18

Siv Eriksson estaba dormida.

Wallander esperaba no haberla arrancado de un sueño del que ella no quisiese despertar. Tras once señales de llamada, la mujer levantó el auricular y respondió.

—Hola, soy Kurt Wallander.

—¿Quién?

—Estuve en tu casa ayer por la noche.

Al oírlo, la mujer pareció empezar a despertar.

—¡Ah, sí! El policía. Pero ¿qué hora es?

—Las dos y media. Te aseguro que no te habría llamado de no haber sido importante.

—¿Ha ocurrido algo?

—Hemos encontrado el cuerpo.

El auricular le hizo llegar un ruido sordo y el inspector supuso que ella se había incorporado y que estaba ya sentada sobre la cama.

—A ver, ¿puedes repetirlo?

—Digo que hemos encontrado el cuerpo de Tynnes Falk.

Acababa de pronunciar aquellas palabras, cuando comprendió que ella no sabía que el cadáver había sido robado. Estaba tan cansado, que había olvidado comunicárselo cuando fue a verla la noche anterior.

De modo que le refirió los sucesos relativos a la desaparición mientras ella lo escuchaba sin interrumpir.

—Ya. ¿Y de verdad quieres que me lo crea? —inquirió ella una vez que él hubo concluido.

—Bueno, reconozco que suena algo raro. Pero cuanto acabo de decirte es la pura verdad.

—¿Quién es capaz de hacer una cosa semejante? Y, sobre todo, ¿por qué?

—Sí, eso mismo nos preguntamos nosotros.

—¿Y dices que habéis encontrado el cadáver en el mismo lugar en que lo hallasteis muerto?

—Exacto.

—¡Dios santo!

Wallander oía claramente su respiración.

—Pero ¿cómo pudo llegar allí?

—Aún no lo sabemos, pero… En fin, te llamaba porque tengo una pregunta importante que hacerte.

—¿Pensabas venir aquí?

—No, esta conversación telefónica será suficiente.

—Bien, ¿qué quieres saber? Por cierto, ¿tú no duermes nunca?

—Bueno, estamos algo acelerados estos días. La pregunta que voy a formular quizá te suene algo extraña.

—En realidad, todo tú me pareces bastante extraño. Tanto como lo que acabas de contarme. Y disculpa que sea tan sincera así, a medianoche.

Wallander quedó desconcertado.

—Creo que no te entiendo muy bien.

Ella lanzó una carcajada.

—Vamos, no te lo tomes tan en serio. Pero yo creo que las personas que rechazan una copa cuando es evidente que tienen sed son extrañas. Al igual que cuando no aceptan algo de comer pese a que se ve a la legua que se mueren de hambre.

—Si te refieres a mí, no estaba ni hambriento ni sediento.

—¿A quién iba a referirme si no?

Wallander no comprendía por qué no le decía la verdad. ¿De qué tenía miedo? Por otro lado, dudaba mucho de que ella hubiese creído sus palabras.

—¿Te chocó la invitación?

—No, en absoluto —negó el inspector—. ¿Puedo hacerte mi pregunta?

—Adelante.

—¿Podrías describir el modo en que Tynnes Falk escribía sobre el teclado del ordenador?

—¿Y ésa es tu pregunta?

—Eso es. Y quiero una respuesta.

—Pues, supongo que escribía como suele escribirse.

—Bueno, cada uno escribe de una manera. Por lo general, se representa a los policías aporreando con un dedo el teclado de una máquina de escribir anticuada.

—¡Ah, ahora te entiendo!

—¿Utilizaba todos los dedos?

—Bueno, no hay mucha gente que lo haga, ¿no?

—Es decir, que sólo utilizaba algunos.

—Sí.

Wallander contenía la respiración pues estaba a punto de comprobar si sus sospechas tenían algún fundamento.

—¿Y qué dedos utilizaba?

—La verdad, tengo que pensarlo.

Wallander aguardaba presa de una gran tensión.

—Escribía con los índices —declaró ella.

Wallander sintió que la decepción se apoderaba de él.

—¿Estás completamente segura?

—Bueno, en realidad, no del todo.

—Es muy importante que me des la respuesta correcta.

—A ver, estoy intentando imaginármelo.

—Tómate el tiempo que necesites.

La mujer estaba ya despabilada y Wallander comprendió que se esforzaba al máximo.

—Preferiría llamarte dentro de un momento —rogó—. No estoy segura y creo que será más fácil si me siento ante mi ordenador. Quizás eso me ayude a recordar.

Wallander convino en que tenía razón y le dio el número de su domicilio.

Después, se sentó ante la mesa de la cocina, dispuesto a esperar su llamada.

Tenía un fuerte dolor de cabeza y pensó que, aquella noche, tendría que acostarse temprano y descansar hasta el amanecer, pasara lo que pasara. Se preguntó abstraído cómo se sentiría Nyberg, si sería capaz de conciliar el sueño o si se pasaría la noche dando vueltas despierto en la cama.

Diez minutos más tarde, ella le devolvió la llamada. Wallander se llevó un sobresalto al oír el timbre del teléfono y volvió a invadirlo el temor de que se tratase de un periodista, aunque lo tranquilizó pensar que era demasiado temprano para ellos, que no solían llamar antes de las cuatro y media de la madrugada. Levantó el auricular y la mujer le contestó sin preámbulos:

—El dedo índice de la mano derecha y el corazón de la izquierda.

Wallander se sintió presa de una gran tensión.

—¿Estás segura?

—Sí. Es un modo bastante inusual de utilizar los dedos al teclado de un ordenador, pero era el suyo.

—¡Estupendo! —la felicitó Wallander—. Esa respuesta sí ha sido de gran ayuda.

—Pero ¿es la correcta?

—Bien, ha venido a confirmar una sospecha —le reveló Wallander.

—¿Comprenderás que me muero de curiosidad por saber de qué sospecha se trata?

Wallander contempló la posibilidad de hacerla partícipe del suceso de los dedos seccionados pero, finalmente, decidió que lo mantendría en secreto.

—Lo siento, no puedo revelar ningún dato al respecto. Al menos, no por ahora. Tal vez más adelante.

—¿Qué es lo que ha sucedido en realidad?

—Eso es lo que intentamos averiguar —aseguró Wallander—. ¡Ah!, y no olvides la lista que te pedí. Buenas noches.

—Buenas noches.

El inspector se puso en pie y se acercó a la ventana. Comprobó que la temperatura había subido ligeramente, pues estaban a siete grados aunque el viento seguía racheado. Por otro lado, había empezado a lloviznar. Eran las cuatro menos tres minutos y Wallander se fue a la cama pero la imagen de los dos dedos cortados bailoteó en su mente hasta que logró caer vencido por el sueño.

***

El hombre que aguardaba agazapado entre las sombras de la plaza de Runnerströms Torg contaba despacio cada una de sus inspiraciones y espiraciones. Era algo que había aprendido a hacer en su infancia: el control de la respiración y el grado de paciencia guardaban relación. Un ser humano debe tener clara conciencia de los momentos en que la espera es lo fundamental.

Escuchar su propia respiración le ayudaba a controlar el desasosiego que ahora sentía. Ya se habían producido demasiados sucesos imprevistos. Sabía que no era fácil guardarse de todas las contingencias inesperadas, pero la muerte de Tynnes Falk había constituido un gran perjuicio que los había obligado a reorganizar todo el plan, por lo que no tardarían en volver a tenerlo todo bajo control. El tiempo empezaba a apremiar, pero si nada imprevisto acontecía, podrían ajustarse a su calendario inicial.

Pensó en el hombre que, en algún lugar del oscuro trópico, lo tenía todo en su mano. Aquél a quien él jamás había visto en persona, pero al que respetaba y temía.

No podían permitirse que nada fallase.

Aquel hombre jamás lo consentiría.

Pero, en realidad, nada podía fallar. Nadie podría acceder al ordenador que contenía el cerebro mismo de la operación. Su desazón no tenía razón de ser y no era más que una expresión de la fragilidad de su autocontrol.

El que su disparo no hubiese alcanzado al policía que había subido al apartamento de Falk había sido un error imperdonable, pero el hecho de que el agente siguiese con vida tampoco ponía en peligro la seguridad. Lo más probable era que no supiese nada de nada, aunque no podían estar seguros de ello.

El propio Falk lo había dicho: «Nada es nunca totalmente seguro». Y ahora él estaba muerto. Y su muerte había venido a confirmar sus palabras. En verdad que nada era nunca «totalmente seguro».

Debían andarse con cuidado. Aquel que, a partir de ahora, era el único responsable a la hora de tomar todas y cada una de las decisiones le había dicho que aguardase. Si atacaban al policía de nuevo y éste resultaba muerto, el suceso provocaría un revuelo innecesario. Por otro lado, tampoco concurría ninguna circunstancia que les permitiese sospechar que la policía abrigase el menor temor por lo que estaba a punto de suceder.

De modo que él había seguido vigilando el edificio de la calle de Apelbergsgatan. Cuando el policía salió de allí, él lo siguió hasta la plaza de Runnerströms Torg. Tal y como él había supuesto, el habitáculo secreto había sido descubierto. Después llegó otro policía, cargado de maletines. Una hora más tarde, el policía había regresado y antes de medianoche, todos abandonaron el apartamento definitivamente.

Pero él había mantenido su paciente guardia, atento a su propia respiración. Eran ya las tres de la madrugada y la calle se extendía ante él, desierta. El frío viento lo hacía tiritar. Consideraba más que improbable que nadie apareciese por allí en aquellos momentos, así que, con gran cautela, se apartó de las sombras que lo envolvían y cruzó la calle. Abrió el portal y se apresuró en silenciosa carrera hasta el piso más alto del edificio. Una vez allí, abrió la puerta, las manos cuidadosamente enfundadas en sus guantes. Entró, encendió la linterna y dejó que el haz de luz recorriese las paredes. Y, en efecto, tal y como él se había figurado, habían dado con la entrada secreta a la habitación interior. Sin saber por qué, el policía con el que se había topado en el apartamento le inspiraba cierto respeto. El agente había reaccionado con inesperada rapidez, pese a no ser muy joven. Aquella enseñanza también la había incorporado muy pronto en su vida: subestimar a un contrincante constituía un pecado capital tan grave como la codicia.

Linterna en mano, enfocó después el ordenador antes de encenderlo. La pantalla se iluminó enseguida. Buscó entonces una ventana que le permitió ver cuándo se había utilizado el ordenador por última vez. Hacía seis días, de lo que dedujo que los policías ni siquiera habían encendido el aparato.

Aun así, era demasiado pronto para sentirse del todo seguro. Podía ser una cuestión de tiempo. O tal vez habían pensado llevar allí a algún especialista. El temor volvió a adueñarse de él. Sin embargo, en el fondo, estaba convencido de que jamás lograrían descifrar los códigos. Aunque se empeñasen durante años. Tan sólo en el caso de que uno de los policías fuese un hombre de intuición inusitada, tendrían alguna posibilidad. O si diese muestras de una agudeza muy superior a cuanto él había visto hasta entonces. Pero aquello era, cuando menos, dudoso. Tanto más cuanto que ignoraban qué era exactamente lo que buscaban. Y nadie podía siquiera imaginar por un instante la naturaleza de las fuerzas que, concentradas en aquel ordenador, aguardaban el momento de la liberación.

Salió del apartamento, tan silencioso como había llegado.

Después, su figura volvió a desaparecer, engullida por las sombras.

***

Wallander despertó con la sensación de haber dormido demasiado, pero, cuando miró el reloj, comprobó que no eran más que las seis y cinco de la mañana. Había dormido tres horas. Se dejó caer de nuevo sobre la almohada, víctima de un fuerte dolor de cabeza que atribuyó a la falta de sueño. «Diez minutos más», se concedió. «Aunque sean cinco. Soy incapaz de levantarme ahora mismo».

Sin embargo, se incorporó de inmediato y se dirigió trastabillando al cuarto de baño. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos. Se colocó bajo la ducha y dejó caer el peso de su cuerpo contra la pared. Así, fue despertando paulatinamente.

A las siete menos cinco detuvo el coche y lo estacionó en el aparcamiento de la comisaría. La fina lluvia que había comenzado a caer durante la noche persistía invariable. Al entrar, comprobó que Hanson había llegado más temprano de lo usual aquella mañana y que, ataviado con traje y corbata, hojeaba un periódico en la recepción. Aquello sorprendió a Wallander, pues la indumentaria habitual del colega era pantalón de pana y camisa sin planchar.

—¿Es tu cumpleaños? —no pudo por menos de preguntar el inspector.

Hanson negó con un gesto.

—No. Es que el otro día me tomé la molestia de mirarme al espejo. Y te aseguro que no fue una imagen muy agradable la que éste me devolvió. Así que pensé que debía intentar mejorar mi aspecto. Además, hoy es sábado. En fin, ya veremos lo que me dura…

Se encaminaron juntos al comedor en busca del café de rigor mientras Wallander lo hacía partícipe de los sucesos acontecidos durante la noche.

—¡Qué despropósito! —exclamó Hanson cuando Wallander hubo concluido su relato—. ¿Por qué coño iban a volver a colocar el cadáver de un hombre en medio de la calle?

—Bueno, se supone que nosotros cobramos para averiguarlo —le recordó Wallander—. Por cierto, que esta noche te tocará buscar perros.

—¡Ajá! ¿Puedes ser algo más explícito?

—Bueno, en realidad, fue idea de Martinson, Según él, alguien que hubiera estado paseando a su perro podía haber visto algo raro en la calle de Missunnavägen ayer noche. Así que pensamos que tú podrías apostarte allí y darle el alto a cuantos pasen con sus chuchos e interrogarlos.

—Ya, ¿y por qué tengo que ser yo?

—Pues porque a ti te gustan los perros, ¿no?

—La verdad es que iba a salir esta noche. Es sábado, ¿recuerdas?

—Podrás hacer las dos cosas. Será suficiente con que estés allí poco antes de las once.

Hanson asintió. Si bien a Wallander nunca le había caído en gracia el colega, no podía por menos de admitir su disponibilidad para trabajar cuando era necesario.

—Nos vemos a las ocho en la sala de reuniones. Tenemos que repasar lo sucedido bien a fondo —lo emplazó Wallander.

—A mí me da la impresión de que no hacemos otra cosa, aunque tanto análisis no parece conducirnos a ninguna parte.

Ya en su despacho, Wallander se sentó ante el escritorio pero no tardó en apartar el bloc escolar pues, de pronto, tomó conciencia de que ya no sabía qué anotar. Ciertamente, era incapaz de recordar haberse sentido tan perdido, tan carente de directrices para conducir un trabajo de investigación. Tenían a un taxista muerto y a un asesino tan muerto como su víctima. Asimismo, tenían a un hombre que había fallecido ante un cajero automático y su cadáver, que había desaparecido del depósito para luego reaparecer ante el mismo cajero, eso sí, con dos dedos menos. Y precisamente los dos dedos que el sujeto solía utilizar cuando trabajaba al ordenador. Por otro lado, también tenían aquel tremendo corte en el suministro eléctrico que afectó a gran parte de Escania y que había resultado estar extrañamente relacionado con todas aquellas muertes y sucesos. Y, pese a todo, ninguno de los acontecimientos parecía encajar ni guardar relación directa con ningún otro. A todo aquello había que añadir la circunstancia de que Wallander había sido objeto de un intento de asesinato, pues habría sido absurdo pensar que el objetivo del disparo era simplemente asustarlo para que se apartase del caso. No, el objetivo era, sin duda, su muerte.

«Nada parece lógico», concluyó el inspector, «No tengo ni idea de dónde empieza y dónde termina todo esto. Y, sobre todo, no tengo ni idea de por qué han muerto estas personas. Pero, a pesar de todo, debe de existir un móvil».

Se levantó sumido en profunda reflexión, y se dirigió a la ventana con la taza de café en la mano.

«¿Qué habría hecho Rydberg?», se preguntó. «¿Se le habría ocurrido a él cómo proceder en este caso o se habría sentido tan perdido como yo?».

Pero, en aquella ocasión y en contra de lo habitual, no obtuvo respuesta alguna. Rydberg guardaba silencio.

Cuando dieron las ocho, se sentó de nuevo dispuesto a preparar la reunión del grupo de investigación. No en vano era él quien debía guiarlos. Hizo un nuevo esfuerzo por contemplar los acontecimientos desde otra perspectiva, y retomó el análisis desde el principio, intentando, en esta ocasión, dilucidar cuáles eran los sucesos primordiales y cuáles podían considerarse como accesorios. Tenía la impresión de estar construyendo un sistema planetario, alrededor de cuyo núcleo una serie de satélites describían diversas órbitas. Pero el núcleo era, precisamente, lo que le faltaba, pues en su lugar no había más que un agujero negro.

«Siempre hay un personaje principal oculto en algún lugar», advirtió para sí. «Todos los papeles no revisten la misma importancia. Así, algunas de las víctimas han representado un papel secundario. Pero ¿quién es quién y cuál es la representación? ¿De qué trata, en realidad, todo este embrollo?».

Se vio, así, arrojado al punto de partida y lo único de lo que creía poder estar seguro era de que el intento de asesinato contra él no constituía ningún hecho fundamental. Como tampoco se le antojaba que la muerte del taxista pudiese considerarse como detonador del resto de los acontecimientos.

Lo único que quedaba era, por tanto, la figura de Tynnes Falk. En efecto, intuía que entre él y Sonja Hökberg había existido un eslabón, del que eran indicio un relé defectuoso y los planos de la unidad de transformadores. A eso debían aferrarse. No cabía duda de que el eslabón era frágil e impenetrable, pero allí estaba.

Apartó de nuevo el bloc escolar. «No sé interpretar lo que veo», sentenció resignado.

Permaneció aún sentado un par de minutos. Desde el pasillo le llegó la risa de Ann-Britt Höglund y pensó que hacía mucho que no oía reír a su compañera. Se levantó, recogió sus papeles y archivadores y se encaminó a la sala de reuniones.

Hicieron una revisión exhaustiva del caso, lo que les llevó casi tres horas de aquella mañana del sábado. El tono somnoliento y cansino que dominaba a los allí reunidos fue desvaneciéndose paulatinamente.

Hacia las ocho y media, Nyberg hizo su aparición en la sala y, sin mediar palabra, se sentó en uno de los extremos de la mesa. Wallander lo observó, pero el técnico movió la cabeza en señal de que nada tenía que aportar por el momento.

Se dedicaron a probar diversas vías de avance, distintas direcciones por las que encauzar la investigación, pero el fundamento fallaba sin cesar.

—¿Es posible que alguien esté dejándonos pistas falsas? —preguntó Ann-Britt durante una de las pausas que tomaron para estirar las piernas y ventilar el ambiente—. Tal vez todo resulte ser, en el fondo, de una sencillez palmaria en cuanto hallemos el móvil.

—¿Qué móvil? —inquirió Martinson—. Quien roba a un taxista no puede hacerlo impulsado por el mismo móvil que quien carboniza a una joven dejando a oscuras buena parte de la región de Escania. Por otro lado, ni siquiera sabemos si Tynnes Falk fue asesinado realmente. Yo sigo creyendo que falleció por causas naturales o a consecuencia de un accidente.

—Ya, bueno. A decir verdad, lo más fácil habría sido que lo hubiesen asesinado, pues, en ese caso, no tendríamos por qué dudar de que esto es, de hecho, una serie de sucesos criminales acaecidos sin solución de continuidad.

Concluida la pausa y tras haber cerrado la puerta, volvieron a ocupar sus puestos en torno a la mesa.

—A mi entender, lo más grave ha sido que te disparasen a ti —declaró Ann-Britt—. Después de todo, no es habitual que un ladrón esté dispuesto a matar a quien se le cruce en el camino.

—Bueno, yo no estoy seguro de que ese incidente fuese más grave que ningún otro —objetó Wallander—. Sin embargo, sí viene a poner de manifiesto la falta absoluta de miramientos que impera entre los responsables de todo esto, sea cual sea su objetivo.

Continuaron hurgando en el material con que contaban sin que Wallander, muy atento a cuanto se decía, prodigase sus intervenciones. De hecho, no sería la primera ocasión en que una investigación que se les resistía experimentaba un giro radical a raíz de unas palabras lanzadas al aire de forma casi inopinada, en forma de observación secundaria o de comentario casual. Se esforzaron por hallar las entradas y las salidas del caso, sin perder de vista la necesidad de dar con el centro, el núcleo que ocupase aquel espacio en el que, por el momento, no distinguían más que un agujero negro. Y fue un proceder penoso y agotador, como una pronunciada cuesta arriba, pero no se les ocurría otro modo de actuar.

Dedicaron la última hora de la reunión a la revisión y síntesis de la información y a desmenuzar las listas de cometidos que cada uno se había confeccionado, seleccionando aquéllos a los que debían dar prioridad. Poco antes de las once, Wallander comprendió que apenas si tenían fuerzas para continuar.

—Bien, la resolución de este caso nos llevará mucho tiempo —auguró—. Es posible que nos veamos obligados a solicitar más personal. Por si acaso, se lo comentaré a Lisa Holgersson. Por otro lado, creo que no tiene mucho sentido que continuemos ahora, aunque ninguno de nosotros pueda tomarse el día libre. Hemos de seguir en la brecha.

Hanson fue a hablar con el fiscal, que había solicitado un resumen informativo de la reunión. Wallander ya le había pedido a Martinson, durante una de las pausas, que lo acompañase a la plaza de Runnerströms Torg, al apartamento de Falk, y el colega fue a su despacho para llamar a casa y avisar de que no regresaría hasta más tarde. Nyberg, que había permanecido sentado y en silencio sin dejar de mesarse el cabello siempre crespo, se levantó y abandonó la sala sin pronunciar palabra. Sólo quedaba, pues, Ann-Britt, y Wallander comprendió que la colega deseaba hablar con él a solas, por lo que cerró la puerta mientras la observaba expectante.

—He estado pensando… —comenzó ella—. El hombre que te disparó…

—¿Qué pasa con él?

—Pues que te vio. Y que disparó sin vacilar.

—Lo cierto es que prefiero no pensar en ello más de lo necesario.

—Ya, pero quizá deberías, ¿no crees?

Wallander le dedicó una mirada inquisitiva.

—¿Qué insinúas?

—No, nada. Sólo que creo que deberías ser algo más precavido. Claro que su reacción pudo deberse al hecho de que lo sorprendiera tu presencia. Pero tampoco podemos excluir la posibilidad de que crea que tú sabes algo y que lo intente de nuevo.

Wallander quedó atónito, pues él mismo no había reparado en ese detalle que, ahora, lo llenaba de temor.

—No es mi intención asustarte —lo tranquilizó ella—. Pero tenía que decírtelo.

Él asintió con un gesto.

—Está bien. Lo tendré en cuenta —prometió el inspector—. Pero, si estás en lo cierto, la cuestión es qué cree que sé.

—Ya, bueno, puede que el sujeto tenga razón y que tú hayas visto algo de cuya importancia no eres consciente…

En ese momento, a Wallander se le ocurrió una idea.

—Sí… Tal vez deberíamos mantener vigilados los apartamentos de la plaza de Runnerströms Torg y de la calle de Apelbergsgatan. Ningún coche oficial, algo muy discreto, por si acaso.

Ella se mostró de acuerdo y decidió ir a solicitar la vigilancia enseguida. Y allí quedó Wallander, a solas con su miedo y pensando en Linda. Al final, se encogió de hombros y fue a esperar a Martinson en la recepción.

Poco antes de las doce, entraban los dos en el apartamento de la plaza de Runnerströms Torg. Martinson deseaba comenzar de inmediato con el ordenador, pero Wallander quiso mostrarle primero la habitación secreta donde se hallaba el sorprendente altar.

—¡Vaya! El espacio cibernético trastorna las mentes de las personas —sentenció Martinson—. Este apartamento fortificado me produce náuseas.

Wallander no respondió, pero se quedó pensando en lo que Martinson acababa de decir. En efecto, había utilizado una palabra: «el espacio». La misma que Tynnes Falk había escrito en su cuaderno de bitácora.

Aquel espacio que, decía, se mostraba silencioso. Sin mensajes de los «Amigos».

«¿A qué mensajes se refería?», se preguntaba Wallander. «Daría cualquier cosa por saberlo».

Martinson se había quitado la cazadora y estaba ya sentado ante el ordenador, mientras Wallander se colocaba detrás de él, sin tomar asiento.

—Bien, tenemos una serie de programas bastante complicados —declaró el colega tras haber encendido el aparato—. Y lo más probable es que se trate de una máquina muy rápida. No estoy seguro de poder con ella.

—Quiero que lo intentes de todos modos. Si no funciona, tendremos que llamar a los expertos informáticos de la brigada nacional.

Martinson no replicó palabra, sino que siguió examinando el ordenador.

Luego se puso en pie con la intención de inspeccionar la parte trasera del aparato, mientras Wallander lo seguía con la mirada. El colega volvió a sentarse. La pantalla se había encendido ya y mostraba una gran cantidad de iconos que se arremolinaban sobre su superficie. Finalmente, cesó el movimiento y una imagen del firmamento pasó a ocupar la pantalla.

—Bien, parece que se conecta a un servidor de forma automática, tan pronto como se enciende.

«El espacio», se repitió Wallander. «Al menos, no puede negarse que Tynnes Falk era un hombre consecuente…».

—¿Quieres que vaya explicándote lo que hago? —inquirió Martinson.

—No, gracias. De todos modos, no creo que lo entienda.

Martinson abrió el disco duro. Una serie de nombres de ficheros codificados apareció en la pantalla. Wallander se encajó las gafas y se inclinó sobre el hombro de Martinson. Pero no vio más que listados de combinaciones alfanuméricas. Martinson marcó con el ratón la primera de la columna de la izquierda e intentó abrir el fichero. Enseguida dio un respingo, sobresaltado.

—¿Qué sucede?

Martinson señaló la esquina superior derecha de la pantalla, donde un pequeño punto luminoso aparecía de forma intermitente.

—Pues, no sé si estoy en lo cierto o no —repuso el colega despacio—. Pero creo que alguien acaba de advertir que estamos intentando abrir un fichero al que no tenemos acceso.

—¿Y cómo puede ser eso?

—Bueno, este ordenador está conectado en red con otros aparatos.

—¿Quieres decir que, gracias a esa conexión en red, alguien se ha percatado de que estamos intentando poner en marcha este ordenador?

—Sí, algo así.

—¿Y dónde está esa persona?

—¡En cualquier parte del mundo! —exclamó Martinson—. En alguna granja aislada de California o en una isla de las antípodas. Y, por supuesto, también en el piso de abajo.

—¡Vaya! Me cuesta comprenderlo —admitió Wallander.

—Con un ordenador y una conexión a Internet estás en el centro del mundo, dondequiera que te encuentres.

—¿Crees que podrás abrir el fichero?

Martinson comenzó a trabajar con diversos comandos, mientras Wallander aguardaba. Diez minutos más tarde, Martinson retiró la silla de la mesa.

—Todo está bloqueado —anunció—. Una amalgama de códigos muy complejos obstaculiza todas las vías de acceso que, a su vez, están protegidas por diversos sistemas de seguridad.

—¿Quieres decir que te das por vencido?

Martinson le dedicó una sonrisa.

—Aún no —repuso—. No del todo.

Continuó tecleando diversos comandos.

Casi de inmediato lanzó un grito.

—¿Qué sucede? —inquirió Wallander alarmado.

Martinson observaba inquisitivo la pantalla.

—Pues no estoy del todo seguro, pero creo que alguien ha estado trabajando en este ordenador hace tan sólo unas horas.

—¿Cómo puedes saber algo así?

—Déjalo, no creo que merezca la pena intentar explicártelo.

—Pero ¿estás seguro?

—Aún no.

Wallander guardó silencio armado de paciencia mientras Martinson proseguía con su trabajo. Transcurridos otros diez minutos, se puso en pie.

—¡Lo sabía! Alguien ha estado trasteando este ordenador. Ayer, tal vez esta noche.

—¿Estás seguro?

—Totalmente.

Sus miradas se cruzaron.

—Lo que quiere decir que hay otra persona, aparte de Falk, con acceso a la información almacenada en esta máquina.

—En efecto —confirmó Martinson—. Por otro lado, no se trata de alguien que no disponga de los códigos necesarios para abrir los ficheros.

Wallander le dio a entender que comprendía con un gesto.

—¿Cuál es la conclusión? —inquirió Martinson.

—Es demasiado pronto para saberlo —se lamentó Wallander.

Dicho esto, Martinson volvió a ocupar su puesto ante el ordenador. Debía seguir trabajando.

A las cuatro y media, se tomaron una pausa y Martinson invitó a Wallander a que lo acompañase a cenar a casa. Poco antes de las seis y media, ya estaban de vuelta. Wallander se percató de que su presencia allí era por completo superflua, al tiempo que sentía que no deseaba dejar solo a Martinson.

Finalmente, a las diez de la noche, el colega se rindió.

—No consigo descifrar los códigos —declaró—. Jamás en mi vida he visto un sistema de seguridad semejante. Este aparato contiene miles de kilómetros de series de códigos electrónicos que, a su vez, componen unos cortafuegos imposibles de penetrar.

—Bien, no está mal saberlo —comentó Wallander—. Y, en ese caso, recurriremos a los especialistas de la brigada nacional.

—Sí, quizá sea lo mejor —repuso Martinson vacilante.

—¿Qué otra opción nos queda?

—Lo cierto es que tenemos una —afirmó Martinson—. Un joven llamado Robert Modin. Vive en Löderup, cerca de la casa donde vivía tu padre.

—¿Y quién es?

—Un simple joven de diecinueve años. Por lo que yo sé, salió de la cárcel hace tan sólo unas semanas.

Wallander miró a Martinson sin comprender.

—¿Y qué te hace pensar que él puede ayudarnos?

—Porque se las arregló para entrar en el superordenador del Pentágono hace un par de años y está considerado como una de las personas más hábiles de toda Europa a la hora de acceder a entornos informáticos prohibidos.

Wallander se mostró indeciso, si bien la sugerencia de Martinson le resultaba tan atractiva que, al final, no lo dudó más.

—Ve a buscarlo —ordenó resuelto—. Entretanto, iré a ver cómo le va a Hanson con el asunto de los perros.

Martinson subió a su coche y puso rumbo a Löderup.

Wallander echó una ojeada a las sombras que lo circundaban. Había un coche aparcado unas manzanas más allá. Se despidió de Martinson con un gesto de la mano.

Después, recordó las palabras de Ann-Britt, que le había recomendado cautela.

De nuevo miró a su alrededor antes de encaminarse a la calle de Missunnavägen.

La llovizna había cesado.