Wallander contuvo la respiración.
Pensaba que, sin duda, debía de estar confundido y que aquel plano representaba alguna otra cosa. Pero no tardó en desechar sus reservas. Tenía el convencimiento de estar en lo cierto. Con gran cautela, devolvió el dibujo a su lugar junto al monitor apagado del ordenador, en el que podía ver su rostro reflejado a la luz del flexo. Sobre la mesa había también un teléfono y pensó que debería llamar a alguien, a Martinson o a Ann-Britt. Y a Nyberg. Pero ni siquiera levantó el auricular. En cambio, comenzó a pasear despacio por la habitación, mientras pensaba que, al parecer, Tynnes Falk acudía a trabajar a aquella buhardilla, protegida por una puerta blindada que resultaría muy difícil de forzar para cualquiera que lo intentase. En efecto, allí era donde realizaba su trabajo de asesor informático. «Sigo sin tener la menor idea de en qué consistía su trabajo exactamente», se dijo. «Pero resulta que un buen día aparece tendido muerto ante un cajero. Después, desaparece su cadáver del depósito y ahora encuentro los planos de una unidad de transformadores junto a su ordenador».
Durante un instante de vértigo, le pareció atisbar una explicación a aquel hecho. Pero la maraña de detalles era aún enorme. Wallander prosiguió inspeccionando la habitación. «¿Qué hay?», se preguntó. «Y ¿qué falta? Un ordenador, una mesa, una silla y un flexo. Un teléfono y un plano. Pero no hay estanterías, ni archivadores ni libros. Ni siquiera un bolígrafo».
Tras la primera ronda por la dependencia, volvió a la mesa, tomó la cabeza del flexo y la hizo girar de modo que el haz de luz recorriese lentamente las paredes. La lámpara despedía una luz potente, pero aun así, no logró detectar en los muros indicio alguno de la existencia de ningún escondrijo. Se sentó entonces en la silla, atento a la solidez del silencio que lo rodeaba. Las paredes eran muy gruesas, al igual que los cristales de las ventanas. Y tampoco la puerta permitía el paso de ningún sonido exterior. De haber estado allí Martinson, le habría pedido que encendiese el ordenador. Y éste lo habría hecho encantado. Pero él no se atrevía a tocarlo. De nuevo se le ocurrió pensar que debería llamar a Martinson, pero no acababa de decidirse. «Lo más importante en estos momentos es comprender esta situación», resolvió. «En efecto, en mucho menos tiempo del que yo podía prever, una gran cantidad de sucesos han quedado relacionados entre sí. El único problema es que no logro interpretar lo que veo».
Eran ya casi las ocho y, al final, decidió llamar a Nyberg. Por más que ya fuese de noche y que el técnico hubiese estado trabajando y casi sin dormir durante varios días. Sin duda que no faltarían quienes opinasen que la inspección de la oficina de Falk podía esperar hasta el día siguiente. Pero no Wallander, acuciado como estaba por el presentimiento cada vez más intenso de que aquello urgía. De modo que llamó al móvil de Nyberg, que lo escuchó sin hacer ningún comentario. Una vez que el técnico hubo anotado la dirección, Wallander dio por finalizada la conversación y bajó a la calle con la intención de aguardarlo allí.
Nyberg apareció solo en su coche y Wallander le ayudó a subir sus maletines.
—¿Qué se supone que debo buscar? —inquirió ya en la buhardilla.
—Huellas, algún escondrijo…
—Bien, en ese caso, no llamaré a nadie más, por el momento. Las fotografías y las filmaciones pueden esperar, ¿no es así?
—Sí, claro, eso puede hacerse mañana.
Nyberg asintió y, tras descalzarse, sacó de uno de los maletines otro par de zapatos de plástico de fabricación especial. Hasta hacía unos años, Nyberg se había mostrado muy descontento con la protección de que disponían para los pies, de modo que terminó por idear un modelo propio y por ponerse en contacto con un fabricante. Wallander suponía que él había costeado la operación de su bolsillo.
—¿Tú sabes de ordenadores? —preguntó el inspector.
—Bueno, a decir verdad, sé tan poco como cualquier otra persona sobre cómo funcionan en realidad, pero ni que decir tiene que puedo encenderlo, si quieres.
Wallander negó con un gesto.
—No, será mejor que lo haga Martinson. Además, si permitiese que otra persona se hiciera cargo del ordenador, no me lo perdonaría jamás.
Entonces, le mostró a Nyberg el plano que había sobre la mesa. Nyberg comprendió enseguida qué representaba y observó a Wallander inquisitivo.
—¿Qué significa esto? ¿Acaso fue Falk quien mató a la chica?
—No, cuando ella fue asesinada él ya estaba muerto —le recordó Wallander.
—Sí, estoy tan agotado que mezclo los días, las horas y los sucesos sin ton ni son. En realidad, lo único que deseo es que llegue el momento de la jubilación.
«¡Tú qué coño vas a esperar la jubilación! Lo que tienes es miedo a jubilarte», rectificó Wallander para sí.
Nyberg sacó una lupa de uno de los maletines y se sentó ante el escritorio, dispuesto a estudiar el plano al detalle, mientras Wallander aguardaba en silencio.
—Bien, esto no es ninguna copia, sino un plano original —afirmó el técnico.
—¿Estás seguro?
—No del todo. Pero casi.
—Lo que significa que alguien lo estará echando en falta en algún archivo, ¿no?
—A ver, no sé si lo entendí bien, pero yo estuve hablando un buen rato con Andersson, el técnico, sobre las medidas de seguridad que protegen las líneas de corriente y, según dichas medidas, debería ser imposible que nadie ajeno a los servicios de suministro hiciese una copia de este plano. Y aún más complicado sería acceder a un original —explicó Nyberg.
Wallander comprendió hasta qué punto era interesante aquel comentario de Nyberg pues, en el supuesto de que el plano hubiese sido robado de algún archivo, ello les reportaría, sin lugar a dudas, alguna pista nueva.
Nyberg montó su lámpara de trabajo mientras Wallander se retiraba con el fin de que el técnico pudiese trabajar con tranquilidad.
—Me voy a la comisaría, por si me necesitas.
Nyberg no se molestó en responder, enfrascado como estaba ya en su tarea.
Cuando Wallander llegó a la calle, cayó en la cuenta de que, en su mente, estaba tomando forma otra determinación. De modo que decidió no ir a la comisaría o, al menos, no directamente. En efecto, Marianne Falk le había hablado de una mujer llamada Siv Eriksson, que podría responder a sus preguntas sobre la auténtica naturaleza de la actividad de Tynnes Falk como asesor informático; y aquella mujer vivía muy cerca de donde se encontraba o, por lo menos, tenía por allí sus oficinas. Wallander dejó el coche aparcado, tomó la calle de Långgatan en dirección al centro y giró hacia la derecha a la altura de la calle de Skansgränd. La ciudad aparecía desierta y se detuvo para volverse a mirar en dos ocasiones, pero nadie lo seguía. El viento continuaba soplando con fuerza y sentía frío. Mientras caminaba, lo asaltaron de nuevo las imágenes del disparo, que lo llevaron a preguntarse no sólo cuándo tomaría conciencia de lo cerca que había estado de morir, sino también cuál sería su reacción.
Tan pronto como llegó a la casa que le había descrito Marianne Falk, vio el letrero que había fijado junto al portal: «Sercon, es decir, Siv Eriksson Consultaría», dedujo.
Según aparecía indicado bajo el nombre, la oficina se hallaba en la segunda planta, de modo que pulsó el botón correspondiente del portero automático con la esperanza de tener suerte pues, si aquello no era más que una oficina, se vería obligado a buscar la dirección de su domicilio.
Pero la respuesta fue prácticamente inmediata, de modo que Wallander se inclinó hacia el receptor de sonido del portero, se presentó y explicó el motivo de su visita. La mujer que le había contestado permaneció en silencio, pero, al final, se oyó el zumbido sordo de la puerta al abrirse y Wallander entró.
Ya en el rellano de la segunda planta, comprobó que ella lo aguardaba en el umbral de la puerta y, pese a que la luz del vestíbulo lo deslumbraba, la reconoció enseguida.
En efecto, la había conocido la noche anterior, durante la conferencia ante la asociación femenina. Incluso se habían dado un apretón de manos. Pero Wallander no había sido capaz de grabar su nombre en la memoria. Al mismo tiempo, pensó en lo extraño que resultaba el hecho de que ella misma no se hubiese dado a conocer enseguida, pues debía de estar al corriente de que Falk estaba muerto.
Por un instante, dudó de si ella conocería, en realidad, aquel dato y de si no tendría que transmitirle la noticia del fallecimiento de Falk.
—Siento molestar —se excusó Wallander.
La mujer lo hizo pasar al vestíbulo y él percibió que, de algún lugar impreciso, llegaba un olor a maderos ardiendo. Ahora sí podía ver con claridad el rostro de la mujer. Tenía unos cuarenta años, el cabello oscuro cortado en media melena y los rasgos bien definidos. El nerviosismo de la noche anterior le había impedido fijarse de verdad en su aspecto, pero la persona que ahora tenía ante sí lo hacía sentir aquella clase de turbación que solía experimentar cuando una mujer le parecía atractiva.
—Te explicaré el porqué de mi visita —aseguró el inspector.
—Ya sé que Tynnes está muerto —le advirtió ella—. Marianne me llamó y me lo dijo.
Wallander notó que parecía apesadumbrada en tanto que él, por su parte, experimentó un gran alivio, pues en todos los años que llevaba como policía no había sido capaz de acostumbrarse a transmitir los comunicados de defunciones.
—Imagino que seríais buenos amigos, dado que erais compañeros de trabajo —aventuró Wallander.
—Pues…, en parte sí y en parte no —repuso ella—. Manteníamos una relación estrecha, incluso muy estrecha, pero sólo en lo concerniente al trabajo.
Wallander se preguntó fugazmente si aquella relación no habría adquirido, pese a todo, otro cariz distinto del puramente laboral; y aquella duda lo hizo sentir un efímero e impreciso sentimiento de celos.
—Bien, imagino que, puesto que la policía viene a visitarme a estas horas, debe de existir un motivo importante —observó ella mientras le ofrecía una percha.
Él la siguió hasta una sala de estar que halló amueblada con gusto exquisito y comprobó que la chimenea estaba encendida. Le dio la impresión de que tanto los muebles como los cuadros eran muy costosos.
—¿Te apetece tomar algo?
«Sí, un whisky», se dijo Wallander. «Un whisky no me vendría nada mal».
—No, gracias, no es necesario.
Se sentó en un sofá de color azul oscuro que había en un rincón, mientras ella se acomodaba en el sillón de enfrente. Wallander observó que tenía unas piernas bonitas y a ella no le pasó inadvertida su mirada.
—Acabo de visitar el despacho de Tynnes Falk y, sorprendentemente, no hay allí nada, salvo un ordenador —comenzó Wallander.
—Tynnes era un asceta y deseaba que todo estuviese limpio y vacío a su alrededor cuando trabajaba.
—Bien, en realidad es ésa la razón por la que estoy aquí, para averiguar a qué se dedicaba o, quizás, a qué os dedicabais exactamente.
—Ya, bueno, a veces trabajábamos juntos, pero no siempre.
—Claro, pero, para empezar, ¿por qué no me explicas qué hacía cuando trabajaba solo?
Wallander lamentaba no haber llamado a Martinson, pues corría el riesgo evidente de obtener respuestas incomprensibles para él.
A decir verdad, aún habría podido hacerlo, pero, por tercera vez aquella tarde, decidió abstenerse.
—Confieso que mi conocimiento acerca de cómo funcionan los ordenadores es más que limitado —declaró—. Te ruego por ello que seas lo más explícita posible ya que, de lo contrario, cabe la posibilidad de que no comprenda nada de cuanto me digas.
Ella lo observó con una sonrisa.
—¡Vaya!, me sorprende —admitió ella—. Ayer noche, mientras escuchaba tu exposición, tuve la sensación de que, en la actualidad, los ordenadores constituyen una de las principales herramientas de trabajo de la policía.
—Así es, pero no en mi caso. Algunos de nosotros debemos dedicarnos a hablar con la gente. Las búsquedas en bases de datos o el intercambio de mensajes electrónicos no es más que una parte de nuestro trabajo.
La mujer se puso en pie y fue a atizar el fuego en la chimenea, siempre bajo la mirada atenta de Wallander que, raudo, bajó la vista y fijó la mirada en sus propias manos cuando ella se dio la vuelta.
—En fin, ¿qué quieres saber? ¿Y por qué?
Wallander resolvió responder en primer lugar a la segunda pregunta.
—Ya no estamos tan seguros de que la muerte de Tynnes Falk se haya producido por causas naturales, pese a que los médicos así lo dictaminaron en un principio, al atribuir el fallecimiento a un infarto agudo.
—¿Un infarto?
Su sorpresa parecía auténtica y Wallander recordó al médico que fue a visitarlo con la única intención de manifestar su desacuerdo con el diagnóstico de los forenses.
—No parece muy verosímil que se tratase de un fallo cardíaco, pues Tynnes se encontraba en perfectas condiciones físicas.
—Sí, y no eres la primera que lo hace notar. Ése es uno de los motivos por los que hemos tomado la determinación de investigar el asunto. El problema, si excluimos el infarto, es determinar cuál habría podido ser la causa real de su muerte. Lo más probable es que sufriese algún tipo de ataque violento, claro está; o, simplemente, un accidente: que hubiese tropezado y, al caer, hubiese recibido un fuerte golpe en la cabeza con tan mala fortuna que el impacto de la caída hubiese provocado su muerte.
Ella negó escéptica.
—Tynnes Falk jamás habría permitido que nadie se le acercase demasiado.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que siempre estaba alerta y solía decir que se sentía inseguro cuando caminaba por la calle, de modo que estaba preparado para cualquier eventualidad. Y, además, sabía reaccionar con asombrosa rapidez. Por si fuera poco, había aprendido no sé qué arte marcial oriental cuyo nombre no recuerdo.
—O sea, que era capaz de partir un ladrillo con la mano…
—Sí, más o menos.
—Entonces, tú crees que fue un accidente, ¿no?
—Sí, eso es lo que creo.
Wallander asintió sin hacer comentario alguno antes de proseguir.
—El caso es que mi visita se debe también a otros motivos, cuya naturaleza no me está permitido revelar aún, por desgracia.
Ella se había servido una copa de vino tinto que colocó cuidadosamente sobre el brazo del sillón.
—Comprenderás que sienta curiosidad por conocerlos, ¿verdad?
—Pues sí, pero, de todos modos, no puedo hablar de ello.
«¡Menuda patraña!», se recriminó Wallander. «En el fondo, nada me impide ser mucho más explícito al respecto. Lo que estoy haciendo es ejercer una especie de extraño poder».
Interrumpió su reflexión cuando la oyó preguntar:
—¿Qué es lo que deseas saber?
—Lo que hacía exactamente.
—Era un excelente innovador de sistemas.
Wallander alzó la mano.
—Bien, ésta es la primera parada: ¿qué implica eso?
—Se dedicaba a elaborar programas informáticos para diversas empresas y, como te digo, era realmente bueno. De hecho, recibió varias ofertas para llevar a cabo trabajos de gran complejidad tanto en Estados Unidos como en Asia, pero siempre las rechazó, pese a que habría podido ganar mucho dinero.
—¿Y por qué las rechazaba?
De repente, la mujer pareció desconcertada.
—A decir verdad, no lo sé.
—Pero hablasteis del asunto, ¿no?
—Bueno, él me explicó en qué consistían las ofertas de trabajo y cuáles eran los salarios y, la verdad, si me los hubieran ofrecido a mí, no me lo habría pensado dos veces. Pero él las rechazó todas.
—¿Te dijo por qué?
—Porque no quería, porque pensaba que no lo necesitaba.
—Es decir, que tenía bastante dinero.
—Pues no, no lo creo. De hecho, hubo ocasiones en que me pidió dinero prestado.
Wallander frunció el entrecejo, intuyendo que estaba a punto de obtener un dato crucial.
—¿No adujo nunca ninguna otra razón?
—No, sólo que no creía que necesitara aceptar aquellos trabajos. Sólo eso. Cuando intentaba sonsacarle algo más, interrumpía la conversación de la forma más abrupta que quepa imaginar. Lo cierto es que podía ser bastante brusco. Él marcaba los límites de nuestra relación, no yo.
«¿De qué podría tratarse?», se preguntó Wallander. «¿Cuál podía ser el motivo real de que rechazase aquellas ofertas?».
—¿Qué circunstancias determinaban el que realizaseis algún trabajo juntos?
La respuesta sorprendió al inspector.
—El grado de aburrimiento.
—¿Cómo? No lo entiendo…
—Todo trabajo tiene unas etapas más aburridas que otras. Tynnes era bastante impaciente, de modo que solía hacerme responsable de las partes menos interesantes, en tanto que él se dedicaba a lo más complejo y emocionante. En especial aquello que exigía innovación, aquello en lo que nadie había reparado con anterioridad.
—¿Y tú lo aceptabas?
—Bueno, hay que ser consciente de las propias limitaciones. Además, para mí no resultaba tan aburrido. Y él estaba mucho más capacitado que yo.
—¿Cómo os conocisteis?
—Yo fui ama de casa hasta los treinta. Entonces me separé y comencé a estudiar. En una ocasión, lo oí dar una conferencia, y me fascinó, de modo que le pregunté si podía trabajar como ayudante suya. Entonces me dijo que no, pero, un año después, me llamó por teléfono. Nuestro primer trabajo conjunto consistió en el diseño de un sistema de seguridad para un banco.
—¿Qué es eso exactamente?
—Bueno, en la actualidad se realizan transferencias de una cuenta a otra a una velocidad de vértigo: entre personas y empresas, entre bancos de distintos países… Siempre hay alguien que pretende manipular estos sistemas y la única forma de impedirlo es ir siempre por delante en materia de seguridad. Es una lucha sin fin.
—Vaya, eso suena muy complicado.
—Sí, y lo es.
—Pero, la verdad, he de admitir que me resulta algo extraño el que un asesor informático autónomo de Ystad fuese capaz de acometer tareas tan complejas.
—En realidad, una de las principales ventajas de las nuevas tecnologías de la información consiste precisamente en el hecho de que, donde quiera que uno viva, puede operar como si se hallase en el centro del mundo. Tynnes tenía contacto con empresas, con fabricantes de material informático y con programadores de todo el mundo.
—¿Desde su despacho de Ystad?
—Exacto.
Wallander no estaba muy seguro de cómo continuar, pues sospechaba que aún no había comprendido del todo a qué se dedicaba Tynnes Falk. Sin embargo, no se le ocultaba que sería inútil intentar adentrarse en el mundo de la informática sin la presencia de Martinson. Por otro lado, comprendió que deberían ponerse en contacto con la sección de informática de la brigada judicial a escala nacional.
Wallander decidió cambiar de asunto.
—¿Sabes si tenía enemigos? —inquirió sin dejar de observar el rostro de la mujer que, no obstante, no le reveló nada más que sorpresa.
—No, que yo sepa.
—¿Notaste algún cambio de actitud en él durante los últimos meses?
La mujer reflexionó un instante antes de responder.
—No, se comportaba como siempre.
—¿Y cómo se comportaba siempre?
—Tenía bastante mal genio. Y trabajaba incesantemente.
—¿Dónde os conocisteis?
—Aquí. Nunca nos vimos en su despacho.
—¿Y eso por qué?
—Si quieres que te sea sincera, me parece que tenía una especie de fobia a los virus. Además, detestaba que le ensuciasen el suelo. Creo que era un maniático de la limpieza.
—¡Vaya! Me da la impresión de que Tynnes Falk era una persona muy compleja.
—Bueno, no tanto, cuando uno se había acostumbrado… En realidad, era como la mayoría de los hombres.
Wallander la observó lleno de interés.
—¡Ajá! ¿Y cómo suelen ser los hombres?
Siv Eriksson exhibió de nuevo su sonrisa.
—¿Formulas esa pregunta a título personal, o guarda relación con el caso de Tynnes Falk?
—Yo no suelo hacer preguntas a título personal.
«Vaya, me ha pillado. Pero ya no tiene remedio», se resignó Wallander.
—Pues los hombres suelen ser infantiles y vanidosos, pese a que sostienen con encono lo contrario.
—Me parece que generalizas demasiado.
—Es lo que pienso.
—¿Y así era Tynnes Falk?
—Exacto. Aunque no era sólo eso. También era capaz de mostrarse generoso. Por ejemplo, a mí me pagaba más de lo estipulado. Pero nunca podías estar segura del humor con que aparecería al día siguiente.
—Había estado casado y tenía hijos, ¿no?
—El tema de la familia jamás salió a colación entre nosotros. De hecho, creo que tardé un año en descubrir que había estado casado y que, en efecto, tenía dos hijos.
—¿Tenía alguna afición, aparte del trabajo?
—No, que yo sepa.
—¿Nada?
—Nada.
—Pero algún amigo tendría, ¿no?
—Sí, pero se comunicaba con ellos a través del ordenador. Por lo que yo sé, ni siquiera recibió una postal en los cuatro años transcurridos desde que nos conocimos.
—¿Cómo puedes tú conocer semejante extremo si jamás lo visitaste?
Ella hizo amago de ir a aplaudir.
—Ésa es una buena pregunta. Lo cierto es que utilizaba mi dirección para sus envíos postales. Sólo que nunca recibía nada.
—Pero ¿nada de nada?
—Tal como suena. Durante todos esos años no recibió ni una sola carta. Ni una factura. Nada.
Wallander frunció el entrecejo.
—¡Vaya, eso me resulta inexplicable! De manera que su dirección postal es la tuya, pero no recibe nada en cuatro años.
—Bueno, en alguna rara ocasión echaban al buzón algún folleto publicitario a su nombre. Pero eso fue todo.
—En otras palabras, debía de tener otra dirección postal.
—Es lo más probable, pero yo no la conocía.
Wallander pensó en los dos apartamentos de Falk: en el de la plaza de Runnerströms Torg no había nada; pero tampoco recordaba haber visto correo alguno en el de la calle de Apelbergsgatan.
—Bien, esto es algo que debemos investigar —decidió Wallander—. No cabe duda de que la imagen que ofrece es de lo más misteriosa.
—Bueno, quizás haya gente a la que no le guste recibir correo, mientras que a otras personas les encanta oír el sordo golpeteo de los sobres al caer en el buzón.
Wallander no tenía más preguntas que hacer. Tynnes Falk se le antojaba un misterio. «Estoy apresurándome demasiado», se recriminó. «Lo primero que hemos de hacer es ver qué hay en su ordenador. Si llevaba una vida normal, seguro que encontramos allí su rastro».
La mujer se sirvió más vino y le preguntó a Wallander si había cambiado de opinión, pero el inspector negó con un gesto.
—Has dicho que manteníais una relación estrecha, pero, a juzgar por lo que me has contado, él no mantenía relación con nadie. ¿De verdad que nunca te habló de su mujer y sus hijos?
—Muy pocas veces.
—Y cuando lo hacía, ¿qué decía?
—Bueno, por lo general eran comentarios repentinos e inesperados. Por ejemplo, podíamos estar trabajando y, de repente, me decía que era el cumpleaños de su hija. Y no tenía sentido preguntar o interesarse por el tema, porque entonces interrumpía la conversación de inmediato.
—¿Lo visitaste en su casa alguna vez?
—Jamás.
«Una respuesta demasiado rápida», sentenció Wallander para sí. «Demasiado rápida y demasiado tajante. Yo creo que la cuestión es si no hubo, pese a todo, algo más entre Tynnes Falk y su ayudante femenina».
Wallander vio que habían dado las nueve. Las ascuas se consumían paulatinamente en el hogar.
—Me figuro que no habrá recibido ninguna carta en los últimos días.
—No, nada.
—¿Qué crees tú que sucedió?
—No lo sé. Yo creía que Tynnes moriría de viejo. Por lo menos, a eso aspiraba él. Debió de ser un accidente.
—¿Y no padecería alguna enfermedad que tú desconocieses?
—Claro, es posible, pero me cuesta creerlo.
Wallander sopesó la posibilidad de revelarle el hecho de que el cadáver de Tynnes Falk había desaparecido del depósito, pero, al final, tomó la determinación de no hacerlo para orientar la conversación hacia otro asunto de su interés.
—En su despacho había un plano de una unidad de transformadores. ¿Sabes de su existencia?
—Apenas si sé qué es una unidad de transformadores…
—Una de las instalaciones de la compañía de suministros energéticos Sydkraft, situada a las afueras de Ystad.
La mujer meditó un instante antes de responder.
—Bueno, él trabajaba para Sydkraft —declaró—. Pero yo nunca estuve involucrada en esos encargos.
Una idea cruzó la mente del inspector.
—Quiero que elabores una lista de los proyectos en los que sí colaborasteis y de los que él llevaba en solitario.
—¿Desde cuándo?
—Los del último año, para empezar.
—Bueno, comprenderás que es posible que Tynnes hubiese aceptado y llevado a cabo proyectos que yo desconocía.
—Hablaré con su contable —señaló Wallander—. Él debe de haber emitido las facturas correspondientes de todos los clientes. Pero, aun así, quiero que tú confecciones esa lista.
—¿Ahora mismo?
—No, puedo esperar a mañana.
Ella se puso en pie para atizar el fuego mientras Wallander intentaba redactar mentalmente un anuncio al que Siv Eriksson se sintiese tentada de responder. La mujer regresó al sillón.
—¿Tienes hambre?
—No. Además, tengo que irme ya.
—En fin, no parece que mis respuestas hayan sido de gran ayuda.
—Bueno, lo cierto es que ahora conozco a Tynnes Falk mejor de lo que lo conocía cuando llegué. El trabajo policial exige paciencia.
Dicho esto, pensó que, en realidad, debería marcharse enseguida, puesto que no tenía más preguntas que hacer, de modo que se puso en pie.
—Volveré a ponerme en contacto contigo —le advirtió—. Pero te agradecería que me proporcionases la lista mañana mismo. Puedes enviármela por fax a la comisaría.
—¿Y no da igual si la envío por correo electrónico?
—Seguro que sí, pero ni sé cómo se hace ni conozco el número o la dirección de la comisaría.
—Bueno, eso puedo averiguarlo yo.
La mujer lo acompañó hasta el vestíbulo, donde Wallander se puso la cazadora.
—¿Recuerdas que Tynnes Falk hablase contigo de visones en alguna ocasión? —inquirió de pronto.
—¿Por qué habría de hablarme de tal cosa?
—No, era sólo curiosidad.
Ella abrió la puerta, pero Wallander experimentaba una intensa y tormentosa sensación de que, en realidad, le habría gustado quedarse.
—Tu conferencia fue muy buena —comentó ella entonces—. Aunque estabas bastante nervioso.
—Bueno, no es extraño, cuando uno se ve solo y abandonado ante tantas mujeres —repuso él.
Se despidieron y Wallander bajó a la calle. Justo en el momento en que abría la puerta del portal, sonó su móvil. Era Nyberg.
—¿Dónde estás?
—Cerca de la comisaría, ¿por qué?
—Creo que será mejor que vengas.
Nyberg interrumpió la conversación bruscamente. Wallander, por su parte, notó que el corazón le latía con fuerza, pues sabía que el técnico no llamaba a menos que hubiese un motivo importante.
No cabía duda: algo había sucedido.