17

A Wallander le llevó menos de cinco minutos volver al edificio de la plaza de Runnerströms Torg. Una vez arriba, vio que Nyberg lo aguardaba ante la puerta, fumando en el descansillo. Al verlo, el inspector comprendió el grado de agotamiento del técnico, pues sabía que éste jamás fumaba a menos que se sintiese exhausto por la falta de sueño y por el cansancio. En efecto, Wallander recordaba cuándo había sucedido la última vez, hacía ya algunos años, durante una investigación al cabo de la cual detuvieron al joven Stefan Fredman. Durante el curso de aquella investigación, vio cómo Nyberg, que estaba sobre el muelle de un lago y acababa de izar un cadáver, de repente caía de bruces. El inspector creyó que había sufrido un ataque al corazón y que había fallecido allí mismo. Sin embargo, transcurridos unos segundos, el técnico abrió los ojos de nuevo, pidió un cigarrillo y se lo fumó sin mediar palabra. Hecho esto, prosiguió con la inspección del lugar del crimen en el más absoluto silencio.

Nyberg apagó el cigarrillo con el pie y le indicó a Wallander con un gesto que lo siguiese.

—Comencé por estudiar las paredes y vi que había algo que no encajaba —explicó—. Suele ocurrir en las casas antiguas; a veces sufren reformas que ocultan el plan original del arquitecto. Pero, como te digo, me puse a medir…, hasta que descubrí esto.

Mientras pronunciaba aquellas palabras, Nyberg condujo a Wallander hasta una de las paredes más estrechas, donde había un ángulo muy pronunciado que parecía haber alojado originariamente una chimenea.

—Di unos golpecitos y sonó a hueco —prosiguió el técnico—. Y entonces…, mira lo que encontré.

Nyberg señaló una de las planchas de parquet del suelo mientras Wallander se sentaba en cuclillas y veía que, en efecto, estaba dividida en dos por un corte imperceptible a simple vista. Asimismo, detectó una grieta en la pared, oculta bajo una tira de cinta adhesiva cubierta por una fina capa de pintura.

—¿Has visto lo que hay detrás?

—No, he esperado hasta que vinieras.

Wallander asintió y Nyberg retiró con sumo cuidado la tira de cinta adhesiva. Comprobaron entonces que había una puerta más baja de lo habitual, de un metro y medio de altura aproximadamente. El técnico se hizo a un lado y Wallander empujó la puerta, que se abrió sin emitir el menor ruido. Nyberg enfocaba por encima de su hombro con una linterna.

La habitación oculta era más amplía de lo que Wallander había imaginado y el inspector se preguntó fugazmente si Setterkvist conocería su existencia. Tomó la linterna de Nyberg e iluminó el interior del habitáculo, hasta que halló el interruptor.

La dependencia mediría unos ocho metros cuadrados. No tenía ventanas, pero sí una válvula de aire tras una rejilla y no había en ella más que una mesa que se asemejaba a un altar. Sobre la mesa se erguían dos candelabros y, tras ellos, fijada a la pared, una imagen de Tynnes Falk. A Wallander le dio la impresión de que la habían tomado justo en aquella habitación y le pidió a Nyberg que sostuviera la linterna mientras él se disponía a estudiarla. Tynnes Falk miraba fijamente al interior de aquella cámara y mostraba una expresión grave.

—¿Qué es lo que tiene en la mano? —quiso saber Nyberg.

Wallander se caló las gafas y se inclinó para examinar la fotografía más atentamente.

—Pues no sé lo que te parecerá a ti —comentó mientras se incorporaba de nuevo—. Pero a mí se me antoja que es un control remoto.

Se cambiaron de lugar y, tras haber observado la imagen, el propio Nyberg no tardó en llegar a la misma conclusión. Ciertamente, lo que Tynnes Falk sostenía en su mano era un control remoto.

—No me pidas que interprete lo que estoy viendo, porque yo lo entiendo tanto como tú —observó Wallander.

—¿No será que este hombre había perdido el juicio y se rezaba a sí mismo? —inquirió Nyberg.

—No lo sé —confesó Wallander.

Dejaron el altar y pasaron a examinar el resto de la habitación donde, no obstante, no hallaron nada más. Tan sólo aquel pequeño altar. Wallander se enfundó un par de guantes de plástico que Nyberg le había proporcionado antes de descolgar la fotografía para mirar el reverso. Pero no había ninguna anotación, de modo que se la entregó a Nyberg al tiempo que le advertía:

—Tendrás que examinarla con más detenimiento.

—Es posible que esta habitación forme parte de algún sistema —aventuró el técnico vacilante—. Como las cajas chinas. Tal vez ahora que hemos dado con esta cámara secreta, hallemos otra más.

Revisaron la dependencia juntos, pero las paredes eran macizas y no había más puertas ocultas, de modo que regresaron a la habitación contigua.

—¿Algún otro hallazgo? —quiso saber Wallander.

—Nada. Sólo parece que alguien haya acabado de limpiar todo esto.

—Tynnes Falk era un hombre muy limpio —aclaró Wallander, que recordaba tanto lo que había leído en el cuaderno de bitácora como la información recibida de Siv Eriksson.

—En fin, no creo que pueda hacer mucho más esta noche —observó Nyberg—. Pero está claro que hemos de continuar mañana temprano.

—Sí, y entonces nos traeremos a Martinson, pues quiero saber qué hay en ese ordenador —aseguró Wallander.

El inspector ayudó a Nyberg a recoger sus instrumentos.

—¿Cómo coño puede alguien adorarse a sí mismo? —gritó Nyberg indignado una vez que hubieron terminado y ya estaban listos para marcharse.

—Bueno, existen muchos ejemplos de semejante comportamiento —repuso Wallander.

—En cualquier caso, dentro de unos años, ya no tendré que vérmelas con este tipo de cosas —refunfuñó Nyberg—. ¡Un demente que se construye un altar en el que murmurar plegarias ante sí mismo…!

Ya en la calle, donde el viento había amainado, metieron los maletines en el coche de Nyberg. Wallander hizo un gesto a modo de despedida y vio cómo el técnico se alejaba en su coche. Eran casi las diez y media de la noche. Tenía hambre, pero la sola idea de marcharse a casa y ponerse a cocinar se le hacía insoportable, de modo que se sentó al volante y se dirigió a un quiosco de perritos calientes de la calle de Malmövägen, que sabía estaría aún abierto. Wallander se sintió tentado de mandar callar a unos chicos que alborotaban ante una máquina de juegos, pero no dijo nada. A hurtadillas, lanzó una ojeada a las primeras planas de los periódicos, y aunque no vio ninguna noticia que aludiese al incidente que él había protagonizado, tampoco osó abrirlos. Estaba seguro de que algo dirían sobre él, y no sentía el menor deseo de verlo. ¿Y si el fotógrafo hubiese logrado tomar alguna otra fotografía? ¿Y si la madre de Eva Persson hubiese declarado nuevas mentiras ante la prensa?

Tomó la bandeja con las salchichas y el puré de patatas y se la llevó al coche y, ya al primer mordisco, embadurnó de mostaza la cazadora de Martinson. Ganas le dieron de abrir la puerta del coche y arrojarlo todo a la calle, pero se contuvo.

Después de la cena, le costó decidir entre irse a casa o dirigirse a la comisaría. Era consciente de que necesitaba dormir, pero el desasosiego no le daba tregua, de modo que se puso en marcha camino de la comisaría. El comedor estaba desierto y, aunque habían reparado la máquina del café, alguien había dejado sobre ella un mensaje airado en el que advertía de que no era conveniente tirar de las palancas con demasiada fuerza.

«¿Qué palancas?», se preguntó Wallander resignado. «Lo único que hay que hacer es colocar la taza en su sitio y pulsar un botón. Jamás he visto ninguna palanca». Tomó la taza llena de café y salió al pasillo, también desierto. Y pensó que sería capaz de decir cuántas noches solitarias habría pasado en su despacho a lo largo de los años.

En una ocasión, cuando aún estaba casado con Mona y Linda era pequeña, su entonces esposa se presentó una noche en la comisaría y, fuera de sí, le exigió que eligiese entre el trabajo y la familia. Aquella vez se marchó con ella a casa de inmediato. Pero hubo muchas otras ocasiones en las que se negó.

Se dirigió a los servicios con la cazadora de Martinson, decidido a intentar eliminar la mancha, pero no lo consiguió, de modo que regresó a su despacho, se sentó y extrajo su bloc escolar. Durante treinta minutos, se esforzó en plasmar sobre el papel lo que recordaba de la conversación mantenida con Siv Eriksson. En cuanto hubo concluido, lanzó un bostezo largo y profundo. Eran ya las once y media, por lo que pensó que debería irse a casa y dormir a fin de recuperar fuerzas para continuar. Sin embargo, se obligó a leer lo que había escrito y, hecho esto, permaneció allí, sentado, preguntándose acerca de la curiosa personalidad de Tynnes Falk; acerca de aquel habitáculo secreto en el que figuraba un altar con una fotografía que representaba al propio Falk como una imagen divina; y también acerca del hecho de que nadie supiese dónde recibía su correspondencia. Asimismo, recordó que Siv Eriksson había mencionado algo que se le había quedado grabado en la memoria: Tynnes Falk jamás aceptó ninguna de las tentadoras ofertas que había recibido de distintos clientes pues, según decía, ya tenía suficiente.

Miró el reloj y comprobó que eran las doce menos veinte minutos, de modo que era demasiado tarde para llamar por teléfono. No obstante, tenía el presentimiento de que Marianne Falk aún no se habría ido a la cama. Así pues, hojeó sus papeles hasta que halló el número de teléfono. Tras la quinta señal, cuando ya estaba dispuesto a aceptar la idea de que estaba durmiendo, ella descolgó el auricular. Wallander se presentó y pidió disculpas por llamar a aquellas horas.

—Yo nunca me voy a dormir antes de la una —aseguró Marianne Falk—. Pero ni que decir tiene que no es frecuente que me llamen a medianoche.

—Verás, tengo una pregunta que hacerte. Quería saber si Tynnes Falk dejó algún testamento.

—Pues no, que yo sepa.

—¿Es posible que exista un testamento sin que tú tengas conocimiento de ello?

—Por supuesto que sí. Pero no lo creo.

—¿Y por qué no?

—Cuando nos separamos hicimos una distribución de bienes bastante ventajosa para mí. Tanto es así que tuve la impresión de que me anticipaba una herencia a la que jamás tendría derecho tras la separación. Nuestros hijos, eso sí, lo heredarán automáticamente.

—Bien, no era más que eso.

—¿Han encontrado ya su cadáver?

—Aún no.

—¿Y al hombre que te disparó?

—Tampoco. El problema es que ni siquiera tenemos una descripción del sujeto, ni tenemos certeza de que se trate de un hombre, aunque tanto tú como yo así lo creamos.

—Siento mucho no haber podido ofrecer mejores respuestas.

—Ya, en fin. Pese a todo, investigaremos si hay algún testamento.

—Yo recibí mucho dinero —apuntó ella de repente—. Muchos millones. Y los niños también cuentan con que les quede bastante, claro.

—Es decir, que era rico, ¿no es así?

—Bueno, yo me quedé completamente perpleja cuando vi la cantidad de dinero que me dejaba al separarnos.

—¿Cómo explicó él estar en posesión de semejante fortuna?

—Bueno, dijo que había hecho algunos negocios muy lucrativos en Estados Unidos. Pero, claro está, eso no era cierto.

—¡Ah! ¿Y por qué no?

—Pues porque él nunca estuvo en Estados Unidos.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Porque vi su pasaporte en una ocasión. Y no había ni rastro de visados ni de sellos de entrada a ningún país.

«Ya, pero pudo haber hecho negocios con Estados Unidos de todos modos», se dijo Wallander. «De hecho, Erik Hökberg los hace con países lejanos y gana dinero con ello desde su apartamento. Lo mismo puede haber ocurrido con Tynnes Falk».

Wallander se excusó de nuevo y dio por concluida la conversación. A las doce y dos minutos de la medianoche, tras lanzar otro gran bostezo, se puso la cazadora y apagó la luz. Al llegar a la recepción, el policía de servicio asomó la cabeza desde la central de operaciones.

—Creo que tengo algo para ti —le advirtió.

Wallander cerró los ojos con fuerza albergando la esperanza de que no hubiese sucedido nada que lo obligase a mantenerse despierto toda la noche. Alcanzó la puerta de la central al tiempo que el agente le tendía el auricular.

—Al parecer, alguien ha encontrado un cadáver —le anticipó el policía.

«¡Otro más no, por favor!», suplicó Wallander para sí. «No lo soportaremos. Ahora no».

Tomó pues el auricular y se presentó:

—Kurt Wallander al aparato. ¿Qué ha ocurrido?

El hombre cuya voz se dejó oír al otro lado del hilo telefónico estaba indignado y hablaba a gritos, de modo que Wallander mantuvo el auricular a cierta distancia de la oreja.

—Habla despacio —le recomendó Wallander—. Tranquilo y despacio. De lo contrario, no podremos ayudarte.

—Bien, mi nombre es Nils Jönsson. Y hay un tío muerto en medio de la calle.

—¿Dónde exactamente?

—En Ystad. Tropecé con él. Está desnudo y muerto. Tiene un aspecto terrible. Y uno no debería toparse con este tipo de cosas, que yo padezco del corazón, ¡joder!

—A ver, despacio —insistió Wallander—. Despacio y con tranquilidad. ¿Dices que hay un hombre muerto y desnudo en medio de la calle?

—¿Es que estás sordo?

—No, a ver, dime qué calle.

—¿Y cómo cojones voy a saber yo cómo se llama este aparcamiento?

Wallander hizo un gesto con la cabeza.

—Veamos, se trata de un aparcamiento y no de una calle, ¿es así?

—Bueno, es una mezcla.

—¿Y dónde está esa mezcla?

—¡Yo qué sé! Yo estoy de paso, vengo de Trelleborg y voy a Kristianstad. Sólo iba a repostar. Y me tropecé con él.

—Bien, entonces, ¿te refieres a una gasolinera? ¿Desde dónde llamas?

—Desde mi coche.

Wallander empezaba a alimentar la esperanza de que aquel hombre estuviese ebrio y que todo hubiesen sido figuraciones suyas. Pero su excitación sonaba tan auténtica…

—Dime, ¿qué ves a través de la ventanilla?

—Pues…, parecen unos grandes almacenes.

—¿Cómo se llaman?

—El nombre no lo veo, pero dejé la carretera a la altura de la entrada.

—¿Qué entrada?

—¡Pues la de Ystad!, naturalmente.

—¿Desde Trelleborg?

—No, desde Malmö. Tomé la autopista.

Una idea fue emergiendo poco a poco desde el subconsciente de Wallander. Aunque aún le costaba creer que fuese posible.

—¿Puedes ver, desde la ventanilla, si hay algún cajero automático? —preguntó.

—¡Claro! Ahí es donde está el muerto. Sobre el asfalto.

Wallander contuvo la respiración. Cuando el hombre reanudó sus explicaciones, el inspector le tendió el auricular al policía, que había estado escuchando lleno de curiosidad.

—Se trata del mismo lugar en el que hallamos muerto a Tynnes Falk —explicó Wallander—. La cuestión es si no lo encontraremos allí por segunda vez.

—O sea, que llamamos a todas las unidades, ¿no?

Wallander negó con un gesto.

—Llama y despierta a Martinson. Y también a Nyberg, aunque él no creo que se haya ido a dormir aún. ¿Cuántos coches tenemos fuera en estos momentos?

—Sólo dos. Uno en Hedeskoga, por una pelea familiar, una fiesta de cumpleaños que ha degenerado en disputa.

—¿Y el otro?

—En el centro.

—Que vayan al aparcamiento de la calle de Missunnavägen lo antes posible. Yo iré en mi propio vehículo.

Dicho esto, Wallander abandonó la comisaría. Sentía frío, protegido únicamente por aquella cazadora tan fina. Durante el trayecto, que no le llevó más que unos minutos, se preguntaba con qué se encontraría al llegar. Sin embargo, en el fondo, él ya tenía la certeza: Tynnes Falk había regresado al lugar en el que lo habían hallado muerto.

Wallander y el coche patrulla cuya asistencia había reclamado el agente de guardia llegaron casi al mismo tiempo y, justo entonces, vio a un hombre que salía a toda prisa de un Volvo rojo sin dejar de agitar los brazos. Era él, Nils Jönsson, procedente de Trelleborg y camino de Kristianstad. Wallander salió también del coche mientras el hombre se le acercaba gritando y señalando con la mano. Wallander notó que le olía el aliento.

—¡Quédate donde estás! —rugió el inspector, antes de dirigirse al cajero.

El hombre que yacía sobre el asfalto estaba desnudo. Y, en efecto, era Tynnes Falk. Estaba tendido boca abajo con el cuerpo sobre las manos y la cabeza girada hacia la izquierda. Wallander le dijo al policía que acordonase la zona y le pidió que le tomase los datos a Nils Jönsson, pues a él ya no le quedaban fuerzas. Por otro lado, sospechaba que Nils Jönsson no tendría ningún dato relevante que aportar, salvo el del hallazgo. Con toda certeza, la persona o las personas que habían abandonado allí el cuerpo sin vida de Tynnes Falk habrían procurado hacerlo en un momento en el que nadie pudiese verlos. Sin embargo, el centro comercial estaba vigilado por guardas nocturnos y, de hecho, la primera vez que descubrieron el cuerpo de Tynnes Falk fue precisamente uno de ellos quien dio la alarma.

Wallander nunca se había visto en una situación similar con anterioridad: una muerte que se repetía; un cadáver que volvía a aparecer.

A decir verdad, no comprendía nada en absoluto. Muy despacio, fue rodeando el cuerpo, como si esperase que Tynnes Falk fuera a incorporarse en cualquier momento.

«Vaya, en realidad, lo que tenemos aquí es la imagen de un dios», se dijo. «Así que te adorabas a ti mismo y, a decir de Siv Eriksson, tenías planes de vivir muchos años; pero ni siquiera lograste vivir tantos como yo».

En ese momento, apareció el coche de Nyberg que, perplejo, clavó la mirada en el cadáver antes de dirigirse a Wallander.

—Pero ¿no estaba muerto? ¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿No será que quiere que lo entierren aquí, junto al cajero?

Wallander no se molestó en responder, pues no sabía qué decir. En ese momento, vio el coche de Martinson, que frenaba para estacionar detrás del coche patrulla, y fue a su encuentro.

Martinson salió del coche, enfundado en un chándal, y observó displicente la mancha de la cazadora, aunque nada dijo al respecto.

—¿Qué ha pasado?

—Tynnes Falk ha regresado.

—¿Estás de broma?

—Ya sabes que yo no suelo bromear. Tynnes Falk yace en estos momentos en el mismo lugar en que falleció.

Se dirigieron al cajero, junto al que Nyberg aguardaba, teléfono en mano, intentando arrancar del sueño a uno de sus peritos ayudantes. Al verlo, Wallander se preguntó abatido si Nyberg no estaría a punto de desmayarse una vez más a causa del agotamiento.

—Quiero que tengas en cuenta un detalle importante —advirtió Wallander—: debes recordar si estaba tendido en la misma posición la noche que lo hallasteis la primera vez.

Martinson asintió y, lentamente, dio un rodeo en torno al cadáver. Wallander sabía que su colega tenía buena memoria y, al cabo de un instante, Martinson movió la cabeza.

—No, estaba más apartado del cajero y tenía una pierna torcida.

—¿Estás seguro?

—Totalmente.

Wallander reflexionó un momento.

—En realidad, no tenemos por qué esperar al médico —concluyó—. Tenemos una declaración de fallecimiento de hace poco menos de una semana, de modo que opino que podemos darle la vuelta sin temor a que nos denuncien por incumplimiento del deber.

Martinson no las tenía todas consigo, pero Wallander estaba convencido de que no había motivo alguno para esperar, así que, una vez que Nyberg hubo tomado varias fotografías, le dieron la vuelta al cadáver. Martinson retrocedió espantado, pero a Wallander le llevó varios segundos comprender por qué, antes de ponerse en pie. En efecto, faltaba un dedo de cada mano, el índice de la derecha y el corazón de la izquierda.

—¿A qué clase de personas nos enfrentamos? —barbotó Martinson—. ¿Qué son, saqueadores de cadáveres?

—No lo sé, pero está claro que esto tiene algún significado. Al igual que el hecho de que alguien se haya tomado la molestia de robar el cadáver para luego volver a dejarlo en este lugar.

El rostro de Martinson había palidecido y Wallander se lo llevó a un lado.

—Tenemos que localizar al guarda nocturno que lo encontró la primera vez —afirmó—. Y también necesitamos un horario con sus turnos para saber cuándo pasan por este lugar. De ese modo podremos establecer en qué momento pudieron dejarlo aquí.

—¿Quién lo encontró esta vez?

—Un hombre llamado Nils Jönsson, de Trelleborg.

—Ya, ¿iba a sacar dinero?

—No, dice que lo que quería era repostar combustible para continuar su viaje. Además, asegura que padece del corazón.

—Pues sería de agradecer que no se le ocurriese morirse aquí y ahora. No creo que pudiese soportarlo.

Wallander fue a hablar con el policía que le había tomado los datos a Nils Jönsson y, tal y como Wallander había previsto, el hombre no había hecho ninguna observación importante.

—¿Qué hacemos con él?

—Déjalo ir, ya no lo necesitamos.

Wallander vio cómo Nils Jönsson desaparecía como un rayo y se preguntó abstraído si aquel hombre llegaría sin novedad a Kristianstad, o si se le pararía el corazón por el camino.

Martinson había estado hablando con la empresa de vigilancia.

—Uno de los guardas pasó por aquí a las once —anunció.

Ya eran las doce y media y Wallander recordaba que la llamada de alarma entró a eso de las doce de la noche y que Nils Jönsson había indicado que descubrió el cadáver hacia las doce menos cuarto, de modo que las indicaciones horarias encajaban.

—Este cuerpo ha estado aquí durante una hora, como máximo —concluyó al fin—. Y tengo la firme sospecha de que quienes lo dejaron en este lugar conocían el horario de ronda de los guardas.

—¿«Quienes lo dejaron»?

—Así es. Tuvo que ser más de uno —sostuvo Wallander—. Estoy convencido de ello.

—¿Crees que hay alguna posibilidad de que encontremos testigos?

—Muy remota, en todo caso. Nadie puede haberlos visto desde una ventana, puesto que esto no es una zona residencial ¿y quién puede andar por aquí a altas horas de la noche?

—No sé, la gente que tenga perro y lo saque de paseo, quizá.

—Tal vez.

—Alguien puede haber visto algún coche o algo anormal. Los dueños de los perros son gente fiel a sus hábitos y suelen recorrer el mismo trayecto todos los días más o menos a la misma hora. Si sucede algo extraño, ellos se dan cuenta, creo yo.

Wallander convino con él en que podía merecer la pena intentarlo.

—Bien, mañana por la noche pondremos aquí a algún agente que dé el alto e interrogue a todo aquel que pase con un perro o que salga a correr.

—A Hanson le encantan los perros —apuntó Martinson.

«Sí, a mí también, pero no por eso me muero de ganas de estar aquí mañana por la noche», se dijo Wallander.

En aquel momento, se detuvo ante la zona acordonada un coche del que salió un joven que vestía un chándal similar al de Martinson, por lo que a Wallander empezó a darle la impresión de hallarse rodeado de un equipo de fútbol.

—Es el vigilante nocturno que estuvo de guardia el domingo por la noche —aclaró Martinson antes de acercarse a donde estaba el muchacho para hablar con él. Wallander, por su parte, volvió al lugar donde se hallaba el cadáver.

—Bueno, alguien le ha cortado dos dedos —observó Nyberg—. Esto se pone cada vez peor.

Wallander hizo un gesto de asentimiento.

—Ya sé que tú no eres médico; pero has dicho que le «cortaron» los dedos, ¿cierto? —inquirió el inspector.

—Sí, se trata de superficies de corte totalmente limpias. Claro que pueden haber sido producidas por unas grandes tenazas. Es algo que tendrá que determinar la doctora, que ya está en camino.

—¿Es Susan Bexell?

—Pues no lo sé.

La doctora llegó media hora más tarde. Y, en efecto, era Bexell. Wallander le explicó la situación al tiempo que llegaba el perro policía que Nyberg había solicitado para que localizase los dedos seccionados de las manos de Tynnes Falk.

Para entonces, Nyberg había empezado a fumar otra vez. Wallander no acababa de comprender cómo él mismo no se sentía más cansado de lo que parecía estar. El perro, al lado de su guía, ya había comenzado a olisquear. El inspector rememoró fugazmente la imagen de otro perro que, en una ocasión, encontró un dedo negro[13]. Sin embargo, no recordaba cuánto hacía ya de aquello; le parecía una eternidad.

La doctora trabajaba con gran rapidez.

—Creo que los han seccionado con unas tenazas —terminó por declarar—. Lo que no puedo decir es si lo hicieron aquí o en otro lugar.

—Aquí no ha podido ser —afirmó Nyberg con determinación.

Nadie lo contradijo, aunque tampoco ninguno de los presentes le preguntó cómo podía estar tan seguro.

La doctora había terminado su examen y el coche del depósito había llegado, de modo que podían retirar el cuerpo.

—No me gustaría que desapareciese del depósito otra vez —señaló Wallander—. Así que no estaría mal que lo enterrasen.

Tanto la doctora como el coche fúnebre desaparecieron. El perro policía parecía haberse dado por vencido.

—Estoy seguro de que habría encontrado un par de dedos si hubiesen estado por aquí —dijo el guía canino—. Jamás se le habría escapado algo así.

—Ya, bueno. De todos modos, creo que lo mejor será que examinemos a fondo toda la zona mañana sin falta —apostilló Wallander mientras le venía a la mente la imagen del bolso de Sonja Hökberg—. El que le cortó los dedos bien pudo lanzarlos más o menos lejos de aquí, sólo por no ponerlo demasiado fácil.

Habían dado ya las dos menos cuarto y el vigilante nocturno se había marchado a casa.

—El joven vigilante estaba de acuerdo —explicó Martinson—. El cuerpo yacía en una posición distinta la primera vez.

—Bien, eso puede significar dos cosas, como mínimo —observó Wallander—. O que no se preocuparon de colocar el cuerpo en la misma postura que en la primera ocasión. O que ignoraban cómo quedó entonces.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué razón habrían de devolver el cuerpo al mismo lugar?

—No lo sé. Pero no tiene sentido que permanezcamos aquí por más tiempo. Necesitamos descansar.

Por segunda vez aquella noche, Nyberg se disponía a recoger su material en los maletines. La zona quedaría acordonada toda la noche, hasta el día siguiente.

—Bueno, nos vemos mañana a las ocho —se despidió Wallander.

Y todos se marcharon a casa.

Cuando llegó a casa, el inspector se preparó un té, se tomó la mitad de la taza y se fue a la cama. Le dolía la espalda, y también las piernas. A través de la ventana veía cómo la farola se balanceaba al viento.

Y, justo cuando estaba a punto de caer vencido por el sueño, algo lo hizo emerger a la vigilia de nuevo. No supo, en un principio, identificar lo que podía haber despertado su atención de modo tan brusco. Escuchó con interés, hasta que comprendió que la alarma procedía de su interior.

Era algo relacionado con los dedos cortados.

Se sentó en el borde de la cama. Eran las dos y veinte minutos de la noche.

«Tengo que saberlo ya, cuanto antes», se conminó a sí mismo. «No podré esperar hasta mañana».

Así pues, se levantó de nuevo y fue a la cocina. La guía de teléfonos estaba sobre la mesa.

En menos de un minuto, ya tenía el número que buscaba.