueden ser de utilidad a la policía —replicó la mujer.
«¡Vaya! Ella se expresa aún peor que yo», constató Wallander con resignación. «Ha sido como escuchar una réplica de una película antigua».
Poco a poco, fueron desbrozando los sucesos de aquella noche y comentando lo que la mujer había visto. Wallander dejó que Hanson se hiciese cargo de las preguntas, mientras él tomaba nota. Alma Högström tenía la mente despejada y sus respuestas eran claras y concisas. Cuando no estaba segura, lo admitía sin rodeos. Pero lo más importante era, tal vez, su certeza sobre las indicaciones horarias.
La pensionista había visto una furgoneta de color oscuro a las once y media. Y estaba tan segura de ello porque había mirado la hora un instante antes de que se percatase de que el vehículo estaba allí.
—Es un hábito adquirido por deformación profesional —se lamentó la mujer—. Jamás podré erradicarlo. El paciente en la silla, la sala de espera llena y el tiempo que pasaba a toda velocidad…
Hanson quería que la mujer identificase el tipo de furgoneta y, con este fin, se había llevado un archivador que él mismo había confeccionado hacía ya varios años y que contenía diversos modelos de vehículos y un muestrario de colores que le habían dado en un comercio de pinturas. Claro que todo aquello podía hacerse ya con la ayuda de diversos programas informáticos, pero, al igual que a Wallander, también a Hanson le costaba relegar sus costumbres inveteradas.
Después de mucho probar, llegaron a la conclusión de que podía haberse tratado de un modelo de furgoneta de la casa Mercedes, de color negro o azul oscuro.
En el número de matrícula no se había fijado, como tampoco vio si había alguien sentado al volante. En cambio, sí que había podido distinguir la silueta de una sombra detrás del vehículo.
—Bueno, a decir verdad, no fui yo quien la divisó, sino mi perro, Redbar. Enderezó las orejas con la mirada fija en la furgoneta.
—Comprendo que no es fácil describir una sombra —comentó Hanson—. Pero quizá podrías hacer un esfuerzo por recordar algún otro detalle, por ejemplo, si pertenecía a un hombre o a una mujer.
La mujer reflexionó largo rato antes de responder:
—Aquella sombra no tenía falda, de eso estoy segura. Y creo que era un hombre. Pero no puedo garantizarlo.
—¿Oíste algo? —intervino Wallander—. ¿Algún ruido?
—No. Pero me parece que, en aquellos momentos, pasaron varios coches por la carretera principal.
Hanson retomó el interrogatorio.
—¿Qué sucedió después?
—Proseguí mi ronda habitual.
Hanson extendió un mapa sobre el escritorio y ella señaló el trayecto que solía recorrer.
—Es decir, que pasaste por el mismo lugar una vez más. Y para entonces el vehículo había desaparecido, ¿no es así? —intervino Hanson.
—Exacto.
—¿A qué hora fue eso?
—Debían de ser las doce y diez.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
—Pues porque llegué a casa a las doce y veinticinco y desde el centro comercial suelo tardar un cuarto de hora, más o menos.
La mujer señaló en el mapa el lugar donde vivía y Wallander y Hanson asintieron convencidos de que, con toda probabilidad, ella tenía razón.
—Pero no viste nada sobre el asfalto y el perro tampoco reaccionó, ¿no es así?
—No, nada.
—¿No te parece un tanto extraño? —preguntó Hanson a Wallander.
—Bueno, el cuerpo debió de conservarse congelado —observó Wallander—. Por esa razón no despedía ningún olor. Podemos preguntarle a Nyberg o a cualquiera de nuestros guías caninos.
—Si he de ser sincera, me alegro de no haber visto nada —confesó Alma Högström con determinación—. La sola idea de que la gente vaya por ahí con un cadáver en el automóvil a medianoche me parece monstruosa.
Hanson le preguntó entonces si había visto a alguna otra persona por allí cuando pasó por el cajero, pero ella aseguró que estaba sola.
Pasaron a hablar de sus anteriores encuentros con Tynnes Falk.
De repente, a Wallander le surgió una pregunta que se le antojó urgente.
—¿Sabías que el hombre con el que solías toparte se llamaba Falk?
La respuesta de la dentista jubilada sorprendió al inspector.
—Sí, claro. Hubo un tiempo en que fue paciente mío. Tenía una buena dentadura y no acudía muy a menudo a mi consulta, pero yo tengo buena memoria para los nombres y las caras.
—Bien, de modo que solía pasear por las noches, ¿no es así? —intervino entonces Hanson.
—Sí, nos encontrábamos varias veces por semana.
—¿Lo viste en compañía de alguien en alguna ocasión?
—Jamás. Siempre iba solo.
—¿Solíais cruzar alguna frase o deteneros a charlar?
—Bueno, yo intenté intercambiar algún saludo con él alguna vez, pero él parecía preferir que lo dejaran en paz.
Hanson no tenía más preguntas que formular, por lo que miró a Wallander, indicándole que podía continuar.
—¿Lo notaste distinto durante los últimos días?
—Distinto, ¿en qué sentido?
El propio Wallander no estaba muy seguro de lo que quería preguntar.
—No sé, si parecía atemorizado, si miraba a su alrededor como buscando a alguien…
La mujer reflexionó un instante antes de responder.
—Bueno, si alguna diferencia había, he de decir que era en sentido contrario.
—¿A qué te refieres, lo contrario de qué?
—Pues que aparentaba cualquier cosa menos miedo. En realidad, últimamente parecía estar de buen humor y lleno de energía. En ocasiones anteriores me había causado la impresión de que andaba desganado, casi abatido.
Wallander frunció el entrecejo.
—¿Estás segura de lo que dices?
—¿Cómo puede una estar segura de lo que sucede en el interior de otra persona? Estoy diciéndote lo que me pareció a mí.
Wallander se mostró de acuerdo con su observación.
—Bien, creo que eso es todo por ahora, así que gracias —resolvió—. Es posible que volvamos a necesitar tu colaboración, pero, ni que decir tiene que si recuerdas algo más has de ponerte en contacto con nosotros de inmediato.
Hanson la acompañó hasta la salida mientras Wallander permanecía sentado, meditando sobre la última observación de la mujer, la relativa al buen humor de Tynnes Falk. Wallander movió la cabeza contrariado: las contradicciones se multiplicaban a medida que avanzaba la investigación.
Al cabo de unos minutos, Hanson estaba de vuelta.
—No sé si he oído bien. ¿De verdad que el perro se llamaba Redbar[14]?
—Pues vaya nombre para un perro.
—No sé…, ¿un perro honrado…? Te aseguro que he oído cosas peores.
—Ya, pero un perro no puede llamarse Redbar, ¿no te parece?
—Bueno, al parecer, ella le ha puesto ese nombre. Y dudo mucho de que podamos considerar su acción como ilícita.
Hanson hizo un gesto displicente.
—A ver, una furgoneta Mercedes, negra o azul —dijo retomando la cuestión—. Supongo que debemos empezar por los coches robados.
Wallander se mostró de acuerdo.
—Sí pero, además, podrías hablar con alguno de los guías caninos sobre aquello del olor, si es normal que el perro no lo percibiera. En cualquier caso, ya contamos con una indicación horaria precisa a la que atenernos, lo cual no es poco, dadas las circunstancias.
Dicho esto, el inspector regresó a su despacho. Eran las doce menos cuarto, y decidió llamar a Martinson para referirle lo que había sucedido durante la noche. El colega lo escuchó sin pronunciar palabra. Esta actitud irritó a Wallander que, no obstante, logró controlar su mal humor. En cambio, le pidió a Martinson que fuese a ver a Robert Modin, no sin antes prometer que dejaría las llaves del apartamento en la recepción.
—De acuerdo, puede que sea muy enriquecedor ver cómo un buen pirata informático sortea un cortafuegos.
—Te prometo que la responsabilidad será sólo mía —sostuvo Wallander—. Pero no quisiera que el joven estuviese allí a solas.
Martinson notó enseguida la cauta ironía de Wallander y comenzó a hacer apología de sí mismo.
—Bueno, no todos somos como tú, que observas las reglas de la profesión como te viene en gana.
—Sí, ya lo sé —aceptó Wallander paciente—. Ya sé que tienes toda la razón, pero yo no pienso recurrir al fiscal, ni siquiera a Lisa, para pedirles permiso.
Cuando concluyeron la conversación, Wallander sintió que estaba hambriento, de modo que decidió disfrutar del buen día otoñal dando un paseo hasta el centro para almorzar en la pizzería de István. El propietario del local estaba muy ocupado, con lo que no tuvieron ocasión de charlar acerca de Fu Cheng y su tarjeta de crédito falsa. De regreso a la comisaría, el inspector se detuvo en Correos para echar la carta con el anuncio. Después continuó su camino, aliviado por el convencimiento de que no recibiría ni una sola respuesta.
Apenas había entrado en su despacho, cuando sonó el teléfono. Era Nyberg, que deseaba verlo. Así pues, volvió a recorrer el pasillo para acudir al despacho del técnico, que estaba en la planta baja del edificio. Al entrar, vio que Nyberg tenía ante sí, sobre la mesa, el martillo y el cuchillo que habían utilizado en el robo al taxista.
—Hoy se cumplen cuarenta años de mi vida como policía —barbotó Nyberg enojado—. En realidad, empecé un lunes por la mañana. Pero celebraré este absurdo aniversario el domingo.
—Si tan harto estás, no comprendo por qué no lo dejas ahora mismo —le espetó Wallander.
El inspector se sorprendió ante lo airado de su propia reacción, pues nunca antes había perdido los estribos de aquel modo con Nyberg. Antes al contrario, siempre procuraba dirigirse al hábil aunque colérico técnico criminalista con gran cautela.
Pese a todo, Nyberg no pareció ofendido, sino más bien asombrado.
—¡Vaya! Yo creía que era el único que tenía mal humor en esta casa —ironizó.
—Lo siento, no era mi intención estallar así —se excusó Wallander en un murmullo.
Entonces, el técnico se enojó.
—¡Qué coño! ¡Claro que era tu intención! No me explico por qué la gente tiene tanto miedo a manifestar sus arrebatos. Además, tienes razón. Lo único que hago últimamente es quejarme.
—Bueno, quizá sea ésa la única opción que nos quede —subrayó Wallander.
Nyberg echó mano de la bolsa que contenía el cuchillo con un gesto malhumorado.
—Veamos. Tengo los resultados de las huellas dactilares. Y resulta que aquí hay dos distintas.
Wallander se mostró enseguida interesado.
—Eva Persson y Sonja Hökberg —aventuró.
—Exacto. Las dos.
—Lo que puede indicar que Persson no miente a ese respecto.
—Bueno, es una posibilidad.
—¿Crees que, pese a todo, la inductora de la agresión fue Hökberg?
—Yo no creo nada. Lo único que digo es que existe esa posibilidad.
—¿Qué hay del martillo?
—Ahí sólo aparecen las huellas de Hökberg. Nada más.
Wallander asintió despacio.
—Bien, ya sabemos algo.
—Sí, pero sabemos algo más —prosiguió Nyberg al tiempo que hojeaba los papeles que se amontonaban sobre su escritorio—. Hay ocasiones en que los facultativos de medicina legal se superan a sí mismos. Y, en este caso, sostienen que, con verosimilitud rayana en la certidumbre, son capaces de establecer que la agresión se produjo en dos turnos. Primero atacaron con el martillo y después con el cuchillo.
—Ya, ¿y al contrario no?
—No. Ni tampoco al mismo tiempo.
—¡Vaya! ¿Cómo pueden llegar a semejante precisión?
—Yo creo saberlo, más o menos. Pero me temo que no podría explicártelo.
—Eso implica que Hökberg pudo haber cambiado de arma en medio del ataque.
—Así es, al menos, como yo creo que se produjeron los acontecimientos. Es posible que Eva Persson llevase el cuchillo en el bolso. Pero Hökberg se lo pidió y ella se lo dio.
—Ya, como en un quirófano —comentó Wallander presa de un profundo malestar—. Cuando el cirujano va pidiendo los distintos instrumentos…
Ambos permanecieron en silencio, entregados a meditar acerca de aquel símil tan desagradable. Finalmente, Nyberg rompió el silencio.
—Por cierto, hay algo más. He estado pensando en el bolso, ¿recuerdas? El que hallamos cerca de la unidad de transformadores pero en el sitio equivocado, por así decirlo.
Wallander aguardaba expectante la continuación. Nyberg era eminentemente un técnico, experto y exhaustivo, pero, en ocasiones, los sorprendía con su inesperada capacidad para combinar sus habilidades con otras que quedaban fuera de su competencia.
—El caso es que fui allí y me llevé el bolso. Intenté arrojarlo desde distintos puntos probables, pero jamás logré que llegase tan lejos.
—¿Cómo que no?
—¿Recuerdas el lugar con exactitud? Postes de la luz, alambres de púas y altos pilares de hormigón por todas partes… Así que el bolso chocaba siempre con algo. Lo intenté veinticinco veces. Y sólo una dio resultado.
—De lo que se deduce que alguien se tomó la molestia de ir hasta la valla con el bolso.
—Sí, es bastante probable. La cuestión es por qué.
—¿Se te ocurre algo?
—Lo más lógico es, claro está, que dejaran el bolso allí para que lo encontrásemos, pero no de inmediato.
—Es decir, que el asesino estaba interesado en que identificásemos el cuerpo, aunque no enseguida.
—Sí, eso es lo que yo pensé, hasta que caí en la cuenta de que justo en el lugar donde estaba el bolso la luz es mucho más intensa, pues uno de los focos está dirigido precisamente hacia el punto en el que lo hallamos.
Wallander intuía la conclusión a la que Nyberg estaba a punto de llegar, pero guardó silencio.
—En fin, lo que quiero decir es que cabe la posibilidad de que el bolso estuviese allí porque alguien se colocó bajo el haz de luz para registrar su contenido.
—¡Claro! Y seguramente encontró algo.
—Sí, ésa era mi idea. Aunque las conclusiones son cosa tuya, por supuesto.
Wallander se puso en pie.
—Bien —convino al fin—. Es posible que tu razonamiento sea de lo más acertado.
Dejó al técnico, subió la escalera y se dirigió al despacho de Ann-Britt, que estaba inmersa en la lectura de una montaña de papeles.
—Quiero que te pongas en contacto con la madre de Sonja Hökberg y le preguntes si ella sabe qué solía llevar su hija en el bolso —ordenó el inspector.
Tras escuchar su explicación sobre la idea de Nyberg, la colega se dispuso a buscar el número de teléfono.
Wallander no se quedó a esperar el resultado de la llamada, pues sentía un profundo desasosiego, de modo que regresó a su despacho mientras se recreaba en la duda de cuántos kilómetros habría recorrido por aquellos pasillos a lo largo de los años. Entonces oyó que el teléfono sonaba en su despacho, así que apremió el paso. Una vez hubo descolgado, escuchó la voz de Martinson.
—Creo que es hora de que vengas por aquí.
—¿Por qué?
—Robert Modin es un joven muy inteligente.
—¿Qué ha sucedido?
—Lo que tanto deseábamos. Hemos entrado. El ordenador nos ha abierto sus puertas.
Wallander colgó el auricular.
«Bien, esto sí que es un avance», se felicitó. «Nos ha llevado mucho tiempo. Pero, al final, llegó el momento».
Tomó la cazadora antes de abandonar la comisaría.
Eran las dos menos cuarto del domingo 12 de octubre.