El timbre del teléfono despertó a Wallander.
Fue arrancado del sueño como si, en realidad, no hubiese hecho otra cosa que estar allí tumbado aguardando el sonido de la llamada. En el preciso momento en que asía el auricular, miró el reloj: eran las cinco y cuarto de la mañana.
La voz que le hizo llegar el aparato le era desconocida.
—¿Kurt Wallander?
—Sí, soy yo.
—Disculpa si te he despertado.
—No, estaba despierto.
«¿Por qué habré dicho semejante mentira?», acertó a preguntarse Wallander. «¿Acaso hay algo vergonzoso en el hecho de estar durmiendo aún, cuando no son más que las cinco de la mañana?».
—Verás, me gustaría hacerte algunas preguntas acerca de la agresión.
Wallander terminó de despertarse en el acto, ya sentado en el borde de la cama. El hombre le dio su nombre y el del periódico para el que trabajaba. Y Wallander pensó que debería haber previsto aquella eventualidad mucho antes; que era perfectamente posible que algún periodista lo llamase por la mañana temprano. No debería haber contestado pues, si alguno de sus colegas quería ponerse en contacto con él por algún asunto urgente, lo habrían llamado también al móvil, cuyo número había logrado mantener secreto hasta el momento.
Pero ya era demasiado tarde y no le quedaba otro remedio que responder.
—Ya he dejado bien claro que no hubo agresión alguna.
—¿Quieres decir que la imagen miente?
—No, sólo que no revela toda la verdad.
—Y, en ese caso, ¿por qué no me la cuentas tú?
—No lo haré mientras la investigación esté en curso.
—En fin, supongo que habrá algo que puedas decir.
—Así es. Pero ya lo he dicho: no hubo agresión.
Dicho esto, colgó el auricular y desconectó el teléfono. Se imaginaba los titulares: «LE CUELGA EL AURICULAR A NUESTRO PERIODISTA. EL POLICÍA PERSISTE EN SU SILENCIO». Abatido, se hundió de nuevo entre los almohadones. La farola de la calle que veía a través de la ventana se mecía al viento mientras que la luz que se colaba por entre las cortinas deambulaba por la pared.
Cuando lo despertaron, estaba soñando algo. Y las imágenes de su ensoñación empezaban a emerger lentamente a su conciencia.
Era el otoño del año anterior, y había emprendido un viaje por el archipiélago de Östergötland. Había recibido una invitación de un hombre que vivía en una de las islas y que se encargaba del reparto del correo en archipiélago. Se habían conocido durante uno de los peores casos en 1os que Wallander se había visto envuelto. Había aceptado la invitación inmerso en una profunda incertidumbre y fue a visitarlo. Una mañana muy temprano, su anfitrión lo llevó a uno de los grupos de islotes alejados, donde las rocas surgían del mar como petrificados animales prehistóricos. Anduvo recorriendo el árido suelo del islote imbuido de una extraña sensación de clarividencia y de perspectiva. Con no poca frecuencia, revivía aquella hora solitaria durante la cual el bote lo aguarda amarrado a la orilla. Y en varias ocasiones experimentó la apremiante necesidad de hacer renacer, alguna vez, las vivencias de aquel día…
«Debe de haber algún mensaje cifrado en ese sueño», se dijo. «Pero ¿cuál puede ser?».
Permaneció tendido en la cama hasta que dieron las seis menos cuarto. Entonces, volvió a conectar el teléfono. El termómetro que tenía fijado al marco exterior de la ventana indicaba que estaban a tres grados y vio que el viento soplaba racheado. Mientras se tomaba café, repasó de nuevo lo ocurrido. Había surgido un elemento de conexión, para él inesperado, entre el ataque al taxista, la muerte de Sonja Hökberg y el hombre cuyo apartamento él había visitado la noche anterior. Revisó mentalmente los acontecimientos. «¿Qué es lo que se me oculta?», se preguntaba. «Aquí hay un fondo que no acabo distinguir. ¿Cuáles son las preguntas que debería plantearme?».
A las siete de la mañana decidió darse por vencido. Lo único que había conseguido era determinar lo que se presentaba como lo absolutamente primordial: hacer que Eva Persson comenzase a decirles la verdad. ¿Por qué se habían cambiado de lugar ella y Sonja Hökberg en el restaurante? ¿Quién era el hombre que entró mientras ellas estaban allí? ¿Cuál era el motivo real de que matasen al taxista? ¿Cómo supo que Sonja Hökberg estaba muerta? Aquéllas eran las cuatro cuestiones por las que había que empezar.
Se dirigió a pie hacia la comisaría. Hacía más frío de lo que se había figurado. Lo cierto era que aún no se había habituado al otoño y lamentaba no haberse puesto un suéter más grueso. Mientras caminaba, notó que se le mojaba el pie izquierdo, de modo que se detuvo para observar la suela y comprobó que tenía un agujero. Aquel descubrimiento lo hizo perder los estribos hasta el punto de que tuvo que dominarse para no arrancarse los zapatos de los pies y continuar descalzo.
«Esto es lo que me queda», se lamentó. «Después de todos estos años como policía, no tengo más que un par de zapatos rotos».
Un hombre que pasaba por allí le lanzó una mirada inquisitiva que le hizo comprender que había pronunciado aquellas palabras en voz alta.
Ya en la comisaría, se paró a preguntarle a Irene quién había llegado, a lo que la recepcionista contestó que tanto Martinson como Hanson estaban allí. Wallander le pidió que les comunicase que los esperaba en su despacho. Pero después cambió de opinión, pues prefería verlos en una de las salas de reuniones, adonde también quería que enviase a Ann-Britt tan pronto como apareciese.
Martinson y Hanson entraron en la sala al mismo tiempo.
—¿Qué tal fue la charla? —quiso saber Hanson.
—Mira, mejor lo dejamos, ¿vale? —atajó Wallander iracundo para, al punto, lamentar que Hanson hubiese tenido que convertirse en la víctima de su mal humor de aquella mañana—. Estoy cansado —adujo a modo de disculpa.
—¿Y quién coño no lo está? —replicó Hanson—. Sobre todo cuando hay que leer estas cosas.
Hanson llevaba un diario en la mano. Wallander pensó que debería interrumpirlo de inmediato, pues no tenían tiempo que perder departiendo sobre lo que Hanson había leído en un periódico. Sin embargo, no lo hizo, sino que se sentó en su lugar habitual.
—La ministra de Justicia se ha pronunciado —anunció Hanson—. «Se está llevando a cabo una reestructuración necesaria de la actividad policial en el país. Se trata de una labor de reforma que ha implicado grandes esfuerzos, pero la policía va por buen camino».
Hanson arrojó el periódico sobre la mesa con una expresión amarga.
—¿Por buen camino? ¿Qué cojones quiere decir eso? Deambulamos en torno a una encrucijada sin tener idea de adónde nos dirigimos. No dejan de llegarnos instrucciones sobre las nuevas prioridades. Por el momento son los homicidios, las violaciones, los delitos relacionados con la infancia y los delitos económicos, pero ¿y mañana? Nadie lo sabe.
—Ya, pero no es ése el problema —objetó Martinson—. La cuestión es que todo sucede tan aprisa que resulta difícil determinar qué es lo que no es una prioridad en cada momento. Pero puesto que no cesan de recortar el presupuesto y las dotaciones, lo que deberían hacer es indicarnos cuáles son los campos de los que no debemos preocuparnos.
—Sí, lo sé —convino Wallander—. Pero también sé que aquí, en Ystad, tenemos en estos momentos cuatrocientos sesenta y cinco casos sin resolver. Y no quiero que éste sea otro.
Dicho esto, dejó caer las manos sobre la mesa en señal de que la pausa de las lamentaciones había llegado a su fin. Bien sabía él, mejor que nadie, que tanto Martinson como Hanson tenían razón. Pero, al mismo tiempo, ante la adversidad se sentía embargado de una voluntad inquebrantable de apretar los dientes y seguir adelante con el trabajo.
Claro que aquello podía deberse, pensaba, al hecho de que estuviese empezando a sentirse tan agotado que ya no le quedaban fuerzas para protestar cuando, a intervalos cada vez más breves, se anunciaban nuevas reformas en la policía.
En ese momento de su reflexión, Ann-Britt abrió la puerta.
—¡Vaya viento que hace! —exclamó mientras se quitaba el abrigo.
—Es que es otoño —replicó Wallander—. Bien, empecemos. Ayer noche se produjo un suceso que modifica el curso de nuestra investigación de un modo radical.
A una señal suya, Martinson les refirió lo relativo a la desaparición del cadáver de Tynnes Falk.
—¡Vaya! Pues eso sí que es una novedad —declaró Hanson una vez que Martinson hubo concluido—. Un cadáver desaparecido no creo yo que hayamos tenido antes. Recuerdo un bote de goma, pero un cadáver, no.
Wallander hizo un gesto displicente con la cabeza. También él recordaba aquel bote de goma[11] que había arribado a tierra en Mossby Strand y que después, por alguna razón que seguía constituyendo un misterio, había desaparecido de la comisaría.
Ann-Britt lo observaba.
—¿Quieres decir que existe alguna relación entre el hombre que falleció junto al cajero automático y el asesinato de Lundberg? No parece muy probable.
—Pues no, tal vez no —convino Wallander—. Pero es evidente que a partir de este momento, debemos empezar a trabajar desde esa perspectiva. Además creo que será conveniente tomar conciencia de que este asunto no será fácil de resolver. Pensábamos que nos hallábamos ante un caso de excepcional brutalidad aunque, en cierto modo, ya resuelto. Pero ya hemos visto las trazas que ha ido tomando, con la huida de Sonja Hökberg y su muerte en la unidad de transformadores. Sabíamos de un hombre que había fallecido de infarto junto a un cajero, pero lo habíamos archivado puesto que no había indicios de comisión de delito. Y así fue, hasta que desapareció el cadáver y su lugar en la camilla pasó a ocuparlo un relé de alta tensión que alguien dejó allí plantado.
Wallander interrumpió su exposición y, al recordar las cuatro cuestiones que se había formulado interiormente aquella misma mañana, cayó en la cuenta de que, en realidad, debían comenzar por otro extremo bien distinto.
—Una persona fuerza la entrada a un depósito de cadáveres y se lleva un cuerpo. No podemos estar seguros pero lo más probable es que esa persona desee ocultar algo. Por otro lado, aparece en la camilla un relé que, con total certeza, no se han olvidado ni ha sido abandonado allí por error, sino que hemos de concluir que la persona que robó el cadáver quería que lo encontrásemos.
—Lo que, a su vez, sólo puede significar una cosa —intervino Ann-Britt.
Wallander asintió.
—Que debe de haber alguien muy interesado en que relacionemos a Sonja Hökberg con Tynnes Falk.
—¿Y no podría tratarse de una falsa pista? —opuso Hanson—. De alguien que haya leído en los periódicos acerca de la chica que murió carbonizada.
—Si no me equivoco y a la luz de los datos revelados por los colegas de Malmö, el relé es bastante pesado —apuntó Martinson—. Vamos, que no se trata de algo que uno pueda llevar en el maletín.
—A ver, hemos de ir paso a paso —advirtió Wallander—. Nyberg debe de poder establecer si ese relé procede de nuestra unidad de transformadores o no. En caso afirmativo, la cuestión está zanjada.
—No necesariamente —objetó Ann-Britt—. Puede tratarse de una pista simbólica que debamos interpretar.
Wallander negó con un gesto.
—Yo me inclino a creer que tengo razón.
Martinson salió para llamar a Nyberg mientras que los demás salían a buscar café. Entretanto, Wallander les refirió lo ocurrido con el periodista que lo llamó de madrugada y lo despertó.
—Ya pasará —lo animó Ann-Britt.
—Espero que tengas razón. Pero, si he de serte sincero, tengo mis dudas.
Ya de vuelta en la sala de reuniones, retomaron el trabajo.
—Tenemos que atender las cuestiones primordiales —señaló Wallander—. Y Eva Persson es una de ellas. Ya no ha de preocuparnos el hecho de que sea menor. Hay que interrogarla en serio y tú, Ann-Britt, tendrás que hacerte cargo de ello. Ya sabes cuáles son las preguntas importantes. Y no deberás cejar en tu empeño ni ceder hasta haber obtenido respuestas de verdad en lugar de un puñado de evasivas.
Continuaron diseñando el plan del trabajo de investigación durante una hora más. De pronto, Wallander notó que ya no estaba resfriado y que comenzaba a recuperar fuerzas. Se separaron poco después de las nueve y media. Hanson y Ann-Britt se perdieron pasillo arriba. Wallander y Martinson tenían intención de visitar el apartamento de Tynnes Falk. Tentado estuvo el inspector de revelarle a su colega que él ya había estado allí, pero no lo hizo. Aquella era, ciertamente, una de sus debilidades más conocidas: no siempre hacía partícipes a sus compañeros de todos y cada uno de sus movimientos. Sin embargo, hacía ya tiempo que había desistido de intentar cambiar aquella particularidad suya.
Mientras Martinson intentaba localizar las llaves del apartamento de Tynnes Falk, Wallander se marchó a su despacho con el periódico que Hanson había estrellado contra la mesa de la sala de reuniones y se dispuso a hojearlo para comprobar si habían escrito algo sobre él. Lo único que halló fue una pequeña nota en la que se decía que un policía de amplia experiencia profesional se había hecho sospechoso de agresión a una menor. Pese a que su nombre no figuraba en la noticia, se sintió tan indignado como si así hubiese sido.
A punto estaba de dejar el periódico sobre la mesa cuando reparó en una página de anuncios de contactos personales que comenzó a leer algo distraído. Había allí una mujer separada que acababa de cumplir los cincuenta y que se sentía sola, pues sus hijos eran ya mayores. Según rezaba el anuncio, sus principales intereses eran los viajes y la música clásica. Wallander intentó imaginársela, pero el único rostro que pudo conjurar su fantasía fue el de una mujer llamada Erika, a la que había conocido el año anterior en un café situado a las afueras de Västervik[12]. A decir verdad solía pensar en ella de vez en cuando, sin saber muy bien por qué razón. Bastante enojado, arrojó el periódico a la papelera, pero, justo antes de que Martinson entrase en el despacho, lo sacó de allí y rasgó la página que guardó raudo en uno de los cajones del escritorio.
—Su esposa ya viene con las llaves —anunció Martinson—. ¿Quieres que vayamos dando un paseo o llevamos el coche?
—Mejor vamos en coche. Tengo un agujero en la suela del zapato.
Martinson lo observó lleno de interés.
—¿Qué crees que diría al respecto el director general de la policía?
—Bueno, ya hemos adoptado el sistema de la policía de barrio. El siguiente paso bien podría ser la Policía Descalza…
Abandonaron la comisaría en el coche de Martinson y, ya en camino, prosiguieron la conversación.
—¿Cómo te sientes? —inquirió Martinson solícito.
—Cabreado —repuso Wallander—. Uno cree que llegará a acostumbrarse, pero no es cierto. Durante mis años de servicio en la policía he sido acusado de casi todo, salvo de ser perezoso, tal vez. Así que pensaba que me había agenciado una especie de escudo protector, pero no. O, al menos, no es tan impenetrable como yo quisiera.
—¿Hablabas en serio ayer?
—¿Qué es lo que dije ayer?
—Que lo dejarías si te expedientaban.
—No lo sé. Por ahora no quiero ni pensar en ello.
Martinson comprendió que Wallander no deseaba seguir hablando del tema. Ya en la calle de Alpelbergsgatan, se detuvieron ante el número diez, donde una mujer los esperaba sentada en el coche.
—Marianne Falk —susurró Martinson—. Conservó el apellido del ex marido después de la separación.
Martinson se disponía a abrir la puerta del coche cuando Wallander lo retuvo.
—¿Está al corriente de lo ocurrido? ¿Sabe que el cadáver ha desaparecido?
—Sí, parece que a alguien se le ocurrió informarla…
—¿Qué impresión te dio cuando hablaste con ella? ¿Pareció sorprenderle tu llamada?
Martinson hizo memoria antes de responder.
—No, no me pareció sorprendida.
Salieron del coche y se encontraron con que la mujer que los aguardaba ya fuera del vehículo y expuesta al fuerte viento vestía con extrema elegancia. Era alta y delgada y a Wallander le recordó a Mona. Se intercambiaron unas palabra de saludo durante las cuales Wallander intuyó que la mujer estaba nerviosa, por lo que aguzó enseguida sus sentidos.
—¿Han encontrado el cuerpo? ¿Cómo puede suceder una cosa así?
Wallander dejó que Martinson respondiese.
—Sí, es lamentable que ocurran estas cosas.
—¡¿Lamentable?! Es indignante. Yo me pregunto para qué sirve la policía.
—En efecto, es algo que cabe preguntarse —atajó el inspector—. Pero no en este momento.
Entraron en el edificio y subieron la escalera. Wallander se sentía algo incómodo ante la duda de si, pese a todo, no habría olvidado algo en la vivienda la noche anterior.
Marianne Falk encabezaba la marcha y, al llegar a la última planta, se detuvo en seco al tiempo que señalaba la puerta. Martinson se hallaba justo detrás de ella y Wallander lo apartó a un lado. Entonces lo vio: la puerta del apartamento había sido abierta. Y la cerradura que tanto esfuerzo le había costado a él abrir con sus ganzúas la noche anterior, sin dejar ningún arañazo, había sido forzada, al parecer, con una palanca de hierro. La puerta estaba entreabierta y Wallander prestó atención. Martinson estaba a su lado, pero, puesto que ninguno de los dos iba armado, el inspector no acertaba a decidir qué hacer. Finalmente, le hizo una seña indicándole que debían descender una planta.
—Quién sabe si no hay alguien ahí dentro —aclaró en un susurro—. Será mejor que llamemos para pedir refuerzos.
Martinson sacó el móvil.
—Tendrás que esperar en el coche —le ordenó a Marianne Falk.
—¿Qué crees que ha sucedido?
—Haz lo que te digo. Espera en el coche.
La mujer obedeció y comenzó a bajar la escalera mientras Martinson hablaba con la comisaría.
—Están en camino —anunció.
Se apostaron inmóviles, dispuestos a aguardar en el descansillo. Del interior del apartamento no surgía el menor ruido.
—Les advertí que no encendiesen las sirenas —murmuró Martinson.
Wallander expresó su conformidad con un gesto de asentimiento.
Transcurridos ocho minutos, apareció Hanson escaleras arriba acompañado de otros tres agentes. Todos iban armados y uno de los policías le prestó una pistola a Wallander.
—Bien, ya podemos entrar —ordenó.
Formaron un pequeño grupo en el rellano, delante de la puerta. Wallander notó que la mano que sostenía el arma no cesaba de temblarle. En efecto, tenía miedo. Tanto miedo como solía sentir siempre que estaba a punto de adentrarse en una situación en la que podía suceder cualquier cosa. Buscó a Hanson con la mirada antes de comenzar, con suma cautela, a empujar despacio la puerta con la punta del pie al tiempo que preguntaba en voz alta si había alguien dentro. No obtuvo respuesta, de modo que volvió a gritar. Transcurridos unos segundos, fue la puerta situada a sus espaldas la que se abrió, provocando en él un tremendo sobresalto. Una señora de avanzada edad se asomó cauta pero curiosa. Martinson la hizo volver a entrar y cerrar la puerta. Wallander preguntó por tercera vez, de nuevo sin resultado.
Entonces, entraron.
El apartamento estaba vacío. Sin embargo, no era el mismo que él había visitado la noche anterior, cuya principal característica era el orden enfermizo que reinaba por doquier. Muy al contrario, todo aparecía ahora revuelto, los cajones abiertos y su contenido esparcido por el suelo; los cuadros torcidos y los discos también dispersos por todas partes.
—Aquí no hay nadie —declaró—. Pero Nyberg tiene que venir con sus técnicos lo antes posible. Mientras, no quiero que nadie ande pisoteando por aquí sin ton ni son.
Así pues, Hanson y los policías se marcharon, en tanto que Martinson comenzaba a interrogar a los vecinos. Wallander permaneció un instante totalmente inmóvil junto a la puerta de la sala de estar. Ignoraba cuántas veces se habría encontrado en la misma situación, ante un apartamento saqueado. Pero, por más que no fuese capaz de decir por qué, intuía que aquella vez era diferente. Paseó la mirada por la habitación y no le cupo ya la menor duda: allí faltaba algo. Aún no veía qué podía ser, con lo que repitió su inspección, y al observar el escritorio por segunda vez, no tardó en caer en la cuenta de lo que había echado en falta. Se quitó los zapatos y se acercó a la mesa.
La fotografía había desaparecido. Aquella fotografía que representaba a un grupo de hombres, uno de los cuales era asiático, que posaban ante un muro encalado con los ojos entrecerrados ante un sol intenso. Se agachó para mirar debajo del escritorio y rebuscó con sumo cuidado entre los papeles esparcidos por el suelo. Pero no cabía duda: la fotografía no estaba allí.
En ese preciso momento comprendió que faltaba algo más. En efecto, tampoco el cuaderno de bitácora que él había estado hojeando la noche anterior se encontraba allí.
Dio un paso atrás. «Alguien sabía que yo estaba aquí. Alguien que me vio llegar y me vio partir», concluyó presa de un súbito temor que le obligó a inspirar aire profundamente.
¿Fue su instinto, la intuición de que estaban vigilándolo, lo que lo movió a acercarse a mirar por la ventana en aquellas dos ocasiones la noche anterior? Y así había sido, de hecho. Alguien cuya presencia él no alcanzó a descubrir se ocultaba acechante entre las sombras.
Martinson vino a interrumpir su meditar.
—La vecina de al lado es viuda, se llama Håkansson y asegura que no ha oído ni visto nada en absoluto.
A la mente de Wallander acudió de nuevo el recuerdo de aquella ocasión en que, bajo los efectos de una profunda embriaguez, había pasado la noche en el piso de abajo.
—Habla con todos los vecinos. Puede que alguno sí lo haya hecho.
—¿No puedes encargárselo a otro? Yo ya tengo bastante que hacer.
—Ya, pero es fundamental que esto se lleve a cabo de forma exhaustiva —insistió Wallander—. Además, no son tantos los vecinos que habitan el edificio.
Martinson se marchó dispuesto a obedecer mientras Wallander aguardaba. Veinte minutos más tarde se presentó uno de los peritos criminales.
—Nyberg está en camino —afirmó—. No podía interrumpir lo que tenía entre manos, pues no sé qué estaba analizando en la unidad de transformadores que no podía esperar.
Wallander asintió.
—Bien, manos a la obra con el contestador —ordenó Wallander—. Quiero saber qué hay grabado en la cinta.
El policía tomaba nota.
—Debéis filmarlo todo —prosiguió Wallander—. Quiero un informe detallado del apartamento.
—¿Los dueños están de viaje? —inquirió el policía.
—No. El inquilino era el hombre que murió junto al cajero automático la otra noche, de modo que es crucial que lo examinéis todo a fondo.
Salió del apartamento y bajó la escalera hasta llegar a la calle. Marianne Falk estaba fumando en el coche, bajo un cielo totalmente despejado. Al ver a Wallander, abrió la puerta y salió.
—¿Qué ha ocurrido?
—Un robo.
—¡Vaya frialdad, entrar a saco en el apartamento de una persona que acaba de morir!
—Ya sé que estabais separados, pero ¿conocías su apartamento?
—Sí, manteníamos una buena relación y lo visitaba a menudo.
—Estupendo. Esta tarde, cuando los técnicos hayan concluido con su inspección, te llamaré para que vuelvas aquí y lo revisemos juntos. Siempre cabe la posibilidad de que eches en falta algo.
La mujer respondió decidida.
—No lo creo.
—¿Cómo que no?
—Estuve casada con él muchos años. Al principio, sabía quién era, pero después…
—¿Qué ocurrió después?
—Nada. Pero él sufrió un gran cambio.
—¿En qué sentido?
—Yo dejé de saber qué pensaba.
Wallander la miró pensativo.
—Ya, pero aun así tú deberías advertir si falta algo en su apartamento. Tanto más cuanto que acabas de asegurar que solías visitarlo a menudo.
—Bueno, sí, podría reparar en un cuadro o una lámpara que hubiese desaparecido. Pero nada más. Tynnes tenía muchos secretos.
—¿A qué te refieres?
—¿Puede una referirse a más de una cosa al mismo tiempo? Simplemente, yo ignoraba tanto lo que pensaba como lo que hacía. Ya intenté explicártelo durante nuestra conversación telefónica.
Wallander recordó lo que había leído en el cuaderno de bitácora la noche anterior.
—¿Sabes si escribía algún diario?
—Estoy segura de que no.
—¿Nunca lo hizo?
—Jamás.
«Entonces, es cierto», concluyó Wallander. «No sabía a qué se dedicaba su marido o, al menos, desconoce que sí escribía un diario».
—¿Sabes si estaba interesado en el espacio?
Su sorpresa parecía del todo sincera.
—¿Por qué habría de hacer tal cosa?
—Era sólo una pregunta.
—Bueno, cuando éramos jóvenes, tal vez nos detuvimos a contemplar un cielo estrellado alguna que otra vez. Pero eso es todo.
Wallander desvió la conversación en otro sentido.
—Dijiste que tu ex marido tenía muchos enemigos y que se sentía asustado.
—Bueno, eso fue lo que él mismo me confesó.
—De acuerdo, pero ¿qué dijo exactamente?
—Que la gente como él solía tener enemigos.
—¿Sólo eso?
—Sí, sólo eso.
—¿«La gente como yo suele tener enemigos»?
—Exacto.
—¿Y qué crees que quería decir con eso?
—Ya te he dicho que no lo conocía bien.
En ese momento frenó junto a la acera un coche del que salió Nyberg, lo que movió a Wallander a interrumpir la conversación por el momento. Tomó nota del número de teléfono de la mujer al tiempo que le aseguraba que se pondría en contacto con ella más tarde.
—Espera, tengo una última pregunta. ¿Se te ocurre por qué razón querría llevarse alguien su cadáver?
—Por supuesto que no.
Wallander asintió y la dejó marchar, pues no tenía más dudas que plantearle en ese momento.
Una vez que ella, ya al volante, dio marcha atrás para salir con el coche, Nyberg se acercó al lugar donde se hallaba Wallander.
—¿Qué ha ocurrido aquí?
—Un robo.
—¿Y tú crees que tenemos tiempo para eso?
—Bueno, resulta que, de un modo u otro, está relacionado con los demás sucesos. Pero lo que más me interesa en estos momentos es saber lo que has encontrado en la unidad de transformadores.
Nyberg se sonó la nariz antes de contestar.
—Pues que tenías razón. Cuando los colegas de Malmö llegaron con el relé, todo encajó. Y los empleados de la central nos mostraron sin problemas dónde había estado instalado.
Wallander comenzaba a sentir la tensión.
—¿Estaban completamente seguros?
—Sí, del todo.
Nyberg desapareció por el portal hacia el interior del edificio. Wallander quedó allí, mirando hacia el otro lado de la calle, contemplando el centro comercial y el cajero automático.
La conexión entre Sonja Hökberg y Tynnes Falk había sido confirmada.
Y, pese a todo, no alcanzaba a comprender qué implicaba dicha conexión.
Poco a poco, muy despacio, empezó a regresar a pie a la comisaría. Pero, tras unos pocos metros, apremió el paso.
El desasosiego se había adueñado de él.