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Presa de un profundo malestar, Kurt Wallander se sentó en el coche estacionado en la calle de Mariagatan. Eran poco más de las ocho de la mañana del 6 de octubre de 1997. Mientras se alejaba de la ciudad se preguntaba por qué no habría declinado aquella invitación. En efecto, pese al rechazo profundo e intenso que sentía por los funerales, aquella mañana se encontraba camino de uno. Dado que había salido con tiempo, decidió no tomar la carretera que lo conduciría directamente a Malmö. Por el contrario, se desvió para tomar la de la costa, en dirección a Svarte y Trelleborg. A su izquierda, vislumbraba el mar. Un transbordador arribaba al puerto en aquel momento.

Calculó que aquél era el cuarto funeral al que acudía en siete años. El primero había sido el de su colega Rydberg, que había fallecido víctima de un cáncer, tras un largo y doloroso periodo de convalecencia, durante el cual Wallander lo visitó a menudo en el hospital en el que estuvo ingresado hasta consumirse. La muerte de Rydberg había constituido un fuerte golpe en su vida personal, pues era él quien lo había convertido en un policía de verdad. De hecho, le había enseñado a formular las preguntas adecuadas y, gracias a él, había llegado a dominar de forma gradual el difícil arte de interpretar el escenario de un crimen. Antes de comenzar a trabajar con Rydberg, Wallander había sido un policía más bien mediocre y no fue hasta mucho después de la muerte de Rydberg cuando comprendió que no sólo poseía energía y perseverancia, sino también no poca pericia. Así, pese a los años transcurridos, seguía manteniendo con cierta frecuencia una silenciosa conversación interior con el colega, siempre que se enfrentaba a una investigación compleja y dudaba sobre el giro que habría de dar al curso de la misma. Echaba en falta a Rydberg casi a diario, consciente de que aquella añoranza jamás se extinguiría.

Después de Rydberg falleció, de forma repentina, su propio padre, de un ataque de apoplejía que acabó con él en su taller de Löderup hacia ya tres años. A veces, Wallander se sorprendía a sí mismo pensando en lo inexplicable del hecho de que su padre ya no estuviese allí, rodeado de sus cuadros y envuelto en aquel sempiterno aroma a disolvente y a pintura. Tras su muerte, la casa de Löderup se había vendido. Wallander había pasado ante el inmueble en varias ocasiones, aunque nunca había llegado a detenerse. Ahora eran ya otras las personas que lo habitaban. También visitaba su tumba de vez en cuando, aunque siempre con una sensación, vaga e imprecisa, de remordimiento de conciencia. Sabía que el tiempo transcurrido entre una visita y la siguiente era cada vez mayor y advertía que, a medida que pasaban los años, le costaba más rememorar el rostro del anciano.

Un hombre muerto terminaba por ser un hombre que jamás había existido.

Más tarde le tocó el turno a Svedberg, el colega que, el año anterior, había resultado brutalmente asesinado en su propio apartamento[1]. Su muerte le hizo pensar en lo poco que en realidad sabía acerca de las personas con las que trabajaba a diario, pues su desaparición puso al descubierto una serie de relaciones de cuya existencia jamás habría sospechado.

Por último, aquel día iba camino de su cuarto entierro, el único al que, en realidad, no habría tenido por qué asistir.

Ella lo había llamado por teléfono el miércoles. Wallander estaba a punto de salir del despacho, pues ya estaba avanzada la tarde. Se sentía aquejado de un terrible dolor de cabeza, tras haber estado estudiando un material de investigación absolutamente infame. En efecto, la policía se había incautado de un alijo de cigarrillos destinados al contrabando, interceptado en un camión que había llegado en un transbordador. Las pistas conducían al norte de Grecia, donde se extinguían en el más absoluto vacío. Él había intercambiado información tanto con la policía griega como con la alemana, pero no habían logrado acercarse lo más mínimo a los cabecillas de la operación. Aquella tarde comprendió que el conductor del camión, quien con toda probabilidad ignoraba que hubiese material de contrabando oculto en la carga, iba a ser condenado a varios meses de cárcel. Y todo quedaría en eso. Wallander estaba convencido de que a Ystad llegaban cigarrillos de contrabando a diario y dudaba de poder ver el día en que lograsen detener aquel tráfico.

Por si fuera poco, le había estropeado el día una discusión airadísima que había mantenido con el fiscal sustituto de Per Åkeson, el titular de la fiscalía que había partido a Sudán hacía ya varios años y que parecía no tener intención de regresar. Tanto la decisión de Åkeson de solicitar la excedencia como el contenido de las cartas que aquél le remitía con regularidad hacían nacer en él una envidia corrosiva. En efecto, Åkeson se había atrevido a romper con su ya bien establecida existencia de un modo con el que Wallander sólo había sido capaz de soñar. Y ahora que ya estaba a punto de cumplir los cincuenta sabía, si bien prefería no admitirlo abiertamente, que no quedaba ya lugar para grandes decisiones en su vida; nunca llegaría a ser otra cosa que policía y lo único que podía hacer hasta el día de su jubilación era esforzarse por mejorar su destreza como investigador. Tal vez también enseñar parte de lo que sabía a los más jóvenes de sus colegas. Pero, aparte de aquello, no había la menor expectativa halagüeña de cambio en su vida. Para él no habría, sin duda, ningún Sudán.

Allí estaba, con el chaquetón en la mano, cuando ella llamó.

Al principio no la reconoció.

Pero después comprendió que se trataba de la madre de Stefan Fredman. Los recuerdos y las ideas cruzaron su mente en acelerado torbellino y lo hicieron rememorar, en cuestión de segundos, los sucesos acontecidos hacía ya tres años. El caso de aquel joven que, disfrazado de indio, había intentado vengarse de los hombres que habían hecho perder el juicio a su hermana y que habían abocado a su hermano a vivir presa del terror. Uno de los asesinados había sido el propio padre del muchacho[2]. Wallander recordaba aún la espantosa escena final en que el chico lloraba arrodillado ante el cuerpo sin vida de su hermana. No estaba muy informado de lo que había sucedido con posterioridad al desenlace salvo que, como era de suponer, el chico nunca fue a prisión, sino a la sección de psiquiatría de un hospital.

Aquella tarde, Anette Fredman lo llamó para comunicarle que Stefan había muerto. Se había suicidado arrojándose desde una ventana del edificio en el que estaba recluido. Wallander le transmitió sus condolencias y, en cierto modo, llegó a sentir también un dolor propio. O tal vez no fue más que una sensación de desesperanza y desconcierto. En cualquier caso, no comprendía por qué aquella mujer lo había llamado a él. Quedó allí sentado, con el auricular en la mano, esforzándose por invocar la imagen de su rostro en la memoria. La había visto en dos o tres ocasiones, en un pueblo cercano a Malmö, cuando ya iban tras la pista de Stefan e intentaban reconciliarse con la idea de que un niño de catorce años hubiese sido el autor de aquellos brutales asesinatos. La recordaba reacia y tensa, como envuelta en un halo esquivo, como si temiese que, en cualquier momento, sucediese lo peor. Lo cual resultó ser cierto. Wallander se había preguntado entonces, según recordaba vagamente, si no sería adicta a las drogas. ¿Acaso bebía demasiado o utilizaba algún tipo de narcótico para mitigar su desasosiego? Nunca lo supo. Pero aquella tarde le costó ver ante sí su rostro. La voz que le transmitía el hilo telefónico le sonó como la de una extraña.

Después, le hizo saber el motivo de su llamada.

Quería que Wallander asistiese al funeral. Apenas si habría gente, pues sólo quedaban ella y Jens, el hermano menor de Stefan. Y, dado que él había sido amable y bienintencionado con ellos… De modo que le prometió que iría para, acto seguido y demasiado tarde, arrepentirse de haberlo hecho.

Intentó averiguar qué había sido del chico tras su captura, por lo que habló con un médico del hospital en el que Stefan había ingresado. Durante los años transcurridos desde su reclusión, Stefan había permanecido prácticamente mudo, empecinado en vetar a todos el acceso a su mundo interior. Pero Wallander supo que el muchacho que habían hallado destrozado contra el asfalto llevaba el rostro pintado con colores de guerra, y que la pintura y la sangre se habían entremezclado y habían llegado a dibujar sobre su cara una máscara que tal vez fuese un indicio de la sociedad en que Stefan había vivido y no tanto una señal de la doble personalidad de que era víctima.

Wallander conducía despacio. Aquella mañana, cuando se puso el traje oscuro, comprobó con no poco asombro que los pantalones le quedaban bien, lo que significaba que había perdido peso. En efecto, desde que, hacía poco más de un año, le comunicaron que padecía diabetes, se había obligado a modificar sus hábitos alimentarios, había comenzado a hacer ejercicio y a vigilar su peso, Al principio, en un exceso de impaciente entrega, se colocaba sobre la báscula del baño varias veces al día. Al final, en un ataque de ira, había terminado arrojándola a la basura, resuelto a abandonar a menos que fuese capaz de adelgazar sin necesidad de tan extrema vigilancia.

Sin embargo, el médico al que visitaba periódicamente no se rindió, sino que lo animaba con insistencia a que pusiese punto final a aquella vida desorganizada de comidas poco sanas e irregulares en la que el ejercicio brillaba por su ausencia. La tenacidad del doctor terminó por dar resultado. Wallander se había comprado un chándal y un par de zapatillas deportivas y comenzó a dar paseos con cierta regularidad. No obstante, el día que Martinson le propuso que saliesen a correr juntos, Wallander se negó vehemente. Todo tenía un límite. Y el suyo se hallaba en los paseos. Se había trazado un circuito de una hora de duración que, partiendo de la calle de Mariagatan, se extendía por Sandskogen hasta regresar al punto de partida. Cuatro veces por semana, como mínimo, se obligaba a cubrir la ruta. Por añadidura, había reducido el número de visitas a las distintas hamburgueserías de la ciudad. Hasta que el médico vio los frutos de tanto esfuerzo. Los niveles de glucemia descendieron y Wallander perdió peso. Una mañana, mientras se afeitaba, se percató de que también su aspecto había cambiado. Las mejillas aparecían enjutas y ya podía volver a ver el rostro de antaño, durante tanto tiempo enterrado en bultos de grasa superflua y oculto bajo una piel ajada. Su hija Linda se había llevado una sorpresa muy agradable al verlo, pero, en la comisaría, nadie hizo jamás ningún comentario sobre el hecho de que hubiese adelgazado.

«Es como si no nos viésemos los unos a los otros», reflexionaba Wallander. «Trabajamos juntos, pero no nos apercibimos de la existencia del otro».

Pasó la playa de Mossby, que aparecía desierta bajo el cielo otoñal, y se le vino a la mente aquella ocasión, seis años atrás, en que arribó a sus orillas un bote con los cadáveres de dos hombres[3].

Frenó en seco y abandonó la carretera principal. Aún disponía de tiempo suficiente, de modo que apagó el motor y salió del coche. No soplaba la menor ráfaga de viento y estarían a pocos grados de temperatura. Se abrochó el abrigo y siguió un sendero que serpenteaba entre las dunas. Allí estaba, el mar. Y la playa vacía, grabadas en ella las huellas de personas, de perros e incluso las pezuñas de algún caballo. Quedó absorto en la contemplación de la inmensidad del mar. Una bandada de pájaros dirigía su vuelo hacia el sur.

Aún era capaz de rescatar de su memoria el punto exacto en que había aparecido el bote, a cuyo hallazgo siguió una compleja investigación que lo condujo a Letonia y a Riga, donde encontró a Baiba, viuda de un policía letón asesinado al que él había tenido la oportunidad de conocer y la suerte de poder apreciar como amigo.

Después, su historia con Baiba. Durante largo tiempo, confió en que lo suyo funcionaría, en que ella se iría a vivir con él a Suecia. Incluso estuvo buscando casa a las afueras de Ystad. Pero ella comenzó a enfriarse, a mostrarse reticente. Wallander, presa de los celos, se preguntaba si no habría otro hombre en su vida. En una ocasión, llegó a viajar a Riga sin avisarle de su llegada. Pero no se trataba de otro hombre. Simplemente, Baiba empezó a dudar de si sería capaz de volver a compartir su vida con un policía; de abandonar su país, donde su trabajo como traductora constituía un reto, aunque no muy bien remunerado. Al cabo de un tiempo, todo acabó.

Wallander caminaba por la orilla mientras pensaba que hacía ya más de un año que no la llamaba. Ella seguía emergiendo en sus sueños de vez en cuando, pero él jamás lograba darle alcance. Cuando comenzaba a caminar hacia ella o extendía el brazo hacia los suyos, ella desaparecía en el acto. El inspector se preguntaba si en verdad la añoraba. Los celos habían dejado de atormentarlo, de modo que era capaz de imaginarla junto a otro hombre sin que sangrase su herida.

«Es la compañía que perdí», se decía. «Con Baiba me vi liberado de una soledad de la que ni siquiera era consciente. Si algo añoro, ha de ser la compañía».

Regresó al coche. Debía cuidarse de las playas solitarias, desiertas, sobre todo en otoño, pues propiciaban sin dificultad que, en su interior, se desencadenase un proceloso mar de intensa pesadumbre.

En una ocasión había establecido su propio distrito policial, desierto y solitario, en el extremo norte de la península de Jutlandia, durante aquel periodo de su vida en que se vio aquejado de una profunda depresión de la que, de hecho, nunca creyó poder recuperarse para regresar a la comisaría de Ystad[4]. Habían transcurrido varios años, pero aún podía recordar cómo llegó a sentirse entonces. Y estaba decidido a no volver a pasar por ello. Era un paisaje que lo hacía estremecer de miedo.

Regresó al vehículo y continuó el viaje hacia Malmö. El otoño se espesaba a su alrededor y él se preguntaba cómo se presentaría aquel invierno. Si traería grandes nevadas y vendavales fuente de caos o si, por el contrario, vendría lluvioso. Reflexionaba asimismo sobre cómo invertir la semana de vacaciones que tenía que tomarse en noviembre. Había comentado con Linda, su hija, la posibilidad de tomar juntos un vuelo chárter a algún destino más cálido. Deseaba invitarla, pero ella, que estudiaba en Estocolmo alguna disciplina para él desconocida, le había advertido que no iba a poder ausentarse, aunque le habría gustado. Entonces intentó pensar en alguna otra persona con la que realizar aquel viaje, pero no se le ocurría nadie. ¡Tenía tan pocos amigos…! Casi ninguno. Sten Widén, que poseía un picadero a las afueras de Skurup, era uno de ellos. Pero Wallander no estaba muy seguro de querer viajar con él, debido a los graves problemas que tenía con el alcohol. En efecto, él bebía sin mesura, mientras que Wallander a instancias de su médico, había reducido su generoso consumo de alcohol. Claro que siempre podía preguntarle a Gertrud, la viuda de su padre, pero no acababa de imaginar de qué podrían hablar ellos dos durante toda una semana.

Aparte de estas personas, no había nadie más.

De modo que se quedaría en casa e invertiría el dinero en un nuevo coche. Su Peugeot comenzaba a acusar las goteras del tiempo. Aquella mañana, camino de Malmö, el motor ya empezó a prevenirlo con un sonido extraño.

Poco después de las diez, alcanzaba las afueras de Rosengård. El funeral comenzaría a las once y se celebraría en una iglesia de nueva construcción. Unos niños jugaban a la pelota contra un muro de piedra próximo al edificio. Él los observaba desde el coche. Eran siete, tres de ellos negros y otros tres también con aspecto de inmigrantes. El séptimo era un niño pecoso de abundante cabello rubio. Los pequeños golpeaban la pelota con gran energía entre sonoras carcajadas. Por un momento, Wallander sintió un deseo enorme de participar en su juego, pero se contuvo. Entonces, un hombre cruzó la puerta de la iglesia y encendió un cigarrillo. Wallander salió del coche y se le acercó despacio.

—¿Es aquí donde va a celebrarse el funeral de Stefan Fredman? —inquirió.

El hombre asintió.

—¿Eres pariente suyo?

—No.

—No contamos con muchos asistentes —advirtió el hombre—. Supongo que sabrás lo que hizo.

—Sí, lo sé.

El hombre contempló su cigarrillo.

—Lo mejor que le puede ocurrir a alguien como él es estar muerto.

La frialdad del comentario indignó a Wallander.

—Stefan no llegó a cumplir los dieciocho. No creo que la muerte sea la mejor solución para alguien tan joven.

Wallander se dio cuenta de que había pronunciado aquellas palabras casi a gritos. El fumador lo miraba lleno de asombro. El inspector hizo un gesto de displicencia y se dio media vuelta en el preciso momento en que el coche negro de la funeraria subía hacia la iglesia, sacaron el ataúd de color marrón junto con una única corona de flores. Entonces cayó en la cuenta de que él debería haber llevado algunas. Se dirigió hacia los niños que jugaban a la pelota.

—¿Alguno de vosotros sabe si hay una floristería por aquí cerca? —preguntó.

Uno de los niños señaló con el dedo.

Wallander tomó la cartera y sacó un billete de cien coronas.

—Echa a correr y tráeme un ramo de flores. Que sean rosas. Vuelve lo antes posible. Te daré un billete de diez por el recado.

El chico lo miró inquisitivo, pero tomó el dinero.

—Soy policía —advirtió Wallander—. Un policía terrible. Si te largas con el dinero, te buscaré hasta dar contigo.

El niño negó con un gesto.

—¡Si no llevas uniforme! —dijo en sueco con un claro acento extranjero—. Además, no pareces policía. O, por lo menos, no muy terrible.

Wallander sacó la placa, que el chico examinó durante un momento antes de asentir y salir corriendo. Los demás siguieron jugando al fútbol.

«El índice de probabilidad de que, a pesar de todo, no regrese es bastante elevado», aceptó Wallander con abatimiento. «El respeto por los agentes de policía dejó de ser algo obvio en este país hace ya demasiado tiempo».

Pero el niño volvió con un ramo de rosas. Wallander le dio veinte coronas: diez, porque él se las había prometido y otras diez porque el niño había vuelto de verdad. Claro que aquello era demasiado, pero ya era tarde para arrepentirse. Poco después, un taxi aparcó ante la iglesia. Reconoció a la madre de Stefan enseguida, aunque la mujer había envejecido y estaba extremadamente delgada, casi raquítica, junto a ella caminaba Jens, el hermano pequeño, que tendría unos siete años. Se parecía mucho a su hermano. Tenía los ojos grandes y desorbitados, aún morada del miedo de antaño. Wallander se acercó para saludar.

—Seremos sólo nosotros y el sacerdote —informó ella.

«Por lo menos, habrá un organista que interprete algo, digo yo», pensó Wallander sin decir nada.

Entraron en la iglesia. El sacerdote, un hombre joven, estaba sentado leyendo el periódico junto al ataúd. Wallander sintió la mano de Anette Fredman como inesperada tenaza aferrada a su brazo.

La comprendía.

El pastor guardó el periódico y todos fueron a sentarse a la derecha del ataúd. La mano de la mujer aún no lo había soltado.

«Primero pierde a su marido», recapituló Wallander para sí. «Cierto que Björn Fredman era un mal tipo, un hombre agresivo que la maltrataba y que tenía aterrados a los niños, pero, pese a todo, era su padre. Después, él muere a manos de su propio hijo. Luego, la hija mayor, Louise, también fallece. Y ahora ha venido para enterrar a su hijo. ¿Qué le queda en la vida a esta pobre mujer, si es que tiene algo por lo que medio vivir?».

Alguien entró en la iglesia, pero Anette Fredman no pareció darse cuenta de ello, concentrada como estaba en sacar fuerzas de flaqueza para sobrellevar la situación. Era una mujer. Tendría la misma edad que Wallander y avanzaba por la nave principal. Un instante después, Anette Fredman también advirtió su presencia, le hizo un gesto de asentimiento y la mujer se sentó a unos bancos de distancia de donde ellos se hallaban.

—Es una doctora —susurró Anette Fredman—. Se llama Agneta Malmström y atendió a Jens cuando estaba enfermo.

A Wallander le resultaba familiar el nombre y no tardó en caer en la cuenta de que fueron precisamente ella y su marido quienes le proporcionaron una de las pistas decisivas en la investigación contra Stefan Fredman. Recordaba una noche en la que habló con ella a través de Radio Estocolmo, pues la mujer se hallaba en un barco de vela en alta mar, cerca de Landsort.

Las notas del órgano invadieron todos los rincones del templo y Wallander notó enseguida que no eran fruto de la interpretación de ningún organista oculto, sino que el pastor había puesto en marcha un reproductor de cintas de casete.

Se preguntaba por qué no habrían tañido las campanas. ¿Acaso no comenzaban siempre los funerales con un repicar de campanas? Abandonó la idea en el momento en que sintió que la mano se ceñía con más fuerza sobre su brazo. Echó una ojeada al niño que permanecía sentado junto a Anette Fredman. ¿Era apropiado llevar a un funeral a un pequeño de siete años? Wallander tenía sus dudas, pero el niño parecía tranquilo.

La música fue acallándose hasta enmudecer. El pastor comenzó su prédica, que giró en torno a las palabras de Cristo sobre aquéllos a quienes acogía en su seno a corta edad. Wallander contemplaba el ataúd al tiempo que se concentraba en contar las flores de la corona, para evitar que se le hiciese un nudo en la garganta.

El pastor fue breve. Cuando éste hubo concluido, todos se aproximaron al ataúd. Anette Fredman respiraba de forma profunda y acelerada, como si estuviese luchando por cubrir los últimos metros de una carrera. Agneta Malmström se les había unido en torno al difunto. Wallander se volvió al pastor, que parecía impaciente.

—¿Y las campanas? —inquirió—. Han de sonar las campanas cuando salgamos de la iglesia. Y procure que no sea la reproducción de una cinta lo que oigamos.

El sacerdote asintió algo ofendido y Wallander se preguntó fugazmente cómo habría reaccionado si él le hubiese mostrado su placa policial. Anette Fredman y Jens fueron los primeros en abandonar el templo, mientras Wallander, todavía en el interior, se detenía a saludar a Agneta Malmström.

—Te he reconocido de inmediato —aseguró ella—. Aunque nunca nos vimos personalmente, pero tu fotografía apareció en los periódicos.

—Ella me pidió que asistiese al funeral. ¿Te llamó a ti también?

—No, pero yo quería estar presente.

—¿Qué ocurrirá ahora?

Agneta Malmström movió la cabeza despacio.

—No lo sé. Ha empezado a beber demasiado… ¡Quién sabe qué será de Jens!

En el transcurso de la conversación, mantenida en un susurro, habían alcanzado la entrada de la iglesia, donde Anette y Jens los aguardaban. Un solemne tañer de campanas los envolvió al punto. Wallander abrió la puerta pero, antes de salir, se volvió a mirar el ataúd. Los empleados de la funeraria ya estaban retirándolo.

De repente, un fogonazo procedente de una cámara le hirió los ojos. A la puerta de la iglesia había un fotógrafo. Anette Fredman intentaba ocultar su rostro, pero el fotógrafo se agachó y orientó el objetivo hacia la cara del niño. Wallander intentó impedirlo, pero el fotógrafo se le adelantó y logró tomar la fotografía.

—¿Tanto les cuesta dejarnos en paz? —gritó Anette Fredman.

El niño empezó a llorar. Wallander asió al fotógrafo por el brazo y lo apartó a un lado.

—¿Qué se supone que estás haciendo? —rugió el inspector.

—¿Y a ti qué te importa? —repuso a su vez el fotógrafo, un hombre de la edad de Wallander al que le olía muy mal el aliento—. Yo tomo las fotografías que me da la gana —prosiguió—. El funeral de Stefan Fredman, el asesino en serie. Pienso venderlas. Por desgracia, he llegado tarde a la ceremonia.

Wallander estaba a punto de sacar su placa cuando cambió de opinión y, simplemente, le arrebató la cámara al fotógrafo de un tirón. Éste intentaba recuperarla, pero Wallander lo mantuvo apartado hasta que logró abrir la cámara y sacar la película.

—Todo tiene un límite —sentenció al tiempo que le devolvía la cámara.

El fotógrafo le lanzó una mirada amenazante antes de echar mano de su teléfono móvil.

—Pues pienso llamar a la policía —anunció—. Esto es una agresión.

—Sí, llámala, llámala —lo animó Wallander—. Pero has de saber que yo soy inspector de policía. Del distrito de Ystad. Así que puedes llamar a los colegas de Malmö y denunciarme por lo que te venga en gana.

Wallander dejó caer la película al suelo y la pisoteó hasta destrozarla. En ese preciso momento, cesó el tañer de las campanas.

El inspector estaba sudoroso, y continuaba presa de la mayor indignación. El grito suplicante de Anette Fredman de que la dejasen en paz seguía retumbando en su cabeza. El fotógrafo miraba fijamente su película hecha añicos. Los niños, imperturbables, seguían jugando al fútbol.

Ya durante la conversación telefónica, ella le había preguntado si querría acompañarla a casa a tomar café después del funeral, y él no había sido capaz de negarse.

—No habrá fotografías en la prensa —la tranquilizó Wallander.

—¿Por qué no pueden dejarnos en paz?

Wallander no supo qué responder. Dirigió la mirada hacia Agneta Malmström, pero ella tampoco pareció hallar una respuesta.

El apartamento de la cuarta planta de aquel ajado edificio de viviendas de alquiler era tal y como Wallander lo recordaba. Agneta Malmström también los acompañó. Ambos aguardaban el café en silencio. A Wallander le pareció oír el tintineo de una botella en la cocina.

El niño se entretenía en el suelo con un juego de tazas de café. Anette Fredman apareció con un brillo en la mirada. Agneta Malmström le preguntó cómo llevaba la economía, pues sabía que estaba desempleada, pero ella respondió tajante:

—Va bien. De un modo u otro, salimos adelante. Día tras día.

La conversación se agotó y Wallander miró el reloj, que indicaba casi la una. Se levantó al tiempo que estrechaba la mano de Anette Fredman. En ese preciso instante, la mujer empezó a llorar, Wallander quedó perplejo.

—Yo aún me quedaré un rato, así que puedes marcharte —intervino Agneta Malmström.

—Intentaré llamar más adelante —prometió Wallander. Después, dio una torpe palmadita al pequeño y se marchó.

Ya en el coche, permaneció un rato sentado y en silencio antes de poner en marcha el motor. Pensaba en el fotógrafo, tan seguro de poder vender aquellas fotografías del funeral de un asesino en serie.

«Bien, no puedo negar que estas cosas ocurren, pero tampoco puedo negar que no consigo comprender por qué».

Atravesó el otoño escaniano en dirección a Ystad.

Se sentía abatido por la experiencia que acababa de vivir.

Minutos después de las dos, aparcó el coche y cruzó el umbral de la comisaría.

Había empezado a soplar un viento del este. Un manto de nubes se cernía despacio sobre la costa.